jueves, 27 de noviembre de 2014

PÍCNIC EN HANGING ROCK



“Lo que vemos y lo que parecemos ser no es sino un sueño. Un sueño dentro de un sueño” Quién así habla, imprimiendo su voz sobre una serie de bucólicas imágenes de una zona campestre de la Australia meridional, es la joven Miranda (interpretada por la actriz Anne-Louise Lambert), una de las cuatro jóvenes que desaparecieron sin dejar rastro en el transcurso de una excursión escolar llevada a cabo en los rocosos montes de Hanging Rock durante el día de San Valentín del año 1900. Ese día, las adolescentes de diecisiete años de edad Irma Leopold, Marion Quade (Karen Robson y Jane Vallis, respectivamente) y la mentada Miranda de la que curiosamente no se conoce  ningún apellido, se esfumaron junto con Edith Norton (Christine Schuller), que por entonces y con catorce años era la más joven de la expedición de diecinueve chicas, tras pedir permiso a Señora McCraw (Vivean Gray) y la Señora De Poitiers (Helen Morse), las dos maestras encargadas de su vigilancia, para explorar en solitario cuarteto algunas de las más recónditas zonas de la montaña. Pero, tras una siesta que sumió en el sueño a gran parte de la expedición a Hanging Rock durante gran parte del día y ya con el sol poniéndose tras el extraño horizonte surgido de la erosión de millones de años sobre la superficie de la montaña, cundió la alarma. Irma, Marion, Miranda y Señora McCraw habían desaparecido y Edith, la única que había logrado regresar, no apareció hasta una hora después de que la alarmada búsqueda de las chicas hubiese empezado. Pero su llegada no aclaró las cosas: sumida en un estado de shock del que era imposible discernir los motivos que habrían podido llevar a las tres jóvenes desaparecidas a huir de las plácidas estancias del Colegio Appleyard, Edith fue incapaz de articular una historia con un mínimo de sentido que pudiese explicar qué había ocurrido en las montañas. Como tampoco lo haría la posterior investigación policial capitaneada por el Sargento Bumpher (Wyn Roberts) ni las más peregrinas teorías alrededor de los motivos que habrían llevado a las cuatro mujeres a perderse o huir, convirtiendo el triste incidente en una leyenda que aún a día de hoy  permanece como uno de los sucesos más inexplicables de la historia australiana. Pero nada, ni la desaparición de las tres jóvenes y su maestra, ni tampoco las consecuencias que su ausencia tiene sobre el colegio y la pequeña localidad en la que se integra la institución, se sabe al inicio de esta magnífica película Pícnic en Hanging Rock, firmada por el australiano Peter Weir[1] quién,  basándose en estos oscuros hechos verídicos ocurridos hace ya más de un siglo, se impulsa en las premonitorias palabras de Miranda que abren esta entrada para contornear un pulso ensoñador tan particular como inquietante que parece tomar el histórico punto de partida en el que se basa para transitar por caminos mucho más próximos a lo poético que a una posible resolución del caso según los detectivescos cánones del cine policíaco.

Y no es que no haya en Pícnic en Hanging Rock una serie de escenas dedicadas a describir las vicisitudes por las que pasa la investigación policial encargada de encontrar a las cuatro mujeres desaparecidas en el monte. Aunque, gracias a la apabullante puesta en escena de Weir, Hanging Rock no sólo es un paisaje en el que enmarcar las insulsas correrías de un grupo de jóvenes en los albures de su vida adulta sino un lugar en el que todo parece posible. Una zona ciega (o tremendamente clarividente) en la que los relojes se detienen, quizás debido al magnetismo expelido por los minerales que estructuran Hanging Rock combinados con lo bizarro de sus formaciones rocosas, en el que sus paseantes parecen moverse con una lasitud ensoñadora fruto de la ralentización a la que Weir somete gran parte de sus imágenes, o en la que cuatro mujeres puede desaparecer como si la tierra se las hubiese tragado. Un lugar inquietante y atractivo, muy alejado de la ordenadísima y distante  realidad más o menos estanca en la que parecen vivir las diecinueve chicas en un perpetuo estado de repelente alegría, que se plantea desde las imágenes de Pícnic en Hanging Rock como un lugar más o menos remoto de toda sociedad pese a estar siempre presente en su horizonte desde hace millones de años. Porque a las primeras palabras escuchadas en el film de Weir, que abren esta entrada impresas como se decía algo más arriba sobre una serie de imágenes empeñadas en ensalzar lo bucólico del lugar en el que la escuela se encuentra situada, el realizador de Pícnic en Hanging Rock responde con una aparición: la de la propia Hanging Rock, que surge de entre las brumas que nublan el fondo del plano general en el que puede verse el Colegio femenino en un primer término justo cuando Miranda finaliza su sentencia. Y justo antes de que la joven se despierte en su dormitorio haciendo de la secuencia de créditos una particularmente ambigua en la que resulta difícil discernir si lo visto hasta ese momento no es sino una fantasía onírica de la joven o simples imágenes introductorias, encargadas de contextualizar la historia en un lugar y en un momento, física y temporalmente situados la ciudad australiana de Woodend del año 1900. Pero esta impresión de irrealidad, que todavía podría ser casual a escasos minutos del comienzo del film, se confirma al prolongarse durante el primer y mejor tramo de la película en el que tiene lugar la mentada excursión a Hanging Rock, a poco de plasmar en imágenes y de manera bastante breve la rutina estudiantil de la victoriana comunidad de chicas que viven en el Colegio, y que marca considerablemente el tono a seguir por el resto del film.

De modales corteses y hasta irritantes, las imágenes de Weir, distantes y gaseosas gracias a un filtro que difumina la iluminación de prácticamente todo el film, muestran a las guapas adolescentes ajustándose el corsé las unas a las otras, asistiendo a sus clases con sorprendente recato y obediencia, cantándose despreocupadamente el amor que se profieren las unas a las otras, o sencillamente hablándose con un aplomo tan antinatural  por etéreo en sus formas, que el desprevenido espectador de Pícnic en Hanging Rock cree estar asistiendo a un retrato que pese a recrear un determinado momento histórico,  resulta tan irreal en sus maneras visuales que sobrepasa, con mucho, la mera nostalgia o la reconstrucción histórica. Porque Pícnic en Hanging Rock no es, o no lo parece, la recreación dramatizada de un caso de desaparición tan enigmático por no haber sido resuelto como en el fondo, vulgar y de múltiples explicaciones que en el film de Weir se intuyen sin jamás llegar a concretarse. El caso, como ocurrió en la vida real, no se resuelve en la película[2], ni tampoco se muestra en sus imágenes lo ocurrido en Hanging Rock durante la desaparición de las chicas. Todo orbita alrededor de un vacío, de una elipsis fílmica con la que Weir, que no explica ni muestra nada de lo ocurrido en el monte, se lanza a un vacío en el que flota milagrosamente gracias a su pericia como director. Podría pensarse que lo anterior se debe a que Weir, fiel a la historia en que se inspira, no puede ofrecer una solución o una versión verídica que jamás se dio, pero lo etéreo de su puesta en escena hace pensar que, sencillamente, no lo explica porque le interesa plantear la montaña y lo ocurrido en ella como algo efectivamente inexplicable narrativa y policialmente cuyas consecuencias o naturaleza nada tienen que ver con la desaparición en sí. Bajo este punto de vista, la distancia tonal que se desprende la mayoría de los planos, realzada por el mentado uso del omnipresente filtro gaseoso que dota a la película de un brillo de irrealidad lo bastante atemperado como para no haber envejecido desde su estreno y lo forzadamente apolíneo del físico de las actrices principales, palidece frente a un inesperado recurso que bajo otro planteamiento (y en manos de un director menos talentoso) habría hundido la película en la pura y aburrida banalidad dados sus escasos asideros argumentales. No hay protagonistas claros entre los múltiples personajes que habitan Pícnic en Hanging Rock, pero tampoco argumento ni drama propiamente dicho durante al menos el primer tramo de metraje de un film en el que, sobre el papel, todo resulta difuso en su insípida y algo relamida cotidianeidad. Lo que no implica que no forme parte de una estrategia con la que, vista en perspectiva,  el realizador ha organizado todos los elementos más o menos superfluos que puedan de la historia reordenados a favor de sus intenciones, algo opacas pero de potente plasmación formal, que gracias a la pericia de Weir, y un buen uso de imágenes ralentizadas que convierte los gestos más cotidianos en sugestivas premoniciones describen lenta pero inexorablemente lo que late bajo las primeras imágenes de la película y que se desata por completo durante la corta estancia de las diecinueve estudiantes en Hanging Rock.

Así, la despedida de Miranda antes de partir hacia Hanging Rock en compañía de sus tres amigas, se reviste de extrañeza no al momento de saberse que la chica ha desaparecido, sino en el mismo instante en el que levanta la mano para decir adiós a su maestra, siendo el primer ejemplo de una estrategia en la que se diría que una imagen cobra sentido gracias a otra situada en otro momento de la narración, respondiendo no tanto a un posible juego de espejos entre secuencia y secuencia como una profunda suspensión de las fronteras que dividen el sueño y la vigilia, y el deseo y el recato. Así, el primer rasgo de dicha tendencia tiene lugar poco antes, en el dormitorio en el que Miranda despierta junto a su amiga Sara (Margaret Nelson) -que parece estar enamorada de ella, en un extremo que como casi todo en Pícnic en Hanging Rock nunca llega a concretarse en favor de una mucho más seductora  atmósfera basada en lo sensual y lo intuitivo- cuando la joven que desaparecerá en las montañas le reprende a su compañera de habitación el que dependa tanto de ella, argumentando que pronto se marchará de allí… en una inocente referencia a la proximidad de sus vacaciones que, vista en perspectiva parecerá el primer apunte de una fatalista profecía que sólo cobrará sentido como tal cuando Miranda haya desaparecido. Algo más adelante, y de camino al Hanging Rock, la Señora McCraw compone un extraño monólogo alrededor de la antigüedad del monte, regodeándose en numerosos detalles minerales que terminan por provocar la impresión, gracias en parte al rojo chillón de la vestimenta de la maestra en comparación con el virginal blanco que es la tónica en los vestidos de las alumnas, de que no sólo se refiere a la montaña en unos términos que la asemejan a un organismo vivo y en perezosa y milenaria evolución, sino que también parece provocar en ella una considerable atracción que la hierática interpretación de la actriz que la interpreta hace aún más sugerente, y que se remata con un jocoso comentario de una de sus estudiantes que ríe mientras dice que Hanging Rock lleva todos estos años existiendo esperándolas a ellas…. Una ambigüedad, basada de nuevo en una capacidad de sugestión que jamás llega a concretarse por completo, que parece obtener una definitiva línea de continuidad cuando, durante el relato de la desaparición explicado por la joven Edith al inspector de policía encargado del caso, la chica de catorce años asegura haber visto por última vez a Señora McCraw corriendo hacia la montaña sin falda, en una alusión sexual que se ve refutada, algo más adelante, cuando la desaparecida Irma es hallada en estado de shock y sin recordar nada de lo ocurrido desde que abandonó el grupo unos días antes en compañía de Miranda, Edith y Marion… y desprovista de su corsé. Así, y pese a que las investigaciones médicas aseguran que Irma no ha sido sexualmente forzada durante su estancia en Hanging Rock, Weir hace planear sobre la imaginación del espectador lo que probablemente ya han logrado antes las instantáneas que mostraban a las jóvenes de la escuela a un paso de la vida adulta comportándose con una perturbadora coquetería muy reforzada por lo etéreo de la puesta en escena del director de Pícnic en Hanging Rock.  

Pero lejos de hacer de la desaparición de las jóvenes y su maestra un muestrario de los vicios inconfesables de la moral victoriana, o de la totalidad Pícnic en Hanging Rock una lúbrica película sobre las aventuras sexuales de un grupo de jóvenes en el monte, la puesta en escena de Weir alcanza cotas fílmicas bastante más elevadas por considerablemente inexploradas que, pese a todo, podrían perfectamente englobar (para sobrepasar) las dos posibles líneas dramáticas recién mencionadas. Así, a la comentada estrategia del realizador de hacer de todo lo ocurrido en Hanging Rock una historia descrita verbalmente a varias voces entre agentes de la policía, testigos que no recuerdan haber visto casi nada, o amnésicos supervivientes pero jamás en imágenes y sugiriendo siempre sin ser nunca concluyente, se suma una sensualidad tonal que no sólo se sirve de lo etéreo de su puesta en escena en los momentos más o menos cotidianos de las jóvenes, sino que se desata en la muy particular fascinación que la milenaria Hanging Rock parece ejercer sobre las alumnas del colegio. A los recursos escénicos más arriba apuntados habría que sumar otros más convencionales pero en absoluto inconvenientes para pergeñar la ambigua relación existente entre, se diría, las jóvenes y el anciano monte. Numerosos contraplanos de animales, plantas, o del escarpado monte del título, situados por Weir a modo de respuesta a las curiosas miradas de las estudiantes, dan paso a una estrategia formal más expansiva y abierta a todo tipo de lecturas. Planos tomados desde agujeros de las rocosas paredes de Hanging Rock, tomas de cámara situadas detrás de hierbajos o arbustos, o planos contrapicados que parecen, al igual que los anteriores observar a las alumnas sin que estas parezcan darse cuenta, gestan una inasible sensación de que la montaña no sólo puede ser, como se ha comentado algo más arriba, un organismo vivo y evolucionado, sino un ente directamente consciente y deseoso de compañía. Y más aún, un ente que gracias a las bonitas imágenes del film de Weir parece embelesado en la belleza de un trío de jóvenes a las que no parece dispuesto a dejar marchar… defendiendo lo que considera de su potestad por todos los medios. Puede que precisamente por eso, la intervención del joven inglés Michael Fitzhubert (Dominic Guard), que queda instantáneamente prendado de la belleza de Miranda cuando la ve cruzando un río de un salto en su camino hacia la cumbre de Hanging Rock, es repelida por la montaña en una serie de escenas en las que el monte del título del film actúa como un lugar regido por una lógica casi sobrenatural. Una vez el joven Fitzhubert llega a Hanging Rock, espoleado por la gracilidad demostrada por Miranda en una imagen nuevamente ralentizada en la que Weir parece regodearse en su belleza y compartir la fascinación que siente el personaje con el público de la película, un sonido de tonos graves que parece tener su origen en la montaña bloquea y satura la psique del joven, incapaz de reaccionar aunque con la buena fortuna de que su criado Albert (John Jarrat), angustiado por su ausencia, lo rescata y saca de allí en un estado físico y mental deplorable a partir del cual los sueños y la realidad se confunden en su vida hasta lo intercambiable. Un salto a la irrealidad en el que, sea por la cantidad de hombres y mujeres que duermen y se despiertan durante el metraje de Pícnic en Hanging Rock o por la mucho más plausible atmósfera onírica que atraviesa todo el film, ni sorprende ni aturde al espectador sino que se percibe como una consecuencia lógica a todo lo visto en pantalla. La estrategia de Weir, más arriba comentada, sobre hacer de algunas escenas ecos de otras anteriores o posteriores que dotan de sentido a unas y otras, se despliega aquí en todo su esplendor: Miranda se transmuta en un cisne que el joven Michael ve por todas partes y hasta en lugares tan insospechados como a los pies de su cama, pero también como parte del relieve de un reloj propiedad de la chica que se muestra en una escena en la que Fitzhubert no aparece siendo imposible que el joven sepa de su existencia. Incluso su fiel acompañante Albert decide abandonarlo para viajar tras tener un sueño en el que se le aparece su hermana… Todo en Pícnic en Hanging Rock parece moverse por una lógica que no responde a motivaciones más o menos racionales pero que sin embargo resulta armónica y, sobretodo, tremendamente bella gracias a la extraña cadencia y musicalidad de sus imágenes.

Visto así, no costaría mucho catalogar un film tan inclasificable como Pícnic en Hanging Rock dentro de la siempre nebulosa categoría de cine fantástico en sentido estricto, no tanto por haber elegido un género codificado como medio de expresión sino porque, pese a lo terrenal de su punto de partida, basa toda su efectividad en contruir un punto de vista que provoca extrañeza en el público por resultar tan familiar y reconocible como, de forma nada afectada, bizarro. Un desabrido desarrollo del guión[3] que sirve de base al film hasta que la puesta en escena de Weir lleva Pícnic en Hanging Rock a un terreno de ensueño en el lo que parece estar en juego no es tanto la resolución del caso como una desigual batalla entre unas vidas que acaban  de comenzar, que transitan falsamente seguras por unas represivas guías sociales, morales y probablemente también sexuales, y una presencia telúrica, hipnótica e inexplicable que atrae y desbarata la histórica (por contextualizada) y racional pequeñez que supone la instrucción victoriana del colegio enfrentada a la montaña como símbolo de lo primitivo. De este modo, el antinatural orden reinante en el colegio, se ve así no sólo transgredido por el monte sino directamente puesto en evidencia en su inutilidad hasta  dinamitar los principios morales que sustentaban la escuela, incapaz de gestionar su fracaso ante unas fuerzas que es incapaz de comprender porque no aceptan ser reducidas a lo teórico. Cuando la policía desiste en su búsqueda, una desconsolada Sara es expulsada del colegio por la Señora Appleyard (Rachel Roberts), que se ha emborrachado sola en su despacho, acusándola del impago de sus cuotas mensuales, empujando a la joven a suicidarse lanzándose por la ventana. En otra escena, una Irma recuperada de su estancia en Hanging Rock, intenta despedirse de sus compañeras de curso antes de comenzar sus vacaciones, pero al aparecer vestida con un vestido rojo, que rememora instantáneamente al que llevaba Señora McCraw en una escena anteriormente comentada y que como en aquel momento contrasta sobremanera con la blancura de la vestimenta del resto de alumnas, es insultada y agredida por las que hasta hace unos pocos días eran sus amigas y ahora se han convertido en una turba que ataca a la joven mientras le espetan cruelmente que probablemente ha asesinado a las otras dos chicas y su maestra. Aunque al instante, y bajo la orden de la Señora Lumley (Kirsty Child), la profesora de música, el griterío termina y el Orden regresa, en una extraña estampa en la que la adulta y desarrollada sexualidad de Irma es atacada por unas agresoras que se jactan de su virginal visión del mundo, en una posible lectura que por fortuna jamás se concreta reduciendo al film a una mera y paternalista ilustración de la represión sexual típicamente victoriana que habría hecho caer en su propia trampa al film de Weir. Y más aún cuando el director siembra la película de una serie de apuntes mayoritariamente visuales que indican que el primitivismo que se señorea de Hanging Rock ya se encuentra en las propias chicas. Al respecto, resultan de todo menos gratuitas las imágenes en las que se muestra a las jóvenes desaparecidas vagando por Hanging Rock fundiéndose en las de la propia montaña, llegando incluso a compartir plano las unas sobre las otras en una imagen simbólica, de nuevo más intuida que demostrable visto en perspectiva, en la que la montaña -o lo que esta alberga en su interior- vive dentro de las jóvenes que están a punto de perderse en sus senderos. Una llamada de la naturaleza excelentemente servida por un Weir que logra la proeza de que esta no parezca abúlica sino, a falta de un término mejor, hechizante en su, de nuevo,  inexplicabilidad enfrentada a una racionalidad y moralidad que Weir bombardea desde varios frentes. A la pregunta que cuestiona los motivos que podrían haber llevado a las cuatro mujeres a desaparecer de la faz de la tierra, Weir sitúa algunas escenas como la agresión a Irma o la deprimente imagen de Sara dolorosamente aprisionada en unos barrotes en orden de curar una enfermedad que nunca llega a concretarse como pequeñas minas que palidecen frente a la belleza que se desprende del resto de unas imágenes que, todas ellas tratadas con idéntico esmero probablemente con la intención de igualar lo onírico con lo real, resultan más turbias cuando reflejan lo cotidiano que cuando hacen lo propio con lo extraordinario.

Una hipnótica cualidad, muy meritoria en cuanto no tiene lugar gracias a piruetas de guión, detalles grandgignolescos o grandes acontecimientos que marquen las fronteras entre fantasía y realidad, sino a pura y, ahí es nada, sencilla puesta en escena. Apartado  en el  que  el primer tramo de Pícnic en Hanging Rock brilla con luz propia: Weir compone una laberíntica sinfonía audiovisual con la que plasma una paradójicamente controladísima sensación de desorientación que hace buena la máxima puesta en boca de una de las maestras que, en ausencia de las jóvenes, lee en voz alta el fragmento de un libro que asegura que sus personajes “tienen un objetivo del que no son conscientes”. Como tampoco lo es el espectador de Pícnic en Hanging Rock sobre el destino de sus personajes, pese a la irrefutable sensación de que Weir conduce por donde quiere al público sin nunca llegar a subrayar una serie de opacas intenciones entre las que se dibujan desde un retrato alrededor de cómo los impulsos más primitivos, en este caso aparentemente sexuales, ningunean primero la seguridad y luego la integridad de toda una escala de valores sociales y morales que se creía a salvo de algo tan antiguo como la propia especie humana, hasta alcanzar una reflexión, consecuencia de la anterior, sobre la futilidad de la humanidad puesta ante la inmensidad del Tiempo a un nivel que va más allá de su  comprensión. Algunos flecos argumentales, como el que muestra como dentro de Hanging Rock los relojes se detienen como si el tiempo como medida humana hubiese dejado de tener sentido, parecen abonar esta última teoría, pero es una vez más en el terreno de las imágenes y el sonido donde Pícnic en Hanging Rock profundiza en una serie de ideas levemente apuntadas en su guión, confundidas con muchas otras dentro del cuerpo de la narración, que sólo cobran relevancia cuando son vistas y oídas en pantalla sin que por ello ninguna de ellas pueda hacer de la película que nos ocupa una de tesis. Aunque parte de esa irreversibilidad del paso del tiempo, contenida en instantes como la mentada despedida de Miranda que el desarrollo de los acontecimientos convierte en definitiva o en numerosas imágenes ralentizadas que se regodean en la infantil juventud de las alumnas del colegio, se ve altamente reforzada por la tendencia de Pícnic en Hanging Rock a dotar gran parte de su metraje de una impepinable sensación de pérdida que alcanza tanto a lo generacional como a lo social, contraponiendo la inocencia perdida por la muerte o la visibilización del sexo (o lo que es lo mismo, el paso del tiempo) y, finalmente, el tiempo humano, entendido como una invención cultural, y el natural, incontrolable y, mal que le pese al conservador, en un nuevo apunte probablemente significativo, matriarcado que parece gobernar el colegio, inabarcable.

Respecto a lo anterior, resulta bastante curioso como el film de Weir parece esmerarse, ya desde su inicio, en mostrar diferentes formas de encapsular el paso del tiempo, especialmente el de sus más jóvenes personajes que parecen atrapadas en una infancia que las curvas de sus cuerpos y algunas de sus actitudes ya niegan desde las imágenes del film de Weir, en aras de preservar una belleza que, según el ideal conservador de gran parte de los personajes de Pícnic en Hanging Rock, supone la quintaesencia de la pureza en todos los sentidos. Así, durante las primeras apariciones en pantalla de Miranda, la imagen de la chica es mostrada dentro del reflejo de algunos espejos propiedad de la muchacha y, justo antes de desaparecer, la maestra comparará la belleza de la joven con la de un pictórico ángel pintado por Boticcelli, imagen que a su vez se repetirá durante el transcurso de la película en algunas de las pinturas enmarcadas que cuelgan de las paredes del colegio. Aparecen fotógrafos, intentando congelar el tiempo con sus instantáneas del mismo modo que la belleza de Miranda parece vivir en las mentadas pinturas del artista italiano… y en la propia Pícnic en Haning Rock como película. La imagen, pictórica o fotográfica aunque sea a veinticuatro imágenes por segundo, parece ser el último reducto en el que proteger la belleza, por mantenerla aislada de la erosión que en ella provoca el tiempo y la edad siendo, en definitiva, la única parcela de lo humano en el que el tiempo puede detenerse, en oposición a lo que ocurre en Hanging Rock, donde no sólo se detienen los relojes, sino que el tiempo en sí mismo parece no existir porque ¿Qué sentido tiene el tiempo como concepto cuando la naturaleza es inamovible?. Puede que por eso, la escena en que la muerte de Sara es notificada a la directora del colegio es recibida por ésta en una escena en la que un omnipresente tic-tac de un reloj de repisa se apaga repentinamente cuando la mujer que regenta el lugar se entera de la noticia, y que sea  justo entonces cuando Weir muestra mediante un largo travelling lateral a todas las jóvenes riendo y jugando en la fatídica tarde del día de San Valentín en una imagen bucólica y esforzadamente bonita que supone un melancólico lamento por un pasado que parece perfecto en unas imágenes tan bellas como significativamente ralentizadas. Un movimiento de cámara que culmina con la imagen de Miranda dándose la vuelta tras despedirse del resto del grupo, decidida a entrar en un territorio inexplorado del que jamás saldrá, que se congela justo al darnos la espalda, sosteniendo en la retina del público una emocionante estampa fija, que se siente sin pensarla, del preciso y preciado instante en el que todo termina, porque desde que comenzó ya ha empezado a extinguirse.

Título: Picnic at Hanging Rock. Dirección: Peter Weir. Guión: Cliff Green, a partir de la novela homónima escrita por Joan Lindsay. Producción: Hal y Jim McElroy. Dirección de fotografía: Russell Boyd. Montaje: Max Lemon. Música: Bruce Smeaton. Año: 1975.

Intérpretes: Anne-Louise Lambert (Miranda), Karen Robson (Irma), Margaret Nelson (Sara), Christine Schuler (Edith), Vivean Gray (Señora McCraw), Helen Morse (Señora  De Poitiers), Jane Vallis (Marion Quade), Wyn Roberts (Sargento Bumpher), Rachel Roberts (Señora Appleyard), Dominic Guard (Michael Fitzhubert), Kirsty Child (Señora Lumley).






[1]Brillante director australiano del que pueden leer una somera biografía en una de las notas al pie de la entrada dedicada al análisis de una de sus más famosas películas, El show de Truman, publicada en este blog en el mes de noviembre del año 2013.


[2]Algo que tampoco ocurría en la versión definitiva de la novela homónima en la que se basaba el film de Weir, y que fue escrita por la escritora Joan Lindsay en 1967. Aunque, por lo visto, si se resolvía meridianamente el caso en un capítulo final que fue finalmente descartado antes de editarse el libro. En él, se explicaba como las tres jóvenes desaparecidas se mareaban mientras estaban en Hanging Rock, llegando al extremo de tener que quitarse los corsés para así poder respirar mejor. Pero cuando los lanzaban sobre el suelo… sus corsés quedaban flotando en el aire y el suelo se abría bajo sus pies, engulléndolas en lo que podría verse como un agujero temporal que podría explicar porque los relojes se detenían en Hanging Rock. Tan peregrina conclusión fue finalmente publicada independientemente del libro original en 1987 bajo el título de El secreto de Hanging Rock.




[3]Cortesía de Cliff Green, quién obtuvo el beneplácito de la autora de la novela original tras entregar una primera versión del argumento que a decir de la novelista rozaba la excelencia. Pícnic en Hanging Rock, la novela, fue comprada por Patricia Lovell, que inicialmente debía producirla antes de pasarle el testigo a Hal y Jim McElroy, quienes entraron en el proyecto de la mano de Peter Weir cuando el director fue contratado. El rodaje se prolongó durante seis semanas en las que se filmó el guión de Green en la propia Hanging Rock y en Adelaide, en los platós del South Australian Film Corporation. Para su banda sonora, se contó con la participación de George Zamfir para las melodías de flauta que pueden escucharse en la película y, en lo que a un aspecto algo diferente en lo que a la banda sonora de la película se refiere, muchas de las voces de las chicas fueron dobladas por actores profesionales que, pese al trabajo hecho, no aparecen en los títulos de crédito.

jueves, 20 de noviembre de 2014

SI...





Papá ¿Qué más dejaste para mí?
¡Papá! ¡¿Qué más dejaste para mí?!
Al fin y al cabo sólo era un ladrillo más en el muro
(...)
No necesitamos educación.
No necesitamos control mental.
Ni oscuros sarcasmos en clase.
Maestros, dejad a los niños en paz.
¡Eh! ¡Maestros! ¡Dejad a los niños en paz!
Al fin y al cabo sólo era un ladrillo más en el muro.

The Wall, partes I y II. Pink Floyd. 1979.
 

El cinco de noviembre de 1605, el británico católico Guy Fawkes fue arrestado y acusado de conspirar contra la vida del Rey Jacobo I de Inglaterra, su familia y todos los miembros de la Cámara de los Lores para así restaurar una monarquía afín a sus por entonces perseguidos principios religiosos. Fawkes, piedra angular de la llamada Conspiración de la pólvora[1] que pretendía volar el Palacio de Westminster con unos explosivos situados bajo la Cámara de los Lores durante uno de los plenos, fue detenido justo antes de detonar la carga para, más adelante, ser torturado, inculpado, y mandado a la horca, de la que escapó para romperse el cuello durante su cortísima huída muriendo inmediatamente y ahorrándose así no sólo la horca sino también la suerte reservada a los traidores: ser castrado, destripado y finalmente descuartizado durante sus últimos momentos de vida consciente. Pero lo agresivo tanto de los métodos del conspirador como de aquellos que lo juzgaron, así como lo escasamente épico de su final, que pese a todo le permitió un último aliento menos brutal, no evitaron que la figura de Fawkes se hiciese un honorable hueco en la historia del contestatarismo más extremo cuyo violentísimo sentido de la justicia aún hoy es visto bajo un prisma de relativa ambigüedad. Héroe o villano, terrorista sin más o sanguinario rebelde con causa, el nombre del célebre conspirador es el que cae a modo de inofensiva etiqueta sobre los hombros del joven estudiante de la Inglaterra de 1968 Michael Arnold Travis (Malcom McDowell), ganado durante el desigual pulso mantenido durante seis cursos contra las autoridades escolares del College público por el que refunfuña y conspira año tras año.

Un apodo que acepta amistosamente durante su primera pero reveladora aparición como protagonista de esta película dirigida por Lindsay Anderson[2] Si…, y en la que hace acto de presencia como alguien automáticamente diferente en un entorno en el que cualquier tipo de iniciativa propia o destacable tanto en lo curricular como en lo personal es catalogado como peligrosamente transgresor. Así, y bajo un sombrero de ala ancha y con la cara semioculta tras un pañuelo negro que sólo deja ver sus ojos, escudado detrás de un baúl que carga al hombro adquiriendo un aire bastante pintoresco en comparación con el resto de la bastante más aséptica comunidad estudiantil analizada por Anderson hasta ese momento del metraje de Si… Travis es catalogado, tanto a ojos del público como de la propia escuela, que hace las veces de microcosmos de muestra de la sociedad inglesa del momento, como un outsider. Un rebelde con la más absurda de las causas para cualquiera con un mínimo de sentido común: un poblado bigote que Michael no duda en afeitarse en la intimidad de su pequeño dormitorio en el que por fin puede descubrir su rostro, consciente de que las autoridades estudiantiles que imponen su particular toque de queda moral por los pasillos considerarían esta coqueta muestra de estética personal un ataque directo al Orden imperante en el College, comparable a un corte de pelo demasiado largo, un aspecto desarreglado, un pensamiento o acto mínimamente creativo, o una mirada desafiante a aquellos como Rowntree (Robert Swann), Denson (Hugh Tomas) o Fortinbras (Michael Cadman), matones institucionales de modales exquisitamente violentos, imbuidos de una superioridad prácticamente incuestionable para el resto de estudiantes. Una rebelión, en definitiva, contra el inenarrable sistema de castas establecido entre aquellos que mandan e imponen su visión de las cosas por derecho incontestable y aquellos que obedecen so pena de castigo curricular, psicológico o físico, entre abusos de poder y, en algunos casos, también sexuales, silenciados todos ellos bajo una abúlica capa de aristocráticas maneras tan bien aprendidas como vacías de todo sentimiento. Un microcosmos que, como se asegura desde los púlpitos de la capilla adosada al recinto escolar, o desde las arengas marciales volcadas sobre el alumnado con la intención de enaltecer su sentido del sacrificio personal en aras de un bien común cuyos contornos pertenecen a las élites escolares, convierten el College en el que transcurre Si… en una proyección de la Inglaterra de la que, a su vez, el propio College tanto se enorgullece como faro ético y moral y guía de sus políticas educativas. Un asfixiante establishment en el que lo militar, lo religioso y lo escolar (muy lejos de lo verdaderamente educativo) se confunde en un pernicioso y didáctico potaje ideológico y moral tan turbio y enrarecido en su fondo como claro en su plasmación en imágenes por parte de Anderson[3].

Como parte de este aparentemente objetivo, por frío, retrato de una comunidad estudiantil que hace las veces de retrato de la sociedad de la que se retroalimenta, Si… da comienzo con una secuencia en la que uno de los más jóvenes alumnos del College (Phillip Bagenal), recién llegado a la institución, recibe una corta pero contundente instrucción por parte de uno de sus mayores en la que este se anuncia como alguien superior al que aquellos como él, prácticamente niños y desconocedores del reglamento de la escuela, deben obedecer como esclavos y no dejar de agradecerle la dureza con la que se les enseña, siempre en aras de su propio bien. Una escena, de nuevo aparentemente anecdótica por su voluntariosa atonalidad y falta de dramatismo que vista en perspectiva se revelará, al igual del resto de gran parte de las secuencias que vertebran la película, parte de una estrategia en la que la distancia formal y tonal, sin exabruptos ni virajes hacia una sordidez en la que muy fácilmente podría haberse caído, dando a parte del film una falsa impresión de ecuanimidad desde la que, gracias a esta estratagema formal, la denuncia de una serie de hechos planteados como incontestables cae por su propio peso. Planos generalmente distantes, escasos acompañamientos sonoros, o una fotografía que nada destaca de los planos que la conforman pero que tampoco resulta destacable en sí misma considerada, son algunos de los recursos que Anderson utiliza para pergeñar una impresión de objetividad encaminada a hacer de algunos momentos de su película, curiosamente los más sólidos y que mejor han envejecido desde su complicado estreno[4], un retrato de la vida estudiantil… siempre vista bajo los parámetros de alguien que, como Travis, los contempla con una mezcla de amargo resentimiento y divertida burla. Así, sin alcanzar nunca el expresionismo, y pese a que a duras penas podría verse Si… como una película que ilustra en imágenes subjetivas las emociones y pensamientos de su protagonista adolescente[5], Anderson se presenta aparentemente ecuánime en su opinión sobre lo que ocurre en el College pero, a poco que se contemple al detalle, el grado de tendenciosidad con el que se plasma en imágenes una serie de acontecimientos que parecen ser tratados conscientemente como un pequeño muestrario de algo más grande que no se limita a las paredes del College se hace cada vez más plausible. Bajo este punto de vista, hasta que la aparición de Travis tiene lugar, y desde la mentada escena en la que uno de los nuevos estudiantes es adoctrinado sobre su servil papel en el College, a la que muestra como algunos de los más mayores estudiantes hacen méritos para convertirse en guardias de aquellos que pese a tener su misma edad son tratados como críos a la espera de un correctivo, todo lo que ocurre en Si… parece destinado a tejer un contexto, social y moral, en el que Anderson ha elegido puntillosamente los elementos a mostrar. La crueldad de los estudiantes que ejercen de policía moral, cuyos actos Anderson plasma con una frialdad cercana a lo deshumanizado, el sistema clasista que rige a la perfección el funcionamiento del College, la inopia del Rector (Peter Jeffrey) sobre el maltrato que se da en los pasillos de la institución, en contraste con la clara aquiescencia del sector marcial y del religioso al corriente de todo ello… o la más o menos velada atracción sexual que algunos de los matones sienten por algunos de los alumnos más jóvenes son mostrados con una aplastante sencillez que fortuna rehuye todo regodeo (formal y tonal) en la miseria de lo que explica. A cambio, una premeditada sensación de claustrofobia se hace palpable ante la negativa de Anderson a  no mostrar las calles de Inglaterra en prácticamente toda la película, recreando gran parte de la acción en el interior de  aulas, gimnasios, dormitorios, campos de entrenamiento o capillas, y saliendo solo al exterior en un par de escenas marcadas por un sentimiento de libertad que, para más inri, se ve reforzado al tener lugar en la campiña inglesa, como si se encontraran fuera de una civilización que parece podrida. O, en un suma y sigue que refuerza la comparación entre una muy determinada manera de entender la educación y la escolarización y una prisión al uso, tanto para el cuerpo como para el alma, la tesis de Anderson echa asimismo raíces en el fuerte contraste existente entre la asepsia que parece reinar en el College si se compara con el pequeño habitáculo en el que Travis pasa sus días forrando las paredes con fotografías que alternan desnudos femeninos con imágenes de miseria y guerra, dotando paradójicamente al dormitorio de un ambiente mucho más hogareño de lo que podría decirse del resto de la escuela. Pero estos recursos, que parten de una estrategia en absoluto descuidada en su ánimo de pergeñar una atmósfera más o menos opresiva, palidecen en su disimulo si se los compara con otros factores escénicos decididamente bufonescos: la perfecta sincronización, casi como si de un musical se tratara, de los gestos y elegantes voces de los matones Rowntree, Denson y Fortinbras, en contraste con la naturalidad exhibida por Wallace (Richard Warwick) y Johnny (David Wood), amigos y compinches en la disidencia de Michael, por no hablar de un irreverente sentido del humor que, especialmente durante la segunda mitad del metraje, se adueña de la película, o la más que sorprendente decisión por parte del director de que algunas escenas o planos sean en blanco y negro dentro de un conjunto gobernado por el color. Rastros progresivamente evidentes que demuestran que Anderson no pretende sentar cátedra sobre lo que ocurre en Si… desde una óptica incontestablemente realista a modo de documental sino, directamente, oponerse a una visión de la sociedad como la condensada en el College por todos los medios disponibles, sean estos creíbles o no al considerar parte del mismo mal tanto la realidad inglesa de 1968 como sus formas de representación cinematográfica, también basadas en un grado de unidad y coherencia lógica propios del relato igualmente tradicional.

Vista así, la entrada en escena del protagonista de Si…, apuntada algo más arriba, no sólo destarota un ritmo moroso que en ausencia, al menos hasta ese instante, de un conflicto claro, ha dotado al film de Anderson de la falsa aureola de película documental antes comentada, sino que también concreta una impresión de antipática asfixia que lleva gestándose desde el primer fotograma de la película hasta encontrar en Travis el contrapunto fantasioso y por tanto, y dentro de ese contexto, lo suficientemente irreverente como para resultar mucho más virulento en lo que al desarrollo de lo que a Anderson parece interesarle se refiere: construir un discurso de marcado contenido antitotalitario. A escasos minutos del principio del film, la presencia del personaje interpretado con su entusiasmo habitual por Michael McDowell que bebe a hurtadillas, se asfixia con bolsas de plástico para obtener una experiencia cercana a la muerte y asegura que la violencia y la guerra son los únicos actos puros posibles hoy en día, certifica definitivamente la sensación de que se está presenciando el antagonismo entre una sociedad opresiva y un rebelde que se atreve a desafiar su validez como modelo a seguir y en el que vivir guste o no, tan arquetípico como bien plasmado por Anderson con la inestimable aportación de McDowell,. Bajo este punto de vista, que como se decía más arriba cuanto más avanza la película más claramente se perfila en sus imágenes, no resulta extraño que todos los esfuerzos de Anderson parezcan destinados no tanto a retratar el proceso de progresiva locura en la que el personaje de Michael va cayendo hasta estallar en un espiral de violencia sin control sino a aportar todos los argumentos posibles que hagan de él un rebelde con el que poder simpatizar tanto por sus principios como por su indudable carisma. Quizás por eso, y pese a que algunas inquietantes actitudes del joven estudiante puedan hacer pensar lo contrario, Anderson amplia el prisma sobre lo que acontece en el film hasta hacer de sus personajes meros símbolos de forma tan obvia que llegado un punto difícilmente puede tomarse la violenta revancha de Travis bajo parámetros realistas mientras que, a cambio, se dedica a reforzar la validez de su causa poniendo en la medida de lo posible al espectador en su lugar. El ejemplo más paradigmático de esto último se da secuencia mejor planteada y resuelta del film de Anderson: en ella, y tras insultar directamente a Rowntree, Travis y sus dos inseparables consortes implicados en el ultraje son citados en el gimnasio del College para recibir su correctivo. Desde una toma de cámara lejana y algo elevada, que contempla a los tres personajes esperando fuera del gimnasio la llegada de sus castigadores, que les igualan en número y también en edad, Anderson deja que el espectador contemple a estos últimos entrando en el recinto blandiendo sus fustas antes de que, uno por uno, los tres jóvenes traspasen la puerta por separado para recibir su violento correctivo. Pero, pese a lo que podría esperarse, Anderson no rompe la continuidad de la toma hasta que es Michael, el último en entrar tras unos minutos de espera que se hacen largos por lo estático del plano, el que se enfrenta a un castigo que en su caso acaba siendo todavía más largo que el de sus dos amigos. Así, si los latigazos que reciben Johnny y Wallace no se muestran sino que se intuyen gracias a una banda sonora que iguala en volumen las voces de los que están fuera del gimnasio y las voces y golpes de los que están dentro, Anderson corta por fin el estático y, gracias a su larga duración, anímicamente muy incómodo plano cuando es Michael el que abre las puertas del gimnasio con sarcástica teatralidad[6]. Mediante una planificación igualmente distante aunque más variada y una morosidad rítmica que pese a todo no diluye la tensión acumulada en el plano que abría la secuencia desde el exterior del gimnasio, el realizador muestra a Travis encorvándose sobre el potro bajo la atenta mirada de los guardianes que lo miran desde la distancia antes de correr hacia él y golpearlo con la fusta. Pero después de los cuatro golpes que anteriormente han satisfecho las ansias de venganza de los tres estudiantes ofendidos en el caso de William y Johnny, el castigo continúa hasta convertirse en una paliza no tan dolorosa como humillante y, sobretodo, lamentablemente educativa según los temibles parámetros del College. Porque no contento con lo brutal del castigo Anderson riza el rizo y, liberado del estatismo del plano del exterior del gimnasio antes mencionado, vuelve a dividir la escena en varios planos en los que muestra la parte más joven del alumnado del College escuchando los ecos de los latigazos que resuenan por toda la escuela, convirtiendo así a Michael no tanto en un mártir gracias a la distancia tonal de Anderson, como en representante de la rebelión contra un Orden desproporcionadamente violento y opresivo. Además, y por la toma de partido hecha por parte de Anderson hacia el estudiante, la violencia deja de ser una idea teórica o una amenaza como en el caso de Johnny y William para pasar a ser, a ojos del público y sobre la carne de Michael, una realidad que se presencia y, por tanto, se comparte con el protagonista de Si… de forma más enervante que en los dos casos anteriores. Es en esta escena donde cristaliza la asunción de un punto de vista que si bien no vertebra, como se apuntaba algo más arriba, la película al completo en base a un subjetivismo sin ambages, sí se alinea con el de un Travis cuyas ansias de razonable libertad encuentran su perfecto refuerzo dramático en las imágenes de Si… Y ya no tanto desde la comentada óptica más o menos naturalista bajo la que se contempla la cotidianeidad del alumnado del College sino, prácticamente a partir de ese instante, desde una serie de disgresiones formales y tonales que torpedean constantemente la impresión de realismo que se destila de gran parte de la película de Anderson.

Así, sesiones de estudio por parte los más pequeños de la escuela para aprenderse los nombres de los más mayores bajo la amenaza de ser castigados en caso de no sabérselos en pocos días, o partidos de rugby en el que el Rector se postula como único hombre de la institución capaz de esbozar una sonrisa sincera de alegría en su aparente desconocimiento sobre lo que ocurre dentro de la escuela… muestran una rutina estudiantil en la que lo cruel convive con lo inconsciente, comparten espacio  fílmico con imágenes filmadas en un tosco blanco y negro en las que pueden verse  fugaces y angustiadas miradas a cámara por parte de Travis, mientras escucha el misal sentado en uno de los abarrotados bancos de la capilla escolar justo después de haber sido literalmente fustigado por Rowntree y sus sicarios, no sin agradecerles entre lágrimas de dolor su uso de la violencia para corregir su mala conducta… o momentos tocados por una liberadora sexualidad que contrastan sobremanera con lo recatado y sexualmente represivo ambiente del College, además de un sentido del humor que coquetea con el surrealismo y que trasladan la película a un lugar más próximo al de la parábola levemente irreverente. Es en estos instantes en los que el retrato, lentamente asentado como temible base planteada como real a la que torpedear gustosamente, da paso a la sátira más o menos ingeniosa que alcanza sus más memorables cotas cuando más agresiva resulta pese a que nunca logra superar una irregularidad que a veces hace de su rebeldía una especialmente infantil, otras salvaje pero, especialmente en lo que al apartado formal se refiere, casi siempre caprichosa. Seguramente por ello, el paso del tiempo ha hecho de los instantes filmados en blanco y negro unos gratuitamente arty, al carecer de una justificación más o menos clara en lo dramático aunque pese a todo y en algunas ocasiones contienen una leve irrealidad que atenta, hasta cierto punto, contra la lógica del relato de Si… especialmente si se compara con el austero realismo de las escenas que retratan la vida entre las paredes de la escuela[7]. Así, el momento en el que Michael, acompañado por Johnny, escapa de los confines escolares, roba una motocicleta y toma un café en un establecimiento en el que intentan cortejar a la camarera (interpretada por la guapa Christine Noonan), es plasmado por Anderson como una llamada al salvajismo que, pese a lo sexualmente agresivo de algunos pasajes, no carece de complicidad entre el protagonista de Si… y la Chica, joven sin nombre que a partir de entonces aparecerá esporádicamente durante el resto de la película atentando, de nuevo, contra toda causalidad narrativa que pueda justificar su presencia en los lugares y momentos más insospechados… y cuya  importancia dentro de la trama prácticamente se ve reducida a símbolo de la libertad sexual para un joven accediendo a la vida adulta desde una escuela exclusivamente masculina. Siguiendo esa lógica simbólica, que probablemente incluiría la motocicleta robada como un nuevo símbolo de la libertad individual en contraste con un mucho más acomodaticio automóvil, y bajo los compases del Sanctus firmado por los congoleños Missa Luba, tiene lugar una surrealista pelea a zarpazos entre el joven y la camarera que pronto deviene en una salvaje, por animalesca, disputa entre mordiscos y empellones. Símbolo del salvajismo como única muestra de diversión alejada, por tanto, de la civilización, y que Anderson remata al plantear, por corte de montaje, a los dos personajes repentinamente desnudos revolcándose por el suelo entre sexuales dentelladas antes de mostrarlos de nuevo, sentándose en una de las mesas del café vestidos y como si nada hubiese ocurrido. Lo logrado de la escena, que si bien puede parecer algo inocente vista desde la actualidad aún conserva la frescura necesaria como para que su sentido de lo libertario todavía resulte contagioso, no reside así en suponer un desquite más o menos sexualizado a lo visto hasta ese momento en las imágenes en color de Si…, sino en el que lo desenfadado de su tono, además de su divertida y desprejuiciada celebración de lo (buenamente) salvaje como equivalente de pureza vital, rompe por completo el estatismo y la seriedad que señoreaba la película hasta ese momento si exceptuamos las burlescas réplicas de diálogo de, quien si no, Travis. Pero, pese a lo que podría parecer, la posibilidad de que esta escena consista en una curiosa y liberadora fuga mental del adolescente protagonista de Si… no implica, vista la película en perspectiva, que todas las escenas filmadas en un idéntico blanco y negro sean delirios fantásticos surgidos de la mente del personaje interpretado por Malcom McDowell. A momentos como el recién comentado, u otros como el que muestra a Johnny durmiendo con Bobby (Rupert Webster), uno de los alumnos más jóvenes de la institución con el que flirtea en escenas anteriores, o la misteriosa imagen de la mujer del Párroco del College (Mary McLeod), desnuda por los pasillos de la escuela mientras los alumnos se preparan para unos bufonescos e inquietantes ejercicios militares en un bosque parte de los territorios de la institución, Anderson iguala otros mucho más superfluos, incomprensiblemente subrayados por el llamativo uso del blanco y negro que se hace en Si… en los que pueden verse desfiles militares, intercambiables paseos por los pasillos u otros momentos que, de puro cotidiano, serían indistinguibles de algunas escenas de transición del lado más contenido del film, mayoritariamente en color. Y esta impresión de, al menos aparente, incoherencia, se extiende a otros campos del film: su mentado sentido del humor, capaz de brindar imágenes tan brillantes y divertidas como la del párroco del College (Arthur Lowe) surgiendo desde dentro de un enorme cajón del armario del rectorado para aceptar las disculpas de Michael, Johnny y William por haberlo agredido durante la instrucción militar antes comentada, abraza el absurdo intermitentemente y sin un aviso previo que pueda atenuar el golpe que escenas como esta suponen para la unidad tonal de Si…, aunque también terminan por certificar la impresión de que lo que ocurre en el film, por su artificiosidad, ha abandonado los rígidos parámetros del retrato más o menos certero para situarse en un lugar más próximo a una más o menos beligerante declaración de principios propia del explosivo año 1968 en el que si sitúan rodaje y argumento de Si….

Es de nuevo en una sola escena, que como en el caso de la secuencia que tiene lugar en el gimnasio redirecciona lo visto hasta entonces hacia un objetivo que se clarifica de repente, en la que este corte de mangas contra una tradición, tanto social como, en menor grado, cinematográfica, encuentra su expresión más clara en las imágenes del film. Solo en su dormitorio, y armado con una pistola de aire comprimido que ya anuncia la violenta deriva del anarquismo que poco a poco se va asentando en Michael como única respuesta posible a lo opresivo de su entorno, Anderson muestra al protagonista de su película disparando sus dardos, por una vez de forma literal, contra algunas de las fotografías que recubren las paredes de su cuarto. Anuncios publicitarios, o imágenes de autoridades gubernamentales, religiosas y de militares de alto rango y de soldadesca son impactados por los selectivos dardos de Michael, que esquiva en su consciente criba social tanto a los depauperados como a las víctimas de la guerra… aunque, en un disparo muy significativo, perfore la fotografía de una sonriente y glamourosa Audrey Hepburn erigida en símbolo de una tradición, esta cinematográfica, equiparada en Si… a la social, moral, y económica que puede verse entenderse tanto como producto como consecuencia de la imagen pública de la mítica actriz  hollywoodiense. Pero esta escena, lo suficientemente larga como para sugerir su importancia dentro de la trama y orientación ideológica de Si…, encuentra pronto su perfecto reflejo en un registro mucho más salvaje, aunque igualmente algo atenuado por el sarcástico sentido del absurdo que va llenando de lamparones la seriedad inicial de la película. Tras el comentado hallazgo del arsenal de armas automáticas, que consta de ametralladoras y granadas entre sus más mortíferos componentes, en los desvanes del colegio que, recordemos, hace las veces de academia militar, tiene lugar el enfrentamiento definitivo entre Michael y sus acólitos por un lado y el resto de la sociedad por el otro. O, dado el alto grado de simbolismo alcanzado por la suave irrealidad que se ha ido dibujando hasta ese momento en la película hasta validarla como parábola, la batalla final entre lo Nuevo y libre y lo Viejo y opresivo.

Aprovechando un acto institucional que congrega en la capilla del College a militares retirados, importantes figuras gubernamentales, padres y familiares de algunos de los alumnos, y prácticamente todas las autoridades escolares al completo, Michael, Johnny, Wallace, la misteriosa Chica que no se sabe bien como ha logrado reunirse con ellos y el joven Bobby abren fuego contra todos ellos desde los tejados de la escuela situados frente al edificio en el que el acto tiene lugar. A tiro limpio, y sin escatimar granadas, los nuevos terroristas siembran el pánico e incluso logran asesinar a algunos de los allí presentes, aunque durante una inesperada tregua en la que el Rector del College intenta poner paz asegurando que él entiende los motivos de los belicosos estudiantes, haciendo uso de una retórica que lo convierte en una parodia de lo que representa como autoridad educativa, la Chica lo apunta parsimoniosamente y le descerraja un tiro en la cabeza. Pero lo inopinadamente violento del acto, idéntico en su agresividad a todo el tiroteo precedente pero mucho más brutal por mucho más ceremonioso, encuentra pronto su contrapunto cómico, y absurdo, cuando el rector cae inerte al suelo ¡estallando en una bola de fuego! Y no es el único de una escena que rápidamente se adentra en el terreno de la divertida sátira que se bien diluye un tanto la potencial agresividad de esta secuencia de Si…, que se habría desplegado en toda su brutalidad bajo un registro más decididamente realista, lo hace elevando lo que en ella ocurre a un nivel más simbólico que realista. Porque a la bufonesca intervención del rector le sigue una repentina llamada a las armas de todos los congregados al acto del College que de golpe y porrazo se revelan como hiperviolentos soldados prestos a defender unos ideales que la película ha empezado describiendo elegantemente para poco a poco, y especialmente en su segunda mitad, acabar ridiculizándolos en una parodia poco matizada pero hilarante en sus mejores momentos. Ancianas de aspecto apacible que, presas de una rabia que las hace olvidar su propia seguridad ante los disparos del quinteto de cruzados, agarran las metralletas de los caídos para defender su orgullo patrio, hombres vestidos con armaduras medievales presentes en el acto para así dotarlo de un aire de respetable tradicionalismo se refugian buscando algo con lo que enfrentarse a los atacantes, tal y como hacen los jóvenes estudiantes fieles a unos principio, los del College, que no son sino los de la propia sociedad inglesa en un continuo y enrarecido toma y daca entre el uno y la otra. Caóticamente filmada, pero con una intencionalidad meridiana a ojos del público, Anderson convierte en una histérica soldadesca a prácticamente todo hombre y mujer de aires respetables presentes en el acto, enfrentados en bloque y armados hasta los dientes contra los cinco rebeldes en un más que desigual combate. Una batalla que, por encima de su surrealismo y sentido del humor, hace de la fauna humana que la compone una puesta al servicio de la idea que late bajo las imágenes de Si…: la guerra entre la Historia nacional, personificada tanto por la edad, el credo o hasta la vestimenta de algunos de los combatientes, y aquellos que pretenden enfrentarse a ella por todos los medios disponibles para destruir el pilar educacional del que ha surgido la sociedad y moral inglesa que los oprime. Un acerado retrato que, debido a su proliferación de sus elementos más o menos surrealistas, no es tanto el de la realidad de una época tan explosiva como la que tuvo lugar en 1968 como de las ansias de rebelión de sus cada vez más numerosos desertores y proscritos, incapaces de escapar del yugo de una forma de entender el mundo cerrada y autoritaria que no contempla otra alternativa que regurgitarse a través de las nuevas generaciones para que todo cambie, pero todo siga igual hasta la podredumbre.

Título: If… Dirección: Lindsay Anderson. Guión: David Sherwin. Producción: Lindsay Anderson y Michael Medwin. Dirección de fotografía: Miroslav Ondrícek. Montaje: David Gladwell. Música: Marc Wilkinson. Año: 1968.
Intérpretes: Malcolm McDowell (Michael Arnold Travis), Richard Warwick (Wallace), David Wood (Johnny), Christine Noonan (la Chica), Robert Swann (Rowntree), Rupert Webster (Bobby Phillips).


[1]Aquel cinco de noviembre iba a tener lugar la Apertura del Estado Inglés, muchos de cuyos miembros eran parte de familias aristocráticas protestantes. Los conspiradores, que antes de decidir la voladura de la sede Parlamentaria habían sopesado secuestrar a los hijos del Rey Jacobo I y la paradójicamente católica Reina Ana de Dinamarca, dando comienzo a una rebelión en los Midlands, pretendían así liderar el alzamiento de los católicos romanos ingleses contra las duras leyes que la corona había adoptado contra ellos e instalar un nuevo Rey obediente a los principios y doctrinas del papado. La prohibición que impedía legalmente a los católicos asistir a misa o a los oficios de la Iglesia de Inglaterra implantada por la reina Isabel I, predecesora en el trono de Jacobo I, había supuesto un duro revés contra los católicos que vivían en suelo inglés y que vieron inesperadamente recrudecidos los castigos por romper estas leyes por parte de un nuevo rey al que, por su matrimonio con una católica, se le presuponía una mayor amplitud de miras. El 26 de marzo de 1604, Robert Catesby, Thomas Winter y John Wright acordaron acabar con la opresión monárquica que les impedía acudir a sus sitios de culto. Poco después, el célebre Guy Fawkes, fogueado en un regimiento de españoles católicos que había combatido en los Países Bajos, se sumó al trío de conspiradores. Pero el número fue en aumento: ya en 1605, Thomas Bates, John Grant, Robert Keyes, Robert Wintour y Christopher Wright se añadirían a un grupo que se completaría con la llegada de Sir Everard Digby, Ambrose Rokwood y Francis Tresham, quienes aportarían gran parte de los fondos necesarios para llevar a cabo el atentado que jamás, aunque por muy poco, llegaría a tener lugar. Los trece hombres alquilaron una serie de estancias en los sótanos del Parlamento que fueron llenando poco a poco de barriles de pólvora, hasta alcanzar la friolera de un total de treinta y seis que debían hacerse estallar a principios de octubre de ese año 1605. Pero una epidemia de peste obligó a postergar sus planes hasta el mes siguiente, cuando el conde de Salsbury, Robert Cecil, organizó una red de espionaje que lo llevó hasta el sótano en el que, ya en la noche que va del cuatro al cinco de noviembre, Guy Fawkes estaba a punto de culminar los preparativos que harían posible la voladura del Parlamento y todos aquellos que estuviesen en él. Fawkes fue capturado, y pese a las numerosas torturas a las que fue sometido, parece que no acusó a ninguno de sus colaboradores ni reveló sus identidades, pero uno a uno fueron siendo encontrados por la guardia inglesa y posteriormente ejecutados. El sótano desapareció durante un incendio en 1834 pero, más a modo de tradición anual que por auténtica prevención, la guarda del Parlamento revisa los sotanos del edificio cada día cinco de noviembre. Pero el fallido atentado dio luz a otra festividad tradicional: la llamada la Noche de Guy Fawkes que consistió, hasta 1859 en lanzar al fuego de las hogueras encendidas cada cinco de noviembre unos muñecos hechos a imagen y semejanza del conspirador o, como alternativa, venderlos a penique el muñeco para así poder comprar fuegos artificiales con el dinero ganado. Pero hacia el siglo XVII, la Noche de Guy Fawkes empezó a ser identificada con actos de vandalismo que tenían lugar durante su celebración, que algunos ciudadanos aprovechaban para arrancar la madera de las casas y las vallas y echarlas al fuego, aprovechando la confusión para llevar a cabo robos y pillaje. El decreciente odio que una parte de la población profería hacia los católicos hizo que la quema de la efigie de Fawkes cayese en desuso, así como la prohibición que impedía la venta de fuegos artificiales a menores acabó de rematar la jugada. Pese a todo, Fawkes, o al menos su cara, parece haber recuperado el lustro en estos últimos años gracias al comic escrito por Alan Moore V de Vendetta, en el que su anarquista protagonista lleva una máscara de Guy Fawkes y planea, como su modelo histórico, destruir el parlamento durante la noche del 5 de noviembre como oposición a un gobierno de visos claramente dictatoriales. La popularidad (y calidad) del cómic propició una magnífica adaptación para la gran pantalla dirigida por James McTiegue en el año 2006 con idéntico título, popularizando hasta límites insospechados la máscara del terrorista/rebelde V, que recordemos está inspirada en la cara de Fawkes, como símbolo contestatario hasta ser un rasgo indisociable de las intervenciones públicas del oscuro grupo de protesta en la red Anonymous.

[2]Lindsay Gordon Anderson nació en Bangalore, en el sur de la India el 17 de abril de 1923. Hijo de padre oficinista de la Armada Británica, lo que motivó su nacimiento en la por entonces colonia inglesa en suelo asiático. Pasó su infancia en Worthing, Sussex oeste, donde cursó sus estudios elementales para más tarde asistir al Cheltenham College, cuya estancia allí inspiraría la escritura del guión del film que nos ocupa. Tras graduarse, Anderson trabajó como criptógrafo para la Intelligence Corps en Nueva Dehli mientras la Segunda Guerra Mundial tocaba a su fin, en 1945. A su regreso a la pacífica vida de civil que llevaba en Worthing, Anderson co-fundó junto con Gavin Lambert y Karel Reisz la revista de crítica y actualidad cinematográfica Sequence, en la que participaba asiduamente escribiendo reseñas y artículos. Poco después se enroló en otra publicación, esta de mayor recorrido, llamada Sight and Sound, así como la revista New Statesman, de clara afiliación política izquierdista. Combinando su labor como crítico cinematográfico, profesión de la que despreciaba el supuesto objetivismo bajo el que algunos de sus colegas llevaban a cabo su trabajo, con el de productor independiente de cortometrajes y incontables obras teatrales en una actividad que abarcó desde el año 1957 hasta 1992, Anderson se fue postulando como uno de los máximo artífices del Nuevo Cine inglés surgido a finales de los cincuenta: el llamado Free cinema, del que puede leerse un cortísimo resumen tanto de su historia como de sus intenciones en una de las notas al pie de la entrada dedicada a uno de los filmes más importantes del movimiento, La soledad del corredor de fondo, analizada en este blog en abril de 2013. Pero antes, y junto con Karel Reisz (que dirigiría la estimable y virulenta Sábado noche, domingo mañana) y Tony Richardson (quién posteriormente dirigiría la mentada La soledad del corredor de fondo), Anderson se enfrascó en el rodaje de una serie de documentales de calado humanista como Thursday’s children, de 1954, que le valió un premio Oscar al mejor cortometraje documental ese mismo año. Pero no fue hasta 1963 y tras algunas experiencias televisivas que, bajo la producción de Reisz, Anderson dirigiría su primer largometraje de ficción cinematográfica: El ingenuo salvaje. Tres años más tarde y tras una acogida desigual entre la crítica y el público, Anderson participaría en la serie NET Playhouse, y en 1967 llevaría a cabo el mediometraje White bus, antes de dar la campanada con la exitosa película que nos ocupa y que permitiría una segunda aventura de Mick Travis en su falsa secuela, aunque por lo que dicen los que han podido verla, emparentada en espíritu: Un hombre de suerte, dirigida en 1973, dos años antes de su siguiente película, llamada In celebration. Siete años más tarde, ya en 1982, Anderson recuperaría a Travis, Johnny y Williams para una tercera aventura que de nuevo poco o nada tenía que ver con las dos anteriores y que respondía al título de Britannia Hospital. En 1986 Anderson dirigiría junto a Jeremy McCracken un documental televisivo llamado Free cinema, para un año después embarcarse en una nueva película de ficción con intérpretes del calado de Bette Davis, Lillian Gish, o el no menos célebre Vincent Price en Las ballenas de agosto, que precedería a su última película, Glory! Glory! de 1989. Murió el 30 de agosto de 1994 en la ciudad francesa de Angulema poco después de rodar una pequeña película televisiva llamada Is That All there is? en la que él, junto a algunos de sus colaboradores miembros del ámbito cinematográfico, lanzaban las cenizas de las actrices Jill Bennett y Rachel Roberts al Támesis, y que fue emitido por la cadena BBC en 1993.

[3]Una inicialmente transparente puesta en escena que dudosamente habría llevado a cabo con el mismo grado de austeridad el director que inicialmente debía llevar a buen puerto el guión escrito por David Sherwin y John Howlett: el mítico Nicholas Ray, quien sufrió una crisis nerviosa poco antes de empezar la producción del film y tuvo que renunciar a su dirección. Ray fue el segundo de una corta lista de posibles directores que comenzó con el británico Seth Holt, montador de algunas comedias para la Ealing antes de encarar una carrera en la Hammer films. Pero Holt declinó la oferta por considerar su forma de dirigir demasiado convencional para lo que Howlett y un Sherwin que se había inspirado en muchas experiencias personales para la escritura de su guión, tenían en mente. Ofreciéndose sin embargo a producir la película (cosa que tampoco llegó a ocurrir) Holt pasó el testigo a Ray, con el resultado antes comentado, y finalmente el libreto cayó en las manos de Lindsay Anderson, que fue presentado a Sherwin por el productor de Si… durante una ronda de pintas entre guionista, director y productor en un pub inglés. El rodaje de la película, que se prolongó durante tres semanas, se llevó a cabo entre el Chelntenham College y la Aldenham School, con la participación de algunos de parte de su alumnado y profesorado como actores y extras en la película. Algunos de los discursos que pueden oírse en Si… fueron realmente utilizados en algunos de los actos oficiales llevados a cabo en Chelntenham.

[4]Debido a que, en ese mismo año 1968 tuvieron lugar incontables protestas y huelgas laborales en las que los sectores más jóvenes de algunos países europeos reclamaban un cambio de modelo político, económico y social. Siendo las que tuvieron lugar en Francia las más célebres, aunque ni de lejos las más violentas ni cruelmente reprimidas, de todas ellas, estas protestas en suelo francés tuvieron en los estudiantes sus más aguerridos representantes. El día 22 de marzo, un grupo de militantes de extrema izquierda, junto con algunos intelectuales, poetas y profesores de la Universidad de Nanterre, en París, se ocuparon el edificio de Administración de la Universidad como protesta contra la discriminación clasista existente en la sociedad francesa, así como el control ejercido sobre las universidades por parte del Gobierno. Con la llegada de la policía, la protesta se disolvió pacíficamente, aunque los maestros que tomaron parte en ella fueron rápidamente expedientados. Ante este hecho, se sucedieron las protestas entre la comunidad estudiantil y la protesta se extendió hasta la Universidad de la Sorbona, que fue ocupada por los estudiantes el tres de mayo. La policía acordonó la institución y, mostrando su apoyo a la comunidad educativa, las mayores agrupaciones estudiantiles y del profesorado se manifestaron el día seis ante la Sorbona. La policía cargó, intentando dispersar violentamente a los manifestantes, que no se arredraron, o al menos no en su totalidad, y empezaron a montar barricadas en las calles adyacentes antes de ser definitivamente dispersados. Pero pese a la voluntariosa actitud de la policía, el frente estudiantil ya empezaba a ganar adeptos de forma imparable y al día siguiente hubo una nueva manifestación a la que se añadieron maestros y algunos trabajadores, la mayoría jóvenes, que se sumaron a una nueva protesta que no sería la última, pues el día diez de ese mismo mes una ingente cantidad de personas se congregó en la Rive Gauche antes de negociar fallidamente su marcha con la policía, que volvió a cargar organizándose una batalla campal de cerca de un día de duración en la que hubo numerosos heridos y muchas cámaras de televisión que llevaron la violencia de la actuación policial a todos los hogares. Bajo una creciente simpatía hacia los manifestantes por parte de un sector cada vez mayor de la población, intelectuales, artistas y sindicatos de izquierdas se unieron en un frente común que culminó con una llamada a la huelga general para el día trece de mayo, durante el que cerca de un millón de personas marcharon por las calles de la ciudad reclamando la liberación de los detenidos durante protestas anteriores. El Presidente Pompidou, manteniendo a la policía a una segura distancia de los manifestantes, amnistió a los enjuiciados sin que ello repercutiera un ápice en las protestas, que se acrecentaron en número y manifestantes. Con la reapertura de la Sorbona, se produjo una nueva ocupación de la Universidad, a la que se sucedieron nuevas ocupaciones en otro sector, que no se había mantenido indiferente respecto a lo ocurrido en París durante esos días: el laboral. Se ocuparon hasta cincuenta fábricas en los siguientes días y el diecisiete de mayo se convocó una huelga en la participaron doscientos mil trabajadores, que al día siguiente se convirtieron en dos millones de huelguistas, y a la semana siguiente… en diez millones, dos terceras partes de la población ocupada en todo el territorio francés, que además no respondía ante las autoridades sindicales sino que se organizaban según sus propios principios y voluntad. Ante una serie de exigencias salariales y de condiciones laborales que, de no cumplirse, alargarían la huelga indefinidamente mientras se iba extendiendo entre la ingente cantidad de manifestantes que iban haciéndose con (o recuperando) el control del país de que el gobierno, con Charles de Gaulle a la cabeza, debía dimitir y convocar nuevas elecciones. Una nueva manifestación, organizada en esta ocasión por el partido comunista, marchó por las calles principales de París reuniendo cerca de medio millón de personas. Temiéndose que intentaran ocupar algunos edificios gubernamentales que obligaran a la policía un nuevo uso de la fuerza que habría puesto en pie de guerra a una población de la que el 20% de ella no veía con malos ojos una revolución, De Gaulle dimitió y convocó elecciones para el 23 de junio, amenazando también con aplicar la ley marcial si los trabajadores no regresaban a sus puestos y las protestas se dispersaban. Desde ese momento, las aguas se calmaron lenta pero inexorablemente, aunque el hito histórico era impepinable y el desde entonces llamado Mayo del 68 sirvió y sirve de inspiración tanto a revolucionarios de acción como de salón, extendiéndose a otros países de Europa y Estados Unidos, y haciendo que películas de contenido tan potencialmente explosivo como el de Si…, y más aún teniendo en cuenta que la acción tenía lugar dentro de una escuela, fuesen catalogadas con una X en su estreno, lo que limitó enormemente la distribución de este film de Lindsay Anderson.  Aunque la polémica desatada sobre la conveniencia de su contenido no logró impedir que se alzase con la Palma de Oro del Festival de Cannes del año 1969 pese a que en algunos lugares como la España de Franco, aún tardaría ocho años en llegar.

[5]Un personaje que tendría su continuidad, al menos de nombre, en sus secuelas bastardas más arriba apuntadas, llamadas Un hombre de suerte y Britannia Hospital. Durante años se rumoreó la posibilidad de hacer una secuela propiamente dicha de Si… que recuperaba no sólo a sus actores principales y los nombres de los ya no tan jóvenes que interpretarían, sino a los propios Michael, Williams, y Johnny que pueden verse en la película que nos ocupa, que tendría así su continuidad en un guión firmado por el propio Anderson poco antes de su muerte, en 1994. En él, podía verse como Michael había logrado ser un actor de renombre con una nominación al Oscar, Wallace un militar que había perdido un brazo durante una contienda, y Johnny había hecho carrera como clérigo... mientras que Rowntree había escalado hasta ser Ministro de defensa. Pero durante una reunión estudiantil (que visto lo visto el final de Si…, sería curiosa de ver) en la que los tres amigos volvían a reencontrarse, Rowntree era secuestrado por un grupo antibelicista, liberado por Michael, Johnny y Wallace y, por el camino, literalmente crucificado por Travis.

[6]Gesto que sirvió de guía para McDowell cuando tuvo que encarnar al más célebre personaje de toda su carrera: el brutal Alex De Large protagonista de la adaptación cinematográfica llevada a cabo por Stanley Kubrick en 1971, de la novela de Anthony Burgess La naranja mecánica. Tras recibir el guión del film, McDowell tuvo dudas sobre como interpretar al drugo protagonista de la adaptación del libro de Burgess, con lo que telefoneó a Anderson buscando consejo. Y el realizador de Si… le recordó el instante en el que Michael Travis abría triunfal la puerta que lo separaba del castigo físico que le esperaba en la secuencia comentada en el texto, sugiriéndole que aplicara ese espíritu burlón no sólo a un instante del film como había hecho hasta cierto punto en su film, sino a todas las acciones que DeLarge llevase a cabo en una de las películas más recordadas de Stanley Kubrick.

[7]Extremo que parte de mi opinión personal pero que según parece tiene una sencillísima explicación: las escenas que muestran a McDowell en misa son en blanco y negro porque su rodaje habría sido mucho más complicado de haberse hecho en color. A partir de ahí, y buscando darle un mayor empaque visual al film que no dejase a dicha escena completamente descolgada, Anderson se dedicó a filmar nuevos planos en blanco y negro que además contaban con el aliciente de resultar muchísimo más baratos que los que rodaron en color. Seguramente por eso, todos los planos rodados fuera del calendario de rodaje fueron filmados con una cámara en blanco y negro, lo que explicaría sin más problemas la profusión de planos sueltos blanquinegros dentro de secuencias que de no ser por estos pequeños insertos, serían completamente en color. Por lo tanto, saquen sus propias conclusiones alrededor de lo que se explica en el cuerpo del texto en comparación con lo escrito aquí y que se extrae de unas declaraciones hechas por el actor Malcom McDowell para la edición en DVD de Si… en el año 2007, aunque siendo la primera opinión una hecha desde lo que la película me ha hecho pensar he preferido dejarla como está… y como muestra de lo que mucho que puede llegar a hacer la autosugestión cuando se trata de analizar una película.