miércoles, 27 de marzo de 2013

eXistenZ



“La batalla por la mente de Norteamérica se debatirá en la vídeo-arena. En Videodrome. La pantalla de televisión es la retina del ojo de la mente, así que la pantalla forma parte de la estructura física del cerebro. Todo lo que aparece en una pantalla de televisión es percibido como una experiencia real por aquellos que la ven. Por lo tanto, la televisión es realidad. Y la realidad es menos que la televisión”
Corría el año 1982 cuando un joven James Woods, en el papel de directivo de una cadena de televisión Max Renn, se enfrentaba a estas palabras en boca de Brian O’blivion (Jeck Creley), trasunto mefistofélico de Marshall McLuhan[1] y profeta del fin de la percepción humana tal y como la conocemos, a través de un televisor y la emisión del canal pirata que daba título a uno de los más célebres trabajos del entonces bastante maltratado director canadiense David Cronenberg: Videodrome. El realizador, partiendo de un guión original de su puño y letra, y bastante  castigado como pocos por el rechazo de parte del público a su cine por, según sus palabras, “mostrar lo que no se puede mostrar”, se puso por una vez en la piel de las asociaciones de calificaciones morales de las películas que llegan a las pantallas que tantas veces habían relegado las suyas a una nimia distribución, con la eterna cuestión alrededor de la vida que imita al arte (o en este caso y más en aquel instante, la televisión) o al inrevés, o ambas cosas a la vez y de manera indivisible, con la historia de un hombre que tras descubrir una señal televisiva que se nutre de escenas de extrema violencia y tortura sin más argumento que el espectáculo violentista en sí mismo, empieza a sufrir alucinaciones que entremezclan sexo con violencia cercana al snuff y que se somatizan (o no, ya que también podrían ser una alucinación más) en el cuerpo del televidente en forma de horrendas mutaciones físicas a veces de claro cariz sexual, dando la bienvenida de viva voz a la era de la Nueva Carne[2].

La perturbadora violencia y turbia sexualidad empantanadas en la enrarecida atmósfera de la película representaban la culminación y eterna prolongación de algunos de los temas habituales del canadiense que tanto habían inflamado los ánimos a sus más acérrimos críticos. Depravado, enfermo, misógino, violentista, conservador para los progresistas pero descarnado hasta lo incómodo para los más puritanos, dotado de una capacidad para contemplar lo más incómodo con una frialdad casi científica que transforma a los personajes de sus ficciones en cobayas humanos presos de un experimento que comprende la mutación de lo físico a partir de la tecnología como inicio y parte indivisible de un proceso, un cambio en la percepción del mundo que además consigue la distancia moral y emocional necesaria para hacer equilibrismo entre la apología y la crítica de lo que se muestra con una considerable alergia a la elipsis.
A resultas de todo lo cual Cronenberg fue, durante mucho tiempo, el abanderado de un cine de culto de lenta pero gran influencia en el cine fantástico, nunca igualado en la unicidad de su sello, independientemente de los resultados finales. No resulta muy difícil establecer paralelismos entre aquel Videodrome y eXistenZ (no en vano considerada algo condescendientemente como la versión del film de 1982 para la “generación Playstation”), situada casi veinte años más tarde en la progresivamente reputada y siempre coherente filmografía del director. Tras la “adaptación” de El almuerzo desnudo según la novela homónima escrita por William Burroughs, Inseparables que lo elevó a la procelosa categoría de “autor serio”, signifique lo que signifique eso, entre parte de la crítica y el público que hasta no hacía tanto lo despreciaba, el muy relativo remake de La mosca que acabó siendo la más romántica de sus películas, M. Butterfly o la polémica adaptación de la más polémica todavía novela de J.G. Ballard Crash[3], todas ellas interesantísimas pero según guiones ajenos o adaptando material previo, Cronenberg firmó por fin otro guión propio sin ningún vínculo con material ajeno a la imaginación y realidad del cineasta. A unos pocos pasos de la privilegiada situación entre la crítica especializada en la que se encuentra en la actualidad, la revalorización cultural de Cronenberg le permitió el ejercer algunas funciones en áreas hasta entonces desconocidas para él. Tras algunos desiguales pinitos en el mundo de la interpretación y la producción, fue en el año 1995 cuando se le encargó una entrevista con el escritor Salman Rushdie, en aquellos momentos bajo amenaza de muerte por integristas musulmanes que consideraban su novela Los versículos satánicos un sacrilegio que debía ser compensado con su vida[4]. Y aunque el exilio y constante huída del escritor de la más inhumana de las censuras supuso para Cronenberg la base del argumento de la injustamente despreciada[5], y a mi entender fascinante, eXistenZ, que en su desarrollo explora otros derroteros.

Situado en un futuro, o presente aunque esa posibilidad no se planteará hasta más tarde,  indeterminado, el film narra la huída de otra creadora: Allegra Geller, interpretada con su habitual y turbia sensualidad por Jenniffer Jason Leigh, es una afamada programadora de los llamado juegos hipoalergénicos, consolas de aspecto cárnico y calloso que responden vibrando a las caricias de sus jugadores mientras emiten sonidos a caballo entre lo gástrico y lo tecnológico, y permiten a los que los juegan vivir una especie de vida paralela más desenfrenada aunque plenamente consciente, libres de toda culpa, y sin aparentes consecuencias para su existencia “real”. Durante el preestreno de su última creación, eXistenZ (escrito con e minúscula y x y z mayúscula) en un lugar que recuerda sutilmente a una iglesia algo desvencijada, Geller sufre un atentado por parte de un grupo de Integristas Realistas que, armados con el más surrealista y turbador de los arsenales, amenazan con un fanatismo de tintes religiosos de muerte a aquellos que pretenden sustituir la realidad por su simulacro. A partir de ahí, y junto con un improvisado guardaespaldas que lleva el sonoro nombre de Ted Pikul, interpretado entre lo inocente y lo explosivamente agresivo por Jude Law, eXistenZ supone la inmersión en el juego de realidad virtual creado por Allegra Geller en aras de su reparación al haber sido interrumpido por el atentado. Tan peregrino argumento no tiene, o no parece tener, como objetivo la denuncia del fanatismo o la censura. Tampoco hacer una apología de la libertad de expresión de la que tanto Rushdie desde su cultura islámica como Cronenberg desde la anglosajona han intentado ampliar sus límites, sino, más bien la responsabilidad del creador para con su obra, la frontera entre lo que es real y lo que no y como la percepción propia es la única realidad en que podemos creer y conocer… y como puede transformarse y ampliarse a través del artificio con imprevisibles consecuencias.

De este modo, y de manera algo soterrada, el auténtico argumento de eXistenZ parece girar más bien sobre su condición de película, de ventana a un mundo sobre el que se puede reflexionar pero que impone una determinada visión de temas como la violencia o el impulso sexual de manera mucho más invasiva, y con consecuencias en forma de modelos de conducta preestablecidos, de lo que se podría suponer. Con todo, el film de Cronenberg no es una visión moralista, a excepción de un instante que de tan frontal en su explicación resulta tremendamente antipático, sobre el tema. Haciendo gala de su habitual frialdad formal, Cronenberg expone por lo general sin explicar ni dramatizar, dejando esto último a sus personajes que dirimen sus conflictos con el mundo, real o irreal que los rodea y que no alcanzan a comprender, a base de conversaciones que explican constantemente lo que se les pasa por la cabeza y que pese a que puede resultar una verborrea[6] algo forzada, acaba provocando una mayor e intencionada separación con su entorno. Esta asepsia formal se extiende a la forma en que el realizador y su equipo separan una realidad de otra en el juego de muñecas rusas que acaba siendo eXistenZ, en base a juegos de montaje que introducen elementos de una realidad tales como sonidos o incluso personajes, en otra haciendo de todas las partes implicadas una sola de fronteras cada vez más difusas. Una solución tan barata desde el punto de vista de producción como, muy intencionadamente, poco espectacular y carente de toda épica que pueda desviar la atención sobre lo que interesa a Cronenberg y su distancia: la reflexión. Toda la imaginería propia del realizador se encuentra aquí por todas partes, desde la sexualidad del juego en sí, en el que se participa introduciendo una especie de cordón umbilical en un orificio que se diría vaginal o anal (al gusto de cada uno) pero definitivamente erógeno situado en la pelvis, hasta el proceso de introducción en el juego por parte de un poco experimentado Pikul y que tiene  mucho de seducción por parte de Allegra hasta la proliferación de mutaciones que se multiplican a cada nuevo nivel de realidad del juego y la película. Pero si bien es verdad que todo resulta “reconocible” a nivel autoral dentro de la conseguida sensación de extrañeza que Cronenberg imprime una vez más a sus imágenes, eXistenZ provoca también la sensación de ser una de sus películas más artificiosas. Desde la distancia de una planificación que evita todo subrayado o énfasis en ningún aspecto (cosa de la que se encarga la burbujeante y atmosférica banda sonora de Howard Shore) a base de planos amplios que muestran un mundo que envuelve a los personajes sin que estos puedan influir en él pese a la calidez o frialdad de la fotografía que puede reforzar levemente alguna emoción, hasta la pesadillesca lasitud de movimientos de los actores y la constante distancia que produce en el espectador el que los personajes se vean ajenos a lo que los rodea y expresen de esta distancia verbalmente como si su entorno no fuese con ellos, la sensación de teatralidad de la película es tanto su mayor acierto como la parte más arriesgada de la propuesta, que encima se adereza con algunas pinceladas de humor surrealista tan desarmante como efectivo. Poco importan las enrevesadas tramas de espionaje y contraespionaje de tintes conspiranoicos en lugares que además responden, como si de un pobremente trabajado videojuego se tratara, al nombre de lo que son (en la gasolinera puede leerese el cartel que reza Gasolinera y en un restaurante chino Restaurante chino y así sucesivamente) y que acentúan lo intencionadamente raquítico de algunos aspectos de la puesta en escena, y que acaban siendo tan endebles que sólo hacen que sumar la confusión necesaria al periplo existencial de la pareja protagonista, la particular atmósfera morbida, paradójicamente ligera y opresiva a la vez, en que confluyen todos los elementos de la película acaba siendo su última razón de ser que va ampliando su efecto a medida que avanza la narración a cada nuevo juego en el que los jugadores se ven inmersos.

Del mismo modo que un plano de una de las realidades que contiene eXistenZ obtiene su contraplano en otra realidad ya sea dentro del juego o en sentido inverso, la profundización de los personajes protagonistas en las entrañas del juego tiene algo de toma de conciencia de la realidad que se presupone ajena a eXistenZ, pero que le sirve de fuente y complemento. Si en un primer instante, Allegra se encuentra con un pequeño dragón bicéfalo con el que juguetea un rato, luego ella y Pikul se lo encuentran muerto y cocinado en el plato especial del restaurante chino al que van a comer después de una jornada en sus sucios puestos de trabajo en los que se ganan la vida desollando repulsivos animales mutantes que sirven como materia prima para los juegos hipoalergénicos, siendo una vez más esto último, el reflejo miserable de la realidad anterior, el mostrar lo que no se puede mostrar, las bases tremenda y escatológicamente  físicas y mucho más ricas en texturas y colorido de la realidad en la que se juega. No por casualidad abundan en la película planos detalle sin otro objetivo aparente que revelar lo físico del entorno, como si a base de ser despojado de toda trascendencia más allá de lo que se puede palpar, lo físico fuese lo único que existe en realidad, siendo el pensamiento algo que se expresa aparte, pero que dentro del juego modula y crea lo físico en una idea que crea una realidad y al revés haciéndolo tan indivisible que lo uno no puede existir sin lo otro.

Así, a cada nivel más profundo del juego se impone una visión bastante desoladora de la vida, pero también más “real” de lo que acaba pareciendo la realidad primigenia, a merced de fuerzas incomprensibles que hacen que el juego avance a voluntad (o no) de sus jugadores. Así, Pikul se ve “obligado”, en la escena más memorable de la película, a asesinar a un camarero chino con una pistola hecha de cartílagos que dispara dientes, pero ante lo aberrante de sus deseos que no reconoce como propios, Allegra le sugiere que se deje llevar, y sencillamente disfrute con lo que está a punto de ocurrir. En otra escena, que de tan autoconsciente resulta risible y paradójicamente muy poco excitante, ambos personajes empiezan un escarceo sexual que ninguno de los dos parece muy bien porque está teniendo lugar, pero que, una vez más, el juego les fuerza a hacer con lo que lo mejor que pueden hacerlo es disfrutarlo. Ya sea una referencia a las procelosas inclinaciones ideológicas que toda película lleva en su interior, independientemente de su calidad, esa esquizofrenia que enfrenta la razón y la lógica de los personajes como arma inútil contra lo irracional de uno mismo, que es lo que hace avanzar el juego del que se desconoce el objetivo, y de un mundo que se rige por normas incomprensibles tiene, y de ahí probablemente el título del juego y la película, raíces más existencialistas que metacinematográficas, más próximos a algunas de las ideas de Sartre o Camus y sus visiones del ser humano como criatura que se reconvierte a sí misma constantemente en un entorno gris y incontrolable[7], que de sociólogos de la imagen como Baudrillard, pese a la relativamente nueva sensación de que lo que entendemos por “realidad” sólo puede verse como contraposición a una “virtualidad” que se desprende de eXistenZ en una posible lectura de la película que se ve con ligereza pero que amplía su interés y la complejidad de su discurso a cada nuevo visionado.

El juego de espejos progresivamente autoconscientes pero implacablemente amorales que deviene la película acaba convirtiendo a eXistenZ, el film, en el último de todos ellos además de su autoconsciente contenedor. Mediante una pirueta final tan lógica (y, fíjense bien al principio, avisada) como arriesgada para con el público, el film de Cronenberg pone a sus espectadores frente a su reflejo último y nos hace conscientes receptores de la ficción a través de la cual hemos vivido sensaciones reales sobre una simulación durante alrededor de dos horas. Encañonados por unos peligrosos fanáticos de ficción que alimentan nuestras fantasías, que a su vez apuntalan y se fusionan con nuestra realidad, y que han escapado al control de las intenciones iniciales del público para ver como se vuelven en su contra en el plano que sirve de punto final y en el que se apunta a los enemigos últimos de una realidad que de tanto regurgitarse y devorarse en base a una ficción ha acabado por desaparecer. Y se nos apunta a nosotros.

Título: eXistenZ. Dirección y guión: David Cronenberg. Producción: Robert Lantos, Andras Hamori y David Cronenberg. Fotografía: Peter Suschitzky. Diseño de producción: Carol Spier. Montaje: Ronald Sanders. Música: Howard Shore. Año: 1999.
Intérpretes: Jenniffer Jason Leigh (Allegra Geller), Jude Law (Ted Pikul), Willem Defoe (Gas), Ian Holm (Kiri Vinokur), Don McKellar (Yevgeny Nourish), Christopher Eccleston (Levi), Sarah Polley (Merle).


[1] Teórico de la comunicación y los mass media, padre de la mítica aseveración que asegura que “el medio es el mensaje”, McLuhan fue un nombre capital para la sociología y la semiótica durante la década de los sesenta y setenta. Suyos son La galaxia Gutenberg, escrito en 1962 o el concepto que se iría repitiendo durante toda su obra: la Aldea global, término que abarcaba el grado de interconexión humana que existía en la sociedad gracias a los medios de comunicación que nos interconectan como nunca antes en la Historia. Como puede verse, prácticamente un visionario.

[2]Concepto abstracto como pocos y que ha hecho correr ríos de tinta en según que círculos. Básicamente y simplificando mucho, relacionado con la mutación del cuerpo, por lo general con mutilación de por medio, como vía para cambiar la percepción del mundo. Para los interesados recomiendo encarecidamente la turbadora e interesantísima compilación de 400 páginas de escritos sobre el tema editado por Valdemar en el año 2002 y que lleva el título de La nueva carne.

[3] Film gélido que insiste enfermizamente en una de las filias del realizador, esta fuera de la pantalla, los automóviles que a decir de Cronenberg representan la síntesis perfecta de su obsesiva unión entre hombre y tecnología. Probablemente por eso uno de los pocos videojuegos que aparecen de manera reconocible en eXistenZ, el que promete la experiencia que se sufre al ser atropellado por un coche sin consecuencias físicas reales… muy diferentes de las que sufrían los adictos a los accidentes de coches de la adaptación de una de las novelas más perturbadoras que un servidor recuerda haber leído, la escrita por J.G. Ballard bajo el contundente nombre de Crash.

[4] Nacido en el seno de una pudiente familia musulmana en la India recién liberada de su condición de colonia británica, Rushdie cursó sus estudios en Inglaterra, donde tras terminar con su carrera de Historia. En 1975 editó su primera novela, Grimus, y alcanzó el éxito con Los hijos de la medianoche en 1980. Unos libros más tarde y ya en 1988, Rushdie vio como su recién editada novela Los versículos satánicos (de la que sólo he podido leer unas pocas páginas antes de que se me cayese de las manos) encendía las iras de los sectores más ultraconservadores de algunos países islámicos por tratar de forma irreverente la figura del profeta Mahoma. La novela se prohibió primero en Sudáfrica y la India. Más tarde les seguirían Pakistán, Egipto, Arabia Saudí, Somalia, Bangladesh, Sudán, Malasia, Indonesia y Qatar. Cinco personas fueron abatidas por la policía en una protesta contra la publicación del libro en Islamabad. En 1989 el Ayatolá Jomeini, líder religioso iraní, emitió una fatwa (o designio o juicio religioso) de ejecución contra Rushdie, acusándolo de blasfemia y apostasía o abandono de la fe islámica. Jomeini ofreció tres millones de dólares americanos por la muerte del escritor y un llamamiento más a la muerte de aquellos que editaran o publicaran la novela con conocimiento de su contenido. Rushdie pasó años bajo protección británica, viviendo escondido. Se quemaron librerías, el traductor de Los versículos satánicos al japonés fue asesinado en Tokyo, su traductor italiano golpeado y apuñalado en Milán y su editor noruego tiroteado a las puertas de su casa. Más tarde, en una protesta contra el traductor de la obra de Rushdie al turco, un incendio provocado contra el hotel en el que supuestamente se escondía acabó con la vida de 37 personas. Pese a todo, Rushdie se ha posicionado desde siempre contra todo tipo de fanatismo religioso o ateo, venga este de países musulmanes o no y se posicionó contra la ley que prohibía incitar al odio religioso por considerarla contraria al ejercicio de la libertad de expresión. Si quieren leer la interesantísima entrevista entre Cronenberg y Rushdie, en la que nunca se sabe exactamente quien está entrevistando a quien, pueden leerla (en inglés), aquí: http://www.davidcronenberg.de/cr_rushd.htm

[5] Muchos críticos lo vieron como un repliegue a fondos y formas supuestamente ya superados, una especie de lo que Hitchcock llamaba “run for cover” o regreso a lo ya conocido y reconocible por el público ante un chasco en taquilla como el que se llevó la anterior Crash, mucho más críptica y a decir de algunos muy superior a la película que nos ocupa. Si a ello sumamos la habitual e incomprensible incomprensión por parte de la crítica y público autodenominados serios a todo lo que huela a ciencia ficción más o menos (en este caso más cerca de lo segundo que de lo primero) tipificada, nos encontramos con un parco panorama que explicaría hasta cierto punto el porque esta pequeña joya ha sido tan injustamente olvidada cuando se habla de un Cronenberg que a partir de sus películas posteriores se puso en boca de todos con filmes tan interesantes como los anteriores pero menos virulentos que hasta entonces.

[6] De manera algo diferente de la que hacen gala los últimos trabajos del director, en especial Un método peligroso, basada en una obra de teatro centrada en la relación entre los padres de la psicología moderna Jung y Freud y que ponía en boca de sus personajes ideas que años antes Cronenberg había puesto en imágenes y que aquí son elididas pero que no dejan de tener un muy curioso vínculo con el cine del realizador y los conceptos con los que siempre ha tratado. Cosmópolis, adaptación de la novela homónima de Don Delillo y hasta ahora última película del realizador con un, por una vez, adecuado Robert Pattinson en la piel de un gélido e inexpresivo broker, es otra “película hablada” de una muy peculiar atmósfera que retrotrae poderosamente a la de Videodrome, aunque en esta ocasión sazonada de diálogos tan insalubres como la falta de emoción de sus personajes que no dejan de hablar hasta la exasperación y que no merecía el varapalo general que recibió aunque tampoco el excelso trato que le dedicaron algunos pocos. Ni tanto ni tan poco.

[7]El film de Cronenberg posterior al que nos ocupa, Spider, adaptación de la novela del mismo nombre escrita por Patrick McGrath, trataba entre otros un tema muy similar aunque desde una perspectiva más rica en su puesta en escena pero menos perturbadora y fácil en sus imágenes. Supuso además de una excelente película, una oportunidad de lucimiento para su (impresionante) actor protagonista Ralph Fiennes y una película eclipsada para parte del público por los dos buenos trabajos siguientes del realizador Una historia de violencia y Promesas del este.

jueves, 21 de marzo de 2013

DESMADRE A LA AMERICANA



 A mediados de los años setenta la revista National Lampoon representó un pequeño hito editorial en los campus universitarios de los Estados Unidos de América. En sus páginas, con el humor como tónica general, podía encontrarse sátira política y parodias sobre elementos de la cultura popular o de actualidad de aquel entonces, con muchos estudiantes de las propias universidades detrás de la mayoría de chistes y escritos que componían la revista editada bajo las órdenes de Doug Kenney, graduado un año antes en la Harvard University en la que aprendió gran parte de lo que podía leerse en National Lampoon. Ocho años más tarde y a través de nuevos colaboradores como Harold Ramis o Ivan Reitman[1] al traspaso al cine de la causa Lampoon fue un entonces casi desconocido y muy primerizo director John Landis el que se puso a la cabeza de la adaptación cinematográfica de las experiencias previas y presentes de una parte de los estudiantes de los college americanos en esas páginas en las que la mayoría de los otros se veían reflejados.

Fue bajo el título de Desmadre a la americana (del National Lampoon’s Animal House original, en una muestra más del talento de los traductores patrios…) como se bautizó la que se considera la primera de las “comedias de y para adolescentes” que desde entonces han asolado las pantallas con bastante desigual fortuna y por lo general olvidables resultados. Desmadre a la americana narra, por decirlo de alguna manera para lo raquítico de su guión que se dedica a engarzar un gag con el siguiente, las peripecias de una pareja de estudiantes que son acogidos por la considerada peor hermandad posible, la Delta, del Faber college en el que tiene lugar la acción del film por unas autoridades educativas tan cerradas como amargadas ante el rechazo de la que se considera la mejor de todas ellas, la Omega… clasificaciones orientadas a objetivos presuntamente pedagógicos que la película de Landis se esfuerza muy mucho en revertir poniendo en el centro de su historia, como no podía ser de otro modo desde entonces, a los desarrapados, los parias universitarios que viven cómodamente a la sombra de la minoría triunfadora que no sólo se esfuerza en sacar adelante sus calificaciones universitarias sino también en perpetuar un estilo de vida tan ejemplarizante como aburridísimo y aséptico hasta la repelencia.
Estos neutrales personajes, los más cercanos a un antipático estereotipo que suma a los odios del espectador un igualmente absurdo del estilo de vida que representan, son retratados como un grupo de repipis más interesados en la competencia con otras hermandades que en un sano escarceo sexual con sus parejas de aficiones tan amablemente militaristas y parodiadas (o no) hasta lo sectario, como su estética de sonrisa de anuncio de dentífrico y exquisitos modales que no logran ni intentan esconder su desdén por todos los que no consideran a su altura. Al otro lado de esa manera de comprender una institución tan respetable como la universitaria y los años de vida que transcurren allí se encuentran los protagonistas de Desmadre a la americana, con poco o ningún interés en las asignaturas que se imparten, o al menos en las calificaciones que se puedan obtener en ellas y resumiendo, “sólo” interesados en hacer de esa época la más divertida de sus vidas, rodeados de amigos y juergas interminables que acostumbran a perpetrar en su propia hermandad, un caserón de tonos cálidos y sombreados con las paredes forradas de pintadas, tan sucio y cochambroso como algunos de sus más ilustres habitantes amén de acogedor refugio en sus mañanas de resaca y centro de operaciones para planear alguna amable, desde este lado de la pantalla, barbaridad contra aquellos que intentan perturbar su eternamente festivo modo de vida[2].

No cuesta mucho imaginar, más allá de la postura de favor del film hacia los habitantes de la cochambrosa y vitalista hermandad Delta ya desde el instante en que se postulan como protagonistas, el que los responsables del original National Lampoon que sirve de base a la película pasaron su años de universidad rodeados de una fauna similar (quizás por eso el film está situado en 1962) a la que se ve reflejada, según parece de forma suavizada respecto a lo que se pretendía inicialmente, en la pantalla[3]. Lo que con el paso de los años y a base de repetirse ha acabado convirtiéndose en pesados estereotipos a merced del saber hacer o no de los guionistas (y de su clemencia con ellos) y directores de películas posteriores se encuentra en Desmadre a la americana en una muy agradable naturalidad que los une en una variedad física y de inteligencia y carácter a años luz tanto de sus apolíneos (a excepción hecha de Kevin Bacon)  y estandarizados enemigos Omega como de su herederos de buena parte de las películas posteriores del género. No estamos ante personajes trabajados ni espoleados por pequeños o grandes conflictos pero sí ante retratos de lo que parecen personas que aún se pueden vislumbrar detrás de las buenas interpretaciones de un emergente John Belushi[4] en la piel de Bluto, un personaje mítico para el público norteamericano que estiró su adolescencia durante la década de los setenta, Tim Matheson, John Vernon, o una guapísima Karen Allen entre muchos otros que acaban conformando una película tan coral como diluida en su estructura “dramática” que parece dejarla sin rumbo desde el guión que parece más bien un collage de diferentes “sketches[5]”, pero que el buen hacer de Landis consigue jugar a su favor para hacerla menos “cinematográfica” y más vívida, tan amorfa como en el fondo es la vida misma y menos sujeta a determinadas convenciones cinematográficas que harían más artificial el film y probablemente habrían ahogado la simpatía y humanidad que se desprende de la película. El carecer de un personaje principal sobre el que pivote Desmadre a la americana en su conjunto parece responder además a una inteligente maniobra por parte de los guionistas que así logran tapar el vacío en el que caería la película si sólo tuviera un protagonista tan desdibujado en el guión como lo son todos los personajes del film y Landis, haciendo gala del endiablado ritmo del que era capaz en los inicios de su filmografía, se libra de tener que asumir un dramatismo que sirva de armazón a la historia y que resultaría tan postizo como contraproducente para con el resultado final. Pero esa frescura que hace tan próximos a los miembros de la hermandad no impide divertidas salidas de tono que se saltan a la torera la lógica narrativa más elemental en aras de hacer reír sea como sea, o barrabasadas que tienen más de inofensiva y muy divertida irreverencia que de una humorada negra en la que muy fácilmente se podría haber caído de no ser por una de las grandes bazas de gran parte del cine de John Landis: el respeto por la causa de sus personajes.

Desde la posterior Granujas a todo ritmo[6] hasta la execrable y de título muy revelador La familia Stupid[7], el apoyo a las más descerebradas motivaciones y maneras de entender el mundo han sido una de las cartas mejor jugadas por el realizador durante su carrera. Y Desmadre a la americana no es en absoluto una excepción, sino uno de sus más logrados y cariñosos ejemplos. Porque a todo lo dicho hasta aquí hay que sumar el hecho de que la mayoría de gags del film consisten en reírse de las barbaridades llevadas a cabo por la más cutre de las hermandades y no por cuando las sufren y que dentro de cierta neutralidad en la planificación que no cae en la asepsia ni en pobreza en cuanto a puesta en escena se refiere encuentra un buen refuerzo en el contrapunto que ofrece la banda sonora de Elmer Bernstein tratando con dramatismo algunos instantes que sin llegar a suponer un drama para el espectador si se perciben de cierta importancia dentro de lo ligerísimo del conjunto… y de tonos mucho más agradables en el resto del metraje. Su sentido del humor, de una blanca incorrección política envuelta en una liberadora suciedad visual[8] sólo manchada ocasionalmente por algunos gags un tanto más pasados de vueltas, más traviesos que agresivos, prioriza lo irreverente sobre lo grotesco o lo escatológico, que también está presente, siendo su comicidad algo tan lejano a cualquier sentimiento de culpa por reírse de las desgracias ajenas, que se sostiene sólo como puro disfrute.  Respecto a ese goce de vivir, como por otro lado también es habitual en el cine del realizador ya desde su primera película El monstruo de las bananas[9], la banda sonora deviene uno de los elementos más importantes de los que componen la vivaz atmósfera que hacen de  Desmadre a la americana la vitalista película que es. El buen gusto de Landis para con la música y su gratificante fijación con el mejor soul y blues que desarrollaría más tarde junto con el propio John Belushi y Dan Aykroyd en otra fantasía anarco-festiva, su siguiente film Granujas a todo ritmo, cristaliza en una escena que sirve además como declaración de principios del film que nos ocupa. Una fiesta de toga en la que un conjunto musical que responde al nombre de Otis and the days (absolutamente geniales, capitaneados por Lloyd Williams) canta febrilmente el Shout original de los Isley Brothers rodeados del grupo de adolescentes que bailan como posesos y a la que Landis dedica un inaudito  espacio de tiempo excesivo desde un punto de vista narrativo (la escena ni aporta ni resta nada al guión de la película) pero además de un placer para los ojos y sobretodo los oídos es también la refutación del placer por el placer como motor de la película que se percibe desde el cariño que se muestra hacia sus personajes hasta lo terriblemente contagioso de sus ganas de juerga, que además y a diferencia de lo habitual en este tipo de películas, no juega a dar gato por liebre en ningún momento.

Landis pasa por alto todo lo potencialmente dramático de la historia y sus personajes sin que se pierda el interés ni llamarlos al orden o a una supuesta madurez, siempre fuera de campo, mal entendida (e incomprensible y casi siempre y precisamente por eso, bajo formas aburridísimas) y obvia de paso cualquier moraleja o paternalismo posible[10], como muchas veces ha ocurrido en películas del subgénero posteriores, que pueda entrometerse en su dionisiaca manera de entender la vida y que por ello acaba en una liberadora y gozosa revancha contra todo lo que, según sus parámetros, indica una gris línea a seguir hacia la madurez. Es esa honradez de principios que evita al film el ponerse por encima de sus posibilidades o pedir perdón por hacer reír sin más pretensiones la que alza Desmadre a la americana como comedia más o menos divertida e irregular como algunas otras propias del “cine adolescente” pero, cosa rara a poco que se piense, químicamente pura, y con el añadido de ser una elegante intrascendencia impulsada por una pletórica, otra rareza más, visión de la vida. Para que luego digan que el aprendizaje empieza y acaba en las aulas.


Título original: National Lampoon’s Animal House. Dirección: John Landis. Guión: Harold Ramis, Douglas Kenney y Chris Miller. Producción: Ivan Reitman y Matty Simmons. Fotografía: Charles Correll. Montaje: George Folsey Jr. Música: Elmer Bernstein. Año: 1978.

Intérpretes: Thomas Hulce (Larry Krueger), Stephen Furst (Kent Dorfman), Tim Matheson (Eric Stratton), Peter Riegert (Donald Schoenstein), John Belushi (John Blutarsky “Bluto”), Karen Allen (Katy), Donald Sutherland (Dave Jennings), Kevin Bacon (Chip Diller).




[1] Reitman, canadiense y amigo de Dan Aykroyd, venía de producir uno de los primeros films del entonces despreciado pero actualmente muy revalorizado David Cronenberg que nos llegó bajo el título de Vinieron de dentro de…, Ramis iría haciendo sus pinitos como actor y director llegando a dirigir un pequeño clásico de culto como es Atrapado en el tiempo, protagonizado por Bill Murray, y la tan alabada en su día como olvidada por gran parte del público Una terapia peligrosa y su secuela. Ambos hombres cruzarían sus destinos con la mítica Cazafantasmas de la que Reitman sería el director y Ramis el intérprete que se parapetaba detrás de sus gafas de intelectual en el papel del cazafantasma Egon, ambos repetirían en sus respectivas funciones en la secuela del film. A modo de apunte, señalar que el hijo de Reitman, Jason, es ahora el reputado director de Juno, Gracias por fumar, Up in the air o Young adult.


[2] Para lograr que la sensación de enfrentamiento fuese más vívida, Landis echó mano de un recurso que ha sido moneda de cambio para otros realizadores más reputados como es el caso del realizador inglés Ken Loach en sus enésimos retratos de la lucha de clases. Landis promovía que las hermandades pasaran su tiempo libre por separado y se fuesen de juerga antes de comenzar el rodaje a fin de hacer más natural la sensación de camaradería que se desprende de la película. De rebote y a decir de algunos de los miembros del reparto, la división y frialdad de trato entre las dos hermandades se prolongó durante y después del rodaje entre el elenco de actores.


[3] Según parece, a Landis le encantó el guión, que le pareció divertidísimo. Pero introdujo algunos cambios en aras de hacer a los personajes más agradables ya que por lo visto, en las primeras versiones del libreto, resultaban tan salvajes y sus acciones tan desagradables que el público difícilmente se hubiese puesto de su parte.


[4] Belushi, por entonces gran estrella de la televisión gracias a sus apariciones en el Saturday night live y aún sin haber entrado en la espiral de drogas que acabaría con su vida sólo cuatro años más tarde, era el único nombre reconocible para el gran público que contaba la película como anzuelo comercial. Hasta que no apareció Donald Sutherland que accedió a participar por la buena relación que mantenía con Landis desde que se conocieron durante el rodaje de Los violentos de Kelly, en la que el realizador de Desmadre a la americana trabajó como actor en un papel secundario, la de John Belushi siguió siendo la cara más reconocible de un reparto que se formó con actores no profesionales o primerizos, algunos reclutados, como es el caso de una jovencísima Karen Allen, cuando aún eran estudiantes.


[5] Característica que aparecía, de forma mucho más obvia y exagerada en el film anterior de Landis, el divertidísimo The Kentucky Fried Movie, que consistía en cortometrajes humorísticos empalmados uno detrás de otro sin ningún nexo de unión entre ellos que no sea pertenecer a la misma película. Probablemente fue la rentabilidad de ese film el que le dio a Landis la oportunidad de repetir la jugada con Desmadre a la americana. Ni que decir tiene, vistas la cantidad de imitaciones que aún llegan a día de hoy, que lo consiguió con creces.


[6] Comentada en este mismo blog en el mes de septiembre del pasado año.


[7] Film de 1997 protagonizado por Tom Arnold y que cae en desgracia por algo tan fundamental como no tener puñetera gracia pese a la insistencia de toda la película en verse divertidísima. Representa, pese al acierto de no hacer consciente del mundo que los rodea a la iluminada familia protagonista en ningún momento, otra mala película más en un último tramo de la carrera de Landis que nunca ha logrado remontar hasta alcanzar el nivel de filmes anteriores como el que nos ocupa.


[8] Una de las características más llamativas de la película que estuvo a punto de no sobrevivir en su paso al formato Blu-Ray, afortunadamente supervisado por el propio Landis que evitó el estropicio. Al hacer el paso digital del original al nuevo formato (el llamado transfer) se intentó eliminar toda la suciedad y oscuridad que hace del hogar de los Delta uno tan sucio como confortable para la pandilla de amigos. Ante la posibilidad de que el canon de limpieza y brillantez de imagen se llevara por delante todo posible matiz, Landis protestó y se hizo el transfer tal y como él deseaba, aunque no sin un revelador etiquetaje de la base de datos que contenía la película en digital que rezaba: “imagen en tono degradado a petición expresa del director”. Sin comentarios.


[9] Deliciosa, cutre, y muy divertida película que parece sacada de un programa doble de terror para niños en la que Landis explica las peripecias de un simio antediluviano que huye de la gruta en la lleva escondido de tiempo inmemorial y se las ve con todo un pueblo mientras es perseguido por un incompetente agente de la ley que recuerda poderosamente a Woody Allen. Landis se reservó el papel de expresivo monstruo, escondido bajo un magnífico (para el presupuesto manejado) maquillaje obra de Rick Baker que volvería a colaborar con el director en Un hombre lobo americano en Londres, protagonista absoluto de la función. Dentro de su modestia, El monstruo de las bananas (o Schlock como también se la conoce), hacia gala del absurdo sentido del humor de Landis, algunas referencias cinéfilas sobretodo a King Kong y la sensibilidad del cine de terror de la productora Universal de los años treinta pasado por el filtro de la propia de los setenta, la constante referencia al inexistente film See you Next Wendesday, ternura y un sentido de la anarquía en su vertiente más amable que se irían repitiendo durante toda su filmografía. Amén de un momento musical que una vez más el realizador alarga mucho más de lo necesario (aunque toda la película resulta tan gratuita en su placentero conjunto que tampoco es que se note demasiado) y que, bajo la piel del simio, deja a las claras su placer por la música soul. Es difícil de encontrar, pero les aseguro que merece la pena.



[10] Desde American Pie y sus conflictos con la pérdida de la virginidad como epicentro, la mucho más afortunada en parte por ir por otros derroteros como Supersalidos hasta la presuntamente más anárquica Proyecto X que culminaba de la forma más moralista posible, amén de que la película tampoco tenía excesiva gracia, han sido muchas las ocasiones en las que el género se ha dedicado al innoble arte de tirar la piedra y esconder la mano bajo supuestas intenciones morales o educativas en mi opinión sustentadas en la nada, el miedo al que dirán los que les pagan las mensualidades a su público potencial, o en una visión de las cosas y el cine que no acabo de comprender.

jueves, 14 de marzo de 2013

EL PEQUEÑO SALVAJE



 Se dice que el ser humano es un animal social. Esta certera máxima ha sido certificada una y otra vez por la Historia desde las pequeñas figuras de niños lobo criados por camadas lupinas hasta hace tan sólo unas tres décadas por la existencia de una niña que ya desde una edad muy temprana convivió con gallinas en un gallinero que le hacía las veces de hogar. Los resultados, tal y como se registraron en sus respectivos instantes, fueron los imaginables; el niño se comportaba como un lobo salvaje y la pequeña reaccionaba como una ave de corral ante los estímulos externos.
El pequeño protagonista, interpretado muy expresivamente por Jean-Pierre Cargol, del film dirigido por François Truffaut El pequeño salvaje, está inspirado en infancias ajenas a todo modelo de conducta[1]: no ha sido criado por animales ni humanos en su entorno originario, una zona boscosa de Francia en la que caza y roba comida a algunos desprevenidos y espantados paseantes en busca de un lugar en el que almorzar. Representa la antítesis perfecta de la civilización: desnudo, prácticamente mudo y condenado a la incomunicación de no ser por unos chillidos y gruñidos incomprensibles e inexplicablemente superviviente en un lugar en el que sólo las plantas y los animales parecen sentirse a sus anchas siempre en peligro de ser atacados o devorados por algunos de sus compañeros de especie.
Al otro lado de esta película y el ideal de civilización que describe compuesta por las inspiradas imágenes en blanco y negro puestas ante nosotros por Néstor Almendros, nos encontramos con el Dr. Itard (el propio François Truffaut) perfecto producto, como lo es el niño del bosque, de su época: la de la Ilustración[2] de finales del siglo XVIII, movimiento cultural e intelectual que tenía en Francia su cuna y meca ilustrada y se jactaba, entre otras cosas, de la razón como herramienta humana que disiparía la oscura superstición de los siglos anteriores, colocar al ser humano en el centro de su propia vida resituando una visión más religiosa de la existencia en los contornos de la sociedad y asumiendo la verdad como fuente última de legitimidad y justicia.

En la época que vio nacer la Enciclopedia y parte de lo que hoy entendemos (y añoramos) como política y economía, el Dr. Itard pone a prueba una máxima ilustrada: la sabiduría entendida en parámetros ilustrados es el camino para ejercer la propia humanidad por encima de la puerilidad a la que está condenada si no ejerce su intelecto. Rectitud, buenas maneras, cultura y abnegación son algunas de las características de Itard, y por ende del hombre de entonces, pasado por el filtro del actor que lo interpreta y dirige y co-escribe la película en el año 1970 en que se llevó a cabo El pequeño salvaje. Así, a la abstracción del personaje del niño salvaje rebautizado como Victor que nunca se explica de motu propio ni es explicado por la película en general, se contrapone la cansina expresividad de Itard, punto de fuga desde el que se ve toda la película. Ya sea mediante el uso, bastante machacón, de la voz en off, escritos captados por la cámara o diálogos en los que Itard expresa a las claras lo que piensa en todo momento, el personaje interpretado por Truffaut resulta de una transparencia muy contrastada con la opacidad del niño Victor. El juego en el que Truffaut dirime el film se divide en dos frentes que se repiten una y otra vez en ambos personajes: naturaleza y civilización, salvajismo y educación, sinceridad e hipocresía, irracionalidad y conciencia entre algunos otros se plantean como los polos en los que se mueve el proceso “civilizador” de Victor en manos del improvisado (y visto lo visto, limitado) pedagogo que es Itard, cuyas reflexiones dan unidad al periplo del niño en pos de su toma de conciencia. Conciencia que Truffaut contagia al film en forma de una pretendida distancia que acaba por sentirse como desgana antes que como el punto de vista clínico o examinador que habría requerido. Quizás movido por el miedo a cargar las tintas dramáticas y desequilibrar la balanza de forma demasiado obvia para con el espectador a favor del modo de vida que representa Victor y el que representa Itard, Truffaut nos deja como meros testigos de un conflicto que acaba siendo más ideológico que emocional o incluso narrativo.

Es posible que el objetivo de Truffaut fuese, precisamente, el mostrar como la racionalidad entendida como supuestamente se hacía en el 1800 en que tiene lugar la acción siendo El pequeño salvaje una muestra más de esa herencia cultural que un par de siglos más tarde aún coleaba en el país vecino. Y rematando la jugada y acorde con el final de la película, el como ese racionalismo deviene insuficiente cuando se convierte en la única dimensión pedagógica/cinematográfica que se pone en funcionamiento. Más aún cuando su desarrollo no alcanza la densidad, y que conste que no me refiero a echar mano de los antipáticos clichés del “cine educativo”, necesaria para hacerla interesante más allá de la discusión que de ella pueda extraerse a falta de ser emocionante por sí misma.
Dejando a un lado las desgarbadas secuencias iniciales que muestran a Victor peleando por sobrevivir en el bosque y enfrentándose a una jauría de perros que, sorprendentemente, no acaban de transpirar ni la sensación de peligro ni de lo agreste que deberían, el resto de la película carece del empaque necesario como para traspasar las interesantísimas ideas que se juegan sobre el papel en una película de idéntico interés. Sólo algunas imágenes sueltas que ilustran la intimidad del niño a la luz de una vela que parece símbolo de los primeros indicios de la luz de la razón en una vida de oscura irracionalidad entre algunas otras, o el repetido uso del concierto para mandolina de Vivaldi como única (y magnífica) banda sonora, rompen un tanto la monotonía del resto del film. No se trata de hacer más ortodoxa una propuesta que tampoco es, vista ahora, excesivamente rupturista, pero si el guión no profundiza más en uno u otro sentido por querer mostrar, algo tan lícito como interesante sobre el papel, antes que explicar o justificar y así dejar que sea el espectador el que juzgue lo que muestra El pequeño salvaje, quizás la forma de plasmarlo en imágenes hubiese requerido de una atmósfera más contundente, una mayor determinación documental que choca con una puesta en escena que puede parecer demasiado artificiosa o un mayor aplomo audiovisual (que el realizador ha demostrado en ocasiones como con la excelente Jules y Jim) de cara a hacer de la película algo más que un mero intercambio de ideas que sufren una muy corta evolución desde el inicio de la película hasta su final y, peor aún, en ocasiones corren el riesgo de dejar indiferente al espectador.

El proceso educador va avanzando durante el metraje con una cada vez mayor aceptación de Victor de lo que aún entendemos por civilización y sus códigos de conducta pero también una muestra de cómo esa pedagogía viene muchas veces instruida mediante alguna crueldad y por lo general por poco respeto para con el alumno salvaje, siendo más importante para el maestro y mentor la integración del niño en la vida civilizada que su propia voluntad o felicidad. Se diría que Truffaut ha elegido profundizar por la senda de Rosseau, otro ilustrado, y su buen salvaje que perdía su pureza y bondad al entrar en contacto con la civilización humana[3], pero la mencionada neutralidad de las imágenes de la película pese lo conseguidas que están en ocasiones (a lo que seguro no es ajeno el buen trabajo del director de fotografía) impide afirmar tal cosa, amén de que El pequeño salvaje parece ir por otros derroteros aunque podría incluir sin problema todo lo anterior. La denuncia de un sistema educativo y cultural que coarta al individuo se condensa en el último plano de la película que muestra el mayor fruto que la Ilustración era capaz de otorgar y que el film de Truffaut hereda: racionalidad y crítica del entorno del que uno ha surgido desde la conciencia. La acusadora mirada del alumno[4] hacia su maestro, cargada de conciencia de sí mismo y su situación y por tanto, del despertar a la libertad  tanto de sus impulsos como de un sistema cultural del que quizás podrá liberarse pero seguro puede tomar la distancia necesaria como para encontrar una posible solución a sus propios problemas, cuando supuestamente Victor ya ha asimilado el significado de la justicia como ideal pero poco después se ha fugado para robar unas gallinas, cuando el ejercicio, más ideológico que intelectual, al que se reduce la película alcanza su cénit: ¿es la educación insuficiente para atajar las ansias de justicia del ser humano o precisamente el hecho de marcar una línea entre el bien y el mal provoca que se traspase continuamente? ¿Vivía más feliz  Victor en su animalidad que bajo techo y en compañía humana? ¿Conlleva esa manera de entender la educación que se cuestiona a sí misma como lo hace con todo lo demás la semilla de su propia destrucción (o evolución) y del desdén hacia el propio sistema cultural? ¿O representa el surgimiento de la nueva burguesía que vería la luz a partir de la Revolución Francesa?

Si el ser humano es, o puede ser, fruto del mundo en el que vive, no lo son menos su forma de expresarse; no parece casual que una película que pone en tela de juicio una manera de entender el mundo tan querida y admirada en Europa como concretamente en Francia, se estrenara en el año 1970, a sólo dos años del revolucionario mayo del 68 con sus ansias de derrocar una vieja forma de entender el mundo y por la parte cinematográfica y con la Nouvelle Vague[5] a la que Truffaut pertenecía como cabeza visible, contra una manera de ver el cine demasiado restrictiva. Un sistema de valores de la que la juventud y una parte de la sociedad de entonces se sentía prisionera, por heredera, como Victor parece sentirse de sus cuidadores y su cultura demasiado burgueses. El hecho de que a día de hoy se considere El pequeño salvaje como un clásico del cine europeo de forma casi incuestionable, cuando su verdadero valor reside más en sus ideas y posibilidades de articular un interesantísimo debate a su alrededor que en sus valores estrictamente cinematográficos (si es que tal cosa existe) relacionados con la plasmación de esas interesantísimas ideas en imagen y sonido, denota que las cosas, en algunas ciertas tendencias culturales más allá de las que tienen que ver con el film en sí, han cambiado de forma para seguir iguales en el fondo.

Título: L’enfant Savage. Dirección: François Truffaut. Guión: François Truffaut y Jean Gruault. Producción: Marcel Berbert. Fotografía: Néstor Almendros. Montaje: Agnès Guillemot. Año: 1970.
Intérpretes: Jean-Pierre Cargol (Víctor), François Truffaut (Jean Itard), Françoise Seigner (Madame Guerin), Paul Villé (Remy), Jean Dasté (Profesor Pinel).


[1] Concretamente en la historia de Victor de Aveyron, niño encontrado en 1790 cerca de Toulousse, en una zona boscosa, donde parece pasó su niñez hasta alcanzar los supuestos 12 años que le adjudicaron los que lo recogieron. El médico Jean Itard fue su cuidador, maestro civilizador y biógrafo.

[2] La Ilustración fue un movimiento surgido en Europa, con Inglaterra y sobretodo Francia como epicentros, a finales del siglo XVII y que se prolongó durante el XVIII hasta la Revolución Francesa. Este último siglo se conoció también, y debido a dicho movimiento, como el Siglo de las Luces por considerar la razón y el cuestionamiento de todo lo que hay o puede haber a través de ella como el modo que el ser humano había encontrado para disipar las tinieblas de la superstición. Movimiento humanista y relativamente secular, racionalista y empirista, tendría entre sus más destacadas mentes pensantes a Montesquieu, Diderot, Rousseau y la Enciclopedia como uno de sus mayores frutos. Se considera que la manera en que entendemos, o mejor dicho deberíamos entender, la política, la economía y buena parte del mundo se le debe a la Ilustración, de la que sin estar seguro, por puro desconocimiento, de lo anterior, sí se echan de menos algunas de sus características mencionadas.

[3] Otro representante de los Nuevos Cines, en este caso del alemán, pareció tomar nota al respecto en El enigma de Kaspar Hausen, mejor película aunque de fondo de debate menos complejo que la que nos ocupa dirigida por Werner Herzog adaptando una leyenda, de la que desconozco cuanto hay de verdad, a los principios Rousseanianos puestos en negro sobre blanco por Jean Jacques Rousseau con su buen salvaje enfrentado a la hipocresía de la civilización.

[4] Cierre muy similar al de la imagen congelada con que concluía la opera prima de Truffaut, la muy superior Los 400 golpes con un trasunto del realizador encarnado como tantas otras veces en su carrera por el entonces muy joven actor Jean Pierre Leaud.

[5] Simplificando una barbaridad sobre un movimiento del que se han escrito y se siguen escribiendo libros y artículos, decir que la llamada Nouvelle Vague (Nueva Ola, en francés), fue uno de los tantos movimientos cinematográficos que surgieron aquí y allá por todo el globo y que fueron recogidos por los teóricos dentro del común denominador de Nuevos Cines alrededor, en este caso, de finales de los cincuenta. Los miembros de la Nouvelle Vague se formaron en la mítica revista Cahiers du cinema, en la que escribieron y participaron gente como su fundador André Bazin, el propio Truffaut, el enfant terrible del movimiento y actualmente de los pocos cineastas en activo que reciben justamente ese tan sobado adjetivo Jean Luc Godard independientemente de lo que se opine de su cine, Alain Resnais, Jacques Rivette, Eric Rohmmer y Claude Chabrol entre otros. Su hito histórico consistió, otra vez simplificando mucho, en articular una forma de análisis y crítica cinematográfica de la que surgirían la imprescindible y para algunos muy banalizada Política de los Autores, encendidos debates sobre los valores (o la falta de ellos) de las películas y la reivindicación de determinados cineastas entonces relegados a artesanos (algo que dichos directores asumían sin más problema) y que ahora damos tan por sentados como Howard Hawks, John Huston o Alfred Hitchcock como creadores audiovisuales de primer orden. Además de un importantísimo trabajo historicista y de una cinefilia pertrechada en la Cinémathèque française, pronto saltaron, beneficiados por las políticas del nuevo ministro de cultura de por entonces André Malraux, al ruedo de la realización y escritura de películas como la mentada en una nota al pie anterior Los 400 golpes, Al final de la escapada o Hiroshima mon amour entre muchas otras de importancia y calidad desigual pero componiendo una revolución cinematográfica contra una visión “demasiado burguesa” de entender el cine francés que quedó culturalmente estigmatizada de indudable importancia… Y que, todo sea dicho, a veces ha sido sobredimensionada hasta lo antipático. Para más información, más que recomendable tanto por su interés como por lo raquítico de esta nota al pie para explicar todo lo que fue y representa la Nouvelle Vague consulten la amplísima bibliografía que encontrarán en librerías y bibliotecas más o menos especializadas.