jueves, 31 de octubre de 2013

HALLOWEEN: EL ORIGEN





A plena luz del día avistamos un desvencijado caserón rodeado de espantapájaros ataviados con sonrientes calabazas que anuncian la inminente llegada de la norteamericana festividad de Halloween, el 31 de octubre[1]. En el interior, la familia Myers se dispone a desayunar entre gritos, insultos que suenan a habituales en su despreocupado desprecio, insinuaciones de incesto, y una soterrada violencia ejercida por el padre de familia que parece haber contagiado con su orgullosa agresividad el espeso aire que respiran todos los habitantes de la casa.
Este es, como puede verse, un hogar muy diferente al que albergaba al considerado uno de los padres de los psycho-killers cinematográficos, aparecido a finales de la década de los setenta de la mano del director John Carpenter en La noche de Halloween: Michael Myers. Un film[2] y un personaje cuya influencia fue y es tan grande como reducida su base dramática, plasmable sobre una pequeña servilleta de papel en negro sobre blanco: un niño de diez  años asesina a su hermana mayor la noche del 31 de octubre para, tras pasar quince años en estado catatónico recluido en un sanatorio, regresar a su hogar una nueva noche de Halloween acosando un grupo de jóvenes a las que irá asesinando una por una. Con semejante material de partida, prácticamente idéntico tanto en el film de Carpenter como en el remake[3] del mismo que nos ocupa: Halloween: El origen dirigida por Rob Zombie[4], resulta harto difícil no analizar el film de este último desde la odiosa, pero honrosamente peleada, comparación[5].

Porque, en este aspecto, es innegable el grado de voluntariedad del realizador para diferenciarse de su modelo ya -y sobretodo- desde su inicio. A la asepsia ambiental del film de 1978, al que su responsable sabía exprimir un inesperado y talentoso jugo formal que hacían de La noche de Halloween un magistral ejercicio de estilo, mostrando como el Mal anidaba en un hogar de clase media americano cualquiera (o lo que es lo mismo para un norteamericano, en cualquier lugar), reconocible con un par de pinceladas, Zombie opone un origen ruidoso, un caldo de cultivo social y emocional muy determinado -el del llamado white trash[6] que el realizador ha retratado insistentemente en otras de sus películas- que barre el grado de abstracción que hacían de La noche de Halloween original una película de terror casi metafísica en su descripción del psicópata como Monstruo e insondable agente del Mal. Yendo a la contra de su modelo, probablemente en busca de una visión propia sobre una historia original basada en los tiempos muertos y la aparente falta de énfasis de su guión, Halloween: El origen se centra, al menos en su primera y más lograda mitad, en la miserable cotidianeidad de un infantil Michael Myers (Daeg Faerch), de diez años de edad, que parece vivir en un agujero negro de podredumbre moral y social con una hermana mayor (interpretada por Hanna R. Hall) que sólo sabe insultarlo mientras seduce no muy veladamente a un padre (un temible William Forsythe) que no se resiste a sus encantos y que a su vez trata al hijo mediano de los Myers, protagonista absoluto del film, con un desprecio que roza el maltrato físico para caer de lleno en el psicológico. Ante este desolador panorama, sólo su madre (interpretada por Sheri Moon Zombie, esposa del director y de inevitable aparición en todo su cine), de profesión bailarina stripper en un bar de la localidad de Haddonfield en la que transcurre parte de la acción, y su famélica hermana menor, apenas un bebé, sirven de cariñoso asidero a una vida cuyo sentido de la humanidad parece deslizarse inevitablemente por el sumidero de una siniestra tradición familiar con la violencia como brutal moneda de cambio.

De este modo, y dividida en dos mitades argumentales bien diferenciadas que más que complementarse parecen, en algunos aspectos, justificarse la una a la otra en una perversa (y a mi entender, inteligentemente falsa) narrativa basada en la causa-efecto, Halloween: El origen se sostiene a veces como película independiente de su modelo en su primera mitad, pero muchas otras, las peores y concentrados en el segundo tramo, a su sombra. Porque si bien ambas películas siguen el mismo esquema argumental (esquema que en el film de 1978 era prácticamente el paupérrimo guión mismo del film, muy bien aprovechado por su  realizador), Zombie opta por tomar el camino contrario al film de Carpenter para llegar, quizás involuntariamente, a un punto muy similar: la perversión del proceso de identificación del espectador con el protagonista como forma de estructurar la película que pasa ante sus ojos y su implicación emocional en ella.
Así, donde Carpenter dejaba su film en suspenso y al borde del precipicio del vacío más monumental, Zombie lo rellena de argumentos que podrían -y esa indeterminación es tanto su punto más interesante como su talón de Aquiles- justificar dramáticamente la locura homicida de Myers para con los que lo rodean. Aunque desgraciadamente o bien Zombie optó por no devanarse los sesos excesivamente en lo que al miserable retrato familiar se refiere, poblado de estereotipos sin ningún tipo de matiz, o el hecho que la segunda mitad del film sea (probablemente obligado por determinadas presiones  comerciales) casi un calco de las situaciones que se veían reflejadas -bajo una estrategia formal muy diferente- en el film original quizás hizo que el film de Zombie no gozase del tiempo necesario para desarrollar unos personajes con cara y ojos. Sea por los motivos que sea,  lo estereotipado de las situaciones, de una miseria humana tan recargada que a veces resulta un tanto prefabricada, lastra la sensación de verismo que se desprende de una atmósfera cuidadosamente trabajada en su sordidez.
La suciedad de unos ambientes mezquinos, poblados por un grupo de hombres y mujeres cuyo físico se aleja considerablemente de lo habitual de cierta manera de entender el cine de género, dan un empaque visual a Halloween: El origen más “pintoresco” -y estimulante, y paradójicamente realista- de lo esperado y también más próximo a la forma de entender el cine de su máximo responsable, pero que en combinación con un guión a medio camino entre la más o menos lograda exposición de una serie de circunstancias y lo estereotipado de algunas de ellas como causa dramática para el creciente reguero de cadáveres que Myers va dejando a su paso, provocan una intermitente impresión de superficialidad que con muchos menos elementos en juego, el film original lograba esquivar.

La abstracción, que conseguía además ganar para su causa unos considerables agujeros de guión, de La noche de Halloween, es sustituida aquí por la fisicidad y la metafísica del Mal como mito indestructible e incomprensible por lo que se diría pretende ser una explicación más o menos racionalista bajo un prisma social -que al ser, insisto, tan estereotipado bordea el precipicio de lo dogmático- que se viene abajo a medida que la película avanza y que choca de frente con algunos de los elementos heredados de su modelo. Además, el fatalismo que se desprendía del film de Carpenter convierte el segundo tramo de Halloween: El origen en rutina de género (de terror) y previsibilidad, en un calco de diferenciada y personal caligrafía visual para un texto idéntico al original… base de una película en el que forma y fondo eran indivisibles. Esta inevitable división entre lo que ocurre y como se muestra, que sí se produce de forma indispensable para explorar nuevos caminos en el caso de Zombie, lleva el conflicto del film clásico -que se daba, a través de la forma, en el impotente espectador que veía lo que ocurría desde el gélido punto de vista del asesino como voyeur creando una perturbadora claustrofobia- al propio guión de Halloween: El origen y su construcción narrativa como película desde el mismo libreto que le sirve de base. Así, obviando el virtuosismo formal de Carpenter dotado de una excelente y férrea planificación con un uso de la toma subjetiva pocas veces igualado, y en base a temblorosas tomas y encuadres siempre al borde del desequilibrio que recogen lo escrito por Zombie en calidad de guionista, Halloween: El origen expone fríamente lo que ocurre a modo de sucio documental consiguiendo una atmósfera feísta de la que la película saca una fuerza considerable, situando al espectador del lado de Myers al colocarlo el film de Zombie -como era habitual hasta entonces en su cine respecto a la figura del psicópata- en el epicentro de lo que narra, como protagonista del film relegando a un segundo plano al personaje interpretado por Jaime Lee Curtis en el film de 1978. Así, y tras un inicio que muy hasta cierto punto podría explicar la conducta del hijo mediano de los Myers, primero psicóticamente agresiva con animales y poco más tarde fría y ultraviolenta con sus iguales, el espectador se ve en el considerable brete emocional, no siempre bien resuelto por el director al mostrarse algo confuso por no ensamblar del todo bien las partes que conforman su visión -y es innegable que, más o menos conseguida, Zombie propone una visión diferente aunque sea para acabar prácticamente en el mismo punto[7]- de lo ya narrado en La noche de Halloween. Por un lado, el periplo inicial de Myers en un deplorable entorno familiar en el que cualquier forma de cariño parece haber sido proscrita, mueve a la compasión para con el que es víctima de los abusos verbales y físicos de un ambiente estereotipadamente catastrófico pero efectivo en su desagradable agresividad sin matices redentores (ni de ningún otro tipo), pero por otro, y una vez la brutal y gélida sangría humana a manos del niño da comienzo,  el grado de violencia es tan atroz y se muestra de manera tan cruel que soslaya todo alivio catártico para dejar al público a la intemperie, como convidado de piedra ante unos actos que podrían tener una explicación en lo visto hasta el momento en el film, pero ni de lejos los justifican ni, en su frialdad, alivian la tensión acumulada.

Podría decirse que del mismo modo que la humanidad, o sus rasgos más emocionales, del pequeño Myers desaparece a cada nuevo asesinato al cubrirse la cara con una máscara -que luego asegurará, manufacturando muchas de ellas para ocultarse con cada vez más frecuencia,  esconde “su fealdad”- convirtiéndose en otro que no es él, y volviéndose incapaz de asumir sus crímenes cuando no la lleva, jamás quitándosela en el último tramo del film, la película parece volcarse en describir un entorno en el que la violencia y el Mal encuentran un terreno fértil en el que germinar y crecer… sin que éste llegue nunca a justificar la conducta -y por desgracia tampoco algunos exabruptos del guión, en ocasiones de auténtica vergüenza ajena- de Myers, como si lo que realmente provocara su locura fuese algo ausente en pantalla por ser imposible de aprehender, y también en el proceso que describe el film[8] que va del mequetrefe homicida reconvertido en un descomunal asesino mudo tras su fallido paso por una institución psiquiátrica.
Paso que viene precedido por uno de los instantes más significativos de la película, tras rizar el más enfermizo rizo en una escena que pretende provocar compasión por el pobre Myers tras asesinar a la mitad de su familia[9], y por ser uno de los más expresivos de la misma: aquel en el que el pequeño Michael Myers, tras haber acuchillado, con una frialdad equiparable a la de Zombie a la hora de mostrarnos sus actos y parsimonia al cometerlos, a su padre, su hermana mayor y abrirle el cráneo al novio de esta (Adam Weisman) con un bate de béisbol, contempla la dantesca estampa policial y mediática congregada alrededor de la casa tras el crimen del que sólo la hermana pequeña ha sido perdonada. Los histéricos chillidos de la amorosa madre del niño y las sirenas de los coches de policía se apagan durante el transcurso de un plano que se diría una imagen congelada pero que, con todos los actores que forman parte de él paralizados como si el tiempo se hubiese suspendido, se desliza sobre el coche policial en el que Myers espera tranquilo… para girarse y mirar directamente a los ojos del espectador de forma tan opaca como aparentemente despreocupada. Es, en un único plano, la síntesis perfecta de la locura de un chaval impermeable y definitivamente ajeno a todo y todos lo que lo rodean, el encierro de un Myers respecto al mundo que lo envuelve y al que acaba de propinar un golpe salvajemente sanguinario sin apenas haberse dado cuenta en su aislamiento,  estando en un plano de percepción y emoción completamente autónomo del del resto de los mortales.

Pero hay algo más, que se desarrollará en profundidad en el bloque del film que hace de puente entre la infancia de Myers, que podríamos decir es la película original de un Rob Zombie más convencional en lo visual de lo que es común en él, y el regreso de este a su Haddonfield natal, en la que Zombie se ciñe a una estructura e historia previamente desarrollada en el film de Carpenter sin, como se decía más arriba, cambiar prácticamente nada en líneas generales. Y ese algo es tanto su elemento más valiente de cara al público como la cualidad más frustrante del film: el hacer de Myers una figura en el fondo tan enigmática, por inexplicable, como lo era en el film de Carpenter, haciendo de todas las posibles explicaciones derivadas del ambiente en el que creció o los pobres psicologismos que pretenden explicar la naturaleza de sus primeros crímenes puro papel mojado, colaborando aún más a provocar esa sensación de desamparo antes comentada en el público, de lado de un Monstruo -en el sentido más destructivo del término- al que jamás se explica pero sobre el que nunca deja de tender puentes empáticos que son minados por su desproporcionada violencia, más aún cuando también se vuelca sobre aquellos que tratan a Myers con un cariño que al quietamente desquiciado asesino poco parece afectarle. Así, la combinación de feísmo visual, nerviosismo contenido, violencia cruel e implacable y una banda sonora repleta de (bastante irritantes, por baratos) atronadores efectos que marcan la proximidad del día de difuntos en base a intertítulos sobre fondo negro, junto con un guión cuyos árboles argumentales nunca acaban de dar sentido -o de justificar- al bosque que parecen pretender formar, destilan la definitiva carta de naturaleza del film y su más memorable valor: su fría agresividad para con el público.

Un salvajismo que se atempera en el que curiosamente es el mejor pasaje del film de Zombie, aquel en el que se ilustra esa incapacidad de comprender la Maldad que anida en el niño. Sin alzar la voz y desde una muy incómoda calma, el realizador ilustra mediante inquietantes imágenes un nuevo fracaso en el análisis de Myers, y lo que impulsa sus actos, bajo la atenta mirada del Dr. Loomis (Malcom McDowell), psiquiatra infantil que lleva su caso entre las frías y silenciosas paredes del sanatorio mental que sirve de nuevo y asépticamente reposado hogar al niño homicida. En ese nuevo entorno los tonos cálidos del mundo exterior dan paso a una gélida blancura, el temblor nervioso y los planos cerrados que se cernían claustrofóbicamente sobre la familia de Myers y sus acciones son sustituidos por una quietud formal casi clínica, y hasta la banda sonora compuesta por una buena selección de música rock y heavy metal en sus líneas generales pasa a ser una relajante (y por la sensación de envasado al vacío que provoca su conjunción con el resto de elementos, angustiosa) tonadilla compuesta por piezas clásicas. Pero una vez más, y con Loomis haciendo las veces de figura paterna pacíficamente disfuncional pero igualmente disfuncional e interesada al fin y al cabo, el análisis fracasa: Loomis abandona a Myers, ya hombre hecho y derecho (Tyler Mane) con la mirada -“los ojos del diablo” como definirá un Loomis incapaz de definir su mal[10] en referencia a unos ojos que el Myers adulto sólo mostrará en el film una vez se haya enfundado su inconfundible máscara- siempre oculta entre sus abundantes greñas, tras haberle dedicado quince años de su vida, después de que su cariñosa madre haya hecho lo propio años antes, suicidándose desesperada tras el imprevisto ataque del niño a una de las enfermeras, agresión -mostrada con un apabullante efectismo- tras la que se sumergirá en un mutismo del que ya nunca volverá a salir sepultando la escasa humanidad que había dejado entrever hasta el momento.

A partir de ahí es cuando Halloween: El origen hace de su empaque visual y su gozosamente virulenta atmósfera un guante en el que el guión del clásico en el que se basa encuentra su talla… repitiendo en muchos pasajes algunos de los motivos visuales (planos distantes del grupo de chicas -una divertida triada interpretada por Scout Taylor-Compton, Danielle Harris y Lynda Van Der Klok- que serán víctimas del acoso del homicida, apariciones y desapariciones de Myers observándolas desde la distancia, escenas de resolución visual más o menos similar a las del film de 1978…) y sonoros (la inconfundible banda sonora compuesta por el propio Carpenter para la película original[11] y nuevas versiones de temas musicales ya oídos en La noche de Halloween, situados además en secuencias de idéntico contenido...) que provocan una algo molesta sensación de deja-vu en la que el film de Zombie no sólo pierde respecto al recuerdo del de Carpenter, sino que es incapaz de recoger los elementos más o menos fantásticos del original -en ocasiones fruto de considerables huecos en el guión que la puesta en escena de Carpenter lograba integrar en una atmósfera de abstracta pesadilla- y apropiárselos en su visión más agriamente física y salvajemente terrenal del mito de Michael Myers. Así, la descomunal fuerza del asesino o, más aún, su inhumana resistencia a los golpes, disparos y demás agresiones no sólo pone en duda su carácter humano -algo que muy relativamente podría justificarse mediante la imposibilidad de reducir o codificar a Myers y su Maldad a términos científicos, psicológicos o, dentro del film, argumentales- sino también la credibilidad de toda la película, que se sostiene en algunos -de sus peores- instantes gracias a la pericia de Rob Zombie como realizador ante un modelo cuyo peso amenaza con hundir Halloween: El origen en las profundidades de la astracanada más desnortada.
Instantes tan logrados, entre muchos otros repletos de detalles enfermizos, como las apariciones de un Myers sucio y por completo inmerso en su demencia cabeceando mientras contempla a un niño que no se apercibe de su presencia a escasos centímetros, o la bastante creíble -y por tanto dolorosamente próxima una vez la caza humana ha dado comienzo- descripción del grupo de chicas que pronto serán víctimas de la locura homicida del asesino en especial la de mayor protagonismo,  Laurie (encarnada por una Scout Taylor-Compton que no hace olvidar a la Jaime Lee Curtis del original, pero que dadas las diferencias entre ambas películas que sitúan al personaje interpretado por ambas actrices en lugares muy diferentes dentro del desarrollo de la trama, cumple sobradamente su papel), o la agradable química que se desprende de la relación de relativa camaradería que se establece entre el Dr. Loomis y el sheriff del lugar (Brad Dourif) conviven, peor que mejor, con momentos forzadísimos como aquel en el que Laurie pregunta a Loomis si Myers “¿es el hombre del saco?” que dado el contexto planteado por Zombie parece un guiño a la platea[12] más innecesario aún en una película que se habría beneficiado de un desarrollo coherente de su propia trama y no la recreación de otra anterior en la que convierte su segunda mitad, con ribetes pretendidamente ternuristas que acaban por resultar casi patéticos. Para más inri, y con desigual fortuna, este segundo bloque viene marcado por la descripción de unos ambientes más apacibles, pero que son puestos en solfa por el nerviosismo que parece poseer a sus habitantes, siempre al borde de los gritos a la mínima de cambio y en constante e inquieto movimiento que traslada una velada tensión al público, tendiendo más al sobresalto que a la verdadera inquietud que se había ido larvando durante el resto del metraje y cuyo saldo es efectivamente mucho menos sutil, elegante o sibilinamente inquietante que en La noche de Halloween, pero también por ello mucho más frontal, agresivo y en ocasiones… más gratuitamente ruidoso que melódico en su brutalidad.

De este modo, el retrato de unos personajes sin psicologismos[13] que sin embargo resultan próximos al verse apoyados por una hábil dirección de actores[14], casi sin excepción más que bien en sus papeles y sacando buen partido de su físico nada estereotipado, lo magníficamente lúgubre de la fotografía pese a que en ocasiones puede resultar algo forzada cuando paradójicamente pretende evitar todo atisbo de esteticismo o artificiosidad, la concisión de su montaje y, muy especialmente, su brutal uso de la violencia como forma no de catarsis o espectáculo, sino como acto de furiosa agresión contra un espectador al que le han sido cruel pero inteligentemente arrebatados todos los asideros posibles, soportan el algo desabrido acto final de un film de rabiosa energía, muy interesante en sus irregularidades y dotado de una poderosamente sucia puesta en escena de, a veces, brutal fortaleza, en base a un guión en el que en ocasiones se hacen demasiado obvias las tensiones entre la visión de un realizador, reincidente en algunas de sus más recurrentes obsesiones[15] algo atemperadas y de pátina más convencional tanto en el fondo como en la forma, y la necesidad de hacer reconocible bajo las nuevas y desvencijadas ropas un icono del cine de horror moderno de cara a la galería. Un molesto peaje que Rob Zombie acabaría de desacatar definitivamente en su muy superior y más virulenta todavía secuela que vería luz dos años más tarde, en las turbias proximidades de un nuevo y tenebroso 31 de octubre.

Título: Halloween. Dirección: Rob Zombie. Guión: Rob Zombie, basándose en el guión original escrito por John Carpenter y Debra Hill. Producción: Malek Akkad, Rob Zombie y Andy Goud. Dirección de fotografía: Phil Parmet. Montaje: Glenn Garland. Música: Tyler Bates. Año: 2007.
Intérpretes: Tyler Mane (Michael Myers adulto), Scout Taylor-Compton (Laurie Strode), Malcolm McDowell (Doctor Samuel Loomis), Daeg Faerch (Michael Myers niño), Sheri Moon Zombie (Deborah Myers), William Forsythe (Ronnie Myers).


[1]Celebración que, pese a su simpatía, no deja de resultar algo molesta en cuanto se está convirtiendo en la fiesta por antonomasia del 31 de octubre arrasando con todas las demás que tienen lugar dicho día y noche con los difuntos y espíritus como protagonistas. Puestos a pedir –y teniendo en cuenta que el analizar esta película en el día de hoy no ayuda precisamente a hacer un hueco a fiestas progresivamente ninguneadas, pero es que la ocasión la pintan calva- ¿por qué no celebrar el Día de los Muertos mexicano? De todos modos, y para los que quieran saber más sobre esta festividad, pueden encontrar una somera descripción en una de las notas al pie del análisis hecho sobre La noche de Halloween en este blog el mes de octubre del año pasado.

[2]Comentado en este mismo blog hace exactamente un año en la entrada arriba referenciada, el 31 de octubre de 2012.

[3]Tras las incontables secuelas, de las que sólo resultan destacables la primera de ellas, que llegó aquí bajo el rotundo título de ¡Sanguinario! dirigida por Rick Rosenthal, Halloween III que estaba totalmente desvinculada del resto de la saga y de Michael Myers pero suponía un bastante inquietante cuento de terror, o Halloween: H20, a rebufo del vigésimo aniversario del film de Carpenter y escrita por el guionista de terror de moda de por entonces en 1998, Kevin Williamson y que vista hoy ha envejecido considerablemente mal y eso que tampoco parecía gran cosa en su día, llegó por fin el film que nos ocupa y su secuela, dos años más tarde e igualmente dirigida por Zombie, que daría el carpetazo a la saga original para irse por otros derroteros mucho más personales para su autor. El resto de secuelas, a cuál peor y algunas de risibles resultados, mejor olvidarlas.

[4]Pueden encontrar una resumida biografía del músico, dibujante, guionista y realizador en este blog en una de las notas al pie de la entrada dedicada a una de sus mejores películas: The Lords of Salem, analizada el pasado mes de octubre de 2012.

[5]Ojala pudiera decirse lo mismo de la catarata de nuevas versiones de muchos de los clásicos del cine de horror de los setentas y ochentas que de un tiempo a esta parte han ido goteando desde el otro lado del atlántico: a excepción del último tramo de la por lo demás aburrida Piraña 3D y el remake de Las colinas tienen ojos, esta última superior al original de Wes Craven y ambas de la mano de Alexandre Aja, las nuevas versiones de Posesión infernal, La matanza de Tejas, Pesadilla en Elm street o, más afortunadamente, los de La cosa o Amanecer de los muertos hacen la más pálida sombra a sus modelos originales, cargando además con el antipático sanbenito de no ser considerados remakes sino reimaginaciones, palabro destinado a dar una innecesaria pátina de honorabilidad y personalidad a una estrategia, la de rehacer un film preexistente bajo un prisma idéntico o diferente, que ha dado tan buenos resultados (no en vano, la magnífica La cosa de John Carpenter era un remake -con todas las letras y a mucha honra- de El enigma de otro mundo superior a esta última) como malos, independientemente de la intención comercial (o no) que pueda haber detrás. Las cosas claras y el chocolate espeso.

[6]Literalmente basura blanca, término tan despectivo como estereotipado usado para definir a una porción de la población norteamericana generalmente de ideología conservadora, clase baja y retratada una y otra vez en el cine casi siempre bajo un prisma como mínimo, crítico con los que la conforman.

[7]Ya sea por causalidad, o por incapacidad del realizador en su papel de guionista de justificar de forma plausible la psicopatía de Myers, las conclusiones siguen siendo similares debido a lo expositivo de la película: que el Mal es inexplicable. Aunque hay que quitarse el sombrero ante Zombie por haber conseguido llegar a una conclusión muy similar -o idéntica- a la de Carpenter mediante una estrategia mucho más brutal, menos sutil y por tanto menos inquietante, pero muy, muy diferente a la del original e igualmente válida pese a que el saldo final sea bastante inferior.

[8]Visto así, podría decirse que el Michael Myers de Zombie viene a ser una especie de respuesta perversa y malintencionada a algunas de las más antipáticas constantes del cine de Christopher Nolan. El asesino psicópata puede ser visto, bajo la batuta de Zombie, en un ser fruto de una Tormenta Perfecta en la que intervienen una lamentable situación familiar, la más absoluta soledad y una psicopatía emergente sin que ninguno de estos elementos acabe por ser concluyente a la hora de explicar la verdadera naturaleza de Michael Myers ni muchas de sus destructivas y sobrehumanas  cualidades. Donde Nolan se dedica a subrayar hasta el agotamiento, explicando una y otra vez motivaciones y formas de ser casi sin margen para la duda en aras de una trascendencia que muchas veces sólo hace que evidenciar lo diminuto de su material de partida, Zombie parece poner en circulación muchas posibles teorías que expliquen el Mal que parece mover a Myers sin que ninguna de ellas sea concluyente, satisfactoria ni, en definitiva, arrojen algo de luz sobre la figura del asesino.

[9]Tras la bárbara escena del asesinato que hacen de Myers una pequeña y terrible celebridad local, Zombie introduce un montaje en paralelo en el que por un lado se nos muestra a un descorazonado Michael Myers aguardando sentado en el arcén con su bolsa de caramelos vacía, dispuesto a emprender un inocente ¿truco o trato?, y por el otro a su madre en pleno número danzarín enroscándose sobre la barra vertical para placer de los clientes y público del film. Para acabarlo de rematar, Zombie introduce malvadamente una balada romántica llevada a cabo por la banda musical Nazareth, Love hurts, aunando amor materno filial, complejo de Edipo, y un algo patético pero a buen seguro perturbador sentimiento de compasión para con un pequeño en tamaño pero enorme en su crueldad, Monstruo con todas las de la ley.

[10]Aunque después remate la jugada con un “Son los ojos de un psicópata”… añadiendo un contrapunto clínico a la opacidad argumental -intencionada o no- entre las que bascula la película haciéndola muy contradictoria pero precisamente por ello muy interesante mientras ese extraño equilibrio no se descompensa.

[11]La inolvidable tonadilla de Carpenter es aquí versionada por un Tyler Bates que básicamente se dedica a ensuciarla para hacerla más brusca y renqueante, a tono con el resto de la película, y al igual que esta en ocasiones peca de escucharse algo prefabricada en su “suciedad de estudio” cuando su intención es precisamente la de resultar veraz.

[12]Esta era la pregunta que remataba la película original, que tenía como respuesta “Podríamos decir que sí.” Cerrando el círculo de lo mítico y haciendo creíble una pregunta que la mucho más física película de Zombie hace parecer, como cualquier otra frase de aire trascendental que pueda oírse en ella, rimbombante y algo fuera de lugar.

[13]Quizás el personaje de Myers es el único al que podría atribuirse -y sólo quizá, mis conocimientos al respecto no son demasiado amplios que digamos- una construcción basada en la psicología. Tras asesinar a su padre, su hermana y el novio de esta última, sumido en una locura en la que es incapaz de recordar ninguno de esos actos, Myers pasa una temporada en el sanatorio durante la que la figura del psiquiatra Loomis hace las veces de desaparecido padre. En esos instantes, algunas estampas del film parecen mostrar al improvisado trío de Deborah Myers, su retoño enmascarado y a Loomis como algo parecido a una familia, algo que sí se reconoce en la que forma Laurie con sus dos amorosos padres en el Haddonfield al que va parar el Myers adulto. Una vez allí, y instalado en su antiguo y violento hogar que ahora está prácticamente en ruinas, Michael asesina a una pareja de amantes que ha tenido la mala idea de pasar la noche de Halloween bajo el mismo techo en el que Myers asesinó a su hermana y su novio quince años antes… estableciendo un paralelismo que no será el único. Tras esas muertes, Myers se lanza en busca de Laurie, objetivo principal del asesino en cuanto es… su hermana menor, a la que lleva de vuelta a la casa que fue turbulento hogar de ambos. Una vez allí y con una actitud extrañamente -y de forma muy forzada dramáticamente hablando- protectora, tal y como lo fue en el pasado, Myers se encara con Loomis (no lo olvidemos, figura paterna) con intenciones asesinas. Vista así, podría verse Halloween: El origen como una película dividida efectivamente en dos mitades pero como si fuesen la una un reflejo de la otra en la mente del psicópata, intentando recrear el entorno familiar, con sus filias y catastróficas  fobias, una y otra vez. Aunque en caso de ser así, y teniendo en cuenta que la figura de Deborah Myers habría sido borrada de la ecuación, se diría que Zombie -y el que firma estas líneas en esta nota al pie- ha optado antes por el psicologismo más burdo antes que por una construcción psicológica de un personaje con cara y ojos.

[14]A los mencionados como intérpretes, algunos de los cuales ya tardaban en unirse al clan Zombie, hay que sumar algunos de los habituales del cine del realizador aquí relegados a pequeños papeles casi a modo de cameo: Sid Haig o Ken Foree coinciden en el ecléctico casting de Halloween: El origen con nombres como Udo Kier o un últimamente recuperado Danny Trejo.

[15]A la mencionada elección de situar al psicópata como protagonista de la trama -provocando una perturbadora relación de odio y compasión con el espectador- o su oscuro retrato de la Norteamérica más miserable y, por lo general, conservadora, o la creación de atmósferas turbias cuando no directamente enfermizas, hay que añadir el hacer de la unidad familiar una semilla del mal que dará luz a un retorcido árbol genealógico de muy destructivas consecuencias y su visión de la violencia, ajena por lo general a toda ironía o comicidad, muy a distancia de algunos de sus coetáneos que han hecho del lícito cachondeo a costa del sufrimiento -cinematográfico, por supuesto- de propios y extraños una bandera a veces divertida pero muchas otras algo cansina.

miércoles, 23 de octubre de 2013

EL CASO WINSLOW



Londres, Inglaterra. Durante las navidades de 1911 el acaudalado Arthur Winslow (un venerable Nigel Hawthorne), patriarca del clan Winslow, recibe con sorpresa el prematuro regreso de su joven hijo Ronnie (Guy Edwards) de trece años de edad, de sus estudios en la Academia Naval, expulsado bajo acusación de hurto de un giro postal de cinco chelines. Presunto delito que obligará a Winslow a mover cielo y tierra para demostrar la intachable virtud de su retoño.
Base argumental tanto de la obra de teatro de Terence Rattigan[1] en que se cimienta este film que nos ocupa, El caso Winslow, adaptada a la gran pantalla por el dramaturgo, escritor, guionista y director David Mamet[2], toma el, como no podía ser de otro modo, material tremendamente teatral que compone el drama de su película y compone un film de cámara, dotado de escasos escenarios, casi siempre protectores interiores que reducen el caso de El caso Winslow a un dilema no tanto legal como moral y social, según los códigos que constriñen el desarrollo de la historia y la forma en que es plasmada en pantalla. Porque en El caso Winslow todo gira alrededor de su conflicto principal y de lo que se desprende de él, limando toda intención de situar en un tiempo y un lugar -sin fechas que orienten al espectador en un momento histórico determinado, que no se oculta, ni siquiera apuntado por escuetos intertítulos- llevando el conflicto del film de época que no deja de ser este dirigido por David Mamet a una categoría casi universal en su asumida pequeña escala, que traspasa el momento histórico en el que tiene lugar su acción.

De esta manera, el film de Mamet no sólo protege a sus personajes principales de la tormenta mediática -vista desde la perspectiva actual, de una tibieza que roza lo inocentón- cuyo rastro el realizador va dejando caer aquí y allí en un goteo tan despreocupado como efectivo, y que sólo tiene lugar en un mundo exterior del que los Winslow se protegen, más bien que mal, en su hogar o en el gabinete de abogados en el donde contratan los servicios del personaje que más se asemeja al patriarca Winslow de toda la película: Sir Robert Morton (un excelente Jeremy Northam), frío y aparentemente desapasionado letrado defensor de la Verdad por encima de lo justo de la causas que trata, sino también de todo ánimo de hacer de ellos meros estereotipos deshumanizados. Así, mientras las calles londinenses se llenan de tiras cómicas, titulares de prensa, pasquines o canciones con el chico Winslow como involuntario protagonista con nombre y apellidos en las muy esporádicas escenas en las que El caso Winslow tiene lugar en el exterior, Mamet se concentra -y a su público con él- en lo que ocurre bajo el techo del clan Winslow donde vive la familia al completo, y como la defensa del honor del más joven de ellos les afecta a todos los niveles. La espectacularidad es barrida desde el primer instante, siendo ésta sustituida por una austeridad bien entendida que sitúa a El caso Winslow a la altura de la venerable mirada de Arthur Winslow: banquero y en una situación económica tan pudiente como asentada sobre unos principios morales afablemente conservadores y nunca juzgados -y para bien- por parte del film, la educada calma del patriarca que ve como su sentido del honor es puesto en duda por lo que lo rodea tiene su eco formal en una fotografía exquisita, un ritmo pausado sin ser relamido y la práctica ausencia de subrayados formales que se concentran en una antipática banda sonora que parece querer arrastrar El caso Winslow al más estereotipado y rancio cine de época[3], sin conseguirlo.
Más bien al contrario: evitando en lo posible planos generales de situación y escasos elementos escénicos más que suficientes para componer una atmósfera o transmitir una idea determinada, Mamet afianza su férreo pulso narrativo sobre un material dramático tan poco engolado como la inteligente estrategia formal con la que es llevada a la pantalla. La supremacía de escenarios interiores dentro del film, permeables pero resistentes a los embates de una opinión pública que por su propia naturaleza siempre está en un abstracto ahí fuera, con un conflicto que se dirime sobre el papel en base a diálogos y lo austero de su apuesta formal podrían sembrar -la errónea- idea sobre El caso Winslow como una película teatral, o teatro filmado, de la que la película de David Mamet huye como de la peste sin esconderse de sus raíces escénicas. De esta manera, planos que muestran puertas que se cierran dejando fuera a los espectadores a modo de telón que divide en bloques (o actos) dramáticos la película conviven sin esfuerzo con una ágil planificación que, en líneas generales resulta tan imperceptible en su falta de exhibicionismo como ejemplar en su ejecución y complejidad al servicio de la humanista mirada del realizador sobre el texto del guión. Bajo ese punto de vista, se ddiría que El caso Winslow organiza las escenas que la componen con la intención de transmitir una idea determinada, haciendo avanzar la narración sin que nada sobre ni falte, logrando a través de la planificación que esa intencionalidad pase desapercibida.  Instantes tan brillantemente resueltos como el interrogatorio del letrado Morton a Ronnie Winslow hecho con la intención de saber si efectivamente el adolescente dice la verdad o es un ladrón y, peor aún, un mentiroso, dotado de una milimétrica planificación en la que la composición del plano, el uso de los elementos que los componen en base a reencuadres o desenfoques, o la inestimable aportación de un grupo de actores en estado de gracia, logran transmitir lo que muy bien podría haber caído en una inhumana rigidez que expulsara aquello que late bajo la racionalidad y los principios morales y sociales de sus personajes, sólo expresado a través de dichos principios: la emoción.
En un film donde casi todo se expresa verbalmente y la respetuosa palabra más hiriente es contestada con la réplica más educada, la puesta en escena de Mamet, refinada y con la vivificante ayuda de un elenco actoral en estado de gracia, aporta la proximidad que aleja El caso Winslow de la frialdad que la habría hecho inoperante.

A través de esta aparentemente sencilla, por silenciosa, estrategia dramática que permite explicar mientras expone sin tiempos muertos, Mamet se niega a cargar las tintas en ningún aspecto de su film, dotándolo no sólo de equilibrio dramático y respeto por todos sus personajes, incluso cuando pone en duda algunas de sus actitudes y palabras, sino haciendo de El caso Winslow un ligero y brioso retrato de un grupo de personas que expresan, y contagian, sus emociones a través de sus actos y opiniones. Ambas cosas recogidas por la atenta mirada del realizador en base a planos más o menos cortos que permiten detectar los matices expresivos de sus intérpretes, detalles inadvertidos a sus ojos pero no al espectador, e introducir alguna elaborada digresión dramática -como la que muestra la instantánea atracción que el conservador abogado Morton siente por la hija mayor de los Winslow, la sufragista Catherine (interpretada por la esposa del realizador, Rebecca Pidgeon) contemplándola por primera vez a través de un espejo, con una timidez que jamás volverá a expresar públicamente- en base a relaciones creadas por una planificación que crea complicidades entre ellos inexistentes en un formato dramático que no fuese cinematográfico, que hacen de la película una especialmente sugerente, sin arrebatos contemplativos o preciosistas, ya desde el momento en el que el robo del giro postal que desencadena el drama jamás, como todo lo que está de más en El caso Winslow, es mostrado en pantalla. Sí lo son los elementos que le dan cuerpo y las pruebas que confirman o desmienten lo ocurrido, de forma tan meticulosa -y a veces cansina en sus dimes i diretes legales- como la sustracción de toda afectación dramática por parte de los personajes que habitan El caso Winslow. Lo que no implica, aunque sea como constante rumor de fondo, falta de pasión; su sufrimiento y angustia ante una situación progresivamente asfixiante es patente tanto en un Arthur Winslow, progresivamente deteriorado en su ánimo y en lo físico, como en el propio hogar que sirve de techo a gran parte de su familia, cada vez más desamueblado para poder costear las ingentes cantidades de dinero que cuesta defender al más joven de sus miembros del robo de… cinco chelines, mientras que la vida que sigue alrededor del litigio y que cala hondo en la opinión pública se muestra como un trasfondo que describe el entorno social en el que tiene lugar El caso Winslow mientras expone sin sermones lo que en la película ocurre.

Así, y como complemento a la forma de entender y vivir en el mundo de sus personajes que sienten a través de lo que dicen -describiendo así un mundo en el que la palabra tiene un valor categórico, como ejemplifica la escena en la que Arthur Winslow pregunta a su retoño sobre si ha robado o no los cinco chelines… acto que Mamet no muestra ya que la palabra del joven Winslow es prueba suficiente- y de los códigos morales y sociales de los que se retroalimentan, El caso Winslow muestra el proceso interno del patriarcado en declive económico que hacen dudar de su tozudez en base a elementos externos. No es de extrañar que ni la ruptura, civilizadísima hasta la más apabullante frialdad, entre Catherine Winslow y su prometido John (Aden Gillet) por cuestiones económicas y de imagen pública, ni el instante en el que -según comentan algunos personajes, ya que no se muestra en la película- el abogado se derrumba entre lágrimas en la Cámara de los Lords al saberse el veredicto final del juicio se le muestre al espectador. El dolor, o para el caso casi cualquier emoción, pertenece a la intimidad de los personajes o como mucho a su ámbito privado pero jamás público, lo que hace de El caso Winslow un film tan respetuoso con su conservadora ideología de fondo como ejemplar en su coherente traslación de dicha forma de ver las cosas a imágenes y sonido. Así, la contención de Arthur Winslow -vector moral de un film que diluye toda sensación de subjetivismo gracias a su coralidad- no es vista con la frialdad que sería esperable en un retrato de la sociedad inglesa de principios del siglo pasado, sino con un grado de humanidad, comprensión, y una rara proximidad alejada de todo paternalismo gracias a su austeridad. La que hace del film de Mamet uno alrededor no de una victoria judicial sobre un caso de risibles repercusiones económicas sino sobre algo tan denostado en estos tiempos mercantilistas como el sentido del honor personal. Sólo así, y desde el absoluto respeto por la causa de los Winslow, buscando -nueva rareza- demostrar la  inocencia sin buscar culpables, se evita que su patriarca parezca un iluminado, un integrista que arrasa con todo a su paso con su manera de entender el mundo por encima de los que viven en él, ya sea malogrando el futuro de sus hijos o su patrimonio, voluntariamente sacrificados bajo una cultura en la que la unidad familiar y su honorabilidad pasan por el beneplácito y decisión de su líder patriarcal. A cambio, Arthur Winslow arrastra a su familia a una pobreza que en la película “sólo” resulta económica mientras a cambio demuestra una fortaleza emotiva -y no digamos ya desde una deplorable perspectiva actual- que eclipsa el resto de los elementos dramáticos de la película, erigiéndose como su mayor valor, tan discutible como (y por) admirable.

Del mismo modo que El caso Winslow es una elegante película despojada de todo fasto dramático, la rigidez del modo de vida que describe queda humanizado al serlo en sus propios términos, sin una distancia aleccionadora que habría hundido el film de Mamet en uno mucho más estereotipado, ejemplarizante y vetusto, consiguiendo en cambio y  muy meritoriamente hacer de una cabezonería casi suicida y puramente egoísta basada en valores conservadores una valerosa demostración de pureza de principios y fe personal contra viento y marea que esquiva toda reduccionista lectura política -con una pugna entre el pasado simbolizado en Arthur Winslow y el personaje que más se le asemeja, el letrado Morton, y el futuro sufragista que se concentra en la figura de Catherine que no ven como la Primera Guerra Mundial está cerca de echárseles encima- tan pesimista como innegable para el espectador que quiera verla como retrato de una sociedad cuya caballerosidad está a punto de caer presa de la barbarie[4].
Así, y haciendo vigoroso músculo narrativo al unir fondo y forma en una sola cosa, El caso Winslow se erige como una pequeña e imperfecta rareza a contracorriente, beligerante en su pacifica reivindicación de la Verdad sin otro propósito que la Verdad misma, sensible en su retrato de una relación paterno filial basada en la confianza, y muy llamativa en su renuncia a alzar la voz para hacer valer su valentía en cuanto la batalla legal se dirime antes en términos humanos y morales a un nivel personal -fruto de una cultura determinada- que en sociales o revanchistas, y no digamos ya económicos. Haciendo todo lo anterior de El caso Winslow, tanto por lo que en ella se cuenta como la película en sí misma considerada, una buena muestra de algo tan extraño de ver como es una solitaria y nada agresiva, pero precisamente por ello aún más valiosa en su unicidad, delicada y hasta heroica épica de la resistencia.

Título: The Winslow boy. Dirección: David Mamet. Guión: David Mamet sobre la obra teatral escrita por Terence Rattigan. Producción: Sarah Green. Dirección de fotografía: Benoît Delhomme. Montaje: Barbara Tulliver. Música: Alaric Jans. Año: 1999.
Intérpretes: Nigel Hawthorne (Arthur Winslow), Jeremy Northam (Sir Robert Morton), Catherine Winslow (Rebecca Pidgeon), Guy Edwards (Ronnie Winslow), Aden Gillet (John Waterstone), Colin Stinton (Desmond Curry).


[1]Inspirada en un caso verídico, que tuvo como protagonista a George Archer-Shee, cadete en 1908 que fue acusado de robar el dinero de un giro postal, removiendo el sentido del honor de su familia que contrataría al afamado abogado Sir Edward Carson para la defensa de un caso que la familia Archer-Shee acabó ganando. A cambio, la obra de Rattigan situaba el robo en 1911 y la futura edad adulta del presunto ladrón Winslow más próxima a la Primera Guerra Mundial, haciendo de los Winslow una familia más pudiente en lo económico que sus modelos reales, los Archer-Shee. El caso Winslow fue interpretada por primera vez en Londres en 1946, con los actores Emlyn Williams, Mona Washbourne, Angela Baddeley, Kathleen Harrison, Frank Cellier, Jack Watling y Clive Morton sobre el escenario. Un año más tarde llegaría a Broadway, con un elenco actoral diferente, para luego ser adaptada por primera vez para el cine en 1948 bajo la batuta del director Anthony Asquith. Esta al parecer afamada adaptación, que no he tenido la oportunidad de ver así como tampoco he leído la obra original en que se basa, no fue tomada por Mamet en su nueva adaptación a la gran pantalla de la obra de Rattigan, siendo esta última el modelo elegido como base por el realizador del film que nos ocupa, y del que asegura haber cambiado poco o nada en absoluto en el guión para su traslación a la pantalla. El caso Winslow tuvo asimismo una versión televisiva en 1990, que contaba con Emma Thompson entre sus intérpretes, en el papel de Catherine Winslow.

[2]Nacido David Alan Mamet el 30 de noviembre de 1947, el realizador de El caso Winslow nació en Chicago en el seno de una familia judía con madre maestra y padre abogado. En 1976 fundó la Athlantic Theater Company, muy reputada en el off-Broadway gracias a obras como American Buffallo, Sexual perversity in Chicago o The Duck variations. En ese mismo terreno, Mamet se alzaría con el Premio Pulitzer del Teatro en 1984 con Glengarry Glen Ross. En 1981, Mamet escribió su primer guión para el cine con el libreto de El cartero siempre llama dos veces, film de Bob Rafelson protagonizado por jack Nicholson y una inolvidable mujer fatal con la cara y el cuerpo de Jessica Lange. Tras él vendrían los guiones de Veredicto final, que le reportó una candidatura al Oscar al mejor guión y fue dirigida por Sidney Lumet con Paul Newman como protagonista, o  Los intocables dirigida por Brian De Palma. En ese mismo año 1987 debutaría como director de cine con Casa de juegos, aclamada por la crítica, a la que seguiría Things Change y Homicide, ganando todas ellas premios por sus guiones en festivales de todo el mundo y el reconocimiento general. Tras un parón de algunos años, en 1994 llegaría la adaptación de una obra propia con Oleanna, excelente film, muy austero,  protagonizado por William H. Macey en el papel de un maestro acusado de acoso sexual por una de sus alumnas, centrando su acción en la encarnizada discusión entre ambos personajes dentro de una aula. Tres años más tarde dirigiría La trama y en 1999 el film que ocupa esta entrada: El caso Winslow. Un año después desembarcaría con la divertida sin más State and Main, film coral sobre las vicisitudes de un equipo de rodaje y los equívocos que tienen lugar entre sus miembros. Tras ese algo insustancial divertimento y de la mano de Gene Hackman, Mamet regalaría El último golpe, a mayor gloria de su actor principal y todo un espectáculo de virilidad entregada por un grupo de actores supuestamente “perros viejos” que hacían perlas de cada réplica escrita por Mamet en un guión que bebía del cine negro y se erigía como una de las columnas vertebrales de un entretenidísimo thriller policíaco con la misma mala baba que sus protagonistas. Spartan, de 2004, era una fría muestra de cine policial que no acababa de cuajar pese a su indudable personalidad y su negativa a hacer concesiones al espectáculo. En el año 2008 llegaría Cinturón rojo, interesante film con mucho en común con El caso Winslow en cuanto a su fondo se refiere, y durante el pasado año 2012, bajo el paraguas de la justamente prestigiosa HBO, Mamet ha escrito y dirigido el biopic de Phil Spector con Al Pacino -con un peinado imposible- como tronado productor musical. Durante todos estos años, Mamet ha compaginado proyectos propios con guiones para películas ajenas como es el caso de Hoffa, sobre el mítico y oscuro líder sindical Jimmy Hoffa, la divertida y elegante (y ocasionalmente esperpéntica) Ronin de John Frankenheimer, la ácida La cortina de humo o la muy irregular primera secuela de El silencio de los corderos: Hannibal. Sus obras han sido adaptadas en numerosas ocasiones por propios y extraños, y su carrera como escritor ensayista de los temas más dispares se ha visto afianzada por un punto de vista que ocasionalmente choca con el supuesto izquierdismo de muchos de sus compañeros de profesión. Orgullosamente de derechas y descaradamente por-israelí en un mundo como el de Hollywood y el espectáculo en general que a veces parece avergonzarse de sus evidentes contradicciones económico-ideológicas, Mamet también ha trabajado esporádicamente en el formato corto televisivo dirigiendo algunos capítulos de series como la aclamada The Wire.

[3]Presunto género por lo general integrado dentro del dramático que pese al interés de algunas de sus películas muchas veces adolece de un exceso de preciosismo que puede resultar relamido y cuando aboga por la denuncia de determinados hechos peca en demasiadas ocasiones del mantra moralista y tranquilizante resumido en esto-pasaba-antes-y-que-menos-mal-que-ya-no-pasa. Vamos, que a pesar de unos buenos títulos como algunos de los promovidos por el dueto Merchant-Ivory, con lo bueno y con lo malo, la cantidad de excelentes actores que han pasado por él y el indudable talento de algunos de sus responsables, el que firma estas líneas no siente demasiadas simpatías por el llamado cine de época.

[4]Tal y como está planteada la película de Mamet y la obra de Rattigan en la que se basa, el cadete  Winslow tendría 17 años cuando estallara la I Guerra Mundial, o Gran Guerra, el 28 de julio de 1914. De poco más de cuatro años de duración, la Guerra involucró a las grandes potencias mundiales entre las que se encontraba, como no, el Imperio Británico. Considerada una de las mayores guerras de la Historia de la humanidad, con más de 70 millones de militares movilizados de los que murieron 9 millones, tuvo su rápido comienzo con el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria, frustrado heredero del Imperio austro húngaro, considerado por muchos como detonante de las tensiones existentes entre las potencias imperialistas de entonces. La Guerra corrió como un reguero de pólvora por todo el mundo gracias a las colonias europeas, que llevaron el conflicto más allá de lo que habría sido posible hasta entonces. Los avances tecnológicos en cuanto a armamento se refiere -desgraciadamente las cosas no han cambiado demasiado en este aspecto- y el despreocupado uso de la infantería por parte de las élites militares (y por supuesto gubernamentales) provocó la matanza que supuso la Gran Guerra, en la que acabó por intervenir los Estados Unidos,  hasta su final, el 11 de noviembre de 1918 a través del Tratado de Versalles, con la derrota del Imperio Alemán, la desintegración de los imperios Austro-húngaro y Otomano y una considerable pérdida de territorio del Ruso y el mencionado Alemán.