Muchas películas de terror, especialmente
si han sido vistas tras la puesta de sol, provocan en sus inquietos
espectadores unas enormes ganas de dormirse lo antes posible para así poder
despertarse unas horas más tarde en un nuevo día, más luminoso y menos
amenazador que la oscura noche anterior, cuando el miedo aún estaba fresco por
el visionado. Pero ésta no. Porque Freddy Krueger (interpretado por un Robert
Englund desde entonces eternamente ligado al personaje), mítico personaje cuya
fama araña cotas más propias del fenómeno sociológico que del culto
cinematográfico, es un ser invisible y débil ante los incrédulos ojos
despiertos de sus víctimas potenciales. Pero no cuando estos concilian el sueño
y reciben la visita de su onírico matarife que, parco en palabras, con su
rostro abrasado pero siempre surcado por una burlona sonrisa, su raído sombrero,
jersey a rayas rojas y verdes y su inconfundible guantelete, que convierte las
puntas de los dedos de su mano derecha en cortantes navajas, disfruta aterrando
a sus adolescentes mártires antes de quitarles la vida. En el apacible mundo de
los sueños reparadores Freddy es el diablo, el despótico amo y señor de las
pesadillas, capaz de convertir la más plácida de las siestas en una verdadera
tortura en la que el dolor sufrido por los durmientes a ese lado del sueño
tiene consecuencias a este lado de la vigilia. Una aparentemente inocente
cabezada durante la que morir a manos de Krueger implica fallecer igualmente en
la vida real sin otra explicación para los diurnos que tajos que aparecen en el
pecho de los durmientes hasta desangrarlos mientras son arrastrados por el
techo de sus dormitorios, o sábanas que se enroscan alrededor de sus cuellos
para ahorcarlos como si se hubiesen suicidado. Un inconscientemente amenazado
lado luminoso de la existencia en la que viven las jóvenes Nancy Thompson
(Heather Langenkamp), Tina Gray (Amanda Wyss) y sus respectivos novios Glen (un
primerizo Johnny Depp bajo el más imposible de los peinados) y Rod (Jsu García),
jóvenes más o menos felices antes de recibir, todos y cada uno de ellos, la
terrorífica visita del oblicuo Krueger que hará de sus vidas un infierno
insomne impulsado a base de píldoras y café,
que sólo llegará a su fin con el tan temido como anhelado sueño del que
muy probablemente nunca despertarán. Así, y construida sobre una obsesiva
corriente subterránea en la que se entremezcla el más retorcido sadismo físico
y argumental, un leve deje sexual en los ataques de Krueger, malintencionados
giros sobre la más prototípica trama alrededor de la venganza como epicentro
dramático y un leve pero muy interesante retrato de las más que porosas
fronteras entre lo que llamamos realidad y lo que a su vez catalogamos como
sueño, se erige uno de los títulos catedralicios del cine de horror más popular
de la década de los ochenta[1]:
Pesadilla en el Elm Street, la mejor
película dirigida hasta la fecha por un Wes Craven[2] paradójicamente
algo domesticado en lo que a la plasmación visual de algunas de sus más
recurrentes obsesiones se refiere.
Porque pese a la pútrida
presencia del desgarbado asesino venido
del mundo de los sueños, quién además hace gala de una lascivia particularmente
virulenta pero argumentalmente muy sugestiva, la puesta en escena de Craven
resulta, al menos a primera vista, prácticamente atonal en su descripción de
ambientes cotidianos perfilados por la blancura de casitas unifamiliares de dos
plantas, institutos de regusto inconfundiblemente norteamericano a rebosar de
estudiantes aburridos situados al filo de fatales cabezadas en clase, o
familias y amigos de acogedoras buenas intenciones. Un plácido y algo repelente
universo de normalidad made in USA
que el director de Pesadilla en Elm
Street retrata mediante una planificación puramente expositiva, iluminada por una inexpresiva dirección de
fotografía que, más allá de ilustrar desganadamente la cotidianeidad de Nancy y
sus amigos, se erige como único contrapunto visual a los oscuros y mohosos
dominios de Krueger al menos durante las primeras escenas de la película. Sucias
zonas industriales con el aspecto de haber sido abandonadas pese a que volutas
de humo y continuas llamaradas certifican su funcionamiento, calles vacías y
antinaturalmente silenciosas bajo la pobre luz de las farolas, o pasillos de
institutos obstruidos por movedizas bolsas de cadáveres son algunos de los
lugares de paso regidos con mano férrea por el asesino burlón, amo y señor de
la pesadillesca lógica física que manda y ordena sobre una onírica realidad
siempre esquiva, como en las mejores pesadillas, a las voluntades de sus
soñadores. Lugares que brindan instantes en los que Craven, con la inestimable
tonadilla sonora de diez inolvidables notas electrónicas mérito del compositor
Charles Bernstein, desarrolla una
agradecida, y bien envejecida, pátina de suciedad lograda tanto por la lenta
progresión con la que muestra el aspecto y homicidas intenciones de Krueger,
cuyas apariciones se ven reforzadas por la juguetona teatralidad de la que hace
gala el actor que lo interpreta, como por la creciente sensación de amenaza que
se desprende de un guión no demasiado inspirado, pero sí bien estructurado en
sus líneas generales[3]. Porque
aunque trufadas de diálogos prácticamente risibles, entonados por una serie de
actores que resultan, a excepción de Englund, más competentes en los momentos
terroríficos que en los más cotidianos de Pesadilla
en Elm Street, las escenas que componen el afortunadamente directo film de
Craven suponen un constante goteo de información que por un lado muestran una
algo repelente normalidad bajo una inasible sensación de amenaza, muy efectiva
pese a la pobreza expresiva de algunos momentos, mientras por el otro dotan de
una aureola casi mítica al sobrenatural homicida de afilados dedos antes de
concretar sus motivaciones. Así, a la estilizada secuencia de créditos
iniciales, durante la que Craven se toma su tiempo para regodearse en hornos
permanentemente encendidos, terroríficas carcajadas, y muy especialmente la
creación del afilado guantelete de Freddy, encuentra su prolongación en
pequeños pero efectivos detalles de puesta en escena perfectamente integrados
en una narración que prácticamente nunca se detiene y carece de tiempos
muertos. Crucifijos que caen sobre una durmiente Nancy en una impresionante
imagen que muestra como la dura pared situada sobre su cama se comba elástica
bajo la presión ejercida por Krueger, que se cierne sobre ella antes de
despertarla al golpearla levemente con el cristo que pendía sobre la joven, una
de las primeras frases de un asesino por entonces poco dado a los discursos, en
la que afirma ser “Dios”, o el
paralelismo que algunas de sus víctimas hacen entre él y el Hombre del Saco,
bosquejan lentamente un perfil casi diabólico considerado primero sobrenatural
por los adolescentes que duermen en la calle Elm, pero que finalmente acaba por
resultar un representante del Mal de orígenes tan familiares como
explosivamente destructivas son sus apariciones[4].
La apabullante escena en la que se muestra el asesinato de Tina a manos de Freddy, que
Craven pone en imágenes mostrando el cuerpo dormido de la chica, agitándose y
chillando de miedo mientras flota en el aire de su dormitorio ante los
aterrados ojos de su novio, alternándose gracias al montaje en paralelo que
vertebra la secuencia, alternando la vigilia con la pesadilla en la que Tina
está a punto de ser asesinada informa al espectador de que es Krueger quién
sujeta y zarandea su cuerpo mientras se desangra entre cortes y berridos siendo
arrastrada hacia el techo no es sólo una imagen tan icónica como surrealista en
su brutalidad. También supone una de las primeras muestras verdaderamente explícitas
de las que pueden encontrarse en Pesadilla
en Elm Street que corrobora sin ningún margen de duda la muy ambivalente
relación de dependencia existente entre ambos estados de conciencia… Dependencia
que muy pronto Craven se encargará de convertir en consecuencia, la del sueño respecto a la
realidad y viceversa, hasta lo indistinguible.
Así, resulta harto revelador el
instante de Pesadilla en Elm Street
que muestra a Nancy descolgando el teléfono para oír la voz de Freddy al otro
lado de la línea y notar como la lengua del asesino lame literalmente sus
labios desde el aparato. Es una escena repulsiva, de una viscosa carga sexual
subrayada por la fugaz visión de la parte baja del teléfono, que ha adquirido
el tono de piel del lúbrico asesino asemejándose así a su barbilla, pero que no
resulta tan impactante como el hecho de que, por una vez en Pesadilla en Elm Street, Freddy Krueger
ha intervenido en la realidad de Nancy cuando ésta estaba despierta. Una aparente incoherencia narrativa que, lejos de
suponer un problema para público o hasta para el desarrollo de la propia
película, se asienta en un terreno decididamente más abstracto que sin embargo,
y vista Pesadilla en Elm Street en
perspectiva, no deja de de bullir bajo la superficie de la película en su
totalidad, tanto en su fondo como en su forma. Porque, ya sea porque esa húmeda
aparición del criminal tiene lugar bien
avanzado el reducido metraje del film, cuando el insomnio de Nancy, forzado por
pura supervivencia, sólo se sostiene a base de excitantes y el consumo
compulsivo de café haciendo de su psique una bastante debilitada y por lo tanto
particularmente vulnerable a los embates del sueño, el beneficio de la duda
otorgado por Craven deja meridianamente clara su intención de demostrar como el
sueño y la vigilia son mucho menos diferenciables de lo que a primera vista
podría parecer. Del mismo modo, los rumores, leyendas, e historias alrededor de
Krueger que se encuentran desperdigados en diferentes momentos de Pesadilla en Elm Street y que
prácticamente siempre tienen como oyente a la joven Nancy (lo que implica,
siendo la protagonista de la película, que también recae sobre el público), perfilan
definitivamente una lúcida visión sobre lo imaginario y lo real en la que ambos
estadios de la conciencia se confunden, siendo el sueño el momento en el que lo
imaginario se impone por encima de lo real, aunque sin eliminarlo en absoluto,
y la vigilia aquello que responde a una lógica más o menos familiar (o, a falta
de una palabra mejor, real) pero que
necesita de lo imaginario para existir. Una relación que funciona en Pesadilla en Elm Street tanto a nivel
narrativo como simbólico ya sea en el poder de Krueger, cuyos actos traspasan
la fantasía para devenir dolorosamente reales, en la ambivalente plasmación
formal de la película, que llegado un punto hace imposible discernir si lo que
ocurre en pantalla es sueño o vigilia, o incluso en su propia estructura
dramática. No parece casual que en el mismo instante en el que Nancy trae desde una de sus pesadillas al
mundo de los despiertos el emblemático sombrero de ala ancha de Freddy Krueger,
durante el control médico al que acude obligada por sus asustados padres
(interpretados por John Saxon y Ronee Blakley) cuando las pesadillas de la
joven la convierten en una ojerosa adolescente con fobia a conciliar el sueño y
al borde del colapso nervioso, la escena inmediatamente posterior consiste en
una confesión materna que contextualiza la figura del asesino, trayendo a su vez un pasado que se
quería olvidar, en el que Freddy Krueger asesinó a veinte niños que vivían en
el vecindario, a un presente que deberá recordarlo si quiere sobrevivir.
De este modo, y más allá de la
nada molesta (y supuesta) pirueta psicologista que supone la concatenación de
ambas escenas, la confesión de la madre de Nancy alrededor de la muerte e
identidad de Krueger, que murió en su refugio (una fábrica probablemente muy
similar sino idéntica a la que puede verse en sus pesadillas) abrasado por un
fuego provocado por una turba de familias enfurecidos por la falta de
contundencia de las autoridades para con Freddy Krueger, no sólo eleva a
sobrenatural la maldad del asesino que busca venganza en los hijos adolescentes
de los padres y madres que lo quemaron vivo. También pone cara y ojos a la
hipocresía que se desparrama bajo un manto de presunta civilización y que sin
embargo es capaz de responder a la violencia con un grado de barbarie idéntico
al que pretende destruir. Y, para más inri, hace de la angulosa figura de
Krueger el equivalente a un imborrable pecado original que los hijos heredan de
sus padres sin que estos últimos sufran las peores consecuencias del trato.
Bajo este punto de vista, si hay una división en Pesadilla en Elm Street, no lo es tanto entre una realidad y
fantasía siempre al borde de la confusión entre ellas, sino la que se produce
entre dos generaciones diferentes, la de los padres y la de los hijos, siendo
los adultos responsables del dolor de los más jóvenes en aras de su propio bien.
El giro argumental que lleva a la alcoholizada madre de Nancy a encerrar a su
hija en su propia casa para obligarla a dormir e impedirle comprar píldoras que
puedan mantenerla despierta, con las ventanas forradas de barrotes y puertas
cerradas a cal y canto por incontables candados, transforma el confortable
hogar materno literalmente en una prisión haciendo de la sobreprotección
paterna de los adultos de Pesadilla en
Elm Street la perfecta (¿y complementaria?) Némesis con la grimosa
presencia de Krueger, siempre oculto entre sombras y movido por una lascivia
que sugiere que sus crímenes en vida iban un poco más allá de los veinte
asesinatos que se le atribuyen en la película[5]
y que ahora recaen sobre las psiques de un grupo adolescentes de casto infantilismo. Por si
solo, todo lo anterior certificaría el paso de Krueger de estilizadísimo psycho-killer de naturaleza sobrenatural
y onírica de Pesadilla en Elm Street,
a una figura más próxima a la personificación del subconsciente colectivo del
resto de personajes del film gracias a la estrategia dramática y argumental
obra de Craven: un ser surgido de la represión en el seno de una sociedad, y
una unidad familiar, comprensiblemente incapaz de contemplar sus propia
monstruosidad, postulada como escudo tras el que proteger a sus más jóvenes
miembros[6].
Pero visto así, Freddy Krueger puede contemplarse como verdugo y como víctima, como
causa y consecuencia de un Mal adherido por completo a la sociedad que lo vio aparecer,
intentó destruirlo, y ahora vuelve a sufrir con una impotencia aún mayor dada
la imposibilidad de los mayores para acceder a los dominios de un Krueger siempre a solas con los retoños de aquellos
que le dieron caza antes de lincharlo. Una inevitable plusvalía a la Maldad
social vista por aquellos que la ejecutan bajo una más respetable pátina de justicia que se ve muy beneficiada en el
film de Craven por la mentada estrategia planteada por el director, que gracias
a su relativa asepsia estilística impide a los espectadores de Pesadilla en Elm Street saber si están
viendo una pesadilla surgida de la mente de alguno de los protagonistas del
film o asisten a una serie de hecho que tienen lugar en la realidad física y
tangible de los que la viven con los ojos abiertos.
Algo que, sin caer nunca en lo
discursivo, pero tampoco en un expresionismo o subjetivismo a ultranza en lo
formal, capaces de rebajar un tanto la pegada cinematográfica de Pesadilla en Elm Street, es mostrado por
Craven a través de una modestia lo suficientemente similar a la que exhibe
cuando se trata de plasmar la vida consciente de sus personajes, hasta hacer de
ésta una especialmente siniestra por familiar.
Porque pese a que algunos de los lugares
de recreo del asesino mencionados anteriormente, por los que Krueger campa a
sus anchas y que sólo aparecen en Pesadilla
en Elm Street durante las horas de sueño de sus protagonistas como es el
caso de la mentada fábrica en la que Krueger da caza y muerte a sus víctimas y que
sólo existe en el mundo de los sueños sin tener un referente físico en la realidad
consciente de la película, muchos
otros ataques soñados sí ocurren en algunos de los hogares o instituto de los protagonistas
del film de Craven. Sólidas escaleras que se hunden fangosamente hasta las
rodillas de Nancy en su huida de un veloz Krueger que le pisa los talones en su
propia casa, o mujeres encargadas de limpiar los pasillos escolares (Leslie
Hoffman) que se revelan marionetas de aspecto humano al servicio de la voz y
voluntad de Freddy, son algunas vistosas (y logradas) muestras de la
estratagema llevada a cabo por Craven para hacer del sueño, con su inevitable
viraje a lo pesadillesco, un espejo de la vida de vigilia de Nancy, Tina, Glen
y Rod que sólo se deforma, revelando su condición onírica, cuando es demasiado
tarde. Un estimulante trampantojo entre lo real y lo imaginario que funciona
tanto a nivel teórico, elevando Pesadilla
en Elm Street por encima de sus modestas pretensiones intelectuales sin
demasiado esfuerzo como, sobretodo y mucho más importante, desde una óptica
puramente cinematográfica y narrativa, capaz de brindar secuencias brillantes y
una inesperada revitalización de una serie de lugares comunes del género
terrorífico con adolescentes de por medio, gracias a la inesperada puya moral
lanzada contra los más adultos habitantes de la calle Elm y, muy probablemente
al resto de la sociedad norteamericana que encuentra su más valioso apoyo en la
hábil puesta en escena de Craven. Que nadie se llame al engaño, Pesadilla en Elm Street no es, ni
probablemente lo pretende, un intelectual tratado alrededor de la venganza y la
hipocresía, sino una buena película de terror muy beneficiada por partir de una
idea brillante que no se desnaturaliza durante su posterior desarrollo,
sirviendo de base a un conjunto de escenas que de no ser por un inspirado
Craven serían agua de borrajas. El ahogamiento frustrado de Nancy en la bañera
de su casa, arrastrada por Freddy a unas oscuras e imposibles profundidades que
sólo existen en sus sueños, provoca angustia y sorpresa a partes iguales, pero
encaja perfectamente en el contexto de realidad en el que Nancy se ha quedado
dormida entre pompas de jabón a riesgo de morir asfixiada. Y lo mismo ocurre
con el hiperviolento asesinato de Tina, que culmina con la caída de esta desde
el techo sobre una cama repleta de hemoglobina, salpicando con el impacto a un
Rod presa del pánico que es detenido por el asesinato de la chica… antes de
morir ahorcado por Freddy en su celda mientras el resto de los mortales
despiertos creen que el chico se ha suicidado. Impactantes escenas, a la que
habría que sumar el siniestro paseo de Nancy por su instituto persiguiendo el
cadáver de Tina que la llama, siempre desde una inalcanzable distancia, que
como se decía algo más arriba deben mucho al ritmo pausado que Craven imprime
tanto al montaje como, muy especialmente, a los movimientos de los actores.
Prácticamente toda pesadilla vista en Pesadilla
en Elm Street (y por lo tanto, y por la confusión entre realidad y fantasía
que se da en todo el film, prácticamente durante todo su metraje) parece
etérea, ralentizada y, peor aún, inexorablemente atractiva. La lógica onírica
de Craven, más allá de golpes de efecto o efectivas explosiones de violencia,
se sostiene gracias a un inspirado temple que convierte algunos consabidos
lugares comunes del género, como puede ser el hecho de que un personaje se
aproxime a un más que evidente peligro en lugar de huir de él, en pura lógica
irracional pero, ahí es nada, comprensible.
Sólo las salvajes apariciones de Freddy rompen la ilusión de estar ante un
morboso espectáculo inofensivo para el durmiente por un motivo simple pero que
funciona maravillosamente bien: la virulencia de Freddy se opone por completo
al extraño y distante estatismo del resto de elementos que componen la
pesadilla. Cadáveres, volutas de humo o niñas vestidas de un blanco antinatural
jugando a la comba a ritmo casi flotante, son parte del atmosférico paisaje que
anuncia la inminente llegada de Krueger, pero lo pausado de su ritmo y
sobretodo la distancia que mantienen con los durmientes provocan en ellos el
mismo efecto que en el ánimo del espectador: hipnotizar y atraer hasta que
Freddy tome la iniciativa, siendo el único que toma esta actitud durante unos
sueños marcados por la lasitud, y ataque a sus víctimas. Así, todo en Pesadilla en Elm Street se complementa:
todo crimen soñado, que implica un cadáver real, tiene su explicación desde un
punto de vista racional, así como la sobrenatural naturaleza de Krueger se
sostiene sobre una nadería argumental que sin embargo logra ser convincente
gracias a lo conseguido de la atmósfera del film. Y lo hace desde un punto de
vista más emocional, o sensitivo, que racional o teórico debido a la buena
puesta en escena de un Wes Craven tan aparentemente atonal como finalmente
inspirado.
Pero este equilibrado vinculo
entre sueño y vigilia, o violencia y represión, que dota de una obsesiva unidad
al conjunto de la película, acaba por descompensarse: Freddy es finalmente
encarado por una superviviente Nancy quien, tras los asesinatos de Tina y Glen
así como la espectacular muerte de Rod que convierte su cama en una cascada de
sangre que no deja de manar contra el techo de la habitación del personaje
encarnado por Johnny Depp, entra en el mundo de los sueños con la voluntad de
sacar a Krueger de allí, agarrándolo justo antes de despertar para traerlo al
mundo de los despiertos, y haciéndolo por tanto vulnerable. Así, y pese a que
la coherencia narrativa de lo apuntado por el resto del film todavía se
sostiene, Krueger no sólo pierde su aureola sobrenatural, también se convierte
en víctima de una violencia que en algunos momentos llega a resultar risible. Ya
que imbuida por un inesperado espíritu militar digno del más letal comando, Nancy
siembra su casa de salvajes trampas como pesadas mazas que caen sobre el que
abra la puerta del dormitorio de la chica, lámparas que explotan peligrosamente
cerca de la cabeza de Krueger al paso del asesino o, de forma más expeditiva, una
simple cerilla encendida por la joven tras rociar al criminal con una lata de
gasolina. Llegado este punto, poco importa el hecho de que esto último, que
convierte al ya de por sí requemado asesino en una antorcha humana que choca
con todo lo que se cruza en su camino, rememore la venganza llevada a cabo por
los padres de los niños asesinados por Krueger años atrás. Lo virulento de los
ataques sufridos por una serie de ataques de métodos y efectos más propios de
los dibujos animados que de la verdadera crueldad, no emborronan la posibilidad
de estar asistiendo a una nueva escalada de violencia como la que dio luz a la
etapa onírica del asesino de la calle Elm pero sí la eclipsan, primero tras la
lástima que despierta el criminal y, más adelante, tras la risa que provoca la
desopilante violencia sufrida por un hasta ese momento estoico Freddy Krueger. Llegado
este punto, la tesis alrededor de la venganza como semilla y abono de un ciclo
interminable de violencia en la que víctimas y verdugos se cofunden parece
llegar a su conclusión lógica, pero la forma con la que Craven la pone en
imágenes esta lejos de transmitir la incomodidad necesaria como para que la
compasión que despierta el asesino llegue a contrariar al espectador que pocas
escenas antes temía y anhelaba a partes iguales la aparición del asesino. Como
tampoco llega a perturbar la metódica (y cómica) violencia desatada por Nancy
en una clara y voluntariosa inversión de papeles que sin llegar a hundir la
película, parece muy por debajo de la violenta atmósfera que impregna los
mejores momentos de Pesadilla en Elm
Street. Secuencias dotadas de un tenue pero muy logrado espíritu
surrealista en el que podría incluirse el que sigue a esta desafortunada escena
recién mencionada: Freddy, pasto de las llamas, huye escaleras arriba de la ira
de Nancy, atacando a la madre de ésta que duerme apaciblemente en su dormitorio
y fundiéndose con ella en un abrasador abrazo. El débil forcejeo culmina con
una tormenta que se desata en el interior de la cama y absorbe los esqueletos
calcinados de el asesino y su verduga en vida, antes de que las sábanas
revueltas regresen a su lugar como si nada hubiese ocurrido ante la atónita
mirada de Nancy y su aterrado padre. Pero cuando el aturdido progenitor de la
protagonista de Pesadilla en Elm Street
abandona el dormitorio, Freddy reaparece y amenaza con matar a una Nancy que lo
ignora, desintegrándolo literalmente al darle la espalda y perderle el miedo en
una escena que recupera la pegada fantástica que daba sentido a las imágenes
más memorables de Pesadilla en Elm Street
y compensa hasta cierto punto lo confuso y algo traído por los pelos de su
reflexión final alrededor del poder del terror, personificado en Krueger, como
fuerza que se alimenta del temor que despierta en los demás. Aunque, desgraciadamente
y como colofón a un final aquejado de una ciclotimia cualitativa que por
fortuna se condensa en el último tramo de Pesadilla
en Elm Street, dejando al resto de la película en una más que respetable
posición en la memoria del espectador, el punto final del film de Craven acaba
siendo prácticamente ridículo[7]
en sus descaradas ansias de asegurarle al público la posibilidad de una secuela,
pese a que gran parte de sus elementos resulten estimulantemente sugerentes. Pero,
y aunque para más inri dicho punto final atenta contra toda la lógica de la
película, este triste pegote no demasiado bien filmado ni creíble en ningún
caso, no consigue empañar los logros de una película mítica en su modestia,
ajustada en sus propios parámetros y capaz de ceder a su audiencia un villano
tan inolvidable como la angelical tonadilla (algo desvirtuada por su doblaje al castellano) que precede su aparición haciendo
de Pesadilla en Elm Street un oscuro
cuento de cuya malvada influencia es imposible escapar cuando se trata de
conciliar el sueño:
“Uno, dos: canta a
viva voz. Tres, cuatro: el hombre del
saco. Cinco, seis: decid lo que veis. Siete, ocho: cómete un bizcocho. Nueve, diez ¿Dónde está Fred?
Título: A Nightmare on Elm Street. Dirección y guión: Wes Craven. Producción:
Robert Shaye. Dirección de
fotografía: Jacques Haitkin. Montaje:
Patrick McMahon y Rick Shaine. Música:
Charles Bernstein. Año: 1984.
Intérpretes: Heather Langenkamp (Nancy
Thompson), Robert Englund (Freddy Krueger), Johnny Depp (Glen), Ronee Blakley
(Marge Thompson), John Saxon (Don Thompson), Amanda Wyss (Tina), Jsu García (Rod).
[1]Siendo
la película que nos ocupa la primera de una serie de ocho, a la que se sumaría
una serie de televisión, un inútil y bastante reciente remake, y un desaprovechado cross-over
en el que Freddy se enfrentaba con otro hito del cine de los ochenta, bastante
menos afortunado en sus incursiones cinematográficas que el protagonista de Pesadilla en Elm Street: Jason Vorhees,
niño de mamá e implacable verdugo de descerebrados adolescentes en la saga Viernes 13. El motivo para la ingente
cantidad de películas que generó el film seminal de Craven es simple: Pesadilla en Elm Street costó apenas dos
millones de dólares, y recaudó un total de veintitrés más sólo en suelo
americano, abriendo la veda a un filón que no haría sino crecer en
mercadotecnia mientras el buen nivel de esta primera entrega y el personaje de
Freddy Krueger se empequeñecía con un creciente protagonismo del asesino en
cada nueva película. La primera secuela no se hizo esperar, y ya en 1985
llegaba la inevitable pero muy curiosa Pesadilla
en Elm Street 2: la venganza de Freddy, dirigida por un Jack Sholder que
superaba en sus funciones la asepsia formal del film seminal de Craven
cometiendo un único e imperdonable error a ojos de los más fervientes
admiradores de la primera película: el que Freddy Krueger accediese a nuestro
mundo en busca de víctimas que estaban despiertas
cuando caían en las manos del asesino. A cambio, la película ofrecía un
argumento considerablemente atrevido teniendo en cuenta que lo único que
buscaban los productores era un éxito fácil que atrajera a los espectadores más
jóvenes a las salas, y que podría resumirse en el hecho de que en esta Pesadilla en Elm Street 2: la venganza de
Freddy, Freddy parecía encarnar los impulsos homosexuales de su
protagonista, Jesse Walsh (interpretado por un amanerado Mark Patton). Un joven
apocado y de aspecto enclenque, que esquiva la anhelante sexualidad de su novia
bajo la excusa de que al consumar su relación se malbarataría la pureza de su
amor mientras, por otro lado, no se pierde una tarde junto un fornido atleta de
la clase que se convierte en su mejor amigo. Para acabar de rematar una jugada
de la que prácticamente ninguno de los implicados en la película asegura haber
sido consciente, Freddy lleva a Walsh a bares de ambiente, asesina al profesor de
gimnasia en las duchas del instituto atándolo de pies y manos, al más puro
estilo dominatrix, mientras lo golpea
hasta la muerte con toallas mojadas en el trasero y, cuando queda claro que
Freddy pretende acceder a nuestro mundo a través de Jesse, éste berrea con un
tono más femenino que masculino y se refugia en la habitación de su deportivo y
sudado amigo, abandonando a su novia argumentando que alguien quiere meterse en
su cuerpo… ¿El resultado? Que en Internet se conozca la segunda incursión
cinematográfica de Freddy Krueger como Homopesadilla
en Elm Street, la película fuese un éxito pero muy criticada tanto por
público como por crítica, y que Mark Patton se hiciese lo suficientemente
popular en los círculos homosexuales (gracias a un imposible baile que hace
inconcebible el que ninguno de los participantes en Pesadilla en Elm Street 2: la venganza de Freddy supiera lo que
estaba haciendo) como para sentirse seguro para salir del armario. Pero tras el
rechazo que provocó la película entre los más puristas, pese a que como se dice
algo más no carecía de cierto interés y merece un respeto por la valentía de su
propuesta, el mito de Freddy regresó a sus más habituales cauces en una de las
mejores películas de la saga. Pesadilla
en Elm Street 3: los guerreros del sueño, estrenada en 1987 bajo la batuta
de Charles Russell, suma a lo divertido que resulta su visionado al hecho de
que acunó en su seno a un conjunto de profesionales que tarde o temprano
alcanzarían una reputación impensable en aquel momento. Patricia Arquette
encarnaba a Alice, la asustada protagonista encargada de enfrentarse a Freddy
en una desigual batalla para la que, en esta ocasión, contaría con un grupo de
aliados dotados de unos poderes específicos que sólo conseguían en sus sueños,
la banda sonora vino firmada por el compositor habitual de David Lynch, Angelo
Badalamenti, y el guión del film contaba entre sus colaboradores con el
talentoso e irregular Frank Darabont, además de incluir en su reparto a
Laurence Fishburne en un papel secundario… pero donde Pesadilla en Elm Street 3: los guerreros del sueño logró hacerse
con el público fue al marcar las líneas a seguir que poco a poco serían
prácticamente pilares inamovibles de la serie. Una serie de elementos que, pese
a que Pesadilla en Elm Street 3: los
guerreros del sueño contó con Wes Craven para la primera versión del guión,
diluían parcialmente el tono sombrío de la primera entrega a favor de un
sarcástico sentido del humor negro, la omnipresencia de unos muy conseguidos
efectos especiales y un tono cada vez más próximo al de los cómics creepy con esa particular mezcla de
socarrones asesinatos a la moralista medida de sus víctimas, que contornearon
los lugares comunes de una saga que esperó poco para colocar a Krueger en el
privilegiado lugar de maestro de ceremonias. La muy divertida y tremendamente
dinámica Pesadilla en Elm Street 4:
maestra del sueño, estilizadamente filmada por Renny Harlin en 1988 recogía
todo lo anterior, catapultando al personaje de Krueger más allá de lo que ninguna
de las tres entregas precedentes se había atrevido a hacer: el terror había
desaparecido, sustituido por los continuos chascarrillos de Freddy antes,
durante y después de asesinar a los adolescentes de turno, siempre asesinados
mediante alguna referencia a la única característica que evitaba que fuesen
absolutamente intercambiables entre ellos, tal era la pobreza del guión. La
atmósfera opresiva del film de Craven y, en menor medida, del de Sholder,
palidecía ante un apabullante espectáculo de fuegos de artificio que llevaba
mucho más allá el tono circense de la tercera entrega para dar como saldo una
muy divertida película siempre que se vea con el mínimo de prejuicios
disponibles. Paralelamente, y fruto del éxito que poco a poco iba cosechando la
saga especialmente entre el público más joven, New Line Television (filial
televisiva de la New Line cinematográfica que había producido todas las
películas de Pesadilla en Elm Street)
puso en marcha la primera temporada de Las
pesadillas de Freddy, serie de terror compuesta por episodios
independientes todos ellos presentados por Krueger a modo de maestro de
ceremonias que llegó a España en 1992 siendo sus dos únicas temporadas (que en
los EEUU dejaron de emitirse en 1991) emitidas por tele 5. Pero mientras tanto,
la saga cinematográfica continuaba y Pesadilla
en Elm Street 5: el niño del sueño, dirigida por Stephen Hopkins en 1989,
suponía un tímido regreso sobre el papel al goticismo que ya por entonces
parecía haber abandonado la serie pero su estética, deudora de una determinada
idea de lo que para algunos debía ser un videoclip, le mereció a la película el
acertado apelativo de “terror de
discoteca” por parte de una crítica que ya hacía varias entregas que había
dado la espalda a la criatura de Wes Craven. Pese a todo, y como en los filmes
anteriores, los efectos especiales brindaban aún algún momento más o menos
inspirado. Aunque pocos de ellos podían verse en la desesperada Pesadilla final: la muerte de Freddy de
la mano de Rachel Talalay en 1991 bajo la promesa de que, por fin, la saga
terminaba. Con las esporádicas colaboraciones de Johnny Depp y Roseanne Barr y
¡Alice Cooper! en el ingrato papel de padre maltratador de Freddy… Pesadilla final: la muerte de Freddy es
una película que consta con una vergonzante secuencia en 3D que nació vieja y
un punto de partida más interesante que el film en sí y algunos apuntes
argumentales muy interesantes que, por supuesto y por desgracia, no llegaban a
más, sepultados bajo unos impresionantes efectos especiales que no han
envejecido demasiado bien. Tres años más tarde, y con un Wes Craven harto de
ver como se había maltratado a su criatura en aras del más desmadrado beneficio
económico, el padre creativo de Freddy volvía a tomar las riendas de la que,
una vez más, se prometía como la secuela definitiva. Y, aunque no fue ese el
caso, o al menos no del todo, La nueva
pesadilla de Wes Craven a buen seguro fue una de las más curiosas de toda
la saga. Algo lastrada por los delirios de grandeza de Craven, que aparecía en
el film interpretándose a sí mismo, como también hacían Heather Langenkamp y el
propio Robert Englund, La nueva pesadilla
de Wes Craven es un curioso pero demasiado hinchado juego cinematográfico
en el que los participantes de la primera película son acosados en su vida real
por el personaje de Freddy Krueger, el Mal personificado que había vivido
encapsulado en la serie de Pesadilla en
Elm Street y que ahora, sin películas que puedan detenerlo, campa a sus
anchas en nuestra realidad asesinando a familiares de actores y directores
desde sus sueños. Un curioso punto de partida que lograba desarrollarse de
forma medianamente inquietante y recuperaba relativamente el terrorífico hálito
de la primera entrega, pero que no tuvo continuidad fruto de la frialdad con la
que fue acogida por un público más ávido de una nueva y festivalera sangría que
del pretencioso y algo impostado arte y
ensayo que Craven quería para su irregular pero apreciable película. Nada
que ver con lo que pergeñaría nueve años después un mucho más desacomplejado
Ronny Yu en Freddy contra Jason,
frustrante intento de enfrentar a dos mitos del cine de horror de los ochenta
que no cuajó por no saber desarrollar con la garra necesaria algunos de los
elementos de la trama que no carecían de interés y una puesta en escena más
deudora de la complicidad que la película podía despertar en su voluntarioso
público que a una verdadera demostración
de talento o hasta de desparpajo. Aunque, en comparación con el insípido remake firmado por Samuel Bayer en el
año 2010, Freddy contra Jason se
recuerda como un juerga inolvidable: mimética en planteamiento, planificación
de algunos momentos, y con prácticamente nada que aportar respecto a la primera
película de 1984, Pesadilla en Elm
Street: el origen evidenciaba la sugerida pedofilia de Freddy poniéndola en
un primer término mientras pretendía recuperar la seriedad del primer capítulo
de la serie con un Jackie Earle Haley en el papel de Freddy Krueger que supuso
lo mejor de la película pese a no aportar prácticamente nada nuevo respecto a
lo ya hecho por Robert Englund. Para los interesados en la, digamos, saga original, no puedo dejar de recomendar el magnífico (y largo, lo que lo hace aún mejor) documental sobre las ocho primeras apariciones de Freddy Krueger en pantalla llamado Never Sleep Again. No se lo pierdan.
[2]Nacido
el 2 de agosto de 1939 en el seno de una conservadora familia baptista en
Cleveland, Ohio, Wesley Earl Craven creció bajo los furibundos ataques de rabia
de su padre, fabricante de piezas de aviones, hasta que murió en el muelle de
carga de la empresa en la que trabajaba cuando el pequeño Craven contaba con
escasos cinco años de edad. A cargo de su madre, soltera y de una rectitud
moral rayana en el fanatismo más asfixiante, la familia Craven no pasaba por
ser un dechado de alegría de vivir. No se hablaba de sexo, ni de política, ni
podía irse al cine, ni tampoco blasfemar dentro de lo que debía parecer una
verdadera prisión mental para cualquier niño u adulto de la que Craven salió
cuando, a instancias de su madre, empezó a estudiar en la escuela cristiana
Wheaton College, mientras asistía a la Iglesia diariamente y se licenciaba en
Filología Inglesa y Psicología. A los diecinueve años, y debido a un accidente
que dañó seriamente su columna vertebral, Craven fue ingresado en el hospital
para pasar allí la friolera de dos meses de convalecencia. Allí descubrió la
literatura y la poesía, y comenzó a hacer sus pinitos como escritor aficionado
hasta que su vida dio un definitivo vuelco cuando se enamoró de una de las
enfermeras encargadas de cuidarle con la que contraería matrimonio un año más
tarde. Pero antes, y tras abandonar el hospital, Craven fue admitido en la
facultad de literatura John Hopkins, donde un diácono que impartía clases allí
le aconsejó que enfocara sus energías creativas a un ámbito más visual que
estrictamente literario, dadas sus capacidades descriptivas. Y en 1964, justo
al graduarse en Filosofía y Literatura en la John Hopkins y tras darse a la
fuga del claustrofóbico hogar materno, Craven encontró su primer trabajo como
profesor de literatura en una ciudad del estado de Pensilvania, para más tarde
ejercer la misma función en una escuela de ingenieria de Nueva York. Allí,
Craven y su mujer empezaron a frecuentar ambientes intelectuales y
librepensadores que suponían un auténtico balón de oxígeno para una pareja
acostumbrada a moverse en ambientes emocional y psicológicamente castradores.
Escribiendo sin cesar en los momentos libres que tenía entre jornada y jornada,
Craven comenzó a visitar los cines neoyorquinos con asiduidad, aficionándose a
la obra de Ingmar Bergman o Federico Fellini, así como el teatro de Samuel
Beckett. Craven no dejaba de escribir, y aseguraba que antes de cumplir los
treinta sería portada en la revista Time,
aunque lo que logró a esa edad fue precisamente lo opuesto a lo que los
postulados bohemios veían con buenos ojos, fundando una familia. Aunque seguía
empeñado en vivir libre de las ataduras sociales y morales que le habían
inculcado desde pequeño, Craven visitaba a su madre de vez en cuando y, pese a
alguna escapada para vivir en casas abandonadas a su suerte durante plazos que
no superaban los siete días, cumplía con sus obligaciones como marido y padre
de dos retoños. Así, y aún viéndose lejos de dirigir una película o siquiera de
participar tangencialmente en el negocio y/o arte cinematográficos, Craven
entró en contacto con el medio cuando un grupo de alumnos le pidió que
supervisara una pequeña película que habían rodado como parte de un ejercicio escolar.
El interés que la película despertó en él, muy por encima de lo que la película
en sí misma podía ofrecer, hizo que Craven viese claro el camino a seguir.
Abandonó su trabajo en 1969 y se mudó con su familia a Brooklyn, donde
pretendía vender su primera novela y abrirse paso en el mundo del cine aunque
sus trabajos como maestro de instituto y taxista a tiempo parcial prácticamente
no le dejaban tiempo para nada. Sintiéndose perdido y sin ver un posible
anclaje en nada ni nadie de los que lo rodeaban, Craven se divorció en 1970,
siendo contratado como ayudante de
montador por el productor de cine porno Sean S. Cunningham, quien confió en él
para abrirle el paso a la compañía para la que trabajaba a un nuevo mercado y
género: el del terror. Cunningham, que conocía a Craven como ayudante de
montaje de una de sus películas destinadas al mercado de los autocines, le
propuso al futuro realizador de Pesadilla
en Elm Street que llevara a buen puerto un guión lo suficientemente
escandaloso y barato como para, con una mínima inversión, llenar las escasas
salas del país donde fuese a exhibirse la película. Y la película de marras,
que inicialmente sólo pretendía ser una inversión económica capaz de generar
algún tipo de beneficio, fue La última
casa a la izquierda, filmada mediante una salvaje pátina documental en 1972
que supuso una agresiva vuelta de tuerca a un género, el del terror, que
llevaba desde finales de la década anterior sufriendo un proceso de
transformación del que Craven sería, de forma algo controvertida para algunos,
parte esencial. Remake confeso y
brutal de El manantial de la doncella,
clásico de Ingmar Bergman muy admirado por Craven, La última casa a la izquierda era un film sucio, agresivo para con
el espectador… e increíblemente esquemático en lo argumental. Su agresiva
frontalidad creó adhesiones, mientras sus detractores la convertían en un
rentabilísimo escándalo que prolongó su estancia en salas de medianoche a las
que el público más joven asistía en busca de emociones fuertes. La crítica la
masacró, e incluso hubo amenazas de bomba en algunas proyecciones, adjudicadas
a los sectores más puritanos de la sociedad de los que el propio Craven, que se
vanagloriaba vengativamente de ser ahora su azote, había surgido. A partir de
entonces, Craven invirtió gran parte de sus esfuerzos en filmes eróticos, o
directamente pornográficos, de escaso presupuesto pero rentables beneficios
hasta que, en 1977, volvería a la carga con la decepcionante Las colinas tienen ojos, película que
cogía muchos de los elementos dramáticos y narrativos de La última casa a la izquierda aunque fallando en el apartado más
importante de la película, aquel que podía ensalzar o hundir su film dado lo
precario de sus recursos económicos y estilísticos: su agresividad, que en esta
ocasión, parecía mucho más atemperada. En 1978, y ya encarando su errática
carrera, Craven llevaría a cabo Las dos
caras de Julia y, tres años después, Bendición
mortal, a la que seguiría la descacharrante y no demasiado afortunada La cosa del pantano, en 1982. Y dos años
después, presa de una hiperactividad que no volvería a repetirse en toda su
carrera, Craven estrenaría tres (¡tres!) películas: Invitación al infierno, la secuela de Las colinas tienen ojos (con un gran 2 que garantizara un mínimo de éxito para la película), y la mejor
película de Craven hasta la fecha, analizada en esta entrada: Pesadilla en Elm Street. Tras ella
llegaría Amiga mortal, en 1985, la
interesante La serpiente y el arco iris
estrenada en 1988 y las descacharrantes y considerablemente malas Shocker: 100000 voltios de terror y El sotano del miedo, filmadas en 1989 y
1991 respectivamente. Mientras, Craven hizo algunas incursiones en el medio
televisivo con series como Disneylandia:
el mágico mundo del color (1985), o algunos capítulos para Más allá de los límites de la realidad,
que comenzó su emisión en 1986. Pero su mayor oportunidad en el ámbito catódico
fue de la mano de su amigo y colaborador en Pesadilla
en Elm Street Robert Englund, con una divertida serie creada por el propio
Craven bajo el interesado título de Nightmare
cafe, y que aquí pudo verse en algunas cadenas autonómicas en 1992. Dos
años más tarde llegaría su regreso al desvirtuado universo de Freddy Krueger
con La nueva Pesadilla de Wes Craven,
que se comenta en la nota al pie anterior. Pero ante la desidia del público, el
realizador tuvo que pasar por dirigir el fallido vehículo de lucimiento al
servicio de Eddie Murphy titulado Un
vampiro suelto en Brooklyn en 1995, antes de obtener uno de los mayores
éxitos de taquilla de toda su carrera. La célebre Scream: vigila quién llama devolvió a Craven el crédito perdido con
sus graciosas referencias continuas a clásicos del cine de terror moderno y un
magnífico inicio protagonizado por Drew Barrymore que es para quitarse el
sombrero. El éxito del film propició una inevitable secuela más pagada de sí
misma aún que la primera entrega: Scream
2, que llegaría tan solo un año después haciendo gala de un mimetismo
respecto a su modelo algo ambivalente por suponer tanto una estrategia más o
menos lógica desde un punto de vista autoconsciente como, también, un acto de
cobardía creativa que no ofrecía gran cosa más que lo que ya podía verse en la
primera entrega, pese a albergar instantes magníficos y algunas escenas de
calculadísimo suspense más que respetables. Algo que difícilmente puede
opinarse de Scream 3, filmada en el
año 2000 tras un paréntesis en el cine de género por parte de Craven para
filmar el prototípico drama La música del
corazon protagonizado por Meryl Streep en 1999, y que no alcanzó ni de
lejos los logros de sus dos predecesoras. Cinco años más tarde, estrenaría dos
películas consecutivas: La maldición
y Vuelo nocturno de las que nada
puedo decir por no haberlas podido ver pese al reconocimiento que obtuvo el segundo
título entre la crítica especializada. Un año más tarde, Craven participaría en
el proyecto común París, je t’aime
dirigiendo uno de los episodios que conforman esta película situada en la
capital francesa… hasta que cuatro años más tarde llegaría Almas condenadas, prolegómeno del sonado (y algo sobrevalorado)
retorno de Craven a la saga que le devolvió la fama a mediados de los noventa: Scream 4, nuevo rizo rizado hasta la
extenuación alrededor de las desventuras de los protagonistas de los filmes anteriores,
aunque en esta ocasión dotado de un pesimismo y cierta sordidez que la hacen a
veces interesante, otras rutinaria, pero que en cualquier caso no empañan una
magnífica secuencia de inicio en lo que aún a día de hoy es la última incursión
de Wes Craven en el mundo de la realización.
[3]Un
libreto escrito de puño y letra por el propio Craven en 1981, justo después de
terminar la producción de la surrealista
La cosa del pantano que se estrenaría
el año siguiente. Con el guión bajo el brazo, Craven visitó los estudios
Disney, donde le pidieron que rebajara el tono terrorífico para hacerlo más
accesible al público infantil, hizo una escapada a la Paramount Pictures, que
rechazaron el proyecto por tener entre manos una producción de argumento
relativamente similar a Pesadilla en Elm
Street, y finalmente fue nuevamente despachado en la Universal Pictures,
para acabar firmando para una compañía independiente, la New Line Cinema, por
entonces más dedicada a la distribución cinematográfica que a la producción. Inicialmente
se pensó en el actor David Warner para encarnar a Freddy, e incluso se hicieron
distintas pruebas del maquillaje ideado por David B. Miller según un modelo
inspirado en una pizza de pepperoni… aunque a pocos días antes de comenzar el
rodaje, Warner abandonó el proyecto por problemas de agenda. A cambio, Craven
contrató a un Robert Englund por entonces relativamente célebre gracias a su
participación en la mítica miniserie V,
en la que encarnaba a uno de los repulsivos alienígenas devoradores de ratas.
Para el papel de Nancy, se contrató a Langenkamp intentando huir de rostros
conocidos que, sin embargo y con la perspectiva del tiempo, sí estuvieron a
punto de hacerse con el papel. Courtney Cox o Demi Moore fueron algunas de las
candidatas, en cualquier caso menos conocidas y reputadas que un por entonces
desconocido Johnny Depp, que aterrizó en el plató acompañando a un amigo a una
de las audiciones (curiosamente, el amigo en cuestión era el Jackie Earle Haley
que encarnaría a Freddy en el insulso remake
de Pesadilla en Elm Street filmado en
el año 2010) y acabó haciéndose con un papel anhelado por Nicolas Cage o
Charlie Sheen.
El rodaje de Pesadilla en Elm Street comenzó en junio
de 1984, contando con un presupuesto inicial de setecientos mil dólares que
ascendieron a casi dos millones cuando, a mitad de la filmación el dinero de
los productores se esfumó. No se pagaron sueldos durante dos semanas, aunque
nadie del equipo abandonó el proyecto, y fue la propia New Line que por
entonces, y como se decía algo más arriba, estaba más orientada hacia la
distribucón, la que tuvo que poner toda la carne en el asador y pagar el dinero
faltante a riesgo de quebrar, dada la modestia económica de la empresa
regentada por Bob Shaye, si el rodaje no se concluía. Reunido el crédito
necesario, el rodaje prosiguió remuneradamente hasta concluir en julio, tal y
como estaba previsto, y ser estrenado en noviembre. Gracias al éxito de
taquilla obtenido por el film, la New Line se asentó como productora
independiente, dejando en un segundo lugar sus labores en el campo de la
distribución.
[4]Y
para cuya inspiración, Craven tuvo que hurgar en algunos de sus recuerdos de
juventud que se remontaban a cuando contaba con catorce años de edad. Fue
durante sus años de instituto cuando el futuro realizador de Pesadilla en Elm Street sufrió una
tétrica experiencia que se grabaría a fuego en su memoria hasta tomar un nuevo
cuerpo en el terroríficamente sarcástico Freddy Krueger. Una noche en la que
Craven se encontraba asomado distraídamente por la ventana de su apartamento,
situado en un segundo piso, vio a un peatón pasear por la calle que, quizás
sintiéndose observado, levantó la cabeza y clavó sus ojos en los del futuro
realizador. Algo impresionado por la seguridad de la mirada del hombre, el
tímido Craven se escondió durante un rato, a la espera de que el mirón se
fuera. Pero cuando volvió a asomarse minutos después el hombre seguía allí,
mirándole, e incluso le hizo un gesto a Craven con la cabeza para asegurarle
que se había percatado de su presencia. Acto seguido, el desconocido se metió
en su edificio, ante el pavor de Craven, que se atrincheró en su casa mientras
su hermano menor, de diez años de edad, se armaba con un bate de béisbol por si
la cosa se ponía fea. Nada ocurrió, pero esta experiencia, una de las más
terroríficas de la vida de Craven, lo persiguió durante años. Más adelante y
durante la escritura del guión de Pesadilla
en Elm Street en 1981, la misteriosa figura del hombre que parecía
disfrutar asustando a un chaval, se complementó con algunos artículos
periodísticos leídos por Craven alrededor de una serie de personas que habían
muerto mientras dormían. El caso más inquietante tenía como protagonista a un
joven adolescente que, tras una terrible pesadilla, se negó a dormir durante
días. Alarmados, sus padres lo llevaron a un médico que le recetó unas píldoras
para dormir, que el chico tiró. Pero al poco tiempo cayó dormido y volvió a
tener una nueva pesadilla tras la que murió sin llegar nunca a despertarse ni que
la autopsia lograse encontrar ninguna causa plausible para su muerte. Con todo
lo anterior, e inspirándose en un amigo de la infancia llamado Fred para
bautizar al personaje y una derivación del nombre del Krug, animalesco
protagonista de su anterior Las colinas
tienen ojos, Wes Craven ya tenía todo el material necesario para dar vida
sobre el papel a uno de los más célebres verdugos de la Historia del Cine.
[5]Una
sombra de lo que en las primeras versiones del guión de Pesadilla en Elm Street era una realidad: Freddy Krueger no sólo
asesinaba niños, sino que antes de hacerlo abusaba sexualmente de ellos. Craven
prefirió descartarlo, pero es innegable que el fantasma de la pedofilia planea
constantemente sobre los crímenes pasados y presentes de Krueger pese a que
algún despistado comerciante no sólo aprovechó el tirón comercial del personaje
para crear figuras a su imagen y semejanza, inenarrables discos cantados por el
mismísimo Robert Englund con la correosa voz impostada de Freddy, o hasta
líneas calientes a través de las cuales podías hablar con una grabación que
aseguraba ser el asesino de durmientes de la calle Elm… también, en un gesto
que escandalizó a todos los implicados en el primer Pesadilla en Elm Street, ¡comercializó pijamas para niños!
[6]Una visión
de la familia como pernicioso núcleo maligno capaz de asfixiar tanto a sus más
jóvenes miembros como de acabar con todos aquellos que pretendan
desestabilizarlos, que se extiende a una parte de la filmografía de Craven (y
de la de muchos de sus compañeros de generación) más allá de Pesadilla en Elm Street por los motivos
comentados en el cuerpo del texto, con títulos como Las colinas tienen ojos y su secuela, La última casa a la izquierda, El
sótano del miedo o Scream 3. En
las que además, y como corolario a su pesimista visión de la llamada base de la
sociedad, la violencia funciona siempre como una moneda de cambio que dota a
estas películas (quizás con las excepciones de El sótano del miedo y el tercer Scream)
de cierta circularidad. Del mismo modo, pueden rastrearse situaciones en las
que una historia ficticia, ya sea hablada, leída o filmada, tiene efectos reales y muy destructivos: ahí están los
asesinos cinéfilos de la saga Scream,
algunas pinceladas sobre la fe en La
serpiente y el arco iris, los progenitores asesinos de La última casa a la izquierda o el mismísimo Freddy Krueger, que se
alimenta del terror que su leyenda provoca en sus futuras víctimas para hacerse
más poderoso y, en La nueva pesadilla de
Wes Craven alimentarse de sus propias películas para atacar a aquellos que
las hicieron posibles… Por todo lo anterior, y viendo la educación recibida por
Craven durante su infancia, no resulta difícil entender la inquina del
realizador hacia todo lo que huela a hacer de la unidad familiar sinónimo de
felicidad o como, siendo un ateo de educación marcadamente baptista, las ideas
pueden llegar a perfilar el carácter de alguien, así como condicionar sus
acciones.
[7]Un
final que fue objeto de disputa entre Craven y el productor del film, Robert
Shaye, debido a que mientras el director abogaba por un final basado en la
ambigua pero jamás concluyente sensación de que Freddy no había sido destruido
sino que quizás había sido vencido
temporalmente, el productor prefería dejar meridianamente claro que, si se
lograba el éxito deseado, habría secuela. Muchos finales se barajaron pese a
que ninguno de ellos satisfacía al director: Craven quería terminar con Nancy
saliendo de casa bajo una luz de resplandor antinatural, reuniéndose con su
madre y más tarde con Tina, Glen, y Rod, que la esperaban en un coche, como si
nada hubiese ocurrido. Y mientras el coche se alejaba, siempre iluminado por el
extraño resplandor que parece inundar el cielo, la panorámica de seguimiento
del vehículo se detenía ante la presencia de un grupo de fantasmagóricas niñas
saltando a la comba mientras canturrean la cancioncilla infantil (ideada por el
novio de la actriz principal Heather Langenkamp) que precede la aparición de
Freddy. Un magnífico broche lo suficientemente sugerente como para posibilitar
una secuela siendo al mismo tiempo lo bastante sobrio como considerar el final
de la película como uno cerrado o abierto al parecer de cada uno. Pero Shaye
quería más y, sobretodo, más explícito: se rodó un final en el que podía verse a
Freddy conduciendo el coche, otro en el que era Glen el que lo hacía bajo un
capó pintado a imagen y semejanza del jersey del asesino, aunque fue finalmente
la combinación de este último con el ataque de Freddy a la madre de Nancy,
final absurdo donde los haya, el que acabó por llegar al montaje final. Una
conclusión que, para más inri, atenta contra toda la lógica que la película ha
ido construyendo sin contradecirse en ningún momento ya que ¿Cómo puede ser que
la madre de Nancy muera asesinada por Freddy cuando es su hija la que está
teniendo la pesadilla?