jueves, 6 de noviembre de 2014

CARRETERA ASFALTADA EN DOS DIRECCIONES



Hay películas en las que la ausencia de un conflicto claro y bien contorneado es precisamente lo que trae de cabeza a todos aquellos hombres y mujeres que moran por sus fotogramas. La misma atmosférica sensación de angustioso regusto que parece conducir las erráticas pero bien pavimentadas existencias del cuarteto de vagabundos al volante conformado por un conductor, un mecánico, una chica y un hombre de edad algo más avanzada, destinados hacia la inconfundiblemente norteamericana Nada del año 1971 en el que tiene lugar Carretera asfaltada en dos direcciones. Fecha que se diría no tiene la más mínima importancia para los cuatro moradores de autopistas, carreteras y autovías protagonistas de este film dirigido por Monte Hellman[1], aunque sí para el mundo que los rodea: cafeterías, moteles y talleres con vistas al asfalto que constriñe todo el territorio norteamericano dibujan la inmediata resaca de la Revolución del Amor, el hippismo y las finalmente ciegas esperanzas de hacer del mundo un lugar menos frío, intolerante y vivaz que el que vio nacer a los protagonistas de Carretera asfaltada en dos direcciones[2]. Una película de argumento tan simple como aparentemente sencilla parece su plasmación en imágenes y sonido: dos jóvenes nómadas (James Taylor y Dennis Wilson) con la cabeza eternamente ocupada por  motores, rutas y tubos de escape, cruzan su camino al volante de su veloz y tuneado Chevrolet 150 con el de una joven (Laurie Bird) autoestopista que, sin comerlo ni beberlo, se sube a su coche y emprende con ellos una excursión hacia ninguna parte. Por el camino, y como parte de su rutina automovilística, conocen a un hombre adulto al que llaman G.T.O. (interpretado por Warren Oates y que recibe su apodo por conducir un Pontiac G.T.O) que les reta a llegar hasta Washington D.C. antes que él.

Pero si la historia parece, como se apuntaba algo más arriba, de una sencillez que vista en perspectiva acaricia lo estereotipado[3], el hecho de que su puesta en imágenes resulta sorprendentemente sencilla y hasta voluntariosamente translúcida en lo que a sus mecanismos de puesta en escena se refiere no sólo logra zafar al film de lo rutinario, sino que lo dota de una abstracción que coquetea con el minimalismo más esforzado. No hay, a excepción de su contundente final, manierismo alguno en el devenir formal de Carretera asfaltada en dos direcciones, pero sí una palpable voluntad de despojar la historia narrada por Hellman de todo aquello que pueda resultar superfluo tanto para su entendimiento como para generar la particular sensación de vaciedad vital que parece espolear a sus protagonistas. No existe verdadera tensión entre los participantes de la carrera, pero tampoco un verdadero amor entre ellos, que tanto parecen apreciarse como molestarse por la constante presencia de los demás. Ni el Mecánico, ni el Conductor, ni tampoco la Chica responden a un nombre propio, sino a una función narrativa que los define y les otorga una denominación bajo la que nada parece ocurrirles, y nada parece importarles sobremanera. Ni siquiera cuando uno de los dos jóvenes protagonistas es preguntado por la identidad de la chica que los acompaña, y se convierte en la amante de ambos, parece tener muy claro su nombre sin que tal cosa parezca perturbarlo mínimamente. Sólo el personaje interpretado por Oates parece escurrirse desesperadamente de una austeridad narrativa planteada ya desde el guión de Carretera asfaltada en dos direcciones al ser recompensado -o convertido en un ser maldito por la melancolía con la que parece contemplar el inexorablemente movedizo mundo que lo rodea- con algo parecido a una cierta personalidad que desborda su función dentro del relato planteado por Hellman, dotándolo así de una identidad capaz de mermar su funcionalidad. Vista así y ya desde sus primeros minutos, resulta meridianamente claro que Carretera asfaltada en dos direcciones es una película que echa hondas raíces argumentales en la descripción de un grupo de pobres diablos sin más oficio ni beneficio que pasar sus horas al volante yendo arriba y abajo o, yendo un poco más allá, un film sobre la nada más absoluta y como existir en ella bajo una losa de tibio desapasionamiento. Pero, lejos de solaparse con lo potencialmente inane de su propuesta, el buen hacer de Hellman como realizador logra la nada desdeñable proeza de describir el tedio sin por ello firmar una película tediosa y, más aún, de componer una conseguida atmósfera de lirismo que, como se decía algo más arriba, se construye sobre los mínimos elementos disponibles. Así, y sacando provecho de lo ajustadísimo, en cuanto a recursos expresivos se refiere, de la excelente puesta escena de Carretera asfaltada en dos direcciones, Hellman compone una película puramente descriptiva en la que tanto los diálogos como las acciones definen unos personajes principales reducidos, el menos en tres de los cuatro casos, a ralentizados cascarones humanos de andares tan naturales que puede parecer anticinematográficos en su exultante superficialidad. Mecánico, Conductor y Chica son gente sin pasado que cuando pretenden tender puentes con los demás lo hacen a través de conversaciones convertidas en trámites sobre la más pura de las naderías, que sólo se comunican entre ellos cuando se trata de rutas o coches con las que transitar por ellas lo más rápido posible en su imparable ruta hacia ninguna parte y que sólo tienen ojos para un horizonte al que por su propia naturaleza jamás podrán llegar. Todo lo anterior va tejiendo una disimulada tela de araña de muy significativos apuntes a modo de sostén argumental, capaz de transmitir una contención emocional que pronto se ve catapultada por una plasmación en imágenes y sonido que como se decía carece de engolados artificios aunque ello no implique, ni mucho menos, que carezca de una intencionalidad o un discurso capaz de dotar de sentido a un film siempre al filo de lo abúlico.

Todo en Carretera asfaltada en dos direcciones resulta distante e impenetrable al ojo del espectador, pero precisamente por ello también paradójicamente reconocible y hasta propenso a confundirse con real por desprovisto, como ya se decía algo más arriba, de un grado de artificio lo suficientemente vistoso o espectacular como para percibirse como tal. Antes se ha mencionado que no existe un conflicto claro en la película, pero tampoco hay en Carretera asfaltada en dos direcciones ni rastro de una banda sonora extradiegética[4], ni vistosos efectos de montaje o movimientos de cámara más o menos ampulosos, como tampoco excesivos primeros planos dentro de una planificación repleta de planos traseros y planos medios que parecen contemplar tanto a sus personajes como amplificar la influencia de un entorno, rural en la mayoría de ocasiones siempre presente en los contornos de los encuadres. Podría decirse que Carretera asfaltada en dos direcciones es un film extremadamente descriptivo en su austero fresco social cuya acción tiene lugar en el mundo exterior, pero esta aseveración se ve rápidamente perturbada si se tiene en cuenta que casi todas y cada una de sus escenas ocurren en el interior de un automóvil, o en uno de los muchos establecimientos que parecen haber crecido de los bordes de la carretera por los que los que parece transitar una Norteamérica tan alérgica a echar raíces como, simultáneamente, claustrofóbica y compartimentada en cubículos sobre ruedas y caminos prefabricados por el asfalto. Bajo este punto de vista, la mentada falta de épica y hasta de emotividad con la que Monte Hellman plasma los actos y opiniones del Mecánico, el Conductor, la Chica o, en menor medida, de G.T.O., convierten Carretera asfaltada en dos direcciones en una road-movie no tanto crepuscular como directamente nihilista. Siendo todos ellos personajes en tránsito constante por su naturaleza común de conductores que parecen alimentarse de kilómetros al volante para poder continuar con sus caminos, la plausible y forzada falta de dramatismo dotada de una apabullante falta de épica que desprende la película,  los transforma en un grupo humano que no parece estar buscando nada en concreto que no sea escapar de todo hasta que no quede absolutamente nada a lo que poder agarrarse. Pero, además, esta última aseveración parece establecerse, de forma harto significativa desde un punto de vista simbólico, en diferentes grados dependiendo del personaje al que se le aplique. Mientras el trío de jóvenes parece nadar en la apatía sin sufrir ni alegrarse por nada de lo que ocurre en Carretera asfaltada en dos direcciones, no puede decirse lo mismo del personaje encarnado por Oates. Magníficamente interpretado a través de un mayor histrionismo en comparación con el resto de sus compañeros de reparto, que parecen flotar en una nube de resignación hecha de gestos tan mecánicos como lo funcional de sus nombres, el personaje de G.T.O. también es el más expresivo de los cuatro así como el más capaz en lo que explicarse a sí mismo se refiere. Mentiroso compulsivo pero a buen seguro aquejado de una angustia traducida en episodios alcohólicos y una constante ansia de encontrar un lugar en el que asentarse antes de que sea, según sus palabras, “demasiado tarde”, las numerosas peroratas de este personaje enfrentado al mutismo de sus compañeros de viaje lo convierten en un soñador dentro de un film poco dado a la nostalgia. Y, precisamente por eso, su condición de diferente respecto a la del Mecánico, el Conductor o la Chica, y que se percibe como una consecuencia indivisible de una llorada experiencia personal que otorga la edad bajo las formas del recuerdo de una época más segura, mueve el más que nebuloso, hipotético, conflicto del film a áreas más propias del conflicto generacional.

Y es que, siendo Carretera asfaltada en dos direcciones una película en la que, tanto por su historia como muy especialmente por la forma en que ésta se plasma en pantalla, el paisaje tiene una importancia capital, resulta igualmente reveladora al respecto la omnipresencia de automóviles en prácticamente todos los contraplanos que se suceden a las tomas que recogen a los jóvenes y a G.T.O. sentados en sus automóviles mientras otean el mundo desde sus ventanillas. Un mundo que parece encaminado hacia el perpetuo movimiento que tanto angustia a G.T.O. pero que en cambio tan cotidiano resulta para el Mecánico, el Conductor, o la Chica… que, probablemente no por casualidad, casi siempre viajan en grupo mientras que su más talludito acompañante lo hace en solitario y recogiendo a todo autoestopista que se encuentre en su camino hacia Washington D.C. Y más aún cuando, para más inri, aquellos a los que recoge parecen ser los residuos de una época supuestamente mejor cuya memoria languidece entre las soledades personales, capitalismo desbocado y la muerte de la que los jóvenes se creen a salvo en su, a falta de un término mejor, endogamia generacional. No parece casual, por lo tanto, que G.T.O. se encuentre en su camino con una Norteamérica personificada en sollozantes homosexuales en busca de amor y cariño (Harry Dean Stanton), un representante de la ley con escasos escrúpulos (Don Samuels), una anciana (Katherine Square) que lleva a su nieta (Melissa Hellman) a visitar las tumbas de sus recién fallecidos progenitores o, en última instancia, a un militar camino de Washington D.C. (Glen Rogers). Y que, en cambio, el Conductor, el Mecánico y la Chica, rehuyan conversar con G.T.O. cuando éste empiece a enumerar sus desgracias personales, se queden pasmados ante un accidente automovilístico ante el que no saben como reaccionar, o cambien las matrículas de sus coches al entrar en un Nuevo Méjico en el que su condición de extranjeros y pelo largo puedan traerles problemas con los intolerantes lugareños. Vista así, G.T.O. y los jóvenes representan la cara y la cruz de una road-movie en la que la esperanza parece haber sido abolida, dejando en su lugar un vacío en el que sólo queda dar vueltas sobre la nada a modo de voluntariosa y algo enfermiza protección contra un mundo al otro lado del elevalunas que se ha vuelto mansa pero irrevocablemente irrespirable. Libertades sexuales truncadas por la intolerancia consensuada tras la elección como presidente de Richard Nixon, el auge de un capitalismo al filo de la crisis del petróleo, el regreso de un oscurantismo moral que se creía superado o la Guerra del Vietnam son escenarios que se van introduciendo de forma sibilina pero imparable por los contornos de una historia que atrapa a sus personajes hasta condenarlos a una perpetua huída hacia ninguna parte o obligarlos a aceptar una realidad que, sin llegar a agradarles, no encuentra una alternativa en las imágenes del film de Hellman. Siendo las dos direcciones posibles del título parte de una misma carretera, por la que transitan desde carriles diferentes tanto G.T.O. como el trío de jóvenes, la claustrofobia vital que parecen compartir todos y cada uno de ellos, y que para nada resulta afectada gracias al esforzado temple de Hellman como realizador, se ve definitivamente sellada por la circularidad de la estructura del film que termina, tal y como comienza, con una carrera. Pero si la que abre Carretera asfaltada en dos direcciones tiene lugar durante la noche y bajo el atronador sonido motorizado de los coches participantes, la que se encarga de clausurar la película tiene lugar en pleno día y culmina en un relajante silencio que no sólo marca un cambio, sino el fin de una época que ahora se muestra vacía de su humano ruido y furia. Con la Chica abandonando el barco ante la posibilidad de una estabilidad que es percibida como sinónimo de rendición y hasta de sufrimiento, el Mecánico cumpliendo con su deber, y G.T.O. actuando bajo el temor de que la vida se le escape entre las manos mientras se decide sobre que hacer con ella, Hellman se concentra en la más hierática de todas las figuras aparecidas en Carretera asfaltada en dos direcciones para concluir su sugerente retrato. Es el Conductor, que haciendo honor a su nombre no puede abandonar la carretera ni ningún otro circuito por el que poder circular, el que recibe el dudoso honor por parte de Hellman de entonar lo más parecido a una tesis más o menos clara y, esta sí, plasmada de manera descaradamente artificiosa en Carretera asfaltada en dos direcciones.

Desde una toma trasera que no permite al espectador contemplar su expresión pero que lo sitúa prácticamente en su misma perspectiva, Hellman muestra al Conductor conduciendo aceleradamente hacia ninguna parte mientras, poco a poco, la imagen se va ralentizando hasta congelarse en un fotograma y… quemarse. Así, y de forma considerablemente pesimista, Hellman finiquita simbólicamente los sueños no sólo de una generación, la del Amor, que aquí se encuentra desprovista de sus señas más estereotipadas en aras de un realismo más doloroso por próximo, sino de todo aquel que pretenda encapsular el tiempo y, por tanto, también un pasado que alberga tanto la añorada estabilidad de G.T.O. como el hippismo del que parecen haber surgido el trío de jóvenes protagonistas. Además, resulta especialmente llamativa la decisión de Hellman de atenuar el sonido ambiental en esta última secuencia, sustituyendo el hasta entonces casi omnipresente sonido del motor del Chevy propiedad de los protagonistas del film por un mucho más etéreo sonido del viento que poco a poco va aumentando en intensidad con la velocidad del automóvil. Esta anulación del sonido del coche como si este no existiese, convierte al Conductor en un personaje intercambiable con el vehículo que conduce, capaz de escuchar lo que se oiría de desplazarse a la misma velocidad que su Chevy sobre el asfalto, sugiere una huida que tanto el mecanicismo interpretativo de los actores como la distancia tonal pergeñada por Hellman contrarrestan durante todo el metraje. Una mirada furtiva hacia una casa unifamiliar que parece tentar (¿o atemorizar?) al Conductor desde la orilla de la carretera y que es prontamente dejada atrás, podría refutar esta posibilidad pero el formalmente devastador punto final de la película, consigue lleva esta propuesta un poco más allá del romanticismo que late tras ella para abrazar un nihilismo devastador. Convertida en una ratonera de imposible huída, Carretera asfaltada en dos direcciones echa así por tierra el mito del asfalto como camino hacia la libertad al desproveerlo de toda épica, convirtiéndolo en un nuevo camino trazado de antemano tomado por personajes despojados de todo rastro de humanidad hasta su tuétano narrativo, reducidos a piezas de un engranaje cinematográfico al borde de la pura autodestrucción como ideal romántico que ya no se sostiene al entrar en contacto con la realidad.

Título: Two-lane blacktop. Dirección: Monte Hellman. Guión: Rudolph Wurlitzer y Will Corry. Producción: Michael Laughlin. Dirección de fotografía: Jack Deerson. Montaje: Monte Hellman. Música: Billy James. Año: 1971.
Intérpretes: James Taylor (el Conductor), Dennis Wilson (el Mecánico), Laurie Bird (la Chica), Warren Oates (G.T.O.), Harry Dean Stanton (Autoestopista).


[1]Nacido el 12 de julio de 1929 (o 1932, según las fuentes que se consulten) Monte Himmelbaum nació en Nueva York y creció en Los Angeles, en los Estados Unidos. Estudió arte dramático en la Universidad de Stanford y cinematografía en la UCLA. Más adelante, y tras pasarse una época dirigiendo montajes teatrales, Hellman logró captar la atención de uno de los gurús del cine de serie B y nombre capital del Nuevo Cine Americano: Roger Corman. El director y mítico productor puso los fondos necesarios para que Hellman pudiese llevar a los escenarios de Los Angeles Esperando a Godot, escrita por Samuel Beckett, que recabó elogios y puso el nombre del futuro realizador de Carretera asfaltada en dos direcciones en boca de todos los críticos teatrales de la ciudad. Nada hacía suponer que su siguiente paso no sólo sería su primer largometraje sino que, ya bajo el ala cinematográfica de Corman, respondería a los esquemas de la más prototípica serie B: La bestia de la cueva maldita, rodada y estrenada en 1959, fue su entrada en un mundo, el del cine de bajo presupuesto, que pronto le reportaría beneficios tanto económicos como, muy especialmente, laborales. Tras cuatro años como “chico para todo”, papel por otro lado muy habitual para cualquiera que hubiese pisado la factoría Corman durante sus años de esplendor, Hellman filmaría algunos fragmentos de la pobre El terror, protagonizada por un crepuscular Boris Karloff y un jovencísimo Jack Nicholson con el que entablaría una amistad que haría posible su colaboración en las dos siguientes películas del realizador. Filmadas en las Filipinas, en un mismo año (1964) y casi simultáneamente, Hellman y Nicholson llevarían a cabo Viaje a la ira y Back door to hell, la última de las cuales sería un western que ya anunciaba el próximo proyecto del tándem formado entre director y actor: Forajidos salvajes, que llegaría en 1965 con Nicholson como protagonista absoluto. Situación que se repetiría con El tiroteo, de 1967 y en la que contaría con Warren Oates, que sería uno de sus actores fetiche durante una parte de su carrera. Mientras se fogueaba como montador en películas como la excelente Los ángeles del infierno dirigida por el propio Corman, Hellman se preparaba para llevar a cabo su más reputado trabajo hasta la fecha pese a que en su día nadie le prestó demasiada atención: esta Carretera asfaltada en dos direcciones que no desvió excesivamente la carrera de Hellman de la senda del cine de bajo presupuesto y escasas pretensiones que habían sido hasta ese momento marca de la casa. Su siguiente proyecto, Gallos de pelea, de 1974 y que contaba con el protagonismo de Oates, volvió a funcionar lo suficientemente bien en taquilla como para cubrir gastos, pero sin llegar a acariciar las mieles de un éxito comercial que nunca llegaría a gran escala. A partir de ahí, y hasta 1988, su trabajo consistiría en co-dirigir proyectos ajenos como Acorralado en Hong Kong, que rodó junto con el mítico Michael Carreras en 1975, Yo, el mejor, mano a mano con Tom Gries en 1977, Clayton Drumm junto a Tony Brandt en 1978, y El tren de los espías tras la muerte, en 1979, de su realizador Mark Robson con el que compartiría la autoría de la película. Tras un largo lapso de nueve años Hellman regresaría con Iguana y, un año más tarde, Posesión alucinante, tercera entrega de la sanguinaria saga navideña Noche de Paz, Noche de muerte. En 1992, Hellman se erigió como piedra angular de la nueva hornada de cine independiente norteamericano al participar en la producción de la opera prima de Quentin Tarantino, Reservoir dogs (comentada en este blog en el mes de octubre de 2013) para sumirse en un, de nuevo, largo silencio que rompería en el año 2006 con su participación en la película de episodios llamada La cada del terror, que precedería la que es su última película de ficción hasta el momento: Road to Nowhere, filmada en el año 2010 y que fue premiada con el León de Oro del Festival de Cine de Venecia, un galardón entregado y presentado por un Quentin Tarantino en calidad de Presidente del Jurado que así cerraba el círculo rindiendo respeto público al hombre que hizo posible su primer film. En la misma línea, y probablemente debido a su creciente prestigio gracias en parte a la revalorización de Carretera asfaltada en dos direcciones por parte de la crítica y la cinefilia, Hellman fue llamado a participar en el proyecto común Road to nowhere,  para el que hizo un cortometraje documental de un minuto y medio de duración. El film inauguró el Festival de Cine de Venecia del año 2013, y sigue siendo la última aportación de Hellman al mundo de lo cinematográfico en calidad de director.

[2]Resumiendo muchísimo -no queda otra- 1971 supuso el casi definitivo despertar del hippismo a una realidad de pesadilla. Ese mismo mes de enero el tristemente célebre Charlie Manson fue juzgado como líder ideológico de la matanza que tuvo lugar en Beverly Hills en 1969 y cuya víctima más famosa fue una embarazada Sharon Tate que por entonces era la pareja amorosa del director Roman Polanski. Pero no era el único aviso de que algo había salido terriblemente mal dentro de una visión del mundo y la sociedad tan esperanzada y abierto como brutal fue su caída desde esa altura de miras. La resaca vital y sobretodo mental dejada por un despreocupado consumo de drogas que enloqueció a muchos de los miembros de una Generación del Amor llevándolos al filo del abismo abrió las puertas a un nuevo miedo social que probablemente dieron el poder al republicano Richard Nixon en 1969, mismo año en el que la Familia Manson perpetraba sus crímenes y un concierto de los Rolling Stones en la localidad de Altamond acababa en tragedia al ser asesinado un joven espectador a manos de uno de los Angeles del Infierno que ejercía de guardaespaldas de la banda musical capitaneada por Mick Jagger. Mientras tanto, la guerra de Vietnam seguía su curso y empezaba a dibujar un horizonte considerablemente más oscuro de lo previsto por los servicios de inteligencia norteamericanos con lo que, debido al gasto que el conflicto armado empezaba a acarrear para las finanzas norteamericanas, el valor del dólar se desvinculó del del oro (en una decisión cuyos pros y contras pueden leerse de forma más desarrollada en una de las notas al pie pertenecientes a la entrada dedicada a El lobo de Wall Street publicada en este blog el pasado mes de febrero) para así poder hacer frente a una alarmante pérdida de liquidez y, colateralmente, desequilibrar por completo el sistema de crédito internacional. Un pernicioso caldo de cultivo social, moral y económico que burbujea tras las pausadas y tristemente bonitas imágenes de Carretera asfaltada en dos direcciones.

[3]Un grado de sencillez que sin embargo acabó siendo superior al que planteaba la primera versión del guión, escrito por entonces por Will Corry en solitario, que planteaba una línea argumental muy similar pero protagonizada por un joven blanco y otro negro tras los pasos de una joven a través de una parte del territorio Estadounidense. Pero esta primera aproximación a lo que acabaría siendo Carretera asfaltada en dos direcciones sería descartada por Hellman a favor de la reescritura llevada a cabo por el escritor undergorund y amigo del director Rudolph Wurlitzer, quien rehizo la historia de regusto autobiográfico firmada por Corry añadiendo el personaje de G.T.O. así como los de los autoestopistas que aparecen en la película. Para inspirarse, Corry viajó hasta Los Ángeles y empezó a frecuentar los mismos ambientes que los fanáticos del volante que servirían de base para los personajes del Conductor y el Mecánico, leyó todas y cada una de las revistas de automovilismo que pudo y acabó rematando el guión definitivo en cuatro semanas tras las cuales, y ya en febrero de 1970, Hellman comenzó a buscar las localizaciones necesarias para llevar a buen puerto su visión de la película. Pero a las pocas semanas el rodaje fue cancelado y, cuando comenzó a buscar financiación, Hellman se encontró con que todo aquel que se ofrecía a poner algo de dinero sólo estaba dispuesto a hacerlo a cambio de poder intervenir en la película en calidad de productor. Finalmente, un joven ejecutivo de Universal Pictures puso 850.000 dólares sobre la mesa sin exigir otra cosa que que Hellman hiciese la película que le viniese en gana. Impulsado por este sorprendente golpe de suerte, el director empezó a elaborar el casting con la inestimable y segura participación de Warren Oates, que ya había trabajo con el director en algunas de sus películas anteriores, y del cantante James Taylor, al que Hellman contrató tras ver una foto suya en Sunset Boulevard. Pero a cuatro días de comenzar el rodaje, el puesto para interpretar al Mecánico seguía vacante, y ninguno de los verdaderos mecánicos puestos a prueba por Hellman en sus castings por todos los garajes de Los Angeles acababa de convencer al realizador. Y un buen día alguien sugirió que fuese el batería del mítico grupo The Beach Boys, Dennis Wilson, quien encarnara al personaje. Tras algunas reticencias, Hellman accedió y el rodaje dio comienzo alargándose un total de ocho semanas y contando con treinta miembros del equipo de rodaje, entre actores y equipo técnico. Con el afán de conseguir la máxima veracidad posible, Hellman insistió en rodar por todo el país siguiendo los pasos de los personajes de Carretera asfaltada en dos direcciones cuyos intérpretes jamás leyeron el guión al completo, sino que leían los diálogos que estaban a punto de filmarse a escasas horas de empezar su jornada para no perder la frescura que Hellman quería para su película. Siguiendo esta estrategia, que provocó algunas incomodidades entre el equipo interpretativo que se saldaron sin más problema, Hellman filmó el guión prácticamente sin variaciones pero acabando con la friolera de tres horas y media de película en sus manos. Con el derecho a decidir sobre el montaje definitivo en su mano, Hellman redujo la película hasta su duración actual pero ello no sirvió para rescatarla del fracaso comercial. Pese a todo, y gracias a su revalorización por parte de crítica y público hasta alcanzar el proceloso status de película “de culto”, Carretera asfaltada en dos direcciones  es parte desde el año 2012 de la colección de la Librería del Congreso y, más concretamente, de su Registro Cinematográfico Nacional que garantiza su preservación debido a su, ahora por consenso, importancia cultural. Su influencia, menor que su calado mítico entre sus admiradores, es notable en algunas películas de Gus Van Sant y, de forma declarada, en la excelente Los renegados del diablo dirigida por Rob Zombie.

[4]Para los no iniciados, lo diegético o extradiegético de una banda sonora cinematográfica hace referencia a la fuente de la que sale el sonido. Simplificando mucho, podemos decir que un sonido o acompañamiento musical es diegético cuando pertenece a la realidad de los personajes de la película como podría ser por ejemplo el caso de una melodía escuchada al encenderse una radio. Así, y por lo tanto, una banda sonora extradiegética se referiría a lo contrario: un acompañamiento sonoro o musical que no pertenecería a la realidad de todos aquellos que aparezcan en pantalla y del que por tanto no serían conscientes por no pertenecer a su ámbito de percepción. Esta diferencia es la misma que separa dos filmes aparentemente tan similares en lo argumental como distintos en su totalidad como puedan ser esta Carretera asfaltada en dos direcciones y la más mítica, pero no mejor, Buscando su destino (o Easy rider, como mejor se la conoce). Dirigida y co-protagonizada por Dennis Hooper en 1969, Buscando su destino enfrentaba una visión libertaria y hasta épica en su retrato del hippismo y la cultura de la carretera con la intolerancia a la que irían enfrentándose los miembros de la progresivamente diezmada Revolución del Amor. ¿Y cuáles eran sus recursos? Pues una banda sonora extradiegética, un montaje plagado con los tics propios de su época y, en definitiva, un tono enaltecedor para con su relato que se encuentra en las antípodas de Carretera asfaltada en dos direcciones, cuyo tono pausado, su sobriedad y su uso de la banda sonora de forma dietética (y deliberadamente poco armónica con las situaciones en las que aparece) dan un saldo desmitificador pese a algunos puntos en común existentes entre ambas películas, siendo la de Hellman una mucho más próxima a la poesía audiovisual de los primeros y mejores trabajos de Terrence Malick que al seminal film de Hooper.

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