miércoles, 30 de abril de 2014

VAMPIROS, DE JOHN CARPENTER



No son románticos. 
No son maricones con ropa de etiqueta, 
que seducen a todo el mundo con su acento europeo. 
No son murciélagos. 
Los crucifijos no funcionan.
 ¿Ajo? Ponte un collar de ajos alrededor del cuello 
y te la endiñará por el culo mientras te chupa la sangre. 
Y no duermen en ataúdes forrados.

Jack Crow. Cazador de vampiros.


Quien se expresa con esta contundencia es Jack Crow (un magnífico James Woods), sicario a sueldo del Vaticano con una opinión muy terrenal sobre unas peligrosísimas criaturas, desmitificadas de un papirotazo por su cotidianeidad para este rudo mercenario: los vampiros. Feroces no-muertos a los que Crow persigue incansablemente durante el día, sacándolos a rastras de los caserones en los que se ocultan mientras esperan que se apague la luz del sol que los convierte en fosfatina al posarse sobre su pálida piel, la caza del vampiro es su pan de cada día. Su trabajo, en peligrosas y bien remuneradas jornadas, finiquitado mediante una estaca en el corazón de sus víctimas, sin importar el que estas sean miembros de su familia o viejos y buenos camaradas. A los que después hay que decapitar. Un modo de vida más relacionado con el aprovechamiento del cumplimiento del deber en aras de dar rienda suelta a la violencia que se desprende de sus palabras y su agresiva pose, que con la fe religiosa o la salvaguarda de una humanidad feamente retratada en esta Vampiros,  de John Carpenter, dirigida, valga la redundancia, por John Carpenter[1] según el argumento y personajes de la novela original de puño y letra de John Steakley[2]. Una visión asalvajada tanto de los chupadores de sangre como de aquellos que les dan  caza, intercambiando con la caída y salida del sol los difusos papeles de presas y cazadores en una guerra de guerrillas inadvertida, pero en sangrienta marcha desde tiempo inmemorial, para la inmensa mayoría de la humanidad. Una raza humana a duras penas defendible en el retrato de la figura de Crow, hombre malcarado, frío y violento, sólo humanizado por el talento del actor que lo interpreta en pantalla como capitán de un particular Grupo Salvaje. Una especie de comando paramilitar formado por la más variopinta fauna humana, en contraposición a los uniformemente apolíneos y blancuzcos vampiros a los que se enfrentan día sí y día también, unidos por una actitud común: el más absoluto desprecio por los pordioseros no-muertos de aspecto sucio y mirada hueca que amenazan con despedazarlos o, peor aún, convertirlos a su causa mordiéndolos.

Una repulsa que sella la primera secuencia de Vampiros, de John Carpenter, astutamente situada en el inicio del film de Carpenter, y que se desborda hasta pasar de la que los cazadores humanos sienten por sus presas hasta la que el público acaba sintiendo por los crueles exterminadores de vampiros y la brutalidad de sus actos. La matanza que desatan los humanos, acompañados por un sacerdote, el padre Giovanni (Gregory Sierra), que los santigua antes de ponerse manos a la obra a modo de ritual convertido en mera rutina laboral, y que tiene lugar en un caserón abandonado en la frontera que separa los EEUU de Méjico[3], no sólo resulta especialmente enervante al surgir de la nada, por ser la primera de toda la película, sino que carga las tintas en la violencia, la frialdad y la humillación a la que Crow y los suyos someten a un grupo de vampiros que son masacrados, a veces entre risitas, por el grupúsculo humano. Si la secuencia comienza con la que probablemente sea la planificación más vistosa de toda la película, usando diferentes escalas de plano para recoger un único gesto o acción de los cazadores de vampiros, mientras la melodía compuesta por el propio Carpenter subraya la fuerza del momento envalentonando a sus supuestos héroes, finaliza en las antípodas de lo heroico. Tan pronto como el grupo de mercenarios entra en el caserón a la caza de los vampiros que se ocultan allí de la luz solar, la planificación se contrae hasta pergeñar una logradísima sensación de tensión, la música se apaga hasta extinguirse y la más desproporcionada violencia se desata, siendo mucho más perturbadora que catártica pese a suponer el punto y final a una creciente claustrofobia excelentemente transmitida. Así, y sin escatimar ni la sangre ni la mugre que se va acumulando plano a plano, tanto las patadas como los disparos a bocajarro, o las puñaladas que preceden a torturas que si bien no se llegan a ver en pantalla, sí se deducen del estado de algunos de los cuerpos de los no-muertos, o el definitivo arrastre mediante cables sujetos a coches que llevan a los vampiros pataleando y chillando hasta su muerte bajo un ardiente sol, ponen en guardia al espectador más mínimamente sensible sin cargar nunca las tintas ni alzar la voz a modo de desoladora visión moral, que cae por su propio peso.
A Carpenter le basta con situar la especialmente virulenta matanza perpetrada por Crow y los suyos antes de mostrar la que llevará a cabo Valek (Thomas Ian Griffith) el Maestro Vampiro, percibida entonces como una venganza igualmente sanguinaria pero dramática y moralmente más comprensible que la llevada a cabo por los humanos, expuestos como seres gratuitamente violentos que se jactan entre risotadas de su falta de escrúpulos. Tan deplorable panorama, contenido en esta electrizante secuencia y suavemente subrayado por el realizador al mostrar a la mano derecha de Crow, Montoya (Daniel Baldwin), silbando despreocupadamente mientras a sus pies agonizan chisporroteantes vampiros o al propio Crow encendiendo una cerilla en uno de los cráneos de los no-muertos exterminados que adornan el capó de su coche a modo de trofeo de caza, es prolongado por Carpenter en el trato que se propinan entre ellos los hombres que aparecen en Vampiros, de John Carpenter, siempre al borde de la más violenta bronca por pura diversión. 

Siendo esta una película esencialmente masculina, tanto por la amplia mayoría de personajes de idéntico género en comparación con una única aportación femenina,  encarnada en la prostituta Katrina (Sheryl Lee), Vampiros de John Carpenter se reafirma como tal en su vertiente más virulenta y ruda por su sorprendente condición de film a caballo entre el spaghetti-western  y el cine de terror en el que el primer género y sus arquetipos acaban por asimilar a los del segundo. 
La taciturna figura de Crow, enfundado en su chupa de cuero y siempre con un puro en los labios, responde considerablemente bien al arquetipo de una pieza de hombre duro hecho a sí mismo que ha protagonizado tantas y tantas películas del oeste bajo las caras de los más variados intérpretes. Sus réplicas atiborradas de tacos y agresividad[4], su expeditiva rudeza, impermeable a cualquier tipo de sentimentalismo, se ve correspondida por la chulesca camaradería de sus compañeros de trabajo, todos parte de una caótica hermandad consciente de que todo puede acabar para ellos, literalmente, de la noche a la mañana. Hispanos (Thomas Rosales Jr), orientales (Cary Hiroyuki-Tagawa) o blancos, tan variados en su aspecto y etnia como igualados en sus vicios idénticos a los de Crow, fumadores, bebedores, y marrulleros que sólo viven para matar vampiros, cobrar por ello, y fundirse los pingües beneficios enviados desde Roma en farras alcohólicas en las que no faltan ni prostitutas ni la festiva destrucción de las habitaciones de hotel en las que duermen la mona entre matanza y matanza. Su machismo, muy llamativo por su despreocupado descaro para los tiempos que corren, y la desaforada chulería, sólo dignificada por la elegante puesta escena de Carpenter, hace de Vampiros, de John Carpenter, capaz de llevar a algunos de ellos a cauterizarse las heridas quemándoselas con un mechero, hacen de esta película prácticamente un anacronismo en tiempos de repelente corrección político, aunque Carpenter logra que jamás parezca vestusta sino, quizás por su falta de distancia o por negarse a ser una recreación o un divertido juego a costa de un género considerado exangüe[5], sorprendentemente fresca.

Pero no es solo esta visión carente de ironía lo que aproxima Vampiros, de John Carpenter al western más sucio en lo visual y -muy especialmente- en lo moral, como denota su herencia a la italiana rebozada del itinerante espíritu de la road movie puramente norteamericana: los terrosos paisajes desérticos de Nuevo Méjico, por los que rondan los mercenarios conduciendo sus caravanas y roñosos cuatro por cuatros entre hombres con sombrero vaquero, botas y chalecos con flecos, o el sorprendente equilibrio entre escenas diurnas y nocturnas tratándose de una película de temática vampírica, así como la constante aparición de armas de fuego entre el arsenal de los cazadores, acaban por hacer del film de Carpenter un violento y estilizado western de ribetes góticos en el que los humanos asumen el papel de vaqueros con escaso respeto por otra ley que no sea la suya propia, y los vampiros el de feroces indios[6]. Ambos mostrados en ocasiones en secuencias que alternan planos y contraplanos que se diría emulan los arquetípicos duelos propios del género. Como ocurre en la primera secuencia, mediante la alternancia de planos de Crow cada vez más cortos y planos de idéntica escala de la casa en la que se esconden los vampiros, que comienza ilustrando el grado de concentración del cazador en su objetivo, pero que al rato se diría que ofrece el retrato de un hombre contemplando, afortunadamente de forma inconsciente, la sucia moralidad que alberga en su interior y que se refleja en el salvajismo de aquellas criaturas a las que persigue desde que asesinó a su padre, convertido en un violento vampiro, siendo él un niño.

Dos bandos de moral tan turbia como violentas son sus actitudes, en muchas ocasiones igualados por Carpenter en su particular retrato de una batalla que enfrenta fuego con fuego. O Mal con Mal. Bajo ese punto de vista, ahí quedan dos escenas: la apuntada algo más arriba, que muestra al Maestro Vampiro masacrando a los mercenarios capitaneados por Crow,  y otra mostrando al líder de los cazadores de vampiros regresando al lugar de la matanza clavando estacas en los corazones de los que eran sus compañeros, y cortando sus cabezas para evitar así el riesgo a que se conviertan en vampiros. Ambas relacionadas gracias a un sencillo recurso formal: el fundido por montaje. Así, la imponente figura del líder no-muerto Valek asesinando a aquellos que antes han dado una muerte no menos cruel al grupo de vampiros que descansaban en el mohoso caserón mejicano, es mostrado por Carpenter en una secuencia cuyos planos no están unidos por cortes, sino por unos muchos más sinuosos fundidos[7] que restan espectacularidad a una escena que gana en fuerza gracias a este curioso recurso. Pero esta opción dista, o así lo parece, del logrado esteticismo recién comentado, cuando unas secuencias más tarde y con el regreso de Crow al lugar de la sangría sufrida por el deshumanizado bando humano, Carpenter usa de nuevo el fundido como nexo de unión de gran parte de los planos ahora con Crow como protagonista de la escena. Vista así, y mediante un recurso tan sencillo que resultaría prácticamente inadvertido de no ser por que la localización de la escena es la misma en ambos casos, Carpenter vincula ambos hombres -el uno vivo y el otro no, pero ambos con una misión cuyo extremismo los iguala- en un plano visual (y moral) muy similar. Y hace de la posible transformación de los hombres de Crow en vampiros casi una posible conversión religiosa de una fe (o una especie) a otra, siendo  brutalmente enfrentadas a espaldas del resto del mundo, pero unidas por el integrismo de su visión del mundo. Así, los vampiros atacan a dentelladas y zarpazos a todo aquel que se cruza en su camino por su destructiva naturaleza, por una especie de imperativo natural, y los cruzados mercenarios actúan con idéntico sentido de la destrucción por un aprovechado sentido del deber auspiciado desde las cloacas de la Iglesia Católica.

En este aspecto, resulta bastante curioso el retrato de la religión y sus instituciones resultante de Vampiros, de John Carpenter: el cardenal Alba (Maximilliam Schell), máxima autoridad eclesiástica presente en el film y al que Crow respeta con cansada resignación, traiciona por miedo a la muerte su compromiso con un Dios que de todos modos jamás hace acto de presencia en la película. Una deidad a la que ni Crow ni los suyos parecen tener demasiado en cuenta desde el momento en el que uno de los mercenarios (Mark Boone Junior) apunta que “A ese no lo entendemos”, y el trato que recibe el joven padre Adam, encargado de sustituir al fallecido Padre Giovanni, se resume en una desconfianza transmitida a base de amenazas verbales, cuando no agresiones físicas. Para más inri, el origen del Mal focalizado en los vampiros como máximos representantes del infierno en la Tierra, tiene su origen en Vampiros de John Carpenter en el seno de la propia iglesia, al ser Valek víctima de un exorcismo llevado a cabo bajo particulares condiciones astronómicas, haciendo de él el primer vampiro de la Historia. Erigiéndose en líder de una malvada especie a la que los símbolos religiosos, habituales revulsivos según la mitología forjada a la lumbre de una parte del cine y la literatura tal y como se comenta en las desmitificadoras líneas de diálogo que introducen esta entrada, no les importan un carajo, así como la vinculación de la Iglesia Católica con el vampirismo se debe más a la subsanación de un imperdonable error propio que no debe salir a la luz pública, que a una confrontación entre el Bien y el Mal... Ni siquiera la forzadísima conversación que tiene lugar entre Crow y el Padre Adam, en el que este último asegura que no están solos en su lucha ya que Dios “siempre nos acompaña” logra empapar de un mínimo de espiritualidad la película del siempre pragmático (y ateo) Carpenter. Acorde con esta pesimista pincelada alrededor de la religión como institución, muy en la línea habitual del realizador de Vampiros, de John Carpenter, a lomos del nihilismo moral que impregna toda la película, el film de Carpenter se asienta como una vigorosa película física, cimentada tanto en todo lo anterior como en unos efectos especiales que rehuyen el apoyo de lo digital y el rodaje del film mayoritariamente en escenarios naturales. Pero su materialista puesta en escena, sin dobleces ni juegos metalingüísticos es afortunadamente más proclive a la furia y el gruñido constante que a la abulia derrotista en la que se habría estancado el pobre guión sobre el que el realizador da una nueva muestra de buen hacer cinematográfico.

La pétrea narrativa fílmica de Carpenter, capaz de hacer una intensa maravilla del bastante deplorable material de base sobre el que se alza, es tan aparentemente sencilla que resulta gozosamente inanalizable: ni la atenuada fotografía en tonos rojizos y ocres, capaz de ocultar en su falta de énfasis las incontables veces que Crow y los suyos son iluminados parcialmente siendo definidos como personajes con claroscuros no sólo visuales sino (y por tanto) morales, ni una planificación capaz de transmitir un importante grado de tensión por la suerte de un grupo de hombres que en ningún momento despiertan la simpatía del público, se separan un centímetro de la historia plasmada en el paradójicamente desabrido libreto de Don Jakoby. Todo lo comentado hasta aquí, desde la turbia visión de los presuntamente justicieros cazadores de vampiros hasta la leve denuncia de los estamentos eclesiásticos, se incorpora hasta lo indivisible en el cuerpo narrativo de Vampiros, de John Carpenter, película en la que el fondo es forma y en la que a excepción de un tramo final muy precipitado, Carpenter presenta una narración de fortaleza rocosa. Nada falta y poquísimo -como mucho pulir algunos diálogos explicativos sólo sirven para ahorrar tiempo- sobra. Todo lo que se ve en pantalla es, valga la redundancia y además del goce que supone una historia tan bien contada que es capaz de sobredimensionar la modestia de su punto de partida, todo lo que hay, sin necesidad de ser discursiva. 
Una totalidad que engloba bajo su calmo virtuosismo imágenes tan impepinables como la de Valek y otros poderosos Maestros Vampiros surgiendo de su escondite bajo tierra, a modo de muertos vivientes momificados, o la que muestra al mentado líder vampiro observando a la atractiva Katrina desde la esquina superior de la habitación de hotel en la que la joven prostituta aguarda a Crow para prestarle sus servicios, prácticamente colgando del techo en una imagen mostrada por el realizador con una sencilla panorámica que logra invocar lo extraño y lo amenazador en lo grismente cotidiano con un mero movimiento de cámara. Todo ello bajo un manto de aparente sobriedad que describe y narra simultáneamente,  mostrando el arsenal de los cazadores de vampiros formado por una amplia gama “instrumental” que van desde la prototípica estaca hasta el subfusil insinuando lo ancestral de una lucha que va incorporando nuevas tecnologías para un mismo y mortífero fin, o demorándose agradablemente en los tiempos muertos haciendo de una visita a un pueblo aparentemente abandonado la descripción de un pueblo fantasma de día y más agitado de noche. Esta opción estilística, tan asumida que ni parece opcional, descarta una posible austeridad a ultranza por parte del realizador y marca considerablemente el tempo de la película, cómodamente tranquilo y al compás del ritmo impreso en la película por una mayoría de planos por lo general bastante distantes y una banda sonora de aires country, que aporta un peculiar y agradable sello sudista a los impresionantes paisajes naturales, mostrados como ocurre con el resto de elementos del film, sin exabruptos ni salidas de tono. Ni la cruel violencia, el lenguaje soez, o las actitudes de sus personajes, hacen de Vampiros, de John Carpenter una película vulgar en ningún instante sino, sorprendentemente y gracias a su excelente puesta en escena, muy elegante pese a los broncos elementos que contiene y que nunca son suavizados.

Esta falta de afectación, que no debería confundirse, al menos por una vez, con desdramatización, combinada con la visión casi nihilista tanto de los vampiros como de aquellos que les dan caza, confieren a Vampiros, de John Carpenter una rara cualidad de cine de acción para nada espectacular pero sí muy emocionante, e igualmente capaz de aguijonear la razón del espectador. A la escasez de acompañamiento sonoro en las incursiones del grupo humano en territorio enemigo, minando la prácticamente nula entidad épica de unos hombres que difícilmente podrían ser considerados héroes, se contrapone la que sí envuelve los ataques de los vampiros al progresivamente diezmado bando de los mercenarios, no en vano protagonistas de una película que los contempla con recelo.  Mediante esta difícil distancia moral, que como todo en este film, en manos del realizador parece fácil, Carpenter no perdona pero tampoco ensalza a sus personajes. Viendo Vampiros, de John Carpenter, se tiene la sensación de que su máximo responsable  no hace nada en particular, que  se mantiene como un invisible maestro (en más de un sentido) de ceremonias, “limitándose” a narrar una película cuyos elementos se ven organizados de forma que caen por su propio peso, aportando sus propios matices de forma tan aparentemente despreocupada que parece imposible un ordenamiento diferente al que acaba dando este film. Así, la puya humanista se redondea, ajena a toda ínfula filosófica, desde el contrapunto más o menos romántico que poco a poco crece entre una Katrina que ha sido infectada por Valek, y que por tanto se va convirtiendo paulatinamente en una vampira, y el cazador Montoya, que a su vez ha sido mordido por Katrina y oculta su mala suerte al resto del grupo por miedo a ser preventivamente ejecutado. 
Las esporádicas y afortunadamente atenuadas muestras de afecto entre ambos suponen un oasis de parca sensibilidad, pero sensibilidad al fin y al cabo, en un mundo chulescamente viril en el que sólo parece haber lugar para pegar primero o caer bajo los golpes del otro, pero también reafirman su nihilismo al hacer de los dos personajes más visiblemente empáticos de la película aquellos que precisamente están abandonando su condición de seres humanos. Y que si quizás se quieren por obligación (obligados por la totalitaria naturaleza del vampiro que los obliga a protegerse los unos a los otros como una colmena), no dejan de hacerlo bajo un afecto que pone en tela de juicio la brutalidad de los humanos y los vampiros digamos completos. Éste último apunte crítico para con la parte más brutal del ser humano, basado en una leve pincelada romántica, y que nunca llega concretarse dentro de un conjunto esencialmente narrativo y sin ínfulas discursivas, encuentra su complemento en la otra especie en el instante en que Crow decide perdonarle la vida a Montoya, dándole un día de tiempo para que huya antes de que el personaje excelentemente interpretado por James Woods le de caza como a un vampiro más. Mostrando entonces  la que quizás es la única muestra de constructiva humanidad dada por el bando de los mercenarios, y respaldada por la escena en la que un padre Adam amenaza con poner fin a su vida, enviando según sus creencias su alma al infierno, para impedir la ceremonia que permitirá a Valek andar bajo la luz del sol: la autonomía basada en el voluntario desacato y en la capacidad de contrariar los propios principios en aras de un bien considerado mayor. Un bien humano preciado y revalorizado en la filmografía de Carpenter, director que ha representado paulatinamente dicha tesis desde su posición de realizador al margen de unas modas y un modelo industrial que lo ha dejado, sólo en lo que a rentabilidad se refiere, atrás. 

Todo en Vampiros, de John Carpenter se desprende de lo visto y oído en pantalla, impermeable a todo retruécano teórico que no se dé en la película misma y a través de una narración que jamás pretende empantanarse haciendo visible un discurso que sólo habría puesto palos en las ruedas al film de Carpenter. Un raro ejemplo de excelente cine que no requiere ningún elemento externo a lo que en la película puede verse para validar sus posibles lecturas abstractas, ancladas en lo agrestemente físico de lo que narra. 
En el fondo, nada nuevo bajo el sol. Pero pocas veces, y desde hace mucho tiempo, visto con tanta brillantez. 

Título: John Carpenter’s Vampires. Dirección: John Carpenter. Guión: Don Jacoby, a partir de la novela original Vampiros, escrita por John Steakley. Producción: Sandy King. Dirección de fotografía: Gary B. Kibbe. Montaje: Edward A. Warschilka. Música: John Carpenter. Año: 1998.

Intérpretes: James Woods (Jack Crow), Daniel Baldwin (Tony Montoya), Sheryl Lee (Katrina), Thomas Ian Griffith (Valek), Tim Guinee (padre Adam), Maximilliam Schell (cardenal Alba).





[1]Para los que quieran leer una somera biografía de este realizador, uno de los más asiduamente comentados en este blog, pueden hacerlo en una de las notas al pie de la entrada dedicada a Asalto a la comisaría del distrito 13, publicada aquí el pasado mes de julio de 2013. Sobre la antipática coletilla de John Carpenter, una sorprendente muestra de narcisismo en alguien que rehúye la sobada etiqueta de autor para abrazar orgullosamente la mucho menos reputada de artesano, he decidido dejarla por formar parte no sólo del título original, sino también de su traducción al castellano. Aunque hay que reconocer que, pese a lo irritante que resulta que alguien se arrobe todo el mérito de un film que como cualquier otro parte de un trabajo hecho en equipo, nadie podría haber hecho esta película como Carpenter. Algunos se habrían atrevido a llevar a la pantalla un argumento tan peregrino como el del film que nos ocupa, tal y como certifican sus secuelas, pero muy pocos, por no decir ninguno, habría caído de pie con el aplomo y estilo de un Carpenter que aunque sea sólo por eso dignifica la etiqueta de John Carpenter. Visto el resultado, ¿de quién sino iba a ser?.


[2]Novela publicada en castellano por Plaza y Janes en 1999 a rebufo del estreno del film, este libro escrito por John Steakley publicado en 1990 bajo el título original de Vampire$ a modo de subrayado de la condición de matarifes a sueldo de Crow y los suyos, mantiene numerosas diferencias con su bastante superior adaptación cinematográfica. La más llamativa es sin duda la que hace de Crow un hombre necesariamente endurecido por lo sanguinario de su trabajo, pero también con un fondo vulnerable y terriblemente traumatizado por sus bien remuneradas acciones. Sesiones de hipnosis que hacen desbordar la ansiedad enquistada en la psique no sólo del líder de los cazadores de vampiros sino en toda la tropa que lo sigue alegremente mientras arrastran profundas heridas psíquicas y emocionales, o adicciones para paliar el dolor y el insomnio provocado por todo el terror acumulado en sus incursiones son algunos de los síntomas del mal que aquejan los hombres del Vampiros escrito por Steakley. Una novela que además incluye una mucho mayor presencia femenina, a modo de amantes y madres protectoras que consuelan a los hombres asustados como niños tras su batalla con las fuerzas del Mal, y que tiene lugar por ciudades y pueblos de todo el globo al que los mercenarios acceden viajando escandalosamente en primera clase y en cualquier medio de transporte. Esta grado de humanidad y de comprensible desesperación vital en tiempos descritos como si fuesen bélicos, es sustituido en el film de Carpenter por una visión mucho más arquetípica y de una pieza de los rudos cazadores de vampiros que poco o nada tienen de vulnerable y mucho de la prototípica masculinidad propia de los antihéroes del western. En cualquier caso, la novela de John Steakley, pese a distar mucho de ser un gran libro, no deja de ser una lectura muy entretenida, aunque difícil de encontrar.


[3]Sería posible hacer una lectura de Vampiros, de John Carpenter como parábola de determinadas políticas migratorias, con los cazadores de vampiros a modo de guardas fronterizos y los sucios depredadores de afilados colmillos como emigrantes intentando entrar en territorio norteamericano, quizás con la finalidad de infectar la esencia de Norteamérica… pero, en mi opinión, esa hinchada posibilidad le va algo grande a un film que si bien contiene elementos que apuntan en esa dirección, probablemente sea más por pertenecer a un género que ha hecho de la frontera estadounidense su patio de recreo, y no por voluntad de un siempre cínico Carpenter de dar su opinión al respecto. Aunque vista la desproporcionada virulencia de los agentes del Orden, esta posible y fascistoide lectura sería todo lo cínica que podría esperarse viniendo de quien viene.


[4]Quizás la más mítica de todas las incontables perlas, algunas de ellas brillantes y otras ni mucho menos, salidas de la boca de Crow sea un “si me dices lo que quiero te invito a una cerveza y a un polvo. Y si no, te rajo”, entonada sin pestañear y sin un gramo de humor por un James Woods perfecto en la piel del amenazador, y curiosamente carismático, cazador de vampiros. El actor, que a decir del realizador de Vampiros, de John Carpenter -con quien compartía agente en el momento en que a ambos se les propuso la película- se enamoró del proyecto al leer el guión, llegó hasta a improvisar algunas de las menos afortunadas líneas de diálogo de toda la película. Muestra de la confluencia de personalidades entre intérprete y personaje son el diálogo entre Crow y un maltratado  padre Adam en el que el primero le pregunta al otro “Mientras te estaba pateando el culo antes ¿Te has empalmado?”… línea que Carpenter decidió conservar vista la coherencia que mantenía con las chulescas formas del personaje y que debería hacer callar a los adalides de la improvisación como valor en sí mismo considerado.


[5]Esta falta de distancia con unas poses chulescas consideradas por muchos como caducas, vistas sin el más mínimo asomo de condescendencia ni disculpa por parte del realizador de Vampiros, de John Carpenter, fueron quizás el germen del desprecio hacia la película por parte de un sector importante del público. Las feministas concretaron sus comprensibles iras en un machismo como decía de un descaro considerable que muestra a la única mujer que aparece en el film como una rémora a la que se puede descartar (tratándola como un trapo o argumentando que lo mejor sería matarla para que no estorbe) cuando se convierta en vampiro, pero a la que se conserva con vida por el mero hecho de que su conversión en chupa sangre la hace capaz de ver a través de los ojos de Valek y por tanto detectar su posición y darle caza. Por otro lado,  los puristas de todo pelaje vieron en el film de Carpenter una película que si tenía que ver con algo, ni mucho menos era con los vampiros que copaban el título, estando para más inri desprovista de cualquier conato humorístico o paródico. En cualquier caso, y a excepción de una parte de la crítica, Vampiros, de John Carpenter sigue siendo a día de hoy un grandísimo título bastante despreciado e injustamente considerado una película menor en la filmografía de su director.


[6]Carpenter regresa aquí a uno de sus modelos creativos más queridos: el implantado por el director de Río Bravo, Howard Hawks, cuya influencia es notable en muchos títulos del realizador. Siendo Asalto a la comisaría del distrito 13, prácticamente un remake del mentado film de Hawks, el adjetivo hawksiano ha sido probablemente el más manido para referirse a la filmografía de John Carpenter. Grupos de hombres de intereses antagónicos o a ambos lados de la ley que deben unir fuerzas para enfrentarse a una amenaza que los supera a todos ellos por separado es, sin duda, uno de los lugares comunes tanto de Hawks como de Carpenter, amén de un cacareado (y relativo en el caso de Carpenter, pese a la apabullante solidez de su puesta en escena) clasicismo formal, emparenta el cine de ambos realizadores. A pesar de lo anterior, en Vampiros, de John Carpenter se produce una curiosa inversión de términos en algunas secuencias. En la primera de ellas, comentada anteriormente en esta entrada, que muestra la cacería de vampiros por parte de los mercenarios en un oscuro caserón abandonado, invierte (quizás de forma inconsciente) los hawksianos papeles entre agresores y víctimas. Si en Río Bravo o la propia Asalto a la comisaría del distrito 13 eran los agentes del bien, para entendernos, los que se atrincheraban en un lugar progresivamente reducido ante los embates de las fuerzas del Mal que pretendían entrar para acabar con ellos, en Vampiros, de John Carpenter, son los vampiros los que se ocultan en el interior de un caserón de la mecánica invasión de las fuerzas del Orden, personificadas en el grupúsculo capitaneado por Crow. ¿Inversión del modelo hawksiano perpetuado por Carpenter? ¿O quizás no y son sencillamente los papeles del “Bien” y el Mal los que han cambiado de especie?
En cualquier caso, Hawks es directamente citado también en la primera secuencia del film, la que muestra a un James Woods avistando el caserón que sirve de refugio a los vampiros a través de sus prismáticos, en una imagen muy similar a la que podía verse en ¡Hatari! dirigida por Hawks, que mostraba a John Wayne avistando a un grupo de animales también desde sus prismáticos. Otras influencias/homenajes/plagios rastreables en Vampiros, de John Carpenter hacen referencia al género de terror, especialmente al popularizado por la productora inglesa Hammer Films: el enfrentamiento final entre Valek y Crow recuerda considerablemente a la contienda entre el Drácula y el Van Helsing interpretados por Christopher Lee y Peter Cushing respectivamente, en la igualmente excelente Drácula, dirigida por Terence Fisher en 1958.
Más allá de las influencias o rastros cinéfilos que puedan encontrarse por aquí y por allá en Vampiros, de John Carpenter, la ruda atmósfera de la película y muy especialmente la turbiedad moral que se desprende de ella, así como la brutalidad de sus escenas violentas, echan raíces no tanto en el western  clásico invocado a través del mentado Hawks, como en el más sucio y electrizante spaghetti-western o en las turbulentas variables norteamericanas del género original llevadas a cabo por el polémico Sam Peckinpah. Es de esas fuentes de aguas turbias de donde el fondo de Vampiros, de John Carpenter saca sus pletóricas energías, reflejadas en una superficie que rememora e iguala al mejor cine clásico.




[7]Recurso que el propio John Carpenter usaría hasta el más cansino abuso en su posterior film Fantasmas de Marte, otro western en este caso espacial y de raíz genérica aún más obvia que en el caso de Vampiros, de John Carpenter en el que los fundidos tienen lugar incesantemente aunque, a mi modo de ver, de forma más gratuita que en el film que nos ocupa aquí. Pese a algunos puntos en común entre ambas películas, Fantasmas de Marte no deja de ser una película entretenida por su desparpajo y su falta de vergüenza que a veces raya en lo psicotrónico, pero muy inferior a esta Vampiros, de John Carpenter.

jueves, 24 de abril de 2014

JUDEX



En 1916 el director Louis Feuillade y el guionista Arthur Bèrnede dieron a luz al justiciero enmascarado Judex, en un conjunto de pequeñas películas de idéntico nombre[1] al del enigmático aventurero siempre en incansable lucha contra el Mal. Estos cortometrajes, con Judex como centro de todas las inocentes batallas entre buenos y malos retratadas en un silente blanco y negro, redondearon el carácter folletinesco de un héroe tan misterioso en sus apariciones como plano en sus intenciones. Abrazando una simplicidad moral, reforzada por la inocencia cinematográfica aún en estado casi virginal del público francés que acudía a verlo en las  salas oscuras en el ecuador de la Primera Guerra Mundial, Judex hacia gala de una primitiva pero eficaz narrativa que con el tiempo y aún a día de hoy se ha convertido en una especie de Santo Grial para algunos exégetas del cine puro, no tanto desde un punto de vista del cine como lenguaje como de el cine como experiencia emocional sin parangón. Un Edén cinematográfico que las consecutivas (y discutidas, y cuestionables) mayorías de edad del cine han enterrado con la complicidad de un público mucho más bregado en juegos narrativos y situaciones tan manidas que desembocaron en un previsibilidad a caballo entre lo cansino y lo encantador. Pero esa inocencia fue y es un estado al que, desde la inevitable distancia, muchos directores y espectadores de todas las épocas, siendo la que nos ha tocado vivir una de las más prolíficas al respecto, se han negado a renunciar[2], mitificando en ocasiones material cinematográfico considerado por algunos, y ya desde su estreno, como innoble. Un sentimiento similar al que debió de poseer al director George Franju[3] para que cincuenta y siete años más tarde, en un mucho más cínico 1963, decidiera resucitar a un embalsamado Judex como embajador de un pasado cinematográfico, el de un sacralizado cine clásico, menos consciente y pagado de sí mismo que el de la época moderna[4] desde el que este Judex se llevó a cabo.

Un diálogo entre modernidad y clasicismo invocado ya desde los títulos de crédito iniciales de este Judex con la longitud de un largometraje en bellísimo blanco y negro, en los que pueden verse los nombres de los participantes de este viaje al pasado impresos sobre marcos idénticos a los que contenían los intertítulos de tantas producciones mudas como las que en su día fueron el hogar del primer y mentado Judex, en 1916. Esta decisión por parte de Franju supone algo más que un mero juego metalingüístico, es también una soberana declaración de principios hacia un público que, por poco conocedor que pueda ser de los lugares comunes de un cine tan joven que  ni siquiera hablaba, ya puede barruntarse por donde van a ir los tiros disparados por el Judex que nos ocupa con la nostalgia como diana… sólo hasta escasos minutos más tarde. La ilusión de estar asistiendo a una regurgitación del cine de la época muda se rompe instantáneamente: el acaudalado Favraux (Michel Vitold) lee de viva voz una carta que lo amenaza con atenerse a las consecuencias sino devuelve, antes de esa misma medianoche, todo lo que ha robado durante su vida como banquero corrupto. La carta viene escuetamente firmada por Judex (Juez, en latín), y la secuencia en general filmada por Franju con una opulenta elegancia que ya quisieran para sí muchos directores anteriores y posteriores al director de este Judex, visiblemente dotado de una sofisticación formal en las antípodas del cine en que se inspira.
Todo lo contrario a lo que puede decirse de su guión: puro (y lógico) folletín poblado por personajes a cual más estereotipado y monocorde. Desde el banquero que primero será acusado por carta de saquear a todos aquellos que depositaron su confianza en él, y después demostrará una sangre fría capaz de llevarlo al asesinato más gratuito, hasta su heroica némesis Judex (un imperturbable Channing Pollock), silencioso y con una fe ciega en lo justiciero de su misión, todos los hombres y mujeres que se alían y enfrentan entre ellos en Judex responden a una moral hecha del mismo cartón piedra que el agradablemente rudo  blanco y negro cinematográfico que los vio nacer en 1916. Este aspecto de la película -uno de los más sorprendentes de Judex por su fidelidad a unos arquetipos que uno espera que utilice como base a desarrollar para después darse cuenta de que sencillamente los ha trasladado de una época a otra sin la más mínima variación- se reafirma aún más por la renuncia a Franju a mirar las situaciones mostradas en su película por encima del hombro, o con un mínimo de paternalismo. No hay ni rastro de ironía en su mirada sobre un argumento que incluye secuestros, una inesperada historia de amor casto entre Judex y la hija del banquero Jacqueline (interpretada por una de las caras más habituales y particulares del cine de Franju, Edith Scob), pasadizos secretos, heroes y malvados enmascarados y ridículas persecuciones y peleas en las más  peligrosas azoteas: el director de Judex se toma el trabajo de su admirado Feuillade muy en serio, aunque parece consciente de la presencia de un espectador cinematográfico muy diferente al que tuvo que seducir el creador de Judex a principios del siglo XX.
Porque el Judex que nos ocupa en esta entrada es una película que, si bien es lo bastante respetuoso como para no hacer burla de sus orígenes, se presenta como un artefacto cinematográfico plenamente consciente de su condición de anacronismo, de ejercicio de nostalgia que cuando mejor funciona es al encontrar su propio eco en el marasmo de sensuales imágenes que componen gran parte de la película. Mucho mejor que cuando se ciñe a un texto que si ya podía ser divertidamente sobado por entonces, a día de hoy resulta de una simplicidad curiosa, pero a veces sonrojante en su ramplonería. Y eso que la contagiosa pasión que se desprende del resultado final del film podría hacer pensar que quizás Franju ha hecho, más que un homenaje, una recreación del sentimiento que le provocó en su día el visionado del folletín original[5], siendo antes una visión personal y apasionada que intenta emular la pureza del primer Judex que un mero guiño a un público cómplice de los envejecidos logros del original. Pero hay en su particular versión numerosos elementos que apuntan hacia una especie de actualización del personaje (y del sentimiento de inmediatez sin formalismos ni distancia propia del cine clásico más escapista) no sólo como un placer personal, sino también de cara al público del film. Instantes en los que el film se plantea como un homenaje consciente, casi a modo de avergonzada disculpa en sus peores momentos, de su naturaleza de folletín.

Este aspecto del film, el que revela la autoconciencia con la que se ha llevado a cabo la película, se ve revelado a través de la infantil, y algo irritante, figura de Cocantin (Jacques Jouanneau), aniñado policía que se pasa el día con la cabeza metida en un libro y que podría muy bien ser el soñador doble en la ficción del realizador de Judex, decisivo en sus gustos cuando Franju lo muestra leyendo un tomo de Fantomas, personaje de folletín igualmente creado por… Louis Feuillade. Este momento, subrayado por un voluptuoso movimiento de cámara que se desplaza por el despacho del policía hasta que el nombre del malvado Fantomas impreso en la portada del libro ocupa toda la pantalla, denota un grado de conciencia que se va asomando durante todo el metraje bajo la forma de numerosas referencias a clásicos de la literatura del calado (y el surreal estilo) de Alicia en el país de las maravillas o el mentado Fantomas, y  una reveladora serie de primitivos intertítulos que explicitan por escrito el paso del tiempo transcurrido de una secuencia a otra. Recurso importado del cine mudo, completamente prescindible a nivel narrativo vista la sofisticación formal de la que hace gala Judex pero muy ilustrativo de las cualidades de homenaje del film de Franju y de las posibilidades de que este film de 1963 podría haber llevado este aspecto un poco más allá y ser completamente muda, dada la impresionante narrativa a base de elementos (y arquetipos) esencialmente visuales que hacen de los diálogos algo puramente accesorio en una historia comprensible sin ellos.
Pero en una película basada en un texto tan raquítico como es el caso de la que nos ocupa, es algo más que una buena noticia la apabullante atmósfera laboriosamente tejida por un Franju y su equipo en plenitud de facultades. Siendo Judex un film perfectamente narrado, sorprende la inquietante sensación de extrañeza que se desprende de unos ambientes retratados con una distancia de poso onírico que cuanto más estereotipada es la trama que ilustran, más evidente y misteriosa resulta en pantalla. A personajes de motivaciones y actitudes a cual más trillada, Franju y sus guionistas contraponen las más rebuscadas situaciones y los equívocos más retorcidos, que se sostienen sobre una nada, la de su modelo, en ocasiones apasionante gracias a los delirios formales servidos en bandeja de plata por el realizador, tales como una exquisita composición de plano que rozaría lo pictórico de no ser por el dinamismo de su puesta en escena, o la intermitente turbiedad que despide la paradójicamente apasionada  distancia con la que está narrada lo que ocurre en toda la película. Este desequilibrio existente entre la rígida autoconciencia que demuestra el film, construido como homenaje, y la pasión con la que Franju logra reanimar una pureza sentimental y cinematográfica perdida, es la misma que existe entre el  fondo y la arrebatada forma de Judex, en el que la segunda devora alegremente, y por fortuna, al primero. Esta ambivalencia a veces puede resultar frustrante, pero otras se diría que Franju aprovecha los incontables huecos y tiempos muertos fruto de un pobre desarrollo dramático para despertar una sensualidad y una inquietud impensable en un libreto tan desabrido. Así como la malvada Diana (la atractiva Francine Bergé), disfrazada de monja, se despoja de su atuendo religioso dejando al descubierto su escultural cuerpo antes de lanzarse al agua en una imagen fugaz que deja intuir como la ropa húmeda se adhiere a su impresionante figura, el Judex de Franju tira por el camino de lo sugestivo hasta desperezar una seductora y rica melodía a partir de la más trillada y conservadora de las letras.
Así, y bajo la batuta del realizador francés, hasta lo más estereotipado puede tornarse en oro puro cinematográfico: ahí está el caserón en el que viven el banquero y su hija reconvertido en otro puramente gótico por el mero paso del día a la noche, no tanto por la cantidad de pasadizos que alberga en sus tripas como por la sensación de extrañeza que impregna la dirección de Franju, al igual que imágenes tan arquetípicas como las de un grupo de hombres escalando una pared enfundados en monos negros de camuflaje, o el trágico final de algunos de los personajes, parecen dotadas de un extraño e inasible lirismo, impensable visto la pobreza del material de partida. Un raquitismo dramático que se suspende en el momento más justamente recordado del film, que representa además el paradigma de esa turbadora sensualidad que reviste Judex y que en sus mejores instantes consigue asfixiar su trama hasta hacerla olvidar a su público. Alcanzando un equilibrio entre autoconciencia y pureza sin igual  en el resto del metraje, la escena de un baile nocturno cuyos invitados ataviados con disfraces dotan de un aire fantasmal un momento situado pocos minutos antes de la medianoche, sería agua de borrajas de no ser por la cadencia que Franju dota a la secuencia, como también se quedaría en nada de no contar con la presencia del propio Judex, oculto tras una turbadora máscara de pájaro que catapulta el momento, y a partir de ahí la atmósfera de casi todo el film, al más fascinante surrealismo.

Probablemente no es casual que el papel de Judex -el enmascarado de aires más grotescos de toda una colección de caras falsas cargadas de simbolismo que ocultan las de los más pudientes de la sociedad francesa- en la festividad, es el de mago que para más inri aparece en el plano que da inicio a la secuencia en una panorámica ascendente desde sus zapatos hasta su máscara tras la que parece mirar al espectador de Judex a través de la pantalla. Este perturbador y sorprendente inicio de una secuencia que irá desplegando sus encantos con la entrada del justiciero en el recinto del baile con la cámara y por tanto la mirada del espectador pegado a él, no sólo supone una inmersión del público en la magia que tiene lugar tanto dentro de la película (haciendo aparecer palomas blancas de pañuelos del mismo color que se suponían vacíos) como fuera de ella, como película mágica en sí[6]. Esta imagen de ribetes pesadillescos también supone la demostración, por vía de un Judex erigido como Maestro de Ceremonias que mira al espectador de Judex que a su vez lo mira a él, de una ficción que se sabe observada y que por tanto es consciente de su naturaleza. Una naturaleza que en las talentosas manos de Franju se revela misteriosa, sugerente y mágica, tal y como certifica el paseo posterior del público por unos parajes que se despliegan durante todo el metraje, y que parecen más propios del mundo de los sueños proyectados en una pantalla que aglutina  elementos propios del cine policíaco, el misterio criminal, el terror y una elevadas dosis de inasible fantasía que dan sentido a todo lo anterior, que de nuestra realidad cotidiana.
Y que también certifica la inversión de papeles que no deja de repetirse una y otra vez durante todo el metraje: la que juegan el guión y todos los elementos que participan en el aspecto audiovisual de la película, siendo estos últimos los auténticos cimientos de la experiencia que supone el visionado de Judex, y el libreto que emula la trama de los de 1916 un simple armazón, un contenedor capaz de acotar lo vigorosamente inasible que bombea las poderosas imágenes del film de Franju. Quizás, o al menos en opinión del director de este Judex de 1963, debido a que los nuevos espectadores desde los tiempos de Feuillade eran (y somos) incapaces de regresar a ese preciado estado de inocencia románticamente solapado con el cine de los orígenes, Franju se obliga a forzar, y para bien, la pegada poética de su película en una graduación mucho más elevada de la que hacía gala su  objeto de inspiración, inyectando unas más que considerables raciones de magia cinematográfica quizás con el objetivo de paliar el creciente cinismo del público. Y siempre con el resultado de una pletórica fantasía capaz de encandilar espectadores de ayer y de hoy.

Una opción más satisfactoria, o capaz de dotar de mayor unidad al film, habría sido optar por un desarrollo de la trama y sus personajes menos esclavizada por una inocencia premeditada que sólo hace que ponerle palos en las ruedas a un film que cuanto más inconsciente es de sus modelos precedentes, más alto vuela. Así, y por comparación, la inocencia se vuelve ocasionalmente impostada y hasta capaz de ahogar la validez de sus ideales justicieros por hacerlos monumentos pertenecientes a épocas pasadas[7], descompensando además los elementos más turbios de la trama, en los que Franju parece sentirse muy cómodo. Ya sea una bizarra relación entre los dos hermanos criminales (interpretados por la mentada Francine Bergé y Theo Sarapo) que bordea el incesto o el agresivo erotismo que surge entre Judex y Diana, surgidos de un virtuosismo visual que no recibe ningún apoyo ni desarrollo desde un guión demasiado anclado en la nostalgia personificada en el propio Judex y su casi infantil visión del mundo, resulta revelador el reducido papel del personaje que da título al film dentro de la acción, como si el realizador tuviese más interés en otros elementos de la trama. Una sensación que en los mejores momentos de Judex, es olvidado por la seductora capacidad de sugerencia  de Franju, capaz de aunar lo sensual con lo onírico hasta lo indistinguible, dotando de necesaria magia un film rebosante de talento, aunque a veces demasiado encadenado a la sosa virtud de su protagonista.

Título: Judex. Dirección: George Franju. Guión: Jacques Champreaux y Francis Lacassin. Producción: Robert de Nelse. Dirección de fotografía: Marcel Fradetal. Montaje: Gilbert Natot. Música: Maurice Jarre. Año: 1963.
Intérpretes: Channing Pollock (Judex/Vallieres), Édith Scob (Jacqueline), Michel Vitold (Favraux), Francine Bergé (Diana), Jacques Jounneau (Cocantin), Théo Sarapo (Morales).


[1]Pese a que las primeras aventuras de Judex fueron filmadas en 1914, el estallido de la Primera Guerra Mundial retrasó su estreno dos años, considerándose 1916 como año oficial de nacimiento del justiciero enmascarado. Huérfano tras el suicidio de su padre, arruinado por el malvado banquero Favraux, Jacques de Trémeuse adopta el nombre de Judex (Juez), y parapetado tras su antifaz y capa negra recluta un grupo de antiguos delincuentes y saltimbanquis circenses para combatir el crimen personificado en Favraux y la malvada Marie Verdier. La idea del serial Judex nació como respuesta a las protestas de algunos sectores del público sobre un trabajo anterior de Feuillade: Fantomas, de 1913, que según algunos enaltecía a los criminales, dejando en un peligroso ridículo a la ley y el orden. El éxito de Judex, que para muchos supuso la primera piedra de un género que cristalizaría en el de los superhéroes enmascarados, provocó la edición de una serie de libros alrededor de las aventuras del personaje que empezaron a aparecer a partir de 1917, ya sea en forma de novela, o de forma más continuada en el tiempo, de historias cortas o de tebeo (o cómic, al gusto de cada uno).

[2]Jamás sabremos lo que habría opinado Franju si hubiese podido asistir a la evolución de una parte del cine legado por realizadores de cine digamos de evasión, como Steven Spielberg o George Lucas hasta alcanzar a Quentin Tarantino, el mejor Tim Burton, los Hermanos Coen o un área importante del Hollywood actual, de enorme influencia en algunos sectores cinematográficos del resto del mundo. Los mentados Tarantino y Burton, por poner dos de los ejemplos más evidentes al respecto, se dirían dignos herederos del impulso hedonista de recoger modelos muy queridos por ellos y muchas veces despreciados por la crítica, generalmente asociados a la infancia y al cine como verdadera tierra de sueños, para retorcerlos y potenciarlos con un vigor del que a veces carecen los filmes originales en los que se inspiran. De todos modos, se diría que el director en activo más afín en cuanto a modelos se refiere con el George Franju de Judex es Guy Maddin, aunque sus curiosas resurrecciones del cine tal y como era en la época silente poco tienen del arrebato del que hace gala Franju en su ánimo de devolver a Judex todo su esplendor.

[3]Pueden encontrar una muy somera biografía del director de este Judex, en la entrada dedicada a la que seguramente es la más célebre de sus películas: Los ojos sin rostro, publicada en este blog en el mes de diciembre del año 2013.

[4]Un modernismo cinematográfico que contempla el cine hecho hasta su aparición, el llamado y endiosado a partir de entonces cine clásico, desde la distancia, promoviendo la complicidad con un público que ya ha tomado nota de las estrategias narrativas y genéricas del clasicismo prácticamente establecidas como un nuevo canon. Así, el manierismo, la perversión o referencia al cine clásico, utilizado tanto como espejo, inspiración o modelo a derribar por los más diversos motivos, al igual que una serie de estrategias que revelan la cualidad de construcción de un film, de discurso creado con mucho o poco que ver con el mundo real, son algunos, que ni de lejos todos, de los rasgos definitorios del cine moderno. Todos ellos, junto con uno de los mayores avances al respecto como es la política de los autores célebre y algo devaluada por la compulsión con la que se aplica, responden al mismo sentimiento: la conciencia y la distancia que se desprende de ella antes de volver a crear nuevos mitos sobre otros antiguos. Algo que muy bien puede aplicarse a este Judex firmado por Franju en 1963. No en vano, el realizador de Judex fue uno de los co-fundadores de la Cinemateca Francesa, Tierra Santa de la tropa de la revista Cahiers du Cinema, con el germen de la Nouvelle Vague macerándose en su interior… hasta eclosionar en el grupo de jóvenes realizadores que junto con el resto de Nuevos cines del mundo cambiarían la forma de entender primero la crítica cinematográfica, y más tarde la percepción del cine y su realización en general catapultándolo a su edad moderna.

[5]Ya antes de 1963 era conocida la afición y admiración de Franju por el cine folletinesco en general y el llevado a cabo por Lois Feuillade y el personaje de Fantomas a la cabeza en particular, pero una serie de coincidencias provocaron que acabara siendo Judex, “El Feuillade menos Feuillade”, en palabras del director de Los ojos sin rostro, el personaje finalmente adaptado. El articulista cinematográfico Francis Lacassin tuvo la idea de resucitar el serial de Judex durante la escritura de un artículo alrededor del cine francés más popular, para lo que contactó con uno de los herederos naturales de uno de sus creadores: Jacques Champreux, nieto de Lois Feuillade y gran admirador de Los ojos sin rostro y su director, George Franju. Tras algunas reticencias debido al relativo interés que despertaba en el director el recto Judex en comparación con los más jugosos Fantomas o los criminales protagonistas de Los vampiros, otro serial de Feuillade fechado en 1915, aceptó el encargo para hacerlo suyo.

[6]Esta es una escena que habría tenido mucho más sentido tal y como había sido planteada inicialmente por Franju y el guionista Champreux: como la primera de toda la película y por tanto como una declaración de principios, de la mentada inmersión en un universo cinematográfico en el que todo es posible y la magia es el común denominador. En cualquier caso, y aparte de una impresionante muestra  del mejor cine, esta escena inspirada en la estética del dibujante francés J.J. Grandville (muy aficionado a caricaturizar a sus personajes haciéndoles llevar cabezas de pájaro) recuerda vagamente a una de las más célebres del film de Stanley Kubrick Eyes wide shut (comentada en este blog en el mes de noviembre de 2013), la de la orgía. Aunque curiosamente, la del film de Franju logre ser mucho más sensual pese a no ser erótica en absoluto y contar con unas gotas bufonescas ausentes en la adaptación del magnífico Relato soñado de Arthur Schnitzler llevada a cabo por un gélido Kubrick. A modo de curiosidad, comentar que el intérprete de Judex, Channing Pollock, se ganaba la vida como prestidigitador en un cabaret antes de ser contratado por Franju para protagonizar el film, por lo que muchos de los números de magia que aparecen en esta escena muy probablemente fueron llevados a cabo por él mismo y sin más trucajes, por parte de Franju, que los propios de su oficio como mago.

[7]Algo que visto ahora y en plena crisis económica, resulta de lo más curioso. Tomemos por ejemplo el efecto y la popularidad de una película con muchos puntos en común con la que nos ocupa en esta entrada como es V de Vendetta, dirigida por Lewis McTiegue. Célebre adaptación del cómic anarquista de Alan Moore, y que al igual que su original dibujado y escrito bebía del folletín a conciencia ya desde su trama y algunos de los gustos cinematográficos de su protagonista, la sombra de Judex planea sobre los pasadizos subterráneos que llevan a la guarida del relamido V, sus ideales de justicia, lo teatral de sus apariciones y muchos de sus diálogos, y hasta la historia de amor, llena de juegos de máscaras, entre el V que habla con la voz de Hugo Weaving y el personaje interpretado por Natalie Portman, recuerda en muchos aspectos a la que mantienen Judex y Jacqueline. Aunque en el caso de la adaptación del cómic de Moore, el aspecto político de la trama, lúcido y panfletario a partes iguales, es sin duda lo que más ha calado entre el público ninguneando algunos otros elementos de la película igualmente interesantes, aunque no resistan comparación con la impecable atmósfera del film de Franju, que se sostiene sólo por sus ingentes cualidades cinematográficas, muy por encima de las (pobres) políticas.