jueves, 28 de agosto de 2014

EL SALARIO DEL MIEDO



En medio de ninguna parte, próxima a la frontera con Norteamérica, se incrusta la desértica localidad de Las Piedras. Hogar de apátridas, perseguidos u hombres de mala fortuna incapaces de remontar su sino, este pobre pueblecito sudamericano alberga en su seno dos clases de personas: los que nacieron allí, y fueron y son pasto de una miseria de la que no se adivina ni origen ni final, y los que llegaron a este lugar abandonado de la mano de Dios venidos de Europa por motivos que jamás harán saber a sus conciudadanos, soñando con los ojos abiertos con regresar a una patria que sólo recuerdan como una ilusión inevitable provocada por el sol abrasador de Las Piedras. Desarraigados a la fuerza como los franceses Mario (Yves Montand) y Jo (Charles Vanel[1]), el italiano Luigi (Folco Lulli) o el alemán Bimba (Peter Van Eyck), que anhelan el día en que puedan reunir la imposible cantidad de dinero que les proporcione un visado con el que huir de la arenosa Las Piedras a lomos del primer avión que despegue de un aeropuerto situado a escasos kilómetros de allí, y que a duras penas representa el único rastro del mundo civilizado que tanto añoran los exiliados europeos desde su asfixiante y abúlico hogar de acogida. Pero un día como cualquier otro, el ansiado retorno al viejo continente cobra la forma de una violenta explosión en el horizonte, surgida de uno de los oleoductos que recubren la arenosa superficie territorio sudamericano con una interminable red de cañerías y que ahora, con una de sus venas abiertas en una bola de fuego imposible de apagar, vuelca ingentes petrodólares sobre un desierto en el que nadie, ni hombres ni mujeres bajo la sombra de la todopoderosa Southern Oil Company, puede sacar ningún provecho del oro negro. Un precario convoy, formado por dos vetustos  camiones del ejército, es enviado al lugar con la misión suicida de sepultar la oscura sangría haciéndola saltar por los aires con nitroglicerina, para así cauterizar la herida del bolsillo de los accionistas de la petrolera que controla la región y sus corruptelas, ofreciendo trabajo a cambio de sueldos miserables y nulos derechos laborales[2]. Toneladas de explosivo líquido que cuatro hombres, repartidos entre volante y el asiento del copiloto de la pareja de camiones, deberán llevar como inestable carga por carreteras sin asfaltar, pedregosos caminos de cabra y zonas selváticas cuyas irregularidades en el terreno puede hacerlos fosfatina en lo que se tarda en subir y bajar un bache. Jo, Mario, Luigi y Bimba serán los elegidos entre los numerosos candidatos presentados ante unas autoridades militares en oscura alianza con la Southern Oil Company, atraídos por los cantos de sirena de una excelente remuneración a cambio de jugarse la vida que les permitirá regresar a su paraíso perdido europeo y dejar atrás la insoportable aridez humana y paisajística de Las Piedras.

Una atmosférica acritud, que pesa como una losa y hace sudar a todos los que habitan El salario del miedo incluso tras la caída del sol, que se erige como quinto y quizás más importante protagonista de esta producción italo francesa dirigida por Henri-Georges Clouzot[3]. Una lasitud vital, la de Las Piedras en El salario del miedo, que es siempre contemplada desde una relativa distancia tanto por los desapegados europeos que la habitan como huéspedes y tratan a sus anfitriones con un desdén próximo al colonialismo como por el propio Clouzot, capaz de contemplar (y a su vez hacerle  contemplar al público) una situación social y económica tan precaria que roza el absurdo vital más desaforado. No hay trabajo, y por lo tanto tampoco dinero, sólo deudas y pequeños ghettos nacionales como único refugio para unos enrarecidos orgullos patrios, atrapados en un mundo en el que los indios criollos o mexicanos de pura cepa son vistos como criaturas a medio camino entre espectadores sorprendidos por las absurdas disputas del hombre blanco y simples esclavos, víctimas de un estilo de vida que los maltrata incomprensiblemente y que sólo resulta reconocible para el espectador por algunos elementos más o menos familiares como cigarrillos o bebida, convertidos en rasgos de identidad cuyo coste y valía se asemeja al de artículos de lujo en medio de la pura nada. Pero lejos de situarse a la altura del punto de vista de los indígenas, a modo de atalaya moral desde la que ofrecer una mirada más o menos sardónica sobre la avaricia o la falta de humanidad que se desprende de un grupo de personajes atrapados entre su existencia en el desierto y sus recuerdos y fantasías, Clouzot les reserva el no menos importante papel, al menos en lo que a El salario del miedo se refiere, de escenario, de público dentro de una película marcada por una narrativa mucho más expositiva que, afortunadamente, explicativa. Porque a la cualidad casi espectatorial de los lugareños, siempre a una relativa distancia de los despectivamente orgullosos europeos a través de los cuales parece organizarse el film de Clouzot, hay que sumar algunos elementos dramáticos de los que se desprenden determinadas ideas más sugeridas que aseguradas pero que componen una atmósfera particularmente claustrofóbica: la fantasmal presencia de un avión al que nunca vemos pero cuya sombra se recorta rápidamente sobre el suelo de Las Piedras provocando un gran jolgorio entre sus habitantes unidos por una vez en una ilusión (que es tal tanto por su alegría como por su irrealidad) común, o una radio que se erige como ventanal a una realidad un poco más alegre que la que los residentes de Las Piedras se ven obligados a vivir, pero cuya melodía se apaga ante las amenazadoras voces de los más huraños huéspedes de la localidad pergeñan una atmósfera de triste aislamiento que el resto de elementos del film no hacen si no reforzar constantemente. Este último símil, que equipara las alegres tonadillas que brotan de la radio de una de las cantinas del lugar con lo más remotamente parecido a la felicidad perdida que puedan acariciar los europeos de Las Piedras, se erige además como simbólica herramienta narrativa de El salario del miedo. La práctica ausencia de banda sonora en el sentido musical del término -pues no hay en la película dirigida por Clouzot, con la excepción de sus créditos iniciales y su abrupto y algo descolgado epílogo, otro acompañamiento musical que no sea el que anima los bailes y algunas de las veladas que tienen lugar bajo el sol y la luna del cielo de Las Piedras desde la vieja radio del bar de la localidad- hacen de la presencia de la música lo único que parece capaz de desperezar a los parroquianos de su apatía… pero también de enzarzarlos en violentas escaramuzas cuando ésta se apaga. La llegada a Las Piedras de Jo, es la de un hombre temido por todos por su sangre fría y falta de escrúpulos pero también y muy significativamente la de un ser humano que detesta la música hasta el punto de aguarles la fiesta a sus compañeros de barra. Fiel a este principio que convierte la música en alegría, Clouzot hunde El salario del miedo en el silencio (musical), en una miseria por fortuna nada afectada ni melodramática gracias al buen hacer del director, que avanza hacia un  logrado punto medio entre el naturalismo y el expresionismo que poco a poco, y gracias al lento pero inexorable viraje moral de su trama hacia el nihilismo, alcanza altas cotas de abstracción que nunca pierden pie ni resultan gratuitas dentro de un desarrollo formal y tonal absolutamente ejemplar.

A una planificación excelente, brillantemente austera y por ello capaz de dotar de tensión hasta el más relajado de los momentos por la serenidad con la que muestra el peor de los actos y la más crispada de las situaciones, se suma una irritantemente pausada cadencia de montaje que sólo se acelera en algunos instantes en los que un segundo de más o menos equivale a morir o seguir viviendo, una progresiva proliferación de planos detalle como generadores de una presión ambiental que sube y baja al compás de las ruedas de los camiones encarando con peliaguda suavidad pequeñas pendientes y, en definitiva y debido a todo lo citado hasta aquí, un ritmo que paradójicamente provoca mayor nerviosismo desde la férrea serenidad que otorgan una mayoría de planos amplios y silenciosos, que desde una perspectiva más desbocada que habría logrado oxigenar una atmósfera que por todo lo anterior y pese a mostrar en detalle todas y cada una de sus cada vez mayores grietas, jamás llega a romperse y descargar. Esta brutal contención, crucial para transmitir el desasosiego que invade a los protagonistas de un film que siempre parece estar literalmente a punto de estallar, justifica además la larga duración de una película que se ve en un soplo y con el corazón en un puño, pero que responde no tanto a la duración en el tiempo de la epopeya de los cuatro hombres que transportan una carga capaz de volatilizarlos en un pestañeo, sino al casi sádico detallismo con el que Clouzot refleja en imágenes y sonido el angustioso periplo del convoy. Siendo ésta una película que una vez ha llegado al punto en que los cuatro europeos aceptan la misión se concreta exclusivamente y sin digresiones en las idas y venidas de los dos camiones cargados de nitroglicerina, El salario del miedo exhibe orgullosamente músculo dramático, apoyándose en la mentada naturaleza expositiva de su puesta en escena como recurso narrativo añadido. Nada de lo que ocurre en pantalla resulta ajeno al público, a excepción de una elipsis que evita mostrar la mala fortuna de uno de los camiones y sus conductores que además resta espectacularidad y tragedia a unas muertes que son contempladas como parte de un  peaje inevitable y por tanto poco merecedor de atención... haciéndola paradójicamente aún más terrible para el público por el simple hecho de que la muerte, y por tanto también la vida, de los protagonistas no cambia absolutamente nada. Ya sean estos huéspedes o anfitriones de Las Piedras o de la base militar norteamericana que prácticamente compra las desesperadas vidas de Mario, Jo, Luigi y Bimba (como es el caso del General O’Brien, interpretado por William Tubbs) se definen tanto por sus acciones como por su inmovilismo, entendido este último como falta de decisión y hasta de cobardía, en una deprimente estampa a la que el buen hacer de los actores dota de una turbulenta humanidad que hace de los personajes interpretados unos aún más miserables a ojos del público, por dignos de compasión y comprensión. Consecuentemente, todo en El salario del miedo se define por su superficie, por una fisicidad que se espesa con la inherente angustia que poco a poco recubre toda la película y los actos que en ella se retratan. Haciendo así de la realidad tangible de los personajes todo lo que hay, un mundo eminentemente físico que se revela como una angustiosa encerrona de la que sólo puede huirse soñando en pastos más verdes de los que el espectador tiene constancia de palabra por parte de los europeos estancados en Las Piedras pero, coherentemente, nunca desde las imágenes del film de Clouzot[4].

Esta especie de materialismo formal, plusvalía de la estrategia de puesta en escena mencionada algo más arriba, garantiza una proximidad para con lo que se narra en la película que sólo se ve algo traicionada por su condición de film en un bello blanco y negro, compensando además y hasta cierto punto el algo desdibujado retrato que se hace de un conjunto de personajes estereotipados, y logrando que la austeridad narrativa de El salario del miedo, bien entendida en cuanto no implica frialdad ni desapego respecto a lo que puede contemplarse en pantalla, se convierta en una certera arma cargada contra la paciencia y los nervios del espectador. Es en uno de los más logrados y más angustiosos momentos del film, situado además en tierra firme y no a lomos de los monstruos mecánicos de cuatro ruedas que rondarán por premonitorios camposantos y al filo de altos acantilados, Clouzot muestra sus armas expresivas con toda claridad, aunque también lo irregular de su retrato humano, ocasionalmente algo constreñido por la inquebrantable estrategia formal del director. Una noche, durante la celebración de la inminente boda de un pletórico Luigi que no escatima en gastos e invita a champán espumoso a toda la parroquia congregada, el futuro esposo enciende la radio para animar una velada a punto de aguarse. Jo arranca los cables del aparato sumiendo la estancia en un tenso silencio que sólo roto por las amenazas del italiano. Pero el francés no se amilana y aproximándose con unos pasos que Clouzot recoge con delectación en un plano detalle de los pies del hombre avanzando hacia Luigi, lo insulta hasta que el italiano alza la botella de champán con la intención de estrellarla en la cabeza del malcarado aguafiestas. Inesperadamente Jo lo apunta con una pistola, a lo que Luigui responde acusándolo de cobardía hasta que Jo le entrega el arma y le reta a que sea él el que le dispare si es tan valiente como dice ser. Incapaz de asesinarlo a sangre fría, Luigi abandona el lugar hundido bajo los insultos de Jo. Si ésta es una escena considerablemente tensa ya desde el guión de El salario del miedo, vista en pantalla resulta sobrecogedora gracias a la magnífica puesta en escena de Clouzot, sustentada en unos pocos pero muy bien aprovechados elementos: lo pausado de su ritmo, la quietud y distancia de la planificación trufada de esporádicos planos detalle, un temible uso del silencio, que aquí inunda la secuencia hasta alcanzar lo físicamente incómodo, representan una combinación ganadora que en manos del chez Clouzot elevan la interesante premisa del film a la excelencia formal. Un virtuosa y angustiosa narrativa que tiene en su desquiciante uso del sonido ambiental su mayor arma, pese a ser lo suficientemente sutil como para no resultar artificiosa, de la que la estratagema musical mentada algo más arriba representa tan sólo la punta del iceberg. La ululante presencia de los camiones abandonando Las Piedras no sólo tiñe de mal augurio un instante aparentemente superfluo al que además despoja de todo atisbo melodramático pese a tratarse de la despedida entre Mario y Linda (Véra Clouzot[5]), sino que logra hacer de sus apariciones en los amplios planos en los que se los muestra circulando mansamente las de un animal de pesadilla que, poco a poco pero inexorablemente, contagia el resto de los elementos que componen la película. El silencio imperante en El salario del miedo, que permite que se cuelen en su banda sonora los cantos de los grillos y el sonido del viento que acaricia las moles rocosas ajenas al paso del convoy, resalta hasta el más mínimo sonido que pueda anunciar la fatal inestabilidad que hará saltar por los aires al cuarteto suicida, pero además provoca una impresión de intrusión sonora en terreno apacible y virgen que subraya sutil pero indudablemente lo inútil, y sobretodo lo absurdo, de la lucha de los europeos por llevar a buen puerto lo kamikaze de su misión . Así, a la lógica y contagiosa agitación anímica y vital de los protagonistas de El salario del miedo Clouzot contrapone una realidad más amplia, inabarcable e igualmente inexplicada por el realizador, que asiste tan impertérrita como sus representantes indígenas a la epopeya que se narra en el film, así como a lo grotesco de la motivación de los protagonistas, capaces de llegar a las manos en aras de alcanzar un objetivo del que Clouzot sisa todos los referentes posibles hasta reducirlo al puro sinsentido. Pero lejos, como se decía algo más arriba, de suponer una sangrante burla a la fatal estupidez de al menos una parte de los mecanismos y funcionamiento de la sociedad más o menos civilizada como se atribuye la occidental, esta estratagema hace de la lucha del menguante grupo de porteadores de nitroglicerina de El salario del miedo una poco menos que inútil a niveles humanos casi filosóficos, antes que sociales o culturales.

No resulta demasiado difícil de vislumbrar en secuencias como las que muestran a Luigi y Bimba al volante, cantando alegremente justo antes de sufrir un percance que puede costarles la vida, una parca y pesimista metáfora sobre lo voluble de la vida humana, aunque no son ni de lejos los únicos capaces de evocar una angustia que suma aún más tensión al periplo descrito en la película. Abundan en El salario del miedo instantes en los que los cuatro protagonistas bajan temporalmente la guardia, relajándose de la insostenible tensión que cargan sobre sus hombros compartiendo cigarrillos o recuerdos de sus años en Europa, pero Clouzot bombardea lo agradablemente cotidiano de estas escenas con el creciente temor, que poco a poco va haciéndose ineludible, de que estas pequeñas distracciones desaten la tragedia. Vista así, la filosofía vital que destila El salario del miedo es tan pura y cristalina que por suerte Clouzot no parece albergar tentaciones de subrayarla o situarla en un primer plano que pueda poner palos en las ruedas a la historia que está narrando.  La vida en El salario del miedo es frágil, y la muerte, que aquí toma la forma líquida de la nitroglicerina adosada a las espaldas de los cuatro conductores, una presencia constante que puede arrebatarlo todo en cualquier instante sin otorgar una mínima posibilidad de escape. Bajo esta siniestra óptica, que por fortuna se siente mucho más de lo que pueda llegar a razonarse a partir de lo visto en pantalla, los hombres al volante en El salario del miedo se enfrentan no tanto a una lenta carrera que les permita llevar la maldita nitroglicerina hasta las cercanías de la cañería rota, como al absoluto sinsentido de la vida cuando esta pende de un hilo por los más absurdos de los motivos.
Afortunadamente  no puede reducirse a la categoría de macguffin la trama que vertebra El salario del miedo, ya que lejos de ser una excusa para erigir un sobrio retrato de la fragilidad vital y de una serie de relaciones humanas cada vez más deterioradas por la desesperación y la avaricia (pese a que bastante hay de eso en el film de Clouzot) la  película se sostiene excelentemente como una tersa narración contada en imagen y sonido capaz de extraer reflexión de la emoción, siendo esta última su principal base y  motor dramático. Y eso que ni siquiera las elaboradas set-pieces de suspense que trufan continuamente la película poniendo a prueba el sistema nervioso del público hacen de El salario del miedo un hábil ejercicio de estilo. A pesar de que lo peregrino de algunas de las situaciones escritas en el guión de la película cobran un tremendamente angustioso pálpito en su traslación a la pantalla, el trabajo de Clouzot, gracias a algunas potentes imágenes y un tono sombrío que raya en un acerado retrato de la locura, compone un grado de abstracción que como se decía algo más arriba recoge todos los elementos del film para dotarlos de una definitiva armonía y catapultar el conflicto de la película a un existencialismo que nunca llega a resultar antipático ni a erigirse como una plataforma desde la que hacer de El salario del crimen una película aleccionadora, sino directamente abisal.

Así, a la terrible escena en que Mario, incapaz de detenerse por miedo a no poder continuar su camino, arrolla a Jo en un estanque de petróleo convirtiendo al pobre hombre en un tembloroso anciano con la pierna prácticamente amputada, y empapado en crudo de la cabeza a los pies, supone el terrible prolegómeno a otro instante, algo posterior, en el que el convoy alcanza su destino en una base militar que Clouzot muestra bajo los rasgos de un completo pandemónium. Mediante un montaje cuyos planos resultan visiblemente más cortos de duración que los que conformaban el metraje precedente, acrecentando así lo premeditadamente caótico de la visión que Clouzot quiere transmitir de la fuga petrolífera, el realizador de El salario del miedo muestra a un casi catatónico Mario, untado en petróleo, avanzando hacia la columna de fuego que brota de la cañería reventada y que por fin, y gracias a sus inhumanos (o no) sacrificios, dejará de manar. Lo onírico y hasta tenebrosamente poético -y pese a todo nada afectado, de una escena dotada de una irrealidad para nada reñida con una tenebrosa  verosimilitud- de la estampa que tiene lugar en plena noche, hace del periplo del protagonista un descenso a los infiernos cuya llegada a la meta, aplaudida por militares ocultos bajo escafandras que los dotan de un aspecto deshumanizado, parece pertenecer a una realidad paralela que pese a todo resulta terriblemente reconocible. Es en ese instante cuando la sequedad de la violencia mostrada en El salario del miedo, o el progresivo desgaste de las relaciones humanas dentro del grupo de hombres que conformaban el diezmado convoy, se reorganizan a través de un vector moral que Clouzot rescata del rancio moralismo gracias a lo expositivo y nada acusador de su puesta en escena y al sombrío tono de ribetes apocalípticos, cerrando la epopeya de un Mario que ha pasado de chulesco pero bondadoso joven a Monstruo incapaz de detenerse en su huída hacia delante y presa del vértigo de enfrentarse a un sinsentido vital en que él se erige como víctima y “necesario” verdugo... Es en este instante donde El salario del miedo repliega todos sus elementos para dotarlos de un nuevo sentido último e indivisible, ya sea en su comentario alrededor de temas aparentemente dispares pero tan relacionados entre ellos como puedan ser la desesperación, la estupidez, la avaricia como necesidad creada, o la deshumanización en lo argumental, y lo expresivo y lo realista, lo verosímil y lo pesadillesco en lo formal. Un punto final que queda en suspenso hasta una conclusión construida sobre un gozoso beneficio de la duda quizás algo descolgada, pero coherente con el brutal nihilismo que gotea de los despreocupadamente crispados fotogramas de El salario del miedo mostrando la enajenación desde ambos lados de la perturbada mente de Mario al son de una música que quizás le aguarda en Las Piedras, o quizás sólo es fruto de su imaginación mientras conduce a bandazos hacia ninguna parte por sus propias montañas de la locura.

Título: Le salaire de la peur. Dirección: Henri-Georges Clouzot. Guión: Henri-Georges Clouzot y Jérome Geronimi, basándose en la novela homónima escrita por Georges-Jean Arnaud. Producción: Raymond Borderie. Dirección de fotografía: Armand Thirard. Montaje: Madeleine Gug, Etiennette Muse y Henri Rust. Música: Georges Auric. Año: 1953.
Intérpretes: Yves Montand (Mario), Charles Vanel (Jo), Folco Lulli (Luigi), Peter Van Eyck (Bimba), Véra Clouzot (Linda), William Tubbs (Bill O’Brien).


[1]Un papel que inicialmente iba a encarnar el actor Jean Gabin, pero que finalmente se negó a formar parte de El salario del miedo al ver que durante el desarrollo de la historia el desagradable personaje de Jo acababa siendo uno demasiado cobarde para su gusto.

[2]Este nada agradecido retrato propinado por la película a la South Oil Company (o SOC, siglas que actualmente pertenecen a otra compañía petrolera situada en el sur de Irak que nada tiene que ver con la mostrada en El salario del miedo), provocó numerosos cortes en el montaje americano del film, por considerarse que la visión que se ofrecía de los mecanismos mercantiles y la moralidad de las empresas petroleras fuera de las fronteras norteamericanas eran, cuanto menos, poco halagüeñas. Un total de veintiuno minutos fueron cercenados de la vista del espectador norteamericano hasta la reedición en 1991 y en formato doméstico de El salario del miedo, bajo la acusación de ser un film antiamericanista.

[3]Nacido en la localidad francesa de Niort el 18 de agosto de 1907, Henri-Georges Clouzot fue el benjamín de la familia de clase media en la que creció mientras mostraba una precoz habilidad con la escritura y el piano. Tras el cierre de la librería regentada por su progenitor, Clouzot y su familia se vieron obligados a trasladarse a Brest, donde asistió a la Escuela Naval pero fue incapaz de adquirir el rango de cadete por su creciente miopía. A los dieciocho años de edad, Henri-Georges Clouzot se mudó a Paris con la intención  de estudiar Ciencias Políticas, encontrándose allí con una fértil comunidad de editores de revistas en las que pronto empezó a publicar algunos escritos. Su habilidad pronto lo llevó a colaborar en guiones teatrales y cinematográficos, y los buenos resultados en este campo provocaron que el productor Adolphe Osso lo contratara como traductor de guiones para películas escritas en lengua extranjera pero rodadas en  Alemania a través del estudio Babelsberg, con sede en Berlín. Durante la década de 1930, Clouzot trabajó en los guiones de alrededor de veinte películas hasta que en 1931 rodó su primer cortometraje como director: Le Terreur des Batignolles, según parece bajo las notables influencias de cineastas como Fritz Lang o F.W. Murnau, a los que Clouzot admiraba profundamente. En 1934, Clouzot fue expulsado de la UFA por su amistad con el productor Adolph Osso y Pierre Lazareffe, ambos judíos y por tanto perseguidos por el clima de antisemitismo que poco a poco iba adueñándose de una Alemania a escasos años de la deflagración de la Segunda Guerra Mundial. En 1935 le fue diagnosticada una tuberculosis que implicó su internamiento hospitalario durante alrededor de cinco años. Pero lejos de quedarse con los brazos cruzados, esos años fueron cruciales para el aprendizaje de Clouzot como narrador: leía incansablemente, estudiaba mecanismos narrativos tanto cinematográficos como literarios y a su vez contemplaba la frágil salud y vida de aquellos que, como él, sobrevivían en un hospital en el que el futuro realizador de El salario del miedo sólo logró quedarse gracias a las ayudas económicas de amigos y familiares. Cuando el director abandonó el hospital la Segunda Guerra Mundial había comenzado, con lo que regresó a París y logró esquivar el servicio militar gracias a sus clínicamente certificados problemas de salud. Pobre de solemnidad, Clouzot sobrevivía gracias a guiones encargados por conocidos y amigos que lograron mantenerlo más o menos ocupado hasta que el nazismo ocupara Francia y lo contratara para trabajar en la productora afín al régimen Continental Films. Desesperado por la escasez de dinero de la que disponía, Clouzot dejó a un lado sus reticencias a trabajar para el engranaje mediático y cinematográfico nacionalsocialista y dirigió su primer largometraje El asesino vive en el 21, cuyo éxito propició que un año más tarde pudiese dirigir la algo más polémica El cuervo, que supuso algunos enfrentamientos con el productor del film ya que éste consideraba “poco apropiado” el argumento de una película que giraba alrededor de una joven que manda cartas envenenadas por la Francia de 1922. A pesar de todo, la película fue un éxito rotundo pero también fue acusada de “morbosa” por la Iglesia Católica, de “inmoral” por la prensa de Vichy y de “propaganda Nazi” por parte de la resistencia francesa que vio en la película de Clouzot un interesadamente pésimo retrato de la Francia libre. En consecuencia y sólo días después del estreno de El cuervo, Clouzot fue despedido de Continental. Tras la liberación, Clouzot fue juzgado y condenado a dos años de prisión por colaboracionismo con el régimen Nazi, pese a contar con el apoyo público de intelectuales y cineastas del calado de Jean Paul Sartre, Jean Cocteau, René Clair o Marcel Carné, que lograron reducir al bienio final una condena que inicialmente iba a ser de por vida. Tras recuperar su libertad, y sin firmar una sola carta de arrepentimiento, Clouzot filmaría En legítima defensa que obtuvo, una vez más en la carrera del director, un éxito considerable de taquilla. Un año más tarde filmaría Manon, y otro después Retour a la vie, comedia que pasó sin pena ni gloria por las carteleras francesas del momento. Allí conoció a Vera Gibson-Amado, que se convertiría en su esposa. Durante su luna de miel en Brasil, Clouzot quedó prendado del país al que más tarde intentaría reflejar en el inacabado documental Le voyage en Brazil, que pretendia plasmar la realidad social de las favelas y no el lado más turístico de la región. A su regreso a Francia le aguardaba el guión de El salario del miedo, que escribió junto con su hermano (que a partir de entonces escribiría bajo el seudónimo de Jérôme Geronimi) sobre una base ya guionizada por Georges-Jean Arnaud , autor igualmente de la novela en la que se basa la película que nos ocupa. La película fue premiada en numerosos festivales y fue un más que considerable éxito de público, lo que le permitió hacerse con los derechos de un guión que hasta ese momento aguardaba su filmación desde el regazo del mismísimo Alfred Hitchcock: Las diabólicas. Clásico del cine negro francés dotado de una muy particular atmósfera, Las diabólicas supuso la definitiva consagración internacional del director, además de un nuevo éxito de público que le gagrantizó la realización de un proyecto de menor escala de producción pero ni de lejos menos ambicioso: El misterio de Picasso, que pudo llevar a cabo gracias a la amistad que Clouzot mantenía con el pintor desde que el primero contaba con catorce años. La película, fechada en 1955, seguía a Pablo Picasso mientras dibujaba y pintaba un total de quince obras… que tras el rodaje del documental fueron destruidas por él mismo. Pese al esperable batacazo en taquilla, la película fue alabada por la crítica, premiada en Cannes y declarada Tesoro Nacional en 1984 por parte del gobierno francés. En 1957 rodaría Los espías, con un reparto internacional que fue un fracaso en taquilla y que no terminó de convencer ni al propio Clouzot, que renegaba públicamente del último tercio del film, que no le satisfacía en absoluto. Pero en 1960, y con la inestimable presencia de Brigitte Bardot en el papel protagonista, Clouzot volvería a dar la campanada gracias a La verdad, que además supuso su primera nominación al Oscar a mejor película extranjera. Pero fue la última vez que probaría las mieles del éxito: el desembarco de los cachorros de la Nouvelle Vague, que despreciaron desde la revista Cahiers du cinema el buen hacer del realizador de El salario del miedo hasta el punto de hacer dudar a Clouzot de su propio talento, hundieron anímicamente al director. Su siguiente proyecto L’enfer, sería también el penúltimo debido a que el realizador cayó enfermo durante un rodaje que no se completó hasta 1965 pese a haberse empezado en 1964. Su enfermedad implicó su hospitalización, la cancelación del rodaje de la película, y un largo reposo sólo interrumpido por algunos proyectos televisivos alrededor del director de orquestra Hebert Von Karajan, cuyos beneficios le permitieron terminar definitivamente L’enfer. En 1967, y tras recibir el alta médica, Clouzot encararía La prisionera, pese a que el rodaje tuvo que posponerse por una recaída del realizador, que no pudo empezar a rodar hasta que en 1968 los médicos volvieran a considerar su estado de salud como adecuado. Pero al terminar el rodaje su estado se agravó definitivamente apartándolo de su profesión pese a las numerosas tentativas del director de volver a ponerse al mando de una película. Sin dejar nunca de escribir una serie de proyectos que jamás pudo llegar a dirigir, y entre los que se contaba hasta una película pornográfica que redactó en 1974, la gravedad de la salud de Clouzot le obligó a someterse a una operación a corazón abierto en 1976. Un año después Henr-Georges Clouzot moría en su apartamento escuchando Fausto, compuesto por Berlioz. Fue enterrado en el cementerio de Montmarte, junto al sepulcro de su esposa Vera.

[4]Algo que no se repitió en el inconfeso remake norteamericano de esta película de Clouzot, que fue firmada por el tan talentoso como efectista realizador William Friedkin bajo el certero título de Carga maldita. Filmada en 1977 y con escasas variaciones en lo que las líneas generales de su argumento se refiere, la película de Friedkin sí mostraba el periplo de algunos de los hombres que acabarían al volante de los camiones cargados de nitroglicerina: llegados desde Méjico, Israel, Francia y Estados Unidos, los cuatro hombres que protagonizan el film son esta vez fugitivos de la justicia en sus respectivos países, y que son mostrados cada uno por separado por el realizador en el momento en el que deben iniciar una huída que culminará en un pueblo de Venezuela gobernado prácticamente a todos los niveles por una todopoderosa compañía petrolífera. Filmada en color y formalmente mucho más recargada, aunque también más intensa como experiencia, la película de Friedkin se beneficia enormemente de de una apabullante atmósfera, mucho más sucia que la película original de Clouzot, además de tener en su haber  un elenco de actores de la talla de Roy Scheider o Paco Rabal entre otros, una enloquecedora banda sonora de la mano del conjunto Tangerine Dream que sustituye a los silencios del film primigenio, y un poso de pesimismo mucho más acentuado que en el caso de la más pulcra El salario del miedo aunque en el caso del film firmado por Friedkin a veces resultara un tanto forzado. En cualquier caso, y más allá de los interesantísimos entresijos de su accidentada producción y rodaje, Carga maldita fue un absoluto fracaso en taquilla en el mismo año de estreno de la fundacional La guerra de las galaxias. Un 1977 que para muchos ilustró el declive definitivo del Nuevo Hollywood en su vertiente más autoral, del que Carga maldita sería un hipotético canto de cisne, en favor del más proclive al Blockbuster, representado en el magnífico clásico dirigido por George Lucas. Con el paso del tiempo y pese a no ser ni de lejos la más famosa de las películas dirigidas por el siempre polémico Friedkin, Carga maldita ha cobrado una justa pátina de película de culto que si bien no supera el original de Clouzot que aquí nos ocupa, sí resulta pese a sus irregularidades un film fascinante que merecería una entrada para sí mismo. Más allá de Carga maldita, de la que Friedkin asegura ser más una revisión de la novela original en la que se basa el film de Clouzot que de El salario del miedo en sí misma considerada, se dice que existió otra versión de la película que ocupa esta entrada igualmente de producción norteamericana pero que no menciona desde sus créditos el posible vínculo con ésta película que muchos le atribuyen. Violent road ostenta el honor de ser posiblemente el primer remake del excelente film dirigido por Clouzot, y filmado sólo cuatro años antes de que en 1958 el realizador Howard W. Koch tomara las riendas de una película de la que nada puedo decir por no haberla podido ver.

[5]Un personaje que no aparecía en la novela original escrita por un Georges-Jean Arnaud que al parecer no quedó demasiado satisfecho con El salario del miedo, pero que fue incluido en el guión para luego ser sospechosamente interpretado por la esposa del director. La misma que daría nombre a la productora creada por el director para El salario del miedo, Vera Films. Lo relativamente accesorio del personaje de Linda resulta menos sorprendente que el denigrante trato que recibe a manos del personaje interpretado por Yves Montand, si se tiene en cuenta el amor que parecía profesarle el realizador de esta película a su esposa… pese a que su presencia supone uno de los escasísimos elementos más o menos sexuales que pueden encontrarse en una película tan esencialmente viril y hasta machista como la que nos ocupa.

miércoles, 20 de agosto de 2014

CHRONICLE



La primera vez que el realizador de Chronicle, Josh Trank[1], chapotea en las procelosas aguas morales que acabarán por ser la tónica habitual de casi todo el metraje de esta su primera película, tiene lugar durante una calmada charla entre Andrew Detmer (Dane Deehan) y su primo Matt (Alex Russell) al volante del coche que los conduce al  instituto en el que ambos pasan, bajo suertes muy diferentes, su edad del pavo. Con la vista puesta en la carretera, el algo resabiado y vitalista Matt saca a colación una máxima del filósofo Arthur Schopenhauer[2] que asegura que un hombre es un ser con profundos deseos, cuyo cumplimiento sólo puede traer desgracias. A esta rotunda y amarga afirmación, Andrew responde no saber quién o qué es Schopenhauer, pero que en su opinión esa máxima  equivale a negar la vida y todo lo bueno que ésta pueda ofrecer. Una placidez existencial que precisamente a él se le niega una y otra vez durante todo el metraje de Chronicle, dando amargos tumbos entre su condición de paria de instituto[3], víctima de todas las bromas pesadas y agresiones de los matones de la clase y su violento padre (Michael Kelly). Un hombre alcohólico que a duras penas presta algo de ayuda y cuidados a su esposa y madre de Andrew (Bo Petersen), enferma hasta lo terminal a la que a duras penas se le puede suministrar los cuidados paliativos necesarios por ser demasiado caros para el poco holgado bolsillo de los Detmer, sólo sostenido gracias a la pensión por invalidez que cobra el brutal cabeza de familia. Pero la lamentable existencia de Andrew da un vuelco de ciento ochenta grados cuando descubre, junto con Matt y el estudiante estrella del instituto Steve Montgomery (Michael B. Jordan), una extraña estructura de textura cristalina y bordes puntiagudos semienterrada en el claro de un bosque, que emite una serie de ululantes sonidos y una palpitante luz azulada que se torna rojiza ante la proximidad de los tres adolescentes. Un bizarro descubrimiento que rompe la realista armonía del relato de Chronicle para llevarlo a un inesperado y muy interesante terreno en el que los tres jóvenes cobran una fuerza y resistencia sobrehumanas, devienen capaces de mover objetos sin tocarlos haciéndolos flotar de forma algo errática, y sangrando copiosamente por la nariz al sobrepasar unos cada vez más laxos límites de esfuerzo que mediante un progresivo control sobre sus cada vez más desarrolladas habilidades, los hará acreedores de un poder sin parangón que acuerdan mantener en secreto.

Porque Chronicle es, o podría ser visto hasta ese preciso momento, un film costumbrista que contiene en su seno un drama familiar y estudiantil tan triste como austero, pero a partir de entonces se convierte con todas las de la ley en una película de superhéroes capaz de darle la vuelta a algunas de las convenciones del género gracias a su más llamativa cualidad formal: que todo el film está compuesto por imágenes extraídas de grabaciones hechas mediante videocámaras mayoritariamente caseras que el público percibe como tales. Vista así, Chronicle se plantea, ya desde su inicio, como una especie de selfie en movimiento, como el diario personal y audiovisual del maltratado Andrew, protagonista de un film que llega al espectador a través de las imágenes filtradas, por grabadas, desde la inseparable cámara digital del acomplejado adolescente pese a los oxigenantes (y algo tramposos) añadidos que otorgan las grabaciones hechas por cámaras de seguridad, policiales o privadas, propiedad de los habitantes del Seattle en el que tiene lugar la película dirigida por Trank. Esta estrategia formal, que ningunea por un lado la presencia de Matt y Steve en una trama plagada de soliloquios de Andrew frente a su cámara y por ende también frente al espectador, humaniza considerablemente unas situaciones y personajes que bajo otra opción estética habrían caído fácilmente en el estereotipo, además de realzar unos efectos especiales no del todo conseguidos pero que la cotidianeidad del punto de vista desde el que se narra el film hace harto convincente. Porque, si bien algo más arriba se comenta que las nuevas capacidades de los tres jóvenes los asemejan a los de un trío de superhombres, sus objetivos distan considerablemente de los ideales justicieros que podrían presuponerse a una película que argumentalmente podría asimilarse sin problemas dentro del género superheroico, pero que opta por una visión mucho más cercana y lúcida de lo que narra. Ni Matt, ni Steve, ni tampoco Andrew están por la labor de salvar el mundo sino de pasárselo bien grabándose haciendo flotar pelotas de béisbol, jugando a fútbol americano entre las nubes una vez sus poderes se han fortalecido lo suficiente como para poder volar, gastándoles divertidas bromas pesadas a sus conciudadanos… o en el caso de Steve, facilitarle el buen hacer de un cunnilingus a su novia. La sobriedad de la película, desprovista prácticamente sin excepción de banda sonora y sin incurrir en subrayados en una actitud admirable dado el carácter casi confesional por naturaleza de  Chronicle, no sólo hace de su propuesta una muy tangible y hasta posible, capaz de hacer convincente una historia con incontables agujeros argumentales que jamás se esfuerza en explicar, sino que también logra que los poderes de los tres jóvenes, mostrados inicialmente mediante  inocentes juegos y habilidades, resulten muy seductores para el público, por próximos en lo cotidiano de su uso. Aunque esa subjetividad formal, de la que en parte se desprende la proximidad recién mencionada, pronto se tiñe de un triste fatalismo por pertenecer a la visión del mundo del más castigado de los tres jóvenes protagonistas. A la fortaleza de principios y buen ánimo del equilibrado Matt y un Steve algo canalla pero de buenos sentimientos, la triste figura de Andrew, víctima de todas las burlas obviamente vistas sin un ápice de sentido del humor por ser  suyo el punto de vista bajo el que se muestra todo lo que ocurre en la Chronicle, no sólo resulta trágica sino también profundamente sesgada y hasta expresionista en su subjetividad, a un paso del estilizado autorretrato.

Porque, debido a su condición de diario filmado, combinado con la muy hábil puesta en escena de Trank capaz de hacer convivir lo cotidiano y lo espectacular con una envidiable fluidez y una planificación que logra hacer que lo cotidiano de la grabación no caiga en la confusión formal, el realizador de Chronicle sitúa al mismo nivel la visión que Andrew tiene de sí mismo y los demás con la ágil narración de una historia que se sitúa a ras de suelo para explicar lo que no deja de ser un cuento moral muy bien ejecutado sobre el Poder y su uso. Gracias a este punto de vista temático, en parte mérito del excelente guión escrito por Max Landis, Chronicle solventa hasta cierto punto la nada fácil cuestión que late bajo las películas de mayor o menor presupuesto hechas a modo de grabación casera: el grado de verosimilitud que se alcanza o se pierde cuando en momentos de gran tensión parece haber más preocupación por la claridad del encuadre que por la seguridad personal del que filma[4]. Lo que en Chronicle se resuelve gracias a la condición de paria de Andrew, adolescente marginado y repudiado por todos que encuentra su único consuelo en el solitario narcisismo que ofrece la impersonal y desprejuiciada imagen de sí mismo, grabada desde una cámara doméstica. Yendo un poco más allá, en uno de los instantes de la película Trank muestra a un incómodo Matt al que disgusta considerablemente que lo filmen o lo graben, preguntándole a Andrew por qué necesita grabar todo lo que le rodea, éste replica que ver el mundo a través de una cámara le otorga una segura “distancia” de la triste realidad que lo rodea, y que pronto se ampliará hasta un peligroso abismo entre la torturada sensibilidad de un joven dotado de un poder que a duras penas quiere controlar  y el resto de una humanidad que a grandes rasgos sólo sabe tratarlo a patadas. Además, y de forma muy hábil, esta subjetividad para con lo que se narra provoca un proceso de identificación, de empatía del espectador hacia Andrew, que se prolonga durante prácticamente una hora de la película para retomarse y atarse en sus últimos minutos,  y  supone lo más perturbador y conseguido de la película.
Así, Chronicle da comienzo con el plano de una cámara filmándose a sí misma ante un espejo, mostrando a su propietario Andrew comentando su decisión de filmar todo lo que le ocurra a partir de ese momento como testimonio grabado de una vida, la suya,  que ya se adivina problemática gracias al alcoholizado griterio del padre del adolescente exigiendo que le deje entrar en su cuarto sabiamente cerrado con pestillo.  De este modo, y en una estrategia formal que igualmente sirve para describir el entorno familiar y luego estudiantil en el que malvive Andrew y su prácticamente única relación de estima con Matt, el realizador de Chronicle solapa la visión del joven con la del público de la película en una decisión que muy esporádicamente se ampliará con la presencia de otras cámaras, como la WebCam del ordenador del adolescente o la de Casey (Ashley Hinshaw), una joven que se dedica a grabar todos los actos del instituto para su blog informativo que acabará siendo la amante de Matt, pero que significativamente pasarán a un segundo término cuando los tres chicos adquieran sus superpoderes. Inmediatamente después de la secuencia en la que el trío de adolescentes descubren la cristalina estructura enterrada en el bosque, aún filmada mediante una estricta cámara subjetiva por parte de Andrew, la presencia física del chaval en plano resulta mucho más frecuente que durante el metraje precedente.

Así, la subjetividad a ultranza que la película había conseguido mantener hasta el momento se resquebraja, pese a que la descripción del joven que a medida que incrementa sus poderes va aprendiendo a hacer orbitar en el sentido literal del término la cámara a su alrededor, prosigue hasta ser la de un narcisista con la dignidad y el orgullo fatal y peligrosamente heridos. Si durante el primerísimo tramo del film Andrew hacia las veces de narrador desde una toma subjetiva, al adquirir sus sobrehumanos poderes se muestra ante la cámara, exhibiendo sus capacidades. Pero hay más, las peroratas de Andrew hacia la cámara, que no sólo describen una vida considerablemente miserable que por fin parece que empieza a mejorar gracias a la compañía de Steve y Matt sino que también adquieren el sentido narrativo de argumentar lo que aún está por venir en la película, crean un largo tramo de Chronicle en el que acción y descripción van prácticamente de la mano. Vista a través de Andrew y su temerosa desconfianza hacia la nueva vida que poco a poco parece ir tomando forma ante él, Chronicle se va construyendo ante los ojos del público como el diario de un desgraciado que tras un emotivo conato de esperanza, adquiere repentinamente un cariz muy siniestro por mediáticamente familiar. Después de un incidente en el que un cada vez más poderoso Andrew provoca un accidente de coche que por fortuna acaba en un susto que proyecta una premonitoria sombra sobre la bondad del joven, y tras lograr el anhelado aplauso de sus compañeros de instituto mediante una serie de imposibles números de magia que en realidad son fruto de sus poderes, Andrew vuelve a caer en desgracia cuando a punto de perder la virginidad envalentonado por su estrenada popularidad y el alcohol, se vomita encima espantando a la chica en el momento más álgido. Y a partir de ahí, y de forma algo precipitada dentro del reducido metraje de Chronicle, la renovada fe de Andrew en su hasta entonces precario futuro se hunde en una caída libre y sin red. Cada vez más fuera de sí, y tras la trágica muerte de Steve en medio de una tormenta mientras intenta consolar a un Andrew desolado y rencoroso[5], el joven se encara a uno de los matones de su instituto (Rudi Malcolm) y le arranca tres dientes sin ponerle un dedo encima. Justo después de esta impactante escena, que combina una gélida catarsis con una muy desagradable ponzoña gracias a la fría distancia con la que Trank la recoge en sus desapasionadas imágenes, el realizador de Chronicle ofrece un escalofriante plano en el que Andrew muestra los molares del matón con una frialdad que los asemeja a trofeos de caza, comentando despreocupadamente los pensamientos que combinados con sus poderes han logrado extraer uno de los dientes limpiamente, mientras que los otros dos han quedado reducidos a fragmentos al partirse durante el proceso. Poco después, y dentro de un encuadre premeditadamente amplio que muestra un coche abandonado situado detrás de un Andrew que mira fijamente a cámara, el ojeroso adolescente reflexiona sobre los, en su opinión, posibles vínculos que unen evolucionismo y falta de sentido de culpabilidad humana cuando se trata de dar muerte a seres considerados inferiores tales las arañas o los insectos, que han sido vencidos por una raza animal superior. Tras esta reflexión, que deja en el aire la inquietante cuestión de su supuesta superioridad como ventana desde la que contemplar y provocar el dolor ajeno sin culpa, Andrew cierra la mano en un puño mientras el automóvil tras él se contrae sobre sí mismo hasta quedar destrozado. Este instante, que muestra conscientemente por parte de Andrew un grado de poder de forma amenazadoramente exhibicionista, combinado con la salvaje extracción dental recién mencionada, aproximan Chronicle a un referente audiovisual no por pernicioso menos desgraciadamente reconocible como muy similar al de las filmaciones llevadas a cabo por los jóvenes asesinos que, cada cierto tiempo y bajo nombres siempre distintos, irrumpen en sus institutos o lugares públicos armados hasta los dientes, provocando una matanza que ocupa rápidamente los telediarios antes de regresar al olvido mediático[6].
Y es en este momento cuando la estrategia de Trank se hace cristalina: si bien el argumento y posterior desarrollo de Chronicle mezcla talentosamente motivos recurrentes de lo superheroico y la comedia estudiantil por y para adolescentes con un algo más dramático  retrato sobre la amistad, la marginalidad social en una época de la vida (y una determinada sociedad y cultura como es la norteamericana) en la que la aceptación por parte de los demás es, cuanto menos, importante, el formato visual de la película de Trank los aglutina en una sola estética equiparable, en tono y textura al usado por muchos jóvenes asesinos en sus amenazas grabadas poco antes de cumplirlas. Aunque, y pese a que el perfil psicológico y el soberbio tono de Andrew en estas escenas resulte muy similar al de las perniciosas figuras recién mencionadas,  Chronicle humaniza la historia que late bajo sus imágenes hasta el punto de perturbar los modelos de los que el film de Trank parece beber. De este modo, y sin ningunear la locura homicida que poco a poco va filtrándose en el retrato que Chronicle hace de Andrew a través de sus propias grabaciones, la violentísima actitud del adolescente deviene entendible, que no justificable, y no tanto una incomprensible explosión de psicopatía como el violento aterrizaje de una caída que lleva un largo tiempo teniendo lugar. Así, y desde un punto de vista narrativo, lo perturbador de Chronicle no reside tanto en su violencia, sino en la asunción de la visión del furioso Andrew como punto de vista desde el que se contempla toda la película hasta despertar una incómoda y pegajosa compasión hacia un personaje tristemente temible.

De este modo y de forma harto coherente, del estricto subjetivismo inicial en el que la toma de cámara pertenecía al punto de vista del castigado adolescente, se pasa a uno más distante, frío, y sobretodo descaradamente narcisista, que justifica tanto la superioridad auto imbuida por el poderosísimo joven gracias a una serie de habilidades que no deja de exhibir ante el público, como su condición de protagonista absoluto de Chronicle y humaniza a un personaje con el que empatizar resulta tan incómodo como necesario para que Trank pueda completar su propuesta moral. Una subjetividad que se diluye rápidamente en el último tramo del film, indudablemente el más espectacular de Chronicle pero también el más descolgado, que se beneficia de un ritmo trepidante sembrado de imágenes tan potentes como la de un Andrew flotando entre los rascacielos de Seattle como un muñeco roto, completamente ido tras haber intentado asesinar a su padre, o la que muestra al mismo joven lanzando un autobús contra un Matthew incapaz de convencer a su amigo para que recupere la cordura, que logran hacer pasar por alto la traición que supone respecto al género digamos testimonial al que pertenece el más largo e interesante tramo de la película. Aprovechando la brecha abierta por los pocos momentos de Chronicle que hasta entonces habían roto el punto de vista de Andrew o su cámara mostrando un segundo punto de vista alternativo al del protagonista, el film de Trank coge impulso y  hace estallar la impresión de relato subjetivo que se había labrado hasta ese instante. Las incontables imágenes de cámaras de seguridad, policiales, domésticas, o de teléfonos móviles rompen la unidad de la película no sólo por la repentina aparición de numerosos puntos de vista ajenos a un Andrew que sin embargo los hace orbitar a su alrededor, sino que además implica la existencia de un montador, o un organizador de una serie de imágenes con los más variopintos orígenes. La impresión de estar ante un documento personal bajo la forma de una serie de confesiones sin adulterar desaparece, y en su lugar Chronicle plantea un estilizado  collage formal que no molesta por su vigorizante sentido del espectáculo, pero que a un nivel dramático, sale comparativamente perdiendo.
En estos últimos minutos, en los que la violencia se desata y las fuerzas de Matt y Andrew se enconan en un conflicto definitivo que pone en jaque a toda la ciudad, la ampliación de puntos de vista que conforman el cuerpo del film de Trank se extiende a todo dispositivo móvil o cámara desde la que pueda recogerse la brillante orgía de destrucción puesta en imágenes por el realizador. Y probablemente por ello, y una vez la mirada de Andrew ha perdido su centralidad en la película ante el surgimiento de incontables y nuevos puntos de vista, Chronicle se asemeja a una (estupenda) película de acción que logra encajar cada plano más o menos necesario para el buen entendimiento de la batalla campal entre los dos adolescentes gracias a la omnipresente disponibilidad de una serie de dispositivos de grabación cuya agradecida presencia y encuadre resultan, cuanto menos, increíbles en su precisión y grado de cobertura. En estos instantes, parecería que Trank fuerza la apuesta y se ve obligado a plantear el espectáculo que hasta ese momento latía sepultado bajo una pátina de cotidianeidad como un peaje inevitable, pero pese a resultar tan catártico y trepidante que compensa una serie de escenas que rompen con la austeridad formal que hace de Chronicle la particular película que es, no es hasta alcanzar el calmado epílogo de la película en el que las turbulentas aguas del film vuelven a su cauce. Es entonces, en una corta escena que tiene lugar en el Tíbet, cuando Chronicle adquiere una estructura prácticamente circular, no tanto para sus personajes como para el público del film, que asiste al cierre de una tesis y una forma fílmica de plasmarla que recupera algunos de los elementos formales y tonales que parecían perdidos en un mar de explosiones e imposibles peleas. Mediante un Matt hablándole a un Andrew ausente, suplantado por su inseparable grabadora, Trank sitúa de nuevo al espectador en el lugar de la toma del plano culminando así una triste visión del mundo en la que se cuestiona la necesidad de ser salvado... sino es de aquellos que pretendan salvarlo. Dándole así la última vuelta de tuerca a la lúcida inversión moral que Chronicle supone para un género tan proclive al mesianismo como es el superheroico. El mismo que desde el otro lado del espectro, reza aquello de que a grandes poderes, grandes responsabilidades.

Título: Chronicle. Dirección: Josh Trank. Guión: Max Landis. Producción: John Davis y Adam Schroeder. Dirección de fotografía: Matthew Jensen. Montaje: Elliot Greenberg. Año: 2012.
Intérpretes: Dane DeHaann (Andrew Detmer), Axel Russell (Matt), Michael B. Jordan (Steve Montgomery), Ashley Hinshaw (Casey Letter), Michael Kelly (Richard Detmer), Bo Petersen (Karen Detmer).


[1]A partir de la escasa información disponible alrededor de Joshua Benjamin Trank, se sabe que el realizador de Chronicle nació el 19 de febrero de 1984 en la norteamericana Los Angeles, como hijo del oscarizado documentalista Richard Trank y abandonó sus estudios en la Escuela de Fotografía para dedicarse por entero a labores de edición y montaje. Durante esos años, Trank trabajó en proyectos como I Haven’t forgotten you: The Life & Legacy of Simon Wiesenthal, documental dirigido por su padre en el año 2007, así como su fuente de ingresos y aprendizaje más estable con la serie The Kill Point, en ese mismo año. Gracias a su buena labor como montador en la mentada teleserie, Trank escaló hasta la posición de director y guionista de algunos de los capítulos de esta The Kill Point, que no alcanzó una segunda temporada en pantalla. Fue entonces, tras la cancelación de la serie, cuando Trank empezó a escribir un guión alrededor de un grupo de jóvenes cuyas vidas daban un vuelco debido a un acontecimiento inesperado y sorprendente. Sin mucho más en mente, la idea terminó de cristalizar cuando se reencontró con Max Landis, antiguo compañero de instituto, a través de las redes sociales, al que le expuso la idea obteniendo como respuesta que en un par de semanas el propio Landis tendría un guión listo para ser filmado. Y dicho y hecho, poco después de llevar a cabo el montaje de la película del año 2009 Big Fan en la que según parece también trabajó como director de segunda unidad, Trank se puso manos a la obra con la producción y posterior rodaje de Chronicle. Gracias a esta película, y más allá del análisis hecho en esta entrada, la película fue un inesperado éxito de taquilla en parte gestado gracias a una inteligente campaña publicitaria a través de Internet y las redes sociales que la convirtieron en un espurio (como todos) hype que poco o nada tiene que ver con sus numerosos valores cinematográficos. Las ingentes cantidades de dinero recaudadas por Chronicle convirtieron al aún primerizo Trank en un valor en alza pese a sus veintiséis años de edad y a contar en su haber con tan solo una película dirigida que le ha abierto las puertas a proyectos como el reboot (o remake,  o reimaginación, o como demonios quieran llamarlo) de Los 4 fantásticos, y la mucho más golosa perspectiva de dirigir el que será para entonces octavo film de la saga de La guerra de las galaxias, previsto para el año 2018.

[2]Filósofo alemán del siglo XVIII y XIX, de grandísima influencia en numerosos filósofos europeos posteriores y uno de los mayores representantes del llamado pesimismo profundo, que sostenía que mediante una elaborada introspección era posible acceder a la verdad del Yo, identificado como Voluntad de Vivir. Algo que se manifiesta, a decir del filósofo, en todos los objetos del mundo y muy en  especial en los seres humanos por ser acreedores de deseo consciente del que deriva la más habitual acepción del término voluntad. Pese a todo, Schopenhauer aseguraba que toda vida implica sufrimiento, un dolor que puede mitigarse mediante el ascetismo como forma de negación del Yo, fuente de todo Mal. Los puentes tendidos por su filosofía con algunas culturas orientales como puedan ser la budista o la taoísta fueron cruciales para alcanzar esta última máxima, que obtienen curiosas y coherentes resonancias en esta Chronicle en la que el personaje de Andrew sueña con huir al Tíbet como bálsamo para su ánimo completándose por diferentes motivos como el personaje más próximo a la visión del mundo del filósofo.

[3]Resulta bastante curioso establecer comparaciones entre la visión del instituto que se propina en Chronicle de la mano del guionista Max Landis, y la que se desprendía de algunas de las más célebres películas de su progenitor, el director John Landis, cuya festiva Desmadre a la americana (comentada en este blog en el mes de marzo del año 2013) da una visión de la vida estudiantil en las antípodas de la mostrada en el film que nos ocupa, tanto por su tono como por las situaciones que plantea. La idea del guión, que como se explica en una nota al pie algo más arriba llegó a las manos de Landis a través de su renovado contacto con el realizador de Chronicle gracias a las redes sociales, era inicialmente la de una serie de secuencias que, a modo de pequeños videos caseros como los que pueden verse en Internet, seguían las andanzas de un grupo de jóvenes dotados de telequinesia, algo que Landis, tras largas charlas con Trank, utilizó como inspiración para una historia dotada de introducción, nudo y desenlace.

[4]Un género, el conocido como found-footage (literalmente metraje encontrado), en el que Chronicle podría integrarse sin demasiados problemas al menos durante gran parte de su metraje, y que dio sus primeros y más populares pasos con la ya mítica, polémica, y tremendamente irregular El proyecto de la bruja de Blair, dirigida por Eduardo Sánchez y Daniel Myrick en 1999, para prolongarse en una serie de películas, mayoritariamente de terror y fantástico en ocasiones muy superiores a ésta. A pesar de todo, El proyecto de la bruja de Blair supuso, más allá de la popularización del falso documental como redescubierta forma fílmica para parte del público, una de las primeras muestras de una espectacular y por entonces novedosa campaña de marketing por su uso de las redes sociales e Internet para en el fondo motivar una promoción de base tan vieja como el cine: hacer correr el morboso bulo de que todo lo visto en la película era real y había sido encontrado en los bosques de la localidad de Blair poco después de la desaparición de los tres estudiantes que la protagonizan. Aún y así, y tras El proyecto de la bruja de Blair, comenzó el goteo  de películas cuyas estrategia formales y promocionales bebían claramente de la de Sánchez y Myrick: desde la justamente célebre [Rec] dirigida por Jaume Balagueró y Paco Plaza, su bastante inferior secuela dirigida en solitario por el primero, y los veinte minutos iniciales de la tercera entrega de una saga que pronto contará con cuatro películas en su haber dirigida exclusivamente por Plaza, contaban con el manido uso de la grabación casera (y por supuesto falsa), y algunos peregrinos apuntes alrededor de la nueva cultura de la imagen resumida en la contundente máxima del primer film, que rezaba “Grábalo todo. Por tu puta madre”. Nuevas disgresiones al respecto llegaron con la excelente y carísima Monstruoso, una maravillosa muestra de cine-espectáculo que se las apañaba sorprendentemente para actualizar el género de monstruos gigantes (o kaiju-eiga, con los japoneses Godzilla y compañía a la cabeza) mediante un apabullante despliegue de efectos especiales y un incansable ritmo que jamás desfallece pero que, una vez más, era incapaz de justificar satisfactoriamente la abnegada labor de unos protagonistas tanto o más preocupados por filmar todo lo que ocurre a su alrededor que por su precaria  seguridad. La curiosa Troll Hunter, que en el año 2010 pasó sin pena ni gloria por las carteleras pese a su simpatía y buenos momentos, supuso un nuevo paso hacia ninguna parte por parte de un género, el del found-footage, que parecía estancado hasta la llegada de Chronicle, que si bien probablemente no es la mejor de las películas ennumeradas someramente en esta nota al pie, sí es sin duda la más coherente y quizás la única capaz de justificar dramáticamente su naturaleza de testimonio grabado. Aunque, pese a todo, no son tanto los filmes estrenados a partir del baratísimo taquillazo que supuso El proyecto de la bruja de Blair la única herencia recibida por Trank en Chronicle. A todo lo anterior habría que sumar la inestimable asimilación al cine de imagen real  de la retórica visual propia del anime, o cine de animación japonés, con la adaptación del manga Akira a la cabeza, del cual Trank parece haber sacado la inspiración para algunas situaciones, soluciones formales, y muy especialmente para el personaje de Andrew, definido en su día por el realizador como su “Tetsuo particular”.

[5]No faltó quien quiso ver en Chronicle, y muy especialmente en la secuencia en la que Steve cae víctima de un relámpago lanzado por uno de sus dos mejores amigos, un velado comentario político alrededor de el clima imperante en los EEUU del momento. Steve, afroamericano y popularísimo en su clase del instituto en la que se postula como delegado repartiendo sonrisas y simpatías a diestro y siniestro, fue contemplado por algunos como una personificación del Presidente norteamericano Barack Obama, cuyas impolutas y carismáticas maneras ya empezaban a mostrar síntomas de fatiga revelando una figura presidencial no tan dotada para resolver los problemas como mediáticamente se le presuponía. Así,  la muerte de Steve representaría el fin de la ilusión obamista y la asunción de una visión de Norteamérica malherida y rencorosa (o, si nos ponemos rebuscados y maniqueos, Andrew vendría a representar la reprimida América Republicana, y Steve la más vivaz Demócrata) que asesina el optimismo que aupó a la Casa Blanca al actual líder de los EEUU, revelando la peor cara de un país que como Andrew está dotado de un omnipotente poderío casi imposible de dosificar ante las amenazas, pequeñas o grandes, que puedan retarle… Aunque pese a su posible validez, esta dudosa lectura algo traída por los pelos y que deja de lado el personaje de un Matt que ni pincha ni corta en la ecuación política, no es capaz de sostener por sí sola una película que no necesita de muletillas de este calibre para validarse.

[6]Una lista que ya resulta demasiado larga desde el momento en que comienza, pero que con el aterrizaje de las cámaras domésticas adopta un poso exhibicionista al que los medios de comunicación, oficiales y regulados, no dejan de dar una incomprensible cancha. Los videos grabados a modo de amenazante prolegómeno a las matanzas, hechos con una amenazante tono y un exhibicionismo que sólo busca causar temor por parte de algunos de jóvenes, parecen perfectos modelos comparativos tanto para Andrew como para su diario filmado. Además, su combinación con las numerosas imágenes de video de fuentes policiales o de seguridad que aparecen en la película, aproximan la textura formal de Chronicle a la de la reconstrucción de los hechos propia de un noticiero, y por supuesto también del sensacionalismo formal que en muchas ocasiones rodea estos acontecimientos y que es inteligentemente integrado por Trank en su ficción.

martes, 12 de agosto de 2014

EL FANTASMA DEL PARAÍSO



Se ha dicho en infinidad de ocasiones que el Rock n’Roll es el sonido del Diablo. Ya sea en boca de temerosos ultraconservadores o astutos publicistas, la historia de este  género musical sobrevive a través de leyendas e historias en las que pobres almas pertenecientes al mundo musical cruzan sus pasos con los de un Satán de excelente oído  y buen olfato para los negocios. El guitarrista Robert Johnson pactó el vuelco cualitativo de su carrera con el Maligno en el cruce de la autopista 61 con la 44 en Clarksdale, en Mississippi, dando carta de presentación al Blues. Elvis Presley o un Chuck Berry en permanente estado de éxtasis, que debía asemejarlo a un diabólico  poseso a ojos de sus más cavernosos críticos, se echaron a la espalda las numerosas críticas lanzadas desde los más recatados círculos que los señalaban como enviados del inframundo con el objetivo de mancillar la moral de los más jóvenes mostrándoles a impúdicos golpes de cadera un nuevo universo de placeres deliciosamente culpables. Y no fueron los únicos de una lista que engorda, trivializándose, con el tiempo: desde sus Satánicas Majestades, o Rolling Stones, como se les conoce bajo sus nombres de civiles, que parecen haber pactado la eterna juventud para su líder vocal Mick Jagger, la imagen prefabricadamente oscura y provocativa de Alice Cooper o el peaje satanista en lo superficial de al menos una parte del género Hard-rock, certifican la buena disposición hacia el pacto firmado con sangre por una serie de conjuntos musicales tan míticos como su diabólicas y rentables tretas para llegar hasta lo más alto. Pero poco se sabe del todopoderoso Swan. Sin pasado personal pero legendario en lo profesional, escribió y produjo su primer disco de oro a los catorce años de edad. Y no fue el único, durante los años que siguieron a este primer éxito, llovieron los premios y los discos dorados hasta el punto en que el afamado Rey Midas de la industria discográfica se vio en la tesitura de depositarlo en Fort Knox. Swan llevó el Blues a Gran Bretaña. Y Liverpool a América, mientras unía el folk al rock. Su conjunto, los Juicy Fruits, dio vida los nostálgicos ritmos de los setenta, antes de buscar un nuevo sonido más allá de las esferas musicales para inaugurar su Xanadú particular. Su Disneylandia. El Paraíso, el último palacio del Rock. El fantasma del Paraíso es la historia de la búsqueda de ese sonido, del hombre que lo creó, de la chica que lo cantó y del monstruo que se lo robó. Bajo estos épicos parámetros, y con un pie puesto en la loa a la pequeña pero poderosísima figura de Swan (un excelente y multifacético Paul Williams) y el otro firmemente asentado sobre algunos de los lugares comunes propios del romanticismo pop, se despliega esta película, escrita y dirigida por el siempre juguetón pero aquí inusitadamente divertido Brian De Palma[1], que abre los ojos del espectador a un mundo dividido entre semidioses terrenales que se vanaglorian de su espurio poder desde un escenario y detrás de un micrófono, y aquellos pobres parias que extasiados los contemplan soñando despiertos en ser como sus ídolos mientras estos dan voz a los anhelos más secretos de su público.

Un plastificado y más que rentable mecanismo que se retroalimenta creando un privilegiado pedestal capaz de trascender el más estúpido de los romances de verano, profundos desamores pasajeros, autosatisfecha incomprensión y esperanzas frustradas,  que tan pronto otorga el preciado protagonismo bajo la luz de los focos para luego arrebatarlo en un abrir y cerrar de ojos, sumiendo en la más solitaria oscuridad a aquellos que escasos momentos antes brillaban ante el mundo. Focos y letras creados por y a mayor gloria de Swan, aparente hombre orquestra sin otro talento que el del buen olfato para los negocios y el despotismo, fruto del enorme poder acumulado durante los años mediante su sello discográfico Muerte, y que en El fantasma del Paraíso se imbuye de unas características que más allá de su legendaria fama resumida algo más arriba, y de los tumbos mefistofélicos del desarrollo argumental del film de De Palma que se desgranarán más abajo, lo convierten en algo más que una estrella: hacen de él un todopoderoso demiurgo. Probablemente por eso, la primera vez que su presencia se hace notar en el film de De Palma no es mediante una aparición física dentro del plano, sino solapándose con la mirada del público en una cámara subjetiva que marca decisivamente el tono y hasta cierto punto el fondo de una película tremendamente heterogénea que funciona a dos niveles complementarios, uno estructural y el otro puramente narrativo, funcionando siempre en paralelo, sin que uno eche a perder los logros del otro y, mejor aún, sin restarle ligereza a un conjunto en el fondo tan complejo como fácilmente disfrutable. El fantasma del Paraíso da comienzo con una mirada, la de Swan, que pronto y coherentemente se revela hecha del mismo fango con el que se modela la  historia del desgraciado Winslow Leach (William Finley), enfermizo co-protagonista de el film de De Palma cuya trágica historia vertebra la trama de una película que aglutina numerosas influencias tanto argumentales como estilísticas de difícil ensamblaje. Así, el joven compositor ve como su elaborada obra, una cantata que adapta el mito de Fausto a los nuevos tiempos de la década de los setenta, es primero alabada por su admirado Swan, luego arrebatada con buenos modales por un violento esbirro de este (George Memmoli), y finalmente convertida en un nuevo producto: una Ópera-rock firmada por el todopoderoso ingeniero musical con la que pretende inaugurar su palaciego Paraíso. Pero Winslow se revuelve como una mosca en una tela de araña y, tras enamorarse de la guapa Phoenix (Jessica Harper) al conocerla durante una de las audiciones/orgías organizadas por Swan para encontrar a las coristas perfectas para su Fausto, reclama lo que es suyo recibiendo a cambio un varapalo policial (propinado por los actores Walter Foster y Peter Harrell) y su consiguiente encierro en la prisión de Sing-Sing por tenencia ilegal de drogas depositadas en su mochila por los corruptos agentes de la ley. Allí, y como parte de un programa sardónicamente voluntario subvencionado por el propio Swan destinado a promover la más radical de las posibles higienes bucales, le son extirpados todos los dientes, dejando a su antiguo propietario en un estado próximo a la muda catatonía. Pero tras este gratuito y desmadrado via crucis, resumidísimo en el film de De Palma con una envidiable capacidad de síntesis y un continuo baile de cortinillas en el montaje, un enloquecido Winslow huye y busca a Swan en la sede de su sello discográfico Muerte, donde es  brutalmente deformado al caer accidentalmente en una prensa de vinilos que le provoca serias quemaduras que abrasan su laringe y convierten la mitad de su rostro en una espantosa mueca que hace huir a todo aquel que le pone los ojos encima. Convertido en un dolorido monstruo que lejos de ceder ante la adversidad se reafirma en sus vengativas intenciones hacia Swan, Winslow se oculta en las profundidades del Paraíso con la finalidad de boicotear el flamante estreno del productor musical, que ante la creciente amenaza que supone el ofendido compositor de su inminente Fausto, intenta aplacar su ira mediante una oferta que será incapaz de rechazar… y que firmará con sangre.

Como puede verse, El fantasma del Paraíso no es sólo un film cuyo fondo aglutina en su seno la fácilmente inestable combinación de humor negro, horror, romance y una pátina satírica alrededor de los turbulentos tejemanejes de la industria del espectáculo sino que, en una pirueta aún más arriesgada, maneja con alegre desparpajo géneros cinematográficos tan dispares como pueden su aparente acepción al cine musical, sacado a colación en los cuantiosos y excelentes temas que trufan el metraje del film como pequeñas islas que no desestabilizan el conjunto de El fantasma del Paraíso al tener  lugar sobre un escenario, numerosas convenciones del cine de terror clásico y moderno[2], y un continuo rumor de comedia bufa que no obvia ni el humor grotesco ni recursos formales como imágenes aceleradas o contundentes elipsis hechas mediante las mencionadas cortinillas generadoras de divertidos contrastes tonales tan meritorios  como no siempre del todo conseguidos. Afortunadamente, esta volátil condición de pastiche formal y/o genérico de El fantasma del Paraíso, encuentra su nada fácil equilibrio en la mefistofélica figura de Swan, cuya mirada infecta la lógica del film de De Palma de otra muy próxima en motivos argumentales y personajes a la de la música, con su letra y melodía, de la banda sonora de El fantasma del Paraíso. Una estrategia repetida en muchos de los momentos de la película, que plantea que la mayoría de elementos de la trama argumental encuentren su eco en la propia estructura del film, en la naturaleza de la película como construcción. De este modo, el mito de Fausto, más allá de ser una de las muchas citas culteranas del film[3], sirve primero a Winslow y Swan como inspiración para llevar a cabo respectivamente la cantata y Ópera-rock definitivas, y es igualmente utilizado por De Palma como molde  argumental de El fantasma del Paraíso. Pero,  como se dice algo más arriba, no es el único elemento que encuentra su lugar en la construcción del film: de hecho no hay prácticamente una sola de todas las magníficas canciones entonadas en la película que no retrate a través de sus letras el mundo en el que tiene lugar el film de De Palma, o augure el porvenir de algunos de sus personajes. Todo en El fantasma del Paraíso supone un doble juego, el que tiene lugar dentro de la ficción, real para los personajes que la habitan, y su eco, que alcanza a la propia construcción de una película plagada de espejos físicos y metafóricos que evidencian algunos de los mecanismos dramáticos y narrativos que la sustentan, sin que ello merme un ápice la agilidad de la película de De Palma, hasta formar parte indivisible del fatalismo que atrapa a sus personajes.

Ya desde el inicio, y como se apuntaba algo más arriba, la figura de Swan se establece como una posible transmutación dentro de la ficción de la mirada del público y al mismo tiempo e inicialmente de forma indivisible, del director: El fantasma del Paraíso abre sus puertas con un número musical de letra arquetípica llevado a cabo por el grupo estrella del productor, los Juicy Fruits (formado por Archie Hahn, Jeffrey Commanor y Peter Elbling), inmediatamente después de la loa que contextualiza la legendaria figura de Swan (narrada por el mítico Rod Serling[4]) en una película que de este modo se plantea a sí misma como tal, como narración de épica y trágicos términos comparables en su tono a algunas de las canciones que se escucharán en la película. Pero al finalizar el algo burlesco número de la banda musical subvencionada por Swan, éste se revela no como un concierto, sino como un ensayo llevado a cabo bajo la atenta mirada de despótico empresario musical que lo contempla y gobierna todo desde fuera de un plano situado a la altura de sus ojos. Esta estrategia formal y narrativa basada en la subjetividad se repite más adelante con algunas variaciones: tras la catastrófica cadena de accidentes que convierten a Winslow en un monstruo profundamente resentido y furioso con el causante de todas sus desgracias, De Palma muestra su entrada en Paraíso mediante una nueva cámara subjetiva que además de describir levemente las interioridades del proceloso negocio musical gobernado por el diabólico Swan, también presenta una visión completamente diferente del mundo a la que se mostraba antes bajo la mirada, mostrada en cámara subjetiva, del productor. Si aquella se situaba en las alturas y suponía el inicio de un primer tramo del film en el que Swan era objeto de adoración, ésta tiene lugar entre las mucho más desagradecidas bambalinas, las cloacas del espectáculo en el que alguien tan inocente como Winslow Leach no tiene cabida pese a lo imprescindible que resulta por sus capacidades creativas. Pero más allá de la relación establecida entre ambos hombres a partir de dichos planos, tanto en sus similitudes en lo que a provocar un impulso de identificación con el público como en sus diferencias, tantas como las existentes entre los dos momentos de la película en la que están situados, ambos planos revelan la existencia de dos puntos de vista sobre los que se sustenta una película en la que la trágica, o artística, seriedad de su fondo, representada por el maltratado Winslow, se enfrenta desigualmente con la prefabricada, lujosa, y rematadamente frívola en su consciente control de los resortes dramáticos de la película, propia de Swan. Igualmente, la brutal deformidad de Winslow se nos oculta gracias a esta toma subjetiva, cuya duración alcanza hasta que encuentra el casco con el que se protegerá de las repelidas miradas de aquellos con los que se cruce dándole además un aire casi superheroico, quizás porque tal y como le ocurre a Swan, en el mundo de El fantasma del Paraíso no hay lugar para la fealdad sino es bajo una sinuosa estilización, ni tampoco para el dolor sino es como espectáculo dramático. Así la existencia del compositor se ve relegada a la de un ser perseguido y monstruoso, en una gozosa inversión del maniqueísmo moral que identifica bondad con belleza y juventud y que en el film de De Palma se plasma en un Orden en el que lo frívolo, personificado en un Swan eternamente joven, consciente y creador de dicho maniqueismo, ha ganado la partida. Porque El fantasma del paraíso se sostiene por encima de todo como un maravilloso espectáculo, dotado de un ritmo endiablado y casi musical, y un melodramático sentido del romanticismo que encuentra su afortunada red de seguridad en un envoltorio visual que como se decía algo más arriba traspasa la superficie de las imágenes de la película hasta convertirse en un elemento dramático más, sino el mayor de todos ellos, de la película. 

El fastuoso universo puesto por De Palma ante el público, supone una realidad irrefutable: el mundo pertenece a Swan y sólo puede disfrutarse, y de hecho y gracias a De Palma se disfruta mucho, desde su cínica óptica. Pero para poder completar la tragedia que toda epopeya rock (con el Fausto  de Winslow y más tarde de Swan a la cabeza) necesita, la figura del Fantasma resulta imprescindible, así como la ridiculización de muchos de los elementos del mundillo musical, igualmente necesarios como contrapunto a la pureza artística de Winslow. El hilarante personaje de Beef (un divertidísimo Gerrit Graham) supone la cúspide de la acidez que se desprende de la película en su crematística visión de la música entendida como negocio: de aires salvajes absolutamente ridículos, la muerte del cantante llamado a crear tendencia bajo el ala de Swan es probablemente por ello plasmada como un acto de absurda justicia poética. Un espectáculo que culmina con un asesinato vitoreado por los descerebrados espectadores del concierto y que enfrenta a un Winslow resurgido (creado) de sus cenizas con un aspecto modernamente steampunk gracias a Swann, con su paródica Némesis: un Beef que imita los andares del Monstruo de Frankenstein cinematográfico inmortalizado por Boris Karloff tras un número musical en el que los miembros de Juicy Fruits fingen recomponerlo con pedazos de otros cuerpos. Más allá del posible enfrentamiento entre la tradición parodiada (con un Beef imitando al Monstruo de Frankenstein en un decorado que remite al expresionismo y al caligarismo cinematográfico del cine de horror de los inicios del cine que es destruido por una visión moderna de lo monstruoso), esta secuencia contrapone la melodramática tragedia personal de Winslow con una bufonesca visión del mundo del espectáculo que es pura superficialidad pero que se necesitan la una a la otra para existir. Dos planos hacen confluir ambas visiones, la  que vertebra la alegremente amoral existencia del literalmente desalmado Swan por un lado, y la que contempla la abnegada y trabajadora vida de un esclavizado Winslow reducido a un mero aunque muy destructivo y rebelde peón de los designios del endiosado productor por el otro: el primero de ellos tiene lugar en una de las múltiples y maravillosas set-pieces sembradas por De Palma por todo el metraje de El fantasma del Paraíso, y que aquí muestra a Swan vagando por su mansión inmediatamente después del primer atentado de Winslow, convertido ya en el Fantasma, que ha acabado con la vida de uno de los irritantes miembros de los Juicy Fruits. La cámara sigue sus pasos por un laberinto de espejos que le devuelven al narcisista productor la eternamente joven imagen que ha pagado con su alma, y se detiene cuando éste abre uno de sus reflejos, que oculta una sala de proyecciones en su interior, mostrando al cerrarse tras él la figura reflejada del Fantasma vigilando a Swan desde un imposible punto de vista subjetivo. Un plano que vincula a los dos, identificando a compositor y productor como dos caras de una misma moneda, o dos visiones del mundo que se retroalimentan en una sola, refutada algo más adelante cuando ambos asistan en colaboración al casting para elegir a la cantante que pondrá voz a lo compuesto por Winslow en la inauguración de la mansión construida por Swan. En esta secuencia, que parece planteada a mayor gloria de la actriz Jessica Harper que se hará finalmente con el privilegio de cantar en el número mayor del acto, De Palma introduce una toma ambiguamente subjetiva. Una extraña toma en la que la joven canta al público, mirándolo directamente con ánimo de seducirlo, y que difícilmente podría considerarse como subjetiva en el sentido ortodoxo desde el momento en que no hay ningún personaje en el lugar desde donde se toma el plano… A menos que se considere este intento de seducción, completamente desacomplejado por descarado, como un intento de meterse al público del film en el bolsillo, igualándolo en su fascinación por la chica con unos Winslow y Swan prendados de la voz de la muchacha. Así, el plano deja de ser estrictamente subjetivo en lo físico para funcionar en un terreno de identificación, a partir de un recurso propio del subjetivismo, emocional vinculado con el los dos hombres que se deleitan con la voz de la chica desde las alturas, en un instante extrañamente sensual dentro de una película marcada por una cierta frialdad fruto de su  nada complaciente retrato de un conjunto de personajes que oscilan entre lo manipulador y lo obsesivo, pero que dentro del film funcionan, al igual que sus respectivas formas de entender el mundo, de forma complementaria.

Swan es un despota seductor, un Dios hedonista que se ha adueñado del mundo y su forma de entenderlo hasta el utilitarismo más brutal capaz de infectar hasta las almas más cándidas como la de una Phoenix que se emborracha de los oropeles del mundo del espectáculo sin oponer excesiva resistencia, y la patética figura de Winslow despierta más compasión que simpatía, sentimiento que sólo logra despertar en el espectador de El fantasma del Paraíso cuando logra saciar su venganza contra un mundo marcado por la más rematada y autosatisfecha estupidez mientras que durante el resto del metraje se comporta como un obsesivo narcisista que sólo se preocupa de su obra sin prestar la más mínima atención al mundo que lo rodea. Quizás debido a esta frialdad, que acaricia un cierto grado de crueldad cuando se trata de reflejar cómicamente las incontables perrerías a las que se somete a Winslow -los planos que lo muestran malherido tras el accidente con la prensa de vinilos son escalofriantes- o en las muertes de los músicos que caen bajo la rencorosa furia del Fantasma –tratados pese a todo con un mayor sentido del humor- El fantasma del Paraíso puede resultar una película estimulante y bella en lo visual, pero algo coja en lo que a tensión se refiere en las escenas en las que el enmascarado atenta contra el legado musical de Swan. En algunas de ellas, aunque todas estén perfectamente ejecutadas, De Palma utiliza su querido recurso formal de la pantalla partida, mediante el cual es capaz de seguir las bufonescas actividades terroristas del Fantasma mientras muestra a las inconscientes víctimas de los inminentes atentados ajenos a la que se les viene encima. Pero lejos de crear tensión, y en gran parte debido al mentado desapego que generan unos personajes interesantes pero arquetípicos y escasamente simpáticos, El fantasma del Paraíso juega estos instantes de forma más descriptiva que emocional. Es en el primero de los ataques del Fantasma, con el que revela su existencia tanto a Swan como a un desde ese momento permanentemente amenazado mundillo musical, donde este ánimo descriptivo se hace más evidente: al mismos tiempo que se muestra la cuenta atrás anunciada por un plano que muestra unos cartoonescos cartuchos de dinamita adosados a un reloj de aguja siendo introducidos en un coche que es parte del decorado del enésimo ensayo del Fausto cantado por los Juicy Fruits, De Palma se regodea en retratar en la otra mitad de la pantalla a la atontolinada troupe musical que está a punto de saltar por los aires bajo la atenta mirada de Swan. Pero curiosamente, y una vez el falso automóvil es pasto de las llamas y un par de cadáveres siembran el escenario, ni De Palma ni Swan parecen mínimamente interesados en las víctimas, sino que observan el agitado telón tras el que el Fantasma ha huido regodeándose en su sanguinaria victoria, pudiendo el espectador de El fantasma del Paraíso contemplar en un mismo plano, y gracias a la pantalla partida que ha mostrado tanto el punto de vista del Fantasma como el de Swan, simultáneamente durante toda la secuencia, la extrema frialdad del empresario para con sus trabajadores… equiparable a la sequedad criminal del Fantasma.

Relacionados constantemente desde el apartado visual del film, el retrato de los dos hombres, hecho siempre desde dos perspectivas muy diferentes entre lo que a grado de poder se refiere pero que se necesitan la una a la otra para poder existir, establece algunas similitudes entre Swan y Winslow que desembocan en una relación de dependencia creativa que los asemeja aún más en su obsesión por llevar a cabo su Obra Magna pese a quien pese. Así, si De Palma muestra casi simultáneamente  y mediante montajes en paralelo la rutina creativa del Fantasma, con secuencias en las que los fundidos y los juegos de imágenes se conjugan en una artificiosa pero muy lograda musicalidad visual que muestra ensoñadoramente los anhelos de Winslow, intercalándose con las de Swan, mostrado en una no menos hábil secuencia, coherentemente más física dado el poder de un hombre capaz de hacer reales todos sus deseos, que muestra a diferentes conjuntos musicales, todos y cada uno de ellos representantes de un variable musical distinta, apareciendo de entre las sombras a golpe de capricho del productor. Aunque pronto aparecen las más que notables diferencias mediante un nexo de unión entre ambos hombres perfectamente plasmado en imágenes y sonido por el realizador de El fantasma del Paraíso. Si desde el inicio del film y ya en el guión, Swan se plantea como diabólico demiurgo de El fantasma del Paraíso, película que tiene lugar en un mundo prácticamente construido por él y para su deleite personal, a partir de ahí todo es producto de su decisión, sensibilidad y algo kitsch sentido del espectáculo. Un arrebatador show regido por una serie de códigos dramáticos musicales que acaban sometiendo brutalmente a Winslow, convertido en un producto parte de la maquinaria de esta mentada escala de (anti)valores. Así, todos los elementos de la película remiten a la todopoderosa figura del productor, capaz de finiquitar o ensalzar una carrera con un chasquido de dedos que hace temblar todo el negocio musical del momento. Coherentemente, no hay prácticamente una sola secuencia en la película en la que Swan no sea sacado a colación, ya sea de nombre y a partir de los diálogos o mediante alguno de los muchos elementos del film como pueden ser la excelente iluminación de tonos maravillosamente horteras, o la no menos talentosa dirección artística de la película que hacen del casco con el que Winslow oculta su fealdad uno de forma aguileña tras el que pretende destruir a un hombre cuyo icono discográfico es el del cadáver de un canario. De este modo, el trágico personaje de Winslow no sólo es víctima del desprecio de Swan ante todos aquellos que se interpongan en su camino hacia el éxito una vez ha conseguido la ansiada partitura escrita por el futuro Fantasma del Paraíso, sino que después es adecuado para los fines del productor, un concepto condensado en una brillante escena del film en la que Swan reconstruye a un Winslow que previamente ha sido destruido por el productor, convirtiéndolo en una figura trágica capaz de elevar su obra, así como El fantasma del Paraíso, al nivel de torturado romanticismo deseable.

Mediante un conjunto de sintetizadores que sardónicamente convierten los metálicos gruñidos del Fantasma en una voz relativamente comprensible, Swan recupera el habla de Winslow para sus propios e innobles fines[5], y De Palma ratifica la condición de creación del Fantasma, como parte de un engranaje dramático irónicamente consciente de sí mismo y también garante de una tradición de la que El fantasma del Paraíso no deja de burlarse intermitentemente, siendo tanto una mofa como una perpetuación de determinados lugares comunes, a caballo entre el clasicismo y la modernidad personificada por De Palma. Así, y más allá de las mentadas tomas subjetivas, o de la proliferación de instantes en los que un personaje observa a o es observado por otro de los muchos que moran por los dominios de Swan que se diría que se extienden por todos los confines de la película, uno de los elementos más curiosos y también más definitorios de esa autoconciencia de la que hace gala el film de De Palma reside en las numerosísimas cámaras de seguridad que graban silenciosamente todo lo que ocurre en Paraíso y que pueden ser vistas por Swan cuando así lo desee. Bajo este punto de vista, la condición de El fantasma del Paraíso de película que podría construirse a partir de las grabaciones hechas desde las cámaras de seguridad de Paraíso tal y como se deduce de algunas secuencias cuyos planos se repiten más tarde, mostrándose de nuevo a ojos del público pero como parte de un visionado llevado a cabo por Swan, provocan una impresión de premeditación, de sabia utilización de los recursos dramáticos más elementales sobre los que se sustenta el film de De Palma, contemplados como tales no ya como cimientos cinematográficos, sino desde la propia ficción. Llevando un poco más lejos este razonamiento, no resulta extraño que una vez Winslow ve frustrado su suicidio debido al diabólico contrato ofrecido por Swan, en el que firmaba cediéndole sus servicios “por toda la eternidad”, e intenta asesinar a su arrendatario, éste se ría de él espetándole: “¡Yo también tengo un contrato!”. Diálogo que aunque pueda verse como un nuevo y sorprendente giro de guión que en manos de otro realizador menos dotado se habría desintegrado en su traslación a imagen y sonido, cuaja por su vigorosa puesta en escena, reforzada en su fatalismo al ser una conversación mantenida entre dos personajes conscientes de su lugar en una trama movida por un único motor: el espectáculo de base musical que jamás debe detenerse y del que nadie debe apearse sin antes haber cumplido su función. Justo antes de esa dramática revelación, proferida bajo una gótica tormenta que hace de los dos personajes de Winslow y Swan la variable pop de una pareja de seres malditos, De Palma arma una (de nuevo) magnífica set-piece en la que muestra al Fantasma asomándose por una claraboya desde la que espía a Phoenix y Swan retozando en una enorme cama, en un nuevo ejemplo del film en el que uno o varios personajes son observados por otro paralizado por la impotencia propia de su papel de espectador. Pero esta estrategia formal, que por supuesto alcanza a este lado de la pantalla al hacer de Winslow un trasunto del papel del espectador cinematográfico, se retuerce sobre sí misma hasta alcanzar una mayor altura al mostrar sobre el Fantasma una cámara de seguridad que es activada por Swan, para así poder ver en un televisor situado junto a su cama la espalda de Winslow encorvada sobre el enorme ventanal que protege a los dos amantes del agua de la lluvia que cae incesantemente y, un poco más allá, a él mismo tumbado en la cama junto a Phoenix. Pero, no conforme con eso De Palma riza el rizo y sitúa de nuevo el plano sobre el Fantasma, desde la cámara de seguridad controlada por Swan, permitiendo al público (y por ende a un Winslow convertido en un voyeur delatado por el productor), contemplar la espalda del enmascarado azote de Paraíso, a Swan y Phoenix en la cama, y en la pantalla situada frente a ellos la misma imagen de los tres repetida infinitamente. En esta retorcidísima secuencia alimentada por un malévolo Swan que, consciente del dolor que provoca en Winslow el ver a su amada Phoenix en sus manos, se regodea en sus caricias con la chica, De Palma hace algo más que señalar con el dedo a un espectador pillado con las manos en la masa y por tanto revelando lo prefabricado de la narración de la película, construida para el público como manipulación, también avanza el fatalismo de la película al espetar al Fantasma su condición de pieza, de personaje al servicio de una determinada intencionalidad dramática de idéntica importancia tanto para la operística visión del mundo de Swan, como para la película de De Palma infectada en todos sus aspectos del tono musical y el utilitarismo dramático del productor sin que lo teórico ponga palos en las ruedas al gran entretenimiento que siempre es El fantasma del Paraíso.

Bajo este punto de vista, no deja de ser harto coherente el que el sobrenatural contrato que une de por vida a productor y compositor, sólo se rompa cuando la película en la que se graba la firma del texto en el que Swan logra conservar su juventud por los siglos de los siglos a cambio de su alma, sea destruida, en una nueva asunción afortunadamente desprovista de visos pedantes y perfectamente integrada en la trama de El fantasma del Paraíso en la que los personajes viven o mueren como tales y dentro de una película, o una Obra filmada, que es todo el mundo que conocerán, gobernado por unas fuerzas que escapan a su control pero que no cesan de utilizarlos para componer la Ópera-Rock definitiva. Por todo lo comentado y a partir de esta distancia tonal, que repito forma parte indivisible de la narración de El fantasma del Paraíso, sin desviaciones teóricas de ningún tipo sino como elementos indisociables a la trama del film, De Palma se sitúa hábilmente entre dos aguas que acaban por confluir en un solo y trágico caudal al final de la película. Es entonces, en un apabullante y emotivo crescendo, cuando El fantasma del Paraíso se desata abrazando el exacerbado romanticismo que cierra con un broche de oro el melodrama que anhelaban tanto Swan como De Palma, aunque sea a costa del primero: con un terrorífico y mortal productor, que muestra su monstruosidad interior al público una vez la película que contiene su pacto con el diablo ha sido reducida a ceniza, la película abandona la divertida y distante frivolidad de la que había hecho gala hasta ese momento para mostrar un retrato del cinismo que revaloriza, y a conciencia, el torturado drama que late bajo El fantasma del Paraíso. Sobre un escenario sobre el que Swan pretende contraer matrimonio con Phoenix para después asesinarla como parte del espectáculo definitivo, el productor es primero apuñalado por un Winslow que al acabar con la vida de su contratista abre las heridas que se había provocado en su anterior intento de suicidio. Pero el Fantasma es  pronto relevado por la turba incontrolada de groupies de Swan que, creyéndolo parte del espectáculo, apuñalan a su vez al gurú musical, alzando en brazos su moribundo cuerpo a modo de grotesca celebración. Por otro lado, Winslow también pierde su máscara y agoniza reptando por el suelo buscando consuelo en una horrorizada Phoenix y seguido muy de cerca por un espectador del dantesco espectáculo que se arrastra junto al moribundo Fantasma imitando sus gestos y muecas de dolor antes de caer junto a la cantante, que lo abraza mientras a su alrededor el caos y la fiesta se desatan sobre los dos muertos que yacen en el escenario. Es la victoria final de Swan, que fallece víctima de un mundo creado por él mismo sobrevivido por su diabólica sensibilidad que lo ha convertido todo en un espectáculo en el que el asesinato o la tragedia de Winslow es vista como una parte indisociable del mismo, el número final de la monumental pirotecnia que es El fantasma del Paraíso. Un show en el que lo feo y lo grotesco deben desaparecer, y la vejez descarnada de Swann no tiene lugar, un universo que no ofrece otra alternativa que la de morir joven dejando un bonito cadáver o vender nuestra alma a un diabólico Rock n’Roll, según una mitología dramática, actualizada y perpetuada por Brian De Palma, que sólo desde el contagioso sentido de la juerga de El fantasma del Paraíso puede mostrar la magnitud, y la belleza, de la tragedia de Swan y Winslow Leach. 
Dentro y fuera, una vez más.

Título: The Phantom of the Paradise. Dirección y guión: Brian De Palma. Producción: Edward R. Pressman. Dirección de fotografía: Larry Pizer. Montaje: Paul Hirsch. Música: Paul Williams. Año: 1974.
Intérpretes: William Finley (Winslow Leach/Fantasma), Paul Williams (Swan), Jessica Harper (Phoenix), Gerrit Graham (Beef), George Memmoli (Philbin).



[1]Para los que deseen leer una somera biografía y filmografía del realizador y guionista de El fantasma del Paraíso, pueden hacerlo en una de las notas al pie de la entrada dedicada a su último film hasta la fecha: Passion, publicada en este blog en el mes de octubre del pasado año 2013.

[2]Más allá de los obvios paralelismos con algunos de los lugares comunes del cine de terror clásico de la Universal, con monstruosos personajes perseguidos y maltratados por aquellos que los rodean, existen algunas referencias directas a películas más concretas. La más obvia de ellas es la referencia directa en forma de divertido chiste a costa de Alfred Hitchcock, uno de los maestros del director de El fantasma del Paraíso bajo cuya sombra rodó gran parte de su carrera, y más concretamente sobre Psicosis. Prácticamente una parodia de la inolvidable escena del asesinato en la ducha del clásico de Hitchcock que por entonces sólo contaba con catorce años de antigüedad, pero con incontables seguidores dentro del mundo del cine, la escena en la que el Fantasma ataca al hilarante Beef, obligándole a dejar de cantar sus partituras en la ducha se beneficia del delirio visual que fortalece toda la película y de un sentido del humor tan desarmante que funciona a las mil maravillas. Más allá de este instante, la figura del voyeur tan querida y usada por Hitchcock en su cine se desparrama no sólo por toda la película, sino prácticamente por toda la carrera del realizador de El fantasma del Paraíso, considerado por muchos como el más hitchcockiano director de la Historia del Cine después del propio autor de Psicosis. Además, De Palma asegura haberse inspirado en una escena de la magistral Las zapatillas rojas (analizada en una entrada de este blog en el mes de marzo de 2014) para llevar a cabo la que describe el casting en el que Phoenix es elegida como corista del Fausto de Swan, bajo la adoradora mirada de Winslow. Más allá de la posible inspiración de determinadas escenas del clásico de Michael Powell y Emmerich Pressburger, Swan no deja de ser una prolongación festiva de la amarga figura de Julian Craster, demiurgo a su vez de Las zapatillas rojas, y la arrebatadora estética de aquella película muy probablemente fue una fuente de de inspiración más para el pletórico colorismo de El fantasma del Paraíso.

[3]A nadie se le escapa que, tanto en algunos aspectos visuales como sobretodo en los argumentales, El fantasma del Paraíso toma una parte importante de su argumento y estructura del clásico literario de Gaston Leroux El fantasma de la Ópera, aunque adaptándose a los nuevos tiempos e incorporando un par de influencias argumentales más, como la del monstruo de Frankenstein que acaba siendo un Winslow reconstruído por Swan, que curiosamente sientan como anillo al dedo a determinados parámetros de la cultura del pop-rock: el mentado y constantemente reinterpretado Fausto y otro texto literario con la eterna juventud como idéntico tema de fondo, el clásico de Oscar Wilde El retrato de Dorian Gray. Los tres textos, declarados por De Palma como ineludibles ingredientes para la escritura del guión de El fantasma del Paraíso, ayudaron a vertebrar la idea surgida de la cabeza del director durante un viaje en ascensor en el que pudo escuchar como hilo musical un tema de los Beatles convertido en un funcional easy-listening. Allí planeó un largometraje que recogiese la herencia de determinado cine musical pero de forma heterodoxa, pudiendo hacer de una sola canción varias versiones bajo los más diferentes estilos tal y como queda plasmado en el resultado final de El fantasma del Paraíso. De Palma escribió la primera versión del guión a cuatro manos junto con Louise Rose, que ya había colaborado en el libreto de su película anterior Hermanas, con la idea de que lo llevase a cabo su productor habitual hasta el momento, Martin Ransohoff. Pero finalmente, y ante la negativa de éste, De Palma tendió puentes con Edward R. Pressman, al que gustó el alocado tono de un proyecto que acabaría por producir. Pero el pastiche genérico de El fantasma del Paraíso terminó por jugarles una mala pasada a sus máximos responsables: si bien la oferta inicial de los derechos de exhibición de la película a la 20th Fox fue redonda a decir de De Palma (el film costó un millón doscientos mil dólares y la distribuidora ofreció dos millones para proyectarla), las incontables voces que exigían que se les pagara en materia de derechos de autor por lo visto en pantalla fueron un auténtico quebradero de cabeza que redujo considerablemente los beneficios. Los mandamases de la Universal vieron en El fantasma del Paraíso un plagio de un personaje y una novela cuyos derechos les pertenecían, y fue necesario el pago de medio millón de dólares para zanjar el asunto. La Fox, asustada, redujo su oferta hasta el millón y medio de dólares pese a la opinión generalizada de que El fantasma del Paraíso haría montañas de dinero. Además, la película de De Palma tuvo que cambiar su nombre original Phantom, ante la amenaza de denuncia proferida por los creadores del cómic de idéntico nombre, empantanado aún más un estreno que jamás llegaba, y que cuando lo hizo, fue un estrepitoso fracaso en los EEUU. Aunque como ha ocurrido en muchas ocasiones, la película funcionó considerablemente bien en Europa y a día de hoy, tanto El fantasma del Paraíso como su excelente banda sonora son objeto de justo culto.

[4]De Palma jugó aquí sobre seguro: Serling fue el creador y presentador de la mítica serie The Twilight Zone, haciendo las veces de maestro de ceremonias en cada nuevo episodio del excelente serial alrededor de lo fantástico, el terror y, en líneas generales, lo extraño. Su presencia, siempre entrajado y de aspecto formal, al principio de cada entrega dotaba de una serenidad a lo que los televidentes estaban aún por ver en sus pantallas que hacía aún más creíbles los estupendos guiones que hicieron de The Twilight Zone un clásico de la televisión de todos los tiempos, y eso fue lo que, a decir de De Palma, lo hizo la persona idónea para inaugurar la macedonia tonal de El fantasma del Paraíso. Según De Palma, y aprovechando el posicionamiento automático del público ante lo que estaba viendo sólo por lo indivisible de la voz de Serling con lo tenebroso: El fantasma del Paraíso es una mezcla de tres géneros: la película de miedo, el musical y la comedia. Y era necesario que el espectador se diese cuenta de ello enseguida. El prólogo, lúgubre e inquietante, anuncia la película de miedo. Y luego, el raccord brutal con la secuencia de los créditos y la canción de los Juicy Fruits empalmaba con el musical y con la comedia. Esa mezcla resulta siempre muy difícil.”

[5]Para más inri, la voz que Swan logra modular de las abrasadas cuerdas vocales de su deformado súbdito no es la de Winslow, sino ¡la suya! En una coherente y puede que involuntaria pirueta, la voz del actor Paul Williams que encarna a Swan es la que suena hasta en el primer tema de Winslow que puede oírse en el film, haciendo así del pobre desgraciado que trabaja a sus órdenes poco menos que una marioneta de ventrílocuo dotada de la melodiosa voz del actor, inicialmente implicado en la película en calidad de compositor de su magnífica banda sonora. Williams, que a lo largo de los años se ha labrado una reputada carrera como productor musical de grupos como Three Dog Night, The Carpenters o cantantes de la talla de David Bowie, fue elegido para interpretar a Swan cuando De Palma, tras contratarlo como compositor por su probada versatilidad, vio en su reducida estatura y su oscuro sentido del humor la persona perfecta para encarnar al despótico gurú musical de El fantasma del Paraíso, paradigma del hombre aislado del mundo y encapsulado en una realidad creada por él mismo a su medida. A modo de inspiración, De Palma se fijó en la figura de Howard Hugues, la suya propia como director cinematográfico a Hugh Heffner, fundador de la revista Playboy, o incluso con Walt Disney, todos ellos resumidos en una sola frase por el realizador de El fantasma del Paraíso:Si deciden levantarse a las seis de la tarde, a las seis de la tarde empezará el día para los que los rodean”. Probadas las capacidades interpretativas de Williams y al cabo de tres años, el actor que encarnó a Swan se hizo con un Oscar por la canción Evergreen, aparecida en la película Ha nacido una estrella, a mayor gloria de Barbara Streisand, y consiguió un mayor y anónimo reconocimiento por parte del público como compositor de la careta musical de ¡Vacaciones en el mar! En el caso de los Juicy Fruits, banda musical esponsorizada por Swan, los actores que interpretaban a sus atontolinados miembros formaban parte de un grupo de teatro musical especializado en improvisaciones sobre el escenario, aunque después de la película formaron una banda de música pop llamada The Groundhogs.