jueves, 27 de marzo de 2014

PERSIGUIENDO A AMY



Es algo más o menos sabido y tácitamente silenciado por todo el mundo que el sexo ocupa una parte importante de los pensamientos de la gente. Un espacio muy parecido, pese a que de forma mucho menos silenciosa y sutil, al que ocupa en las conversaciones que tienen lugar en el cine del realizador Kevin Smith[1]. Aunque sea de boquilla, en sus interminables e incontables peroratas, sin que en ningún momento aparezca ni fugazmente en pantalla un pezón, o cualquiera de los genitales de uno u otro género que parecen llevar de cabeza a los adolescentes tardíos que protagonizaron el primer tramo de su filmografía. Esta curiosa y puritana dicotomía, para nada molesta en su falta de pretensiones, deja espacio en pantalla, en convivencia con un ingenioso humor soez y una sana verborrea alrededor de todo lo que tenga que ver con el sexo, para que el sentimiento motor de Persiguiendo a Amy, más o menos ausente hasta ese momento en las películas del realizador salga a flote ante los ojos del público: el Amor.
La tercera película de Kevin Smith gira alrededor del calmado Holden McNeil (Ben Affleck) y el temperamental Banky Edwards (Jason Lee), amigos desde su infancia hasta el momento actual en el que trabajan juntos codo con codo, uno como líder dibujante y el otro como seguidista entintador, en un exitoso cómic. Su rutinaria vida profesional parece entrar en ebullición cuando se les presenta la jugosa oportunidad de hacer de su pequeño éxito editorial una serie de televisión. Pero en lo personal, su relación empieza a resquebrajarse cuando conocen a una vitalista y divertida joven  llamada Alyssa Jones (Joey Lauren Adams) que rápidamente congenia con Holden hasta hacerse grandes amigos. La declarada homosexualidad de la chica sólo contiene temporalmente, entre amistosas escapadas de fin de semana y muchos buenos momentos, los verdaderos sentimientos del dibujante hacia Alyssa. Un amor que un arrinconado Banky es incapaz de ver con buenos ojos creyendo perder poco a poco a su mejor amigo y compinche profesional.

Y si el argumento del film de Smith parece, en sus líneas generales, poco o muy relativamente original, su plasmación en pantalla no le va a la zaga: Persiguiendo a Amy es una película cuya forma es a todas luces -y aunque acabe provocando un estimulante efecto de proximidad en el público- rematadamente plana. La fotografía carece de cualquier tipo de claroscuro o de intencionalidad dramática, como se diría que tampoco la tiene una planificación puramente expositiva y hasta neutral, sin salidas de tono ni nada que pueda distraer de la mayor y más consciente baza de la película de Smith: su guión, y más concretamente, sus diálogos. Una historia tan manida como casi todo el romanticismo cotidiano, trufada por innumerables conversaciones alrededor de lo divino y lo humano, con la primera trilogía de La guerra de las galaxias, los cómics y el sexo habido y por haber como medida de todas las cosas, es recogida por la película de Smith, y casi sin excepción, en largos planos medios y muy esporádicos primeros planos, dejando el ritmo del film en manos de los actores, la coordinación entre ellos para entonar sus diálogos, y su distribución en el encuadre. Ni siquiera en los momentos en los que rompe el estatismo generalizado que es norma en Persiguiendo a Amy, Smith se sale de lo puramente funcional como en el montage que condensa la amistad entre Holden y Alyssa en unos pocos minutos, o en las discusiones a grito pelado que mantienen los tres protagonistas alrededor de los cuales gira toda la película, que están filmados con una prototípica temblorosa cámara al hombro que subraya la tensión del momento, o la presentación de Alyssa, mostrada por primera vez con una ligera panorámica ascendente hasta mostrarnos su cara, diferenciándola del resto de personajes presentados en desabridos planos medios. Sólo una poderosa y sencillísima escena que muestra un primer plano del personaje interpretado por Lauren Adams cantando sobre un escenario, y un par de montajes en paralelo, uno mostrando a una pareja besándose apasionadamente sobre el coche de Banky bajo la atenta mirada de Holden y Alyssa mientras juegan a los dardos, y sobretodo una pelea a puñetazo limpio entre jugadores de hockey hielo que sube de intensidad a la par con una soterrada discusión entre Alyssa y Holden alrededor del agitado pasado sexual de la primera, suponen diminutos apuntes formales que denotan una leve intencionalidad o músculo audiovisual ausente durante el resto del metraje, dotando al conjunto de una proximidad a veces un tanto teatral[2], pero por lo general muy lograda. Esta prefabricada naturalidad formal, que saca fuerzas de lo cotidiano y que raya, como decía, en la teatralidad más desabrida, no sólo alinea Persiguiendo a Amy con una determinada manera, la más estereotipada o reconocible en el momento de su estreno, de entender el llamado cine independiente norteamericano[3], sino que también atenúa el dramatismo de las escenas más trágicas, rebajando una tendencia al melodrama que se advierte tras algunas líneas de diálogo, que haría de la película de Smith una más espectacular o percibida como menos realista y, siguiendo con una visión estereotipada pero efectiva para muchos, cinematográfica como sinónimo de distante.

Esta cualidad expositiva de Persiguiendo a Amy, que subraya una y otra vez lo oído y sobreexplicado en boca de sus personajes a veces en base a falsos flashbacks que no dejan lugar a la imaginación, también logra situarlos a todos en un mismo plano dramático sin cargar nunca las tintas a favor o en contra de ninguno de ellos, repartiendo sus más y sus menos a todos y cada uno de los hombres y mujeres que pululan por la pantalla, sin dejar prácticamente ningún individuo ni colectivo racial o de género impoluto de un  agudo análisis que disecciona amablemente sus vicios y virtudes. Esta equidad moral, que distancia Persiguiendo a Amy mucho y para bien del reduccionista panfleto reivindicativo, encuentra su eco en una desdramatización, en lo visual más debido a una asepsia formal quizás involuntaria que a una estrategia dramática elaborada, que hace del film de Smith uno mucho más próximo al retrato de un hombre que se ve superado por sus propios miedos e inseguridades que a una denuncia ejemplarizante de la estupidez del Hombre ante una Mujer cuyo modo de vida es mucho más libre (y en una importante pincelada humanista, no por su condición, sino por su propia voluntad) de lo que él es capaz de asumir. De esta manera, la buena labor del Smith guionista compensa la relativamente competente realización del Smith director. Sus personajes, pese a verse casi siempre definidos por lo que dicen mucho más allá de por lo que hacen, están lo suficientemente elaborados como para resultar creíbles. Y los actores que los interpretan, con la inestimable química que surge entre Affleck y Lauren Adams, mantienen el pabellón lo bastante alto como para que el constante estira y afloja que suponen unos diálogos coordinados a la perfección, en su tono y en su tempo, no resulte forzado, distante o directamente increíble. Pero, respecto al guión, hay más aún: la que se diría una de las claves de Persiguiendo a Amy, que consiste en un retrato humano que no juzga a ninguno de sus personajes si no es por parte de ellos mismos, tiene también su origen en la escritura de Smith. Lo que bajo otra estrategia habría sido una comedia de enredos en la que el equívoco sería el detonante de lo cómico, en Persiguiendo a Amy es el enredo lo que desborda el estereotipo hasta humanizarlo, del mismo modo que resulta harto difícil catalogar el film de Smith, indivisiblemente cómico y dramático, en uno u otro género cinematográfico más o menos codificado. Así, Alyssa se revela a ojos de Holden como lesbiana ante su más soberano pasmo, aunque más tarde se enamorará del dibujante y más tarde le desvelará un pasado sexual demasiado hedonista para los reducidos parámetros vitales de un Holden mucho menos liberal de lo que él mismo cree ser. Por otro lado, Hopper X (un excelente Dwight Ewell en la piel del mejor y más divertido personaje de la película) es un homosexual negro que se hace pasar por un sosías espiritual de líder segregacionista afroamericano Malcolm X para vender más cómics, y hasta la exhibicionista heterosexualidad Banky será cuestionada en una posible lectura entre líneas de la dependiente amistad que mantiene con Holden… Ninguno de ellos, y Holden el que más, es tan sencillo como parece y escapa constantemente a las expectativas que el protagonista interpretado por Affleck tiene sobre un mundo y una realidad que poco a poco le supera hasta sobrepasarlo por completo. Así, el enredo que hace avanzar la tan trillada trama romántica no sirve a razones cómicas sino, de forma muy eficiente, al propio retrato de sus personajes desmontando cualquier peligroso tópico que los reduzca a meros peones al servicio de un panfleto.
O lo que es lo mismo, descendiendo de lo estereotipado a lo personal e individual en una película de ribetes confesionales se alcanza una cima que no habría sido posible bajo un prisma más amplio o exagerado, que además hubiese sentado una antipática y muy reduccionista cátedra alrededor de la amistad, la heterosexualidad, la homosexualidad[4], las relaciones entre hombres y mujeres, o el racismo, sin que ninguno de estos temas no sea tratado en Persiguiendo a Amy. Tampoco es ajeno a ello la capacidad de observación del guionista y realizador, que consigue, como en películas anteriores, extraer lecciones vitales y morales de material propio de la cultura popular (o de la pura Nada) sin tener que forzar la máquina en ningún momento y logrando decir, sin alzar la voz, verdades como puños a través de todos sus personajes, de que recoge el más doloroso saldo el de un Holden del que múltiples elementos de la película sitúan como un doble ficcionado del realizador y guionista.

Algunos elementos, que denotan el grado de autoconciencia con el que Smith encara su film, dan muestra del carácter íntimo y personal de Persiguiendo a Amy, su cualidad de película sino más madura cinematográficamente hablando (poco o muy poco ha cambiado en este aspecto desde su ópera prima, sólo a dos películas de distancia desde la que nos ocupa), sí desde un punto de vista temático o personal, como sinónimo de importante en un contexto fílmico y vital grunge, con la abulia como mínimo común denominador[5].
La estructura circular de la película, que empieza en el mismo lugar en el que termina un año más tarde, evidencia el cambio o evolución, que afecta a sus personajes como primer paso hacia la mencionada y siempre esquiva madurez emocional. Tal y como el propio Smith parece hacer con Persiguiendo a Amy respecto a sus dos anteriores películas que transcurrían en el mismo universo que la que nos ocupa, ilustrado por continuas referencias a situaciones vistas en ellas y personajes recurrentes que ya aparecían en Clerks o Mallrats, con Jay (Jason Mewes) y Bob El Silencioso (el propio Kevin Smith) a la cabeza, y que expresan de viva voz su hartazgo de que en los cómics inspirados en ellos, Holden los haga hablar “como a jodidos bebes”. De esta manera, la conciencia de estar madurando un estilo fílmico (aunque se reduzca en mayor parte a su guión) se solapa con una mirada más madura sobre la realidad que Smith refleja en sus imágenes, gracias a numerosas conversaciones alrededor de la imposibilidad de Holden de hablar, a través de los cómics que escribe y dibuja, de algo personal porque nunca ha ocurrido nada en su vida digno de tal nombre hasta que conoce a Alyssa… Elementos que solapan, hasta cierto punto y sin cargar nunca las tintas, la figura de Holden con la del propio Smith. Solapamiento que se sella a cal y canto cuando Alyssa protagoniza un tebeo de tirada corta producido, dibujado y escrito por Holden y con el nombre de… Persiguiendo a Amy, que no es sino una plasmación en viñetas, a toro pasado, de la relación amorosa que han mantenido ambos con el añadido de suponer un mea culpa por parte del personaje interpretado por Ben Affleck respecto a sus propias limitaciones, que han enviado al traste el que podría haber sido el amor de su vida. De esta manera, Persiguiendo a Amy esquiva el panfleto al presentarse ya de entrada como un autoretrato cuyo saldo acaba siendo el de un liberal que se descubre conservador, plasmado en película en la que no por casualidad se habla muchísimo de sexo… pero jamás se nos muestra en pantalla. Y que por suerte y pese a ser un film considerablemente personal, Holden es tratado con la suficiente humildad como para no flagelarse ni a sí mismo ni culpabilizar a los demás[6] hasta la autocompasión, sino  arguyendo una huida hacia delante a una realidad que ni los comics, ni La guerra de las galaxias, ni tampoco las mentalidades surgidas de dicho caldo de cultivo, son (o somos) capaces de aprehender pero que el paso del tiempo y la experiencia empieza a dibujar.

Así, la paradójicamente estilizada naturalidad del film de Smith, producto de todos los elementos mencionados hasta aquí, hace de Persiguiendo a Amy una película muy modesta en sus pretensiones y factura audiovisual pero también, y seguramente por ello, muy valiosa en su nada ejemplarizante humanismo. Y eso que no está exenta de instantes en los que el equilibrio dramático, siempre soterrado, parece estar a punto de desbarrar en el romanticismo más rosado, anegado además por monólogos que, aquí sí, suenan tan postizos y rimbombantes como, en sus peores momentos, terriblemente cursis. Sirva de ejemplo la larguísima declaración de amor de Holden hacia Alyssa, sólo salvada por la reticencia de Smith a subrayar este momento con algún feo acompañamiento musical, como el que aparece tocado a piano y esporádicamente algo más adelante, y que pone en primer plano lo que Persiguiendo a Amy podría haber sido, sin llegar a ser, por fortuna, en casi ningún momento de su metraje. Es en instantes como esos en los que el amable suflé new age, de donde toman fuerza gran parte de la sensibilidades de los personajes del film y su manera de encarar la vida, alcanza su mayor y artificiosa hinchazón en ausencia de otro de los elementos más determinantes del cine de Smith o al menos de su escritura: el humor que se desprende, una vez más, de sus diálogos. Una comicidad basada en lo hiperexplicativo y lo sexualmente explícito -todo lo que no es Persiguiendo a Amy en su aspecto audiovisual- y en una catarata verborreica que nunca se detiene entre unos personajes que se hablan los unos a los otros, en un suma y sigue de réplicas y contrarréplicas a cada cual más ingeniosa. Y un afortunado contrapunto, vertebrado por una sana cháchara sexual[7] que por una parte anima un conjunto que en su ausencia sería muy probablemente aburrido y agotadoramente discursivo, y por otra rebaja el dramatismo de algunas escenas hasta una despreocupación que en Persiguiendo a Amy, juega más a favor que en contra del ingenioso costumbrismo del que hace gala… pero que cuando se ve desprovisto de dicho sentido del humor se convierte en una película con diálogos imposibles -y peor aún increíbles por lo articuladísimos que son todos los personajes aunque se estén desgañitando de rabia en sus ocasionales peleas- o conversaciones que analizan lo cotidiano hasta lo absurdo. De esta manera, la escena en la que se dirime el triángulo amoroso en que acaba convertida la relación entre Holden, Alyssa y un desaventajado Banky, resulta a día de hoy una puesta en palabras de un conflicto comprensible, que oída en boca de los personajes de Smith sólo despierta incredulidad en sus rebuscadas conclusiones. Pero Smith se mantiene, como en todo el metraje, impertérrito como realizador, dejando al parecer de cada uno si se está asistiendo a una muestra de la falta de recursos de Holden para encarar el precario terreno en el que ha entrado su relación con Alyssa y su menguante amistad con Banky, o directamente a una burla de la mentalidad de sus personajes. 

Este productivo, por respetuoso, punto medio basado puede que involuntariamente en la desdramatización formal y pese a que por desgracia no pueda decirse lo mismo respecto a sus antinaturales diálogos, es también el certificado de que Smith se expone, sin querer juzgarse a sí mismo, pasándole la pelota al espectador. Mostrando un universo que se mira a sí mismo con cierta distancia pero también con el cariño equivalente a una despedida de una etapa vital que se sabe finiquitada. Película hecha, por su carácter de confesión o exorcismo de determinados aspectos personales, con la perspectiva que otorga recrear un sentimiento ya pasado (tal y como Holden encara el cómic de Persiguiendo a Amy) pero siempre bajo un punto de vista propio, subrayado por el protagonismo casi absoluto de un Ben Affleck que aparece en prácticamente todas las escenas de la película. Así, el film de Smith también parece responder a una determinada sensibilidad y a un momento en el tiempo que el paso de los años desmerecerá o revalorizará a una película que ya en su día venía refrendada por el mentado tono nostálgico, que visto hoy se contagia a los que pudimos verla en su día. Los diálogos, el espíritu amablemente irreverente, la banda sonora o incluso los bares y locales llenos del humo de los cigarrillos, que hacen de escenarios de este primer amor de juventud que da el paso a la primera madurez, encuentra su final en uno de los escasísimos y obvios simbolismos que se permite Smith, suponiendo el cierre de una etapa creativa y vital con el cierre de una puerta que deja atrás una forma de vida para pasar a otra que jamás se nos muestra en el film. Siendo este momento la mejor plasmación en imágenes de que Persiguiendo a Amy pertenece a un universo fílmico sustentado quizás lo generacional, pero con un calado que en esta ocasión y como nunca antes ni después en su filmografía, lograría tocar un tema ampliamente universal desde una reducida perspectiva personal.

Título: Chasing Amy. Dirección y guión: Kevin Smith. Producción: Scott Mosier. Dirección de fotografía: David Klein. Montaje: Scott Mosier y Kevin Smith. Música: David Pirner. Año: 1997.
Intérpretes: Ben Affleck (Holden McNeill), Joey Lauren Adams (Alyssa Jones), Jason Lee (Banky Edwards), Dwight Ewell (Hooper X), Jason Mewes (Jay), Kevin Smith (Bob el Silencioso).


[1]Para los que quieran leer un pequeño resumen sobre la vida y milagros de Smith, pueden hacerlo en una de las notas al pie de la entrada dedicada a Clerks, publicada en este blog el pasado mes de enero.

[2]Esta teatralidad, que ha sido uno de los talones de Aquiles del Smith menos inspirado ante una parte de la crítica, parece afectar algunos de los personajes de la trama de Persiguiendo a Amy. Los inevitables Jay y Bob el Silencioso y su papel en el film, haciendo las veces de consejeros espirituales de un desnortado Holden, hacen buena la comparación que el dibujante hace al principio del film entre sus creaciones Bluntman y Chronic (inspirados en Jay y Bob) y Rosencratz y Gilderstein. Estos últimos, cortesanos que aconsejan malintencionadamente al príncipe Hamlet en la obra homónima de William Shakespeare, son puestos por Holden al mismo nivel, y en la misma conversación, que Vladimir y Estragón, mendigos protagonistas a su vez de la absurda comedia escrita por Samuel Beckett, Esperando a Godot, que mucho tienen en común tanto en espíritu como en su eterna espera a no se sabe qué con Jay y Bob. Sea como sea, el discurso de Bob no parece servirle para nada a Holden tal y como le ocurría a Hamlet… o quizás es que, como le asegura un fan, ni Rosencratz, ni Gilderstein, ni Vladimir ni Estragón, los verdaderos sosías de Jay y Bob no son sino los estúpidos héroes de la MTV Billy y Ted o la divertidísima pareja fumeta Cheech y Chong.

[3]Prácticamente un lugar común a estas alturas, o casi un género cinematográfico codificado más, el Cine Independiente made in USA, tal y como se entendía por una parte importante del público, fue popularizado por Smith y muy especialmente por otro de los cachorros de Miramax Films: Quentin Tarantino. Ambos realizadores, muy diferentes entre sí, hicieron de su punto en común, la verborrea de sus personajes alrededor de las cosas más cotidianas y en base a un lenguaje bastante explícito, el estandarte de un cine de bajo presupuesto y cierta libertad de movimientos… que sin embargo muchas veces estaba producido desde filiales de grandes productoras.

[4]No deja de resultar curioso el que las dos mejores películas de Kevin Smith, la que nos ocupa en esta entrada y la beligerante Red State (de la que ya se ha hablado aquí en otra entrada, publicada en noviembre del año 2012), cuenten con la homosexualidad como uno de los elementos más importantes de su trama. El propio Smith siempre ha intentado introducir, aunque sea soterradamente, alguna referencia al respecto desde que su hermano, que es gay, le comentó una vez que nunca había visto en el cine ningún retrato con cara y ojos de un homosexual.

[5]Persiguiendo a Amy supone el broche a la llamada Trilogía de New Jersey, formada por las dos películas anteriores del realizador: la estupenda Clerks y la bastante decepcionante Mallrats. En esta ocasión, Smith gozó de un presupuesto mayor que en su primera y rentabilísima película, pero también considerablemente menor que en el caso de la segunda, considerada por muchos como un film comercial dentro de la filmografía del director. Algo con lo que se puede estar de acuerdo, sin que ello signifique nada bueno ni malo respecto al resultado final del film, que puede tener su gracia pero carece del ingenio de la opera prima de Smith y del calado emotivo y sentido del humor del film que nos ocupa.

[6]Por algo será que el discurso lanzado por Bob el Silencioso alrededor de la Amy del título es verbalizado por el propio Smith como intérprete del callado grandullón. Y más todavía, la actriz Joel Lauren Adams que interpreta a Alyssa Jones fue pareja sentimental del director, que puso punto y final a la relación por sentirse incapaz de asumir el ingente pasado sexual de la intérprete. Ambos empezaron a salir juntos durante el proceso de montaje de Mallrats, película en la que Lauren Adams aparecía muy fugazmente, y cortaron al poco tiempo por los motivos antes comentados, que no sólo provocaron la ruptura, sino la toma de conciencia del director respecto a que no era, ni de lejos, tan liberal como él creía ser. Todo lo anterior se coló en la escritura del nuevo guión del realizador, que inicialmente tenía previsto rodar después de Clerks pero que aparcó para tener la experiencia de rodar una producción más holgada con Mallrats, y que por entonces sólo giraba alrededor de un hombre que se enamoraba perdidamente de una lesbiana.  La experiencia adquirida tras su relación con Lauren Adams, hizo que Smith reestructurara su guión y lo cargara de muchos elementos personales hasta, según él y como puede entreverse en la película, Holden McNeill es su creación más cercana a su forma de ser y entender el mundo en el momento de escribir Persiguiendo a Amy.

[7]Constante que toca techo en Persiguiendo a Amy en una escena en la que Alyssa y Banky comparan “heridas de guerra” adquiridas en sus respectivos escarceos sexuales. Una escena que está inspirada en una de las mejores de las que pueden verse en la obra maestra de Steven Spielberg, Tiburón (comentada en este blog en el mes de agosto de 2013). Me refiero a aquella en la que del mismo modo que hacen Alyssa y Banky en el film de Smith, el imprevisto y borracho dúo formado por el estudioso Hopper (Richard Dreyfuss) y el lobo de mar Quinn (Robert Shaw) en el clásico de Spielberg, comparan sus respectivas cicatrices obtenidas por cortesía de algún tiburón en el pasado. Todo ante la silenciosa mirada del jefe Brody (Roy Scheider) que sólo puede mostrar la cicatriz que le ha dejado… su operación de apéndice. Así, si Quinn y Hopper son Alyssa y Banky, el inexperto Brody sería un Holden que no puede o no quiere batirse con sus dos compañeros de mesa en cuanto a experiencia sexual se refiere. Algo que por otro lado ya empieza a dibujar el muro con el que topará la relación que mantendrán el personaje interpretado por Affleck con el encarnado por Lauren Adams. Además de este paralelismo entre los personajes de una y otra película, que se subraya por gestos calcados (como el poner las piernas sobre la mesa) la una respecto a la otra, hasta el aspecto de la localización y la distribución de los personajes en el plano resulta extremadamente parecida. Aunque también abundan, por supuesto, las diferencias: la capacidad de sugestión que demuestra la película de Spielberg en ese instante es terrorífica e insuperable, mientras que Smith se dedica a incluir cortos fragmentos en blanco y negro a modo de pobre y recatada  ilustración de las palabras de sus personajes, y la capacidad atmosférica de Spielberg y el guionista de ese fragmento, John Milius, que aúnan aventura, terror, gotas de locura y una apabullante sensación de camaradería, se reduce en el caso de Smith en un más o menos divertido chiste dotado de un más que sano desparpajo.

jueves, 20 de marzo de 2014

LAS ZAPATILLAS ROJAS



En 1845, el prolífico cuentista Hans Christian Andersen[1] relató las desventuras de una pequeña y descalza huérfana que, desobedeciendo a su anciana y bondadosa madrastra, se hacía con unas zapatillas de color carmín sobre las que una vez que se comienza a bailar, es humanamente imposible detenerse. Pero la maldición que obliga a la pobre niña a danzar y danzar sin motivo hasta el agotamiento desaparece con el arrepentimiento de haber mentido a su amorosa cuidadora, inconsciente del engaño debido a su creciente ceguera. Poco más de un siglo después, a través de una moraleja aún más claustrofóbica por imposible de solucionar pero con mayor aliento poético y narrativo, tuvo lugar la adaptación británica para la gran pantalla de la obra primigenia del cuentista danés: Las zapatillas rojas, pergeñada al albur por el tándem creativo formado por Michael Powell[2] y Emeric Pressbuger[3] en 1948.
Película que, además de revolcarse en aguas más próximas al melodrama romántico que sus precedente escrito, recoge su herencia para catapultarse a un apabullante espectáculo audiovisual de primera categoría que plasma la dicotomía entre la que se mueven, siempre insatisfechos como almas en pena rondando por un triángulo amoroso, sus protagonistas. La más sufrida de los mismos, y objeto de deseo de todos los demás, es Victoria Page (Moira Shearer), una joven bailarina aspirante a estrella de buena cuna que quema sus energías en escenarios de mala muerte y peor reputación mientras suspira por encontrar un lugar mejor en el que desenvolver su talento para la danza. Su suerte profesional y personal da un vuelco cuando es contratado por el prestigioso director de ballet Boris Lermontov (Anton Walbrok), que poco antes ha reclutado entre sus exigentes filas a Julian Craster (Marius Goring), un joven y temperamental compositor al que utiliza como director de orquestra que recibe el encargo de Lermontov de reescribir el ballet que da título al film. Durante el trabajoso proceso creativo, Victoria desempolvará su talento encarnando sobre el escenario a una joven que una vez se ha enfundado las zapatillas rojas obsequiadas por un pintoresco personaje, no dejará de bailar hasta desfallecer. Pero también, y a partir de la estrecha colaboración profesional que se verá obligada a mantener con el compositor Craster, encontrará el amor en brazos del hombre que pone la música a sus pasos de baile, ante la celosa mirada del contratista de ambos[4]. Un amargado Lermontov que sólo responde ante una claustrofóbica máxima artística de visos insalubres: o se elige la vida terrenal con sus amoríos y placeres varios, o se elige la gloria musical, sacrificada pero inmortal a ojos de la Historia. Entre estos dos polos, personificados uno de ellos en el vivaracho compositor de la partitura, por parte de las delicias terrenales de una vida plácida, y el otro en la figura del petulante creador de la obra que da título a Las zapatillas rojas, se debate Victoria… en un combate que el talento audiovisual de Powell y Pressburger convierte prontamente en desigual hasta alcanzar el fatalismo.

Porque si algo destaca en Las zapatillas rojas más allá de su melodramática base argumental o su férrea narrativa, es su artisticidad. Su impresionante envoltorio audiovisual, con todos y cada uno de sus elementos en perfecta coreografía, que logra una atmósfera ensoñadora de ribetes góticos dotada de una elegancia difícilmente igualable y con poco, o nada, en común con el mundo a este lado de la pantalla. Gracias a esta estrategia -cuya vigorosa plasticidad y cromatismo diluye las fronteras entre lo que ocurre en el escenario, entre ensayos y representaciones finales, y lo que pasa fuera de él, entre atardeceres imposibles y paseos de un romanticismo que no es de este mundo- Las zapatillas rojas se convierte en un juego de espejos entre lo que lo que se explica durante los espectáculos de baile y lo que tiene lugar en el mundo que habitan los personajes. Un vistoso universo de tonos ocres, y fastuosos decorados que parecen tales, que va ordenándose según la lógica del ballet de Las zapatillas rojas, sucediendo la historia relatada sobre el escenario también fuera de ella en las vidas de los que intervienen en el baile. La primera representación del ballet que da título al film supone el mejor ejemplo de este progresivo solapamiento entre las porosas fronteras entre fantasía y realidad, o en el caso que nos ocupa, baile y vida. En esta larga, barroca y elaboradísima escena que representa el techo de la sofisticación formal que corroe toda la película, la planificación se despliega ante los ojos del espectador en estampas de una apabullante elaboración visual, se iluminan zonas oscuras que dotan de un nuevo orden y sentido cromático a todos los elementos que parecían completar el espacio fílmico hasta ese momento. Y también se repasan algunos de los miedos y anhelos de la protagonista, identificándose completamente la figura del diabólico zapatero que regala las zapatillas rojas a la joven interpretada por Victoria Page con las de los dos hombres que, voluntariamente o no, la harán bailar sin descanso condenándola a ser para siempre la chica de las zapatillas rojas que nunca volverá a encontrar la paz y el equilibrio ni sobre ni fuera de los escenarios. Esta portentosa secuencia[5], dotada como casi todo el film de una modernidad en recursos y lenguaje fílmico que dejaría en mantillas a gran parte del cine contemporáneo, ya advierte no sólo de lo que está por venir sino que también despierta la impresión de estar asistiendo a una película en la que los espacios mentales y físicos no son estancos, sino que a cada minuto responden menos a la voluntad de los protagonistas y más a la armonía musical que se va adueñando de ellos y de Las zapatillas rojas en su totalidad. Esta musicalidad que vertebra el film y acaba siendo la lógica bajo la que se mueven y respiran los personajes se percibe a veces de manera despreocupada, como con la vodevilesca iniciativa de Lermontov de obligar a su bailarina a desayunar, comer y cenar escuchando las melodías sobre la que bailará en el escenario de manos del compositor que acabará siendo su amante, y otras de forma más evidente y perturbadora, como en la representación de una obra en la que Victoria interpreta un androide que imita uno por uno los pasos dictados por su creador. Momentos como estos, que se hallan desperdigados por todo el metraje del film que poco a poco van concretando una visión que acabará siendo profética: la que ilustra al arte devorando la vida hasta hacerla bailar a su son y finalmente extinguirla cuando acaba siendo un estorbo. Situando así Las zapatillas rojas en una esfera en el que arte (o lo que tiene lugar sobre el escenario) y vida (lo que tiene lugar fuera de él) devienen indistinguibles y moverse y responder al mismo compás… de no ser porque lo que se ve y oye en Las zapatillas rojas es de una belleza y armonía imposibles en el mundo que habitamos a este lado de la pantalla, cuyo reflejo no tiene cabida en la película. Así, esta voluntad artística, cuyo musical sentido de la maravilla rescata del más vetusto cartón piedra muchas escenas que de no ser por ello se verían rematadamente falsas, también rescata Las zapatillas rojas de la previsibilidad que se va adueñando de la trama, virando lo estereotipado de su libreto hacia el terreno de lo fantástico, y de allí y a unos pocos pasos, al fatalismo romántico más desaforado. De esta manera, el dúo creativo Los Arqueros[6] se sitúa, casi sin quererlo, de lado del amargamente diabólico Lermontov, haciendo de las situaciones y emociones que manan de los personajes de la película material dramático con el que destilar un placer estético (y trágico) de primera categoría en el que por muy absurdo que pueda parecer lo que se nos narra con mano maestra, todo parece lógico por armonioso.

Resulta extremadamente difícil encontrar un plano en Las zapatillas rojas que no responda a una visión casi pictórica del encuadre o en el que la impresionante dirección de fotografía de Jack Cardiff no sea digna de aplauso, pero también es harto complicado encontrarla esteticista o directamente funcional. La mayor virtud de Las zapatillas rojas, que aúna otras muy numerosas pero de menor escala, es que su brillantísima estética no parece buscar lo narrativamente adecuado, aunque a buen seguro lo consigue siendo la historia y su desarrollo perfectamente narrada muy por encima de la mera funcionalidad, sino que parece regodearse en una bellísima armonía que, no por causalidad y a la par de la magnífica partitura sonora del film, hacen de Las zapatillas rojas una película musical en sentido estricto, más allá de la acepción genérica del término. Y gracias a esta armonía que concatena las imágenes de Las zapatillas rojas a modo de fascinante sinfonía audiovisual, no sólo gana en imágenes una historia previsible sobre el papel y según los cánones propios del cuento de hadas por los que transita a conciencia la película, también hacen la absurda dicotomía, en los términos en los que se plantea en el film de Powell y Pressburger, sobre la que pivota Las zapatillas rojas, creíble y emocionante.
La elegantísima puesta en escena de la que hace gala el film transforma instantes tan cotidianos -en la parte más afortunada del mundo del espectáculo- como puede ser la firma de un contrato en una visita a terrenos más oníricos que realistas, en los que Victoria, tocada con una corona, sube por los escalones de una enorme mansión que se diría abandonada hasta encontrarse con un Lermontov que le ofrece el que será, en más de un sentido, el papel de su vida. Momentos como este, que ni es el único ni el mejor de los muchos que remiten a motivos reconocibles en cuentos de hadas pero sí uno de los más evidentes, alzan por un lado el vuelo de Las zapatillas rojas como ensoñadora película de aires arrebatadoramente románticos, pero también sacan a flote un guión cuya base dramática habría sido sonrojante de no haber sido servido con la pericia que Powell y Pressburger colman sobradamente.

De no ser por ello, la brutal dicotomía entre la que se sitúa la joven bailarina se despeñaría por el más absoluto ridículo al que se asoma la película en su tramo final, comparativamente el más precipitado de Las zapatillas rojas, aquel en el que la historia del ballet y la de las vidas que en él han participado se solapan de forma tan obvia y en ocasiones un tanto forzada, que acaban por ser, casi literalmente a ojos del espectador, marionetas al servicio de una visión del mundo que bajo su pletórico colorido, sólo permite un maniqueo blanco o negro como opciones vitales. Y en un mundo, el de Lermontov, en el que sólo se puede ser la más deslumbrante estrella del firmamento escénico, o una miserable ama de casa que sólo existe para amamantar a su hambrienta y llorica prole, el creador del ballet se erige como perfecto y torturado demiurgo, y la película un exuberante reflejo de su temible y preciosamente triste visión de la humanidad. Lermontov, figura trágica ataviada de ropajes oscuros y parapetado siempre tras una gafas de sol que acentúan su antinatural palidez, actúa como Dios omnipotente pero para nada invulnerable a tener que elegir entre dos mundos irreconciliables para él.  Su figura, similar a la del vampiro que mora por enormes caserones casi a oscuras regodeándose en su propia miseria, se nutre del talento de los que lo rodean hasta dejarlos secos de toda vida no sin antes infectarlos de su misma enfermedad, que le impide disfrutar por miedo a distraerse de su misión, dirigida con mano férrea desde los contornos del encuadre, en las zonas oscuras desde las que aparece y desaparece con una velocidad pasmosa, como observador en la sombra. Pero gracias a la aureola cuasi mítica que desprende al nunca mostrarse por completo hasta algo avanzado el metraje, estando presente en todas las conversaciones e impulsar todos los elementos de la trama hasta hacerlos orbitar siempre a su alrededor, Lermontov, como Pressburger y Powell en un jugoso paralelismo entre el director del ballet y la profesión de director de cine, es el filtro a través del cual se dirime la imposible moraleja del film igualmente dotada de su retorcida y talentosa aptitud para la tragedia, ingrediente imprescindible para alcanzar la alta graduación artística necesaria para sus elevados pero inhumanos fines. Fagocitando a sus colaboradores convertidos en piezas de un sublime engranaje que hace arte de sus cadáveres del mismo modo que Las zapatillas rojas dinamita todo puente con nuestro mundo para exhibirse como cine puro. O, en este caso, como Arte.

Título: The red shoes. Dirección: Michael Powell y Emeric Pressburger. Guión: Emeric Pressburger, Michael Powell y Keith Winter como dialoguista, inspirándose en el cuento original escrito por Hans Christian Andersen. Producción: Michael Powell y Emeric Pressburger. Dirección de fotografía: Jack Cardiff. Montaje: Reginald Mills.  Música: Brian Easdale. Año: 1948.
Intérpretes: Moira Shearer (Victoria Page), Marius Goring (Julian Craster), Anton Walbrook (Boris Lermontov), Léonide Massine (Grischa Ljubov), Ludmilla Tchérina (Irina Boronskaja).


[1]Nacido el 2 de abril de 1805 en la localidad de Odense, en Dinamarca, Hans Christian Andersen es a día de hoy uno de los más reconocidos cuentistas de la historia de la literatura. De familia pobre pero instruida, Andersen abandonó sus estudios en 1816 tras la muerte de su padre para dedicarse en cuerpo y alma a la lectura de clásicos de la literatura. En 1819 viajó hasta Copenhagen con la intención de convertirse en cantante de ópera, profesión para la que se descubrió negado y que en su afán de alcanzarla casi lo dejó en la ruina. Pero a pesar de su fracaso, consiguió afiliarse a la escuela de danza siendo admitido como bailarín, además de enamorarse de uno de sus compañeros de escuela dando sus primeros pasos en su agitada bisexualidad, que culminó con numerosos matrimonios que tuvieron lugar más adelante.  Pasó unos años en la escuela de Elsinor, de los que afirmó más adelante fueron los peores de su vida, hasta que en 1827 abandonó el lugar y publicó su primer poema: El niño moribundo en una prestigiosísima revista literaria. A partir de ahí, se dedicó a plasmar por escrito las impresiones que recogía durante el transcurso de una de sus mayores aficiones como era viajar, para luego enviarlas a periódicos que las iban publicando. En 1831 apareció Fantasía y esbozos, una compilación de poemas que precedería en cuatro años a su primera novela: El improvisador. Aunque no tuvo demasiado éxito en líneas generales, sí fue lo suficientemente prolífico como para compensarlo y hacer de la escritura su sustento, con sus cuentos de hadas para niños como las más famosas y numerosas de sus creaciones. Suyos son El patito feo, el cuento que inspira la película que se analiza aquí y que respondía al nombre de  Las zapatillas rojas, El soldadito de plomo o La sirenita entre muchas otras, hasta alcanzar la cifra de 168 cuentos escritos hasta 1872. En la primavera de ese mismo año, Andersen se hirió al caerse de la cama y jamás se recuperó. Murió en 1875, dejando atrás un legado literario de cuya más famosa parte, formada por cuentos infantiles, fue paradójicamente de la que menos orgulloso estaba.

[2]Alrededor de la vida y milagros de Michael Powell, pueden encontrar un bosquejo biográfico en una de las notas al pie de la entrada referida a El fotógrafo del pánico, publicada en este blog en el mes de enero de 2014. Película que, curiosamente, mantiene muchos paralelismos entre dos de sus protagonistas, el enfermizo cinéfilo Mark Lewis, y el torturado Boris Lermontov de Las zapatillas rojas, ambos obsesionados, cada uno a su destructiva manera, por hacer de la vida un mero pozo del que sacar fuerzas para llevar a cabo Arte a cualquier precio.

[3]Nacido Imre József Pressburger  en Miskolc, Hungría el 5 de diciembre de 1902, fue periodista en su país natal y Alemania tras cursar sus estudios en Praga y Stuttgart. Empezó su carrera como guionista cinematográfico en 1920 en la UFA alemana, pero se vio obligado a exiliarse a París con el ascenso del nazismo. Allí siguió escribiendo guiones hasta que viajó a Inglaterra, país en el que se nacionalizaría en 1946, para trabajar en una serie de filmes de propaganda antinazi bajo el ala del productor Alexander Korda y su productora London Films, de la que vivieron muchos profesionales del cine húngaro que habían huido del régimen autoritario liderado por Adolf Hitler. Allí conocería a Michael Powell, con el que más tarde formaría la asociación creativa The Archers, explicada de forma más pormenorizada en una nota al pie algo más abajo. Se casó dos veces, y su descendencia encontró fortuna en el cine inglés más o menos contemporáneo, ya sea como directores o productores. Emeric Pressburger murió el 5 de febrero de 1988 a la edad de 85 años.

[4]Según parece, y más allá de la inspiración del film en el cuento original de Andersen, la historia amorosa de Las zapatillas rojas estaba vagamente inspirada en el encuentro entre Sergei Diaghilev, fundador del Ballet Ruso, con la bailarina Diana Gould, atraída por Diaghilev para pasar a formar parte de su compañía. Pero su muerte truncó las posibilidades de ingreso de Gould, que se casó con Yehudi Menuhin ¿inspiración para el Julian Craster del film de Powell y Pressburger? En cualquier caso, el paralelismo entre Diaghilev y Lermontov fue asumida por Powell, que aseguró haber tomado también algunos rasgos del productor J. Arthur Rank y de su propia persona para matizar el retrato del amargado demiurgo de Las zapatillas rojas.

[5]La partitura sonora de este segmento del film fue dirigida por Sir Thomas Beechman, mientras que la del resto del film lo fue por parte de Brain Easdale, compositor de la banda sonora del film en su totalidad. Además, el impresionante baile, a la altura de las no menos formidables maneras fílmicas de Powell y Pressburger, fue coreografiado por Robert Helpmann, que también interpretó el papel de novio de Victoria en el ballet. Tanto Powell como Pressburger querían que gran parte del elenco actoral estuviese formado por bailarines antes que por actores, y por ello reunieron algunas de las figuras del mundo de la danza de entonces como la protagonista Moira Shearer, el mentado Helpmann o Léonide Massine, que interpretaba al divertido Graschi en la película, exacerbando las posibilidades musicales del film respecto al primer guión original, fechado en la época en la que tanto Powell como Pressburger trabajaban en London Films, bajo las órdenes de Korda y como vehículo de lucimiento de la mujer de este último, Merle Oberon.

[6]El equipo creativo formado por Michael Powell y Emeric Pressburger fue bautizado por ellos mismos como The Archers o Los Arqueros y germinó durante la estancia de ambos en la productora llevada por Alexander Korda. Fue gracias a la participación de ambos en el film El espía de negro de 1939, que Powell dirigió y cuyo guión fue reescrito por Pressburger, donde nació la amistad y colaboración profesional que les llevó a participar juntos en un total de diecinueve películas. No fue hasta 1942, con la película One of our Aircraft is missing, cuando adoptaron definitivamente el nombre de The Archers como denominación de su unión profesional, certificando que el film que se estaba a punto de ver en pantalla respondía a sus respectivos pareceres sin cortapisas ni influencias externas de estudios o otros productores. Incluso escribieron un manifiesto con cinco puntos: el primero hacía referencia a ser los únicos ante los que su película debía responder económicamente siendo suyas tanto las pérdidas como las ganancias, el segundo aseguraba que todo lo bueno y lo malo de sus films era fruto de su responsabilidad y criterio personal, sin ninguna injerencia ajena a su propia manera de entender el cine, el tercero decía que cuando se les ocurría una idea capaz de soportar una película sobre sus hombros, tardarían al menos un año (o más) en rodarla, ya que ese periodo de tiempo era el mínimo imprescindible para que una película pudiese llevarse a cabo con los mínimos de calidad exigible por Los Arqueros. La penúltima cláusula aseguraba que ningún artista está a favor del escapismo (algo que podría dudarse viendo Las zapatillas rojas) y que la Verdad es lo que el público desea ver, enfrentarse a su desnudez, y el último punto prometía mostrar respeto profesional y personal  a todo el equipo implicado en las películas firmadas por Los Arqueros, desde el primero al último y siempre teniendo en cuenta que el trabajo de todos ellos se supeditaba a las necesidades de la película. Su método de trabajo era por lo general siempre el mismo: Powell y Pressburger eran incapaces de trabajar juntos en la misma habitación, y el último de los mencionados era el encargado de escribir una primera versión del guión que iba pasando de las manos de uno a las del otro hasta cobrar su forma definitiva. Los diálogos y lo que se pretendía decir a través de ellos eran ideados por Pressburger, pero las palabras definitivas acababan siendo fruto de la imaginación de Powell, que por lo general era también quien dirigía los filmes de Los Arqueros aunque Pressburger siempre estaba en el rodaje aportando ideas y procurando que las nuevas aportaciones no perturbaran el buen desarrollo del guión. Ambos producían y participaban activamente en los ensayos con los actores y el equipo técnico, que algunas veces se convertían en colaboradores asiduos (como el director de fotografía Jack Cardiff o un joven David Lean que comenzó su carrera como montador antes de saltar a la dirección) a los filmes de la pequeña compañía, y cuando el rodaje había terminado, era Pressburger quien supervisaba el montaje -Powell se dedicaba a descansar durante esa parte del proceso del film- prestando una especial atención a la confluencia entre imágenes y banda sonora, fruto de su educación musical y su experiencia personal como violinista en Hungría. De esta colaboración nacieron películas tan reputadas como Vida y muerte del Coronel Blimp, El narciso negro, Cuentos de Hoffman o el film que se analiza en esta entrada, y co-producciones ajenas a la dirección de cualquiera de los dos miembros de Los Arqueros. La asociación entre Powell y Pressburger se deshizo en 1957 tras el rodaje de I’ll meet by moonlight, para reunirse de nuevo esporádicamente para rodar They’re a weird mob y The boy who turned yellow en 1966 y 1972 respectivamente, aunque eso no impidió que siguieran siendo grandes amigos y hiciesen sus respectivas carreras por separado. A día de hoy, y pese a las variadas impresiones que provocaron en la crítica cinematográfica en su día, el dueto Powell y Pressburger ha sido revalorizado por generaciones de cineastas como Martin Scorsese y Brian de Palma (que afirman que Las zapatillas rojas es una de las mejores, sino la mejor, películas de la historia del cine) y gran parte de los analistas cinematográficos contemporáneos.