viernes, 27 de septiembre de 2013

POSESIÓN INFERNAL



Pocas cosas hay en esta vida más divertidamente terroríficas que el Tren de la Bruja. Se entra con la aprensión de saber lo inevitable: los ruidos, los golpes, los gritos tras el pobrísimo maquillaje, y la risa nerviosa e incontenible que libera de la tensión de saberse a merced de los exagerados monstruos que no dejan de abalanzarse sobre uno. O así debía opinar el jovencísimo director Sam Raimi[1] cuando en 1981 dio luz a su oscura y salvaje primera película: Posesión infernal.
Un grupo de cinco jóvenes, Ashley, Cheryl, Scott, Linda y Shelly (Bruce Campbell, Ellen Sandweiss, Hal Dalrich, Betsy Baker y Sarah York, respectivamente) deciden pasar un fin de semana en una cabaña situada en la profundidad de los bosques de Tennesse alquilada a precio de saldo. Bajo la atenta mirada de una presencia que sobrevuela por el bosque y jamás llega a corporeizarse, la despreocupada pandilla, ajena a su acoso, encuentra en el sótano del caserón un libro de grotesco aspecto encuadernado en piel humana y escrito con sangre, cuya existencia despereza con el pie izquierdo a las diabólicas energías que dormitaban en el bosque.

Como se ve, poco o nada nuevo bajo el rojo sol del cine de terror más convencional y trillado. Y no sólo eso, Posesión infernal hace gala, especialmente durante su primer tramo, de un exultante catálogo de sonrojantes diálogos que ni explican ni interesan absolutamente nada. Nada sabemos de los jóvenes que se adentran en lo que las imágenes que lo siguen y parecen vigilarlos,  observándolos desde una impaciente pero prudente distancia, ni por lo que dicen ni, hasta cierto punto, tampoco por lo que hacen. No se explica su historia, no se les dota de motivaciones psicológicas que puedan dotarlos de los pobres matices que sí se desprenden de algunas de sus actitudes a caballo entre lo dulcemente atontolinado y lo chulescamente descerebrado. Son personajes sin oficio ni beneficio, reducidos a sus cáscaras actorales, a cuerpos deambulando por una trama que sobre el papel no ofrece nada destacable, o nada en absoluto.
Pero la superficialidad de los diálogos y de la mayoría de situaciones tal y como han sido escritas, la ausencia de personajes con cara y ojos son elementos que en su traslación a la pantalla desde el guión, desprovisto de toda moraleja o evolución dramática, se benefician de una puesta en escena agradablemente clásica que no sólo denotan la presencia que los sigue bien de cerca desde que la película comienza a andar en todos los elementos que rodean al grupo, también logran transmitir una lograda sensación de amenaza que aísla a los personajes sin saberlo… y que salta por los aires cuando la salvaje violencia de Posesión infernal hace su caótico acto de presencia. Es entonces cuando el film que nos ocupa se revela como una película que deja muy atrás el carácter tremendamente superficial de su guión para levantar sobre él una película de gran fortaleza, que dadas las circunstancias, resulta exageradamente física. Porque ya que esta es una película de personajes sin alma en la  que lo que se ve es lo que cuenta, no es de extrañar que el Mal deje a un lado la posesión de las almas de los chicos y chicas para cebarse en su carne.

La presencia que merodea por el bosque rodeando la cabaña en la que tiene lugar gran parte de la acción de Posesión infernal toma violentamente a una de las jóvenes del grupo, a la que ya parece haber cortejado en una inquietante escena en la que las manecillas de un viejo reloj carillón se detienen y la chica se ve dibujando el horrendo libro, que más tarde será hallado en el sótano, incapaz de controlar su mano sobre el papel. En la escena más recordada del film por ser un puñetazo sobre la mesa por parte de sus responsables, casi una declaración de principios sobre el grado de violencia que se pretende alcanzar, la joven es atraída por unos imposibles susurros de un bosque oscuro como la boca del lobo, que la atrapa entre zarzales y ramas que cobran vida… y es inclementemente violada por los árboles.

Si hasta ese instante, y pese a lo grisáceo de un guión lleno de lugares comunes en sus mejores momentos, la película ha hecho gala de un agradable aroma clásico en sus imágenes, planificación y ágil montaje[2] que evitan el desapego del público con esporádicos chispazos de inquietud muy logrados, es en el instante en que la joven es forzada por la diabólica campiña cuando el film empieza a macerarse en su verdadera esencia. Porque Posesión infernal se revela como una película en la que la forma lo es todo. De esta manera, los largos y nerviosos movimientos de cámara que denotaban la presencia del Mal que habita el bosque impulsan la hiperactiva violencia de los posesos en una probablemente involuntaria fusión de forma y fondo, en la que la primera acaba, por fortuna por vencer el muy desigual pulso entre ambas. Al comenzar el film el espectador reconoce al protagonista (significativamente llamado Ash -ceniza en castellano- interpretado por un Bruce Campbell que jamás lograría desembarazarse de la rentable sombra proyectada por este papel[3]) no por su importancia en la trama, que tardará mucho en revelarse, sino por un brusquísimo primer plano que se diría rodado fuera de contexto y que lo realza por encima del resto del grupo, mantenido en un más distante plano general.

Y en consecuencia los cuerpos de los personajes son brutalmente atacados con un salvajismo tan histérico y exagerado que hace pensar que la maligna presencia flotante que los acosaba ahora corporeizada en la joven violada está más interesada en carcajearse torturándolos que en apoderarse de ellos[4]. Perrerías que el realizador se encarga de recoger con todo el regodeo posible en planos detalle de heridas y caras desencajadas por el dolor. La amenaza, de carácter sobrenatural por demoníaca, se “reduce” igualmente a lo superficial, sin otro objeto más allá de hacer picadillo a los jóvenes que se atrincheran en la casa, siendo no sólo básica, sino también insondable en sus motivos y por tanto imparable en su irracionalidad.
La pobreza de medios[5], muy bien aprovechados, de la que dispusieron los responsables del film que nos ocupa colabora aún más a pergeñar esta sensación de brutalidad que destila la película de Raimi. Los escenarios naturales agrestes en el lo que se refiere al bosque y miserable en lo que al caserón en el que se refugia el grupo de la tormenta que cubre con sus nubes una luna llena de descomunales proporciones, las granuladas imágenes del film rodado en 16mm., lo vetusto de unos maquillajes que provocan la sensación de que los posesos se deshacen en sanguinolientos jirones a cada paso que dan… Son elementos que otorgan una pátina de agresiva suciedad tan verista como lograda que sube enteros con lo exagerado hasta lo risible de su violencia.
Pero nada de lo anterior, válido por sí mismo, implica que Posesión infernal sea un film burdo ni en su construcción ni en sus sorprendentes resultados, sino más bien lo contrario: colaboran en hacer del film de Raimi un ejemplo de sofisticación formal al servicio de la pura emoción, que soslaya toda posibilidad de que el aburrimiento, dado lo trillado de su trama y su falta de elaboración sobre el papel, cale en el público.

El ruidoso barullo contenido en los planos de la opera prima de Sam Raimi es puesto en solfa por este a modo de costrosa melodía que logra despertar dos emociones tan diferentes entre sí como son el horror y la risa. La primera de ellas, la más definitoria de Posesión infernal, se logra al mantener una considerable tensión durante todo el metraje gracias a una planificación que convierte el entorno, lo captado por la cámara, en amenaza primero potencial, dentro de la sugerente quietud del primer tramo del film, y luego totalmente desbocada en base a un vigoroso manierismo formal que encierra a sus personajes. Así, la cabaña se convierte desde el primer plano en que se abre su puerta tomado desde dentro como si hubiese algo esperando, y gracias a la arquitectura de la casa, dotada de un sótano, enormes ventanales y chimenea de piedra, en un pequeño caserío de aires góticos tras ser filtrado por el ojo de Raimi, vector de toda la magnífica atmósfera que densifica y da unidad a un grupo de imágenes sustentadas por el más ligero de los materiales que se ofrecen a jugar con algunos elementos a placer. El tiempo, como indica la interminable noche en la que se sumerge casi toda la película, se pliega a voluntad del realizador y se justifica con ese carrillón que se detiene, suspendiendo todo lo que ocurra en los dominios del Mal -o del film en sí- en un limbo en el que ha dejado de transcurrir, hasta que la acción termine… o el director lo determine así.  La  conjunción del espacio fílmico (el encuadre) con el espacio físico del film (lo que contiene dicho encuadre que forma parte de la realidad de los personajes de la película), hace de Posesión infernal una película claustrofóbica muy bien construida de forma tan inadvertida como efectiva, que alcanza su techo en la escena cumbre de su manierismo: la pesadilla de tonos surrealistas en la que el realizador, tras hacer gotear literalmente de sangre los enchufes y tuberías de la cabaña, somete a Ash a una virtuosa pesadilla formal en la que la cámara/el espacio se retuerce sobre sí misma sin otro objeto que el de perturbar a su morador hasta enloquecerlo. Y a buen seguro Raimi consigue contagiar ese desequilibrio mental sin enseñar, por una vez y con un control de los resortes audiovisuales admirable, absolutamente nada, pero mostrando esa nada como si efectivamente el entorno gozara de vida propia y la peor de las voluntades posibles con un espíritu tan gozosamente irracional como la película en su conjunto.

En otras ocasiones formalmente menos espectaculares aunque relativamente más atemperadas, la segunda mitad del film se plantea como reverso de la inestable calma chica de todo lo que precede a la violación en el bosque que abre paso a los hiperviolentos demonios. Instantes tan bien planificados como la llegada a la cabaña, al compás de los golpes que un columpio situado en la entrada de la casa da contra sus paredes de madera, provocando una urgencia subrayada por el plano que muestra el lugar donde se esconden las llaves y que se apaga cuando estas son encontradas… cuando el columpio se detiene en el aire rompiendo el hechizo sonoro. Esta planificación se repetirá, con algunas diferencias, en la huída de la joven por el bosque tras haber sido violada siendo perseguida por la maligna presencia que le pisa los talones sobrevolando el lugar, aportando una renovada tensión que además crea una unidad dentro del film que evita que algunas secuencias se vengan abajo como bien planificados pero deslavazados castillos de naipes. En otro ejemplo de estrategia similar, ésta considerablemente más perversa, Raimi juega a comparar una secuencia,  de un romanticismo rayano en la cursilería, en la que Ash regala a su novia un colgante sorprendiéndola tras hacerse el dormido. Es una escena que el realizador planifica en base a planos detalle que muestra alternativamente los ojos curiosos de la chica que van de la cajita que contiene el colgante a los de Ash, que se cierran cuando su novia lo mira y se abren cuando ésta se distrae con su regalo. Más adelante, con cadáveres y pedazos de cuerpo humano regando el film, la situación se repite, pero en esta ocasión Ash está a punto de sepultar a su novia a la que cree definitivamente muerta después de haber sido poseída por los demonios y acuchillada por él mismo. Y entonces, a modo de macabro juego malintencionado, es ella la que abre y cierra los ojos cuando él esta distraído cavando el hoyo para enterrarla y cuando la mira sospechando el peligro que se cierne sobre él… Esta naturaleza oscuramente juguetona de los demonios, canturreando hasta el recochineo amenazadoras tonadillas infantiles, respaldada por Raimi, agrieta un tanto la tensión que se respira en Posesión infernal, sin afortunadamente llegar nunca a romperla, situando la película entre la excitante corriente que aúna las dos aguas del humor y el terror, en base a una ironía en ocasiones planteada de manera relativamente sutil, otras a un nivel tan bruto como el grado de violencia del film[6], que mucho tiene que ver con el poso cómico de la opera prima del realizador.

El grado de autoconciencia de la película, que se sabe narrando -y como- una historia mil veces vista, no sólo provoca la distancia que convierte a sus personajes en muy cercanos a la estupidez más elemental, descartando de entrada toda profundidad en su retrato como se comenta más arriba, sino también justifica algunas elipsis que inician una escena con planos detalle de batidoras que trituran un líquido espeso y rojo, o de hachas que caen sobre troncos y que más avanzado el metraje caerán sobre los miembros más desafortunados del grupo cubriendo literalmente toda la pantalla de sangre. Estos apuntes esquivan todo el fatalismo que podrían despertar en un film de otras características para alzarse como guiños por parte de Raimi de lo que no sólo está por venir, sino que el espectador, reconociendo todos los lugares comunes por los que ha transitado la película -y que hacen comprensibles algunas secuencias que sin esa base previa que se le atribuye al espectador, de la que tanto depende el film en muchos aspectos, serían pura abstracción- en sus líneas generales, espera previsor con los brazos abiertos. La flamante aparición de una sierra mecánica, presentada mediante una exhibicionista planificación, o la cinta magnetofónica hallada en el sótano que despertará a los demonios y que advierte que los poseídos serán derrotados sólo si son descuartizados, son ejemplos de una película que se mira a sí misma como un espectáculo entusiasta que no se esconde de su ideal cinematográfico basado en el placer, aunque sea a través del terror. Así, la inquietud se torna en sonrisa cómplice, y la exagerada violencia, al principio tan desagradable en su brutalidad, en liberadora de tensión acumulada alcanzando simas de ridículo que no alcanzan la parodia[7], pero sí se aproximan a esa vertiente humorística eminentemente física conocida como slapstick[8], sustituyendo las caídas y tartazos en la cara por soberanas palizas y explosiones sangrientas planteadas de manera tan insistente que provocan la risa, primero por la distancia que provoca la  saturación, y más tarde por pura y disfrutable incredulidad ante las desproporcionadas perrerías que se ensañan en el personaje protagonista Ash. Otra posibilidad, no menos plausible para explicar la distancia de la que se desprende esa ironía, se resumiría en la pobreza de algunos de sus efectos especiales y de algunas de las interpretaciones de los, pese a todo, competentes  actores, por cuyos personajes es poco probable sentir simpatía y sí una considerable indiferencia sólo salvada en los instantes más brutales. La precariedad por lo que a los efectos especiales se refiere, muy bien salvada en mi opinión al ser reconvertida en esa inherente sensación de fisicidad antes comentada, es la que hace del espectacular final de Posesión infernal uno algo anticlimático por resultar más curioso que aterrador. El brillante espectáculo final de vísceras y necrosis hecho mediante la llorada y llorable técnica de stop motion, resulta tan meritorio y a obligadamente a contracorriente[9], que la sorpresa se sobrepone al terror, y la distanciadora razón a la emoción, resultando mucho menos efectivo que la maravillosa secuencia anterior de tintes surrealistas que abandonaba a Ash en el ojo del huracán a merced de fuerzas invisibles que tomaban la casa y cada rincón de la película, convirtiendo las tomas de cámara, a buen seguro  involuntariamente, en la fuente de todo el mal que aqueja a los personajes de Posesión infernal, película que parece fundir su fondo y su forma empeñándose en destruirlos, como único motivo de su existencia para divertido horror de su público y goce de su director que, por algo será, pone punto final a su film con un irreverente y vodevilesco tema swing acompañando los créditos.

Todo ello mientras los espectadores basculan entre la conseguidamente inquietante visión de los supervivientes a los repetidos ataques diabólicos a la cabaña, y los frenéticos planos que sobrevuelan a toda velocidad los bosques en busca de cuerpos a los que manejar y mutilar con despreocupado y alegre salvajismo, ilustrados por tomas subjetivas como la que muestra a tres de ellos a través de los blancos ojos de una posesa encerrada en un sótano rompiendo en carcajadas y enunciando el mantra[10] que parece mover a los demonios de Posesión infernal y a la terrorífica diversión que late bajo este estilizado y furioso film de Sam Raimi: Únete a nosotros…

Título: Evil Dead. Dirección y guión: Sam Raimi.  Producción: Robert Tapert. Fotografía: Tim Philo. Montaje: Edna Ruth Paul y Joel Coen. Música: Joe Loduca. Año: 1981.
Intérpretes: Bruce Campbell (Ash), Betsy Baker (Linda), Ellen Sandweiss (Cheryl), Hal Dalrich (Scott), Sarah York (Shelly).



[1]Nacido en Ferndale, población de las afueras de Detroit, en 1959 en un entorno acomodado que le permite hacer sus pinitos con una cámara con la que rodaba cortometrajes imitando a los Three Stoges, trío cómico que basaba su humor en golpes y caídas, y que influyó considerablemente en la manera de entender lo cómico por parte del realizador de Posesión infernal, algunos westerns, películas bélicas… Las más variadas temáticas recogidas con una cámara de video que compró con un amigo cuando sólo contaba con docs años de edad. Más adelante, mientras compaginaba estudios de Historia y de Literatura en la Universidad por consejo paterno, que le dijo que si quería dedicarse al cine lo mejor que podía hacer era estudiar otra cosa, Raimi co-fundó con un grupillo de amigos la MSUSCF, impronunciable acrónimo, que aúna amigos alrededor de pequeñas películas grabadas con una cámara Super-8. Entre esos amigos estaría Bob Tapert y el peor estudiante de la escuela dramática de la Universidad: Bruce Campbell. Durante su estancia en la Universidad rodaron alrededor de treinta cortos, la mayoría de ellos haciendo gala de un salvaje sentido del humor. A los 22 años, y tras muchos dimes y diretes que tendrán su explicación en otra nota al pie de esta entrada, el triunvirato uniría fueras y recursos para rodar Posesión infernal, cuyo éxito propició la producción de un guión escrito a seis manos con sus amigos los hermanos Coen. De humor decididamente absurdo y brillante retórica audiovisual muy próxima a los dibujos animados de la Warner, con Tex Avery como mayor influencia, Raimi dirigiría la divertida y desmadrada Ola de crímenes,  ola de risas en 1985, que supondría un prolegómeno a otra película mucho más reputada, aunque no necesariamente mejor, como fue Arizona Baby de los propios Joel y Ethan Coen. La película de Raimi fue un fiasco en taquilla, y el realizador volvió a la carga con ganas de recuperar su inversión con la primera de las dos secuelas que dirigió de Posesión infernal, “traducida” como Terroríficamente muertos, en 1987. Tres años más tarde llegaría una de sus mejores películas: Darkman, película de superhéroes, oscura y bufonesca a partes iguales en la que Raimi parafrasea El fantasma de la ópera, logrando momentos brillantes y pese a ser su primer trabajo para la gran industria de Hollywood, no perder ni un ápice de su personalidad audiovisual. En 1993 culminaría la trilogía iniciada por Posesión infernal con El ejército de las tinieblas, para en 1995 brindar la divertidísima Rápida y mortal, spaghetti western cuya lógica formal competía con la propia del cartoon más desenfadado por apoderarse del tono de una película a mayor gloria de su actriz protagonista: Sharon Stone, y un muy logrado divertimento. En 1998, Raimi daría un golpe de timón para pergeñar la turbia y magnífica Un plan sencillo, antes de despedirse del cine más o menos “independiente” (o mejor, de bajo presupuesto) para rodar Entre el amor y el juego con Kevin Costner como protagonista, en el año 1999 y de la nada puedo opinar por no haberla visto. En el año 2000 llegaría Premonición, algo tibia película que mezclaba un sórdido retrato de la América Profunda como ya bosquejó en la muy superior Un plan sencillo, con elementos terroríficos que no acababan de cuajar, pese a todo, el buen reparto del film lograba sostener una película algo desabrida. Dos años más tarde Raimi daría en la diana (económica) con Spiderman, Blockbuster veraniego en toda regla, demasiado infantiloide para el gusto del espectador adulto pero no del todo desdeñable y con algunos rasgos de estilo aún reconocibles bajo el apabullante despliegue de efectos especiales digitales. Muy superior fue la segunda entrega, Spiderman 2, del año 2004, una de las mejores y más comerciales películas de super héroes que un servidor puede recordar, pero tristemente eclipsada por otras más promocionadas que ésta ante un público que de tanto estar a la última olvida las precedentes. Nada que ver con la lamentable Spiderman 3, ridículo y aburrido broche final a la trilogía del hombre araña que sólo se salva por ser involuntariamente risible. Afortunadamente Raimi recuperaría el pulso con Arrastrame al infierno, dos años más tarde, en la que recupera parte de la temática demoníaca y estilo de la saga de Posesión infernal anclada en una premisa argumental que es pura revancha social. Este film, una especie de remake encubierto de La noche del demonio  de Jacques Tourneur, con escenas sobresalientes y no sólo por sus aspectos formales pese a una sobredosis de espantos logrados gracias a las tan antipáticas explosiones sonoras propias de lo peor del género, supuso la recuperación de Raimi. Aunque, según parece pues no he tenido el valor de verla, el crédito recién obtenido ha sido nuevamente dilapidado con Oz. Un mundo de fantasía, “precuela” de la mítica El mago de Oz, de la que no se comenta nada bueno… Lo que no empaña los numerosos méritos cinematográficos de la carrera de Raimi y su olfato como rentable productor tanto en el cine como en la televisión.

[2]Si no por obra, sí por influencia de Joel Coen, realizador de Sangre fácil, El Gran Lebowsky o Valor de ley, entre muchas otras y buen amigo de Raimi, ejerciendo en Posesión infernal de ayudante de montaje. La amistad de los hermanos Joel y Ethan Coen con el director de Darkman los ha llevado a colaborar en numerosas ocasiones: desde escribir juntos el guión de Ola de crímenes, ola de risas dirigida por Raimi, o el de El gran salto, dirigida por Joel Coen y según se dice, con una de sus mejores escenas (la que muestra el inesperado éxito de Hula Hop a modo de frenético montage) filmada por el propio Raimi. Este último ha aparecido además como actor en algunos de los films de los Coen, como en Muerte entre las flores en el papel de un gangster de risa floja que no tarda en ser borrado del mapa.

[3]Nacido en Royal Oaks en 1959, hijo de un actor local que sembró la semilla que llevaría a un Bruce Campbell de 16 años a la clase de arte dramático en la que conocería a un chaval de su misma edad de nombre Sam Raimi, con el que, junto Rober Tapert, actuarían repetidamente en shows de magia y cortometrajes de producción y realización propias en super-8, como ya se ha comentado algo más arriba. Gracias a Posesión infernal, Terroríficamente muertos y El ejército de las tinieblas, Campbell alcanzó el status de estrella de culto en determinados círculos, amén de convertirse en una de las caras recurrentes del cine de Sam Raimi, ya sea en películas dirigidas por él, a las que además de la trilogía de Posesión infernal hay que sumar Ola de crímenes, ola de risas, Darkman  o la trilogía de Spiderman, entre otras, también haría apariciones de muy corta duración en algunas de las producciones de su amigo, como es el caso de su algo vergonzante aparición en el remake de Posesión infernal tras los créditos. Además de los trabajos llevados a cabo bajo el ala de Raimi, Campbell ha aparecido en películas como El Gran salto, de los Hermanos Coen, Congo o 2013: Rescate en L.A. de John Carpenter, comentada en este blog el mes de enero de este año.

[4]Pese a que conociendo la inherente capacidad de los traductores españoles para dejar irreconocibles los títulos en inglés Posesión infernal no es una mala solución, lo cierto es que Evil Dead (literalmente Muerte Maligna) le va mucho más al film de Raimi y su alegre brutalidad.

[5]Si hacemos caso al maravilloso librito editado por Midons dentro de la colección Cult Movies, Posesión infernal: Gore, demonios y cosquillas escrito por Carlos Álvarez, la epopeya para conseguir el dinero necesario para llevar a cabo Posesión infernal gozó de varias vías. La primera de ellas fue que Raimi, Tapert y Campbell, los tres productores ejecutivos del film, trabajaran una temporada como camarero, taxista y conserje respectivamente. Al darse cuenta que jamás podrían reunir todos los fondos necesarios ni para alquilar la cabaña, invirtieron el dinero en la manufacturación de Within the Woods, cortometraje que resumía relativamente las líneas generales de Posesión infernal, con la intención de convencer a posibles inversores. Bastante alejado de la calidad de la opera prima de Raimi, la curiosa y pobretona Within the Woods llamó la atención de algunos estudiantes pudientes que fundaron Reinassance Pictures. Un abogado -de turbios principios, según parece- puso el resto del dinero hasta alcanzar el presupuesto definitivo de 375.000 dólares con una condición. Si la película fracasaba le darían 1500 dólares, si triunfaba, serían 10000, con lo que, gracias a los hados, se embolsó la segunda cifra. Tras un rodaje en que la sangre (en realidad jarabe de maíz paradójicamente llamado Karo) iba y venía cayendo sobre los actores incluso sin que viniese a cuento, fingiendo estar en primavera cuando estaban en pleno invierno, rodando 12 horas diarias, 7 días a la semana, y con grupos de lugareños intentando hacerse con material técnico, la película se coló en un olvidado pase de medianoche en el festival de Cannes de 1982, impresionando enormemente a uno de sus espectadores. Era Stephen King, que perjuró haber visto “la película de terror más ferozmente original del año” en la opera prima de Raimi. A partir de ahí, y con las palabras de King estampadas en el cartel de la película, esta encontró su lugar primero en festivales de todo el mundo, y después en las pantallas de los cines, hasta convertirse en el éxito de culto que sigue siendo a día de hoy. A modo de curiosidad para los aficionados a las leyendas negras, poco después de haber finalizado el rodaje de Posesión infernal, la cabaña y el bosque en los que tuvo lugar el rodaje fue arrasado por un enorme incendio.

[6]Este aspecto de la película provocó algunos quebraderos de cabeza a sus responsables y distribuidores: en los EEUU le propinó la calificación X, que impidió su estreno en la inmensa mayoría de salas comerciales. Fue prohibida en Finlandia y su metraje muy recortado en Alemania y Inglaterra, llegando en este último caso a ser prohibida por el gobierno con el asalto por parte de la policía en los lugares en los que se vendía de forma, gracias a su prohibición, ilegal. Raimi tuvo que testificar en uno de estos incidentes para sacar al distribuidor inglés de su película del calabozo.

[7]Sí lo haría, y con ahinco, la secuela de Posesión infernal conocida por aquí como Terroríficamente muertos, que más que parodiar el género suponía una parodia del original, reescribiendo la historia de cero como si esta jamás hubiese existido. Erigido como un show a mayor gloria de Bruce Campbell, reconvertido en clown de goma, trasunto del sufrido Coyote en perpetua persecución del Correcaminos,  sometido a las mayores perrerías, la película resulta mucho menos agresiva que su predecesora, en parte debido a su condición de comedia gore sin ambajes, y a ser mucho menos atmosférica. De todos modos, representa una de las muestras más representativas de la forma de entender el cine por parte de su máximo responsable y un auténtico delirio visual, quizás menos satisfactorio en su saldo final que Posesión infernal, pero igualmente memorable por otros motivos. El ejército de las tinieblas, sería, está sí, una continuación de Terrorificamente muertos que más o menos comienza donde termina la anterior … ¡en la Edad Media!, siendo heredera de su sentido del humor a veces referencial, otras no demasiado afortunado, y muy atemperado en cuanto a violencia se refiere. Contiene, eso sí, una batalla final memorable entre humanos y esqueletos a lo Jason y los argonautas que permanece en la memoria. Y ha sido este mismo año 2013 cuando el propio Raimi, reservándose las labores de producción,  apadrinó al realizador novel Fede Álvarez para llevar a cabo el remake de su ópera prima, de idéntico nombre y resultados muy diferentes. Posesión infernal, versión del 2013, supone una reversión relativamente psicologista y presuntamente “seria” del original de Raimi, sin conseguir ser ni una cosa ni la otra. En este incomprensiblemente celebrado remake, Álvarez carga las (inocuas) tintas en lo sangriento, destierra lo cómico y se olvida de crear una atmósfera necesaria para que la pobreza del guión no se caiga a pedazos. Esta versión lujosa de Posesión infernal, con un equipo actoral que poco se diferencia de una pasarela de insulsos modelos, resulta de un sadismo tan deliberado y de cara a la galería como pobretón, y cumple con gran parte de los lugares comunes del cine de terror malo de la actualidad, pese a la ingente cantidad de sustos que proliferan por toda la película. Ni las buenas ideas que se encuentran por aquí y por allá (para ser desaprovechadas), ni una estética que se quiere violentísima pero no traspasa la antipática “suciedad de diseño” similar a la de otros remakes del cine de horror, consiguen remontar un film a veces entretenido, pero fácilmente olvidable y siempre, para mal, muy convencional.

[8]Subgénero cómico consistente en caídas, golpes y imposibles accidentes a cual más malintencionado para con sus personajes en aras de hacer reír al respetable. Una variable del término apareció a mediados de los ochenta aunando slapstick y splatter, una especie de gore intelectualizado, llamado splatstick, en la que más de una vez se ha integrado a Posesión infernal, que aunque sigue las directrices del slapstick, difícilmente puede considerarse gore intelectualizado, ya que inteligentemente rehuye todo atisbo de intelectualismo.

[9]El rodaje de la secuencia final se alargó durante nueve meses. Y como el perfectamente adecuado maquillaje de la película y toda la sangre que corre por ella, corrió a manos de Bart Pierce sin el cual, este film no sería ni mucho menos el mismo.

[10]Que, rizando el rizo, se repite muchas veces durante el film en boca -nunca vista- del propio director llamando a sus actores desde la oscuridad del bosque.

jueves, 19 de septiembre de 2013

PAJARITOS Y PAJARRACOS



¿A dónde va la humanidad? ¡Bah!” A partir esta cita de Mao Tse Tung extraída de una entrevista de Edgard Snow al líder comunista, da comienzo la acción de esta película por la que el director Pier Paolo Pasolini[1] y el productor Alfredo Bini pusieron, a decir de ellos mismos, en juego su reputación: Pajaritos y pajarracos abre con unas imágenes del cielo nocturno, de la luna envuelta en gaseosas nubes y los abigarrados compases de la festiva banda sonora de Ennio Morricone, enaltecida por una voz que canta y jalea los nombres que poco a poco van conformando los títulos de crédito iniciales hasta pasar a una imagen de la tierra y el deambular por ella de dos de sus habitantes: Totò Inocente (interpretado por el “absurdo, humano, loco y tierno” Totò) y su hijo, Ninetto Inocente (el “listo e inocente” Ninetto Davoli).
Articulada a modo de cuento moral, Pajaritos y pajarracos muestra a ambos hombres discutiendo por lo motivos más nimios mientras andan por la carretera. Algunas zonas de la conversación se hunden en lo absurdo: preguntas que obtienen réplicas descabelladas cuando no completamente fuera de lugar o con el silencio por parte del otro como única respuesta, desbordando pronto el área de la conversación hasta contaminar la atmósfera de una película mecida por el sinsentido. En su deambular sin motivo aparente y siempre a pie por la periferia romana y lugares abandonados a su suerte, aparecen jóvenes disfrazadas de ángel que son cortejadas sin éxito por el joven Ninetto, familias pobres de solemnidad que ruegan por un poco más de tiempo para poder acumular el dinero del alquiler de su hogar sin lograr nada con sus súplicas… y un cuervo parlanchín que se hace llamar Conciencia y asegura vivir en la calle Karl Marx, número setenta veces siete, en la Villa del Futuro del país Ideología. Conciencia les comenta a los despreocupados, ya desde su apellido, acompañantes su máxima: el mundo está dividido entre los rapaces pajarracos y los que se erigen como su sustento: los alegres pajaritos, ambos evangelizados en el año 1200 en la creencia de que Dios es Amor sin lograr salvar las diferencias fraticidas entre oprimidos y opresores en una hilarante fusión (o lectura sin más, bajo una óptica izquierdista) de religión y marxismo[2] ya llevada a cabo de forma más solemne por el realizador en su anterior El evangelio según San Mateo.

Como puede deducirse de lo leído hasta aquí, Pajaritos y pajarracos exhibe su condición de film político o, más aún, ideológico en base a una catarata de simbolismos, de parábolas sobre la condición del obrero (el padre e hijo Inocentes) seguidos de cerca por un cuervo aquejado de verborrea marxista que es ignorado una y otra vez por la pareja de caminantes puestos a prueba, sin saberlo, en su humanidad y compasión para con aquellos que son de su misma clase social, suspendiendo el examen moral bajo la atenta y desesperanzada mirada del pájaro. Gracias al deambular estos personajes principales, reducidos a meros símbolos o ideas podados de matices humanos más allá de las cálidas interpretaciones de Totò y Davoli, y a la condición de película casi episódica de Pajaritos y pajarracos, por las paradójicamente amables imágenes en blanco y negro que ilustran una conciencia social al borde de la extinción, este film contado por Pier Paolo Pasolini se erige como una parábola del fin del marxismo a manos de aquellos que, con conciencia de clase, deberían defenderlo con más ahínco. El carácter político del film, antes comentado, se ve refutado una y otra vez por señales situadas en las afueras de los diferentes lugares en los que va teniendo lugar la lección moral de saldo pesimista de Pasolini que indican la distancia a la que quedan lugares como Cuba o Estambul, o en que las calles de esos mismos lugares ostenten nombres como Calle de Lillo Sábanas rotas en la calle desde los doce años, o Calle Antonio Barrendero… por no hablar del instante en el que la pareja de paseantes apolíticos siempre seguidos por el politizado ojo del realizador se ven en obligados a defecar urgentemente en un lugar llamado Propiedad Privada… Esta artificiosa, por directa,  parábola de aires surrealistas algo más atemperados de lo deseable pero  afortunadamente no exenta de un algo triste sentido del humor, acaba teniendo su correspondencia en la manera en que Pasolini establece la relación de Pajaritos y pajarracos con su público.

Al realismo de los parajes del film, minado por esos divertidos apuntes surrealistas de orientación ideológica divertidamente tan sutil como una patada en la espinilla, compuesto por lugares que se dirían reales y actores que muy bien podrían ser sus habitantes por lo corriente -y paradójicamente anticinematográfico- de su físico, no sólo se contrapone lo obvio (y por que no, bastante lúcido y necesario en los tiempos que corren) de su puya ideológica, sino la manera en que Pajaritos y pajarracos se distancia de esos códigos “neorrealistas” mencionados, al observarlos bajo un prisma diferente al esperable que rompe por completo la sensación de verismo y realismo de la película[3].
La heterodoxia formal de la que hace gala Pasolini en Pajaritos y pajarracos, ya desde su inicio con los mentados créditos cantados, no parece hecha en aras de subrayar los elementos dramáticos del film ni tampoco con el fin de rebajarlos, sino en dejarlos de lado para revelar a las claras la ideología que subyace bajo las imágenes y la tesis que se articula a través de ellas. En uno de los últimos pasajes de la película, que contrapone los adustos rostros de la pareja protagonista con imágenes del entierro del Secretario General del Partido Comunista Italiano Palmiro Togliatti[4], Pasolini se salta a la torera toda unidad espacio temporal más o menos ortodoxa para poner en su lugar una buena muestra del uso del montaje como motor narrativo, de nuevo, ideológico que funciona como réquiem por un comunismo que se desliza hacia su propia autodestrucción y el olvido por parte de la clase social que debería servirle de base política. Pero esta digresión formal no es, ni mucho menos, la más llamativa de las muchas que erosionan los codificados fondos neorrealistas del film en una estimulante y algo frustrante cordillera intelectual creada a partir de situaciones que antes que componer una historia, están orientadas a provocar el debate o, en ocasiones, transmitir una idea determinada, despojada de sentimentalismo.
Imágenes aceleradas y ralentizadas, montaje en ocasiones abrupto, y fogonazos de planificación deliberadamente antiestéticos, a veces dotados de una composición interna antinatural, son parte de una apuesta estética que no parece dirimirse en una intención dramática determinada, si no más bien todo lo contrario en la mayoría de ocasiones, en su absoluta arbitrariedad que sólo parece buscar una cosa: distancia. Así, Pajaritos y pajarracos se dedica a evidenciar su condición de película, de artificio y ficción sobre una realidad determinada a la que jamás podrá suplantar, esquivando uno de los más peligrosos y habituales lugares comunes del cine realista[5], reconvertido en esta ocasión y por confluencia de todos los elementos del film que nos ocupa, en cine político, en un artefacto ideológico puramente reflexivo y por tanto destinado al análisis de las situaciones que muestra sin intromisiones emotivas, dinamitando todo puente sentimental o emocional con lo que ocurre en Pajaritos y pajarracos estancándola en una divertida experiencia racional con intermitentes explosiones anárquicas, muy particular y personal, pero menos festiva de lo que habría sido de haber optado por una vía más emotiva y dotada de un poso ideológico más agresivo que la propia película en sí misma considerada.

De este modo, esta heterodoxia a nivel formal y tonal, que aúna absurdo y humor surreal con una algo caduca comicidad costumbrista y estética realista con otra mucho más distanciadora y reveladora de su cualidad de construcción ficticia, sitúa a Pajaritos y pajarracos en una estimulante, por inclasificable y gozosamente libre, tierra de nadie que la hace avanzar a trompicones, siendo intencionadamente irregular en su conjunto y en su construcción, aunque también en sus resultados, que no siempre alcanzan la pegada o la densidad (sin que esta densidad tenga relación alguna con la efectividad de su sentido del humor) que sería de esperar teniendo en cuenta todos los elementos puestos sobre la mesa. En ocasiones, Pajaritos y pajarracos resulta menos divertida de lo que sus responsables parecen convencidos que es, y especialmente, y en relación con lo anterior, resulta menos punzante de lo deseable (o indeseable, al masoquista gusto de cada uno) en lo ideológico cuando su humor, muchas veces vehículo de su ácido comentario político social, resulta considerablemente manso en su vertiente más picaresca y costumbrista.
O quizás todo lo anterior es debido a motivos que reafirman la moraleja final de la historia que narra abruptamente Pajaritos y pajarracos, cuyo riesgo -como el que aseguraban correr su productor y su realizador y máximo responsable al acometerla- parece dirimirse hoy en términos cinematográficos (e ideológicos) antes que en políticos (y también ideológicos), propio de la perspectiva actual que el realizador de esta película parece haber profetizado desde la misma escritura del guión. Vista desde la distancia que otorga el tiempo, que ha ido desmantelando ideologías izquierdistas se diría que hasta paradójicamente desactivarlas en la vida y opinión pública, el saldo final de Pajaritos y pajarracos mueve más a la romántica melancolía que a una más enervante y movilizadora indignación. Aunque, pese al pesimismo que destila el film contado por Pier Paolo Pasolini, se vislumbran pequeños rayos de optimismo en su conclusión que podrían dar motivos de esperanza: ambos hombres, hambrientos y hastiados del inacabable parloteo del cuervo que los acompaña, cazan, asan y devoran al animal y con la conciencia acallada literalmente por tener el estómago lleno, ambos siguen su trayecto a ninguna parte en ese deambular[6] al que la humanidad de la que opina Mao Tse Tung parece estar despreocupadamente condenada. Pero antes de ser capturado el cuervo anuncia en una de sus últimas peroratas que el que devore al maestro asimilará una pequeña parte de sus conocimientos, con lo que quizás su muerte siembre la semilla del marxismo en los despreocupados hombres[7]. Convertido el triste final del cuervo en una confluencia de la parábola política y el ritual católico en que la carne del profeta -o de Jesús- es devorada para vivir en sus seguidores, tan afines ambas cosas a la personalidad y obra del realizador, cabe ver si Pajaritos y pajarracos cumple a su vez la misma Misión que muestra un mundo corrupto en que los pajaritos, los literales y los metafóricos, habiendo olvidado toda ideología aprendida anteriormente en aras de un interés presuntamente individual, se devoran entre sí.

Título: Uccellacci e uccellini. Dirección y guión: Pier Paolo Pasolini. Producción: Alfredo Bini. Dirección de fotografía: Mario Bernardo y Tonino Delli Colli. Montaje: Nino Baragli. Música: Ennio Morricone. Año: 1966.

Intérpretes: Totò Inocente/Fray Cicillo (Totò), Ninetto Inocente/Fray Ninetto (Ninetto Davoli), Francesco Leonetti (voz del cuervo), Femi Benussi (Luna).




[1]Pier Paolo Pasolini nació en Bolonia, Italia el 5 de marzo de 1922 pese a que pasó su infancia en varias ciudades. Con un padre alcohólico y ocasionalmente violento, Pasolini comenzó a escribir poesía cuando contaba con siete años de edad, para al tiempo alternar sus escritos con una nada desdeñable habilidad con la pintura. Tras la Segunda Guerra Mundial, durante la que fue capturado por los alemanes para más tarde lograr huir, se afilió al Partido Comunista Italiano, del que fue expulsado a los dos años por homosexual. Fue profesor durante un tiempo, manteniendo relaciones con algunos de sus alumnos y viviendo con una paga limitada en un barrio periférico que muy bien podría ser escenario de su primer film: Accatone de 1961, a la que, gracias a su éxito entre la crítica pese a cierta polémica a la que el realizador ya venía acostumbrándose hasta alcanzar una interminable experiencia en citaciones judiciales durante toda su vida, le daría fuerzas para alumbrar Mamma Roma, sólo un año después de la anterior. En 1964 Pasolini rompería su ateísmo en aras del catolicismo, como demuestra su film de ese mismo año El evangelio según San Mateo, maravillosa película que ofrece una visión marxista del evangelio, siendo este uno de sus mejores filmes. Dos años después llegaría la irreverente Pajaritos y pajarracos, de la que se da cuenta en esta entrada, y sólo un año más tarde su primer film con un guión ajeno: Edipo Rey según la obra de Sófocles. A partir de ahí, la carrera de Pasolini sería la de un trabajador incansable: entre 1968 y 1974, Pasolini dirigiría Teorema, Pocilga, Medea, El decamerón, Los cuentos de Canterbury y Las mil y una noches. Durante todo ese tiempo, el realizador fue desencantándose de la sociedad italiana, progresivamente estupidizada a su entender y con un potencial castrado y estandarizado por medio de la televisión. Pasolini, que siempre se había puesto del lado de los oprimidos y era considerado un adalid de la libertad, dio la espalda a las revoluciones estudiantiles que surgieron en ese periodo de tiempo, alcanzando además una acomodada posición económica que por un lado le permitió cierta estabilidad y por el otro el poder mantenerse en su idiosincrasia, ajeno a modas y a opiniones dominantes de un lado o de otro. Fue en 1975 cuando Pasolini pasaría definitivamente a la Historia del cine y sus escándalos con Saló: 120 días de Sodoma en la que el director, bajo un aluvión de críticas y amenazas de muerte por parte de propios y extraños, abrió la caja de los truenos con un film basado en el sadismo, la sexualidad más depravada y humillante y algunas de sus consecuencias. Se dice que esta discutible, desagradabilísima e importante película fue un posible motivo para que Pasolini encontrara la muerte ese mismo año, el día 2 de noviembre, en la playa de Ostia a manos de un presunto amante. La rumorología alrededor de la muerte del novelista, poeta, ensayista, pintor y hombre del cine, no dejó de crecer desde entonces, planteando las más variadas teorías sobre la muerte del que está considerado uno de los nombres más importantes del cine italiano de la segunda mitad de siglo, y por tanto del llamado séptimo arte en su totalidad.


[2]No en vano consideradas ambas instituciones como “Las dos iglesias” por parte de Pasolini, que cuestionaba el parco humanismo de ambas, por ser demasiado distantes de las realidades personales que les servían de base. Este fragmento de Pajaritos y pajarracos, prácticamente un cortometraje integrado dentro del film, contiene las imágenes más poéticas e hilarantes del mismo, estando protagonizado además por Totò y Davoli, como los frailes con la iluminada misión de enseñar la palabra de Dios a los halcones y los gorriones.


[3]El propio Pasolini se integró en la corriente neorrealista del cine italiano con sus dos primeros filmes: Acattone y Mamma Roma, para hasta cierto punto plantarse con El evangelio según San Mateo y abandonarlo dinamitándolo desde dentro con el absurdo y la distancia de Pajaritos y pajarracos. Los mayores representantes de dicho movimiento fueron sobretodo Roberto Rossellini (del que no puedo comentar nada pues en mi incultura sólo lo conozco por el nombre y los de sus películas, no por haber visto estas últimas) y Vittorio De Sica, que firmó la terriblemente triste Umberto D y la igualmente dura pero maravillosa El ladrón de bicicletas, entre muchas otras. Según parece, el fragmento antes comentado en que se explica la evangelización de los halcones y gorriones parodia un film de Rossellini Francisco: juglar de Dios, probablemente hecha con todo el cariño al ser el realizador de Roma: citta aperta un buen amigo de su admirador Pier Paolo Pasolini, que abandonó el neorrealismo al considerar que había sido absorbido por la cultura de masas, perdiendo su efectividad.


[4]Palmiro Togliatti, nacido en Génova en 1893, fue el fundador del Partido Comunista de Italia, del que fue líder cuando su predecesor Antonio Gramsci fue encarcelado por el temible régimen fascista de Benito Mussolini. Cuando el Partido Comunista fue ilegalizado en 1926, Togliatti tuvo la fortuna de estar en una reunión de la Internacional Comunista en Moscú, lo que le libró de las represalias del régimen condenándolo al exilio hasta 1944. Durante el tiempo que pasó fuera de Italia, alcanzó la posición de Secretario General del ilegalizado Partido y en 1937 se erigió como máximo responsable de la Internacional en una España en plena Guerra Civil, movido por el objetivo de lograr la unidad del bando republicano a toda costa. Muchos lo condenaron por su relación en turbios asuntos en filas republicanas como el asesinato de Andreu Nin o el exterminio del POUM… En 1939 fue detenido en Francia y tras ser liberado se trasladó a la Unión Soviética, desde la que se dedicó a llamar a la resistencia contra el nazismo y el régimen de Mussolini. En 1944, a su regreso a Italia, capitaneó el llamado Giro de Salerno, que llamó al abandono de las armas por parte de un comunismo cuyas bases se sintieron un tanto contrariadas con este giro imprevisto a la derecha en aras de la república. Togliatti fue nombrado Ministro de Justicia. El 14 de julio de 1948, Togliatti sufrió un atentado fascista que estuvo cerca de encender la mecha de una nueva revolución, pero los ánimos se apaciguaron con los llamamientos a la sangre fría por parte del propio Togliatti. Bajo su mando, el Partido Comunista llegó a ser la segunda fuerza política más votada del país y el mayor partido comunista de Europa occidental. Dividió a propios y extraño cuando en 1956 obvió condenar la intervención soviética en Hungría, ganándose duras críticas de las filas de su propio partido y sus votantes, sumadas a las que recibió por su idolatría por el temible Josef Stalin, del que renegaría poco después. Por otro lado, se le considera uno de los impulsores y constructores de la República Italiana y su Constitución. Murió en 1964 por una hemorragia cerebral en la república soviética de Yalta, y las inquietantes imágenes de su capilla ardiente que pueden verse en Pajaritos y pajarracos demuestran el ingente número de seguidores de los que gozó en vida.


[5]Aquel que se convierte para una parte de su público, entre el que más o menos todo el mundo se ha hallado alguna o numerosas veces, en la pura realidad por venir acompañada de la etiqueta de realista. Esta tan comprensible como preocupante confusión puede llevar a alguien a opinar o decidir sobre uno o varios temas determinados tomando no sólo por ciertas e inamovibles conclusiones sacadas de una ficción que pretende hablar de la realidad, sino además hacerlo con la conciencia completamente tranquila. Probablemente por ello, Pajaritos y pajarracos no sólo fue una colleja al concepto de realismo (cine que por otro lado no deja de parecerme necesario siempre que sea puesto en duda como la ficción que es) sino al movimiento neorrealista por completo, que a esas alturas se había codificado hasta tal punto que era prisionero de su propia manera de interpretar el mundo, sin tener en cuenta a este último, como el pez que se muerde la cola imitándose a sí mismo.


[6]En uno de los intertítulos del film puede leerse “El camino comienza, el viaje ha terminado”, más claro agua cuando se trata de hablar de una humanidad condenada a dar vueltas en círculos inútilmente.




[7]Otra posible lectura, ésta lo bastante descabellada como para no saber como introducirla en el cuerpo de la entrada, es la de cómo ambos hombres dan muerte al único elemento extraño que queda de la historia para comérselo, quedándose sólo con esa triste realidad que las “zonas neorrealistas” del film describen en el mismo, echando por la borda todo lirismo posible por hambre. Como se ha dicho alguna vez, entonces y ahora han sido y son malos tiempos para la lírica.