miércoles, 26 de febrero de 2014

EL LOBO DE WALL STREET



Año 1971. En el desesperado intento de frenar la devaluación del dólar ante las diferentes crisis políticas y económicas que minaban la confianza mercantil en los EEUU, el presidente Richard Nixon desvinculó el valor de la moneda norteamericana del baremo económico mundial establecido desde 1944: el oro. Esta interesada estrategia supuso el pistoletazo de salida a presiones, llevadas cabo a nivel internacional, con el objetivo de que el flujo económico se viese libre de todo tipo de restricción más o menos político[1]. Dicho y hecho, el equilibrista techo normativo que ponía límite a la cantidad de dinero que podía fabricarse desapareció de la vista de oscuros intereses, que vieron luz verde para enriquecerse y enriquecer a costa de todo y todos. Pero poco o nada de eso le importa a un joven emprendedor como Jordan Belfort[2] (Leonardo Di Caprio), gran tiburón blanco en la pequeña pecera de la década de los ochenta que los broker convirtieron, a golpe de desregulaciones legales y stock options, en un ilusorio mar de oportunidades. Belfort amasó, como otros,  desorbitadas cantidades de dólares, con su consecuente grado de poder en permanente ascenso, en un mundo vendido al dinero por el dinero que sin embargo, y en su absoluta desregularización, permitió un creciente y peligroso endeudamiento generalizado. Pero eso tampoco parece importar en la lujosa y frívola burbuja, de reflejos casi lisérgicos en su exuberante hedonismo vital, retratada en el último film de Martin Scorsese[3], El lobo de Wall Street. Película narrada de forma brutalmente solipsista por parte del depredador que la protagoniza, un hombre adicto al dinero y sus parabienes materiales, con la compulsión como única naturaleza reconocible y sin más atributos que lo que él nos muestra de forma tan desvergonzada como acaramelada para los ojos. Automóviles recubiertos por las más estilizadas carrocerías y los más potentes motores, esculturales prostitutas que pasan a pares por su cama, cantidades industriales de cocaína, cualudes, crack, alcohol de alta graduación… Todo confundido en un parco equilibrio en el que el punto medio ha sido enviado al cementerio de lo tibio, siempre calibrado entre lo anestesiante y lo excitante sustentado en la más infecciosa droga que parece resucitar a Belfort, y a su creciente manada de asalvajados seguidores, de sus brutales resacones matutinos: el dinero. Montañas y montañas de dinero que Belfort asegura saber como conseguir de la noche a la mañana… y cuyo mecanismo se guarda muy mucho de revelar. Mientras, se regodea en narrar sus divertidas golferías de opulento crápula como haría un cazador que exhibe cabezas de animal como trofeos tras haber limpiado la sangre y escondido el cuerpo de su presa.

Porque la estrategia dramática de El lobo de Wall Street, que muestra a sus personajes en una continua farra que sólo termina cuando sus intoxicados organismos dicen basta, no es baladí. Desde el instante, temprano en la película, en que la voz en off que acompaña al espectador por el continuo carnaval erigido por Scorsese, que convierte a Belfort en narrador omnipotente capaz de cambiar el color de su flamante coche del rojo al azul cuando pasa ante nuestros ojos en una misma toma, se revela el truco de un protagonista que rehace su propia historia a placer e interés propios. Un poder, el de contarse a sí mismo por parte de Belfort así como la etapa vital contenida en el excesivamente largo metraje de El lobo de Wall Street, que Scorsese subraya una y otra vez gracias a constantes peroratas del arrogante broker mirando y hablando al público del film, o en la forma en la que se estructura el propio relato de la película, situándolo siempre en el lógico lugar que cree merecer un narcisista dentro de esta historia contada por él mismo. Así, y hablándole al espectador directamente o vendiéndose sesgadamente como quien dice ser, sin explicar nunca nada de especial relevancia que no sea sepultado por la gozosamente agresiva catarata de vicios mostrada en pantalla, Belfort se significa así mismo bajo los parámetros de un triunfador del Sueño Americano prácticamente sin el más mínimo matiz de duda o sombra que pueda hacer temblar su buen nombre. Por lo que ni lo descaradamente ilegal de sus métodos, ni el evidente desprecio de Belfort por todos aquellos a los que promete un paraíso material en la tierra sin más esfuerzo que el de entregar su dinero y esperar que les lluevan los beneficios, asoman en la atractiva ficción manejada por el protagonista.
En este sentido, El lobo de Wall Street se asemeja al testimonio de un juerguista cuya labia y carisma logran hacer divertida la situación más lamentable: numerosos flashbacks trufan el film de Scorsese hasta convertirlo en una narración casi desmembrada y sin otro centro que no sea el personaje interpretado por  DiCaprio. Y siempre en continua reconversión, mostrando algunos acontecimientos que Belfort vivió bajo los efectos de alguno de los incontables narcóticos que se consumen alegremente en el film, para luego rehacer la acción que estaba narrando unos minutos antes con un saldo muy diferente y más acorde con su estado de sobriedad, suponen la mejor muestra de cómo el film parece verse a sí mismo no como la exposición de una serie de hechos a la luz de la verdad, sino como una historia tan expositiva como dudosa en su veracidad.
Esta cualidad subjetiva y además interesadamente sesgada de lo explicado por Belfort, muy evidenciada por Scorsese gracias a algunos de los elementos comentados algo más arriba, marca sobremanera no sólo la forma en que se arma lo explicado en El lobo de Wall Street sino también, y de forma más equívoca, en como se percibe.

Si el personaje real, excelentemente interpretado en la película por un Leonardo Di Caprio de contagiosa energía, era un engatusador de lengua viperina capaz de hacer épico el mayor de los crímenes, difícilmente habría logrado encontrar, visto lo visto, mejor aliado para plasmar sus atractivos delirios materialistas en una pantalla que bajo el poderoso ojo de Martin Scorsese[4]. Realizador que, en esta ocasión, y resiguiendo algunas líneas argumentales y formales ya trazadas por algunas de sus películas anteriores, se esmera en revelar la cualidad de narración de la película y por tanto de una visión de los hechos que ocurrieron, y que debido al carácter del protagonista, filtro a través del cual transcurre toda la película, son puestos en pantalla con un exhibicionismo tan espectacular como contagiosamente festivo. Las impresionantes coreografías, dignas herederas del género cómico slapstick y del mejor musical, que armonizan en pantalla el dionisíaco caos en el que se revuelcan los animalizados hombres y mujeres que viven a todo tren bajo el ala de un Belfort convertido en líder espiritual y casi religioso modelo de conducta, otorgan una altura de vuelo a El lobo de Wall Street que soslaya el moralismo en el que muy  fácilmente podría haber caído. La monumental e ininterrumpida juerga puesta en imágenes por el realizador salva, gracias al talento de Scorsese, del más soberano aburrimiento un film que casi nunca avanza argumentalmente, sino que se dedica a girar sobre si mismo en un suma y sigue hecho de caranavalescas fiestas mostradas en impresionantes set-pieces impulsadas por rayas de cocaína y una agresividad desatada sólo a la zaga de la estupidez galopante que parecen acarrear la mayoría de sus personajes… pero que dentro del subjetivismo del film, bien podrían ser un engaño que reviste de infantil y exculpatoria incompetencia los actos de un diabólico broker más listo que el hambre.
Lo que no implica que El lobo de Wall Street no lo deje ocasionalmente en ridículo: secuencias como la que muestra la inolvidable caída de Belfort en su propia piscina borracho como una cuba haciendo saltar todas las alarmas, o la memorable escena en la que Belfort y su mejor amigo y consorte Donnie Azoff (un divertidísimo Jonah Hill), se enzarzan en una incomprensible discusión incapaces casi de moverse tras presenciar la hilarante epopeya de Belfort “conduciendo” hasta su casa puesto hasta las cejas, merece entrar en los anales del cine de su director como una de las mejores muestras de comedia visual tan rematadamente idiota como divertidísima. Pero también, y en su mala baba, los convierte en objeto de burla de una forma tan distanciada pese a lo divertida que resulta una escena con un punto final que compara al broker esnifando ¡con Popeye comiendo espinacas! que la memez de ambos hombres cae por su propio peso…
Aunque una vez más, desenfocando lo realmente reprobable de la vida de ambos: escenas magníficas como el rescate del navío de un Belfort que se aventura en una descomunal tormenta marítima envalentado por las drogas, que parecen retratarlo como un pobre imbécil, distraen la atención de lo tremendamente astuto que es, algo que no se ve en esta película narrada por un mentiroso, pero cuyas mentiras son apoyadas por una estupenda puesta en escena que raya en el expresionismo. Si la vida de Belfort sería y acaba siendo según sus palabras, un aburrimiento, cuando abandona el consumo de drogas del que ha hecho gala durante casi todo el metraje, es precisamente ahí donde la película echa el freno y se atempera hasta alcanzar la sobriedad en la que ahora malvive el protagonista y que acaba por contagiar de su falta de fuelle al film. El buen hacer de Scorsese y su talentosa planificación y coordinación de todos los elementos expresivos  que conforman su película, hacen de El lobo de Wall Street un ejemplo de película excelentemente narrada y también cómo se construye esa narración, pero se cobra el antipático y coherente peaje de estar asistiendo a una juerga monumental en la que el público tiene vetada su participación… Tanto por la propia naturaleza de la película como tal, como por la brutal desigualdad económica, astutamente omitida por Belfort y su película, sustentada sobre la misma ideología que ha hecho de Belfort quien es y que necesita de gente que quiera ser como él para subsistir.

No parece causal que la película dé sus primeros pasos con un anuncio televisivo de Stratton Oakmond, la firma llevada por Belfort como un fanático religioso con el dinero y todo lo que este pueda comprar (y en El lobo de Wall Street, lo que se puede comprar es todo) como único ídolo digno de culto… después de él mismo. La presencia de un león paseando apaciblemente en las oficinas con la aquiescencia de los trabajadores no sólo podría funcionar como metáfora alrededor de un protagonista al que se apoda (y se publicita) bajo el nombre del animal que aparece en el título, también pone el acento en la cualidad casi propagandística del modo de vida de Belfort y los suyos tal y como se muestra en el film de Scorsese[5]. Puede que por eso, una vez la debacle, propia de un gran hombre que ha llegado muy arriba, ha comenzado, el cerco policial que se estrecha alrededor de Belfort acaba por cerrarse durante el rodaje de un anuncio, como si la imagen que el broker pretende vender a los demás, y que es la base de su negocio, empezara a resquebrajarse y a ser puesta en duda.
Vista así, y gracias a esclarecedores instantes en los que el protagonista arenga a su progenie dándose continuos baños de masas micrófono en mano y observando a sus tropas desde una tarima como centro de todas las miradas, la estructura del relato es equivalente a la visión que Belfort tiene de sí mismo dentro de su vida. Una muy similar a la de fanático religioso o político (e idéntica a la del fanático ¿signo de los tiempos? nunca considerado como tal: el económico) y que como tal Scorsese plantea como un enigma que nunca se resuelve pero reescribiendo su historia hasta hacerse muy difícil de atrapar. Elementos como la mencionada interpretación de Di Caprio, que como la propia película (no en vano está contada por y a través de él) seduce al espectador vendiéndole el modo de vida que él mismo representa dirigiéndose al público esporádicamente, dejan entrever bajo su orgullosa fachada el tiburón empresarial que la perspectiva del film, visto desde este lado de la pantalla, no deja de ocultarnos interesadamente pese a dejar clara y cristalina una sola cosa: él no es un economista, es un vendedor.
Más aún, las esporádicas referencias al primitivismo hacia el que parecen deslizarse Belfort y los suyos a cada día que pasa, golpeándose el pecho y murmurando todos a una a modo de secta prehistórica, o las continuas orgías sexuales y destructivas en las que se practica el sexo más desenfrenado sobre las mismas mesas sobre las que se mueven descomunales cifras de dinero y que luego son destrozadas a golpes de bate sin otro motivo aparente que el puro placer del descontrol más animalizado, podrían haber sido los únicos contrapuntos moralistas ante un conjunto tan magníficamente pagado de sí mismo como el protagonista. Pero afortunadamente, al menos en este aspecto, Scorsese no ofrece la compulsiva drogadicción de sus personajes como actos reprobables, ni tampoco se muestra crítico con su desatada sexualidad o con su frívolo estilo de vida, presentado bajo oropeles más atractivos en su fuerza y contagioso salvajismo, que repelentes en su proximidad a la horterada más desfasada.
Más bien muestra a los hombres y mujeres que reptan a los pies de Belfort y a este último como imbéciles encantados de serlo, y sólo en una ocasión carga las tintas en la animalización de las huestes capitalistas de Stratton Oakmond ofreciendo el grotesco espectáculo de una mujer rapándose el cuero cabelludo a cambio de dinero para poder pagarse unos implantes mamarios, mientras se suceden las orgías y los bailes bajo una iluminación que parpadea a modo de tormenta. La imagen de dicha mujer con boquetes de calvicie dando traspiés, aturdida por el ruidoso circo orquestado a su alrededor mientras se acerca tambaleante a uno de los grupos de prostitutas que se entremezclan con los empleados, mientras es esporádicamente engullida por las tinieblas que van y vienen por efecto de los estropeados fluorescentes de Stratton Oakmond es lo más cerca que Scorsese está en El lobo de Wall Street de adoptar una postura decididamente hiriente (por moral) para con su público. Esta apocalíptica secuencia, tan brillante en su ejecución como todas las demás, pero infinitamente más perturbadora, no es sólo quizás la mejor del film, sino también la más descolgada del mismo, por lo demás perfectamente sellado como desmadrada fantasía masculina y machista de poder (básicamente económico) envasada al vacío, y gracias a la puesta en escena de Scorsese,  consciente de serlo. Un estilizadísimo retrato en primera persona en el que el sufrimiento, la pobreza, la falta de ambición, el respeto por el bienestar de los demás o un mínimo de autocontrol son síntomas de debilidad o, en palabras del depredador ultracapitalista Belfort, rasgos de un perdedor.

Quizás por eso, todo lo que haga de él alguien vulnerable o que lo haga sospechoso de las presuntas debilidades recién enumeradas es notablemente minimizado. Ahí están escenas como el abandono de su primera esposa (Cristin Milioti), no por casualidad comparativamente más fea que la imponente Naomi (Margot Robbie) que de algún modo viene a sustituirla como si fuese un complemento más acorde con las capacidades económicas de Belfort. Dicha ruptura es plasmada por Scorsese de forma tan concisa que prácticamente es tratada como si no tuviese la más mínima importancia dentro del marasmo hedonista que es la existencia del protagonista, no se sabe si porque efectivamente no la tiene, o porque asumir esa importancia lo convertirían un ser humano corriente y la visión que tiene de él mismo como triunfador, se vería comprometida. Por otro lado, Belfort sigue yéndose a la cama con todas las mujeres que pueda comprar o engatusar, mientras su rubia acompañante es mostrada como una muestra de poder, más acorde a alguien de su posición dentro de la particular escala de valores del protagonista. Incluso en su debacle, mostrado con una gelidez por parte de Scorsese que le honra en su ánimo de no enaltecerlo cargando las tintas de lo dramático, Belfort se muestra impasible y hasta heroico: su mujer lo abandona cuando él más la necesita (no se sabe si por amor o por representar uno de los pocos artículos de clase alta que aún podrían sostener su identidad de exuberante nuevo rico), sus amigos lo traicionan y sólo después él los traiciona a ellos, y el gris representante de la ley encarnado en el agente del FBI Patrick Denham (excelente Kyle Chandler) -siempre ataviado con traje y corbata negra sobre una camisa blanca en contraste con el colorido que es denominador común en la vida de Belfort- es retratado como un aguafiestas. La trama policíaca carecería, en manos de otro realizador menos dotado, de cualquier interés y reforzando la inconciencia de Belfort Scorsese la trata con escasas dosis de tensión y más como el preludio de una molesta resaca que como la temible posibilidad de verse entre rejas de por vida. Incluso en una escena en la que se riza el rizo, Belfort parece a punto de tirar la toalla, pero tras el emocionado (que no emotivo) momento en que recuerda como sacó a una de sus empleadas de la pobreza, decide resistir contra la autoridad que le exige un trato para evitar la prisión…
Todo lo anterior, que apunta en la misma dirección de hacer del personaje una víctima de las circunstancias y que sólo pretendía lo que (siempre según él) todo el mundo quiere, es definitivamente reafirmado por un hecho más sencillo: Belfort  jamás se arrepiente de sus actos y, con ello, ni cambia ni aprende. Y tal y como está planteada El lobo de Wall Street, ni siquiera eso es culpa suya. El final del film, tan inquietante como ambiguo, sitúa al espectador en el punto medio existente entre la creencia de que Belfort es un peligroso perturbado, o de que sólo es cuestión de tiempo para que la realidad se ponga de su parte y su visión deje de ser tal para asentarse sencillamente como lo que hay. De este modo, la ausencia de culpa, y por tanto de redención, para un personaje al que jamás se explica, sino del que se muestran sus acciones a modo de exposición articulada a través de su visión de las cosas sólo resulta convincente desde el momento en el que las implicaciones de lo que se ha visto son omitidas por completo. Nada empaña su autoretrato de hombre hecho a sí mismo, surgido de un hogar humilde y llegado a la gran ciudad con el objeto de cumplir el Sueño Americano mostrado en El lobo de Wall Street de forma casi arquetípica y con una aniñada inocencia que sólo se sostiene por la sesgada manera en que se nos ofrece.

Al contrario de las perturbadoras incursiones del realizador en el mundo del hampa con el que algunas de las situaciones y personajes de El lobo de Wall Street mantienen jugosos paralelismos[6], la provocación del film que nos ocupa, no se sabe si  más inofensivo de lo que se diría le gustaría ser, no está en el desaforado modo de vida de Belfort y los suyos o en lo que muestra, sino precisamente en lo que esconde, completando el círculo planteado en el que Belfort puede verse a si mismo, y presentarse al público, como inocente. Vista así, El lobo de Wall Street parece una visión tan infantilizada como las vidas de los personajes que la habitan, de películas como Casino o incluso Uno de los nuestros, en las que la sangre brotaba entre las risas de los verdugos del hampa que apretaban el gatillo. Y no se sabe si eso hace de esta película una especialmente compleja o otra rematadamente simple. Aquí no hay sangre, ni siquiera víctimas y por lo tanto tampoco culpables, provocando la inquietante sensación de estar asistiendo a un film que puede parecer infantil, pero que requiere una mirada adulta que ejerza de contrapeso moral, ausente por completo en una película cuyas voluptuosas formas no aceptan -y peor aún, se esmeran en hacer olvidar- la miseria social contenida a este lado de la pantalla que es nuestra comparativamente gris realidad.
Porque así como Belfort se jacta divertidamente de la ilegalidad de sus actos, pero al mismo tiempo se niega a informarnos sobre las estratagemas seguidas para lograra acumular dinero a espuertas espetándonos que no es eso lo que queremos saber sino sencillamente que él es rico o menciona Lehman Brothers como de pasada y bajo el infantil mantra del ¡pues ellos son aún peores!, su testimonio hecho forma en El lobo de Wall Street muestra sexo a espuertas, muchas veces con prostitutas sin plantear dudas sobre la trata de blancas que hay detrás. También muestra el divertido carrusel drogadicto, más o menos inofensivo en sí mismo considerado, mientras obvia por completo el blanqueo de dinero que ello implica para oscuras fuentes, amén de que la riqueza cambia de manos de ciudadanos presuntamente honrados a organizaciones de muy discutibles fines y medios, tan ultracapitalistas como los que espolean Stattford Oakmont. Y, por último, y de forma más flagrante pero tan coherente como en los casos recién enumerados, esconde el robo, el engaño y el brutal endeudamiento de una parte importante de la población cuyos ahorros y ocasional avaricia pagan los excesos de Belfort y sus secuaces, sustentados sobre una infecta e invisible montaña de bonos basura. Unos excesos que, para más inri y como se comenta algo más arriba, aparecen despojados de lo que realmente podría hacerlos reprobables y por tanto, y a menos que quiera verse El lobo de Wall Street bajo una posible óptica ultraconservadora, a Belfort como alguien moralmente culpable. Esta blancura recubierta de inofensivo sexo, frivolidad, y caos que exime de culpa a la progenie capitalista que da sus primeros pasos de la mano de Belfort y que funciona como se decía por omisión, encuentra su lugar dentro del discurso desarrollado en El lobo de Wall Street. Sellándolo definitivamente al vacío del mismo modo que su narrador parece lógicamente ajeno a la realidad de la gente normal (o los perdedores) entre la que parece vivir su desabrido Némesis y agente de la ley mientras él divide su existencia entre su empresa, paraísos fiscales y su mansión situada en las afueras. 

Jugando con un dinero que sale de fuentes hechas anónimas por la realización de Scorsese, convertido en una riqueza de la que ni se sabe el origen ni tampoco el destino, El lobo de Wall Street muestra a los criminales mientras esconde a sus víctimas, el lujo ocultando la miseria, y diluye la agresividad de su humor al centrarse en las actividades más inocuas (y más atractivas) de los todopoderosos agentes de bolsa ocultando el lamentable saldo que dejan tras de sí.
Así, y amordazada por los propios parámetros de su narrador y protagonista, El lobo de Wall Street funciona como una narración tan perfecta como frustrante, que dada la coyuntura actual y pese a su aureola de escándalo dista mucho de ser la sangrante comedia que habría podido ser de haberse decidido a dar un paso más allá. Mostrando lo que Belfort niega una y otra vez en este peligroso, por interesadamente atenuado, retrato de sí mismo como pícaro corderito que hace lo que puede para no dejar vernos el lobo que se esconde bajo las lanas. Su presencia habría roto el pacto tácito de Scorsese con el Belfort de ficción -si es que hay alguien, siquiera él mismo, que haya visto al real- pero también habría permitido la salvaje, necesariamente inmoral desde el punto de vista del broker, y negrísima comedia que hubiese resultado de haber puesto frente a frente a un autosatisfecho depredador con su verdadera y consciente obra: el saqueo.

Título: The wolf of Wall Street. Dirección: Martin Scorsese. Guión: Terence Winter, basándose en El lobo de Wall Street, escrito por Jordan Belfort. Producción: Riza Aziz, Joey McFarland, Leonardo DiCaprio, Martin Scorsese, Emma Koskoff y Alexandra Milchan. Fotografía: Rodrigo Prieto. Montaje: Thelma Schoonmaker. Música: Howard Shore. Año: 2013.
Intérpretes: Leonardo DiCaprio (Jordan Belfort), Jonah Hill (Donnie Azoff), Margot Robbie (Naomi Lapaglia), Kyle Chandler (Patrick Denham), Jean Dujardin (Jean-Jacques Saurel).


[1]Resumiendo mucho y probablemente, ya que poco o nada sé de economía, de forma insuficiente o errónea, el oro fue el material que usado como baremo en las transacciones comerciales desde mediados del siglo XIX hasta el 15 de agosto de 1971. Por aquel entonces, muchos de los países del mundo, y más especialmente los implicados en acuerdos comerciales a un nivel internacional, disponían de una moneda propia, lo que hizo necesarias unas normas que los previniesen de posibles desequilibrios fruto de dichos intercambios económicos. Y la regla fue que cada país fijara el valor de su moneda en una cantidad determinada de oro, y de este modo se acotaba la cantidad de monedas y billetes que un país podía tener, dependiendo de la cantidad de oro que tuviese en sus arcas. Este metal precioso garantizaban el equilibrio de las economías nacionales -o al menos el control de las mismas desde dentro de sus fronteras y no desde el exterior- ya que las monedas podían ser cambiadas por oro, según el deseo de cada país, con lo que las transacciones se hacían en dicho material, siempre canjeable por la moneda propia del país de turno. De esta manera, cuando un país importaba demasiado, debía canjear parte de su oro en moneda para poder recuperarse y volver a poner dinero contante y sonante en circulación entre sus habitantes, con la prudencia necesaria de no agotar sus existencias, para lo que se rebajaba el precio de los productos y el dinero volvía a circular en suelo patrio. Y del mismo modo, cuando un país exportaba demasiado, la escasez de producto propio que ahora estaba en el extranjero aumentaba los precios locales, con lo que quizás había que poner sobre la mesa más dinero del que era necesario antes de dicha transacción, sin que ello fuese un problema desde el momento en el que las arcas del país habían crecido gracias a dichas exportaciones. Este continuo equilibrio, que siempre se compensaba por un lado o por otro, empezó a hacer aguas con el crecimiento de las economías, que obligaron a los países a canjear más oro para poder tener más billetes y moneda, o dinero en circulación que sustentara el comercio. Fue entonces, hacia finales del siglo XIX, cuando la primera potencia mundial, que por entonces era Gran Bretaña aportó la solución desde su privilegiada posición como mayor agente económico a nivel internacional: inyectar libras en el mercado ajeno como moneda canjeable por oro fuese donde fuese, transformándose en una especie de moneda de reserva, de posible uso en épocas de sequía de oro. La Primera Guerra Mundial acabó con el cada vez más complejo equilibrio, pero equilibrio al fin y al cabo, que permitía funcionar a las economías del mundo sin demasiados problemas. Tras el conflicto bélico, Gran Bretaña se había quedado casi sin oro, y para más inri ya no gozaba de ser potencia hegemónica, haciendo imposible el canje de monedas por un oro que ya no existía. La falta de una norma que ya era imposible trastornó los mercados haciéndolos considerablemente imprevisibles… hasta que estalló el crack del 29 primero y algo más tarde, la Segunda Guerra Mundial que hizo trizas todo lo visto hasta ese momento en lo bélico, político y económico. En 1944, en Bretton Woods, se ideó el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, cuyo máximo garante fueron, como no podía ser de otro modo tras el conflicto, los Estados Unidos de América, y el dólar americano la nueva moneda de reserva, a 35 dólares por onza de oro. También se permitió a los bancos centrales de los diferentes países incluidos en el trato económico el poder acudir a la Reserva Federal a cambiar sus dólares reserva en oro, o su oro en dólares, equiparando a un nivel práctico (que no de valor de canje, que seguía siendo el de 35 dólares por onza de oro y viceversa) la moneda con el dorado metal. De esta manera el dólar inundó los mercados internacionales del lado occidental (o pro-americano, en la era de la Guerra Fría) y se permitió a los EEUU la fabricación indiscriminada de dólares, colmada por otro permiso: los EEUU eran el único país autorizado para endeudarse sin restricciones que frenarían un déficit cada vez mayor. Este déficit alcanzó su cénit con la Guerra de Vietnam, cuya duración y recursos implicó un brutal empobrecimiento de las arcas estadounidenses. Ante la escalada inflacionaria a resultas de todo lo anterior, muchos países comenzaron a cambiar sus dólares por oro en la Reserva Federal, poniendo el nivel del baremo económico puesto en boga desde mediados del siglo XIX en mantillas en suelo norteamericano… y con la consiguiente pérdida de liquidez del dólar a nivel internacional, cuando este empezó a ser cambiado por un oro que no servía como moneda de cambio, sino como ahorro sin valor por sí mismo en un mercado que no fuese el monetario. Muchos aconsejaron al Presidente Richard Nixon el devaluar el dólar para así obtener más moneda, y más liquidez, con menos cantidad de oro rentabilizándolo, pero ni corto ni perezoso, Nixon prohibió el cambio de los dólares reserva desperdigados por el mundo por el oro de la Reserva Federal, haciendo del dólar la divisa de cambio mundial. Pero además los EEUU siguieron aupados a la irrestricta fabricación de moneda y creación de déficit, repartiendo su moneda por todo el planeta una vez el oro era ya poco más que puro y lujoso adorno, y por lo tanto haciendo dependiente a todos los países del futuro de la moneda norteamericana… algo que la globalización en su aspecto económico no tardó en acelerar. El crédito no tardó en hacer acto de presencia internacional, y la economía mundial creció sobre un enorme vacío llamado deuda del dólar que varios años más tarde y tras constantes deflagraciones en forma de crisis económicas ha terminado en la madre de todas ellas.

[2]Jordan R. Belfort nació en el barrio neoyorquino del Bronx el 9 de julio de 1962, de padre y madre contables. Se crió en Queens antes de ponerse a estudiar Biología en la American University. En su ánimo de hacerse rico, empezó la carrera de dentista aunque la abandonó al primer día cuando un profesor aseguró a los alumnos congregados que la era dorada de la ortodoncia había terminado, y que si alguien estaba allí para amasar una fortuna, había elegido el momento equivocado. Algo más adelante trabajó para la industria cárnica de New Jersey, primero como intermediario y poco más tarde como director de una firma bajo la cual tenía alrededor de veinticinco camioneros a su servicio. La torpeza de la que por entonces hacía gala en todo lo relativo a las finanzas llevó a la quiebra a su compañía, con lo que con unos pocos dólares en el bolsillo, se fue a Nueva York a probar fortuna ¡como corredor de bolsa! Inició su carrera como agente en la firma LF Rothschild, que quebró en 1988, pero en un par de años se repuso al fundar junto con su amigo Danny porush, la firma Stratton Oakmont. En dicha firma (una de las llamadas boiling room) tal y como se explica en El lobo de Wall Street, se vendían acciones a un centavo cada una para luego estafar dichas acciones a sus inversores. Gracias a este timo, las ganancias de los trabajadores de Stratton Oakmont (que llegaron a ser 1000 corredores de bolsa) alcanzaron cotas desproporcionadas, y Belfort, en calidad de director de la firma, ganaba sueldos estratosféricos. Al cabo de un tiempo, y debido a las constantes denuncias a Stratton Oakmont por parte de los estafados, se creó un grupo de trabajo simultáneo en varios estados dirigido por Joseph Borg, que procesó la compañía llevada por Belfort entre continuas juergas y una creciente adicción a drogas de todo tipo, tal y como puede verse repetidamente en el film de Scorsese en el que a decir de su protagonista no se ha exagerado un ápice sobre lo que fue su vida en aquellos tiempos. Pero finalmente la juerga llegó a su fin: Jordan Belfort fue acusado de fraude de valores, manipulación de dicho mercado y blanqueado de dinero en 1998, para cumplir la condena de 22 meses de prisión tras colaborar con el FBI en la solución del caso y la captura de sus responsables. También fue condenado a indemnizar a sus clientes con 110,4 millones de dólares, con la obligación de pagar a sus clientes defraudados el 50% de sus ingresos anuales. A pesar de ello, en el año 2003 un Belfort en libertad aún debía cerca del 90% de la cifra mencionada, y aunque sus ingresos en años posteriores gracias a la publicación de sus libros y charlas ascendían a la, para la mayoría de los mortales, astronómica cifra de un millón setecientos ochenta mil dólares, Belfort sólo devolvió 243 mil dólares en cuatro años. Casado y divorciado dos veces y padre de dos hijas, Belfort reside ahora en Manhattan Beach, en California. Tamaño jeta, de indudable carisma y energía maníaca, ha publicado en nuestro territorio y gracias al film de Scorsese el primero de sus libros en el que se basa la película El lobo de Wall Street, probablemente de lectura interesante pero del que aconsejaría conseguir a través de la red de  bibliotecas o por métodos algo más drásticos. Sólo faltaría.

[3]Nombre importante donde los haya, dentro de la generación de cineastas más importantes del cine americano surgidos tras la llamada época clásica, Martin Charles Scorsese nació el 17 de noviembre de 1942, y como Jordan Belfort, lo hizo en Queens, Nueva York. Y más concretamente en Little Italy, en el seno de una familia de clase trabajadora, de padre y madre inmigrantes sicilianos. Niño de carácter nervioso e inquieto, el asmático y pequeño Scorsese creció en un barrio en el que, según sus palabras, o eras gangster o sacerdote. Sea una frase resultona de cara a la galería hecha con la intención de dorarle la píldora a sus admiradores, la dolencia asmática de Scorsese en muchas ocasiones le impedía salir a jugar a la calle con otros niños, y menos aún plantearse hacer la carrera de mafioso de poca monta. A cambio se conformaba con una creciente cinefilia y con la costumbre, bastante similar a la de un espectador cinematográfico y más aún a la de un cinéfilo obsesionado desde muy joven con La ventana indiscreta, de observar a los demás desde la ventana de su habitación mientras se recuperaba de sus continuas enfermedades y recaídas. De educación católica, Scorsese aprovechó su herencia religiosa y la imposibilidad de hacer carrera en los escalafones más bajos del hampa de Little Italy, para hacer carrera como sacerdote. Pero la rigidez eclesiástica era excesiva para el progresivamente rebelde Scorsese, que finalmente rechazó la posibilidad de ordenarse en el sacerdocio y asistió a la Universidad de Nueva York, en la que se licenció en 1966. En 1967 rodó su primer cortometraje, la abstracta y bastante salvaje The Big Shave, y también su primer largometraje Who’s knocking at my door?, protagonizada por Harvey Keitel y con gran influencia del nuevo cine francés de la Nouvelle vague y el cine de John Cassavettes, director que le haría de consejero durante los primeros años de su carrera. Gran aficionado a la música, como demuestran los numerosos documentales sobre figuras del rock n’roll como Bob Dylan o los Rolling Stones y sus magníficas bandas sonoras, Scorsese participó en el montaje de la mítica película Woodstock, del no menos mítico (y puede que mitificado) concierto de 1969. En el mismo año del estreno del documental, en 1970, Scorsese estrenaría otro dirigido por él mismo: Street Scenes. 1972 sería el año en que Scorsese tomaría el timón de la producción de Roger Corman Boxcar Bertha, en la que entre los numerosos desnudos y tiroteos, podían entreverse escenas como la crucifixión del protagonista y los bajos fondos que algo más tarde serían vistos como elementos propios de algunos de los lugares comunes del cine del realizador. Aprendiendo lo que otros compañeros de generación como Francis Ford Coppola o John Sayles llevaban un tiempo practicando bajo el ala del llamado rey de la serie B, a rodar en poco tiempo y con presupuestos mínimos, Scorsese encaró una de sus mejores películas: Malas calles. Protagonizada por Harvey Keitel y Robert De Niro, Scorsese combinaría muchos elementos del neorrealismo italiano con otros de la mentada Nouvelle Vague en suelo italoamericano logrando una combinación muy particular y conseguidísima que llamaría la atención de la crítica, pese a su escasa repercusión entre el público. Gracias a la reputación de este film, Scorsese recibiría el encargo por parte de la actriz Ellen Burstyn de dirigirla en Alicia ya no vive aquí, que inicialmente debía rodar John Cassavetes (con el consiguiente cabreo del temperamental director de Faces, que consideró que Scorsese había traicionado su confianza), y que se saldó con la refutación del director como un valor seguro en Hollywood y un Oscar de la Academia para la actriz. Por aquella época Scorsese llevó a cabo otro documental, este bastante divertido y llamado Italianamerican, en el que podía verse a los padres del director en su rutina cotidiana. Desde entonces, ambos han participado, en ocasiones como extras y la mayoría de las veces él en el departamento de vestuario y ella en el departamento de catering. Y en 1976 Scorsese daría definitivamente la campanada: Taxi driver, clásico del cada vez más asentado Nuevo cine norteamericano, supuso y supone a día de hoy una de las mejores películas de su director y uno de los filmes más importantes del Hollywood de los setenta. Esta película protagonizada por un excelente Robert De Niro en la piel del icónico insomne Travis Bickle, en base a un guión casi autobiográfico de Paul Schrader que estuvo a punto de rodar Brian De Palma, otro de los grandes nombres del Nuevo Cine Americano, ganó la Palma de Oro en Cannes y descubrió a una jovencísima Jodie Foster en el rol de una  prostituta cuyo chulo era interpretado por Harvey Keitel. El éxito de Taxi driver, permitió a Scorsese encarar su primera gran producción: el musical New York, New York, curiosa y excelentemente fotografiada pero algo fallida, la película protagonizada de nuevo por un Robert De Niro que ya empezaba a ser inseparable del cine del realizador y por Liza Minnelli, fue un fracaso en taquilla que sumió al realizador en una depresión. Afortunadamente aún le quedaron energías para llevar a cabo el magnífico documental sobre el grupo The Band, llamado El último vals, precioso tributo musical a la banda de rock y uno de los mejores documentales musicales jamás hechos. Pero su peligrosa adicción a la cocaína, que iba y venía por los despachos del nuevo Hollywood como en su día debía de hacerlo el café, combinado con su nervioso y compulsivo estado de ánimo, casi llevó a Scorsese a la tumba. Con un Nuevo Hollywood en proceso de desmoronamiento a ojos de los inversores y el público (que ni de lejos de la crítica), Robert De Niro puso al director entre la espada y la pared durante una convalecencia de este último en el hospital al borde de la muerte. Tenía un proyecto llamado Toro salvaje entre manos, escrito de nuevo por Paul Schrader, y quería que lo dirigiera él. Pero tenía que dejar las drogas si quería estar al pie del cañón, por no hablar de recuperarse lo suficiente para poder articular la palabra acción. Scorsese cumplió su palabra, hizo el film en blanco y negro para atenuar su violencia y aumentar su (estilizadísimo) realismo a modo de documental, y dio a De Niro un merecido Oscar por su entregada  interpretación del boxeador. Toro salvaje es una de las mejores películas de su realizador y está justamente considerada como uno de los mejores films estadounidenses de la década de los ochenta, que recién acababa de empezar, pues era 1980, con un Scorsese recuperado. También supuso la primera colaboración del director con la montadora Thelma Schoonmaker, última esposa del reputadísimo Michael Powell, admiradísimo director por parte de Scorsese y se diría que todos sus compañeros de generación. En 1983 llegaría la muy defendible, más que nada por el varapalo que recibió y lo ninguneada que sigue estando a día de hoy, El rey de la comedia, oscurísima película protagonizada por De Niro y Jerry Lewis, y que de nuevo supuso el divorcio entre Scorsese y el público. 1985 sería el año de la excelente Jo, qué noche! comentada en este blog en una entrada publicada en el mes de mayo del 2013. Este film supuso un aceptable éxito de taquilla para los parámetros de los mandamases de Hollywood, y le abrió la puerta a la dirección de la secuela de la excelente película de Robert Rossen, El buscavidas… y que por una vez, no desmereció excesivamente el resultado del original. El color del dinero, protagonizada por Paul Newman en el mismo papel que en el original de Rossen y por un joven Tom Cruise, es una maravilla de la forma al servicio de un guión en el que Scorsese se apropió de la historia de base para llevar a cabo uno de sus enésimos retratos de un proceso redentor por parte de un personaje al borde del hundimiento, interpretado por un Newman que ganaría el Oscar por su excelente trabajo en el film. Un año más tarde, en 1988, estrenaría su acariciada adaptación de la novela de Nikos Kazantzakis La última tentación de Cristo, con el consiguiente (y como en la mayoría de ocasiones, absurdo y fruto de la falta de información de primera mano) escándalo, incluyendo piquetes y hasta incendios provocados por grupúsculos religiosos en su vertiente más fanática. En 1989, dirigió junto con Francis Ford Coppola y Woody Allen el film conformado por tres mediometrajes con la ciudad de Nueva York como tema común y telón de fondo. Indudablemente, el de Scorsese -llamado Lecciones de vida- es el mejor del trío y una magnífica pequeña película, algo por delante del divertido scketch dirigido por Woody Allen y dejando muy atrás el de un desabrido Francis Ford Coppola. Su siguiente película, tras el reputado cortometraje Made in Milan, sería una de sus más famosos filmes: Uno de los nuestros supondría el reencuentro con Robert De Niro y Joe Pesci, amén de con los bajos fondos que se convertirían en su carta de presentación para una nueva generación de espectadores. Este maravilloso y muy cínico fresco de la mafia de Nueva Jersey durante tres décadas supuso un gran éxito de taquilla y la confirmación de Scorsese como un talento en plena forma. Una renovada credibilidad que se vería algo enturbiada por El cabo del miedo, interesante, histérico y puede que involuntariamente divertidísimo, remake del film El cabo del terror, con muchos de los temas afines al cine de Scorsese esta vez con una estética tan desmadrada que se asemeja a un cartoon perverso y rayano en la bufonada en su tramo final. Este film que iba a ser dirigido por Steven Spielberg pero que declinó la oferta para dedicarse a La lista de Schindler (que curiosamente iba a dirigir Scorsese) supuso el mayor éxito de taquilla de su realizador. La edad de la inocencia fue su siguiente proyecto en 1993, aunque nada puedo decir de ella por no haberla podido ver. En 1995 volvería a los ruedos de la mafia situándola en uno de sus hábitats naturales: Las Vegas. La pantagruélica Casino, supuso un fresco algo diluido sobre el papel pero impresionante en pantalla de dos décadas de mafia en el desértico suelo de nevada, y fue bastante mejor acogida que la muy reivindicable Kundun, estrenada en 1997 y hoy muy olvidada probablemente por su temática (que gira alrededor del Dalai Lama y su resistente lucha por un Tibet libre), aparentemente ajena al cine de su máximo responsable, aunque la forma en que está plasmada sigue siendo de lo más reconocible. La misma suerte corrió la excelente Al límite, escrita por Paul Scharder siendo esta una de las muchas similitudes de este film con Taxi driver, film a cuya sombra ha tenido que malvivir esta película de 1999 protagonizado por Nicolas Cage y toda una apocalíptica joya a reivindicar. En el año 2002 colaboró por vez primera con el actor Leonardo Di Caprio en uno de su proyectos más largamente acariciados y paradójicamente una de sus más fallidas películas: la tremendamente irregular Gangs of New York, afectada de un gigantismo que no le favorece en absoluto y de una turbulenta producción con constantes intromisiones de la productora Miramax, la película fue un relativo éxito comercial, que permitió una nueva colaboración del director y el actor con la injustamente menospreciada El aviador, en el año 2004. Este biopic del magnate y megalómano John Hugues, que inicialmente iba a dirigir Michael Mann, fue la antesala de la excelente Infiltrados, película muy comparada con Uno de los nuestros y Casino, aunque en el fondo no tenga mucho, o nada, que ver. En cualquier caso (y vean que cuando se compara El lobo de Wall Street con filmes anteriores a su director no hay nadie que la compare con Infiltrados… pero sí con Uno de los nuestros o Casino), este film supuso el primer Oscar como director a un Scorsese que debería haberlo recibido mucho antes y por películas muy superiores a ésta, pero que hizo las veces de acuse de recibo de la academia respecto al talento del realizador. Tras el algo cansino documental-concierto filmado de los Rolling Stones, Shine a Light que sólo destaca por su banda sonora, filmado en el 2008, Scorsese volvería a la carga con la ninguneada Shutter Island, de nuevo con Di Caprio, muy buena película lastrada por un giro final que a duras penas sorprende y tampoco aporta gran cosa. En el 2011 firmaría un film perteneciente a un género inaudito en su carrera: la infantil La invención de Hugo, justamente celebrada por una parte de la crítica pero por lo general muy castigada de parte del público, supone un film que, sin ser redondo, es más que defendible. Nada que ver en su  unánimemente celebrada El lobo de Wall Street, que nos ocupa aquí, y que se estrenó en suelo norteamericano en el año 2013… y que sorprende por su energía teniendo en cuenta que Scorsese ya suma ¡71 años! ¿Qué director contemporáneo joven hubiese rodado el film que nos ocupa tal y como lo ha hecho el director de Taxi driver? Probablemente ninguno.

[4]Pese a que no he leído el largo libro El lobo de Wall Street, en el que se basa la película de Scorsese, parece que este último ha logrado por fin acercarse a lo que habría sido uno de sus proyectos más acariciados durante la década de los noventa: la adaptación cinematográfica de la divertidísima novela-reportaje de Hunter S. Thompson Miedo y asco en Las Vegas, de la que el libro de Belfort podría ser (y repito que no he podido leerla) una versión amoral y desde el otro lado del Sueño Americano que los Raoul Duke y Dr. Gonzo de la novela clásica de la contracultura buscaban desesperadamente sin encontrarlo. Este proyecto, el de adaptar Miedo y asco en Las Vegas, considerado maldito por algunas productoras y muchos mitómanos pasó por las manos de Oliver Stone o Ridley Scott amén de por las de Scorsese, provocando que en su día muchos tomaran Asesinos natos, Thelma y Louise o de forma más coherente Casino, como películas de los respectivos directores que bebían del espíritu de Thompson, aunque en uno de los casos nunca entenderemos porqué. Quien se llevó el gato al agua acabó por ser Terry Gilliam, que en su película Miedo y asco en Las Vegas (comentada en este blog en junio del 2013) saturó hasta la asfixia de los sentidos y la paciencia de muchos espectadores la pantalla… de forma casi opuesta en su brutalidad a las seductoras formas con las que Scorsese filma los delirios de un hombre políticamente en las antípodas del contestatario Thompson.

[5]Esta pincelada y parte del tono del film, del que no se sabe si es una apología del estilo de vida de Belfort o una condena a su frivolidad vital, hacen de El lobo de Wall Street una versión algo descafeinada y mucho menos pantanosa de una de las cumbres del cine más políticamente ambiguo de los últimos años, amén de una gran película: Starship troopers, de Paul Verhoeven. A pesar de todo, han sido muchas las voces que han emparentado el film de Scorsese que nos ocupa con el algo cansino Satiricón del gran Federico Fellini, por retratar en ambos casos el definitivo colapso de una civilización saturada por su decadencia y sus vicios. Siendo éste un paralelismo algo sujeto con pinzas, pues efectivamente y pese a que podría verse El lobo de Wall Street como dicho retrato se diría que los tiros del film de Scorsese van por un lado algo menos moralista, ha eclipsado otros referentes que se dan la mano con esta película. Desde Wall Street y su mefistofélico protagonista Gordon Gecko, encarnado por un perfecto Michael Douglas hasta La parada de los monstruos de Tod Browning (comentada en este blog el mes de junio del año 2013), ambas mencionadas explícitamente en El lobo de Wall Street, la película de Scorsese podría verse como un punto intermedio entre ambas: un freak-show, en este caso orgulloso de sí mismo hasta la autosatisfacción, combinado con el instinto depredador de algunos de los personajes de la moralista (y buena) película dirigida por Oliver Stone. Aunque en el caso del segundo, Scorsese llega muchísimo más lejos en su retrato de la mezquindad, pese a que obvia por completo las consecuencias de los actos de sus personajes.

[6]Dejando a un lado Malas calles, con la que El lobo de Wall Street se diría que tiene poco o directamente nada que ver, las justamente célebres Uno de los nuestros y Casino, son probablemente los filmes a los que más recuerda ésta última película de Scorsese que nos ocupa aquí. Del film protagonizado por Ray Liotta Uno de los nuestros, El lobo de Wall Street parece haber heredado las interrupciones de la acción por parte del protagonista para dirigirse al espectador y hablar con él directamente, así como el retrato de un auge y caída en el que la redención se entremezcla hasta la confusión con el castigo legal al mafioso protagonista. También se detecta en dicho film un elemento notable en Casino: el consumo indiscriminado de cocaína y un ritmo espídico en la narración, que abarca varios años en sus largas pero reconcentradas duraciones. Siguiendo con Casino, es muy difícil no pensar en la debacle del crimen organizado mostrada al final de este film cuando se asiste a la detención de gran parte del equipo directivo de Stratton Oakmont, filmada y montada por Scorsese de forma muy similar. Como también recuerda la amistad de Robert De Niro y Joe Pesci en la épica película sobre la mafia instalada en Las Vegas a la que mantienen, de forma mucho más aniñada pero en un entorno igualmente hortera, los personajes interpretados por Leonardo DiCaprio y Jonnah Hill. El más hiriente de los paralelismos entre esas dos películas, ya sendos clásicos modernos, con la película que nos ocupa es que gracias a las similitudes comentadas la violenta mafia de los filmes anteriores encuentra su igual en un entorno más respetable y limpio, por no violento, de la sociedad pese a que en el fondo, hay muy poca diferencia entre las motivaciones de los miembros de la mafia y los estúpidos brokers retratados en El lobo de Wall Street… Pero a pesar de todo, los parecidos entre las tres películas no pasan de anecdóticos, sobretodo teniendo en cuenta que lo que hacía tan perturbadoras a las dos anteriores era precisamente el mostrar de forma muy estilizada pero descarnada, la violencia que descansaba detrás de las riquezas amasadas a tiros o palizas, ausentes por completo en la mucho más fácil de tragar El lobo de Wall Street, infinitamente menos arriesgada en su blancura, pese a que en los tiempos que corren deberían encontrar un público más dispuesto a estar en guardia.
Más allá de los paralelismos con el mundo del hampa y sus esporádicos pero decisivos tratamientos en el cine de Scorsese con ésta película, en el tratamiento del personaje de Belfort se intuye una sombra del enfermizo protagonista de una de las joyas olvidadas del realizador de Little Italy: El rey de la comedia, en la que un Robert De Niro protagonista era mostrado con una desnudez en su muy inquietante locura que como en el caso de Belfort, y al contrario de pongamos por caso Travis Bickle, jamás era explicada. Convirtiendo al espectador en un convidado de piedra de un film con cómicos de por medio, pero para nada tan divertida como El lobo de Wall Street, y escasamente divertida, en su temible (y visionario) argumento, a secas. Por el film que ocupa esta entrada también asoma también la cabeza la estructura casi circular de Toro salvaje. Aunque en aquel magnífico retrato del boxeador Jake La Motta encarnado por Robert De Niro el sentimiento de culpa hacía acto de presencia y no se detecta ni rastro de ella en el final de El lobo de Wall Street, también la historia de un auge y caída muy afín a otros trabajos del director, pero casi idéntica en las imágenes que muestran al exboxeador venido a menos presentando un número humorístico sobre un escenario y las que muestran al broker dando una charla reconvertida en una especie de proceso de reclutamiento para formar una nueva jauría de lobos con los que saquear las finanzas mundiales. Mientras una escena marca la derrota de uno, la otra subraya la inquietante certeza de que, por muy debilitado que esté, Belfort está aquí para quedarse.

viernes, 21 de febrero de 2014

FRANKENSTEIN Y EL MONSTRUO DEL INFIERNO



Un hombre que dice ser Dios y se lamenta entre profecías apocalípticas mientras sus laceraciones sanan bajo la atenta supervisión de un médico. Un incomprendido genio de las matemáticas que pasa sus días entregado a perfeccionar su arte con el violín. Un talentoso escultor cuyas hábiles manos devienen instrumentos inútiles debido a la enfermedad degenerativa que atrofia el cerebro de su amo. Un maníaco de fuerza y determinación descomunales que se precipita al vacío tras romper los barrotes que le separan de su huída a ninguna parte. Y un hombre, Victor Frankenstein, capaz de animar lo que ya falleció, genio repudiado dotado de una fortaleza de principios sólo equiparable a su falta de humanidad, gobernante con guante de seda del sanatorio mental que engloba a todos los pobres y enloquecidos diablos mentados, cobijados bajo el retorcido título de la última película realizada por Terence Fisher[1]: Frankenstein y el monstruo del infierno. Y la última también de una saga iniciada quince años antes bajo el auspicio de la mítica productora Hammer Films[2] con La maldición de Frankenstein, en base a una historia vagamente inspirada en el original literario escrito por Mary Shelley[3], que el tiempo y el éxito de la serie había ido convirtiendo en arquetipo… y que en esta ocasión bordea, en el guión de Anthony Hinds, el agotamiento.

Un mecanicismo, siempre basado en la eterna búsqueda en la Inglaterra del siglo XIX de cuerpos vivos o muertos por parte del Barón Frankenstein (un ajado Peter Cushing) en aras de hacer realidad su apasionado y fallido sueño de dar nueva vida a los ya fallecidos, que en la trama de Frankenstein y el monstruo del infierno si bien puede parecer formulario, deja de serlo desde el instante en que se contempla este film desde la acumulación, o como culminación del retrato de un personaje mostrado aquí en el precario límite de sus capacidades. De aspecto cansado y desapasionado en sus idas y venidas por el sanatorio en el que trabaja como interesado diagnosticador a la caza de piezas humanas en el sentido más literal, el Frankenstein de Frankenstein y el monstruo del infierno revela, como la propia película, pura miseria humana bajo una desnuda frialdad que lo hace aún más temible en su determinación y falta de rodeos para con sus objetivos, aquí huérfanos del apasionado romanticismo que se desprendía de las entregas anteriores[4] y que en algún momento llega a echarse de menos.
Esta vez, y así como las grisáceas paredes de la supuesta clínica mental delatan un entorno tan aséptico como funcional, el propio Barón se oculta rechazando toda forma de aristocracia para pasar desapercibido ante la opinión pública reconvertido en Doctor Victor, reduciéndose a sí mismo a su propia profesión, o a su más estricta funcionalidad en base a su obsesión, con un empeño equiparable al loco que se cree Todopoderoso o el que es incapaz de soltar su amado violín. Erigido, gracias a su inteligencia y capacidades médicas, en corrupto salvaguarda de un hospital mental pese a no dirigirlo  oficialmente -esa parece ser la labor de un tembloroso depravado que la dirección de actores de Fisher convierte en alguien tan enloquecido como sus pacientes, o en alguien que cree ser el director del hospital (John Stratton) sin serlo realmente- pero por el que campa a sus anchas como respetado demiurgo, Frankenstein acoge con satisfacción la llegada de un nuevo interno. Un nuevo reflejo no de una de las facetas de la personalidad del Barón, como podían ser los enajenados descritos al inicio de esta entrada (interpretados por Sydney Browley, Charles Lloyd Pack y Bernard Lee respectivamente) sino de su integridad perdida a lo largo de los años. El Doctor Simon Helder (Shane Briant), admirador de los objetivos y el arrojo del malogrado Frankenstein, que es enviado en una de las numerosas piruetas del guión al mismo sanatorio en el que malvive oculto su ídolo al que una sociedad pacata y conservadora  cree fallecido, no sólo representa como decía esa integridad que Frankenstein ha descartado por considerarla un estorbo en su camino a la clarividencia estrictamente científica, sino también el único asidero emocional (pese a ser tremendamente gélido) para el espectador ante el catálogo de atrocidades mostradas con encomiable frialdad por Fisher.

Así, y desvirtuando por completo las porosas fronteras entre la locura y la cordura, el progreso y la ética o su falta, o entre la determinación y la pura obsesión, Frankenstein y el monstruo del infierno supone un nihilista paseo por el infierno de cuyos moradores Frankenstein parece tomar nota con la misma distancia con la que Fisher recoge sus acciones en imágenes. La sosegada secuencia en la que el Doctor y su recién llegado ayudante asisten a la ronda de visitas a todos los enfermos que moran por el sanatorio es el único instante en que la película alcanza una relativa cota de lirismo siempre atemperado por la profunda tristeza que se desprende de Frankenstein y el monstruo del infierno. En ella se establece el duro contraste entre unos pobres diablos abandonados a su psicopatía, mostrados con afabilidad, y la sarcástica mirada del Barón que los inspecciona con intereses que van mucho más allá del bienestar de sus pacientes. Tan lamentable marco es realzado en su miseria por Fisher gracias a una bonita y solitaria melodía al violín de uno de los internos, que sobrevuela por toda la secuencia como último atisbo de belleza en un mundo repleto de podredumbre moral y a un paso de la debacle humana más elemental, marcando el tránsito definitivo de la saga del goticismo de los primeros capítulos al brutal nihilismo de su languida conclusión. Afortunadamente y teniendo en cuenta lo arriesgadamente desabrido del posible resultado vistos los ingredientes en juego, la puesta en escena del realizador de Frankenstein y el monstruo del infierno funciona en base a un ritmo endiablado, con numerosas elipsis que engarzan sin cesar secuencias muchas veces llevadas a buen puerto en una única toma sin interrupciones que resultan efectivas no sólo gracias a la habilidad de gran parte del equipo interpretativo, con un magnífico Peter Cushing a la cabeza, sino por esquivar toda teatralidad gracias a una potente narrativa creada a partir de la siempre cambiante planificación, el tamaño del encuadre, y los elementos que lo componen con resultados que rozan lo pictórico. Desde el punto de vista formal dentro de un conjunto excelentemente planificado, son incontables los momentos en los que la cámara de Fisher establece paralelismos y diferencias entre los personajes dentro de un mismo plano de forma perfectamente integrada en la historia que narra, sobreponiéndose a un libreto algo desvaído. En ocasiones el inevitable Monstruo (un David Prowse sepultado bajo un horrendo y no demasiado logrado maquillaje), trampantojo físico de algunos de los enfermos mentales que moran por el sanatorio-, comparte plano con sus hacedores equiparándolos en una monstruosidad que una vez más diluye las fronteras entre unos y otros en un lugar marcado por la locura de los huéspedes y el no menos demente sadismo de los guardias. Pero otras veces Fisher segmenta el plano gracias a una toma de cámara situada a través de, por ejemplo, unos barrotes que atrapan sin que estos lo sepan a algunos de los personajes, a modo de premonición o confirmación de su inconsciente papel dentro de la acción o su casi siempre perturbado estado mental y anímico, creando nuevos y pequeños encuadres que comparten espacio fílmico que aproximan Frankenstein y el monstruo del infierno a una delicada y ponzoñosa pieza de cámara.

Esta calculadísima estrategia formal, que sustenta el film y no se reduce a lo recién mencionado sino que da la impresión de estar pensada hasta en su más mínimo detalle, logra hacer despegar lo que sobre el papel se diría una morbosa y sanguinolienta vuelta de tuerca a una estructura explotada ad nauseam durante los diferentes capítulos de una saga que aquí llegaba expiraba ahogada por la mano de su principal responsable. Pero múltiples detalles formales remontan las obvias limitaciones del libreto jugando a su favor la constante sensación de deja vu que jamás abandona por completo Frankenstein y el monstruo del infierno. Fisher se regodea en un primer tramo del film que alcanza prácticamente hasta el ecuador de su metraje, mostrando la nueva rutina del Barón y su dudosa reconversión en responsable miembro de la comunidad científica acorde con el código hipocrático, en un entorno exultantemente físico pero pese a todo brutalmente asexuado y gélido -y por ello tan desprovisto de alma o sensualidad[5]- como la propia narrativa del film, carente de todo arrebato formal. Esta asfixia, presentada en lúgubres grises y negros como  deprimente tónica cromática y entornos asépticos, ni siquiera encuentra cura en las explosiones de pasión que el realizador enfría rápidamente con el logrado objetivo de inquietar.
Fisher introduce escasas gotas de color dentro de la generalizada frialdad visual -absoluta en lo tonal- en la guarida secreta de un Barón que ni de lejos ha abandonado sus oscuras aficiones, volcadas ahora en una pequeña consulta que supone el único resquicio de calidez y habitabilidad. Una familiaridad inevitablemente enturbiada por lo reconocible de las probetas y los instrumentos quirúrgicos que han hecho de Frankenstein un desnortado y peligroso paria que no duda en recurrir a la violencia psíquica más brutal para conseguir sus objetivos. La sangre, que no tarda en relucir sobre la blancura formal del film brota asimismo sin ninguna muestra de dolor ni tampoco de compasión. No hay otra mirada sobre las víctimas que no sea la clínica por parte de los doctores Frankenstein y Briant, y que no sea idéntica en su distancia sobre todo lo acontecido en Frankenstein y el monstruo del infierno por parte de Terence Fisher con un ingrediente añadido: una visión moral que encuentra su lugar entre la brutalidad de los actos del Barón y la desapasionada distancia con la que estos se retratan. La escena de la construcción -literal- del Monstruo, supone el paradigma de la crudeza con la que Fisher narra las desventuras de un Barón que ha abandonado toda pasión por su enloquecida labor ahora llevada a cabo con la más abúlica de las rutinas: durante el trasplante de las manos del escultor fallecido en el cuerpo del Monstruo hecho de retazos humanos, el Barón ayuda al joven cirujano sostieniendo unos tendones entre sus dientes sin que parezca importarle lo más mínimo el hilillo de la sangre del muerto que empieza a gotearle por la comisura de los labios. Algo más adelante, un exageradamente largo y repulsivo plano del cerebro que está a punto de ser separado del cráneo abierto de su difunto propietario -uno de los internos que se suicida tras leer una nota que el Barón deja caer involuntariamente en su celda, y en la que se asegura que las dolencias del paciente son incurables- muestra lo que queda de la humanidad en Frankenstein y el monstruo del infierno: sólo su superficie. Su carne como material de derribo. Una repelente fisicidad que alcanza su máxima expresión con la imponente aparición del Monstruo de aspecto simiesco y difícilmente humano, trampantojo de todos los males que aquejan el sanatorio y tan temible como en ocasiones falso. Y que una vez más gracias a la puesta en escena de Fisher, se muestra abandonado por completo una vez el experimento ha sido un éxito, en un plano que lo muestra solo mientras fuera de campo los científicos celebran su pírrica victoria sin darse cuenta de que la humanidad que han compuesto es una mezcla de dolor, rabia, injusticia y miseria.
Sumado a ello, el inquietante fresco compuesto por las diferentes estancias en los que gimotean los enajenados que son perversamente examinados por Frankenstein y su nuevo y cada vez más reticente ayudante empieza a cobrar un cariz progresivamente angustioso en su inhumana frialdad, que sólo encuentra su turbio y asalvajado contrapunto en la torturada figura del Monstruo que no tardará en convertirse en un chivo expiatorio de todo el Mal que alberga el hospital. Más aún, el realizador rehuye todo moralismo y carga las nihilistas tintas del film en la más brutal de las motivaciones posibles de las que torturan a la criatura: pese a desear morir, como confirma la desesperación de su suicidio, el egoísta Dios que es Frankenstein lo obliga a vivir, arrebatándole toda autonomía y empujándolo a una angustia vital que parece haber infectado a todos los personajes del film, con la diferencia de saberse estudiado como no-humano por aquellos creen y se jactan de serlo redondeando la pesimista visión de la humanidad que se desprende de Frankenstein y el monstruo del infierno.

Resulta muy revelador, en ese aspecto, el que el diagnóstico de Frankenstein sobre su nueva criatura sea el de que “la mente está tomando el control sobre el cuerpo”, cuando algo muy similar es lo que le sucede al propio Barón, valiéndose del cuerpo de propios (su voluntarioso ayudante) y extraños (los pedazos más prometedores de los moradores del hospital) para llevar a cabo su obsesiva búsqueda de la vida en la muerte que ha terminado por hacer de él un muerto viviente animado por una única idea. Esta dicotomía entre el cuerpo y la mente (o, rizando el rizo, entre la realidad y la obsesión) toca su más tenebroso techo en el instante más angustioso, pese a su paradójica sencillez formal, de Frankenstein y el monstruo del infierno: aquel en el que se muestra como, tras profanar todas las tumbas que conforman el improvisado camposanto al que van a parar todos los fallecidos del hospital, el Monstruo encuentra por fin el sarcófago que alberga su antiguo cuerpo, que puede contemplar y reconocer desde su antigua mente trasplantada a un nuevo y monstruoso recipiente. Momento pesadillesco, terriblemente abisal como pocos se han visto jamás en una pantalla, que es recogido por Fisher con la misma turbadora sencillez de la que hace gala durante toda la película; en este caso con un primer plano del cadáver visto por el Monstruo que es respondido por un contraplano invertido que delata estar hecho desde el imposible punto de vista del cadáver. El propio Barón parece encontrar en tal desazón la única emoción que aún late bajo su desencanto, y son múltiples los paralelismos -más allá de dicho sentimiento ante el posible fracaso de lo único que le da sentido como persona y personaje, hasta el punto de convertirse, como ya se ha dicho, en su vida- existentes entre la bizarra criatura y su hacedor. Mientras uno es incapaz de llevar a cabo sus experimentos debido a unas manos desfiguradas que, una vez más, no sirven, el Monstruo alcanza su mayor cota de frustración cuando sus manos son incapaces de tocar el violín que tanto le consolaba y servía para expresar su amor por la residente Sarah (Madeline Smith), significativamente apodada por el resto de internos como “El Ángel” y que ahora sólo le sirven para volcar su rabia asesina en los que lo rodean, tal y como le ocurría al melómano genio matemático cuyo cerebro ahora da órdenes al cuerpo más descomunal que el Barón ha sido capaz de encontrar en sus años de aislamiento. Vista así, la existencia del Barón se convierte, gracias al buen hacer del director que adereza  elegantemente la sensación de estar asistiendo a la antesala de una nueva secuela de la saga, en un círculo vicioso de aires psicóticos. El instante en el que Frankenstein pone orden en el vociferante caos desatado ante la presencia de la criatura entronca, en tono y fondo, con su primera aparición en Frankenstein y el monstruo del infierno, deteniendo el tratamiento a manguerazos al que es sometido su futuro pupilo y ayudante -¿intentaba decir Fisher con este giro formal que ambos, el Monstruo y el Dr. Helder, son, en mayor o menor medida, creaciones suyas?- retratando una obsesión absolutamente impermeable a unos hechos que niegan una y otra vez el éxito de sus  experimentos, convertidos en rituales de pura locura desprovistos ya de todo sentido de la realidad. La expresiva mirada de pavor de Frankenstein ante la posibilidad de haber errado una vez más en su obsesiva búsqueda, es la de un perturbado que ya no concibe su existencia si no es como eterno y siempre fallido aspirante a Dios, rol del que además no tiene ya, o no en manos del realizador que pondría punto y final a la saga, escapatoria.
Así, y sumando al brutal desamparo que angustia al Monstruo en la consciente soledad que denota la planificación de algunos instantes de Frankenstein y el monstruo del infierno, Fisher aúna el temor al fracaso de un Frankenstein que vive para llevar a cabo una y otra vez su imposible misión con el de su última y más desnortada criatura.  Aquejados bajo un mismo horror, que se diría impregna todos los hombres y mujeres que malviven en Frankenstein y el monstruo del infierno, Fisher hace de su película la más abisal de toda la serie y probablemente la más próxima en su horror existencialista al original de Mary Shelley, creando entre el monstruo y su creador un vínculo inseparable e insoportable: el temor a ser arrojados a una existencia no entendida como vida, sino como condena.

Título: Frankenstein and the monster from hell. Dirección: Terence Fisher. Guión: Anthony Hinds bajo el seudónimo de John Elder e inspirándose en los personajes originales creados por Mary W. Shelley. Producción: Roy Skeggs. Dirección de fotografía: Brian Probyn. Montaje: James Needs. Música: James Bernard. Año: 1973.
Intérpretes: Peter Cushing (Victor Frankenstein), Shane Briant (Simon Helder), Madeline Smith (Sarah), David Prowse (El Monstruo), John Stratton (Director del manicomio).


[1]Terence Fisher nació el 23 de febrero de 1904 en la localidad inglesa de Maida Vale. Criado por una madre de estricto sentido de la moral desde la muerte de su padre cuando Terence contaba con tan sólo cuatro años, los vaivenes económicos de los Fisher llevaron a los abuelos del futuro realizador a encargarse de su educación. Y estos, de principios morales casi victorianos, enviaron al retoño a la academia de la marina, lo que le sirvió como sustento hasta los veintiún años de edad, cuando abandonó el servicio tras navegar por todo el mundo y alcanzar la graduación de segundo oficial. Tras abandonar la vida de nómada que no acababa de satisfacerle, dirigió un negocio textil junto con un amigo, mientras empezaba a coquetear con la idea de hacer carrera en la emergente industria cinematográfica inglesa. En 1933 fue contratado como claquetista para el film Falling for you, de Robert Stevenson para un año más tarde afrontar las labores de ayudante de montador en el film Evensong, dirigido por Victor Saville. Dos años después, y tras aprender todo lo posible sobre el oficio, Fisher encontraría su primer trabajo como montador en jefe en el film Tudor Rose, de nuevo bajo la dirección de Robert Stevenson, para el que ya había trabajado por primera vez en el mundo del cine. En 1947, y animado por su esposa, Fisher pasa a formarse en el programa para nuevos realizadores de los estudios Rank Organisation, para en 1948 estrenarse como director con Colonel Bogey, tras la que filmaría algunos filmes más hasta su primera colaboración con la Hammer (considerada por él mismo como su primera película de verdad) con Chantaje criminal, en 1952. Un año más tarde Fisher rodaría dos relativamente exitosas películas para la misma compañía, ambas dentro del género de ciencia ficción: Spaceways y Four sided triangle, dejándole a deber una película más por dirigir… y que cambiaría su carrera y la cara de un mito del cine y la literatura de horror para siempre. La maldición de Frankenstein representó el puñetazo sobre la mesa que la Hammer esperaba, y la definitiva confirmación de Fisher como realizador a tener en cuenta tanto económica como artísticamente. Tras esta primera y polémica incursión en el mito literario creado por Mary Shelley, Fisher se volcó en llevar a buen puerto, además de la saga protagonizada por el Dr. Frankenstein de la que se ocupa una nota al pie posterior, una parte importante del cine de horror salido de la productora: las excelentes Drácula (1958) o La momia (1959), The man who could cheat death (1959), The stranglers of Bombay (1960), Las novias de Drácula (1960), Las dos caras del Dr. Jekyll (1960) que representó una de sus mejores películas, la magnífica La maldición del hombre lobo (1960), El fantasma de la ópera (1962), La leyenda de Vandorff (1964) dotada de una atmósfera ensoñadora difícilmente igualable, la estupenda Drácula, príncipe de las tinieblas (1965) o La novia del diablo (1968) son algunas de las muestras del buen hacer del realizador, que tras el varapalo crítico y económico recibido tras el estreno de la película que nos ocupa, se sumiría en el silencio creativo hasta fallecer siete años más tarde, en 1980.

[2]Considerada, y con razón, la más importante de las precursoras del cine de horror europeo moderno surgido a finales de los cincuenta, la productora Hammer Films fue fundada por el catalán y barcelonés Enrique Carreras (1880-1950), llegado a la Gran Bretaña a principios del siglo XX. Carreras alcanzó el éxito comercial que tantas veces antes se le había escurrido entre los dedos al alquilar el Royal Albert Hall londinense para organizar un pase de la obra Quo vadis?, en 1912. Un año más tarde, y espoleado por el éxito de la representación, Carreras se haría con un cine situado en el barrio de Hammersmith dotado de la friolera de 2000 localidades y que sería dividido en dos salas con proyecciones independientes. En poco tiempo, Carreras ya era propietario de una cadena de salas de exhibición, englobadas bajo el nombre de Blue Halls, en las que se programaban esencialmente películas de bajo presupuesto o serie B, filmes del oeste, melodramas o comedias. En 1932, Carreras se asoció con el pequeño empresario y hombre de teatro William Hinds (1887-1957), que organizaba espectáculos en el mismo barrio en el que el inminente fundador de Hammer films tenía la sede de su compañía de exhibición. El resultado de la unión económica de ambos amigos fue Exclusive films, distribuidora de pequeñas películas muy al estilo de las que se podían ver en los cines Blue Halls, y que en el año 1935 y ante la perspectiva de que producir las películas distribuidas daba más réditos que llevar a cabo sólo la segunda tarea, provocó el nacimiento de la productora Hammer films. Ese mismo año la productora se estrenó con el rodaje de la película The public life of Henry de Nith, llevada a cabo bajo la batuta de Bernard Mainwaring, y de The mistery of Mary Celeste, realizada por Denison Clift y protagonizada, curiosamente, por el Drácula más famoso de todos los tiempos hasta la llegada de Cristopher Lee: Bela Lugosi. Con la llegada de la Segunda Guerra Mundial, la productora interrumpió su labor con tan sólo cuatro películas en su haber, para retomar la actividad en 1947, cuando Hammer films se fusionó con la distribuidora Exclusive films dando lugar a Hammer Films Productions Ltd., por decisión de los hijos de los fundadores y el nieto de uno de ellos. Con el objetivo de llevar a cabo películas comerciales con el menor coste posible, James Carreras, Anthony Hinds y el hijo del primero, Michael Carreras, fijaron un plan de producción de cinco películas anuales cuyo techo presupuestario era de 20000 libras esterlinas, con tres semanas de rodaje y tres más para la posproducción. En su ánimo de ir sobre seguro y ante la imposibilidad de contar con actores de renombre, adaptaron argumentos de seriales radiofónicos de éxito comprobado que les dieron el rendimiento deseado. Al poco tiempo, y ya como productora sinónimo de rentabilidad y éxito en taquilla, la nueva Hammer Films comenzó a aumentar sus presupuestos y a contar entre sus filas con algunos nombres de reparto de la serie B, lejos del estrellato pero relativamente conocidos para el gran público. Poco después, y ya colaborando con productoras del otro lado del atlántico como la RKO, Hinds sugirió la creación de unos estudios de rodaje propios con el fin de abaratar costes y tener un mayor control sobre el rodaje. Dicho y hecho, los Bray Studios, de los que se dice eran un lugar particularmente amistoso y familiar, albergaron en su seno gran parte de la producción Hammer más famosa hasta su cierre en 1968. El pistoletazo de salida de la productora dentro del cine de genero de ciencia ficción y/o terror tuvo lugar definitivamente en 1955 con El experimento del Dr. Quatermass, al que seguirían Quatermass II o X, the Unknow, ambas de 1957. Pese a todo, el relativo éxito, artístico y económico, de los filmes palideció ante la primera incursión de la productora en el mito del moderno prometeo. La maldición de Frankenstein, primer film de la saga estrenado en 1957 que alcanzó su cierre con la película que nos ocupa en esta entrada, supuso una bomba cinematográfica y moral en la Inglaterra de entonces con un resultado esperable ante dicha combinación: un absoluto éxito de taquilla. Y un cambio de tendencia o una nueva visión sobre el mito respecto a lo que ya se había hecho, y ocasionalmente de forma magistral, bajo el paraguas de la productora Universal en los años treinta y más concretamente con el director James Whale como máximo responsable. Lo mismo podría decirse del estreno, un año más tarde, de Drácula,  definitiva visión del mito vampírico de ribetes dandy ideado por Bram Stoker y que en esta ocasión contaría con un Cristopher Lee cuyo nombre sería desde entonces inseparable del conde oriundo de Transilvania. Drácula, con una recaudación que superaba cincuenta veces su coste original, supuso el definitivo mazazo de la Hammer en la industria del cine inglés y el asentamiento de sus líneas maestras de producción: presupuesto reducido, reutilización de escenarios en varias películas y un equipo de rodaje de pequeñas proporciones en los que solían repetirse los mismos nombres en diferentes producciones. Gracias al gran éxito de Drácula, la Hammer consiguió que Universal Pictures les cediera los derechos cinematográficos de mitos literarios pasados al cine como el hombre lobo, el fantasma de la ópera o los mentados Frankenstein y Drácula, a cambio de distribuir la nueva hornada de cine de horror inglés en suelo norteamericano. Un honor que se repartiría, gracias a un elástico contrato acordado con los dirigentes de la Hammer, con Columbia Pictures después de que la Warner Bros se apeara del trato argumentando que Drácula (distribuida precisamente por esta última compañía norteamericana) y a pesar de los beneficios que les reportó, era una película enfermiza e inmoral. Tras una década de éxitos en los que hubo lugar hasta para algunas incursiones en el género bélico, el nuevo cine de horror venido desde el otro lado del Atlántico con películas como La noche de los muertos vivientes o La semilla del diablo aceleró la decadencia cinematográfica de una productora que para entonces ya sumaba una fortuna sólo igualada dentro del mundo de las artes inglesas por la de los mismísimos Beatles. Cargando las tintas sobre el suave erotismo de sus primeros filmes, y intentando actualizarse a los tiempos que corrían, la Hammer acabó perdiendo pie y personalidad ante proyectos tan maravillosamente tremebundos como El exorcista o La matanza de Tejas antes de caer en un progresivo pero imparable olvido.

[3]La novela original escrita por Mary Wollstonecraft Shelley en 1817, a partir de una idea surgida en la tormentosa noche del 17 de junio de 1816, fue publicada en 1818 en tres partes y firmada anónimamente. Según se dice -y no sin polémica alrededor de las fechas, implicados y grado de participación- la señora de Shelley se sirvió de la imaginación y debates de su marido Percy B. Shelley y el poeta Lord Byron que pasaron con ella las horas sin sol debatiendo sobre los últimos avances científicos, improvisando relatos de horror y retándose los unos a los otros a escribir la historia de terror definitiva mientras fuera se desataba una terrible tormenta. Algunos aseguran que no fue una y sino varias noches las que los tres pasaron en dicho lugar llamado Villa Diodati, mítico para los aficionados a la literatura de horror, y que Shelley no sólo recibió paternalistas consejos por parte de ambos hombres, también del escritor Polidori (El vampiro), que mantenía una turbia relación de amor y odio con la joven y el poeta Byron, o incluso de Matthew G. Lewis (El monje), que sin duda debieron influir en el ánimo de la joven. Pese al culpable moralismo, siempre visto desde la perspectiva actual, que se desprende del libro, Frankenstein es por derecho propio uno de los clásicos de la literatura. Y la noche (o fin de semana) de su invención ha hecho correr tantos rumores como celuloide, como demuestran los filmes Gothic, hueca pero curiosa película firmada por el habitualmente más entonado Ken Russell, o Remando al viento de Gonzalo Suárez, entre algunas otras retratando aquellos días repletos de excesos y con una sexualidad desatada. Para los que deseen saber más sobre lo dicho hasta aquí y en algunas otras notas al pie de esta entrada, les recomiendo encarecidamente que echen un vistazo al excelente libro, desgraciadamente difícil de encontrar, escrito por Tomás Fernández Valentí y Antonio José Navarro: Frankenstein. El mito de la vida artificial, de la editorial Nuer. Muchos (de hecho casi todos) de los datos enumerados aquí ya estaban, de forma mucho más amplia y entendible, escritos allí.

[4]Más allá de los talentosos muros de la Hammer y antes de que estos llegaran a erigirse como faros del cine de horror durante gran parte de la década de los sesenta, el Frankenstein de Mary Shelley ha tenido incontables adaptaciones cinematográficas y no menos cuantiosas versiones en otras disciplinas. La primera de ellas fue probablemente la llevada a cabo por uno de los precursores del llamado séptimo arte: Thomas Alba Edison con una primera y curiosa versión de Frankenstein en 1910, en la que de forma premonitoria y en base a un sencillo simbolismo, se planteaba la figura del monstruo como un reflejo de la monstruosidad de su creador haciendo de ambos la misma persona. Pero serían las definitivas versiones del mito literario llevadas a cabo por el director James Whale, El doctor Frankenstein y La novia de Frankenstein o el moderno Prometeo, las que no sólo popularizarían la imagen del Monstruo personificado por Boris Karloff y su ya mítica imagen con las cejas caídas, la mirada ausente y los tornillos asomando tras su prominente mandíbula, sino que llegarían a confundir el nombre de su creador, Victor Frankenstein, con el del monstruo en la cultura popular. Estas dos excelentes películas, especialmente la magistral La novia de Frankenstein, supondrían por un lado una brutal simplificación del substrato filosófico y humano del original literario, y por otro el comienzo de la rentabilización del mito creado por Mary Shelley, como dan cuenta las numerosas secuelas llevadas a cabo por la productora que apadrinó gran parte de los mitos fantaterroríficos para el cine durante la década de los treinta del siglo pasado. Con la criatura como protagonista absoluto como mártir tan incomprendido como peligroso en su soledad a la fuerza y el doctor Frankenstein como desabrido y plañidero comparsa, la Universal daría el agónico  carpetazo al mito haciendo aparecer al Monstruo una y otra vez con los más dispares intérpretes bajo el mítico maquillaje comentado algo más arriba en parodias como Abbot y Costello contra los monstruos o en un monster-mash como La mansión de Drácula. Alrededor de una década más tarde sería la ya mentada en una nota al pie anterior Hammer Films la encargada de darle un necesario lavado de cara a un mito cinematográficamente (muy) venido a menos. Fue en boca de un alcoholizado James Carreras, durante la fiesta de final de rodaje de la exitosa El experimento del Dr. Quatermass, cuando se dio a conocer el objetivo de la productora: hacer una nueva versión cinematográfica del original de Mary Shelley, rodada a todo color y con un nivel de truculencia impensable en versiones anteriores. Dicho y hecho, y pese a la paternalista desconfianza del resto del equipo que tomó las palabras de Carreras por entusiastas alardes de un productor achispado, la Hammer no sólo cumpliría las dos condiciones recién mencionadas, también situaría en La maldición de Frankenstein al Doctor Frankenstein interpretado por Peter Cushing como protagonista absoluto, dejando a un lado y en el papel de consecuencia real y física de los vaivenes morales del doctor a la criatura interpretada por esta vez por Christopher Lee. Tras esta magnífica película, y gracias a su éxito, las inevitables secuelas no se harían esperar. La venganza de Frankenstein, Frankenstein creó a la mujer, El cerebro de Frankenstein, The Evil of Frankenstein o el film que nos ocupa son parte del saldo dejado por el taquillazo que supuso la primera película sobre el mito llevada a cabo por Terence Fisher. El realizador repetiría con gran parte del equipo técnico y con Peter Cushing como progresivamente enloquecido Doctor en cada una de las películas cada vez más vagamente inspiradas en la novela de Mary Shelley… y curiosamente sin que la calidad mermara prácticamente en ninguno de los casos. Más adelante, y con el film que se analiza en esta entrada como potente canto de cisne de la saga frankensteniana por parte de la Hammer Films, el mito de Frankenstein iría resurgiendo muy esporádicamente y con resultados tremendamente desiguales. La curiosa Flesh for Frankestein, auspiciada por Andy Warhol y dirigida por Paul Morrisey y Antonio Margheriti en el mismo 1973 en que Frankenstein y el monstruo del infierno vería la luz, el blaxplotation Blackenstein, alguna aparición en las irrisorias películas del luchador de lucha libre mexicana El Santo, o algunas aportaciones por parte de Jacinto Molina/Paul Naschy, suponen algunas de las muestras más destacables aunque no necesariamente buenas sobre el personaje y su monstruo. Incluso un film con más pedigrí como es la muy posterior Frankenstein de Mary Shelley, dirigida y protagonizada por Kenneth Brannagh como Frankenstein y Robert De Niro como la Criatura, no acaba de alcanzar la pegada que Fisher logró casi cuarenta años antes, pese a contener algunos instantes impresionantes y hacer gala de cierta fidelidad al original literario, sin que ello implique -por mucho que la publicidad del film se emperrara en ello en su día- que la película sea ni mejor ni peor que si hubiese obviado por completo la novela de Mary Shelley. Además, existen incontables adaptaciones del mito hechas de forma apócrifa en muchas ocasiones haciendo antes referencia a las adaptaciones cinematográficas que a la fuente literaria de la que beben. Allí están Eduardo Manostijeras como mayor y mejor muestra de las constantes referencias a los films de James Whale (cuya figura y su relación con sus films sobre Frankenstein motivaron el excelente film Dioses y monstruos) en parte de la filmografía de Tim Burton, el divertido petardeo de The Rocky Horror Picture Show o de forma mucho más desafortunada, la lamentable Van Helsing, soporífera película dirigida por Stephen Sommers entre muchas, muchas otras muestras de la vigencia de un mito que no cesa de reinventarse y que ha logrado sobreponerse a la estética impuesta por el cine para convertirse prácticamente en un concepto.

[5]Algo que resulta bastante revelador si se tiene en cuenta lo mucho que gustaba la Hammer de incluir escotadísimas mujeres hasta en los instantes en que dichas prendas no podrían ser más incómodas. Ya sea para remarcar lo mortecino del entorno descrito en Frankenstein y el monstruo del infierno, en el que ni siquiera hay lugar para suaves erotismos como válvula de escape ante tanta sordidez, o por la coherencia narrativa que haría ridículo que una mujer se paseara ligera de ropa por un mundo lleno de imprevisibles locos, este film de Fisher supone una extraña isla de asexualidad dentro de una parte importante de su filmografía. O quizás es, como decía Jesús Franco, porque definitivamente y con o sin escotes, la Hammer hacía películas de horror para recatadas octogenarias inglesas.