miércoles, 29 de enero de 2014

ESTÁN VIVOS





Ellos viven y Nosotros dormimos. 
Los Estados Unidos del año 1988 fueron un horno en el que, al calor del neoliberalismo auspiciado y aplaudido por el Presidente Ronald Reagan, un anabolizado cuerpo económico americano se deshacía de toda la grasa social considerada nociva para la salud del mercado. La dieta compuesta por la desregulación político-económica, alivio de la presión fiscal para las rentas altas, o numerosos recortes en fondos estatales destinados a políticas públicas a favor de otros como los militares, fueron pronto sinónimos primero de paro y posterior intemperie económica y vital en un nuevo mundo en el que todo ciudadano tenía la esperanza de una oportunidad de triunfar y aparecer al otro lado de la pantalla televisiva, tras la que nadie parecía sufrir los embates de la progresivamente precaria vida cotidiana de gran parte de la población. Nada (Rody Piper), pulcro vagabundo en busca de un sustento, es uno de los repudiados sociales que anhelan volver a entrar en la ruleta americana que puede hacer ricos de la noche a la mañana a los que juegan en la realidad de la era Reagan[1] situada en el punto de mira de la ácida sátira Están vivos, de John Carpenter[2] llevada a cabo en los estertores del último mandato del entonces Presidente de los Estados Unidos. Nada es un paria ya desde su significativo nombre (uno de los pocos elementos más o menos abstractos de un film que no destaca por su sutileza), uno de tantos moradores de una urbe cualquiera de Norteamérica, inicialmente esperanzado y ajeno a los oscuros poderes fácticos que pretenden distraerle de su verdadera condición: la de esclavo. Porque la realidad mostrada de forma agradablemente pausada por Carpenter, mediante una planificación tan sencilla como diáfana como si no hubiese trampa ni cartón en lo que muestra,  escenario de la parábola política que exhibe su película, es una puramente artificial. Una ilusión indistinguible de la Norteamérica de finales de los ochenta[3] provocada por las ondas televisivas que no sólo venden inalcanzable y abúlica felicidad, sino que ocultan una terrible realidad que la modestia de Están vivos convierte en socarrona y necesaria complicidad. Y esta realidad es una considerablemente familiar en que la raza humana ha sido colonizada por una raza extraterrestre que ha copado nuestras más altas esferas políticas, económicas y mediáticas con el único objetivo de hacer de la inmensa mayoría de la especie humana una armada de autosatisfecha mano de obra, antes de agotar todos los recursos que la Tierra pueda dar de sí misma para luego expirar… En un Apocalipsis que los alienígenas no verán al huir a otros confines de la galaxia en los que podrán  perpetuar su crematístico y esclavista estilo de vida.

Así, Están vivos narra el nada recargado periplo de Nada desde su benévola visión de una Norteamérica que parece despreciarlo amablemente pero en la que un día, antes o después, tendrá su oportunidad, hasta su despertar a una toma de conciencia de su condición de ganado humano. Un arco perceptivo recogido entre la primera escena del film, que muestra a plena luz del día a un vagamente esperanzado protagonista deambulando por unas calles en las que la pobreza -sin cargar nunca las tintas en lo dramático ni lo sórdido- parece campar a sus anchas, y una muy posterior en la que Nada, mediante una planificación muy similar en la que se repiten algunas situaciones bajo un prisma considerablemente distinto. Donde antes había cierta pulcritud en una urbe en la que ni el frío ni la miseria parecía hacer mella en la resignada esperanza del protagonista, ahora Nada se siente perdido, tiembla congelado en la oscuridad de la noche y parece un hombre peligroso y malherido tras haber sido perseguido por la policía y agredido por una mujer que lo toma por loco. Este paralelismo visual, que revela una toma de conciencia de la escala de valores sociales imperante por parte del protagonista de Están vivos y, por tanto, de su condición de paria, es una de las escasísimas figuras retóricas cinematográficas que pueden encontrarse en esta película del otrora virtuoso Carpenter, y también una inaudita muestra de cierto dramatismo dentro de un conjunto gobernado por una agradecida falta de afectación y, más aún, de trascendencia. Ésta falta de énfasis colabora a crear no sólo una parábola sobre un determinado estado de las cosas a través de la distancia que otorga su condición de película sino que, al ser indistinguible del modelo que pretende satirizar (o revelar sus intenciones sin más) al obviar toda floritura escenográfica, resulta mucho más contundente y, sobretodo, mucho más próximo e inconfundible en un lugar y una época determinadas. Un momento en el que el creciente batiburrillo de imágenes y sonido que a (buen) decir del film de Carpenter nublan la razón y encubren una ideología que se hace pasar por entretenimiento o realidad, parecen hacer necesario un repliegue por parte del realizador como ilustrador de un guión cuya mayor baza es su más que evidente poso ideológico, tan obvio y sincero como frágil ante los más nimios embates formales, que el realizador minimiza sin por ello hacer de Están vivos una película insípida.
Así, y mediante una puesta en escena resistente por sólida y poco enfática, pero para  nada adocenada -situada en algún honroso lugar de esa pantanosa categoría llamada clasicismo- y esquivando para bien todo ánimo de cargar las tintas, el film de Carpenter, muy bien planificado, se escuda en su condición de malintencionado guiño al público, de revancha contra un status quo del que Están vivos hace diana de sus dardos de una manera tan superficial como precisamente por ello muy disfrutable cuando la película se repliega en un consabido e interminable tiroteo que a pesar de todo es, y con mucho, lo peor de la función una vez el tiempo concedido en la película a la sátira más realista ha llegado a su fin. Pero antes del digno toque de queda que desinfla a tiros la ácida pegada inicial de Están vivos, se asiste a soluciones formales tan poco espectaculares como efectivas, como la que atañe a la primera toma de conciencia de Nada mediante unas gafas de sol que se revelan como único acceso a la realidad que la televisión (y las ondas que se propagan a través de ella) y su presuntamente inocua programación han recubierto bajo una pátina de afable clasismo. Unas lentes ahumadas que una vez puestas, revelan al ojo humano, acostumbrado al cálido cromatismo del film de Carpenter y a su modelo a este lado de la pantalla, el mundo tal y como es… en blanco y negro.

Esta fácil solución visual, que permite al realizador diferenciar la realidad tal y como la percibimos y su pernicioso subtexto ideológico, cuyo solapamiento revela que en muchas ocasiones lo inocuo no existe sino que sencillamente hace las veces de cortina de humo manejada por oscuros intereses, sirve también como paradigma (a buen seguro involuntario por parte de un realizador muy poco dado a intelectualizar su discurso) de la absoluta falta de matices morales de la película. 
Una salvaje y desprejuiciada, y precisamente por ello muy disfrutable en los tendenciosamente cautelosos tiempos que corren, demagogia que aproxima Están vivos al panfleto ultraizquierdista más violento en su fondo, a pesar de lo atemperado de su forma[4]. Pese a la escasez de sangre y muestras de dolor[5] en una película en la que no faltan, ni mucho menos, los tiroteos o las peleas a puñetazo limpio, Carpenter orienta la benevolencia de un público ya cómplice desde el instante en que se sitúa del lado de Nada como protagonista y su finalmente belicosa visión del mundo como la única verdadera. Una visión, familiar y normalizada a partes iguales, en la que las enormes vallas publicitarias que señorean el horizonte con enormes puestas de sol y atractivas jóvenes en bikini ofreciéndose a los ojos del consumidor dan paso a unas palabras escritas en negro sobre fondo blanco que rezan Casaos y reproducíos, en los que los billetes de dólar señalan un temible mantra en el que aseguran ser nuestro Dios, y en la que las zonas residenciales de la ciudad son habitadas por cuerpos de hombres y mujeres con una expresión similar a la de un rostro desollado que deja asomar su calavera revelando su condición de seres de otro mundo, y donde las incontables palabras de un periódico dominical se extinguen para condensarse en una sola: Obedeced[6]. Siendo esta última la orden que mejor resume la ideología, desperdigada en varias palabras que empapan la mente de proclamas sumisas ocultas bajo brillantes fotografías a todo color, al igual que el mundo en el que Nada empieza a despertar, propugnadas por el siniestro lobby compuesto por economía, política y medios de comunicación que ha sustituido la realidad para establecerse como la única Verdad posible, Carpenter no pierde el tiempo en matices dramáticos que puedan ser una rémora al divertido integrismo anticonsumista de su personaje. Ni la figura de un hombre armado hasta los dientes, cuya “evolución” de hombre de paz a hombre de acción de gatillo fácil transcurre en un abrir y cerrar de ojos, disparando a diestro y siniestro contra aquellos que hasta hacía unos pocos minutos eran sus conciudadanos,  parecen hacerle temblar el pulso ante las evidentes contradicciones no sólo morales, sino también mediáticas, que el realizador torea y para bien en aras de hacer de su película una tan modesta en su frontalidad, que invita a la carcajada cómplice ante un conjunto que se toma a sí mismo como un vitriólico divertimento. Porque pese a la condición de película, algo inherente a Están vivos, no hay ni un ápice de reflexión o sospecha sobre su posible condición de ente social manipulador, como sí se expone una y otra vez dentro de la ficción del film pese a contar entre muchos de sus elementos en juego algunos tan reconocibles como parte de la mitología norteamericana como la figura del maverick o rebelde, encarnado en Nada, o la sempiterna división entre buenos y malos sin matices que en poco se diferencian del cine de acción más adocenado y fascistoide. Un cine que se sirvió (y aún sirve, a día de hoy) de su normalización para esconder su capacidad propagandística e ideológica, tal y como hace Están vivos desde una perspectiva mucho más vistosa y valiosa, por solitaria. 
No por casualidad, la figura del predicador (Raymond St. Jacques) en cuya parroquia se pertrecha la resistencia[7] contra Ellos, los que viven (y por todo lo alto y a nuestra costa) mientras Nosotros dormimos, es un hombre ciego y por tanto más o menos inmune a la hipnosis colectiva inducida por la televisión como condensación de todos los medios de comunicación y perpetuación que modulan y crean la realidad, aunque ni mucho menos inmune a sus resultados. La fría paliza que le propina el anónimo comando policial formado por agentes indistinguibles los unos de los otros, antes de  arrasar hasta las cenizas el campamento en el que un variopinto y multirracial grupo de vagabundos[8] intentan organizarse a modo de comuna en una escena que logra despertar una considerable sensación de amenaza y de inhumana frialdad en la ejecución del desahucio[9], contrasta sobremanera con la violencia de otro instante: el que ilustra la interminable pelea entre Nada y Frank (Keith David), en la que el primero intenta convencer al segundo de que se ponga las gafas de sol que le permitirán despertar y tomar las riendas de su vida.
Ésta última secuencia, interminable y risible por lo desproporcionado de su duración y la brutalidad de los golpes que se propinan ambos hombres sin ceder ante una proposición tan absurda, está dotada de un sentido del humor rayando en la viril camaradería entre ambos, del que carecen los actos de violencia perpetrado contra los parias sociales que aquí se erigen como héroes de la función. Para más inri, los extraterrestres -cuyos efectos de maquillaje son, desde la perspectiva que da el tiempo, encantadoramente cutres y tan físicos como toda la película- con los que conviven los humanos de Están vivos, mueren bajo fuego amigo en el distanciador blanco y negro aportado por las mismas lentes que revelan su condición no-humana, mientras que las víctimas de la resistencia sangran copiosamente en un agresivo rojo y entre quejidos que poco tienen que ver con las mudas muertes de los esclavistas invasores, automáticamente catalogados como blanco tanto por Nada como por un Carpenter que se lo pasa (y hace pasar) de lo lindo obviando todo matiz más o menos pacifista o bienintencionado para con los opresores. Un sesgo ideológico  que toca techo cuando el mentado sacerdote invidente reconoce a Nada como humano tocándole las manos y reconociéndolas como las de “un trabajador”…

Así, y como se decía algo más arriba, Carpenter no sólo subvierte el habitual discurso de determinadas élites socioeconómicas y su correspondiente escala de valores[10], poniendo en su lugar otro igualmente sesgado y unilateral pero bastante más lúcido, sino que también rebaja sobremanera la habitual tendencia a la militarista épica propia del cine de acción de la década de los ochenta, pese a ciertos paralelismos en lo demagógico de su discurso. A cambio, y gracias a una ironía y falta de pretensiones que realzan la cualidad de parábola socialista del film por encima de su posible acepción de película de acción, las numerosas escenas con tiroteos o puñetazos de por medio carecen de subrayados, incluso en los instantes más peliagudos para su protagonistas, que hagan de sus personajes mártires o sufrientes mesías que traen la mala nueva a una humanidad estupidizada. Debido a esta falta de pretensiones, estridentes vestimentas que rozan lo hortera, desarmantes y chulescas  réplicas de diálogo que coexisten con lúcidas reflexiones hechas en voz alta sobre un preocupante estado de las cosas, y con la inestimable ayuda de un sorprendentemente competente equipo actoral[11] capaz de otorgar naturalidad y amable estoicismo a unos personajes que bajo la piel de actores de más renombre resultarían poco menos que increíbles en su inocente pulcritud, Están vivos quizás no sea la gran película que podría haber sido con una mayor amplitud presupuestaria, pero en su resistente pequeñez saca fuerzas para llevar a cabo su corte de mangas al mundo y a una determinada forma de entenderlo. Obviando, gracias a su asumida falta de matices y sentido del humor, toda trascendencia que la habrían convertido en un insuficiente y antipático sermón, el film de Carpenter se erige en un coherentemente modesto, y por barato[12] muy eficaz y honesto, trasunto del parabólico cine de ciencia ficción de serie B que tantas veces hizo de distanciado reflejo de una Verdad esquiva tras las opacas formas del mundo real de otras décadas, pero capaz de traspasar lo coyuntural para amoldarse a realidades tan artificiales como perniciosas son sus consecuencias. Un mundo en el que Ellos viven y Nosotros dormimos mientras soñamos despiertos gracias a películas que, como Están vivos, ofrecen una gozosa revancha que descarta toda autorreflexión como vehículo de catarsis que ofrece una divertida sesión de fantasiosa terapia frente a la pantalla. Pero tal y como está el complejo horno que amenaza con asarnos a muchos para servirnos a unos pocos, no muchos platos resultan más sabrosos para el paladar…

Título: They live. Dirección: John Carpenter. Guión: John Carpenter bajo el seudónimo de Frank Armitage, basándose en el relato corto de Ray Nelson Eight o’clock in the morning. Producción: Larry Franco. Dirección de fotografía: Gary B. Kibbe. Montaje: Gib Jaffe y Frank E. Jimenez. Música: John Carpenter y Alan Howarth. Año: 1988.
Intérpretes: Roddy Piper (Nada), Frank (Keith David), Meg Foster (Holly Thompson), George “Buck” Flower (Drifter), Raymond St. Jacques (Predicador), Peter Jason (Gilbert).


[1]Sobre el presidente electo Reagan, que abandonaría la Casa Blanca al terminar su mandato un año después del 1988 en que se llevó a cabo Están vivos, pueden encontrar información en un de las notas al pie del análisis de la película Jungla de cristal, publicada en este blog el pasado diciembre de 2013. La comparación entre ambas películas, con algunos puntos en común pero de fondo social casi en las antípodas el uno del otro, resulta bastante curioso, más aún si tenemos en cuenta que vieron la luz en el mismo año.

[2]Director puramente norteamericano sobre cuya vida y filmografía pueden informarse en el análisis hecho a su Asalto a la comisaría del distrito 13, en el mes de julio del año 2013.

[3]Y eso que el relato corto escrito por Ray Nelson que sirve de base al guión de Están vivos, y que tenía por título Eight o’clock in the morning, era mucho más abstracto respecto al momento histórico y al contexto social en el que ocurre la acción. Además de llamar a los alienígenas fascinadores y de estar situada en una sociedad totalitaria que no se sabe subyugada pero que podría ser tanto norteamericana como propia de algún país perteneciente al bloque comunista, entre otras diferencias respecto a Están vivos, el tono utilizado por Nelson para narrar su historia resulta la mayor distinción respecto al film dirigido por Carpenter. Si en Están vivos, el tono es más bien jocoso y consciente de su complicidad con el público pese a la frialdad en la planificación, el de Eight o’clock in the morning es mucho más turbio, más distante en su descripción de las muertes de los fascinadores a manos del protagonista George Nada, que en fácilmente podría confundirse con un asesino a sangre fría, o un violento enajenado capaz de amenazar y golpear a su novia cuando ésta cree,  con toda lógica, que su amado novio se ha transformado en un asesino en serie que ve fantasmas por todas partes. La enigmática atmósfera del relato, y la inquietante seriedad que desprende, llena el hueco moral que aparece en Están vivos, que antepone su condición satírica por encima de la turbia ambigüedad moral del original, al situar la acción en unas coordenadas reconocibles en los Estados Unidos de entonces y, de forma muy preocupante, también aquí y ahora.

[4]Siendo un realizador que creció como persona y profesional en la década de los sesenta y los setenta, no es de extrañar el carácter contestatario de las líneas maestras de su cine. Lo que sí sorprende es la frontalidad que exhibe en Están vivos respecto a su opinión de las políticas de Estados Unidos tanto dentro como fuera de sus fronteras. Partidario de un gobierno fuerte y regulador de las actividades económicas que tienen lugar bajo su mando, Carpenter sólo volvería a ser tan ácido -siempre dentro de la mencionada frontalidad que lima todos los matices posibles en películas con el único propósito de entretener al respetable sin traicionar sus principios ideológicos- de forma tan obvia como divertida en 2013: rescate en L.A., analizada en este blog en el mes de enero de 2013.

[5]Sorprende el escaso ensañamiento físico para tratarse del hombre que revolvió numerosos estómagos con La cosa en 1982 y que no escatimaría agresividad en películas como Asalto a la comisaría del distrito 13 o la magnífica y muy menospreciada Vampiros, entre muchas otras. Aunque Están vivos contiene un curioso guiño al respecto en un debate televisado entre dos invasores como contertulianos que coinciden en considerar nociva la violencia y el pesimismo del cine de directores como George A. Romero o… John Carpenter.

[6]Las órdenes lanzadas desde los diferentes medios de comunicación y propaganda que aparecen en Están vivos fueron, al menos durante un tiempo, curioso pasto de algunas letras de bandas musicales o djs a modo de canción protesta en el fondo tan zalameras con un público ya convencido como lo es la película de Carpenter. Por otro lado de un tiempo a esta parte el que suscribe no deja de ver esporádicamente sudaderas con un gran Obey (Obedeced en castellano) enfundadas en adolescentes… de forma tan descontextualizada que uno ya no sabe si se trata de obedecer al portador de la prenda o de algo más próximo a su origen cinematográfico.

[7]Una de las escasísimas figuras clericales del cine de Carpenter que merece una visión benevolente o constructiva por parte de un realizador mucho más amigo de poner en tela de juicio toda forma de autoridad antes que de celebrarla o dar por supuestas sus presumibles bondades. A cambio, y dentro de la misma película, se asiste a una rueda de prensa por parte del Presidente de los Estados Unidos, cuyo nombre no se menciona, pero de cuya alienígena cara descompuesta no dejan de oírse interminables peroratas sobre la necesidad de mantener el optimismo a ultranza… en un discurso de fondo y forma muy similar a los habituales en el Presidente Ronald Reagan.

[8]En uno de los elementos más sutiles de la película de Carpenter, que aparca temporalmente la turbiedad moral de algunas de sus mejores películas o las magníficas narraciones hechas en base a una férrea planificación para dar a luz a uno de su films más panfletarios (que no peores) pero que no carece de algunas pinceladas sutiles: el que los alienígenas que se han adueñado del mundo son hombres y mujeres de etnia blanca, mientras el resto de la población, sus esclavos, contienen una gran variedad racial e incluso física en todos los aspectos.

[9]Escena que tiene un divertido y bastante surrealista punto final con un plano general que muestra lo que antes era el mentado campamento desaparecido de la faz de la tierra a excepción de… un televisor encendido en medio del calcinado descampado a modo de declaración de principios por parte de los alienígenas. Para más inri, la pasarela de moda que puede verse en la  pantalla de dicho televisor tiene su lamentable contraste en el grupo de vagabundos que aún merodean por allí recogiendo (¿por desesperación o por influencia mediática?) la poca ropa que hay en el suelo.

[10]Una mentalidad que aplicada a lo cinematográfico sin duda habría merecido a Nada y los suyos la etiqueta de terroristas, o siendo algo más exactos, de anarquistas violentos.

[11]Pese a sus obvias limitaciones, el que se lleva la palma al respecto es la estrella de lucha libre americana que aquí ejerce de protagonista. Roddy Piper, en la piel de John Nada, ofrece una más que digna interpretación de un hombre corriente cuya naturalidad sólo se ve algo traicionada por su fornida complexión y por la pulida estética que Carpenter ofrece de un grupo de gente que vive en la pobreza. En la comentada escena de la pelea con Keith David, excelentemente coreografiada y planificada, pero muy mal interpretada (tanto como agitar la cabeza cada vez que reciben un golpe pero sin cambiar lo más mínimo su expresión, como si les resbalara) que se diría rememora algunas peleas propias del género western tan querido por Carpenter, pueden verse con incredulidad hasta algunas llaves más propias de dos luchadores sobre un ring que de dos hombres enzarzados en una pelea callejera. A pesar de todo, la inexpresividad de Piper ayuda a dotar a su personaje de una aureola de rudeza no exenta de la simpatía que despierta el actor que lo interpreta.

[12]Están vivos, como lo fue la anterior película del realizador de 1987 titulada El príncipe de las tinieblas, formaba parte de un acuerdo de John Carpenter con la productora “independiente” (de bajo presupuesto) curiosamente llamada Alive, con la que debía llevar a cabo cuatro proyectos con un presupuesto medio de tres millones de dólares por film tras el batacazo del film anterior de su realizador, la divertidísima Golpe en la Pequeña China. Siendo un presupuesto muy reducido para lo que es habitual en la industria del cine de Hollywood, más propio de la serie B no sólo en su forma sino también y por una vez en lo presupuestario, y pese a que Carpenter, como director de éxito en su día, había manejado cantidades presupuestarias muy, muy superiores en el pasado, dicha colaboración se frustró al interrumpirse amistosamente tras el rodaje de la película que nos ocupa. La causa poco tuvo que ver con la tibia acogida comercial de ambas películas, compensadas por lo reducido de su coste, sino por el progresivo alejamiento de Carpenter del mundo del cine para poder atender a su hijo recién nacido, intentar salvar del naufragio su matrimonio con la actriz Adrienne Barbeau sin conseguirlo, o asistir a su padre en la fatal enfermedad de la que no se recuperaría. A pesar de todo, los mandamases de Alive Films, Shep Gordon y Andre Blay volverían a producir una nueva película de Carpenter más adelante, el soso remake del buen film de Wolf Rilla El pueblo de los malditos.

jueves, 23 de enero de 2014

EL FOTÓGRAFO DEL PÁNICO





Un apretado párpado se abre para mostrarnos un ojo, inquieto habitante de su cuenca, que se revuelve al primer atisbo del mundo exterior, buscando algo a lo que agarrarse. Pero el plano de apertura de esta bizarra y desasosegante película no es lo bastante amplio como para permitir que el ojo, órgano vital para su propietario Mark Lewis (interpretado por un muy inquietante Carl Bohem), encuentre algo que llevarse a la retina y saciar su angustia. Es esta turbadora y perturbada mirada, planteada ya desde el inicio del film y de forma aislada carente de contexto, la auténtica protagonista de la película de Michael Powell[1] El fotógrafo del pánico. Film que prácticamente inicia su turbia andada sobre una toma subjetiva desde el interior del ojo, situado a nuestra altura, mostrando a una prostituta subiendo las escaleras mientras le pisamos los talones previo pago viendo como la mujer se gira y finalmente grita aterrada sin dejar de mirarnos con los ojos como platos. Una mirada que obliga a mirar siempre adosada a su propietario físico, el mentado Mark Lewis, y solapada hasta lo indivisible con la traumática y enfermiza existencia de su apéndice humano gracias al frío mecanismo de la pequeña cámara de filmación que siempre lo acompaña y sin la cual, Mark se siente  irremisiblemente indefenso. Pulcro, de una frialdad que encubre bajo una simpática pátina de timidez y buena educación Lewis es, pese a su patológica introversión, capaz de interactuar con aquellos que componen su día a día entre platós de rodaje, talleres clandestinos de fotografía ligeramente eróticas y transeúntes que cruzan ante su cámara durante sus compulsivas filmaciones documentales a pie de calle. Pero en la soledad de su hogar paterno, situado en el piso superior de la mansión familiar de la que ha ido realquilando una por una todas sus habitaciones a numerosas familias con las que evita todo contacto, el huérfano Mark se dedica a una perturbadora afición: la de contemplar, una y otra vez y con una mezcla de placer y culpabilidad muy similares a los del más puritano onanismo, las terribles imágenes con las que el joven concluye sus días a modo de nocturno tentempié audiovisual. Aquellas filmadas en días y noches anteriores en las que recoge en imágenes, mediante un angustioso uso de la cámara subjetiva tan desapasionada como la ausente mirada de su dueño, el asesinato de algunas mujeres con el único elemento en común de haber cruzado sus pasos con los del asesino cuando este sentía el impulso de matar no (o no sólo) con el fin de exterminar una vida, sino de filmar el auténtico terror que se dibuja en el rostro de alguien cuando sabe que va a morir.

Así, y escudado tras la cámara que Powell muestra ya en el tercer plano de la magnífica colección de coloristas estampas de composición casi pictórica que el realizador va poniendo ante los ojos de la audiencia de El fotógrafo del pánico, el psicótico voyeur protagonista se distancia primero de lo horrendo de sus actos, y también de un arquetipo del cine de horror -el del asesino en serie- para el que aún faltaban, en el 1960 de su realización[2], años y filmes para cristalizar, a través del objetivo de su pequeña cámara portátil. La bastante obvia motivación sexual de los crímenes -siempre con mujeres como víctimas, y mediante una pata del trípode de la cámara que oculta un afilado punzón de reminiscencias rematadamente fálicas- o la convencionalidad de una trama prototípica, con escasas sorpresas vista en perspectiva, es dinamitada por el factor asumidamente voyeurístico o fílmico de los crímenes, que llevan El fotógrafo del pánico a terrenos próximos a un misterioso tratado cinematográfico visto desde una narración que se sostiene muy especialmente por el buen hacer de su máximo responsable[3]. Así, y llevando a lo que se diría es la construcción de El fotógrafo del pánico como película al meollo de su argumento y al desarrollo narrativo de su historia, Powell logra hacer del impulso asesino del protagonista, que cosifica convirtiendo en imágenes a las mujeres por las que parece sentir un atisbo de atracción sexual a modo de necrófilo casting, algo casi indistinguible a la propia imagen cinematográfica, manipulable, desechable y siempre muerta frente a la vida que refleja sin llegar a suplantarla. O lo que es lo mismo: si, como parece ocurrirle al protagonista de esta película que de tan expositiva nunca llega a ser concluyente en ninguna de sus posibles lecturas, la muerte parece ser el inevitable resultado de los “experimentos” de Mark con el cinematógrafo ¿no lo es porque eso es lo que ocurre con toda imagen en comparación con lo filmado? De esta manera, la enferma mente del fotógrafo y cámara que se solaza cada noche ante sus propias atrocidades buscando “la perfección” en el máximo terror ajeno, se erige en una cámara-humana ambulante que sustrae de toda vida aquellas mujeres que ocupan su espacio de encuadre, mezclando en la perturbada percepción del fotógrafo el valor únicamente  simbólico de una imagen (la de las chicas dentro del encuadre como reflejo de la imagen de una vida real) y el valor de una vida real, que sólo sirve como cantera fílmica en la que hallar el plano perfecto que dará sentido a la lamentable existencia de Mark Lewis. Así, Powell confronta la visión del espectador de la película con la peligrosamente ensimismada visión del protagonista de El fotógrafo del pánico no sólo situándolo a la altura de sus ojos en numerosas ocasiones mediante unas malvadas tomas subjetivas que arrastran al público a filmar unos asesinatos que nunca vemos consumarse por completo, sino mediante una atmósfera visual muy particular que hace imposible de discernir que puede ser real y que no dentro del universo de la  película.

Planteada así, el plano que sigue al ya mencionado del párpado abriéndose a modo de contraplano, es también el primero tomado con la amplitud de un plano general en El fotógrafo del pánico, mostrando una artificial avenida desierta, un decorado que no parece esconderse de serlo, por el que deambulan algunas prostitutas que serán carne de cañón para la mirada del fotógrafo protagonista. Lo que sería una posible opción estética basada en revelar el artificio que es toda película, o una muestra del paso del tiempo para con la película de Powell se transforma pronto en una extraña (pero coherente) estrategia, al mostrar algo más tarde en el film las mismas calles en las que el primer crimen ha tenido lugar pero ahora filmados en escenarios sino reales, sí mucho más reconocibles como tales. La falta de explicación respecto a las motivaciones psicológicas, pese a una trama familiar que explicaré algo más adelante y que en mi opinión va por otros derroteros mas metafóricos, de un asesino que nunca llegamos a comprender sus crímenes podría descartar la posible cualidad expresionista del film de Powell, pero no su validez como retrato de una época (o una circunstancia plasmada en la película de una considerable actualidad) en la que los referentes de lo que consideramos una imagen real o una imagen de ficción, con todo lo que estas contienen, han desaparecido. La ingente cantidad de encuadres dentro de encuadres, o la mencionada plasticidad de la puesta en escena repleta de colores pastel, por no hablar de lo anticlimática que resulta la película en sí debido a su casi absoluta falta de catarsis y lo artificioso (o falso) de algunas de sus situaciones, provocan la sensación de que todo lo que se ve podría ser mentira o fruto de la perturbada mente del protagonista… aunque nunca pueda asegurarse debido a que la verdad parece haberse diluido por completo. Quizás por eso, y rematando la enfermiza jugada orquestada por Powell desde el primer plano, la tremenda sensación de irrealidad del decorado que sigue al primer plano del film se concreta rápidamente tras la aparición de un plano muy similar al que abre el film y esta entrada… pero que sustituye el nervioso globo ocular del protagonista por la desapasionada cámara que todo lo filma. Y que en este caso, al situarse como la primera toma subjetiva de la película parece ser un instrumento a través del cual no sólo se tranquiliza la mirada de Mark, sino que hace de lo irreal del plano general que precede a este uno mucho más reconocible, como si lo real sólo existiera tras haberse filtrado a través de la cámara.

Esta similitud y ocasional solapamiento entre el mundo que plasma la película y la que se supone es la sensibilidad del asesino respecto a él, va un paso más allá cuando El fotógrafo del pánico parece articularse, a su vez, bajo los mismos funestos propósitos que el distante hombre que la protagoniza. Pese a lo escabroso del inflamable material de base del film, a Michael Powell no parece interesarle la sangre o la casquería sino, como al propio Mark, provocar horror para conseguir la mejor muestra de “el miedo” barriendo de la historia todo elemento que no resulte más o menos perturbador para el público. Esta instrumentalización, flagrante en los asesinatos, de todo lo que compone El fotógrafo del pánico barre toda emoción posible de una película a excepción del terror y un poso de amargura que funcionan como un rumor de fondo que ocasionalmente suben a la superficie bajo la forma de la obsesión por mirar lo cotidiano con distancia y regodearse en lo morboso, filmándolo. Una habitual sesión fotográfica subida de tono adquiere un cariz algo enfermizo cuando Mark ve en una de las chicas que posan para él semidesnudas (sin que eso parezca turbarle o atraerle lo más mínimo) un corte en el labio que ocultaba poniéndose de perfil, y que despierta las ansias (sexuales) de filmarla. Del mismo modo, la poco halagüeña historia de amor entre un emocionalmente virginal Mark y su dulce vecina y realquilada Helen (Anna Masey) sólo parece fruto de las ansias del guionista y el director de enaltecer aún más la enfermiza existencia de Mark, en contraste con la alegría de la chica de la que se enamora y con la que aspira a tener una existencia menos torturada. La primera cita de ambos es elidida por Powell que funde sobre las escasas imágenes de ambos jóvenes sentados a la mesa la maquina de revelado trabajando automáticamente en el ático de Mark, esperando a que este vuelva. En un film sin apenas banda sonora, resulta muy llamativo que esta sólo aparezca, como una enloquecedora y desagradable tonadilla al piano, en los momentos en los que Mark da rienda suelta a su obsesión durante la filmación y asesinato final de sus víctimas y su posterior visionado de ecos masturbatorios. Vista así, no es de extrañar que la investigación policial que persigue al asesino no tenga el más mínimo interés, pese a lo talentoso de su envoltorio audiovisual al mismo nivel que el resto de una película excelentemente planificada, iluminada e interpretada, dentro de la historia, como todo aquello que no haga referencia a la obsesión del criminal, que se desparrama por toda la película con los numerosísimos instantes en los que un personaje espía u observa a otro muchas veces sin que este lo sepa, ya sea a través de una cámara, desde un mostrador o a través de las fotografías que permiten mirar a chicas jóvenes en cueros. Estos numerosos paralelismos entre la enfermiza  escoptofilia del protagonista y la natural curiosidad de los que lo rodean tienen, evidentemente, un último paralelismo entre el mirón[4] que personifica Mark y el que se halla en mayor o menor medida en todo espectador cinematográfico, estableciendo un último y perturbador paralelismo del personaje con el público.

No resulta casual que el único motivo puesto en pantalla a modo de trauma impulsor de los males que aquejan a Mark y lo convierten en un desabrido verdugo sea la omnipresente figura de un padre, afamado médico e investigador (significativamente como pocas veces, interpretado por el propio realizador del film Michael Powell) que destrozó la vida de su retoño al hacerlo partícipe de su mayor experimento: aquel que, mediante la continua filmación de la desde entonces desgraciada vida del niño (interpretado por el hijo del realizador, Columba Powell) incluso en sus momentos más íntimos y que sigue durmiendo en la misma habitación que entonces,  pretende escarbar en  los efectos del terror en el sistema nervioso de un sujeto… con el plus de crueldad de hacerlo con su propio hijo[5]. Las terribles imágenes mudas  que ilustran las incontables perrerías que el progenitor hacía caer sobre su desdichado benjamín del calado de meterle lagartos en la cama para despertarle, o robarle toda posibilidad de intimidad ante el lecho de muerte de su madre son de una crueldad enervante, pero también la demostración de los numerosos paralelismos entre lo que ocurre en el desarrollo del film desde un punto de vista narrativo (su historia, por decirlo así) y su construcción y objetivo último: angustiar primero para luego provocar una muy conseguida desazón. No en vano, en el instante en el que Helen observa algunos de los instantes de la vida de Mark enumerados más arriba, este no pretende consolarla, sino plantarse frente a ella con su inseparable cámara para vampirizar el comprensible estupor de la chica. Y algo más adelante, cuando Helen logra, en una ausencia de Mark, ver una de las snuff-movies de su maltrecho novio, el director de El fotógrafo del pánico jamás ofrece un plano de la pantalla, sino que sostiene una larga toma de la toma de conciencia por parte de la chica que pronto acaba en terror puro y duro, similar al de las mujeres que hemos visto horrorizarse antes de morir mirándonos desde el otro lado de la cámara subjetiva con que Powell mostraba los asesinatos de su protagonista…
Así, más que un film expresionista desde la óptica de Mark Lewis, se diría que El fotógrafo del pánico es una película expresionista sobre su propia condición de película, o de la percepción que Michael Powell como director tiene de la misma y su papel en ella como realizador y manipulador de todos los elementos que la componen[6]. Siendo todos los personajes de su film peones al servicio de una película marcada por una distancia que sería clínica de no ser por su exuberante puesta en escena y la impresionante interpretación de Carl Bohem como Mark Lewis, ésta parece moverse antes como diálogo con la realidad que se enfrenta a su reflejo deformado desde otro lado de la pantalla que como ficción autónoma -cosa que logra con resultados tan lánguidos y morosos como muy inquietantes- creíble como tal. No hay que olvidar el oficio de Mark, director de fotografía en el rodaje de una película desde la que Powell parece reírse de una parte del negocio del cine[7], y en la que el joven fotógrafo aspira a terminar siendo el que grita ¡acción! desde detrás de la cámara mientras se mueve como un rey por el plató, obsesionado por documentarlo todo convirtiendo su ojo en una cámara y su cuerpo y voluntad en elementos prestos a mejorar la puesta en escena del escenario en que parece haberse convertido el mundo para él, alcanza sus mayores picos emocionales (¿cinematográficos?) cuando alguien es asesinado. O simplemente muestra algún tipo de anomalía o sexualidad desde el punto de vista del puritano Mark[8] que filma  perversión y sordidez allí donde mira, controlando hasta el último detalle de todo lo que le envuelve… tal y como hace Michael Powell con objetivos prácticamente idénticos desde su posición de director de El fotógrafo del pánico.

Esta obsesiva búsqueda de reflejar el horror provocándolo a ambos lados de la película, ya sea dentro y/o fuera de ella con métodos muy parecidos, hace de magníficas escenas como el duelo dialéctico entre Mark y la madre ciega de Helen (la actriz Maxine Audley) unas especialmente jugosas, no sólo desde el punto de vista emocional, tensas, muy inquietantes y con un inesperado punto tierno casi inaudito en todo el film, sino desde un punto de vista digamos más discursivo sin resultar nunca dogmático. En una película como esta en la que el terror se retroalimenta al ser contemplado -como las víctimas son obligadas a mirar su reflejo deformado en el instante en el que son asesinadas, aumentando así su horror ante su final- por los personajes del film y por sus espectadores, completando el “proyecto Lewis”, la anciana ciega (capaz de ver la maldad de Mark, notándola en los momentos más inquietantes de la película) salva la vida debido a su ceguera, y a que por tanto no sirve a los propósitos del fotógrafo ni a los del director al no poder contemplar su rostro desencajado por el miedo antes de morir… o una película como espectadora. A cambio, ésta toma una “instantánea” del rostro de Mark tocándolo con los dedos de las manos, como una forma de aprehender al otro, que tanto se le escapa al protagonista, de forma mucho más intuitiva (o instintiva, como asegura la mujer) y personal de lo que el desnortado personaje logrará jamás, atrapado en una existencia que es pura pesadilla de visos conductistas que resultaría moralista de no ser por la frialdad de la puesta en escena que la deja en una de sus múltiples lecturas posibles. Así, la película de Powell, que sabiamente no muestra la muerte de Mark de forma subjetiva, como sí había mostrado todas las demás hasta ese momento solapando la mirada del Voyeur asesino con la del público -revelando así su absoluta condición de voyeur- inquietándolo al mostrarle las aterradas mujeres que nos miran desde la pantalla y nos chillan a nosotros como lo hacían con Mark, sino que en este caso se mantiene en un distante (y una vez más, anticlimático) alejamiento, como si la muerte fuese algo representable en una película, pero jamás equiparable a su modelo real, a pesar de que su paso a través de la cámara pueda confundir, en el caso del film hasta lo patológico, hasta el más absoluto caos perceptivo en el que poco parece claro y nada abandonado al azar. Componiendo una de las más desasosegantes muestras del cine de horror que puedan recordarse y una de las escasas demostraciones, apasionante y perturbadora a partes iguales, de que muy de vez en cuando, al mirar una película como El fotógrafo del pánico, la película te mira a ti.

Título: Peeping Tom. Dirección: Michael Powell. Guión: Leo Marks. Producción: Nat Cohen. Dirección de fotografía: Otto Heller. Montaje: Noreen Ackland. Música: Brian Easdale. Año: 1960.
Intérpretes: Carl Boehm (Mark Lewis), Anna Massey (Helen), Maxine Audley (Madre de Helen), Pamela Green (Milly), Esmond Knight (Arthur Baden).


[1]Nacido Michael Latham Powell el 30 de septiembre de 1905, segundo y último hijo del matrimonio de Thomas William Powell y Mabel Corbett en Worcester, Inglaterra. Pasó su infancia atendiendo en la King’s School para luego asistir a sus clases en el college de Dulwich y trabajar en un banco en 1922. Rápidamente abandonó su puesto al darse cuenta de que aquella no era la manera con la que pensaba ganarse la vida para entrar en la industria del cine en 1925 en la francesa ciudad de Niza, gracias a los contactos de su padre, como chico para todo, llevando cafés arriba y abajo y barriendo suelos. Con el tiempo Powell ascendió a cargos como escritor de intertítulos para hacer más comprensibles las tramas de un cine que por entonces aún era mudo, y fotógrafo, además de hacer sus pinitos como actor cómico en algunos cortometrajes. Volvió a su Inglaterra natal en 1928 y trabajó para algunos directores como Alfred Hitchcock, con el que se labró una buena amistad que duraría hasta el final de la vida del realizador de Vértigo.  Tras participar en algunos guiones, Powell recibió sus primeros encargos como director: la realización de una serie de películas cortas, de una hora de duración aproximadamente, necesarias para cumplir la legalidad que obligaba a los cines ingleses a proyectar un número determinado de cine hecho en Inglaterra. Gracias a esta obligatoriedad legal, Powell comenzó a adquirir sus maneras audiovisuales y a aprender a bregarse con el equipo técnico y artístico de una película, llegando a dirigir la friolera de 23 películas entre los años 1931 y 1936. Su última película bajo estas condiciones, Edge of the World, llamó la atención del productor Alexander Korda que contrató a Powell para dirigir una serie de proyectos que jamás se llevaron a cabo, pero en aquella época tuvo lugar uno de los más importantes acontecimientos en la vida profesional de Powell: conocer a Emeric Pressburger. Fue al serle encargado el proyecto The spy in Black, protagonizada por dos estrellas de Korda para las que el film hacía de vehículo para su lucimiento Conrad Veidt y Valerie Hobson, cuando el realizador inglés y el guionista húngaro, que llegó a los EEUU huyendo del nazismo, entraron en contacto. Sus próximos filmes juntos fueron Contrabando en 1940 y Paralelo 49, tras la cual, y al ver que pese a tener formas de ser muy diferentes, decidieron firmar las películas en las que ambos colaborarían bajo el lema de un film de Michael Powell y Emeric Pressburger desde 1942 a 1957. Bajo la marca de ambos firmaron películas como El narciso negro, o  impepinables obras maestras del tamaño de Las zapatillas rojas, pero en 1960, el film que nos ocupa en esta entrada truncó su carrera cinematográfica haciéndo casi imposible a este admirador de Walt Disney y Luís Buñuel (y que dijo en una ocasión que “todo el cine es surrealista, porque es algo que parece real, pero no lo es”) volver a dirigir. Durante esos años algo oscuros, Powell trabajó como guionista, productor y director de programas y películas de televisión. En 1984 y recuperado por la crítica y los reputados miembros del Nuevo Hollywood tales como Martin Scorsese, Brian De Palma o Francis Ford Coppola, Powell contrajo matrimonio con Thelma Schoonmaker, habitual montadora de Scorsese al que aconsejó en algunos instantes de su carrera como en Jo, que noche (película comentada en este blog en mayo de 2013 y con una nota al pie que desarrolla esta curiosidad) y que fue su última compañera sentimental hasta su muerte, el 19 de febrero de 1990.

[2]Este film de Michael Powell, variable del cine de terror con psycho-killer de por medio, vio la luz el mismo año en que otra película más afamada variaría el rumbo del cine de horror tal y como se conocía hasta entonces entre el público masivo que por entonces acudía a ver las magníficas visiones de la productora Hammer Films sobre el mito de Drácula o el Doctor Frankenstein que representaron una de las épocas doradas del género. Fue el mismo año de Psicosis, clásico entre clásicos de la mano de Alfred Hitchcock, hecha en un blanco y negro y un magnífico sensacionalismo que contrasta sobremanera con el colorido y la incómoda calma chicha del film de Powell que nos ocupa. De estas dos películas, que muy probablemente ofrecieron una nueva manera de acercarse al cine de terror y a la forma en que este era narrado además de la relación que mantiene con el espectador cada una a su muy particular manera, sólo Psicosis ha logrado hacerse un hueco entre una parte importante del público contemporáneo. Se ha comentado que el éxito de una y el fracaso comercial que sufrió la otra, que además destrozó la continuidad de la carrera de Powell como realizador, fue debido a que El fotógrafo del pánico se estrenó tres meses antes que Psicosis… y el espabilado de Hitchcock, viendo como la prensa se merendaba el film de su colega y amigo, decidió estrenar la película sin mostrarla a la crítica, que cuando empezó a despedazarla en suelo inglés ya no podía impedir que fuese el éxito de taquilla que hizo involuntaria sombra económica e histórica al film de Powell. Y es una lástima, porque en muchos aspectos, El fotógrafo del pánico, y quizás por ser vilipendiada y censurada en su día resulta más turbadora, vista hoy, que el excelente film de Hitchcock, con el que guarda algunas similitudes argumentales. Pese a todo, y tras la censura que ninguneó al film de Powell en numerosos países (en el caso de Finlandia, El fotógrafo del pánico no vio la luz de proyector hasta 1981), las ansias del público por las películas con asesinos seriales del por medio propició su reestreno, por mucho que los paralelismos con los incontables Viernes 13 o en menor medida, La noche de Halloween de John Carpenter (película con numerosos puntos en común desde el punto de vista formal y su uso de la cámara subjetiva con la que nos ocupa, y que fue comentada en este blog en octubre del 2012) sean más fruto de la coincidencia o la demanda que de una verdadera herencia, de mayor acogida entre directores como Brian De Palma o Michael Haneke que en el cine considerado (con antipático paternalismo por parte de algunos) de género, aunque no faltan relativos  herederos colaterales como pueden ser Arrebato de Iván Zulueta, una parte de la saga Rec de Jaume Balagueró y Paco Plaza, o incluso Videodrome de David Cronenberg.

[3]El protagonista interpretado por Carl Bohem no aparece físicamente ante los ojos del público hasta unos cinco minutos después de que El fotógrafo del pánico haya empezado a andar, aunque su presencia es continua, ya sea con el primer plano que muestra su ojo abriéndose antes comentado, denotando su presencia con la toma subjetiva (el tercer plano de la película) que acaba con el primer asesinato del film, o desde la distancia de espaldas mientras observa sus crímenes en un estado de éxtasis muy similar al de la masturbación… Para luego mostrarlo sin más dilación, por lo que difícilmente puede considerarse El fotógrafo del pánico como una película de suspense (aunque sí de terror, o de suspense profundamente perverso, por lo perturbador que resulta ver y angustiarse a través de un protagonista tan enervante), pero sí el retrato de una patología cuyo afectado coherentemente no es mostrado sino después de un buen tramo de imágenes que salen de él, pero no lo muestran. La cámara es la verdadera protagonista.

[4]No por nada el título original de El fotógrafo del pánico es Peeping Tom, o Tom el mirón, expresión inglesa que califica a aquellos que miran sin ser vistos a los demás, ajenos a su presencia. La aparición de este personaje, convertido más tarde en sinónimo de voyeur, se remonta a una leyenda, supuestamente basada en un hecho real, datada en el siglo XIII. En ella se explica la historia de Lady Godiva, mujer de un rico terrateniente que replicó a su marido por las severas tasas que este imponía a sus súbditos. Molesto por las quejas de su esposa, este accedió a bajar los impuestos con la condición de que Lady Godiva paseara por todo el pueblo completamente desnuda y a lomos de un caballo. La mujer accedió, pero pidió a los habitantes del lugar que se encerraran en sus casas y cerraran a cal y canto sus ventanas por respeto a su intimidad. Y todos cumplieron a excepción de Tom, el sastre del pueblo, que no pudo contener su calenturienta curiosidad y espió por una rendija para ver a la noble desnuda… El castigo recibido, que varía según la versión a la que se quiera hacer caso, oscila entre la ceguera o de forma más contundente, la muerte. Pese a la inspiración en hechos reales que recoge esta leyenda, el simple hecho de que la figura del grotesco Tom el mirón o Peeping Tom, se añadiera posteriormente alrededor del siglo XVIII al parecer asimilando una versión oral de la historia más popular que la escrita en el siglo XII, hacen dudar seriamente de la veracidad de todo lo demás. A pesar de todo, la expresión Peeping Tom, además de bautizar alguna banda musical y merecer alguna escultura en su honor, ha calado lo suficiente en la cultura popular anglosajona como para describir cualquier mirón.

[5]Este aspecto de la película, que ilustra la transmisión entre la malvada e insensible curiosidad del padre y la psique del niño que crecerá como producto de la castrante ideología paterna, es uno de los numerosos elementos psicoanalíticos que pueden encontrarse en El fotógrafo del pánico. El más claro de todos ellos es el evidente complejo edípico que arrastra Mark no sólo suplantando la figura paterna repitiendo una y otra vez su trauma sobre los demás, culminando su visión y experimentos llevados un punto más allá en su particular escala de sadismo, también por el hecho de vivir en el mismo hogar en el que creció y sufrió hasta ser quien es: un hombre del que algunos aseguran sin saber hasta que punto tienen razón, tiene “los ojos de su padre”. Seguramente es algo más que un detalle atmosférico el que su enamorada Helen viva en la habitación que pertenecía a su madre, como también será algo más que un acto violento el que Mark asesine a todas las mujeres por las que parece sentir un impulso sexual (por algo será que la primera víctima es una prostituta a la que Mark asesina mientras ella se desnuda) que sólo se satisface al hacer de ellas una imagen y matarlas… a excepción de la algo feúcha Helen, con la que mantiene una relación de un recato casi infantil, y en la que poco sexo parece verse en el horizonte. Por otra parte, el voyeurismo compulsivo de Mark, al que el enloquecido psiquiatra aparecido en el film define como escoptofilia y que es una cualidad nada peligrosa en sí misma considerada, no entraría en la categoría de patología psicológica de no ser por la crueldad que sustenta en el caso de Mark.

[6]No por casualidad El fotógrafo del pánico marcó sobremanera y a decir de ellos, a directores del calado de Roman Polanski, Brian De Palma o Martin Scorsese. El director de Taxi driver, gran admirador de la obra de Powell en general y cuya montadora habitual fue la esposa del realizador de El fotógrafo del pánico, Thelma Schoonmaker, pudo ver la película en su estreno en 1960 en el único cine de Nueva York en que se proyectó. Tras este pase, extrañamente en blanco y negro, Scorsese no volvió a ver el film hasta 1970 gracias a la copia, esta en color, que le facilitó un amigo. Y fue en 1978 cuando propició un reestreno más amplio que el original gracias a una aportación económica del director de Uno de los nuestros con este título de culto entre sus compañeros de generación. No en vano Scorsese ha asegurado en numerosas ocasiones que el visionado del film que nos ocupa junto con 8 y ½ de Federico Fellini es todo lo que uno necesita ver para saberlo todo sobre el oficio de dirigir películas y la personalidad que se oculta tras dicho oficio. Según él, 8 y ½ lo dice todo sobre el glamour y el disfrute de hacer cine, mientras que El fotógrafo del pánico lo dice todo sobre la agresión que resulta dirigir un film y como la cámara viola la realidad y a todos los que trabajan en la película que uno esté dirigiendo.

[7]El amable retrato de las miserias del cine, en este caso inglés, da pie a algunas de las pocas notas de humor en una película que da poco pie a la risa más despreocupada. Un director incapaz de controlar ni su rodaje ni sus nervios, una actriz que sólo sabe ser guapa pero no interpretar, y un equipo de rodaje que se mira la escena con una mezcla de diversión y vergüenza ajena, son los elementos con los que Powell encara esta pequeña y dulce sátira a costa de su propio oficio de la que no se escapa ni el egocentrismo de la doble de luces (interpretada por Moira Shearer, bailarina que ya había trabajado con Powell en el papel de protagonista de esa obra maestra llamada Las zapatillas rojas), que recibirá su desproporcionado castigo a su soberbia por parte de Mark.

[8]El puritanismo en la mirada de Mark Lewis se ve resaltada por su tendencia a ver morbosidad y decadencia allí donde en la mayoría de ocasiones sólo hay sexo. Una sexualidad a la que el mismo Mark  se encarga de poner palos en las ruedas distanciándose a través del objetivo de su cámara cada vez que se despereza en él un impulso de excitación, ya sea contemplando a una chica con un tajo en la boca o a una pareja besándose en la calle. Y que por supuesto no encuentra su lugar, como se ha comentado algo más arriba, en la figura de una Helen por la que no parece sentir ningún deseo que no sea el de la más casta compañía, personificada en la educada y buena chica que es Helen ante las “descocadas” mujeres a las que Lewis fotografía ligeras de ropa a cada sesión fotográfica. Y que son asesinadas a modo de moralista/autodestructivo castigo por el reprimido placer que producen en Mark.