miércoles, 27 de noviembre de 2013

GRAND PIANO



Tom Selznick (Elijah Wood) tiene miedo al fracaso. Un paralizante temor a fallar una sola nota en el escenario que abandonó hace años, cuando fue incapaz de encarar, con la dignidad que se le presupone al pianista de mayor talento de su generación, la Partitura Imposible, escrita por su mentor y genio de la composición musical Stepha Yeranosian, el único junto con Selznick con el talento suficiente para poderla acometer. Pero con la ayuda de su afamada y pudiente esposa Emma (Kerry Bishé), de profesión estrella de cine y actriz, Selznick reúne las fuerzas y los fondos necesarios para sentarse frente a frente con sus demonios de teclas blancas y negras que le aguardan silenciosos a la espera de las caricias que han hecho delicias en los oídos de los que pudieron escucharlo ante de la debacle. Así, en la ciudad de Chicago y ante un numeroso y ávido público, Tom vuelve a la vida pública encontrándose al sentarse frente al Grand Piano en el que aprendió a tocar y que ha sido trasladado hasta allí para hacerle sentir como en casa, con una siniestra advertencia garabateada sobre sus partituras: Si fallas una nota, morirás.

Con este sobresaliente punto de partida empieza no sólo la historia, sino también la música que vertebra la película dirigida por Eugenio Mira[1], Grand Piano. Film escrito por Damien Chazzelle que desde el guión se asienta en unas coordenadas muy concretas: el género de suspense o thriller como tono predominante, el teatro en el que transcurre el concierto por el que tantas personas y personalidades abarrotan la sala con la mirada fija en el pianista como geografía en la que va a transcurrir la acción, y el tiempo transcurrido el mismo que el de la maravillosa música que tanto Selznick como la anónima orquestra que lo acompaña tocan ante el público y la atenta mirada de un asesino que se hace llamar Clem (John Cusack) del que sólo el pianista conoce su existencia y violento poder. Planteada así como un tour de force en “tiempo real”, Grand Piano mueve sus piezas formales en terrenos cinematográficos tan reconocibles como aprovechados, invocando el cine de Alfred Hitchcock a través de dos de sus más reputados e idiosincrásicos herederos como son Brian de Palma o Dario Argento[2] y encerrándose en sí misma como artificiosa e irreal película que refleja el estado anímico y mental de su protagonista. Así, lo físico del retrato inicial del engolado mundillo musical representado en el escenario de Chicago da paso al de los demonios internos de un Selznick al borde del bloqueo, incapaz de sobreponerse a su temor a un nuevo fracaso, y la música toma el control de una película que en sus mejores momentos funciona antes por intuición o, mejor aún, por emoción, que por una lógica bastante inconsistente desde un punto de vista racional en un guión agrietado y sobrepasado, para bien, por todos los elementos formales de la película.

Igualmente, una vez la presencia del omnipresente asesino -que podría estar en cualquier lugar de la sala y asegura conocer todos los movimientos de Tom- se ha revelado sin mostrarse físicamente, el espacio mental usurpa la geografía que hasta entonces delimitaban las lujosas paredes del teatro, y lo etéreo, o lo fílmico a diferencia de lo escrito, se adueña de la quietud general para trocear el espacio mediante el  montaje, obra de Jose Luís Romeu, rítmico y conciso como un diapasón hasta dotarlo de una musicalidad indistinguible de la de su banda sonora, coloristas y antinaturales virajes en la iluminación de la mano de Unax Mendía para subrayar una emoción determinada de la que sólo el protagonista -y el espectador de la película- es víctima consciente creando una suerte de montaje interno. Al igual que la composición (incluyendo cambios de perspectiva y enfoque) de los planos que conforman Grand Piano siempre en tonalidades extremas, otorgan al conjunto un irreal dinamismo que se sobrepone al algo gris guión de Chazelle para elegir un guía más emotivo y adecuado a sus ambiciones: la música.
La excelente banda sonora de Víctor Reyes, inestimable presencia sin la que Grand Piano no sería ni de lejos la misma película, no sólo condiciona lo que ocurre en el film, sino que hace de él, junto con los otros elementos mencionados, una película musical en el sentido más estricto y menos genérico[3], aunque no alcance la voladura que podría acariciar con un guión menos arquetípico. Esta preponderancia del sonido dentro de la ficción como forma de ampliar las fronteras narrativas de lo que se expone es llevada al extremo en el caso del asesino que se esconde entre la muchedumbre que abarrota el patio de butacas. La amenazadora presencia que se comunica con Tom a través de un pinganillo es, durante la mayor parte de la película, una voz sin cuerpo que le dice a Tom lo que debe hacer mientras le espeta lo que el pianista es incapaz de asumir sobre su vida y sus miedos, funcionando como amenaza, pero también a modo de sádico Pepito Grillo, de demiurgo y conciencia que espolea el orgullo de Selznick que condensa hasta lo letal todos sus miedos escénicos y artísticos mientras amenaza con acabar con sus seres queridos presentes en la sala si no es obedecido. Y si este planteamiento ya resulta interesante de por sí, ampliando gracias -una vez más- al uso del sonido el conflicto a fértiles terrenos más introspectivos que físicos, Mira completa el retrato de un hombre superado por la ambivalente sensación, entre el placer y el terror, y la obligación y el deseo propio paralizado por el miedo, que tiene al sentarse frente a un piano al hacer del verborreico personaje de Cusack uno prácticamente mudo cuando su presencia es física y, por ello, también vulnerable y extrañamente sosegada. Algo muy similar a lo que ocurre con el pianista encarnado por Elijah Wood, cuya mímica resulta tan adecuada y angustiosa en pantalla como superada y modulada por esa insistente voz que resuena en su cabeza pidiéndole que se relaje y disfrute mientras lo amenaza de muerte… y que planteada de esta manera, bien podría ser la de su propia conciencia.

Así, la banda sonora que aglutina música y diálogos, y que es parte de la acción y a la vez condicionante y elemento atmosférico de primer orden sin distinción posible entre ambos aspectos del film, solapa lo que ocurre en la realidad física de los personajes de  Grand Piano con las emociones de Selznick en su particular via crucis encadenado a su amado y odiado instrumento. Haciendo del film que lleva su nombre uno expresionista en el que la acción exterior y la interior -recogidas ambas con una artisticidad plástica que refuerza esta impresión anulando las fronteras entre ambas- se retroalimentan y se muestran desde una misma perspectiva o desde el mismo plano de realidad al que nos asoma la película. Así, y tomando las palabras de Clem que asegura que del mismo modo que Selznick es un artista del piano, él lo es del crimen, Grand Piano se plantea tanto como un reto artístico y personal para el personaje interpretado por Elijah Wood dentro de la ficción como parece serlo para el propio realizador del film, Eugenio Mira, fuera de él como cineasta.
Partiendo de un guión que, como se decía algo más arriba y pese a sus ideas de interés, resulta bastante pobre una vez ha empezado a deslizarse desde su temprana cima asentada en su premisa inicial, Mira arrincona, mejor que peor, los elementos más tediosos de la trama que le permiten, en su debilidad, orquestar un esmerado ejercicio de estilo cinematográfico que afortunadamente dista de ser hueco. Unos personajes secundarios premeditadamente irritantes y al borde de la parodia (con los caricaturescos personajes interpretados por Tamsin Egerton y Allen Leech llevándose la palma), considerables boquetes en la lógica del relato a un nivel más o menos racional o, en menor medida, el permitirle al pianista deambular entre bambalinas oxigenando algo la acción haciéndola más tragable pero diluyendo un tanto la tensión acumulada, son algunos de los escollos que el realizador y su equipo consiguen hasta cierto punto ningunear gracias al vigoroso empaque formal de la película, que la dota de una irrealidad que relativiza lo inverosímil del conjunto y lo hace más disfrutable por excitante. Pese a todo, la soltura con la que Grand Piano se lanza al vacío en algunos instantes tan arriesgados como la batalla final entre Tom y Clem mientras la esposa del primero inunda con su cantarina voz el teatro, realzando  poéticamente la épica del enfrentamiento y que muy fácilmente habría podido caer en el más estrepitoso ridículo, se ve algo lastrada por el peso de un guión que se obliga a atar todos los cabos de forma algo artificiosa por pretendidamente creíble. Algo difícil de lograr una vez la irrealidad del film ha ganado, muchos minutos antes, el fácil pulso a un libreto que no tenía en la verosimilitud una de sus mayores bazas pero que no por ello no deja de suponer una constante atadura en cuanto obliga a cerrar todas las puertas abiertas, algunas con ingenio pero comparativamente con indudable desgana respecto al duelo entre el pianista y el asesino. La pulida concisión del libreto de Chazelle en el primer tramo del film, espoleado por la prisa de entrar en materia cuanto antes mejor ahorra innecesarias florituras, funciona hasta el instante en que Mira saca pecho y apuesta por la forma como caballo ganador, haciendo de la funcionalidad del libreto una rémora, un peaje que implica que la densidad formal de los mejores momentos se diluya, de manera un tanto frustrante, en aras de lo formulario. Esta situación se resuelve, por suerte, gracias al buen hacer del realizador que consigue transmitir la tensión necesaria -con la inestimable y comentada ayuda de la banda sonora musical de la película- en base a montajes en paralelo, ingeniosas elipsis y un brioso ritmo asentado en el más difícil todavía, consciente de que la fría reflexión que podría surgir en lo que dura un tiempo muerto es capaz de desmontar muy fácilmente un castillo de naipes que se sostiene sobre la cálida y turbia ilusión que se destila de la voluptuosa forma de Grand Piano, capaz de transmitir la angustia de su protagonista y también el placer que este acaba sintiendo, muy a su pesar, una vez ha empezado a tocar.

Este estira y afloja entre una forma que no alza por completo el vuelo y un fondo que la retiene con los pies en el suelo, y que paradójicamente la hace más artificiosa, por mecánica, que verosímil, evita que Grand Piano pueda ser la poética película que podría haber sido, pero también hace que, desde su modesta condición de cine de evasión, resulte tremendamente sólida y jamás se pierda en pretensiones o ínfulas presuntamente artísticas[4] muy bien integradas en un conjunto con la única -y ahí es nada- intención de entretener al público desde la elegancia.
Pero nada de lo anterior implica que un film asumidamente modesto en sus ambiciones (que no en producción[5]) por todo lo comentado hasta aquí, pero de interesantes resultados como Grand Piano, no sea una de esas raras películas que narran una historia aparentemente sencilla para explicar una historia paralela que se desprende de sus imágenes y de la manera en que ha sido estructurada. La sustitución de las prioridades que parecían agitarse tras la palidez del guión por otras mucho más vivificantes reflotadas gracias a la forma en que éste es plasmado en -y confrontado desde- la pantalla hacen de Grand Piano una película inferior a su magistral punto de partida pero muy superior al desarrollo de su guión. No resulta extraño que la película culmine sin mostrar el detonante de la acción y objeto de deseo del asesino Clem, relegando su presencia a los títulos de crédito finales sin la más mínima espectacularidad o que el algo anticlimático  enfrentamiento entre el pianista y su sádico demiurgo se dirima de manera tan contundente como el cómico punto final que lo culmina,  pero a cambio se regodee en el solitario instante en el que el Selznick, en las tripas de un oscuro camión bajo la lluvia y sobre un desvencijado piano, se reconcilie consigo mismo.
La reconversión de toda la ninguneada trama criminal, ahogada por una plasmación formal que la convierte -como casi toda la película en su conjunto- en un mero macguffin, prácticamente omitida dentro de la película hasta hacer de ella una mera excusa para enfrentar a Tom con sus demonios personales, hace de Gran Piano un film que se presenta bajo los ropajes de un thriller para acabar siendo una oscura fábula de superación personal que no reniega del género cinematográfico en el que se integra cómodamente, más interesante de lo que habría sido si el realizador se hubiese sometido a su guionista, tal y como Tom Selznick lo hace con su más violento admirador. Algo que el siempre entretenido film de Mira, oculto tras su envoltorio de cine de evasión y gracias a su creatividad audiovisual y sus intermitentes fogonazos de magia, a veces consigue y otras no, haciendo buena en sus mejores momentos la consoladora máxima que el pianista escucha en boca de algunos de sus compañeros de profesión: Si fallas una nota, el público no se enterará.

Título: Grand Piano. Dirección: Eugenio Mira. Guión: Damien Chazelle. Producción: Gabriel Arias-Salgado, Rodrigo Cortés, Alex Corven Caronia, Adrián Guerra, Axel Kuschevatzky, Myles Nestel, Nicolás Tapia, Núria Valls, César Vargas. Dirección de fotografía: Unax Mendía. Montaje: Jose Luís Romeu. Música: Víctor Reyes. Año: 2013.

Intérpretes: Elijah Wood (Tom Selznick), John Cusack (Clem), Kerry Bishé (Emma Selznick), Allen Leech (Wayne), Tamsin Egerton (Ashley).




[1]Eugenio Mira nació el 23 de septiembre de 1977 en Castalla, Alicante, dirigió su primera película en el año 2004 y tras dirigir el cortometraje Fade. Fue el film The Birthday, protagonizado por Corey Feldman, el que le abriría las puertas del Festival de Sitges, tras cuyo paso fue ganándose una creciente fama de film de culto que a día de hoy sigue creciendo, amén de merecerle el Permio a la Mejor Película del Festival de Fantasporto ese mismo año. Tras unos pinitos en el mundo de la interpretación y de la composición de bandas sonoras, esto último bajo el seudónimo de Chucky Namanera, y fruto de sus estudios y afición musicales, bajo las órdenes de compañeros y amigos de generación como Rodrigo Cortés (para el que interpretó el papel de un joven Robert De Niro en Luces rojas) y Nacho Vigalondo (pergeñando la banda sonora de Los cronocrimenes), Mira encaró su segundo largometraje como director en el año 2010: Agnosia. Suponiendo un considerable giro de timón respecto a su opera prima aunque sólo sea a nivel argumental y tonal, Agnosia, que contaba con un reputado elenco de actores patrios, fue acogida con cierta frialdad por parte del público y su montaje retocado antes por decisión de los productores que del propio realizador. Tres años más tarde nos llega el film que nos ocupa en esta entrada, el único que el abajo firmante ha podido ver del realizador Eugenio Mira por el momento, del que por lo tanto poco puedo decir como realizador excepto lo que en la entrada se comenta.


[2]Que la sombra de Alfred Hitchcock es alargada en cualquier ficción de suspense, con asesino de por medio y tratada en tiempo real es algo plausible. Aunque las referencias más directas, en algunos casos prácticamente citados literalmente, son el norteamericano Brian De Palma y el italiano Dario Argento. El primero es homenajeado explícitamente en una escena planteada mediante una extraña y algo renqueante pantalla partida que muestra uno de los crímenes que tienen lugar en Grand Piano mientras el personaje de Elijah Wood no deja de tocar, ausente a todo. La sutil planificación del momento crea la ilusión inicial de estar viendo ambas acciones dentro de un mismo plano y desde una perspectiva imposible. Cosa que se revelará falsa cuando una de las dos mitades de la imagen, la que muestra al pianista en un distante plano general, pasa a un primer plano mientras la otra mitad no varía ni un ápice… Por no hablar del virtuosismo del que hace gala Mira en largos planos de seguimiento que podrían recordar también a algunos de los lugares comunes del director del primer Carrie. Y Argento es casi una referencia ineludible cuando se trata de historias criminales centradas no sólo en entornos propios de lo artístico, sino tratadas como un objeto de arte en sí mismas… siendo Ópera, ya desde su argumento, la más próxima a Grand Piano. Estas continuas reversiones del director italiano de la oscura ideología que latía bajo Del asesinato como una de las bellas artes, se ve algo atemperada en el caso de Mira, que opta por una versión más racionalizada por su guión, aunque igualmente irreal y elegante en lo formal, que los arrebatados, en ocasiones genialoides y otros fallidos, delirios de Argento y De Palma, expertos en saltos al vacío sin red. Otras películas con elementos en común con el film de Mira  que laten bajo su superficie son el insulso thriller incomprensiblemente protagonizado por Johnny Depp A la hora señalada, la entretenida Última llamada y la comparativamente muy superior Las zapatillas rojas, magistral película fruto del tándem creativo formado por Emmerich Pressburger y Michael Powell que también podía entreverse entre las imágenes de esa buena película llamada El cisne negro.


[3]Ésta musicalidad audiovisual que respira Grand Piano complicó sobremanera las composiciones de plano y la adecuación del montaje interno del planos con el externo, que une un plano con otro, y el acompañamientos musical. Según parece, Mira desglosó un movimiento musical de los cuatro existentes en el guión y, interpretando los papeles de los diferentes actores que en él aparecían, calculó su duración en pantalla grabándose a sí mismo. Más tarde lo montó calculando los tiempos muertos y reacciones de los personajes hasta tener un computo global al que pondría un sonido de claqueta que subrayaba la importancia de un determinado corte o momento de la película. Recombinando las imágenes y el sonido hasta dar con la medida precisa, Mira rellenó los espacios sonoros que resultaban entre claqueta y claqueta con tonadillas sonoras preexistentes pero adecuadas a la sensación que buscaba transmitir en ese momento del film. Más tarde le pasó a Victor Reyes el resultado de todo lo anterior para que, sobre esos ritmos y instantes precisos, creara la magnífica partitura musical que puede oírse en la película, antes de que esta fuese filmada y al contrario de lo que suele hacerse en estos casos, componiendo la banda sonora con el film ya rodado y en muchas ocasiones, montado. Además de lo dicho, Grand Piano tiene el aliciente de poder disfrutar de una excelente banda sonora que si se disfruta en pantalla grande y con los equipos de sonido de que disponen muchas de las salas de exhibición, es una delicia que se da sólo de vez en cuando. Ojala no tengamos que esperar a que la todopoderosa Factoría Disney se saque de la chistera un nuevo Fantasía para poder disfrutar de buenas piezas de clásica en las mejores condiciones sonoras posibles.


[4]Extraña y extendida distinción entre cine de entretenimiento en oposición a cine artístico que tantos quebraderos de cabeza da a cualquier persona con sentido común, pues en el momento en el que el entretenimiento es extirpado del cine artístico, el resultado está claro: el arte, o la cultura, aburre y lo estúpido, poco trabajado y lo banal, entretiene. Ante esta insalubre dicotomía, a mi modo de ver tan simplista como equivocada, el entretenimiento entendido como sinónimo de nula sensibilidad y uso de la razón convierte la cultura en algo casi sacro y sólo al alcance de los que tengan una paciencia de santo y quieran amargarse la vida. Como si entretener dignamente no pudiese ser considerado un arte o hubiese algo más entretenido que pensar, más aún cuando se plantea de forma tan fascinante que, de carambola, resulta emocionante o al inrevés. Algún día sabremos en aras de que oscuras intenciones se dividió, supuestamente, lo entretenido y lo cultural, estupidizando a la gente que vea la vida como algo más que un amargo via crucis, y provocando como respuesta que aquellos que quieran amasar dinero se conformen con producir estupideces para recuperar su inversión.




[5]La co-producción hispano norteamericana de Grand Piano ha implicado hasta cuatro productoras en total: Nostromo Pictures, Antena 3 Films, Telefónica Producciones y Nostromo Canarias 1AIE, y fue precisamente la primera de ellas la que puso en manos de Mira el guión de Daniel Chazelle que acabaría dando como fruto la película que nos ocupa. Fueron Adrián Guerra y el director Rodrigo Cortés, miembros y creadores ambos de la productora Nostromo Pictures, quienes tras leer el guión y al observar que tenía lugar en un solo espacio y en tiempo real (como ocurre con The Birthday, la primera película de Mira), con el añadido de contar con la música como elemento esencial de la trama, vieron en el director de Agnosia la persona perfecta para llevarlo a la pantalla. El voluntarioso actor Elijah Wood entró a formar parte de las filas de Grand Piano tras conocer a Mira en el Fantastic Fest del año 2010, donde presentó Agnosia, a través de Álex De la Iglesia, que a su vez presentaba Balada triste de trompeta (comentada en este blog en el mes de junio del año 2012) y que había trabajado con el actor en Los crímenes de Oxford. Gracias a esta relación, alentada por el hecho de que Wood era un gran admirador de Los cronocrímenes, de un Nacho Vigalondo que también paseaba por el festival, lo que, todo junto hizo que tanto Mira como Wood se conocieran y entendieran la mar de bien. Y de ahí, y del guión y las obras anteriores del realizador, la apetencia del actor por entrar a formar parte del proyecto de Grand Piano.

viernes, 22 de noviembre de 2013

EYES WIDE SHUT




Una mujer de espaldas a nosotros danza coquetamente ante un espejo, contemplando el reflejo de su cuerpo desnudo mientras se desprende de sus gafas y sus pendientes. Su marido, igualmente desnudo, se introduce en el sensual baile que tiene lugar dentro del marco y, besuqueando a su esposa, la acaricia mientras ésta enrosca sus brazos entre risitas ebrias antes de mirarse por última vez a los ojos al otro lado del espejo, ensimismada.
Antes, los miembros de este matrimonio han sido presentados, juntos y por separado, como los Harford, acaudalados habitantes del enigmático film póstumo del mítico director Stanley Kubrick[1]: Eyes wide shut. La primera vez que vemos a Alice Harford (una impresionante Nicole Kidman) es en la imagen que abre el film: una imagen descontextualizada en la que podemos contemplarla de espaldas, a una distancia que nos permite admirarla a cuerpo entero desnudándose con decisión en la intimidad de su hogar, sin nunca llegar a verle la cara pero advirtiéndola como objeto de deseo tan honesto en su desnudez como enigmático en su anonimato. Tras esta única imagen, cercenada por montaje con un simple corte, Eyes wide shut[2] se repliega sobre sus títulos de crédito iniciales para dar paso, tras una instantánea de las calles nocturnas de Nueva York, al aturdido protagonista del film: Bill Harford, interpretado por un Tom Cruise que no siempre alcanza el grado de matices deseable en su actuación. Un hombre sin dobleces que aparece entrajado en su primera toma de contacto con el espectador, listo para una fiesta navideña, evento organizado por Victor Ziegler (Sydney Pollack) que reúne a la creme de la creme de alta sociedad neoyorquina, a la que tanto él como de rebote su esposa han sido invitados.
Harford es un personaje que no parece contemplar otra cosa que a él mismo, algo ausente y despistado pero no por ello menos seguro de sí mismo y de lo que lo rodea. De exitosa profesión médico, como sabremos más tarde, la vida de Harford parece basarse en una confianza tan inquebrantable como indemostrable de que todo se mueve según unas convenciones y normas que controla con racional agrado y comodidad. Parámetros que serán mostrados en el primer tramo del film de Kubrick bajo un retrato de la cotidianeidad de los Harford como quintaesencia de un tibio matrimonio burgués que se sostiene pese a los seductores embates del resto del mundo. Así, Alice, fuerte y sensual ama de casa coleccionista de arte, coquetea bailando lánguidamente borracha con uno de los invitados de la fiesta mientras Bill, juguetón y adulado, se deja acompañar por dos mujeres que pretenden seducirle pero que ven malogradas sus intenciones cuando el dueño del lugar reclama los servicios del personaje de Tom Cruise como médico. Lo más llamativo de este retrato es que, pese a su concreción y lo expositivo que resulta lleno de detalles tan nimios pero efectivos como la omnipresencia de los anillos de matrimonio en casi todos los planos en que aparecen Bill y Alice, o el largo trago de una copa de champán que bebe casi del tirón en una fiesta en la que no parece sentirse especialmente a gusto sin nunca llegar a expresarlo claramente, su puesta en escena es de una curiosa y lograda irrealidad. Siendo Eyes wide shut una película considerablemente opaca por enigmática y sugerente, por su constante tendencia a mostrar algo y al mismo tiempo sugerir su contrario sin explicarse ni tomar partido por ninguno de los dos, el talento de Kubrick brilla en este primer tramo al resultar próximo y distanciado, irreal y cotidiano hasta concluir, tras los juegos de marido y esposa con sus respectivos pretendientes a los que abandonan en nombre de la fidelidad matrimonial, en el sensual escarceo sexual que se comenta al inicio de esta entrada.

Hasta ese instante y aún algo más allá, la distanciada y elegante planificación compuesta mayoritariamente por planos secuencia con escasísimos primeros planos, las extrañamente afectadas pero muy convincentes interpretaciones o, muy especialmente,  una vaporosa fotografía repleta de un antinatural colorido que parece sumir en la neblina casi todo lo que ocurre en gran parte del film,  con una dirección artística que achata las puertas de forma imposible mientras parece trastocar las distancias y proporciones del mobiliario produce la sensación de estar contemplando los interiores de una Nueva York invernal e imposible poblada de personajes igualmente irreales. Una muy sugerente sensación que toca techo en el mejor instante del film, que otorga un rumbo diferente, mucho más constreñido que el mucho más amorfo y vivificante que parecía gobernar Eyes wide shut hasta ese momento.
Una brillante e hipnótica escena en la que Alice Harford y la actriz que la interpreta devoran por completo a sus respectivos maridos, dentro y por entonces fuera de la ficción[3], revelándole, tras dar unas caladas a un porro de marihuana, una fantasía que tuvo años ha con un oficial de la Marina con el que cruzó una mirada furtiva en un hotel, que suficiente para tentarla a abandonarlo a él y a la hija de ambos. Este magistral instante viene precedido por una discusión en la que cuanto más habla el médico, al que la fotografía arroba en colores cálidos, más absurdas parecen sus paternalistas y machistas visiones sobre el hombre y la mujer y su simple forma ver el mundo. A cambio, su esposa, parapetada por un frío azul antinatural que se cuela a través de la ventana, se mueve como experimentado pez en aguas turbias riéndose de él irritantemente y tratándolo como un niño cuya ilusión en una realidad segura se resquebraja al escuchar una declaración capaz de hacer dudar al prestigioso médico de su hombría, su inocente seguridad, su lugar dentro del matrimonio Harford y su estabilidad a todos los niveles.

A partir de ahí, Eyes wide shut se articula en base a consecutivos encuentros del Doctor Harford con una serie de mujeres en las más variadas situaciones que parecen moverse por un objetivo común: ofrecerse sexualmente a Harford… y que pese a la irresistible atracción que sienten por el personaje interpretado por Cruise, son rechazadas por éste en el último instante por el motivo, a veces inadvertido hasta más adelante y otras no,  que ha hecho de Harford un morador nocturno de la ciudad: la Muerte.
Si la conclusión del relato de Alice Harford, que hace las veces de detonante del drama en que hasta cierto punto se concreta Eyes wide shut, coincide -impidiendo una discusión o una reconciliación al respecto- con la muerte de uno de los pacientes del médico (que se ve en la obligación profesional o social una vez más de acudir a dar el pésame a la familia), también lo es, de forma más taimada, en el caso del equívoco ligoteo a tres bandas que Bill Harford mantenía con dos mujeres en la fiesta del inicio del film antes comentada, interrumpido cuando es reclamado para atender una sobredosis que casi provoca la muerte de una turgente mujer que aparece postrada completamente desnuda. Y a la que Harford atiende sin desviar su mirada de sus ojos cerrados pese a que Kubrick se encarga de mostrarla en todo su desnudo esplendor, regodeándose en el escorzo de sus senos con los pezones erectos. De este modo, la tan trillada como interesante (además de comprensible en el caso de la maravillosa novela corta Relato soñado escrita por Arthur Schnitzler[4] que inspira el guión, escrita en los albures del psicoanálisis freudiano[5]) relación entre Eros y Tanatos aparece, a veces de manera indivisible dentro del film y otras desde la distancia entre escenas, como pivote vital del periplo del personaje de Cruise, que se ve progresivamente atrapado en un mundo que refleja unos anhelos, los suyos, que es incapaz de consumar pero de los que tampoco puede zafarse. Convertida así en un ambiguamente expresionista juego de espejos tanto para el personaje principal como para el espectador, con escenas que cobran y cambian de significado a medida que la película avanza a su moroso ritmo, Eyes wide shut tiene precisamente en su ecuador la escena más exuberante, que hace de bisagra entre los dos mundos por los que transita Harford, bastante polémica en su día pero muy significativa tanto por sus virtudes como por sus defectos extensibles a casi todo el resto del film: la secuencia que retrata una orgía llevada a cabo por un extraño grupo de hombres y mujeres parte de una sociedad secreta.
Es una misteriosa escena en la que el médico va a parar a una mansión situada fuera de la ciudad -o alejado de la civilización que parece haber castrado toda capacidad de iniciativa o de entender el mundo de forma más amplia por parte de Harford- a la que sólo se accede mediante un santo y seña[6] y cuyos huéspedes, todos ellos enmascarados, celebran una especie de ritual de tintes cuasi religiosos que concluye con una gélida orgía repartida por toda la casa con participantes y meros espectadores mezclándose de forma indistinguible tras sus inexpresivas máscaras[7]. La puesta en escena de Kubrick, que aquí lleva su ocasional sentido del esteticismo a sus más altas cotas, eleva a elegante y salva de lo kitsch un instante que fácilmente podría haber caído en el ridículo (y no digamos ya si se mira desde una óptica supuestamente escandalosa) más estrepitoso, pero cuya brillantez formal de belleza y composiciones pictóricas, de antinatural simetría dentro del plano, resulta tan perfecta… como fría. Esta deshumanizada frialdad en un instante cuya sexualidad ha dejado de ser insinuada -como había sido hasta entonces en el film-  para ser frontal y bastante explícita, revela el elemento del que Eyes wide shut desgraciadamente, y pese a su exquisitez, carece: sensualidad.

El empaque audiovisual del film de Kubrick, pura orfebrería repleta de detalles, más recargado en esta secuencia pero tan impresionante como durante el resto del algo excesivo metraje del film, resulta misterioso y llega a ser inquietante, pero pocas veces alcanza a ser todo lo perturbador que podría haber sido de resultar más seductor y apetitoso además de bellamente amenazador. Este inconveniente, que aquí resulta más evidente por la frontalidad sexual antes comentada y que acaba siendo en ocasiones más estética que excitante, lastra un tanto la pegada del film una vez el inesperadamente celoso Doctor Harford ha puesto un pie en la calle perdiéndose en su propio laberinto de espejos -siendo la orgía tal vez reflejo complementario de la fiesta del comienzo de la película- hasta no reconocerse ni en sus propias acciones ni en el mundo que lo rodea, en el que todo le recuerda insultantemente, y a veces de viva voz, a su imposibilidad de consumar una relación con alguna mujer que no sea la que lleva su alianza. Si planteamos gran parte de Eyes wide shut como un continuo coitus interruptus, en el que el motivo de interrupción es la amenaza de la violencia y la muerte, el impulso más o menos vengativo del turbado Dr. Harford -incomprensiblemente subrayado una y otra vez hasta lo cansino por unos horrendos flashbacks en un granuloso blanco y negro que rompen lo expositivo de la película- para con su esposa, nunca acaba por darse la mano con un apetito sexual del que o Harford parece carecer en ausencia de su mujer o bien Cruise es incapaz de transmitirlo como intérprete. Quizás por ese motivo, el moroso deambular de Bill por una oscura Nueva York, recogida mediante largos seguimientos del personaje muchas veces siguiéndolo desde atrás, puede resultar comprensible inicialmente, pero poco a poco pierde fuelle hasta asomarse al precipicio de lo rutinario, más allá del tortuoso (y por ello pesadillesco) ritmo que imprime a las imágenes. De hecho, prácticamente todas las escenas del film, una vez este se enrosca alrededor de los celos de su personaje principal y pone sobre el tapete el sexo y la muerte como moneda de cambio vital y un distante extrañamiento como tono, parecen estar planteadas de forma casi idéntica en lo formal con elementos que se repiten aquí y allá a modo de estribillo.
Pese a los indudables puntos en común en lo temático entre ellas, prácticamente todas las escenas que ilustran las idas y venidas del médico comienzan con largos planos de situación que recogen la conversación de éste con algún personaje con el que se haya encontrado en su camino, para seguir luego con la misma conversación pero ahora mediante el uso, no demasiado justificable desde un punto de vista narrativo, del plano y contraplano. Esta casi idéntica estrategia de planificación, sea cual sea el contenido dramático de la escena, tiene en su aspectos más frustrantes una sensación de repetición que a veces acaba, como decía, por ser monótona en su falta de énfasis que lo iguala todo y lo hace artificial, pero en sus aspectos más estimulantes una muy lograda sensación de extrañeza basada en lo mecánico y anormalmente distante -a lo que ayuda considerablemente la interpretación de Cruise, que oscila entre parecer aturdido y superado por los acontecimientos o ajeno a todo lo que le rodea tras su perenne sonrisa[8]- de algunas acciones que no por ocasionalmente cargante resulta menos turbador.

Esta inasible impresión de tenebroso e implacable (aunque físicamente indemostrable) orden perceptible pero incomprensible, al que el personaje es ajeno y el espectador testigo incapaz de comprenderlo, en base a una repetición casi más propia de un minimalista movimiento musical que de lo habitual en una secuencia cinematográfica, se refuerza gracias a diálogos que avanzan a trompicones y que se ven obligados a repetirse una y otra vez de forma llamativa por poco cinematográfica, pronunciados además por personajes absurdos de movimientos flotantes y parsimoniosos hasta lo exasperante, situaciones esperpénticas, composiciones de plano simétricas, o pequeños detalles como una jovencita (Leelee Sobiesky) que en una conversación en la que es ofrecida como objeto sexual por su propio padre (Rade Serbedzija) no parpadea en ningún instante… Todo esto produce una envarada  extrañeza que no cuaja en terror por carecer de esa sensualidad que haría de Eyes wide shut una película más abisal y dolorosa que inquietante, pero que también podría ser una expresión de la impermeabilidad de Harford para entender lo que le rodea, de su imposibilidad de dejar de actuar idénticamente ante situaciones diferentes, una vez la ilusoria burbuja en la que ha vivido durante sus años de matrimonio parece haber estallado. Mediante esta estrategia de planificación, del film de Kubrick se destila un decalaje entre lo que muestra -lo que en él ocurre- y la forma en que es mostrado que distancia al personaje principal de lo que transcurre, dotándolo de una vaga ensoñación primero misteriosa y luego amenazadora por presumiblemente violenta e incomprensible para un hombre que creía su vida idéntica e indivisible a su forma de verla. Este levemente onírico -y por su levedad, mucho más desconcertante y punzante- subjetivismo encuentra su eco en el montaje del film, lleno de fundidos que no sólo ilustran previsiblemente el paso del tiempo, sino que deshacen las fronteras entre lo físico y lo pensado, haciendo de las múltiples ocasiones en que un primer plano de Cruise se diluye en uno que lo muestra andando o conduciendo, una fusión entre Harford como sujeto y la porosa realidad que lo rodea y ha dejado de ser segura o entendible para volverse, al igual que su banda sonora, siniestramente obsesiva y tejida antes por intuición[9] o instinto que por una racionalidad que se deshace ante lo inabarcable.

Este aspecto, muy logrado, de Eyes wide shut, alinea de nuevo muchos de los elementos que la componen orientándolos hacia una esquiva y reposada sensación de perdida de control propio a favor de otro ajeno a la voluntad, de pesadillesca inexorabilidad en la que las fronteras entre sueño y vigilia se han suspendido y la mente racional de Harford es incapaz de volver a distinguir… y de que el personaje interpretado por Cruise, inicialmente orgulloso y seguro de sí mismo, es un pobre diablo a merced de poderes y fuerzas, propias y extrañas, que creía dominar pero de las que poco a poco se va dando cuenta que apenas logra a avistar la inasible punta de un iceberg capaz de aplastarlo en cualquier instante.
De esta manera, el reflejo de unas escenas en otras, a veces planteadas las unas como un contraplano de las otras como si a cada puerta que se abriera en el film diese comienzo una pequeña pieza audiovisual independiente, provoca que se complementen entre ellas hasta dar un film de construcción tan compleja como rico en lecturas a cada nuevo visionado. Lo que no implica que Eyes wide shut esté planteada como una forma de mostrar la realidad como oposición a la fantasía, sino como un todo indivisible que se complementa incesantemente casi de manera ritual, y por lo tanto inexorable, aunque con distintos grados de irrealidad que la hacen más o menos misteriosa hasta la salida del sol, a la mañana siguiente.
Sin variar un ápice la reiterativa planificación de Eyes wide shut, la luz del día hace de la ciudad de Nueva York un lugar más reconocible, pero también mucho más vulgar en el que encuentros con nuevos personajes parecen ecos de los que Harford conoció durante la noche anterior -y viceversa, igualadas en su forma todas las escenas gracias a la sensación de claustrofóbica repetición que da la planificación del film como si en el fondo no estuviese pasando nada en un dilatadísimo tiempo muerto en el que todo puede ser real… o no- relatados en un ritmo casi tan moroso como durante la noche pero sin la aureola de misterio que tenía en esos instantes. La atractiva y amable prostituta (Vinessa Shaw) a la que Harford acaba pagando por una conversación es sustituida por su compañera de piso, menos agraciada y más agresiva sexualmente aunque igualmente agradable, que le confiesa que su amiga, a la que Harford rechazó, es portadora del VIH. Por otro lado, la mujer (Julienne Davis) cuya sobredosis interrumpió el flirteo del médico con otras dos mujeres en la fiesta, y que sobrevivió gracias a los cuidados de Harford, aparece muerta, reducida ella a mera carne -quizás por su culpa- y a él en doctor fallido y, desde su óptica, en un ser humano presuntamente culpable, con un conocimiento inútil del que sólo la buena fortuna y la sexualidad reducida al ámbito del matrimonio rescata de la destrucción que lo ronda y que también puede emanar de él.

A cambio y con la salida del sol que no tarda en volver a ocultarse, el misterio criminal alrededor de la identidad de los miembros de la sociedad secreta y su resolución parecen tomar las riendas del film en un último tramo no más complejo pero sí más complicado por una trama detectivesca poco interesante que por fortuna no logra, probablemente por no pretenderlo, ocultar su condición de señuelo, de macguffin al servicio del retrato de un hombre que se asoma al mundo desde la atalaya de su matrimonio y es incapaz de aprehender lo que ve y mucho menos intervenir en ello, debiendo asumir la derrota de la razón ante sus propios miedos y anhelos. De este modo, el aparente poderío de la secta de plutócratas que persigue al médico como recordatorio de sus “pecados de pensamiento” se diluye en la posibilidad (y sólo en la posibilidad) de que no hay un orden establecido: los principios de Bill Harford se deshacen en contacto con sus sentimientos y las algo patéticas dudas sobre la fidelidad de su esposa, y el miedo y la paranoia le hacen ver fantasmas de la conspiración que podrían existir realmente como poderosos controladores de su destino, pero cuya naturaleza nunca llega a concretarse. Con lo que todo se disuelve en una pegajosa cuestión de fe tan volátil como absurda y que acaba por hacer de lo racional una fútil defensa o una inútil forma de entender una para siempre esquiva realidad.
Harford, tras igualarse con su mujer en su impotente angustia existencial, acaba atisbando lo que Alice, en representación del deseo que se escurre de los límites de lo considerado civilizado (el matrimonio) aunque sea desde la fantasía, parece haber asumido antes que él: la angustiosa y a veces culpable dualidad entre lo deseado y lo hecho, condensada en las repetidas miradas que se lanza a sí misma en el espejo (en una película llena de reflejos…) en más de una ocasión, y la elevación de los impulsos básicos a una forma de ritual[10], con el matrimonio como su máxima -y más segura- expresión, como única manera de reafirmarse, como lo único sólido de una realidad incomprensible por inmensa. No parece casual que el grueso del cuerpo de Eyes wide shut, la morosa pesadilla movida por los celos y la culpa, es el que da comienzo tras el sugerente -y también práctica y significativamente el único- fundido en negro que cierra la escena que se describe en el inicio de esta entrada, tenga lugar entre dos invitaciones al coito que dan al film un aire imperfectamente circular. Y que además sean las únicas que -la primera seguro, la segunda muy posiblemente- acaban cumpliéndose en un recurso bastante habitual en parte de la filmografía del director: el de hacer de los impulsos básicos pilares de la sociedad que los reprime pero que se ve obligada a convivir con ellos para sobrevivir. Lo que hace de esta película a veces fascinante pero otras algo cansina un cuento moral, un retrato sobre los anhelos, límites y miedos de un hombre que no busca ser ejemplarizante en su nihilismo, haciendo de los placeres del sexo parte de un acto tan mecánico y necesario como inevitable y verdaderamente real antes de ser arrojados de nuevo al caos.

Título: Eyes wide shut. Dirección: Stanley Kubrick. Guión: Stanley Kubrick y Frederic Raphael inspirándose en la novela corta Relato soñado de Arthur Schnitzler. Producción: Brian W. Cook, Jan Harlan y Stanley Kubrick. Dirección de fotografía: Larry Smith. Montaje: Nigel Galt. Música: Jocelyn Pook. Año: 1999.
Intérpretes: Tom Cruise (Bill Harford), Nicole Kidman (Alice Harford), Sydney Pollack (Victor Ziegler), Todd Field (Nick Nigthingale), Marie Richardson (Marion), Sky Du Mont (Sandor Szavost), Rade Serbedzija (Millich), Leelee Sobieski (hija de Millich).


[1]Director polémico donde los haya, acusado de estafador vendedor de humo con el autobombo como único mérito destacable por unos y ensalzado como genio del cinematógrafo por otros, Stanley Kubrick es aún, a día de hoy, motivo de algunas encendidas discusiones entre la cinefilia. Nacido en el barrio neoyorquino del Bronx el 26 de julio de 1928 en una familia judía con raíces centroeuropeas, estudió en la Taft High School en la que desarrolló dos de sus mayores aficiones, que le acompañarían de por vida: la fotografía y el ajedrez. Estuvo tentado por el sacerdocio como profesión, pero un par de sus fotografías le proporcionaron un puesto en la revista Look, para la que hizo más de un reportaje poco o nada interesante para él, mientras hacía sus pinitos como batería de un conjunto musical de jazz. Dada su imposibilidad de ingresar en la Universidad, Kubrick se inscribió como oyente en la Columbia University de Nueva York. Tras casarse con Toba Metz y viviendo ambos en el Greenwich Village, Kubrick se hizo asiduo a la Cinemateca del Museo de Arte Moderno devorando todo tipo de películas mientras se ganaba la vida como ajedrecista en el Club Marshall y Washington Square. En 1951, Kubrick acometió su primer cortometraje Day of fight, de 16 minutos de duración y con el boxeador Walter Cartier como protagonista de la pieza documental que ilustraba su vida cotidiana. Day of fight fue adquirido por la RKO-Pathé como parte de la serie This is America, que le reportó el dinero necesario para afrontar su segundo trabajo: Flying padre, del que Kubrick más adelante renegó por considerarlo una estupidez. En el año 1953 y tras llevar a cabo el mediometraje de encargo The seasafers por parte del Sindicato Internacional de Marinos, Kubrick dirigiría su primer largometraje: Fear and Desire, inédito hasta hace poco en nuestro territorio y del que nada puedo decir porque, como en el caso delos cortometrajes y mediometrajes anteriores, no he tenido la oportunidad de ver. En Fear and Desire Kubrick desempeñó las funciones de productor, director de fotografía, montador y co-guionista, además de la de director en un proyecto que tardó alrededor de un año en ser distribuido desde la finalización de su rodaje, en el que Kubrick se las vio y se las deseó para llevar a buen puerto su visión, para lo que el presupuesto se disparó. Durante su rodaje, Kubrick conoció a su primera esposa, a la que abandonaría dos años más tarde al conocer a Ruth Soboska durante la filmación de su segunda película El beso del asesino, de nuevo con Kubirck  como director, guionista, productor, montador y director de fotografía. El film, que pese a su competente factura no es especialmente destacable, sería el precedente de la excelente Atraco perfecto, que dirigiría en 1956 sobre un guión escrito a cuatro manos con el novelista Jim Thompson y como co-productor junto a James B. Harris, con quien fundaría la Harris-Kubrick Pictures. La película tuvo un gran éxito, que permitió a la pareja de productores elegir proyecto con el beneplácito de las productoras que permitían un considerable grado de libertad creativa. Tras la adaptación, frustrada por las reticencias de la Metro Goldwyn Mayer sobre el guión, de The burning secret sobre un relato corto de Stefan Zweig -curiosamente contemporáneo y colega de Arthur Schnitzler, cuya novela corta Relato soñado fue largamente acariciada por el realizador (considerando durante un tiempo como protagonista ¡a Woody Allen!) y acabó siendo la base literaria de Eyes wide shut- Kubrick dirigiría la emotiva y a veces olvidada Senderos de gloria, con Kirk Douglas como protagonista. Tras el éxito de esta gran película, Kubrick vería frustrados algunos proyectos más (entre ellos el western dirigido por Marlon Brando El rostro impenetrable, que Brando inicialmente sólo debía interpretar) antes de dirigir en 1960 uno de sus films más tibios pero también más famosos:  la excesivamente pulida Espartaco, durante el rodaje de la cual el protagonista Kirk Douglas (también productor, lo que condicionó mucho la labor de Kubrick como máximo responsable) diría del director que era “un cerdo con talento”. Sería el comienzo de una larga leyenda negra de Kubrick como tirano tras las cámaras, de perfeccionista enfermizo capaz de manipular hasta la cosificación a cualquier actor por encima de su salud mental si así lograba sus propósitos. En 1962 y de nuevo con Harris, Kubrick emprendió la excelente adaptación de la escandalosa novela de Vladimir Nabokov Lolita, que también participó en el guión escrito junto con el director. La historia de un profesor enamorado de una adolescente levantó ampollas pero logró esquivar la censura y ser un éxito que garantizó la carrera de Kubrick. Al año siguiente, Kubrick rompió su alianza con Harris y dirigió ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú, ácida sátira sobre la guerra fría con el inconveniente insalvable de un sentido del humor tan pobre y poco gracioso que acaba por ser una tontería resabiada sobre lo estúpido que es todo el mundo y resulta aburrida pese a su brillantez formal. El protagonismo de Peter Sellers interpretando a dos personajes hizo que Kubrick se instalara en Inglaterra debido a los trámites de divorcio del actor, que le impedían abandonar suelo inglés. En 1964 Kubrick empezó a dar forma a la adaptación de la novela -escrita casi simultáneamente con el guión del film- de 2001: una odisea en el espacio, escrito por Arthur C. Clarke, y que dio luz al clásico, de metraje algo alargado, de la ciencia ficción y del cine en general en el fructífero 1968. Consagrado como director, Kubrick se propuso llevar a la pantalla la biografía de Napoleon en un film de idéntico nombre, pero lo desproporcionado de los recursos necesarios relegaron el proyecto al sueño de los justos. A cambio se atrevió con la adaptación de la novela de Anthony Burgess La naranja mecánica en un interesante film/cuento moral de idéntico título e inolvidable empaque visual y sonoro estrenado en 1971 con un gran escándalo y acusaciones de violentista y fascista para Kubrick. El doblaje del film supuso su primera colaboración con Vicente Molina Foix, que en adelante sería el doblador al castellano de todos los films de Kubrick -incluyendo por supuesto el infausto doblaje de El resplandor- y en una vertiente más triste, la censura del film en múltiples paises e incluso amenazas de muerte y algunos crímenes inspirados en las nefastas actividades y vestimenta de Alex De Large y su grupo de Drugos. Esta incómoda -y demasiado simplificada en demasiadas ocasiones- fábula antifascista, hizo a decir de las malas lenguas que el director se convirtiera en un ermitaño asustado de salir de su mansión en Londres -ciudad que no abandonaría hasta su muerte- por miedo a agresiones o a ser asesinado. Cierto o no, Kubrick aprovechó parte de las investigaciones y recursos obtenidos a raíz de su proyecto sobre Napoleón para encarar en 1975 Barry Lyndon, preciosista y magnífica película de época cuya iluminación se hizo con candelabros y luz natural. Cinco años más tarde llegaría la castigada El resplandor, adaptación de la buena novela de Stephen King que fue rechazada por gran parte de la crítica y por el propio escritor del texto original, muy distinto al del guión de la adaptación cinematográfica protagonizada por un histérico y pasadísimo Jack Nicholson. Para el que firma El resplandor es una de las mejores películas de su realizador, tan maravillosamente pergeñada como terrorífica y ocasionalmente -y Nicholson es el culpable- divertida, con nuevas capas de significado que se descubren a cada nuevo visionado. Siete años más tardó Stanley Kubrick en volver a la pantalla con La chaqueta metálica, film en forma de díptico con lo insalubre de la guerra y, de forma más memorable, la deshumanización de la futura soldadesca en centros militares como pivotes dramáticos. Y once años más tardó Kubrick para llevar a la pantalla Eyes wide shut tras dos años de rodaje con la absoluta dedicación del entonces matrimonio de intérpretes formado por Tom Cruise y Nicole Kidman. La rumorología sobre Kubrick ha superado en (demasiadas, pese a lo divertida que puede llegar a ser) ocasiones sus logros como realizador eclipsando además sus imperfecciones gracias a la etiqueta de genio loco a lo que todo parece dar sentido y disculpar de cara a una parte del público que hace de la divertida anécdota y el perfeccionismo a ultranza del realizador valores mayores que sus películas en sí mismas consideradas. Rodeado de la aureola de malditismo que lo acompañó durante años, Kubrick murió pacíficamente en su casa por causas naturales (que para desanimo de los mitómanos no lo mató nadie, vamos) el 7 de marzo de 1999, cinco días antes de presentar el montaje definitivo a los mandamases de la Warner... lo que podría explicar algunos de los extraños (y feos por innecesarios) subrayados del film. Y con él, desapareció un gran director y toda una leyenda del cine.

[2]Título imposible cuya traducción vendría a ser Ojos cerrados de par en par… y que por primera vez en la carrera del director, no fue traducido al español como siempre había sido hasta ese momento.

[3]El matrimonio de Cruise y Kidman ha sido uno de los más célebres y al mismo tiempo celosamente íntimo del Hollywood más o menos contemporáneo que partieron peras poco después de haber culminado Eyes wide shut, de la que aseguran habrían sido incapaces de interpretar al inicio de su larga relación y que aún y así les costó considerablemente encarar algunos de los conflictos matrimoniales, sentimentales y vitales que se dan en la película, y que probablemente no habrían resultado tan creíbles si el matrimonio sólo hubiese existido en la ficción del film.

[4]Editado por primera vez en 1926, Relato soñado es una excelente novela corta, bastante superior a la ya de por sí muy interesante Eyes wide shut por resultar más sugerente, voluptuosa y de una onírica sensualidad que el film de Kubrick convierte en incómoda, pero mucho más aséptica, pesadilla. No es esta la única diferencia entre novela y film: además de las evidentes diferencias en cuanto a época -y eso que el film demuestra que pese a los avances tecnológicos y sociales pocas cosas han cambiado en otros aspectos más íntimos de la vida humana-, e lugar en el que transcurre la acción (Viena por Nueva York) y como consecuencia de lo anterior, los nombres de los personajes (Fridolin y Albertine por Bill y Alice respectivamente), también cambia la contraseña necesaria para entrar en la villa en la que tiene lugar el ritual erótico -del Dinamarca de la novela al Fidelio del film-, alguna referencia al antisemitismo teniendo en cuenta que el matrimonio literario es judío y, muy especialmente, el que el matrimonio compuesto por Fridolin y Albertine encuentran la manera de despertar los celos del primero de forma más natural que en el film. Si en este último era necesario el fumarse un porro de marihuana para abrir la caja de Pandora, en la novela de Schnitzler, que se iniciaba directamente con esta conversación -o ese primer relato soñado que no deja de ser todo el libro- el tema surge espontáneamente y, pese a los años transcurridos, de manera mucho más adulta que en el caso del matrimonio interpretado por Cruise y Kidman. Relato soñado ha sido editado en por la editorial Acantilado, con una espléndida traducción de Miguel Sáenz al castellano.

[5]Arthur Schnitzler, nacido en Viena el 15 de mayo de 1862, formó parte de la rica vida cultural judía de la Viena de mediados y finales del siglo XIX. Escritor y dramaturgo de profesión médico, entre sus obras se cuentan, entre otras, La señorita Else, Juventud en Viena, El teniente Gustl (considerada la primera novela alemana que utilizó el recurso del monólogo interior), la mentada Relato soñado, o Morir. Habiendo leído sólo las dos últimas, y con Relato soñado comentada en una nota al pie algo más arriba, comentar que la terrible Morir es igualmente una perturbadora y magnífica novela corta, de una honestidad y falta de pretensiones impensable teniendo en cuenta los terrenos por los que deambula y que bucea, de forma más punzante que Relato soñado, en algunos de los aspectos más oscuros de la psique y la vida humana. Su dinamismo, al menos en lo que a estas dos obras respecta, como escritor no está reñido -más bien al contrario- con el tratamiento de temas como la muerte y el deseo en un instante en el que estos empezaban a ser objeto de estudio como pulsiones humanas por parte de gente como Sigmund Freud, contemporáneo de Schnitzler y de muy similares credenciales sociales. Conocedores el uno de la obra del otro, Freud fue un gran admirador de la obra de Schnitzler, que pese a su interés por el trabajo del padre del psicoanálisis moderno, se dice que compartió más amistad con Theodor Meynert, mentor de Freud del que el autor de Relato soñado fue ayudante. Su obra fue frecuentemente acompañada por la polémica y fue, como no, prohibida y perseguida por el nazismo y siempre marcada, según parece, por dos de los pilares básicos del estudio de la psique humana: la relación entre la Pulsión de Muerte y la Pulsión sexual o, como se les conoce también, entre Eros y Tanatos.  Schnitzler ha sido adaptado para el cine en más de una ocasión, la primera en 1914 y posteriormente en adaptaciones dirigidas por Max Ophuls y la de Kubrick que nos ocupa en esta entrada. Murió el 21 de octubre de 1931.

[6]Como se comenta en una nota al pie algo más arriba, la palabra clave que en el libro era Dinamarca,  en Eyes wide shut es Fidelio. Nombre que podría denotar fidelidad (¿a la mujer de uno o a los principios secretistas de la secta que opera en una casa aislada en medio del bosque?), pero que, como se comenta en el film, es también una ópera de Beethoven. De hecho, la que es la única ópera del compositor tan querido por Alex De Large en La naranja mecánica, y cuyo título completo es Fidelio o el amor conyugal (Fidelio oder die eheliche Liebe en su alemán original). Estrenada en su versión definitiva en 1806, Fidelio es una ópera en dos actos (¿cómo la película Eyes wide shut?), tras ser recortada de los tres iniciales que fueron considerados demasiados, basada en el libreto de una ópera anterior de Jean-Nicolas Bouilly Léonore ou L’amour conjugal. Su argumento recuerda en algunos instantes a lo que transcurre en la mansión a la que se accede pronunciando la palabra ante los guardias: Leonora, disfrazada como un guardia de la prisión que se hace llamar Fidelio, rescata a su esposo Florestan de una condena a muerte que pesa sobre él por motivos políticos… Aunque su fuerte carga política enturbia el posible paralelismo entre la obra de Beethoven y la de Kubrick haciéndolo seguramente más casual (o juguetón, algo que a Kubrick siempre le había gustado) que verdadero.

[7]Tras la muerte de Kubrick fue ingente la rumorología sobre la posibilidad de que el director de Eyes wide shut hubiese revelado algún secreto de una asociación similar a la que retrata en la película, siendo el llamado Club Bohemio (o Bohemian club) uno de los más acusados por la conspiranoia que se alimentó de la muerte del realizador. Este Club privado cuya sede se encuentra en San Francisco fue fundado en 1872 por periodistas, músicos y artistas varios, pronto aceptaron empresarios y poderosos hombres de negocios entre sus miembros, y más adelante a profesores universitarios y comandantes militares afincados allí. Su nombre procede de los llamados Bohemios,  periodistas norteamericanos cultos que se auto otorgaron el nombre que poco a poco fue popularizándose hasta extenderse por casi toda la profesión. El club se fundó con la intención de crear una agrupación en la que pudiese discutirse sobre arte y disfrutar las obras, con los periodistas como miembros indispensables y artistas como invitados. Al poco abrieron las puertas a clases más acaudaladas y sus ingresos, que poco a poco fueron arrinconando a los fundadores originales hasta convertirlos en una minoría dentro de la organización. Pese a que los miembros actuales permanecen en el anonimato, la publicación de antiguas listas aseguran la afiliación de Richard Nixon o William Randolph Hearst entre los miembros del Club Bohemio. Anualmente se celebra un campamento bohemio, de dos semanas de duración y tres fines de semana en total, en el que los pudientes miembros del club se reúnen en una finca o terreno de su propiedad y celebran una ceremonia a las orillas de un lago, ataviados con brillantes ropas y cerca de una estatua de roca en forma de búho (símbolo de la organización) con un cuidado acompañamiento musical y espectacular pirotecnia. Además de este acto, también hay dos espectáculos dramáticos creados por los propios miembros de la asociación: el llamado juego del patio o alto bullicio, y el más lujurioso de los dos conocido como bajo bullicio. Como puede verse, los paralelismos entre el Club Bohemio y el poderoso grupúsculo tocado con máscaras venecianas del film de Kubrick parecen tener bastante en común, pero el hecho de que este instante ya se hallara, con escasas variaciones en cuanto a vestimenta y rituales, en la novela corta original, hacen dudar. En cualquier caso, tanto en la Viena de Schnitzler (que podría haber oído hablar del Club Bohemio en su día) como en la Nueva York retratada por Kubrick, a buen seguro había, hay y habrá, organizaciones o sectas con sus propios rituales sean estos sexualizados o no. Y muy probablemente Kubrick escogió lo que más le interesaba de cada uno de ellos para hacerlo a su antojo. Pero que cada uno vea lo que quiera ver.

[8]Pese a que esta impermeabilidad de Harford a lo que le envuelve puede ser visto como una muestra más de onirismo, lo cierto es que logran ser mucho más cercanos y efectivos un Sidney Lumet que sustituyó a Harvey Keitel -despedido, según parece, por eyacular sobre Nicole Kidman durante el rodaje- y que según las malas lenguas fue contratado a modo de topo de la productora, o Rade Serbedzija,  ambos con una soltura y una humanidad en pantalla que contrastan sobremanera con la rigidez de Cruise. Y no digamos ya si lo comparamos con el recital interpretativo, misterioso, sensual y lleno de matices, de la que era su esposa en la vida real, Nicole Kidman.

[9]Pese a que la banda sonora original en el sentido más estricto -o compuesta específicamente para la película- pertenece en mérito a Jocelyn Pook, centrándose en los instantes más desafortunados del film como son los falsos flashbacks que muestran a Alice Harford en la cama con el oficial de la marina y con más fortuna en lo que se refiere a la orgía, las piezas más famosas ya habían sido escritas anteriormente. Si el inicio del film abre bajo los agradables compases puestos en partitura por Dmitri Shostakovich en un fragmento extraído de su maravillosa Suite de Jazz, pletórica y rica en matices que además acompaña a Cruise en su inicialmente confiada y segura cotidianeidad, primero de forma dietética (formando parte de la acción) y luego extradiegética (ajena a la realidad del personaje y como parte de la banda sonora del film)… creando una nueva capa de subjetivismo en el que las fronteras entre la fantasía y realidad se diluyen. Más adelante, la angustia y paranoia obsesiva de Bill Harford encuentra su perfecto eco sonoro en la inquietante y minimalista Musica ricercata II de Ligeti, que le persigue aguijoneando su sentido de la culpabilidad y miedo a ser destruido. Son muestras del buen hacer de Kubrick adaptando hasta apoderarse de piezas de música clásica contemporánea como ya hizo con Strauss en 2001: odisea en el espacio o con Béla Bartok en la película de la que sus melodías ya son inseparables: El resplandor.

[10]Un especie de estira y afloja que podía verse en los saltos evolutivos de 2001: odisea en el espacio, la parábola de La naranja mecánica o de forma más inadvertida pero por ello más interesante, en El resplandor con la violencia -con los crímenes ocurridos en el Overlook repitiéndose una y otra vez como en un terrorífico y apasionante purgatorio- como mecanismo de empuje de un sociedad (o una especie, la humana) que la ha integrado en su seno, y que en Eyes wide shut se centra, más constructivamente, en el sexo.