jueves, 26 de diciembre de 2013

JUNGLA DE CRISTAL

En 1985 la Unión Europa oficializó la adopción de la pieza Himno de la alegría, perteneciente a la Novena Sinfonía compuesta por Ludwig van Beethoven, como Himno del Viejo Continente[1]. Cuatro años más tarde caería el nefasto muro de Berlín[2] y, con él los habitantes del llamado Berlín oriental abandonaban el yugo de raigambre comunista que los gobernaba para disfrutar de los parabienes materiales que sus convecinos del Berlín occidental disfrutaban a unas pocas calles, países, aranceles, y muchos años en el tiempo, de distancia. Hans Grüber (Alan Rickman) y sus secuaces, antagonistas del film dirigido por John McTiernan[3] en 1988 -en el ocaso de la era política más desmantelada que gobernada por el presidente Ronald Reagan- bajo el nombre de Jungla de cristal[4], se adelantaba desde el otro lado de la pantalla y tomaba por la fuerza lo que sus sufridos compatriotas aún tardarían algo más en acariciar. Así, y bajo la omnipresente tonadilla puesta en negro sobre blanco en partituras por Beethoven, el grupúsculo terrorista conformado por antiguos miembros del Movimiento Fox Frey y  bajo mando del refinado hasta lo ridículo líder Grüber entra en la torre Nakatomi Plaza, sede en la ciudad de Los Angeles de un poderosísimo lobby económico (la compañía Nakatomi), y secuestra a sus huéspedes interrumpiendo los festejos navideños regados con champán barato con el objetivo último de hacerse con los acaudalados fondos de la empresa, protegidos en su caja fuerte. Pero también interrumpen la reconciliación entre el policía neoyorquino John McClane (un icónico Bruce Willis) y su esposa Holly (Bonnie Bedelia), mano derecha del dueño del imperio económico Joe Takagi (James Shigeta). La irrupción de los doce asaltantes en el edificio concluirá con la mencionada toma de rehenes por parte de Grüber y sus hombres… y con un fugitivo McClane, apresuradamente armado con una pistola, vestido con camiseta imperio y pantalones, pero sin tiempo de ponerse los zapatos, atrapado en una ratonera de cuarenta plantas huyendo de sus perseguidores en un constante y desigual juego del gato y el ratón.
Bajo esta premisa y con el personaje interpretado por Willis como epicentro de la tormentosa acción que recoge el film, Jungla de cristal transita por los pasajes y personajes propios del thriller en su vertiente hard-boiled[5] más desenfadadamente violenta, lo trepidante del buen  cine de acción, y un socarrón sentido del humor que parece olvidar a conciencia todo poso intelectual que pueda interrumpir el verdadero motor vital de la película de McTiernan: la emoción.
Del mismo modo que ante la impotencia en que se ve sumido McClane ante la ofensiva terrorista el personaje perfectamente encarnado por Willis intenta concentrarse y pensar desde uno de los pisos aún en construcción de la Nakatomi Plaza, ofreciendo el director McTiernan un contraplano desde el punto de vista  del policía de una chica desnudándose en un acristalado apartamento a una manzana de distancia, Jungla de cristal parece seguir la misma filosofía en su conjunto: la resumida en la línea que divide pensar y sentir como equivalentes a disfrutar la película en su conjunto o rechazarla de pleno.

Así, y amplificando sorprendentemente desde la rotunda habilidad formal del realizador la escasa pegada de un guión estereotipado, todo lo que el libreto pueda llegar a sugerir o plantear en términos intelectuales, es barrido por un planteamiento fílmico que tiene en una inesperada tensión y un vivificante sentido del humor negro sus mejores aliados. Vista así, Jungla de cristal se plantea como un entretenimiento sin otro objeto que dejar a su público pegado a la butaca, cosa que logra sin aparente esfuerzo gracias a un magnífico control del espacio cinematográfico cuando la acción se ciñe a las metalizadas entrañas   de Nakatomi Plaza. Sobre una fotografía de tonos azulados y lleno de sombras y claroscuros que hacen barrocas localizaciones sin matices -en duro contraste con la luz anaranjada que parece inundar el californiano mundo exterior antes de que caiga la noche- dentro del edificio, se apuntala una planificación precisa que busca provocar antes la emoción que una narración que pueda contradecir lo planteado desde el guión. McTiernan juega a fondo una de las grandes bazas de su película: la claustrofobia y la tensión, muy por encima de una espectacularidad bastante atenuada, que se desprende de un aparentemente casual marcaje del espacio que pone al público en conocimiento de los lugares por los que deambula, en muchas ocasiones en planos de seguimiento de amplio encuadre y largamente sostenidos, el sufrido policía protagonista gracias a pequeños detalles visuales tan reveladores como absolutamente imprescindibles para transmitir la impresión de gigantesca ratonera en la que se ha visto convertido el edificio, un frío laberinto en el que cada rincón se parece endiabladamente al anterior. Manchas y regueros de sangre, elementos decorativos como pósters eróticos, cristales y ventanales rotos, o cadáveres abandonados, son algunos de las miguitas de pan que McTiernan va dejando por el camino sin retorno por el que McClane y el público van de la mano, haciendo de cada nuevo paseo por despachos y escaleras ya transitados una nueva vuelta de tuerca al desasosiego del espectador. Espectador que, gracias a la tensión de todo lo que rodea a la huida de McClane de sus perseguidores, logra desperezarse en Jungla de cristal de un primer tramo efectivo a modo de presentación de personajes dibujados mediante un par de brochazos que a veces son suficientes, pero otras no logran disimular lo mecánico de su funcionalidad. El policía neoyorquino interpretado por Bruce Willis se presenta, ya desde el primer plano y acorde con su pose taciturna propia de un hombre de acción y pocas palabras, visualmente, pero también sin matices: una alianza de matrimonio en el dedo anular y una pistola bajo la axila son los únicos elementos necesarios para situarlo como marido y policía que baja del avión con el nerviosismo del que se sabe extranjero en el suelo que ahora pisa. Del mismo modo, su acompañante y chófer Argyle (De’voreaux White), hace las veces de comparsa cómico sin que prácticamente nada más se sepa de él, y los miembros del estereotipadísimo grupúsculo terrorista alemán, de aspecto ario y fortaleza hercúlea, son casi indistinguibles los unos de los otros tanto físicamente como en su considerable estupidez escondida bajo una orgullosa pátina de supuesta cultura y buenos modales, más propios de una visión ajena -y deshumanizadora- a la ideología alemana que a un retrato de personajes con cara y ojos.

Ante tal panorama, y con la más que bienvenida intervención de elementos como tensión dramática y suspense en un conjunto que se preveía -equivocadamente- como rutinario, McTiernan juega la más memorable baza de Jungla de cristal, su sentido del humor y la poca seriedad, que no rigor, con la que ocasionalmente se mira a sí misma. Una comicidad negra pero liberadora ante instantes tan tensos como peleas y tiroteos resueltos con una violencia y una sequedad considerables, que sirven no sólo de válvula de escape ante la tensión creada sino como pírrica pero efectiva victoria de McClane sobre sus perseguidores. Las humoradas revanchistas del personaje de Willis, chascarrillos que lo sitúan como vencedor en cuanto siempre tiene la última e irreverente palabra en una situación en la que en lo físico tiene sin duda las de perder, también sitúan al ya mítico John McClane en una esfera algo diferente de lo habitual en el cine de género propio de la década de los ochenta. Fornido, pero de físico algo más enclenque y corriente que sus anabolizados compañeros de género cinematográfico, el McClane de Willis es un hombre vulgar que pretende antes salir con vida del atolladero en el que se ha visto volcado que en actuar heroicamente, un cualquiera que se beneficia de la sobrehumana resistencia a golpes, disparos y caídas que le otorgan sus creadores, y el desbordante carisma del actor que lo interpreta, pero de nulas cualidades didácticas o ejemplarizantes. Su patosa propensión a meterse en camisas de once varas que pueden costarle el pellejo, su incapacidad para llevar la vida que anhela junto con su cada día más distante esposa, su carácter gruñón, el mero hecho de que sangre, se retuerza de dolor, pierda constantemente los papeles, sude como un descosido o se desgañite de impotencia en duro contraste con sus elegantes perseguidores, humanizan sobremanera, y de forma divertidamente bruta, un personaje que sobre el papel es tan anodino que casi resulta inexistente. Más aún, la interpretación de Willis, que logra levantar una sonrisa cómplice gracias a una pose chulesca que por una vez no resulta enervante, a caballo entre la cómica burla de los que quieren acabar con él y la dramática humorada del que ríe de pura desesperación, desprende una juguetona ironía que irradia una particular alegría al conjunto de la película. Porque si algo destaca por encima de todos los elementos estilísticos de Jungla de cristal, con permiso de su logradísimo tratamiento del espacio, es su contagiosamente lúdico sentido de la destrucción[6]. A las incontables explosiones que hacen de la Nakatomi Plaza una especie de zona de guerra a punto de ser reducida a escombros y la estereotipada naturaleza de los personajes del film, meros peones dentro del desarrollo de la historia por los que es difícil sentir, con alguna excepción, algo de afinidad, se suma sin dificultad el tratamiento que McTiernan hace, en gran parte de la película, de la banda sonora.

Una magnífica composición obra de Michael Kamen que juega, se diría que literalmente, con el drama que pasa en la pantalla hasta reducir algunos de los actos más bárbaros que tienen lugar en el film -muchos de ellos, los más brutales y desproporcionados, de la mano del propio protagonista[7]- a meras travesuras. Sangrantes chiquilladas a las que el propio McTiernan, en calidad de realizador, parece sumarse en cuanto su película ridiculiza no sólo a los terroristas que se quisieran sofisticados, sino a todo bicho viviente que aparece en pantalla y lo fútil de sus actos. Sólo así puede entenderse el que un instante presuntamente tan dramático como el que muestra a una tanqueta policial intentando entrar en el edificio tomado por los terroristas tenga su punto final sonoro con un pletórico subrayado, muy similar al tema principal de Cantando bajo la lluvia, mientras el vehículo y sus pasajeros son calcinados por un mísil... Por no hablar del oxidado y renqueante estribillo navideño que va dejándose oír por la película a modo de irónico recordatorio de que, pese a la matanza, el griterío, y las más lamentables actitudes por parte de hombres y mujeres que tiene lugar en la Nakatomi Plaza y sus aledaños, rebajadas en su agresividad por el sentido del humor que se desprende del film, es Navidad. Este tono juguetón, que tan bien funciona mientras la acción se constriñe al interior del edificio en el tramo más claustrofóbico -y emocionante- de la película, se ve sobredimensionado cuando la película echa mano de personajes ajenos a la trama inicial, engordando en tamaño al film de McTiernan pero oxigenando excesivamente un ambiente enrarecido que funciona mejor en interiores. A cambio, Jungla de cristal carga sus tintas, en un último tramo excesivamente largo que pierde algo de la tensión que hacía grande su parte central, contra todo estamento social, ya sea el policial conformado por un cuerpo lleno de inútiles, el de las oscuras fuerzas representadas aquí por un FBI que exhibe una alarmante y caricaturesca falta de humanidad, o el de la prensa que manipula bajo las estrategias más rastreras en aras de un pobre pico de audiencia una realidad convertida en espectáculo, todos ellos tanto o más peligrosos para la integridad del protagonista que los propios terroristas.

El resultado de tan lamentable fresco social, bordeando la autoparodia y a caballo entre la sátira y la apología no logra sustituir la violenta tensión que le precede en cuanto deja de ser un gozoso contrapunto a la violencia y la impostada seriedad de Grüber, dando paso a un intermitente y siempre estilizado retrato de la mezquindad de parte de la sociedad norteamericana por un lado y de la relación de camaradería entre McClane y un afable agente de policía (Reginald Vel Johnson) a ambos lados de los gruesos muros del edificio, por otro, acaba siendo comparativamente algo, aunque no mucho, insatisfactorio. Siendo estos últimos momentos que no siempre logran remontar el vuelo debido al peso de unos personajes que son puro estereotipo y que funcionan mejor en constante movimiento que durante unos algo antipáticos, por sentimentaloides, tiempos muertos. Aunque este tramo también es el retrato, afortunadamente más intuido que explicado, de un hombre atrapado en un mundo que ha dejado de funcionar y que lo ha dejado solo y a merced de todo aquel que pretenda destruirlo. Las insistentes comparaciones que muchos personajes hacen de John McClane con el de un vaquero del lejano oeste, acaba por validarse ante lo divertidamente asalvajado de la situación que se muestra en Jungla de cristal. No en vano, McClane es un producto cinematográfico de la era política dirigida con mano férrea por Ronald Reagan[8], cuyo progresivo desmantelamiento de lo público hizo reflotar imprevistos héroes que tuvieron que alzarse sobre las cenizas del sistema para enfrentarse a amenazas imprevistas sin la ayuda de una sociedad colapsada y económicamente exangüe. Con todo, el desvaído machismo del film (lícito, como todo lo demás, desde el momento en que forma parte de una ficción) y la épica que late bajo la exagerada resistencia de McClane contra el mundo que parece aplastarlo, que enaltece su fortaleza de solitario individualista a la fuerza mientras deja en ridículo estereotipos que lejos de acusar un conjunto de malas conductas, condenan sin sutileza ni matices determinados sectores sociales al completo, sopla las velas más a favor que en contra de las política esgrimida desde la Casa Blanca por entonces. Ya en un apunte en absoluto paródico, el más exageradamente ridículo -por desproporcionadamente espectacular y rimbombante dentro del conjunto de la película- momento de Jungla de cristal completa la redención de un agente de policía, el mencionado único aliado sensato de McClane en el exterior, traumatizado por haber asesinado accidentalmente a un niño de trece años durante una ronda años atrás… recuperando su orgullo como agente del orden al coser a tiros a uno de los más sanguinarios terroristas de cuantos han invadido la Nakatomi Plaza (Alexander Godunov), y todo bajo los repelentes compases sonoros que enaltecen sin sombra de duda la redención, por presentarse carente de matices y tremendamente estereotipada, más fascistoide posible
No es de extrañar que, en un revelador golpe de efecto que ya advierte de la derrota del comunismo pero también de la aparición de un nuevo e incontestable Orden, la humanidad de la causa de McClane (la supervivencia) tenga frente a él los objetivos de Grüber y sus hombres, que disfrazan de política y bajo soflamas revolucionarias su verdadera meta: robar todo el dinero posible y vivir de la renta para disfrutar de todos los lujos que el capitalismo, cuyos símbolos para más inri conocen al dedillo y al que tanto aseguran despreciar, pueda ofrecerles. Y que parece tener como mantra sonoro, desarrollado como subrayado triunfante al logro de los terroristas, a veces como acompañamiento de la fiesta navideña en la que todo tiene comienzo, otras en los labios silbantes de los cuasi paródicos malvados, el Himno de la Alegría… Pieza que tanto embellece los instantes más violentos de la película a modo de trepidante ballet para placer de los sentidos, como posible e inconsciente[9] transfondo político que no deja de palpitar bajo Jungla de cristal para aquellos que quieran verlo. Aunque, para ambos posibles espectadores, la magnífica película dirigida por John McTiernan, es una fiesta cinematográfica que se regodea divertidamente en su pletórica falta de escrúpulos para todo lo que no implique mantener al espectador pegado a la butaca en un juego tan frívolo y cínico como conseguido en el que el que piensa lleva las de perder, mientras el ganador arrasa con todo lo que se le pone por delante sin perder nunca su merecida  sonrisa burlona paseándose por los escombros en una lujosa limusina...

Que tengan unas felices fiestas.

Título: Die hard. Dirección: John McTiernan. Guión: Steven E. de Souza y Jeb Stuart, basándose en la novela Nothing lasts forever, escrita por Roderick Thorp. Producción: Lawrence Gordon y Joel Silver. Dirección de fotografía: Jan de Bont. Montaje: John F. Link y Frank J. Urioste. Música: Michael Kamen. Año: 1988.
Intérpretes: Bruce Willis (John McClane), Alan Rickman (Hans Grüber), Bonnie Bedelia (Holly Gennaro), Reginald Vel Johnson (Sargento Al Powell), Alexander Godunov (Karl), De’voreaux White (Argyle), Hart Bochner (Harry Ellis), Paul Gleason (subjefe de la policía Dwayne T. Robinson).



[1]Llamada An die Freude en su alemán original, esta pieza escrita por Friedrich von Schiller en 1785 y posteriormente adaptada por Ludwig van Beethoven en 1824 para el cuarto y último movimiento de su Novena sinfonía. Más de un siglo y medio más tarde, en 1971, la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, que abarca tanto a los países miembros de la Unión Europea como a los que no lo son pero forman parte del continente, propuso el famoso fragmento de la Novena sinfonía como himno continental, retomando la  sugerencia del conde austríaco Richard Nikolaus Graf von Coudenhove-Kalergi en 1955. Debido a los numerosos idiomas que se hablan en el continente, se optó por una plasmación instrumental y sin letra de la pieza, cosa que se llevó a cabo con la ayuda del reputado director de orquestra Herbert von Karajan, que escribió tres arreglos instrumentales para un solo de piano, viento y orquestra sinfónica. La pieza se oficializó como himno de la Unión en 1985, interpretándose oficialmente como tal, el 29 de mayo de ese año. De un tiempo a esta parte, y siendo apropiada por la propia Jungla de cristal como tema musical propio para algunos de sus espectadores, se ha intentado dotar la pieza una letra acorde con los principios (al menos teóricos) de la Unión Europea, tales como la paz y la diversidad.

[2]Simplificando mucho, el llamado oficialmente Muro de Protección Antifascista por parte de la República Democrática Alemana y popularmente conocida -no sin razón- como Muro de la Vergüenza desde el punto de vista occidental, el Berliner Mauer dividió no sólo el Berlín en el que se alzó el 13 de agosto de 1961 sino todo el territorio alemán en dos facciones desde entonces físicamente aisladas: la República Federal Alemana (bajo las siglas de RFA, de ideología y política capitalista) y la República Democrática Alemana (bajo las siglas de RDA de ideología y política comunista). De más de 120 kilómetros de longitud, y progresivamente mejorado- siempre desde el punto de vista funcional, nunca desde el humano- el Muro de Berlín supuso uno de los símbolos de la Guerra Fría más famosos de la historia y también la frontera entre la Comunidad Económica Europea (antecedente de la Unión Europa) y el Consejo de Ayuda Mútua Económica, con constantes salidas de la población desde la RDA a la RFA durante los primeros años de división fronteriza que dio comienzo en 1949. Siendo en su mayoría jóvenes de buena formación, el éxodo de una nación ideológica a otra supuso una considerable sangría económica para la RDA implicó la construcción del Muro (que tuvo lugar de forma traicionera de la noche del 12 de agosto  a la mañana del día 13 del mismo mes y año por parte del gobierno de Berlín Oriental y ante las impotentes quejas del lado occidental), cuyo punto fronterizo -el Checkpoint Charlie- fue lugar de confrontación entre tropas soviéticas y estadounidenses en 1961, durante un silencioso enfrentamiento de un día de duración y la amenaza de una guerra atómica. A partir de 1962 se prohibió la entrada en la RDA desde la RFA, con intermitentes y controladísimas excepciones por fechas señaladas. Desde su alzamiento se contabilizaron 5000 fugas a Berlín Occidental, murieron 192 personas en su ánimo de cruzar la frontera y 200 resultaron heridas en el intento. Pese a todo, 57 consiguieron huir mediante un túnel subterráneo. El Muro de Berlín cayó el día 9 de noviembre de 1989, debido a una feliz  malinterpretación de una nueva legislación: la llamada Ley de Viajes cuya confusa difusión había producido un éxodo masivo de alemanes a través de Checoslovaquia y Hungría. Un malentendido por parte de un representante de la política comunista durante una entrevista televisada en directo produjo que miles de personas acudieran a las fronteras de la RDA, con intención de cruzarla. Aturdidos, los guardias fronterizos no se atrevieron a abrir fuego y se abrieron los accesos. El entusiasmo de todos los habitantes de Berlín, independientemente de su lado del muro, sobre este hecho, se completó cuando empezó la demolición, por iniciativa popular, de un muro no sólo inservible sino ahora también legalmente absurdo. Con él, cayó uno de los símbolos del comunismo y la guerra fría. Y también se produjo la errónea impresión de asistir a un supuesto ocaso de las ideologías, por mucho que algunos se emperren en ello.

[3]John Campbell McTiernan nació el 8 de junio de 1951 en Albany, Nueva York. De padre cantor de ópera, McTiernan se inició en el mundo de la interpretación a la edad de ocho años y, tras su paso por el instituto, pasó a estudiar cine en Julliard & New York University para más tarde ganarse la vida como diseñador y director técnico en la Manhattan School of Music. En 1986, escribió y dirigió su primera película: Nómadas. Pese a su escaso éxito, McTiernan recibió un año más tarde el encargo de dirigir una de las películas del género de acción más justamente recordadas de su década: Depredador, protagonizada por Arnold Schwarzenegger. Este film, con resonancias del clásico El malvado Zaroff y  pese al tufillo militarista que desprende, resulta un brillante ejercicio fílmico en el que ya se advierten algunas de las constantes de su realizador tales como el tratamiento del espacio y su habilidad para con el montaje… y supuso un considerable éxito de taquilla que le otorgó la responsabilidad de llevar a cabo el film que se analiza en esta entrada en 1988. La caza del octubre rojo fue su siguiente película: protagonizada por Sean Connery, esta excelente (y argumentalmente imposible) película de suspense bajo el océano supuso un nuevo acierto en lo que a recaudación se supone, probablemente llevó al realizador a colaborar de nuevo con el actor en la muy reivindicable Los últimos días del Edén. Tras ella, en 1993, llegaría uno de los grandes fiascos económicos de su carrera: la divertida El último gran héroe, de nuevo contando con Arnold Schwarzenegger y con algunas brillantes escenas de acción dentro de un conjunto metacinematográfico e irónico que ni de lejos merecía la tibieza con la que fue recibida. Probablemente este primer trompazo en taquilla fue el que llevó a McTiernan a refugiarse en la imprevista secuela -cuyo guión inicial estaba pensado como una nueva entrega de otra saga del cine de acción, Arma Letal-  de uno de sus éxitos anteriores. Jungla de cristal: la venganza, supuso el éxito estival esperado en su año 1995, pero McTiernan no volvió a ponerse tras las cámaras hasta el año 1999 con El guerrero número 13. Esta adaptación de la novela original del desaparecido Michael Crichton, igualmente guionista y productor con el que el director tuvo numerosos encontronazos durante el rodaje y la posproducción de la película, es aún a día de hoy una de las últimas grandes películas de aventuras, algo lastrada por el protagonismo de un esforzado pero insuficiente Antonio Banderas y un final tan atmosférico como el resto del metraje, pero algo anticlimático. Quizás por la prolongada posproducción que implicó la intervención del escritor del best-seller original y que redujo considerablemente la duración de El guerrero número 13, ese mismo año McTiernan estrenó El caso de Thomas Crown, remake del film original dirigido por Norman Jewison y protagonizado por Steve Mcqueen en 1968, de la que nada puedo decir por sólo haber visto algunos apetitosos pero escasísimos fragmentos. Sería otra película dirigida por Jewinson, ésta en 1975, la que serviría de inspiración, y desgraciadamente de poco o nada más de su próximo film, el horrendo remake de Rollerball perpetrado en el 2002. Mal filmada, montada, escrita e interpretada, la lamentable película de McTiernan casi convierte en magistral la buena película distópica dirigida por Jewinson, siendo tan olvidable en resultados que hoy día casi nadie, o al menos voluntariamente y para bien, la recuerda. Un año después, McTiernan dirigiría la que a día de hoy, y por motivos que se explicarán algo más adelante,n es su última película: Basic, protagonizada por John Travolta y Samuel L. Jackson, que funcionó bien en taquilla y de la que, una vez más, nada puedo decir por no haberla podido ver. El 3 de abril del año 2006, McTiernan  fue acusado de mentir al FBI sobre la contratación del turbiamente afamado Anthony Pellicano (protagonista del llamado Caso pelícano) con el objeto de llevar a cabo escuchas ilegales a actores y productores del mundo del cine. El 17 de abril de ese mismo año fue hallado culpable de dichos cargos. Desde entonces, las numerosas citaciones y dimes y diretes entre defensa y acusación sobre el caso no han impedido el ingreso en prisión, de doce meses de duración y en una prisión de mínima seguridad, de McTiernan, que si todo va como está previsto, será puesto en libertad en abril de 2014.

[4]Curiosa -por una vez- traducción del Die hard original, que en Sudamérica recibió una traducción mucho más acorde como Duro de matar. En cualquier caso, y opiniones aparte, esta variable pseudopoética del original debió suponer verdaderos quebraderos de cabeza con la aparición de las secuelas de Jungla de cristal, especialmente debido a la falta de motivación en lo que al título en español se refiere. Así, tanto La jungla 2, Jungla de cristal la venganza, Jungla 4  o Jungla de cristal: un buen día para morir poco o nada tienen que ver con la acepción de la traducción del primer título, que aún podía tener un relativo sentido dada la temática, acción y entorno en el transcurría su acción.

[5]Agresiva variante de la Novela Negra americana -y por tanto también de su homólogo cinematográfico, el Cine Negro- que recoge algunos de los elementos más sórdidos de su código narrativo tales como la violencia o los diálogos secos y despectivos, para exagerarlos hasta lo desagradable, incorrecto y muy disfrutable en su absoluta falta de prejuicios para con lo bienpensante. Mi ignorancia sobre dicho género hard-boiled, del que sólo conozco al autor Jim Thompson y a algunas de sus variables cinematográficas, me impide saber si la novela en que se basa Jungla de cristal -escrita por Roderick Thorp bajo el título de Nothing lasts forever, y que no he podido leer- tiene alguna relación con dicha corriente, y cuánto de ella hay en la película de McTiernan… y por tanto cuánto mérito pertenece a sus adaptadores Steven E. de Souza y Jeb Stuart.

[6]Idea, la de la destrucción en pantalla como gamberra forma de humor, que muchas lamentables películas de acción de ahora y entonces no han logrado comprender, aunque siempre ha acompañado las secuelas de esta Jungla de cristal. La primera de ellas, llamada La jungla 2, ya implicaba una más-difícil-todavía al situar la acción en un espacio mayor: un aeropuerto. Y pese a que su transcurso tiene lugar igualmente en navidad y que el protagonismo de Willis sigue manteniendo parte de su carisma, este film dirigido por Renny Harlin dos años después del original no alcanza ni de lejos la pegada del original. No puede decirse lo mismo de la tercera entrega, Jungla de cristal: la venganza, excelente film de inagotable ritmo, de nuevo con McTiernan al timón, que amplía la acción por toda Nueva York. Esta incansable buddy-movie, co-protagonizada por Samuel L. Jackson y  acusada ocasionalmente, y con razón, de funcionar en base a una estructura más propia de un videojuego que de un arquetipo cinematográfico, es, en competición con la película que nos ocupa, la mejor película de la saga. Cosa que confirma su algo descafeinada pero muy entretenida secuela, La jungla 4, que se suma a las múltiples películas de la década del 2000 que pretenden erigir a héroes propios de la década de los ochenta como reductos de una virilidad y una forma de entender el género de acción tan añoradas por algunos como a buen seguro perdidas. Sobre la última entrega de la saga, Jungla de cristal: un buen día para morir, estrenada en este año que ahora termina, mejor correr un tupido velo: la cantidad de despropósitos cinematográficos que acumula tamaña patraña fílmica, con el único objetivo de saquear el buen nombre de la saga con ánimo de vaciar los bolsillos del respetable sin ofrecer absolutamente nada a cambio debería perderse y olvidarse en el sueño de los justos.

[7]No deja de resultar curiosa la apropiación de algunos de los lugares comunes del cine de terror por parte del cine de acción de los ochenta. La única distinción entre ambos géneros, estereotipos y logradas atmósferas aparte, acaba siendo una vez más una cuestión política: la que separa la violencia del asesino que con sus actos perpetúa el status quo de la que lo perturba. Además, el grado de violencia, generalmente más limpia en el caso del cine de acción que en el de horror, y la falta de épica en las escenas en las que se produce un asesinato, al menos en lo que al que lo provoca se refiere, en el caso de este último género, distancian mucho dos formas de entender el asesinato aparentemente distintas, pero muy, muy similares en su fondo.

[8]Ronald Wilson Reagan (1911-2004), presidente de los Estados Unidos de América entre los años 1981 y 1989, tiene el dudoso honor de ser, a día de hoy, una de las figuras políticas más despreciadas de la época contemporánea. De profesión anterior actor de Hollywood, el republicano Reagan implementó durante sus mandatos atrevidas reformas que recortaban fondos públicos -bajo el famoso mantra de menos es más referido al ya de por sí muy débil o inexistente estado del bienestar norteamericano- dejando en manos de iniciativas privadas lo que antes era de patrimonio social financiado a base de impuestos. Sus recetas fueron la desregularización del mercado, propiciando la aparición de la figura del yuppie y los nuevos ricos, y una considerable bajada de impuestos que tuvo una repercusión directa en aquellos cuya remuneración, en caso de existir, resultaba insuficiente para su subsistencia y el mantenimiento de lo considerado básico para la pervivencia. En su primer periodo presidencial sobrevivió a un intento de asesinato, y fue reelegido con una muy amplia mayoría en el segundo, durante el que se encargó de demonizar al frente comunista como “El mal en la tierra”, aunque logró el desmantelamiento de armamento nuclear con la URRSS junto con su homólogo Mijail Gorbachov, para abandonar el cargo en 1989. A su sombra, y en un sentido más cinematográfico, surgieron los Rambo y demás héroes de acción propios de los ochenta, tipos duros abandonados por una sociedad incapaz de cumplimentar sus ansias de venganza y prevenir el crimen que los espolea. Signo de los tiempos, el cine de acción de la era Reagan no dejaba de ser el reflejo, revestido de una épica que descartaba toda crítica sobre la situación social que le daba crédito, de unos tiempos en los que el individualismo se imponía ante la debacle de lo colectivo, considerado, no sin intenciones propagandísticas, inútil para hacer frente a las depredadoras circunstancias… En un marco a veces demasiado familiar como para no resultar inquietante.

[9]A decir de McTiernan, la confluencia de la Novena sinfonía y de algunos acordes del tema principal de Cantando bajo la lluvia en su película es debida a su admiración por la película La naranja mecánica, dirigida por Stanley Kubrick en 1971, en cuya banda sonora se encontraban igualmente ambos temas musicales, asimismo ilustrando escenas violentas… Tal y como, más o menos y desde una base más prototípica, puede encontrarse de forma menos perturbadora pero más hilarante y festiva en Jungla de cristal. En cualquier caso, no deja de resultar revelador el que Jungla de cristal, pese a los múltiples elementos que harían de ella una película política vista desde el otro lado del telón de acero, sea vista prácticamente desde su estreno como una película de entretenimiento. Cosa que indudablemente, y de forma brillante en la mayoría de ocasiones, Jungla de cristal es pero que también incluye esa otra cualidad, tan normalizada ideológicamente que resulta prácticamente inadvertida.

jueves, 19 de diciembre de 2013

LOS OJOS SIN ROSTRO



Bajo los juguetones compases de una ligera y obsesiva tonadilla vemos pasar ante nuestros ojos las peladas copas de los árboles con sus retorcidas ramas en la noche sólo iluminada por los faros de un automóvil. En su interior, y sin que jamás lleguemos a ver el vehículo transitando por la negra carretera, una mujer mira por el retrovisor a su acompañante, que se diría un hombre cubierto por un sombrero de ala ancha, bufanda y gabardina, derrumbado sobre el asiento trasero. Tras furtivas y tensas miradas de nuevo por el retrovisor, pero esta vez a los faros de otros automóviles  que aparecen intermitentemente tras ella, el paseo llega a su fin. La mujer saca el cuerpo inerte que la acompañaba con toda naturalidad del coche, revelando por sus piernas desnudas que se trata del de una mujer, y lo lanza a un pantano en el que se hunde… Así, mediante una exquisita planificación que poco a poco va desplegando la historia que narra, intentando dejar atrás algunos de los lugares comunes de lo gótico pero sin dejar nunca de echarles una somera ojeada, da comienzo Los ojos sin rostro, film extraño y bizarro hasta lo inasible dirigido por George Franju[1]. Película rodada en un precioso y turbador blanco y negro de apabullante precisión formal que despierta las más  ambivalentes sensaciones[2], centrada en las idas y venidas del hierático Doctor Géneisser (un magnífico Pierre Brasseur), afamado y respetado hombre de ciencias que concentra sus esfuerzos en hallar la formula perfecta que le permita injertar el tejido dérmico de un organismo en otro, a modo de trasplante al que llama heteroinjerto. Pero la respetabilidad que despiertan sus intervenciones públicas ante lo más pudiente de la sociedad parisina ocultan una ansia más desesperada: Christiane Génessier (Edith Scob), hija del poderoso cirujano, malvive en una habitación sin espejos del caserón de la familia situada en las afueras de la ciudad, como una presa desfigurada tras un terrible accidente de coche en el que Géneisser iba al volante… y que impulsa a este último, con la ayuda de su consorte Louise (Alida Valli), a secuestrar jovencitas de facciones similares a las que recuerda de su hija para transplantarles el rostro y aguardar a que no se produzca el rechazo que, una y otra vez, los señala y hunde a todos en la más absoluta miseria humana.

Ante este folletinesco argumento -dicho esto con todo el respeto del mundo- tan sencillo en su planteamiento y desarrollo como escabroso en su dramatismo[3], Franju plantea una trabajadísima y compleja estructura formal que entremezcla algunos elementos de los más oscuros cuentos de hadas (con una joven encerrada en una habitación en lo alto de un caserón, prisionera de los designios un padre posesivo como un ogro) y algunos lugares comunes propios, como se comentaba algo más arriba, de las tradiciones del mad-doctor o científico loco cinematográfico y del gótico que en líneas generales se desmarcan de los fastos visuales, rebajándolos hasta el realismo para hacerlos aún más poderosos. Ya que Los ojos sin rostro es una de esas rarísimas películas que hacen buena la percepción y asimilación de lo gótico no como una estética, sino como un sentimiento, despertado y provocado por un punto de vista que transforma la manera de ver el mundo, dentro y fuera del film[4]. Todo ello evocado, pero jamás subrayado, en el aire que respiran los personajes del film y, por ende, la percepción que el espectador tiene de la película de Franju como un lugar en el que el tiempo parece haberse detenido y el pasado -en uno de los virajes góticos del film que de nuevo poco tiene que ver con su aspecto audiovisual- se ha vuelto una maldición que los atrapa a todos en su, paradójicamente ligera pese a lo enrarecida que se percibe, atmósfera.
Siendo esencialmente una película rodada en interiores, la opresiva atmósfera de Los ojos sin rostro acorrala a sus habitantes en una planificación tan precisa y cortante como relajado es su ritmo… hasta lograr el objetivo de inquietar sin exabruptos, con los mínimos elementos expresivos posibles. La práctica ausencia de banda sonora, la inexpresividad -muy bien jugada en cuanto no se confunde con neutralidad o falta de sentimientos- de los actores que moran por el film y una indudable distancia generalizada respecto a lo que se narra, sin que ello implique falta de emoción sino paradójicamente todo lo contrario, provocan la inasible sensación de estar ante un cuento de horror en el que el más mínimo sobresalto hubiese sido un consuelo, una válvula de escape. Pero, a cambio, Franju alimenta la angustia que subyace bajo las enigmáticas imágenes del film gracias a un casi obsesivo seguimiento de sus personajes: Los ojos sin rostro se diría una película conformada por tiempos muertos -de hecho podría funcionar perfectamente como una película muda, tal es su pureza narrativa, o quizás la rematada simplicidad de su libreto… o ambas cosas a la vez- que acaban resultando tremendamente expresivos en el devenir de la historia y el retrato de los terribles personajes que la conforman. Así, la silenciosa y solitaria entrada del Doctor Génessier en el enorme caserío que hace le las veces de hogar y inhumano laboratorio, es recogida y proseguida por Franju con un continuo seguimiento, que se diría en tiempo real[5], del paseo del Doctor desde el garaje en el que aparca su coche hasta su llegada a la habitación en la que una desconsolada Christiane llora por su desgraciada vida… a la que, añadiendo más leña al fuego de la extrañeza planificación mediante, nunca le veremos la cara hasta que se haya encasquetado su inquietante máscara. Lo cinematográficamente antinatural -por desacostumbrado en su ritmo- de la secuencia, que no será ni mucho menos la única de Los ojos sin rostro que haga uso de esta extraña y distante estratagema dramática, muestra al desnudo una cotidianeidad inquietante,  ensalzada por ligeras angulaciones de plano y unos pocos elementos que provocan un considerable misterio, siempre asentada en lo reconocible como real,  a la larga preocupantemente normalizada a ojos del espectador, y finalmente monstruosa una vez el argumento del film se ha desplegado por completo.

Así, el apabullante talento de Franju divide Los ojos sin rostro en pequeñas piezas perfectamente cohesionadas en el todo que es el film, en  secuencias que muy bien podrían haber sido perfectos cortometrajes con su planteamiento, nudo y desenlace, articulados en base a una cuidadísima planificación e iluminación que hacen de la película que nos ocupa un festín para los ojos en el que todo parece milimétricamente calculado. El resultado es uno capaz de ser narrativamente efectivo y al mismo tiempo introducir constantemente numerosos elementos en la puesta en escena que sugieren múltiples significados de una historia que se expone, con una pasmosa naturalidad, en pantalla. Ya sea un velado amor de tintes incestuosos entre Génessier y su hija o la contenidísima, tras una máscara que más que esconder grita a los cuatro vientos lo insostenible de la situación, tragedia que se adivina en la desesperada mirada de Christiane… que halla su perfecto símil visual en las numerosas jaulas de pájaros y perros que habitan, no por casualidad, en las oscuras profundidades del sótano del lujoso hogar de Génessier y que sirven de cobayas para sus experimentos. Sin que nada de lo anterior implique que Los ojos sin rostro sea una película fría o puramente esteticista sin más intencionalidad que la de regodearse, lo que ya sería admirable de por sí visto el resultado, en su composición visual.
La distancia, sin subrayados  dramáticos obvios aunque con una férrea planificación que está lejos de ser descuidada, con la que Franju parece recoger la acción más inocente, convierte lo mundano de los gestos de algunos de sus personajes en gestos mecánicos y casi flotantes, y su ausencia de efectismos o pinceladas barrocas en el apartado audiovisual del film rematan la jugada provocando una atmósfera onírica tan lograda, por próxima y distante al mismo tiempo, como perturbadora. Pesadillesca y calma atmósfera que toca techo en el instante más polémico, en su día, del film: aquel que muestra, con idéntica parsimonia y falta de afectación que lo que ocurre en el resto de la película y precisamente por ello mucho más enervante, la grotesca operación que el Doctor somete a una de las chicas secuestradas y en la que la piel de la cara de la joven sobre la mesa de operaciones es extraída y mostrada como una máscara… Y que define por completo el carácter acostumbrado y perfectamente asumido de dicho acto por parte de un hombre que, en aras de un bien mayor, ha perdido el rumbo moral en su aspecto más básico, igualando Los ojos sin rostro lo cotidiano con lo inhumano hasta el más inquietante ritual.
Imágenes recurrentes como los espejos que se encuentran diseminados por los diferentes escenarios, relaciones establecidas entre diferentes escenas mediante iluminación muy similar, la insistente tonadilla que abre la película y que se repite a modo de mantra  sonoro cuando la caza de jóvenes y sus rostros da comienzo, y la inherente sensación de inevitabilidad de los actos, que se exponen sin explicarse, justificarse o juzgarse, de unos personajes mecanizados y distantes en sus reacciones y acciones, otorgan a Los ojos sin rostro una sensación de obsesivo fatalismo, sin salidas de tono ni afectaciones, reforzada por la inhumanidad de sus personajes, vista por Franju con un anómalo desapasionamiento que deja muy pocos asideros emocionales (y constructivamente humanos) a su público. Si tomamos como ejemplo paradigmático de lo anterior la llegada del Doctor Génessier a la morgue en la que recibe la noticia de la supuesta muerte de su hija, de la que el espectador no sabe nada aún, lo más llamativo de la secuencia es el modo en que Franju la planifica y marca sus sosegados y amenazadores ritmos internos. A la llegada del negro coche de Génessier, en un plano de nuevo antinaturalmente largo y de ritmo tan lento como las maniobras del vehículo y los gestos del hombre que sale de él, Franju prosigue la escena con un plano frontal que muestra al impertérrito Génessier recibiendo la noticia con una indiferencia que sorprende al espectador, pero ni de lejos parece asombrar ni al policía (Alexandre Rignault), ni al forense (Michel Etcheverry) que le dan la mala nueva al reputado cirujano.
Esta falta de emotividad o empatía para con emociones propias y ajenas, que conducen la historia por derroteros dramáticos poblados de personajes aislados en sí mismos, es un síntoma (y también un elemento atmosférico de primer orden) que aqueja prácticamente a la totalidad de las pobres almas que deambulan por Los ojos sin rostro. El matizado, gracias a la magnífica labor interpretativa de Pierre Braseur, hieratismo del Doctor Génessier, con algún leve pero significativo apunte humanizador[6], es complementado y hasta dignificado por comparación con el pasotismo del amante de su hija, Jacques (François Guerin), cuya presencia en el (falso) entierro de su fallida esposa parece más formularia que emotiva… por no hablar de la pareja de policías  que pretende tender una trampa al secuestrador y asesino de jóvenes parisinas poniendo despreocupadamente en peligro la vida de una joven ladrona de poca monta (interpretada por Béatrice Altariba), utilizada como cebo humano para excitar al criminal, componen en su totalidad un deplorable fresco que se sobrepone a su cualidad de denuncia, de retrato de un grupo humano deshumanizado, para acabar,  también, formando parte de la pesadillesca atmósfera de la película. Sólo un personaje, paradójicamente el de apariencia más irreal, parece capaz de remontar la inhumanidad generalizada. La trágica figura de Christiane, la chica encerrada que aguarda ambiguamente la llegada de un nuevo rostro que le permita llevar una vida normal, aunque sea a costa de convertir su monstruosidad física en una más abisal y infinitamente peor, parece la única capaz de demostrar un mínimo de empatía por aquellos que la rodean y una mínima conciencia de lo aberrante de su entorno.

No deja de resultar curioso que precisamente el personaje a través del cual el espectador es capaz de encontrar una diminuta y más o menos limpia esclusa emocional real  ante tanta ensoñadora frialdad, sea el que esté planteado de manera más artificiosa: la máscara que porta Christiane, que sólo deja entrever sus muy expresivos ojos y sus cabellos pero no la terriblemente desfigurada cara que se muestra en una ocasión, la transforma en una especie de muñeca viviente y su careta en una segunda piel siniestramente exenta de facciones. Esta distancia que otorga la máscara, minada por la trágica mirada de la joven que expresa un gran abanico de emociones que abarcan desde la ensimismada locura hasta la compasión más elemental, atrapa tanto a su portadora como al resto de personajes en sus respectivos roles. Uno de los únicos momento de razonable duda, o de culpabilidad de nuevo por parte de los personajes más miserables del film, germina en la ayudante del Doctor, Louise, en una visita al cementerio en el que el cirujano profana el sepelio de una de las chicas a la que han hecho pasar por Christiane para arrojar un nuevo cadáver que tampoco sirve a los propósitos del médico, siendo tratado como un fardo. Es una escena en la que el sonido del pico que esgrime el Doctor, cayendo una y otra vez sobre la tumba, provoca un irreal efecto en la mente de la mujer -en la que se intuye una atracción no correspondida por su mentor que sobrepasa lo profesional- que casi quiebra su monstruosa entereza. Curiosamente, el mentado sonido del pico sobre la piedra del mausoleo, se ahoga en otro todavía más irreal por ser mucho más distante, el de un avión que surca el cielo en ese instante y que parece aliviar la torturada mente de la mujer, devolviéndola a su aislamiento respecto al resto de la humanidad. Un aislamiento que Franju no sólo expresa a través de la inasible irrealidad de su impresionante puesta en escena, sino que también marca en el espacio físico en el que se mueven los personajes.

Si antes se ha comentado el hecho de que gran parte del film transcurre en interiores, también es cierto que el París -y sus afueras- mostrado en Los ojos sin rostro está dotado de una irrealidad ejemplar en base a un elemento tan sencillo como efectivo: la imposible blancura de su cielo. Pero, más aún, el deambular de los protagonistas de la película se produce igualmente de forma aislada al del resto de seres humanos que se muestran en el film como una masa anónima. A la casi continua y vistosa aparición de tranvías, trenes u otros vehículos públicos, que implican no sólo la idea de comunidad, ya que en ellos efectivamente conviven varias personas durante la duración del trayecto al destino que hayan elegido, sino también de ruta preestablecida, se contraponen los viajes en coche (o en vehículo privado) del Doctor y su ayudante. Y que, por lo tanto, pertenecen a una clase (¿social?) de personas que se mueven aparte del resto del mundo y con una libertad de movimientos exclusivo de su vehículo, libre de ir por caminos inexplorados y sólo a su alcance. Esta dicotomía, que se diría, por su grado de abstracción formal, más narrativa y expresiva que propia de un comentario social o antropológico, se refuerza al situar el caserón de Génessier en una zona boscosa, en las afueras de París. O lo que sería lo mismo, en los confines de la civilización que Génessier representa en sus simposios ante la clase opulenta de la ciudad, pero que oculta a su vez una monstruosidad inaceptable para la humanidad, representada aquí en una abstracta y desdibujada sociedad.
Es en el transito de la civilización parisina hasta los dominios de Génessier donde tiene lugar una de las mejores secuencias de Los ojos sin rostros, aquella que muestra el abandono de Paris por parte de una de las futuras víctimas de la locura del Doctor, dejando atrás las vías del tren que parecen servir como cerco y frontera a partir de la cual los contornos de lo real se difuminan. La amenazante llegada de la chica (Juliette Mayniel) a la mansión, que sirve de epicentro a un maravilloso contraplano que muestra al bosque que rodea al edificio como un lugar sugerente y surrealista, cuyas luces se encienden como si notaran su presencia, sitúa la película en el terreno en el que nunca deja de moverse como personal vehículo conducido por una muy particular personalidad. La finísima y poco transitada frontera entre lo posible y lo maravillosamente irreal, sin trampa ni cartón y sin artificios dramáticos evidentes, pero igualmente sin parangón en nuestro mundo, reorganizado por la sorprendente mirada de George Franju, hacen de Los ojos sin rostro una película de inclasificable poética, capaz de hallar -y más aún,  transmitir- lo surreal en lo terrenal[7] y que, como el rostro de su protagonista trufado por sus dos alucinados ojos desde los que se asoma al mundo que ya no le pertenece difícilmente, o jamás, podrá reconstruirse algún día[8]. Y que consigue además aunar en su lirismo belleza y horror, ternura y crueldad hasta lo perturbadoramente indivisible, tal y como muestra el gesto final de Christiane, un acto que bajo la mirada de Franju pasa de deus ex machina a pura e irresistible justicia poética. El que muestra a una jauría de perros que parecen obedecer a la ira justiciera de Christiane cayendo sobre el cirujano libres de su cautividad, mientras la chica deja libre a otros presos más afables, los pájaros encerrados que se pierden canturreando en la noche seguidos por la espectral figura de la joven, en el broche final a una película irrepetible.

Título: Les yeux sans visage. Dirección: George Franju. Guión: Pierre Boileau, Thomas Narcejac, Jean Redon, Claude Autet y Pierre Gascar, basándose en la novela homónima escrita por Jean Redon. Producción: Jules Borkon. Dirección de fotografía: Eugen Schuftan.  Montaje: Gilbert Natot. Música: Maurice Jarre. Año: 1960.
Intérpretes: Pierre Brasseur (Doctor Génessier), Edith Scob (Christiane Génessier), Alida Valle (Louise), Alexandre Rignault (Inspector Parot), Béatrice Altariba (Paulette), Juliette Mayniel (Edna Gruber), François Guérin (Jacques Vernon).


[1]Georges Franju nació el 12 de abril de 1912 en Fougères, Bretaña. Se considera el inicio de su verdadera educación sentimental y vital la primera toma de contacto como lector, a los quince años de edad, con historias de Fantomas, escritos de Sigmund Freud y del divino Marqués de Sade. Trabajó durante un tiempo en una compañía de seguros, oficio que abandonó para ayudar a un fabricante de sopa a construir su casa, bajo la tapadera de falso cajero, trabajo inventado con el fin de aplacar la ira paterna. Durante ese tiempo, Franju fue aprendiz de decorador y decorador teatral hasta ser enrolado en el servicio militar, que llevó a cabo en Argelia y del que fue relevado en 1932. De carácter tímido y soñador hasta lo patológico (por lo visto Franju se perdía con una facilidad anormal y en ocasiones sufría ataques de ansiedad ante situaciones que podía no controlar), conoció a Henri Langlois en una imprenta, y junto a él fundó el “cércle du cinéma”, cuya primera proyección fue subvencionada por la familia de su nuevo amigo, por el coste de 500 francos. En 1934, los dos hombres codirigieron el cotrometraje Le métro. Poco más tarde, en 1937, ambos fundaron la imprescindible Cinemateca Francesa -sin la que la Historia del Cine y su percepción hubiesen sido muy diferentes- junto con Paul-Auguste Harlé, y algo más adelante, la revista Cinématographe. En 1938, Franju se erigió como secretario ejecutivo de la Féderation International des Archives du Film, cargó del que se apeó en 1954, tras la liberación de la Francia ocupada y de tomar la decisión, un año antes, de dedicarse por completo a la realización cinematográfica. Cinco años antes había llevado a cabo su primera experiencia en solitario como realizador con el cortometraje La sangre de las bestias, excelente documental corto tan seco y duro en algunos instantes como lírico en otros sin que apenas se denote una distinción entre ambos aspectos de esta pequeña gran película. A La sangre de las bestias, seguiría un buen número de cortometrajes más, para finalmente enfrentarse a su primer largometraje en 1959: La cabeza contra la pared, adaptación de una novela de Hervé Bazin. Un año más tarde, Franju daría la campanada entre público y crítica gracias al polémico film que nos ocupa, Los ojos sin rostro. Tras él llegarían Pleins feux sur l’assassin, Relato íntimo, Judex (de la que, sin haberla visto a excepción de algún fragmento, sólo puedo decir que algunas de sus imágenes hacen la boca agua), Thomas l’imposteur, El pecado del padre Mouret y Nuits rouges, en 1974. Entremedias de estos trabajos, de los cuáles sólo he podido ver Los ojos sin rostros y La sangre de las bestias, Franju fue usado por los servicios secretos marroquíes en el año 1965, que inventaron un falso productor con el nombre de George Figon. Este hombre de paja convenció a Franju sobre la realización de un documental alrededor de la descolonización con el objetivo de secuestrar a uno de los participantes de la película, el opositor Mehdi Ben Barka,  que hacía las funciones de asesor y que desapareció mientras acudía a una cita con el realizador y el falso productor… En un registro menos turbio, Franju también llevó a cabo varios trabajos para el medio televisivo y alguna que otra incursión en el cortometraje documental. Murió el 5 de noviembre de 1987, a los 75 años de edad.

[2]Probablemente por eso Los ojos sin rostro fue un film polémico desde su estreno, siendo su fragmento más fríamente escabroso -el de la operación que extrae el tejido facial como una máscara a una de las pacientes de Génessier- el que comprensiblemente levantó más ampollas entre el público. Su presentación en el Festival de Cine de Edimburgo rozó el desastre desde el principio: debido a su adscripción a la sección oficial del festival, antes de la proyección sonó la Marsellesa… y como el disco estaba rallado, se convirtió en una interminable tonadilla que puso a prueba los nervios del público. Durante la proyección, siete hombres de entre el público se desmayaron, e intentando quitarle hierro al asunto, Franju lanzó en una entrevista posterior que por fin comprendía porque los escoceses llevaban falda. La prensa escocesa rechazó Los ojos sin rostro casi en bloque, llegando al parecer a la agresión física de uno de los pocos críticos que defendió el film de Franju, al igual que gran parte de la francesa pese a algunas voces disidentes como la de Jean Cocteau, que la alabó como una obra maestra de primera magnitud, o la de Allan Resnais. Opiniones a las que, poco a poco pero de forma inexorable, se fueron sumando gran parte de la crítica especializada, marcando las distancias de Franju con sus colegas -por lo general admiradores de su obra- de generación. Lo que no impidió que su llegada a Norteamérica fuese bajo múltiples recortes y un extraño y aprovechado bautismo bajo el título La cámara de los horrores del Dr. Faustus, como parte de un programa doble junto con el film norteamericano y nipón The Manster en 1962. Fuere como fuere, Los ojos sin rostro goza de un indudable status de película de culto más allá de toda discusión sobre sus bondades fílmicas.

[3]Elementos muy atenuados respecto a la novela original de 1959 en que se basa la película, igualmente titulada Los ojos sin rostro, y que fue escrita por uno de sus futuros adaptadores cinematográficos: Jean Redon, que llevó a cabo su traslación al libreto para la gran pantalla con la ayuda de Pierre Boileau , Thomas Narcejac y Claude Sautet, y con la colaboración de Pierre Gascar como dialoguista. Las diferencias respecto al original literario son, al parecer de los que han leído la novela, considerables: necrofilia, alcoholismo, un ayudante drogadicto sometido por Génessier debido a su adicción, una investigación más trabajada que la que puede verse en pantalla (y por lo tanto probablemente más aburrida) un tiroteo a modo de enfrentamiento final y, otorgando uno de los grandes hallazgos del film a Franju en detrimento del novelista Redon, la presencia de la máscara que Christiane porta como una segunda piel facial, parecen ser algunas de las variaciones existentes entre película y novela. Algunos de estos cambios, que no todos, se atribuyen a los deseos del productor Jules Borkon de no incluir sacrilegios porque podrían ofender a los españoles, ni mujeres desnudas porque los espectadores italianos podrían enarcar una ceja de desagrado, ni tampoco sangre porque los franceses no podrían tolerarlo, ni animales heridos porque los ingleses protestarían… Sea por los motivos que sea, y sin pretender aunar castidad con calidad, los cambios hechos sobre el original de Los ojos sin rostro la hacen mucho más natural, y precisamente por ello tan excepcional.

[4]De hecho, se dice que fue el productor Jules Borkon quien encargó a Franju el llevar a cabo Los ojos sin rostro visto el éxito que estaban teniendo las incipientes producciones de la justamente mítica productora inglesa Hammer Films, hogar de los góticos Dracula protagonizados por Christopher Lee y el igualmente revisado mito del Doctor Frankenstein con resultados ocasionalmente sublimes y casi siempre más que apreciables… Pese a que Franju optó por un sendero estético quizás deudor de algunas de las constantes morales que latían bajo las coloristas imágenes de los films de la Hammer, pero muy atemperado por comparación en lo que a su envoltorio visual se refiere. Aunque hablar de envoltorio en el caso de Los ojos sin rostro es de un reduccionismo notable para cualquiera que haya visto el film, ejemplo paradigmático de cómo la forma y el fondo se ven sellados indivisiblemente.

[5]Resulta curioso que la mayor elipsis del film se produzca igualmente en términos casi científicos. El instante en que, mediante unas fotografías y la monocorde voz de Génessier a modo de explicación, vemos el deterioro del nuevo implante hecho a la abnegada Christiane (¿desde su propio nombre, como una derivación de Cristo?) hasta certificar el fracaso definitivo sigue, como hace el resto del film y muy coherentemente, con su ambición casi documentalista que intenta dar una pátina de realismo a Los ojos sin rostro.

[6]El más plausible de los cuales es el que muestra al cirujano en su rutina diaria atendiendo a un niño en el hospital. En esta escena de apabullante sencillez, Génessier demuestra un punto de humanidad, sin afectaciones ni salidas de tono, inaudito en el resto de la película, que sin embargo sí consigue dotarlo de más matices que los desabridos personajes al otro lado de la ley y de sentido de la humanidad más próximo al del público. Hay que añadir que el hecho de que Génessier se oculte del resto de la sociedad así como sus experimentos ya implica un grado de conciencia sobre la maldad de sus actos que lo distancia de la figura del enajenado que se cree por encima del bien y del mal, línea que el cirujano cruza una y otra vez sin que parezca -aunque como digo podría ser sólo en apariencia- distinguir uno del otro.

[7]Probablemente debido a que Los ojos sin rostro es un film rodado en escenarios naturales o reales y no en estudio, a petición expresa del propio Franju que antes que crear una atmósfera determinada, buscaba en lo cotidiano lo que él llamaba lo insólito. Término que, al contrario que lo fantástico, que a decir de Franju no perturbaba el ánimo como sí hace lo insólito, implicaba una suerte de investigación y de indagación en el punto de vista bajo el que ver el mundo para descubrir en él lo que parecía invisible. Ya sea por herencia de su pasado como documentalista en el momento en que encaró Los ojos sin rostro o por afinidad con algunos de sus compañeros de generación, que como él rodaban ya fuese por voluntad o por obligaciones presupuestarias en exteriores, esta búsqueda de lo insólito se diría de importancia capital para hacer de Los ojos sin rostro la película que es.

[8]Pese a todo, la influencia de Los ojos sin rostro en el cine posterior al 1960 de su estreno es ocasionalmente sutil y, a veces, tremendamente obvio. Desde La noche de Halloween de John Carpenter (comentada en este blog el mes de octubre del año 2012), cuyo protagonista Michael Myers se parapeta -o se muestra, según se mire- tras una máscara que recuerda en su deshumanización del portador a la de la heroína de Los ojos sin rostro amén de algunos planos calcados de la película de Franju, hasta la referencia más directa de parte del director Leos Carax en su célebre Holy Motors, pueden encontrarse aquí y allá rastros de cine bajo la influencia del film que nos ocupa. Hasta donde he podido ver con mis propios ojos, Cara a cara de John Woo, Abre los ojos dirigida por Alejandro Amenabar y su consiguiente remake norteamericano de la mano de Cameron Crowe Vanilla sky, son algunos de los filmes que superficialmente parecen más deudores del film que nos ocupa. Por no hablar de la fallida La piel que habito de Pedro Almodovar, que cita el film de Franju como una de sus fuentes de inspiración… aunque ni esta ni de lejos ninguna de las anteriores consiguen transmitir el grado de perturbación que se desprende de Los ojos sin rostro ni dotar de su uso del heteroinjerto del mismo sentido que en la película de 1960.