Hay películas en las que la
ausencia de un conflicto claro y bien contorneado es precisamente lo que trae
de cabeza a todos aquellos hombres y mujeres que moran por sus fotogramas. La
misma atmosférica sensación de angustioso regusto que parece conducir las
erráticas pero bien pavimentadas existencias del cuarteto de vagabundos al
volante conformado por un conductor, un mecánico, una chica y un hombre de edad
algo más avanzada, destinados hacia la inconfundiblemente norteamericana Nada del
año 1971 en el que tiene lugar Carretera
asfaltada en dos direcciones. Fecha que se diría no tiene la más mínima
importancia para los cuatro moradores de autopistas, carreteras y autovías protagonistas
de este film dirigido por Monte Hellman[1],
aunque sí para el mundo que los rodea: cafeterías, moteles y talleres con
vistas al asfalto que constriñe todo el territorio norteamericano dibujan la
inmediata resaca de la Revolución del Amor, el hippismo y las finalmente ciegas esperanzas de hacer del mundo un
lugar menos frío, intolerante y vivaz que el que vio nacer a los protagonistas
de Carretera asfaltada en dos direcciones[2].
Una película de argumento tan simple como aparentemente sencilla parece su
plasmación en imágenes y sonido: dos jóvenes nómadas (James Taylor y Dennis Wilson)
con la cabeza eternamente ocupada por
motores, rutas y tubos de escape, cruzan su camino al volante de su
veloz y tuneado Chevrolet 150 con el de una joven (Laurie Bird) autoestopista
que, sin comerlo ni beberlo, se sube a su coche y emprende con ellos una
excursión hacia ninguna parte. Por el camino, y como parte de su rutina
automovilística, conocen a un hombre adulto al que llaman G.T.O. (interpretado
por Warren Oates y que recibe su apodo por conducir un Pontiac G.T.O) que les
reta a llegar hasta Washington D.C. antes que él.
Pero si la historia parece, como
se apuntaba algo más arriba, de una sencillez que vista en perspectiva acaricia
lo estereotipado[3], el
hecho de que su puesta en imágenes resulta sorprendentemente sencilla y hasta
voluntariosamente translúcida en lo
que a sus mecanismos de puesta en escena se refiere no sólo logra zafar al film
de lo rutinario, sino que lo dota de una abstracción que coquetea con el
minimalismo más esforzado. No hay, a excepción de su contundente final, manierismo
alguno en el devenir formal de Carretera
asfaltada en dos direcciones, pero sí una palpable voluntad de despojar la
historia narrada por Hellman de todo aquello que pueda resultar superfluo tanto
para su entendimiento como para generar la particular sensación de vaciedad
vital que parece espolear a sus protagonistas. No existe verdadera tensión
entre los participantes de la carrera, pero tampoco un verdadero amor entre
ellos, que tanto parecen apreciarse como molestarse por la constante presencia
de los demás. Ni el Mecánico, ni el Conductor, ni tampoco la Chica responden a
un nombre propio, sino a una función narrativa que los define y les otorga una
denominación bajo la que nada parece ocurrirles, y nada parece importarles
sobremanera. Ni siquiera cuando uno de los dos jóvenes protagonistas es
preguntado por la identidad de la chica que los acompaña, y se convierte en la
amante de ambos, parece tener muy claro su nombre sin que tal cosa parezca
perturbarlo mínimamente. Sólo el personaje interpretado por Oates parece
escurrirse desesperadamente de una austeridad narrativa planteada ya desde el
guión de Carretera asfaltada en dos
direcciones al ser recompensado -o convertido en un ser maldito por la
melancolía con la que parece contemplar el inexorablemente movedizo mundo que lo
rodea- con algo parecido a una cierta personalidad que desborda su función
dentro del relato planteado por Hellman, dotándolo así de una identidad capaz de mermar su
funcionalidad. Vista así y ya desde sus primeros minutos, resulta
meridianamente claro que Carretera
asfaltada en dos direcciones es una película que echa hondas raíces
argumentales en la descripción de un grupo de pobres diablos sin más oficio ni
beneficio que pasar sus horas al volante yendo arriba y abajo o, yendo un poco
más allá, un film sobre la nada más absoluta y como existir en ella bajo una
losa de tibio desapasionamiento. Pero, lejos de solaparse con lo potencialmente
inane de su propuesta, el buen hacer de Hellman como realizador logra la nada
desdeñable proeza de describir el tedio sin por ello firmar una película
tediosa y, más aún, de componer una conseguida atmósfera de lirismo que, como
se decía algo más arriba, se construye sobre los mínimos elementos disponibles.
Así, y sacando provecho de lo ajustadísimo, en cuanto a recursos expresivos se
refiere, de la excelente puesta escena de Carretera
asfaltada en dos direcciones, Hellman compone una película puramente
descriptiva en la que tanto los diálogos como las acciones definen unos
personajes principales reducidos, el menos en tres de los cuatro casos, a
ralentizados cascarones humanos de andares tan naturales que puede parecer
anticinematográficos en su exultante superficialidad. Mecánico, Conductor y
Chica son gente sin pasado que cuando pretenden tender puentes con los demás lo
hacen a través de conversaciones convertidas en trámites sobre la más pura de
las naderías, que sólo se comunican entre ellos cuando se trata de rutas o
coches con las que transitar por ellas lo más rápido posible en su imparable ruta
hacia ninguna parte y que sólo tienen ojos para un horizonte al que por su
propia naturaleza jamás podrán llegar. Todo lo anterior va tejiendo una
disimulada tela de araña de muy significativos apuntes a modo de sostén
argumental, capaz de transmitir una contención emocional que pronto se ve
catapultada por una plasmación en imágenes y sonido que como se decía carece de
engolados artificios aunque ello no implique, ni mucho menos, que carezca de una
intencionalidad o un discurso capaz
de dotar de sentido a un film siempre al filo de lo abúlico.
Todo en Carretera asfaltada en dos direcciones resulta distante e
impenetrable al ojo del espectador, pero precisamente por ello también
paradójicamente reconocible y hasta propenso a confundirse con real por desprovisto, como ya se decía
algo más arriba, de un grado de artificio lo suficientemente vistoso o
espectacular como para percibirse como tal. Antes se ha mencionado que no
existe un conflicto claro en la película, pero tampoco hay en Carretera asfaltada en dos direcciones
ni rastro de una banda sonora extradiegética[4],
ni vistosos efectos de montaje o movimientos de cámara más o menos ampulosos,
como tampoco excesivos primeros planos dentro de una planificación repleta de
planos traseros y planos medios que parecen contemplar
tanto a sus personajes como amplificar la influencia de un entorno, rural en la
mayoría de ocasiones siempre presente en los contornos de los encuadres. Podría
decirse que Carretera asfaltada en dos
direcciones es un film extremadamente descriptivo en su austero fresco
social cuya acción tiene lugar en el mundo exterior, pero esta aseveración se
ve rápidamente perturbada si se tiene en cuenta que casi todas y cada una de
sus escenas ocurren en el interior de un automóvil, o en uno de los muchos
establecimientos que parecen haber crecido de los bordes de la carretera por
los que los que parece transitar una Norteamérica tan alérgica a echar raíces
como, simultáneamente, claustrofóbica y compartimentada en cubículos sobre
ruedas y caminos prefabricados por el asfalto. Bajo este punto de vista, la
mentada falta de épica y hasta de emotividad con la que Monte Hellman plasma
los actos y opiniones del Mecánico, el Conductor, la Chica o, en menor medida,
de G.T.O., convierten Carretera asfaltada
en dos direcciones en una road-movie
no tanto crepuscular como directamente nihilista. Siendo todos ellos personajes
en tránsito constante por su naturaleza común de conductores que parecen
alimentarse de kilómetros al volante para poder continuar con sus caminos, la
plausible y forzada falta de dramatismo dotada de una apabullante falta de
épica que desprende la película, los
transforma en un grupo humano que no parece estar buscando nada en concreto que
no sea escapar de todo hasta que no quede absolutamente nada a lo que poder
agarrarse. Pero, además, esta última aseveración parece establecerse, de forma
harto significativa desde un punto de vista simbólico, en diferentes grados
dependiendo del personaje al que se le aplique. Mientras el trío de jóvenes parece
nadar en la apatía sin sufrir ni alegrarse por nada de lo que ocurre en Carretera asfaltada en dos direcciones, no
puede decirse lo mismo del personaje encarnado por Oates. Magníficamente
interpretado a través de un mayor histrionismo en comparación con el resto de
sus compañeros de reparto, que parecen flotar en una nube de resignación hecha
de gestos tan mecánicos como lo funcional de sus nombres, el personaje de
G.T.O. también es el más expresivo de los cuatro así como el más capaz en lo
que explicarse a sí mismo se refiere. Mentiroso compulsivo pero a buen seguro
aquejado de una angustia traducida en episodios alcohólicos y una constante
ansia de encontrar un lugar en el que asentarse antes de que sea, según sus
palabras, “demasiado tarde”, las numerosas
peroratas de este personaje enfrentado al mutismo de sus compañeros de viaje lo
convierten en un soñador dentro de un film poco dado a la nostalgia. Y, precisamente
por eso, su condición de diferente
respecto a la del Mecánico, el Conductor o la Chica, y que se percibe como una
consecuencia indivisible de una llorada experiencia personal que otorga la edad
bajo las formas del recuerdo de una época más segura, mueve el más que
nebuloso, hipotético, conflicto del film a áreas más propias del conflicto generacional.
Y es que, siendo Carretera asfaltada en dos direcciones
una película en la que, tanto por su historia como muy especialmente por la
forma en que ésta se plasma en pantalla, el paisaje tiene una importancia
capital, resulta igualmente reveladora al respecto la omnipresencia de
automóviles en prácticamente todos los contraplanos que se suceden a las tomas
que recogen a los jóvenes y a G.T.O. sentados en sus automóviles mientras otean
el mundo desde sus ventanillas. Un mundo que parece encaminado hacia el
perpetuo movimiento que tanto angustia a G.T.O. pero que en cambio tan
cotidiano resulta para el Mecánico, el Conductor, o la Chica… que,
probablemente no por casualidad, casi siempre viajan en grupo mientras que su
más talludito acompañante lo hace en solitario y recogiendo a todo
autoestopista que se encuentre en su camino hacia Washington D.C. Y más aún
cuando, para más inri, aquellos a los que recoge parecen ser los residuos de
una época supuestamente mejor cuya memoria languidece entre las soledades
personales, capitalismo desbocado y la muerte de la que los jóvenes se creen a
salvo en su, a falta de un término mejor, endogamia generacional. No parece
casual, por lo tanto, que G.T.O. se encuentre en su camino con una Norteamérica
personificada en sollozantes homosexuales en busca de amor y cariño (Harry Dean
Stanton), un representante de la ley con escasos escrúpulos (Don Samuels), una
anciana (Katherine Square) que lleva a su nieta (Melissa Hellman) a visitar las
tumbas de sus recién fallecidos progenitores o, en última instancia, a un
militar camino de Washington D.C. (Glen Rogers). Y que, en cambio, el
Conductor, el Mecánico y la Chica, rehuyan conversar con G.T.O. cuando éste
empiece a enumerar sus desgracias personales, se queden pasmados ante un
accidente automovilístico ante el que no saben como reaccionar, o cambien las
matrículas de sus coches al entrar en un Nuevo Méjico en el que su condición de
extranjeros y pelo largo puedan traerles problemas con los intolerantes lugareños.
Vista así, G.T.O. y los jóvenes representan la cara y la cruz de una road-movie en la que la esperanza parece
haber sido abolida, dejando en su lugar un vacío en el que sólo queda dar
vueltas sobre la nada a modo de voluntariosa y algo enfermiza protección contra
un mundo al otro lado del elevalunas que se ha vuelto mansa pero
irrevocablemente irrespirable. Libertades sexuales truncadas por la
intolerancia consensuada tras la elección como presidente de Richard Nixon, el
auge de un capitalismo al filo de la crisis del petróleo, el regreso de un
oscurantismo moral que se creía superado o la Guerra del Vietnam son escenarios
que se van introduciendo de forma sibilina pero imparable por los contornos de
una historia que atrapa a sus personajes hasta condenarlos a una perpetua huída
hacia ninguna parte o obligarlos a aceptar una realidad que, sin llegar a
agradarles, no encuentra una alternativa en las imágenes del film de Hellman.
Siendo las dos direcciones posibles del título parte de una misma carretera,
por la que transitan desde carriles diferentes tanto G.T.O. como el trío de
jóvenes, la claustrofobia vital que parecen compartir todos y cada uno de
ellos, y que para nada resulta afectada gracias al esforzado temple de Hellman
como realizador, se ve definitivamente sellada por la circularidad de la
estructura del film que termina, tal y como comienza, con una carrera. Pero si
la que abre Carretera asfaltada en dos
direcciones tiene lugar durante la noche y bajo el atronador sonido
motorizado de los coches participantes, la que se encarga de clausurar la
película tiene lugar en pleno día y culmina en un relajante silencio que no
sólo marca un cambio, sino el fin de una época que ahora se muestra vacía de su
humano ruido y furia. Con la Chica abandonando el barco ante la posibilidad de
una estabilidad que es percibida como sinónimo de rendición y hasta de
sufrimiento, el Mecánico cumpliendo con su deber, y G.T.O. actuando bajo el
temor de que la vida se le escape entre las manos mientras se decide sobre que
hacer con ella, Hellman se concentra en la más hierática de todas las figuras
aparecidas en Carretera asfaltada en dos
direcciones para concluir su sugerente retrato. Es el Conductor, que
haciendo honor a su nombre no puede abandonar la carretera ni ningún otro
circuito por el que poder circular, el que recibe el dudoso honor por parte de
Hellman de entonar lo más parecido a una tesis más o menos clara y, esta sí, plasmada
de manera descaradamente artificiosa en Carretera
asfaltada en dos direcciones.
Desde una toma trasera que no
permite al espectador contemplar su expresión pero que lo sitúa prácticamente en
su misma perspectiva, Hellman muestra al Conductor conduciendo aceleradamente
hacia ninguna parte mientras, poco a poco, la imagen se va ralentizando hasta
congelarse en un fotograma y… quemarse. Así, y de forma considerablemente
pesimista, Hellman finiquita simbólicamente los sueños no sólo de una
generación, la del Amor, que aquí se encuentra desprovista de sus señas más
estereotipadas en aras de un realismo más doloroso por próximo, sino de todo aquel que pretenda encapsular el tiempo y,
por tanto, también un pasado que alberga tanto la añorada estabilidad de G.T.O.
como el hippismo del que parecen
haber surgido el trío de jóvenes protagonistas. Además, resulta especialmente
llamativa la decisión de Hellman de atenuar el sonido ambiental en esta última
secuencia, sustituyendo el hasta entonces casi omnipresente sonido del motor
del Chevy propiedad de los protagonistas del film por un mucho más etéreo
sonido del viento que poco a poco va aumentando en intensidad con la velocidad
del automóvil. Esta anulación del sonido del coche como si este no existiese, convierte al Conductor en
un personaje intercambiable con el vehículo que conduce, capaz de escuchar lo
que se oiría de desplazarse a la misma velocidad que su Chevy sobre el asfalto,
sugiere una huida que tanto el mecanicismo interpretativo de los actores como
la distancia tonal pergeñada por Hellman contrarrestan durante todo el metraje.
Una mirada furtiva hacia una casa unifamiliar que parece tentar (¿o atemorizar?)
al Conductor desde la orilla de la carretera y que es prontamente dejada atrás,
podría refutar esta posibilidad pero el formalmente devastador punto final de
la película, consigue lleva esta propuesta un poco más allá del romanticismo
que late tras ella para abrazar un nihilismo devastador. Convertida en una
ratonera de imposible huída, Carretera
asfaltada en dos direcciones echa así por tierra el mito del asfalto como
camino hacia la libertad al desproveerlo de toda épica, convirtiéndolo en un nuevo
camino trazado de antemano tomado por personajes despojados de todo rastro de
humanidad hasta su tuétano narrativo, reducidos a piezas de un engranaje
cinematográfico al borde de la pura autodestrucción como ideal romántico que ya
no se sostiene al entrar en contacto con la realidad.
Título: Two-lane blacktop. Dirección:
Monte Hellman. Guión: Rudolph
Wurlitzer y Will Corry. Producción:
Michael Laughlin. Dirección de
fotografía: Jack Deerson. Montaje:
Monte Hellman. Música: Billy James. Año: 1971.
Intérpretes: James Taylor (el Conductor), Dennis Wilson (el
Mecánico), Laurie Bird (la Chica), Warren Oates (G.T.O.), Harry Dean Stanton
(Autoestopista).
[1]Nacido
el 12 de julio de 1929 (o 1932, según las fuentes que se consulten) Monte
Himmelbaum nació en Nueva York y creció en Los Angeles, en los Estados Unidos.
Estudió arte dramático en la Universidad de Stanford y cinematografía en la
UCLA. Más adelante, y tras pasarse una época dirigiendo montajes teatrales,
Hellman logró captar la atención de uno de los gurús del cine de serie B y
nombre capital del Nuevo Cine Americano: Roger Corman. El director y mítico
productor puso los fondos necesarios para que Hellman pudiese llevar a los
escenarios de Los Angeles Esperando a
Godot, escrita por Samuel Beckett, que recabó elogios y puso el nombre del
futuro realizador de Carretera asfaltada
en dos direcciones en boca de todos los críticos teatrales de la ciudad.
Nada hacía suponer que su siguiente paso no sólo sería su primer largometraje
sino que, ya bajo el ala cinematográfica de Corman, respondería a los esquemas
de la más prototípica serie B: La bestia
de la cueva maldita, rodada y estrenada en 1959, fue su entrada en un
mundo, el del cine de bajo presupuesto, que pronto le reportaría beneficios
tanto económicos como, muy especialmente, laborales. Tras cuatro años como “chico para todo”, papel por otro lado
muy habitual para cualquiera que hubiese pisado la factoría Corman durante sus
años de esplendor, Hellman filmaría algunos fragmentos de la pobre El terror, protagonizada por un
crepuscular Boris Karloff y un jovencísimo Jack Nicholson con el que entablaría
una amistad que haría posible su colaboración en las dos siguientes películas
del realizador. Filmadas en las Filipinas, en un mismo año (1964) y casi
simultáneamente, Hellman y Nicholson llevarían a cabo Viaje a la ira y Back door to
hell, la última de las cuales sería un western
que ya anunciaba el próximo proyecto del tándem formado entre director y actor:
Forajidos salvajes, que llegaría en
1965 con Nicholson como protagonista absoluto. Situación que se repetiría con El tiroteo, de 1967 y en la que contaría
con Warren Oates, que sería uno de sus actores fetiche durante una parte de su
carrera. Mientras se fogueaba como montador en películas como la excelente Los ángeles del infierno dirigida por el
propio Corman, Hellman se preparaba para llevar a cabo su más reputado trabajo
hasta la fecha pese a que en su día nadie le prestó demasiada atención: esta Carretera asfaltada en dos direcciones
que no desvió excesivamente la carrera de Hellman de la senda del cine de bajo
presupuesto y escasas pretensiones que habían sido hasta ese momento marca de
la casa. Su siguiente proyecto, Gallos de
pelea, de 1974 y que contaba con el protagonismo de Oates, volvió a
funcionar lo suficientemente bien en taquilla como para cubrir gastos, pero sin
llegar a acariciar las mieles de un éxito comercial que nunca llegaría a gran
escala. A partir de ahí, y hasta 1988, su trabajo consistiría en co-dirigir
proyectos ajenos como Acorralado en Hong
Kong, que rodó junto con el mítico Michael Carreras en 1975, Yo, el mejor, mano a mano con Tom Gries
en 1977, Clayton Drumm junto a Tony
Brandt en 1978, y El tren de los espías
tras la muerte, en 1979, de su realizador Mark Robson con el que compartiría la
autoría de la película. Tras un largo lapso de nueve años Hellman regresaría
con Iguana y, un año más tarde, Posesión alucinante, tercera entrega de
la sanguinaria saga navideña Noche de Paz,
Noche de muerte. En 1992, Hellman se erigió como piedra angular de la nueva
hornada de cine independiente norteamericano al participar en la producción de
la opera prima de Quentin Tarantino, Reservoir dogs (comentada en este blog
en el mes de octubre de 2013) para sumirse en un, de nuevo, largo silencio que
rompería en el año 2006 con su participación en la película de episodios
llamada La cada del terror, que
precedería la que es su última película de ficción hasta el momento: Road to Nowhere, filmada en el año 2010
y que fue premiada con el León de Oro del Festival de Cine de Venecia, un
galardón entregado y presentado por un Quentin Tarantino en calidad de
Presidente del Jurado que así cerraba el círculo rindiendo respeto público al
hombre que hizo posible su primer film. En la misma línea, y probablemente
debido a su creciente prestigio gracias en parte a la revalorización de Carretera asfaltada en dos direcciones por
parte de la crítica y la cinefilia, Hellman fue llamado a participar en el
proyecto común Road to nowhere, para el que hizo un cortometraje documental
de un minuto y medio de duración. El film inauguró el Festival de Cine de
Venecia del año 2013, y sigue siendo la última aportación de Hellman al mundo
de lo cinematográfico en calidad de director.
[2]Resumiendo
muchísimo -no queda otra- 1971 supuso el casi definitivo despertar del hippismo a una realidad de pesadilla.
Ese mismo mes de enero el tristemente célebre Charlie Manson fue juzgado como
líder ideológico de la matanza que tuvo lugar en Beverly Hills en 1969 y cuya
víctima más famosa fue una embarazada Sharon Tate que por entonces era la
pareja amorosa del director Roman Polanski. Pero no era el único aviso de que
algo había salido terriblemente mal dentro de una visión del mundo y la
sociedad tan esperanzada y abierto como brutal fue su caída desde esa altura de
miras. La resaca vital y sobretodo mental dejada por un despreocupado consumo
de drogas que enloqueció a muchos de los miembros de una Generación del Amor
llevándolos al filo del abismo abrió las puertas a un nuevo miedo social que
probablemente dieron el poder al republicano Richard Nixon en 1969, mismo año
en el que la Familia Manson perpetraba sus crímenes y un concierto de los
Rolling Stones en la localidad de Altamond acababa en tragedia al ser asesinado
un joven espectador a manos de uno de los Angeles del Infierno que ejercía de
guardaespaldas de la banda musical capitaneada por Mick Jagger. Mientras tanto,
la guerra de Vietnam seguía su curso y empezaba a dibujar un horizonte
considerablemente más oscuro de lo previsto por los servicios de inteligencia
norteamericanos con lo que, debido al gasto que el conflicto armado empezaba a
acarrear para las finanzas norteamericanas, el valor del dólar se desvinculó
del del oro (en una decisión cuyos pros y contras pueden leerse de forma más
desarrollada en una de las notas al pie pertenecientes a la entrada dedicada a El lobo de Wall Street publicada en este
blog el pasado mes de febrero) para así poder hacer frente a una alarmante
pérdida de liquidez y, colateralmente, desequilibrar por completo el sistema de
crédito internacional. Un pernicioso caldo de cultivo social, moral y económico
que burbujea tras las pausadas y tristemente bonitas imágenes de Carretera asfaltada en dos direcciones.
[3]Un
grado de sencillez que sin embargo acabó siendo superior al que planteaba la
primera versión del guión, escrito por entonces por Will Corry en solitario,
que planteaba una línea argumental muy similar pero protagonizada por un joven
blanco y otro negro tras los pasos de una joven a través de una parte del
territorio Estadounidense. Pero esta primera aproximación a lo que acabaría
siendo Carretera asfaltada en dos
direcciones sería descartada por Hellman a favor de la reescritura llevada
a cabo por el escritor undergorund y
amigo del director Rudolph Wurlitzer, quien rehizo la historia de regusto
autobiográfico firmada por Corry añadiendo el personaje de G.T.O. así como los
de los autoestopistas que aparecen en la película. Para inspirarse, Corry viajó
hasta Los Ángeles y empezó a frecuentar los mismos ambientes que los fanáticos
del volante que servirían de base para los personajes del Conductor y el
Mecánico, leyó todas y cada una de las revistas de automovilismo que pudo y
acabó rematando el guión definitivo en cuatro semanas tras las cuales, y ya en
febrero de 1970, Hellman comenzó a buscar las localizaciones necesarias para
llevar a buen puerto su visión de la película. Pero a las pocas semanas el
rodaje fue cancelado y, cuando comenzó a buscar financiación, Hellman se
encontró con que todo aquel que se ofrecía a poner algo de dinero sólo estaba
dispuesto a hacerlo a cambio de poder intervenir en la película en calidad de
productor. Finalmente, un joven ejecutivo de Universal Pictures puso 850.000
dólares sobre la mesa sin exigir otra cosa que que Hellman hiciese la película
que le viniese en gana. Impulsado por este sorprendente golpe de suerte, el
director empezó a elaborar el casting
con la inestimable y segura participación de Warren Oates, que ya había trabajo
con el director en algunas de sus películas anteriores, y del cantante James
Taylor, al que Hellman contrató tras ver una foto suya en Sunset Boulevard.
Pero a cuatro días de comenzar el rodaje, el puesto para interpretar al Mecánico
seguía vacante, y ninguno de los verdaderos mecánicos puestos a prueba por
Hellman en sus castings por todos los garajes de Los Angeles acababa de
convencer al realizador. Y un buen día alguien sugirió que fuese el batería del
mítico grupo The Beach Boys, Dennis Wilson, quien encarnara al personaje. Tras
algunas reticencias, Hellman accedió y el rodaje dio comienzo alargándose un
total de ocho semanas y contando con treinta miembros del equipo de rodaje,
entre actores y equipo técnico. Con el afán de conseguir la máxima veracidad
posible, Hellman insistió en rodar por todo el país siguiendo los pasos de los
personajes de Carretera asfaltada en dos
direcciones cuyos intérpretes jamás leyeron el guión al completo, sino que
leían los diálogos que estaban a punto de filmarse a escasas horas de empezar
su jornada para no perder la frescura que Hellman quería para su película.
Siguiendo esta estrategia, que provocó algunas incomodidades entre el equipo
interpretativo que se saldaron sin más problema, Hellman filmó el guión
prácticamente sin variaciones pero acabando con la friolera de tres horas y
media de película en sus manos. Con el derecho a decidir sobre el montaje
definitivo en su mano, Hellman redujo la película hasta su duración actual pero
ello no sirvió para rescatarla del fracaso comercial. Pese a todo, y gracias a
su revalorización por parte de crítica y público hasta alcanzar el proceloso
status de película “de culto”, Carretera
asfaltada en dos direcciones es
parte desde el año 2012 de la colección de la Librería del Congreso y, más
concretamente, de su Registro Cinematográfico Nacional que garantiza su
preservación debido a su, ahora por consenso, importancia cultural. Su influencia, menor que su calado mítico entre sus admiradores, es notable en algunas películas de Gus Van Sant y, de forma declarada, en la excelente Los renegados del diablo dirigida por Rob Zombie.
[4]Para
los no iniciados, lo diegético o extradiegético de una banda sonora cinematográfica
hace referencia a la fuente de la que sale el sonido. Simplificando mucho,
podemos decir que un sonido o acompañamiento musical es diegético cuando pertenece a la realidad de los personajes de la
película como podría ser por ejemplo el caso de una melodía escuchada al
encenderse una radio. Así, y por lo tanto, una banda sonora extradiegética se referiría a lo
contrario: un acompañamiento sonoro o musical que no pertenecería a la realidad
de todos aquellos que aparezcan en pantalla y del que por tanto no serían
conscientes por no pertenecer a su ámbito de percepción. Esta diferencia es la
misma que separa dos filmes aparentemente tan similares en lo argumental como
distintos en su totalidad como puedan ser esta Carretera asfaltada en dos direcciones y la más mítica, pero no
mejor, Buscando su destino (o Easy rider, como mejor se la conoce).
Dirigida y co-protagonizada por Dennis Hooper en 1969, Buscando su destino enfrentaba una visión libertaria y hasta épica
en su retrato del hippismo y la
cultura de la carretera con la intolerancia a la que irían enfrentándose los
miembros de la progresivamente diezmada Revolución del Amor. ¿Y cuáles eran sus
recursos? Pues una banda sonora extradiegética, un montaje plagado con los tics propios de su época y, en definitiva,
un tono enaltecedor para con su relato que se encuentra en las antípodas de Carretera asfaltada en dos direcciones,
cuyo tono pausado, su sobriedad y su uso de la banda sonora de forma dietética
(y deliberadamente poco armónica con las situaciones en las que aparece) dan un
saldo desmitificador pese a algunos puntos en común existentes entre ambas
películas, siendo la de Hellman una mucho más próxima a la poesía audiovisual
de los primeros y mejores trabajos de Terrence Malick que al seminal film de
Hooper.
No hay comentarios:
Publicar un comentario