miércoles, 10 de diciembre de 2014



Lector,

Hace aproximadamente dos años y medio A sesión continua comenzó su digital y única andadura. Un paseíllo por una serie de películas, escogidas según mi criterio y gusto personal, que han sido analizadas casi sin excepción semana a semana, inicialmente de forma relativamente escueta y hasta ligera sobre escasas notas al pie de página, y más adelante presas de extensos análisis educadamente descritos por algunos de mis seres más queridos como farragosos, exhaustivos y algo complicados de entender. Pero se acabó. A sesión continua baja el telón hasta nuevo aviso, no por estos más que comprensibles (y siempre constructivos) comentarios sobre lo que puede leerse en este blog, sino por una simple cuestión de agotamiento personal, combinado con unas incompatibilidades en mi agenda que han precipitado el cierre pasajero de este espacio. Por eso, y pese a que este blog debía mantenerse en pie hasta mediados del inminente mes de enero de 2015 para así poder analizar algunas películas sobre las que me apetecía escribir antes del temporal carpetazo que debía poner fin a una frecuencia de publicación demasiado elevada, su cierre se ha visto  acelerado hasta hacer de Pesadilla en Elm street, de Wes Craven, el último de todos los filmes analizados en esta entrega de A sesión continua.

Muchas películas y directores se han quedado en el tintero, aunque posiblemente se hable de ellas y ellos en un futuro del que no aventuro fecha, ni tampoco motivos capaces de impulsarme a desempolvar una página web que durante este tiempo no sólo ha servido como sustituto de cinéfilas peroratas mentales que de viva voz habrían parecido delirios inconexos fruto de un proceso mental caótico, pero que puestas por escrito han podido ser reordenadas y corregidas hasta alcanzar lo mínimamente presentable. También me han mantenido en marcha y siempre aprendiendo sobre un medio fascinante con el que aún tengo mucho que gozar y saber. 
Muchas gracias por su paciencia, comentarios y seguimiento, que me han dado fuerzas para continuar en momentos en los que mi tiempo libre y sin remunerar, única fuente de la que disponía para llevar a cabo lo que aquí puede leerse, escaseaba como agua en el desierto. Hasta que la situación y mi agradecido sistema nervioso me permitan regresar a este espacio con energías renovadas, cuídense mucho, pásenselo muy bien, intentando compaginar ambas cosas en lo posible y dejando siempre un hueco para ver y opinar sobre las películas que les de la real gana sin que nadie pueda convencerles de lo contrario. 
Aunque ha sido un verdadero placer intentarlo.

Gracias por venir.

jueves, 4 de diciembre de 2014

PESADILLA EN ELM STREET




Muchas películas de terror, especialmente si han sido vistas tras la puesta de sol, provocan en sus inquietos espectadores unas enormes ganas de dormirse lo antes posible para así poder despertarse unas horas más tarde en un nuevo día, más luminoso y menos amenazador que la oscura noche anterior, cuando el miedo aún estaba fresco por el visionado. Pero ésta no. Porque Freddy Krueger (interpretado por un Robert Englund desde entonces eternamente ligado al personaje), mítico personaje cuya fama araña cotas más propias del fenómeno sociológico que del culto cinematográfico, es un ser invisible y débil ante los incrédulos ojos despiertos de sus víctimas potenciales. Pero no cuando estos concilian el sueño y reciben la visita de su onírico matarife que, parco en palabras, con su rostro abrasado pero siempre surcado por una burlona sonrisa, su raído sombrero, jersey a rayas rojas y verdes y su inconfundible guantelete, que convierte las puntas de los dedos de su mano derecha en cortantes navajas, disfruta aterrando a sus adolescentes mártires antes de quitarles la vida. En el apacible mundo de los sueños reparadores Freddy es el diablo, el despótico amo y señor de las pesadillas, capaz de convertir la más plácida de las siestas en una verdadera tortura en la que el dolor sufrido por los durmientes a ese lado del sueño tiene consecuencias a este lado de la vigilia. Una aparentemente inocente cabezada durante la que morir a manos de Krueger implica fallecer igualmente en la vida real sin otra explicación para los diurnos que tajos que aparecen en el pecho de los durmientes hasta desangrarlos mientras son arrastrados por el techo de sus dormitorios, o sábanas que se enroscan alrededor de sus cuellos para ahorcarlos como si se hubiesen suicidado. Un inconscientemente amenazado lado luminoso de la existencia en la que viven las jóvenes Nancy Thompson (Heather Langenkamp), Tina Gray (Amanda Wyss) y sus respectivos novios Glen (un primerizo Johnny Depp bajo el más imposible de los peinados) y Rod (Jsu García), jóvenes más o menos felices antes de recibir, todos y cada uno de ellos, la terrorífica visita del oblicuo Krueger que hará de sus vidas un infierno insomne impulsado a base de píldoras y café,  que sólo llegará a su fin con el tan temido como anhelado sueño del que muy probablemente nunca despertarán. Así, y construida sobre una obsesiva corriente subterránea en la que se entremezcla el más retorcido sadismo físico y argumental, un leve deje sexual en los ataques de Krueger, malintencionados giros sobre la más prototípica trama alrededor de la venganza como epicentro dramático y un leve pero muy interesante retrato de las más que porosas fronteras entre lo que llamamos realidad y lo que a su vez catalogamos como sueño, se erige uno de los títulos catedralicios del cine de horror más popular de la década de los ochenta[1]: Pesadilla en el Elm Street, la mejor película dirigida hasta la fecha por un Wes Craven[2] paradójicamente algo domesticado en lo que a la plasmación visual de algunas de sus más recurrentes obsesiones se refiere.

Porque pese a la pútrida presencia del desgarbado  asesino venido del mundo de los sueños, quién además hace gala de una lascivia particularmente virulenta pero argumentalmente muy sugestiva, la puesta en escena de Craven resulta, al menos a primera vista, prácticamente atonal en su descripción de ambientes cotidianos perfilados por la blancura de casitas unifamiliares de dos plantas, institutos de regusto inconfundiblemente norteamericano a rebosar de estudiantes aburridos situados al filo de fatales cabezadas en clase, o familias y amigos de acogedoras buenas intenciones. Un plácido y algo repelente universo de normalidad made in USA que el director de Pesadilla en Elm Street retrata mediante una planificación puramente expositiva,  iluminada por una inexpresiva dirección de fotografía que, más allá de ilustrar desganadamente la cotidianeidad de Nancy y sus amigos, se erige como único contrapunto visual a los oscuros y mohosos dominios de Krueger al menos durante las primeras escenas de la película. Sucias zonas industriales con el aspecto de haber sido abandonadas pese a que volutas de humo y continuas llamaradas certifican su funcionamiento, calles vacías y antinaturalmente silenciosas bajo la pobre luz de las farolas, o pasillos de institutos obstruidos por movedizas bolsas de cadáveres son algunos de los lugares de paso regidos con mano férrea por el asesino burlón, amo y señor de la pesadillesca lógica física que manda y ordena sobre una onírica realidad siempre esquiva, como en las mejores pesadillas, a las voluntades de sus soñadores. Lugares que brindan instantes en los que Craven, con la inestimable tonadilla sonora de diez inolvidables notas electrónicas mérito del compositor Charles Bernstein, desarrolla  una agradecida, y bien envejecida, pátina de suciedad lograda tanto por la lenta progresión con la que muestra el aspecto y homicidas intenciones de Krueger, cuyas apariciones se ven reforzadas por la juguetona teatralidad de la que hace gala el actor que lo interpreta, como por la creciente sensación de amenaza que se desprende de un guión no demasiado inspirado, pero sí bien estructurado en sus líneas generales[3]. Porque aunque trufadas de diálogos prácticamente risibles, entonados por una serie de actores que resultan, a excepción de Englund, más competentes en los momentos terroríficos que en los más cotidianos de Pesadilla en Elm Street, las escenas que componen el afortunadamente directo film de Craven suponen un constante goteo de información que por un lado muestran una algo repelente normalidad bajo una inasible sensación de amenaza, muy efectiva pese a la pobreza expresiva de algunos momentos, mientras por el otro dotan de una aureola casi mítica al sobrenatural homicida de afilados dedos antes de concretar sus motivaciones. Así, a la estilizada secuencia de créditos iniciales, durante la que Craven se toma su tiempo para regodearse en hornos permanentemente encendidos, terroríficas carcajadas, y muy especialmente la creación del afilado guantelete de Freddy, encuentra su prolongación en pequeños pero efectivos detalles de puesta en escena perfectamente integrados en una narración que prácticamente nunca se detiene y carece de tiempos muertos. Crucifijos que caen sobre una durmiente Nancy en una impresionante imagen que muestra como la dura pared situada sobre su cama se comba elástica bajo la presión ejercida por Krueger, que se cierne sobre ella antes de despertarla al golpearla levemente con el cristo que pendía sobre la joven, una de las primeras frases de un asesino por entonces poco dado a los discursos, en la que afirma ser “Dios”, o el paralelismo que algunas de sus víctimas hacen entre él y el Hombre del Saco, bosquejan lentamente un perfil casi diabólico considerado primero sobrenatural por los adolescentes que duermen en la calle Elm, pero que finalmente acaba por resultar un representante del Mal de orígenes tan familiares como explosivamente destructivas son sus apariciones[4]. La apabullante escena en la que se muestra el  asesinato de Tina a manos de Freddy, que Craven pone en imágenes mostrando el cuerpo dormido de la chica, agitándose y chillando de miedo mientras flota en el aire de su dormitorio ante los aterrados ojos de su novio, alternándose gracias al montaje en paralelo que vertebra la secuencia, alternando la vigilia con la pesadilla en la que Tina está a punto de ser asesinada informa al espectador de que es Krueger quién sujeta y zarandea su cuerpo mientras se desangra entre cortes y berridos siendo arrastrada hacia el techo no es sólo una imagen tan icónica como surrealista en su brutalidad. También supone una de las primeras muestras verdaderamente explícitas de las que pueden encontrarse en Pesadilla en Elm Street que corrobora sin ningún margen de duda la muy ambivalente relación de dependencia existente entre ambos estados de conciencia… Dependencia que muy pronto Craven se encargará de convertir  en consecuencia, la del sueño respecto a la realidad y viceversa, hasta lo indistinguible.

Así, resulta harto revelador el instante de Pesadilla en Elm Street que muestra a Nancy descolgando el teléfono para oír la voz de Freddy al otro lado de la línea y notar como la lengua del asesino lame literalmente sus labios desde el aparato. Es una escena repulsiva, de una viscosa carga sexual subrayada por la fugaz visión de la parte baja del teléfono, que ha adquirido el tono de piel del lúbrico asesino asemejándose así a su barbilla, pero que no resulta tan impactante como el hecho de que, por una vez en Pesadilla en Elm Street, Freddy Krueger ha intervenido en la realidad de Nancy cuando ésta estaba despierta. Una aparente incoherencia narrativa que, lejos de suponer un problema para público o hasta para el desarrollo de la propia película, se asienta en un terreno decididamente más abstracto que sin embargo, y vista Pesadilla en Elm Street en perspectiva, no deja de de bullir bajo la superficie de la película en su totalidad, tanto en su fondo como en su forma. Porque, ya sea porque esa húmeda aparición del criminal  tiene lugar bien avanzado el reducido metraje del film, cuando el insomnio de Nancy, forzado por pura supervivencia, sólo se sostiene a base de excitantes y el consumo compulsivo de café haciendo de su psique una bastante debilitada y por lo tanto particularmente vulnerable a los embates del sueño, el beneficio de la duda otorgado por Craven deja meridianamente clara su intención de demostrar como el sueño y la vigilia son mucho menos diferenciables de lo que a primera vista podría parecer. Del mismo modo, los rumores, leyendas, e historias alrededor de Krueger que se encuentran desperdigados en diferentes momentos de Pesadilla en Elm Street y que prácticamente siempre tienen como oyente a la joven Nancy (lo que implica, siendo la protagonista de la película, que también recae sobre el público), perfilan definitivamente una lúcida visión sobre lo imaginario y lo real en la que ambos estadios de la conciencia se confunden, siendo el sueño el momento en el que lo imaginario se impone por encima de lo real, aunque sin eliminarlo en absoluto, y la vigilia aquello que responde a una lógica más o menos familiar (o, a falta de una palabra mejor, real) pero que necesita de lo imaginario para existir. Una relación que funciona en Pesadilla en Elm Street tanto a nivel narrativo como simbólico ya sea en el poder de Krueger, cuyos actos traspasan la fantasía para devenir dolorosamente reales, en la ambivalente plasmación formal de la película, que llegado un punto hace imposible discernir si lo que ocurre en pantalla es sueño o vigilia, o incluso en su propia estructura dramática. No parece casual que en el mismo instante en el que Nancy trae desde una de sus pesadillas al mundo de los despiertos el emblemático sombrero de ala ancha de Freddy Krueger, durante el control médico al que acude obligada por sus asustados padres (interpretados por John Saxon y Ronee Blakley) cuando las pesadillas de la joven la convierten en una ojerosa adolescente con fobia a conciliar el sueño y al borde del colapso nervioso, la escena inmediatamente posterior consiste en una confesión materna que contextualiza la figura del asesino, trayendo a su vez un pasado que se quería olvidar, en el que Freddy Krueger asesinó a veinte niños que vivían en el vecindario, a un presente que deberá recordarlo si quiere sobrevivir.

De este modo, y más allá de la nada molesta (y supuesta) pirueta psicologista que supone la concatenación de ambas escenas, la confesión de la madre de Nancy alrededor de la muerte e identidad de Krueger, que murió en su refugio (una fábrica probablemente muy similar sino idéntica a la que puede verse en sus pesadillas) abrasado por un fuego provocado por una turba de familias enfurecidos por la falta de contundencia de las autoridades para con Freddy Krueger, no sólo eleva a sobrenatural la maldad del asesino que busca venganza en los hijos adolescentes de los padres y madres que lo quemaron vivo. También pone cara y ojos a la hipocresía que se desparrama bajo un manto de presunta civilización y que sin embargo es capaz de responder a la violencia con un grado de barbarie idéntico al que pretende destruir. Y, para más inri, hace de la angulosa figura de Krueger el equivalente a un imborrable pecado original que los hijos heredan de sus padres sin que estos últimos sufran las peores consecuencias del trato. Bajo este punto de vista, si hay una división en Pesadilla en Elm Street, no lo es tanto entre una realidad y fantasía siempre al borde de la confusión entre ellas, sino la que se produce entre dos generaciones diferentes, la de los padres y la de los hijos, siendo los adultos responsables del dolor de los más jóvenes en aras de su propio bien. El giro argumental que lleva a la alcoholizada madre de Nancy a encerrar a su hija en su propia casa para obligarla a dormir e impedirle comprar píldoras que puedan mantenerla despierta, con las ventanas forradas de barrotes y puertas cerradas a cal y canto por incontables candados, transforma el confortable hogar materno literalmente en una prisión haciendo de la sobreprotección paterna de los adultos de Pesadilla en Elm Street la perfecta (¿y complementaria?) Némesis con la grimosa presencia de Krueger, siempre oculto entre sombras y movido por una lascivia que sugiere que sus crímenes en vida iban un poco más allá de los veinte asesinatos que se le atribuyen en la película[5] y que ahora recaen sobre las psiques de un grupo  adolescentes de casto infantilismo. Por si solo, todo lo anterior certificaría el paso de Krueger de estilizadísimo psycho-killer de naturaleza sobrenatural y onírica de Pesadilla en Elm Street, a una figura más próxima a la personificación del subconsciente colectivo del resto de personajes del film gracias a la estrategia dramática y argumental obra de Craven: un ser surgido de la represión en el seno de una sociedad, y una unidad familiar, comprensiblemente incapaz de contemplar sus propia monstruosidad, postulada como escudo tras el que proteger a sus más jóvenes miembros[6]. Pero visto así, Freddy Krueger puede contemplarse como verdugo y como víctima, como causa y consecuencia de un Mal adherido por completo a la sociedad que lo vio aparecer, intentó destruirlo, y ahora vuelve a sufrir con una impotencia aún mayor dada la imposibilidad de los mayores para acceder a los dominios de un Krueger  siempre a solas con los retoños de aquellos que le dieron caza antes de lincharlo. Una inevitable plusvalía a la Maldad social vista por aquellos que la ejecutan bajo una más respetable pátina de justicia que se ve muy beneficiada en el film de Craven por la mentada estrategia planteada por el director, que gracias a su relativa asepsia estilística impide a los espectadores de Pesadilla en Elm Street saber si están viendo una pesadilla surgida de la mente de alguno de los protagonistas del film o asisten a una serie de hecho que tienen lugar en la realidad física y tangible de los que la viven con los ojos  abiertos.

Algo que, sin caer nunca en lo discursivo, pero tampoco en un expresionismo o subjetivismo a ultranza en lo formal, capaces de rebajar un tanto la pegada cinematográfica de Pesadilla en Elm Street, es mostrado por Craven a través de una modestia lo suficientemente similar a la que exhibe cuando se trata de plasmar la vida consciente de sus personajes, hasta hacer de ésta una especialmente siniestra por familiar. Porque pese a  que algunos de los lugares de recreo del asesino mencionados anteriormente, por los que Krueger campa a sus anchas y que sólo aparecen en Pesadilla en Elm Street durante las horas de sueño de sus protagonistas como es el caso de la mentada fábrica en la que Krueger da caza y muerte a sus víctimas y que sólo existe en el mundo de los sueños sin tener un referente físico en la realidad consciente de la película, muchos otros ataques soñados sí ocurren en algunos de los hogares o instituto de los protagonistas del film de Craven. Sólidas escaleras que se hunden fangosamente hasta las rodillas de Nancy en su huida de un veloz Krueger que le pisa los talones en su propia casa, o mujeres encargadas de limpiar los pasillos escolares (Leslie Hoffman) que se revelan marionetas de aspecto humano al servicio de la voz y voluntad de Freddy, son algunas vistosas (y logradas) muestras de la estratagema llevada a cabo por Craven para hacer del sueño, con su inevitable viraje a lo pesadillesco, un espejo de la vida de vigilia de Nancy, Tina, Glen y Rod que sólo se deforma, revelando su condición onírica, cuando es demasiado tarde. Un estimulante trampantojo entre lo real y lo imaginario que funciona tanto a nivel teórico, elevando Pesadilla en Elm Street por encima de sus modestas pretensiones intelectuales sin demasiado esfuerzo como, sobretodo y mucho más importante, desde una óptica puramente cinematográfica y narrativa, capaz de brindar secuencias brillantes y una inesperada revitalización de una serie de lugares comunes del género terrorífico con adolescentes de por medio, gracias a la inesperada puya moral lanzada contra los más adultos habitantes de la calle Elm y, muy probablemente al resto de la sociedad norteamericana que encuentra su más valioso apoyo en la hábil puesta en escena de Craven. Que nadie se llame al engaño, Pesadilla en Elm Street no es, ni probablemente lo pretende, un intelectual tratado alrededor de la venganza y la hipocresía, sino una buena película de terror muy beneficiada por partir de una idea brillante que no se desnaturaliza durante su posterior desarrollo, sirviendo de base a un conjunto de escenas que de no ser por un inspirado Craven serían agua de borrajas. El ahogamiento frustrado de Nancy en la bañera de su casa, arrastrada por Freddy a unas oscuras e imposibles profundidades que sólo existen en sus sueños, provoca angustia y sorpresa a partes iguales, pero encaja perfectamente en el contexto de realidad en el que Nancy se ha quedado dormida entre pompas de jabón a riesgo de morir asfixiada. Y lo mismo ocurre con el hiperviolento asesinato de Tina, que culmina con la caída de esta desde el techo sobre una cama repleta de hemoglobina, salpicando con el impacto a un Rod presa del pánico que es detenido por el asesinato de la chica… antes de morir ahorcado por Freddy en su celda mientras el resto de los mortales despiertos creen que el chico se ha suicidado. Impactantes escenas, a la que habría que sumar el siniestro paseo de Nancy por su instituto persiguiendo el cadáver de Tina que la llama, siempre desde una inalcanzable distancia, que como se decía algo más arriba deben mucho al ritmo pausado que Craven imprime tanto al montaje como, muy especialmente, a los movimientos de los actores. Prácticamente toda pesadilla vista en Pesadilla en Elm Street (y por lo tanto, y por la confusión entre realidad y fantasía que se da en todo el film, prácticamente durante todo su metraje) parece etérea, ralentizada y, peor aún, inexorablemente atractiva. La lógica onírica de Craven, más allá de golpes de efecto o efectivas explosiones de violencia, se sostiene gracias a un inspirado temple que convierte algunos consabidos lugares comunes del género, como puede ser el hecho de que un personaje se aproxime a un más que evidente peligro en lugar de huir de él, en pura lógica irracional pero, ahí es nada, comprensible. Sólo las salvajes apariciones de Freddy rompen la ilusión de estar ante un morboso espectáculo inofensivo para el durmiente por un motivo simple pero que funciona maravillosamente bien: la virulencia de Freddy se opone por completo al extraño y distante estatismo del resto de elementos que componen la pesadilla. Cadáveres, volutas de humo o niñas vestidas de un blanco antinatural jugando a la comba a ritmo casi flotante, son parte del atmosférico paisaje que anuncia la inminente llegada de Krueger, pero lo pausado de su ritmo y sobretodo la distancia que mantienen con los durmientes provocan en ellos el mismo efecto que en el ánimo del espectador: hipnotizar y atraer hasta que Freddy tome la iniciativa, siendo el único que toma esta actitud durante unos sueños marcados por la lasitud, y ataque a sus víctimas. Así, todo en Pesadilla en Elm Street se complementa: todo crimen soñado, que implica un cadáver real, tiene su explicación desde un punto de vista racional, así como la sobrenatural naturaleza de Krueger se sostiene sobre una nadería argumental que sin embargo logra ser convincente gracias a lo conseguido de la atmósfera del film. Y lo hace desde un punto de vista más emocional, o sensitivo, que racional o teórico debido a la buena puesta en escena de un Wes Craven tan aparentemente atonal como finalmente inspirado.

Pero este equilibrado vinculo entre sueño y vigilia, o violencia y represión, que dota de una obsesiva unidad al conjunto de la película, acaba por descompensarse: Freddy es finalmente encarado por una superviviente Nancy quien, tras los asesinatos de Tina y Glen así como la espectacular muerte de Rod que convierte su cama en una cascada de sangre que no deja de manar contra el techo de la habitación del personaje encarnado por Johnny Depp, entra en el mundo de los sueños con la voluntad de sacar a Krueger de allí, agarrándolo justo antes de despertar para traerlo al mundo de los despiertos, y haciéndolo por tanto vulnerable. Así, y pese a que la coherencia narrativa de lo apuntado por el resto del film todavía se sostiene, Krueger no sólo pierde su aureola sobrenatural, también se convierte en víctima de una violencia que en algunos momentos llega a resultar risible. Ya que imbuida por un inesperado espíritu militar digno del más letal comando, Nancy siembra su casa de salvajes trampas como pesadas mazas que caen sobre el que abra la puerta del dormitorio de la chica, lámparas que explotan peligrosamente cerca de la cabeza de Krueger al paso del asesino o, de forma más expeditiva, una simple cerilla encendida por la joven tras rociar al criminal con una lata de gasolina. Llegado este punto, poco importa el hecho de que esto último, que convierte al ya de por sí requemado asesino en una antorcha humana que choca con todo lo que se cruza en su camino, rememore la venganza llevada a cabo por los padres de los niños asesinados por Krueger años atrás. Lo virulento de los ataques sufridos por una serie de ataques de métodos y efectos más propios de los dibujos animados que de la verdadera crueldad, no emborronan la posibilidad de estar asistiendo a una nueva escalada de violencia como la que dio luz a la etapa onírica del asesino de la calle Elm pero sí la eclipsan, primero tras la lástima que despierta el criminal y, más adelante, tras la risa que provoca la desopilante violencia sufrida por un hasta ese momento estoico Freddy Krueger. Llegado este punto, la tesis alrededor de la venganza como semilla y abono de un ciclo interminable de violencia en la que víctimas y verdugos se cofunden parece llegar a su conclusión lógica, pero la forma con la que Craven la pone en imágenes esta lejos de transmitir la incomodidad necesaria como para que la compasión que despierta el asesino llegue a contrariar al espectador que pocas escenas antes temía y anhelaba a partes iguales la aparición del asesino. Como tampoco llega a perturbar la metódica (y cómica) violencia desatada por Nancy en una clara y voluntariosa inversión de papeles que sin llegar a hundir la película, parece muy por debajo de la violenta atmósfera que impregna los mejores momentos de Pesadilla en Elm Street. Secuencias dotadas de un tenue pero muy logrado espíritu surrealista en el que podría incluirse el que sigue a esta desafortunada escena recién mencionada: Freddy, pasto de las llamas, huye escaleras arriba de la ira de Nancy, atacando a la madre de ésta que duerme apaciblemente en su dormitorio y fundiéndose con ella en un abrasador abrazo. El débil forcejeo culmina con una tormenta que se desata en el interior de la cama y absorbe los esqueletos calcinados de el asesino y su verduga en vida, antes de que las sábanas revueltas regresen a su lugar como si nada hubiese ocurrido ante la atónita mirada de Nancy y su aterrado padre. Pero cuando el aturdido progenitor de la protagonista de Pesadilla en Elm Street abandona el dormitorio, Freddy reaparece y amenaza con matar a una Nancy que lo ignora, desintegrándolo literalmente al darle la espalda y perderle el miedo en una escena que recupera la pegada fantástica que daba sentido a las imágenes más memorables de Pesadilla en Elm Street y compensa hasta cierto punto lo confuso y algo traído por los pelos de su reflexión final alrededor del poder del terror, personificado en Krueger, como fuerza que se alimenta del temor que despierta en los demás. Aunque, desgraciadamente y como colofón a un final aquejado de una ciclotimia cualitativa que por fortuna se condensa en el último tramo de Pesadilla en Elm Street, dejando al resto de la película en una más que respetable posición en la memoria del espectador, el punto final del film de Craven acaba siendo prácticamente ridículo[7] en sus descaradas ansias de asegurarle al público la posibilidad de una secuela, pese a que gran parte de sus elementos resulten estimulantemente sugerentes. Pero, y aunque para más inri dicho punto final atenta contra toda la lógica de la película, este triste pegote no demasiado bien filmado ni creíble en ningún caso, no consigue empañar los logros de una película mítica en su modestia, ajustada en sus propios parámetros y capaz de ceder a su audiencia un villano tan inolvidable como la angelical tonadilla (algo desvirtuada por su doblaje al castellano) que precede su aparición haciendo de Pesadilla en Elm Street un oscuro cuento de cuya malvada influencia es imposible escapar cuando se trata de conciliar el sueño:  
“Uno, dos: canta a viva voz. Tres,  cuatro: el hombre del saco. Cinco, seis: decid lo que veis. Siete, ocho: cómete un bizcocho. Nueve, diez ¿Dónde está Fred?

Título: A Nightmare on Elm Street. Dirección y guión: Wes Craven. Producción: Robert Shaye. Dirección de fotografía: Jacques Haitkin. Montaje: Patrick McMahon y Rick Shaine. Música: Charles Bernstein. Año: 1984. 
Intérpretes: Heather Langenkamp (Nancy Thompson), Robert Englund (Freddy Krueger), Johnny Depp (Glen), Ronee Blakley (Marge Thompson), John Saxon (Don Thompson), Amanda Wyss (Tina), Jsu García (Rod).



[1]Siendo la película que nos ocupa la primera de una serie de ocho, a la que se sumaría una serie de televisión, un inútil y bastante reciente remake, y un desaprovechado cross-over en el que Freddy se enfrentaba con otro hito del cine de los ochenta, bastante menos afortunado en sus incursiones cinematográficas que el protagonista de Pesadilla en Elm Street: Jason Vorhees, niño de mamá e implacable verdugo de descerebrados adolescentes en la saga Viernes 13. El motivo para la ingente cantidad de películas que generó el film seminal de Craven es simple: Pesadilla en Elm Street costó apenas dos millones de dólares, y recaudó un total de veintitrés más sólo en suelo americano, abriendo la veda a un filón que no haría sino crecer en mercadotecnia mientras el buen nivel de esta primera entrega y el personaje de Freddy Krueger se empequeñecía con un creciente protagonismo del asesino en cada nueva película. La primera secuela no se hizo esperar, y ya en 1985 llegaba la inevitable pero muy curiosa Pesadilla en Elm Street 2: la venganza de Freddy, dirigida por un Jack Sholder que superaba en sus funciones la asepsia formal del film seminal de Craven cometiendo un único e imperdonable error a ojos de los más fervientes admiradores de la primera película: el que Freddy Krueger accediese a nuestro mundo en busca de víctimas que estaban despiertas cuando caían en las manos del asesino. A cambio, la película ofrecía un argumento considerablemente atrevido teniendo en cuenta que lo único que buscaban los productores era un éxito fácil que atrajera a los espectadores más jóvenes a las salas, y que podría resumirse en el hecho de que en esta Pesadilla en Elm Street 2: la venganza de Freddy, Freddy parecía encarnar los impulsos homosexuales de su protagonista, Jesse Walsh (interpretado por un amanerado Mark Patton). Un joven apocado y de aspecto enclenque, que esquiva la anhelante sexualidad de su novia bajo la excusa de que al consumar su relación se malbarataría la pureza de su amor mientras, por otro lado, no se pierde una tarde junto un fornido atleta de la clase que se convierte en su mejor amigo. Para acabar de rematar una jugada de la que prácticamente ninguno de los implicados en la película asegura haber sido consciente, Freddy lleva a Walsh a bares de ambiente, asesina al profesor de gimnasia en las duchas del instituto atándolo de pies y manos, al más puro estilo dominatrix, mientras lo golpea hasta la muerte con toallas mojadas en el trasero y, cuando queda claro que Freddy pretende acceder a nuestro mundo a través de Jesse, éste berrea con un tono más femenino que masculino y se refugia en la habitación de su deportivo y sudado amigo, abandonando a su novia argumentando que alguien quiere meterse en su cuerpo… ¿El resultado? Que en Internet se conozca la segunda incursión cinematográfica de Freddy Krueger como Homopesadilla en Elm Street, la película fuese un éxito pero muy criticada tanto por público como por crítica, y que Mark Patton se hiciese lo suficientemente popular en los círculos homosexuales (gracias a un imposible baile que hace inconcebible el que ninguno de los participantes en Pesadilla en Elm Street 2: la venganza de Freddy supiera lo que estaba haciendo) como para sentirse seguro para salir del armario. Pero tras el rechazo que provocó la película entre los más puristas, pese a que como se dice algo más no carecía de cierto interés y merece un respeto por la valentía de su propuesta, el mito de Freddy regresó a sus más habituales cauces en una de las mejores películas de la saga. Pesadilla en Elm Street 3: los guerreros del sueño, estrenada en 1987 bajo la batuta de Charles Russell, suma a lo divertido que resulta su visionado al hecho de que acunó en su seno a un conjunto de profesionales que tarde o temprano alcanzarían una reputación impensable en aquel momento. Patricia Arquette encarnaba a Alice, la asustada protagonista encargada de enfrentarse a Freddy en una desigual batalla para la que, en esta ocasión, contaría con un grupo de aliados dotados de unos poderes específicos que sólo conseguían en sus sueños, la banda sonora vino firmada por el compositor habitual de David Lynch, Angelo Badalamenti, y el guión del film contaba entre sus colaboradores con el talentoso e irregular Frank Darabont, además de incluir en su reparto a Laurence Fishburne en un papel secundario… pero donde Pesadilla en Elm Street 3: los guerreros del sueño logró hacerse con el público fue al marcar las líneas a seguir que poco a poco serían prácticamente pilares inamovibles de la serie. Una serie de elementos que, pese a que Pesadilla en Elm Street 3: los guerreros del sueño contó con Wes Craven para la primera versión del guión, diluían parcialmente el tono sombrío de la primera entrega a favor de un sarcástico sentido del humor negro, la omnipresencia de unos muy conseguidos efectos especiales y un tono cada vez más próximo al de los cómics creepy con esa particular mezcla de socarrones asesinatos a la moralista medida de sus víctimas, que contornearon los lugares comunes de una saga que esperó poco para colocar a Krueger en el privilegiado lugar de maestro de ceremonias. La muy divertida y tremendamente dinámica Pesadilla en Elm Street 4: maestra del sueño, estilizadamente filmada por Renny Harlin en 1988 recogía todo lo anterior, catapultando al personaje de Krueger más allá de lo que ninguna de las tres entregas precedentes se había atrevido a hacer: el terror había desaparecido, sustituido por los continuos chascarrillos de Freddy antes, durante y después de asesinar a los adolescentes de turno, siempre asesinados mediante alguna referencia a la única característica que evitaba que fuesen absolutamente intercambiables entre ellos, tal era la pobreza del guión. La atmósfera opresiva del film de Craven y, en menor medida, del de Sholder, palidecía ante un apabullante espectáculo de fuegos de artificio que llevaba mucho más allá el tono circense de la tercera entrega para dar como saldo una muy divertida película siempre que se vea con el mínimo de prejuicios disponibles. Paralelamente, y fruto del éxito que poco a poco iba cosechando la saga especialmente entre el público más joven, New Line Television (filial televisiva de la New Line cinematográfica que había producido todas las películas de Pesadilla en Elm Street) puso en marcha la primera temporada de Las pesadillas de Freddy, serie de terror compuesta por episodios independientes todos ellos presentados por Krueger a modo de maestro de ceremonias que llegó a España en 1992 siendo sus dos únicas temporadas (que en los EEUU dejaron de emitirse en 1991) emitidas por tele 5. Pero mientras tanto, la saga cinematográfica continuaba y Pesadilla en Elm Street 5: el niño del sueño, dirigida por Stephen Hopkins en 1989, suponía un tímido regreso sobre el papel al goticismo que ya por entonces parecía haber abandonado la serie pero su estética, deudora de una determinada idea de lo que para algunos debía ser un videoclip, le mereció a la película el acertado apelativo de “terror de discoteca” por parte de una crítica que ya hacía varias entregas que había dado la espalda a la criatura de Wes Craven. Pese a todo, y como en los filmes anteriores, los efectos especiales brindaban aún algún momento más o menos inspirado. Aunque pocos de ellos podían verse en la desesperada Pesadilla final: la muerte de Freddy de la mano de Rachel Talalay en 1991 bajo la promesa de que, por fin, la saga terminaba. Con las esporádicas colaboraciones de Johnny Depp y Roseanne Barr y ¡Alice Cooper! en el ingrato papel de padre maltratador de Freddy… Pesadilla final: la muerte de Freddy es una película que consta con una vergonzante secuencia en 3D que nació vieja y un punto de partida más interesante que el film en sí y algunos apuntes argumentales muy interesantes que, por supuesto y por desgracia, no llegaban a más, sepultados bajo unos impresionantes efectos especiales que no han envejecido demasiado bien. Tres años más tarde, y con un Wes Craven harto de ver como se había maltratado a su criatura en aras del más desmadrado beneficio económico, el padre creativo de Freddy volvía a tomar las riendas de la que, una vez más, se prometía como la secuela definitiva. Y, aunque no fue ese el caso, o al menos no del todo, La nueva pesadilla de Wes Craven a buen seguro fue una de las más curiosas de toda la saga. Algo lastrada por los delirios de grandeza de Craven, que aparecía en el film interpretándose a sí mismo, como también hacían Heather Langenkamp y el propio Robert Englund, La nueva pesadilla de Wes Craven es un curioso pero demasiado hinchado juego cinematográfico en el que los participantes de la primera película son acosados en su vida real por el personaje de Freddy Krueger, el Mal personificado que había vivido encapsulado en la serie de Pesadilla en Elm Street y que ahora, sin películas que puedan detenerlo, campa a sus anchas en nuestra realidad asesinando a familiares de actores y directores desde sus sueños. Un curioso punto de partida que lograba desarrollarse de forma medianamente inquietante y recuperaba relativamente el terrorífico hálito de la primera entrega, pero que no tuvo continuidad fruto de la frialdad con la que fue acogida por un público más ávido de una nueva y festivalera sangría que del pretencioso y algo impostado arte y ensayo que Craven quería para su irregular pero apreciable película. Nada que ver con lo que pergeñaría nueve años después un mucho más desacomplejado Ronny Yu en Freddy contra Jason, frustrante intento de enfrentar a dos mitos del cine de horror de los ochenta que no cuajó por no saber desarrollar con la garra necesaria algunos de los elementos de la trama que no carecían de interés y una puesta en escena más deudora de la complicidad que la película podía despertar en su voluntarioso público que a una  verdadera demostración de talento o hasta de desparpajo. Aunque, en comparación con el insípido remake firmado por Samuel Bayer en el año 2010, Freddy contra Jason se recuerda como un juerga inolvidable: mimética en planteamiento, planificación de algunos momentos, y con prácticamente nada que aportar respecto a la primera película de 1984, Pesadilla en Elm Street: el origen evidenciaba la sugerida pedofilia de Freddy poniéndola en un primer término mientras pretendía recuperar la seriedad del primer capítulo de la serie con un Jackie Earle Haley en el papel de Freddy Krueger que supuso lo mejor de la película pese a no aportar prácticamente nada nuevo respecto a lo ya hecho por Robert Englund. Para los interesados en la, digamos, saga original, no puedo dejar de recomendar el magnífico (y largo, lo que lo hace aún mejor) documental sobre las ocho primeras apariciones de Freddy Krueger en pantalla llamado Never Sleep Again. No se lo pierdan.

[2]Nacido el 2 de agosto de 1939 en el seno de una conservadora familia baptista en Cleveland, Ohio, Wesley Earl Craven creció bajo los furibundos ataques de rabia de su padre, fabricante de piezas de aviones, hasta que murió en el muelle de carga de la empresa en la que trabajaba cuando el pequeño Craven contaba con escasos cinco años de edad. A cargo de su madre, soltera y de una rectitud moral rayana en el fanatismo más asfixiante, la familia Craven no pasaba por ser un dechado de alegría de vivir. No se hablaba de sexo, ni de política, ni podía irse al cine, ni tampoco blasfemar dentro de lo que debía parecer una verdadera prisión mental para cualquier niño u adulto de la que Craven salió cuando, a instancias de su madre, empezó a estudiar en la escuela cristiana Wheaton College, mientras asistía a la Iglesia diariamente y se licenciaba en Filología Inglesa y Psicología. A los diecinueve años, y debido a un accidente que dañó seriamente su columna vertebral, Craven fue ingresado en el hospital para pasar allí la friolera de dos meses de convalecencia. Allí descubrió la literatura y la poesía, y comenzó a hacer sus pinitos como escritor aficionado hasta que su vida dio un definitivo vuelco cuando se enamoró de una de las enfermeras encargadas de cuidarle con la que contraería matrimonio un año más tarde. Pero antes, y tras abandonar el hospital, Craven fue admitido en la facultad de literatura John Hopkins, donde un diácono que impartía clases allí le aconsejó que enfocara sus energías creativas a un ámbito más visual que estrictamente literario, dadas sus capacidades descriptivas. Y en 1964, justo al graduarse en Filosofía y Literatura en la John Hopkins y tras darse a la fuga del claustrofóbico hogar materno, Craven encontró su primer trabajo como profesor de literatura en una ciudad del estado de Pensilvania, para más tarde ejercer la misma función en una escuela de ingenieria de Nueva York. Allí, Craven y su mujer empezaron a frecuentar ambientes intelectuales y librepensadores que suponían un auténtico balón de oxígeno para una pareja acostumbrada a moverse en ambientes emocional y psicológicamente castradores. Escribiendo sin cesar en los momentos libres que tenía entre jornada y jornada, Craven comenzó a visitar los cines neoyorquinos con asiduidad, aficionándose a la obra de Ingmar Bergman o Federico Fellini, así como el teatro de Samuel Beckett. Craven no dejaba de escribir, y aseguraba que antes de cumplir los treinta sería portada en la revista Time, aunque lo que logró a esa edad fue precisamente lo opuesto a lo que los postulados bohemios veían con buenos ojos, fundando una familia. Aunque seguía empeñado en vivir libre de las ataduras sociales y morales que le habían inculcado desde pequeño, Craven visitaba a su madre de vez en cuando y, pese a alguna escapada para vivir en casas abandonadas a su suerte durante plazos que no superaban los siete días, cumplía con sus obligaciones como marido y padre de dos retoños. Así, y aún viéndose lejos de dirigir una película o siquiera de participar tangencialmente en el negocio y/o arte cinematográficos, Craven entró en contacto con el medio cuando un grupo de alumnos le pidió que supervisara una pequeña película que habían rodado como parte de un ejercicio escolar. El interés que la película despertó en él, muy por encima de lo que la película en sí misma podía ofrecer, hizo que Craven viese claro el camino a seguir. Abandonó su trabajo en 1969 y se mudó con su familia a Brooklyn, donde pretendía vender su primera novela y abrirse paso en el mundo del cine aunque sus trabajos como maestro de instituto y taxista a tiempo parcial prácticamente no le dejaban tiempo para nada. Sintiéndose perdido y sin ver un posible anclaje en nada ni nadie de los que lo rodeaban, Craven se divorció en 1970, siendo  contratado como ayudante de montador por el productor de cine porno Sean S. Cunningham, quien confió en él para abrirle el paso a la compañía para la que trabajaba a un nuevo mercado y género: el del terror. Cunningham, que conocía a Craven como ayudante de montaje de una de sus películas destinadas al mercado de los autocines, le propuso al futuro realizador de Pesadilla en Elm Street que llevara a buen puerto un guión lo suficientemente escandaloso y barato como para, con una mínima inversión, llenar las escasas salas del país donde fuese a exhibirse la película. Y la película de marras, que inicialmente sólo pretendía ser una inversión económica capaz de generar algún tipo de beneficio, fue La última casa a la izquierda, filmada mediante una salvaje pátina documental en 1972 que supuso una agresiva vuelta de tuerca a un género, el del terror, que llevaba desde finales de la década anterior sufriendo un proceso de transformación del que Craven sería, de forma algo controvertida para algunos, parte esencial. Remake confeso y brutal de El manantial de la doncella, clásico de Ingmar Bergman muy admirado por Craven, La última casa a la izquierda era un film sucio, agresivo para con el espectador… e increíblemente esquemático en lo argumental. Su agresiva frontalidad creó adhesiones, mientras sus detractores la convertían en un rentabilísimo escándalo que prolongó su estancia en salas de medianoche a las que el público más joven asistía en busca de emociones fuertes. La crítica la masacró, e incluso hubo amenazas de bomba en algunas proyecciones, adjudicadas a los sectores más puritanos de la sociedad de los que el propio Craven, que se vanagloriaba vengativamente de ser ahora su azote, había surgido. A partir de entonces, Craven invirtió gran parte de sus esfuerzos en filmes eróticos, o directamente pornográficos, de escaso presupuesto pero rentables beneficios hasta que, en 1977, volvería a la carga con la decepcionante Las colinas tienen ojos, película que cogía muchos de los elementos dramáticos y narrativos de La última casa a la izquierda aunque fallando en el apartado más importante de la película, aquel que podía ensalzar o hundir su film dado lo precario de sus recursos económicos y estilísticos: su agresividad, que en esta ocasión, parecía mucho más atemperada. En 1978, y ya encarando su errática carrera, Craven llevaría a cabo Las dos caras de Julia y, tres años después, Bendición mortal, a la que seguiría la descacharrante y no demasiado afortunada La cosa del pantano, en 1982. Y dos años después, presa de una hiperactividad que no volvería a repetirse en toda su carrera, Craven estrenaría tres (¡tres!) películas: Invitación al infierno, la secuela de Las colinas tienen ojos (con un gran 2 que garantizara un mínimo de éxito para la película), y la mejor película de Craven hasta la fecha, analizada en esta entrada: Pesadilla en Elm Street. Tras ella llegaría Amiga mortal, en 1985, la interesante La serpiente y el arco iris estrenada en 1988 y las descacharrantes y considerablemente malas Shocker: 100000 voltios de terror y El sotano del miedo, filmadas en 1989 y 1991 respectivamente. Mientras, Craven hizo algunas incursiones en el medio televisivo con series como Disneylandia: el mágico mundo del color (1985), o algunos capítulos para Más allá de los límites de la realidad, que comenzó su emisión en 1986. Pero su mayor oportunidad en el ámbito catódico fue de la mano de su amigo y colaborador en Pesadilla en Elm Street Robert Englund, con una divertida serie creada por el propio Craven bajo el interesado título de Nightmare cafe, y que aquí pudo verse en algunas cadenas autonómicas en 1992. Dos años más tarde llegaría su regreso al desvirtuado universo de Freddy Krueger con La nueva Pesadilla de Wes Craven, que se comenta en la nota al pie anterior. Pero ante la desidia del público, el realizador tuvo que pasar por dirigir el fallido vehículo de lucimiento al servicio de Eddie Murphy titulado Un vampiro suelto en Brooklyn en 1995, antes de obtener uno de los mayores éxitos de taquilla de toda su carrera. La célebre Scream: vigila quién llama devolvió a Craven el crédito perdido con sus graciosas referencias continuas a clásicos del cine de terror moderno y un magnífico inicio protagonizado por Drew Barrymore que es para quitarse el sombrero. El éxito del film propició una inevitable secuela más pagada de sí misma aún que la primera entrega: Scream 2, que llegaría tan solo un año después haciendo gala de un mimetismo respecto a su modelo algo ambivalente por suponer tanto una estrategia más o menos lógica desde un punto de vista autoconsciente como, también, un acto de cobardía creativa que no ofrecía gran cosa más que lo que ya podía verse en la primera entrega, pese a albergar instantes magníficos y algunas escenas de calculadísimo suspense más que respetables. Algo que difícilmente puede opinarse de Scream 3, filmada en el año 2000 tras un paréntesis en el cine de género por parte de Craven para filmar el prototípico drama La música del corazon protagonizado por Meryl Streep en 1999, y que no alcanzó ni de lejos los logros de sus dos predecesoras. Cinco años más tarde, estrenaría dos películas consecutivas: La maldición y Vuelo nocturno de las que nada puedo decir por no haberlas podido ver pese al reconocimiento que obtuvo el segundo título entre la crítica especializada. Un año más tarde, Craven participaría en el proyecto común París, je t’aime dirigiendo uno de los episodios que conforman esta película situada en la capital francesa… hasta que cuatro años más tarde llegaría Almas condenadas, prolegómeno del sonado (y algo sobrevalorado) retorno de Craven a la saga que le devolvió la fama a mediados de los noventa: Scream 4, nuevo rizo rizado hasta la extenuación alrededor de las desventuras de los protagonistas de los filmes anteriores, aunque en esta ocasión dotado de un pesimismo y cierta sordidez que la hacen a veces interesante, otras rutinaria, pero que en cualquier caso no empañan una magnífica secuencia de inicio en lo que aún a día de hoy es la última incursión de Wes Craven en el mundo de la realización.

[3]Un libreto escrito de puño y letra por el propio Craven en 1981, justo después de terminar la producción  de la surrealista La cosa del pantano que se estrenaría el año siguiente. Con el guión bajo el brazo, Craven visitó los estudios Disney, donde le pidieron que rebajara el tono terrorífico para hacerlo más accesible al público infantil, hizo una escapada a la Paramount Pictures, que rechazaron el proyecto por tener entre manos una producción de argumento relativamente similar a Pesadilla en Elm Street, y finalmente fue nuevamente despachado en la Universal Pictures, para acabar firmando para una compañía independiente, la New Line Cinema, por entonces más dedicada a la distribución cinematográfica que a la producción. Inicialmente se pensó en el actor David Warner para encarnar a Freddy, e incluso se hicieron distintas pruebas del maquillaje ideado por David B. Miller según un modelo inspirado en una pizza de pepperoni… aunque a pocos días antes de comenzar el rodaje, Warner abandonó el proyecto por problemas de agenda. A cambio, Craven contrató a un Robert Englund por entonces relativamente célebre gracias a su participación en la mítica miniserie V, en la que encarnaba a uno de los repulsivos alienígenas devoradores de ratas. Para el papel de Nancy, se contrató a Langenkamp intentando huir de rostros conocidos que, sin embargo y con la perspectiva del tiempo, sí estuvieron a punto de hacerse con el papel. Courtney Cox o Demi Moore fueron algunas de las candidatas, en cualquier caso menos conocidas y reputadas que un por entonces desconocido Johnny Depp, que aterrizó en el plató acompañando a un amigo a una de las audiciones (curiosamente, el amigo en cuestión era el Jackie Earle Haley que encarnaría a Freddy en el insulso remake de Pesadilla en Elm Street filmado en el año 2010) y acabó haciéndose con un papel anhelado por Nicolas Cage o Charlie Sheen.
El rodaje de Pesadilla en Elm Street comenzó en junio de 1984, contando con un presupuesto inicial de setecientos mil dólares que ascendieron a casi dos millones cuando, a mitad de la filmación el dinero de los productores se esfumó. No se pagaron sueldos durante dos semanas, aunque nadie del equipo abandonó el proyecto, y fue la propia New Line que por entonces, y como se decía algo más arriba, estaba más orientada hacia la distribucón, la que tuvo que poner toda la carne en el asador y pagar el dinero faltante a riesgo de quebrar, dada la modestia económica de la empresa regentada por Bob Shaye, si el rodaje no se concluía. Reunido el crédito necesario, el rodaje prosiguió remuneradamente hasta concluir en julio, tal y como estaba previsto, y ser estrenado en noviembre. Gracias al éxito de taquilla obtenido por el film, la New Line se asentó como productora independiente, dejando en un segundo lugar sus labores en el campo de la distribución.

[4]Y para cuya inspiración, Craven tuvo que hurgar en algunos de sus recuerdos de juventud que se remontaban a cuando contaba con catorce años de edad. Fue durante sus años de instituto cuando el futuro realizador de Pesadilla en Elm Street sufrió una tétrica experiencia que se grabaría a fuego en su memoria hasta tomar un nuevo cuerpo en el terroríficamente sarcástico Freddy Krueger. Una noche en la que Craven se encontraba asomado distraídamente por la ventana de su apartamento, situado en un segundo piso, vio a un peatón pasear por la calle que, quizás sintiéndose observado, levantó la cabeza y clavó sus ojos en los del futuro realizador. Algo impresionado por la seguridad de la mirada del hombre, el tímido Craven se escondió durante un rato, a la espera de que el mirón se fuera. Pero cuando volvió a asomarse minutos después el hombre seguía allí, mirándole, e incluso le hizo un gesto a Craven con la cabeza para asegurarle que se había percatado de su presencia. Acto seguido, el desconocido se metió en su edificio, ante el pavor de Craven, que se atrincheró en su casa mientras su hermano menor, de diez años de edad, se armaba con un bate de béisbol por si la cosa se ponía fea. Nada ocurrió, pero esta experiencia, una de las más terroríficas de la vida de Craven, lo persiguió durante años. Más adelante y durante la escritura del guión de Pesadilla en Elm Street en 1981, la misteriosa figura del hombre que parecía disfrutar asustando a un chaval, se complementó con algunos artículos periodísticos leídos por Craven alrededor de una serie de personas que habían muerto mientras dormían. El caso más inquietante tenía como protagonista a un joven adolescente que, tras una terrible pesadilla, se negó a dormir durante días. Alarmados, sus padres lo llevaron a un médico que le recetó unas píldoras para dormir, que el chico tiró. Pero al poco tiempo cayó dormido y volvió a tener una nueva pesadilla tras la que murió sin llegar nunca a despertarse ni que la autopsia lograse encontrar ninguna causa plausible para su muerte. Con todo lo anterior, e inspirándose en un amigo de la infancia llamado Fred para bautizar al personaje y una derivación del nombre del Krug, animalesco protagonista de su anterior Las colinas tienen ojos, Wes Craven ya tenía todo el material necesario para dar vida sobre el papel a uno de los más célebres verdugos de la Historia del Cine.

[5]Una sombra de lo que en las primeras versiones del guión de Pesadilla en Elm Street era una realidad: Freddy Krueger no sólo asesinaba niños, sino que antes de hacerlo abusaba sexualmente de ellos. Craven prefirió descartarlo, pero es innegable que el fantasma de la pedofilia planea constantemente sobre los crímenes pasados y presentes de Krueger pese a que algún despistado comerciante no sólo aprovechó el tirón comercial del personaje para crear figuras a su imagen y semejanza, inenarrables discos cantados por el mismísimo Robert Englund con la correosa voz impostada de Freddy, o hasta líneas calientes a través de las cuales podías hablar con una grabación que aseguraba ser el asesino de durmientes de la calle Elm… también, en un gesto que escandalizó a todos los implicados en el primer Pesadilla en Elm Street, ¡comercializó pijamas para niños!

[6]Una visión de la familia como pernicioso núcleo maligno capaz de asfixiar tanto a sus más jóvenes miembros como de acabar con todos aquellos que pretendan desestabilizarlos, que se extiende a una parte de la filmografía de Craven (y de la de muchos de sus compañeros de generación) más allá de Pesadilla en Elm Street por los motivos comentados en el cuerpo del texto, con títulos como Las colinas tienen ojos y su secuela, La última casa a la izquierda, El sótano del miedo o Scream 3. En las que además, y como corolario a su pesimista visión de la llamada base de la sociedad, la violencia funciona siempre como una moneda de cambio que dota a estas películas (quizás con las excepciones de El sótano del miedo y el tercer Scream) de cierta circularidad. Del mismo modo, pueden rastrearse situaciones en las que una historia ficticia, ya sea hablada, leída o filmada, tiene efectos reales y muy destructivos: ahí están los asesinos cinéfilos de la saga Scream, algunas pinceladas sobre la fe en La serpiente y el arco iris, los progenitores asesinos de La última casa a la izquierda o el mismísimo Freddy Krueger, que se alimenta del terror que su leyenda provoca en sus futuras víctimas para hacerse más poderoso y, en La nueva pesadilla de Wes Craven alimentarse de sus propias películas para atacar a aquellos que las hicieron posibles… Por todo lo anterior, y viendo la educación recibida por Craven durante su infancia, no resulta difícil entender la inquina del realizador hacia todo lo que huela a hacer de la unidad familiar sinónimo de felicidad o como, siendo un ateo de educación marcadamente baptista, las ideas pueden llegar a perfilar el carácter de alguien, así como condicionar sus acciones.

[7]Un final que fue objeto de disputa entre Craven y el productor del film, Robert Shaye, debido a que mientras el director abogaba por un final basado en la ambigua pero jamás concluyente sensación de que Freddy no había sido destruido sino que quizás había sido vencido temporalmente, el productor prefería dejar meridianamente claro que, si se lograba el éxito deseado, habría secuela. Muchos finales se barajaron pese a que ninguno de ellos satisfacía al director: Craven quería terminar con Nancy saliendo de casa bajo una luz de resplandor antinatural, reuniéndose con su madre y más tarde con Tina, Glen, y Rod, que la esperaban en un coche, como si nada hubiese ocurrido. Y mientras el coche se alejaba, siempre iluminado por el extraño resplandor que parece inundar el cielo, la panorámica de seguimiento del vehículo se detenía ante la presencia de un grupo de fantasmagóricas niñas saltando a la comba mientras canturrean la cancioncilla infantil (ideada por el novio de la actriz principal Heather Langenkamp) que precede la aparición de Freddy. Un magnífico broche lo suficientemente sugerente como para posibilitar una secuela siendo al mismo tiempo lo bastante sobrio como considerar el final de la película como uno cerrado o abierto al parecer de cada uno. Pero Shaye quería más y, sobretodo, más explícito: se rodó un final en el que podía verse a Freddy conduciendo el coche, otro en el que era Glen el que lo hacía bajo un capó pintado a imagen y semejanza del jersey del asesino, aunque fue finalmente la combinación de este último con el ataque de Freddy a la madre de Nancy, final absurdo donde los haya, el que acabó por llegar al montaje final. Una conclusión que, para más inri, atenta contra toda la lógica que la película ha ido construyendo sin contradecirse en ningún momento ya que ¿Cómo puede ser que la madre de Nancy muera asesinada por Freddy cuando es su hija la que está teniendo la pesadilla?