Papá ¿Qué más dejaste para mí?
¡Papá! ¡¿Qué más dejaste para mí?!
Al fin y al cabo sólo era un ladrillo más en el muro
(...)
No necesitamos educación.
No necesitamos control mental.
Ni oscuros sarcasmos en clase.
Maestros, dejad a los niños en paz.
¡Eh! ¡Maestros! ¡Dejad a los niños en paz!
Al fin y al cabo sólo era un ladrillo más en el muro.
The Wall, partes I y II. Pink Floyd. 1979.
El cinco de noviembre de 1605, el
británico católico Guy Fawkes fue arrestado y acusado de conspirar contra la
vida del Rey Jacobo I de Inglaterra, su familia y todos los miembros de la
Cámara de los Lores para así restaurar una monarquía afín a sus por entonces
perseguidos principios religiosos. Fawkes, piedra angular de la llamada
Conspiración de la pólvora[1]
que pretendía volar el Palacio de Westminster con unos explosivos situados bajo
la Cámara de los Lores durante uno de los plenos, fue detenido justo antes de
detonar la carga para, más adelante, ser torturado, inculpado, y mandado a la
horca, de la que escapó para romperse el cuello durante su cortísima huída
muriendo inmediatamente y ahorrándose así no sólo la horca sino también la
suerte reservada a los traidores: ser castrado, destripado y finalmente
descuartizado durante sus últimos momentos de vida consciente. Pero lo agresivo
tanto de los métodos del conspirador como de aquellos que lo juzgaron, así como
lo escasamente épico de su final, que pese a todo le permitió un último aliento
menos brutal, no evitaron que la figura de Fawkes se hiciese un honorable hueco
en la historia del contestatarismo más extremo cuyo violentísimo sentido de la
justicia aún hoy es visto bajo un prisma de relativa ambigüedad. Héroe o
villano, terrorista sin más o sanguinario rebelde con causa, el nombre del
célebre conspirador es el que cae a modo de inofensiva etiqueta sobre los
hombros del joven estudiante de la Inglaterra de 1968 Michael Arnold Travis
(Malcom McDowell), ganado durante el desigual pulso mantenido durante seis
cursos contra las autoridades escolares del College público por el que refunfuña
y conspira año tras año.
Un apodo que acepta amistosamente
durante su primera pero reveladora aparición como protagonista de esta película
dirigida por Lindsay Anderson[2] Si…, y en la que hace acto de presencia como
alguien automáticamente diferente en un entorno en el que cualquier tipo de
iniciativa propia o destacable tanto en lo curricular como en lo personal es
catalogado como peligrosamente transgresor. Así, y bajo un sombrero de ala
ancha y con la cara semioculta tras un pañuelo negro que sólo deja ver sus
ojos, escudado detrás de un baúl que carga al hombro adquiriendo un aire
bastante pintoresco en comparación con el resto de la bastante más aséptica
comunidad estudiantil analizada por Anderson hasta ese momento del metraje de Si… Travis es catalogado, tanto a ojos
del público como de la propia escuela, que hace las veces de microcosmos de
muestra de la sociedad inglesa del momento, como un outsider. Un rebelde con la más absurda de las causas para
cualquiera con un mínimo de sentido común: un poblado bigote que Michael no
duda en afeitarse en la intimidad de su pequeño dormitorio en el que por fin
puede descubrir su rostro, consciente de que las autoridades estudiantiles que
imponen su particular toque de queda moral por los pasillos considerarían esta
coqueta muestra de estética personal un ataque directo al Orden imperante en el
College, comparable a un corte de pelo demasiado largo, un aspecto desarreglado,
un pensamiento o acto mínimamente creativo, o una mirada desafiante a aquellos como
Rowntree (Robert Swann), Denson (Hugh Tomas) o Fortinbras (Michael Cadman),
matones institucionales de modales exquisitamente violentos, imbuidos de una
superioridad prácticamente incuestionable para el resto de estudiantes. Una
rebelión, en definitiva, contra el inenarrable sistema de castas establecido
entre aquellos que mandan e imponen su visión de las cosas por derecho incontestable
y aquellos que obedecen so pena de castigo curricular, psicológico o físico,
entre abusos de poder y, en algunos casos, también sexuales, silenciados todos
ellos bajo una abúlica capa de aristocráticas maneras tan bien aprendidas como
vacías de todo sentimiento. Un microcosmos que, como se asegura desde los
púlpitos de la capilla adosada al recinto escolar, o desde las arengas
marciales volcadas sobre el alumnado con la intención de enaltecer su sentido
del sacrificio personal en aras de un bien común cuyos contornos pertenecen a
las élites escolares, convierten el College en el que transcurre Si… en una proyección de la Inglaterra
de la que, a su vez, el propio College tanto se enorgullece como faro ético y
moral y guía de sus políticas educativas. Un asfixiante establishment en el que lo militar, lo religioso y lo escolar (muy
lejos de lo verdaderamente educativo) se confunde en un pernicioso y didáctico
potaje ideológico y moral tan turbio y enrarecido en su fondo como claro en su
plasmación en imágenes por parte de Anderson[3].
Como parte de este aparentemente
objetivo, por frío, retrato de una comunidad estudiantil que hace las veces de
retrato de la sociedad de la que se retroalimenta, Si… da comienzo con una secuencia en la que uno de los más jóvenes
alumnos del College (Phillip Bagenal), recién llegado a la institución, recibe
una corta pero contundente instrucción por parte de uno de sus mayores en la
que este se anuncia como alguien superior al que aquellos como él,
prácticamente niños y desconocedores del reglamento de la escuela, deben
obedecer como esclavos y no dejar de agradecerle la dureza con la que se les
enseña, siempre en aras de su propio bien. Una escena, de nuevo aparentemente
anecdótica por su voluntariosa atonalidad y falta de dramatismo que vista en
perspectiva se revelará, al igual del resto de gran parte de las secuencias que
vertebran la película, parte de una estrategia en la que la distancia formal y
tonal, sin exabruptos ni virajes hacia una sordidez en la que muy fácilmente
podría haberse caído, dando a parte del film una falsa impresión de ecuanimidad
desde la que, gracias a esta estratagema formal, la denuncia de una serie de
hechos planteados como incontestables cae por su propio peso. Planos
generalmente distantes, escasos acompañamientos sonoros, o una fotografía que
nada destaca de los planos que la conforman pero que tampoco resulta destacable
en sí misma considerada, son algunos de los recursos que Anderson utiliza para
pergeñar una impresión de objetividad encaminada a hacer de algunos momentos de
su película, curiosamente los más sólidos y que mejor han envejecido desde su complicado
estreno[4],
un retrato de la vida estudiantil… siempre vista bajo los parámetros de alguien
que, como Travis, los contempla con una mezcla de amargo resentimiento y
divertida burla. Así, sin alcanzar nunca el expresionismo, y pese a que a duras
penas podría verse Si… como una
película que ilustra en imágenes subjetivas las emociones y pensamientos de su
protagonista adolescente[5],
Anderson se presenta aparentemente ecuánime en su opinión sobre lo que ocurre
en el College pero, a poco que se contemple al detalle, el grado de
tendenciosidad con el que se plasma en imágenes una serie de acontecimientos que
parecen ser tratados conscientemente como un pequeño muestrario de algo más
grande que no se limita a las paredes del College se hace cada vez más
plausible. Bajo este punto de vista, hasta que la aparición de Travis tiene
lugar, y desde la mentada escena en la que uno de los nuevos estudiantes es
adoctrinado sobre su servil papel en el College, a la que muestra como algunos
de los más mayores estudiantes hacen méritos para convertirse en guardias de
aquellos que pese a tener su misma edad son tratados como críos a la espera de
un correctivo, todo lo que ocurre en Si…
parece destinado a tejer un contexto, social y moral, en el que Anderson ha
elegido puntillosamente los elementos a mostrar. La crueldad de los estudiantes
que ejercen de policía moral, cuyos actos Anderson plasma con una frialdad
cercana a lo deshumanizado, el sistema clasista que rige a la perfección el
funcionamiento del College, la inopia del Rector (Peter Jeffrey) sobre el
maltrato que se da en los pasillos de la institución, en contraste con la clara
aquiescencia del sector marcial y del religioso al corriente de todo ello… o la
más o menos velada atracción sexual que algunos de los matones sienten por
algunos de los alumnos más jóvenes son mostrados con una aplastante sencillez
que fortuna rehuye todo regodeo (formal y tonal) en la miseria de lo que
explica. A cambio, una premeditada sensación de claustrofobia se hace palpable
ante la negativa de Anderson a no
mostrar las calles de Inglaterra en prácticamente toda la película, recreando
gran parte de la acción en el interior de
aulas, gimnasios, dormitorios, campos de entrenamiento o capillas, y
saliendo solo al exterior en un par de escenas marcadas por un sentimiento de
libertad que, para más inri, se ve reforzado al tener lugar en la campiña
inglesa, como si se encontraran fuera de una civilización que parece podrida.
O, en un suma y sigue que refuerza la comparación entre una muy determinada
manera de entender la educación y la escolarización y una prisión al uso, tanto
para el cuerpo como para el alma, la tesis de Anderson echa asimismo raíces en el
fuerte contraste existente entre la asepsia que parece reinar en el College si
se compara con el pequeño habitáculo en el que Travis pasa sus días forrando
las paredes con fotografías que alternan desnudos femeninos con imágenes de
miseria y guerra, dotando paradójicamente al dormitorio de un ambiente mucho
más hogareño de lo que podría decirse del resto de la escuela. Pero estos
recursos, que parten de una estrategia en absoluto descuidada en su ánimo de
pergeñar una atmósfera más o menos opresiva, palidecen en su disimulo si se los
compara con otros factores escénicos decididamente bufonescos: la perfecta
sincronización, casi como si de un musical se tratara, de los gestos y
elegantes voces de los matones Rowntree, Denson y Fortinbras, en contraste con
la naturalidad exhibida por Wallace (Richard Warwick) y Johnny (David Wood),
amigos y compinches en la disidencia de Michael, por no hablar de un
irreverente sentido del humor que, especialmente durante la segunda mitad del
metraje, se adueña de la película, o la más que sorprendente decisión por parte
del director de que algunas escenas o planos sean en blanco y negro dentro de
un conjunto gobernado por el color. Rastros progresivamente evidentes que
demuestran que Anderson no pretende sentar cátedra sobre lo que ocurre en Si… desde una óptica incontestablemente
realista a modo de documental sino, directamente, oponerse a una visión de la
sociedad como la condensada en el College por todos los medios disponibles,
sean estos creíbles o no al considerar parte del mismo mal tanto la realidad
inglesa de 1968 como sus formas de representación cinematográfica, también basadas
en un grado de unidad y coherencia lógica propios del relato igualmente tradicional.
Vista así, la entrada en escena
del protagonista de Si…, apuntada
algo más arriba, no sólo destarota un ritmo moroso que en ausencia, al menos
hasta ese instante, de un conflicto claro, ha dotado al film de Anderson de la
falsa aureola de película documental antes comentada, sino que también concreta
una impresión de antipática asfixia que lleva gestándose desde el primer
fotograma de la película hasta encontrar en Travis el contrapunto fantasioso y
por tanto, y dentro de ese contexto, lo suficientemente irreverente como para
resultar mucho más virulento en lo que al desarrollo de lo que a Anderson
parece interesarle se refiere: construir un discurso de marcado contenido
antitotalitario. A escasos minutos del principio del film, la presencia del
personaje interpretado con su entusiasmo habitual por Michael McDowell que bebe
a hurtadillas, se asfixia con bolsas de plástico para obtener una experiencia
cercana a la muerte y asegura que la violencia y la guerra son los únicos actos
puros posibles hoy en día, certifica definitivamente la sensación de que se
está presenciando el antagonismo entre una sociedad opresiva y un rebelde que
se atreve a desafiar su validez como modelo a seguir y en el que vivir guste o
no, tan arquetípico como bien plasmado por Anderson con la inestimable aportación
de McDowell,. Bajo este punto de vista, que como se decía más arriba cuanto más
avanza la película más claramente se perfila en sus imágenes, no resulta
extraño que todos los esfuerzos de Anderson parezcan destinados no tanto a
retratar el proceso de progresiva locura en la que el personaje de Michael va
cayendo hasta estallar en un espiral de violencia sin control sino a aportar
todos los argumentos posibles que hagan de él un rebelde con el que poder
simpatizar tanto por sus principios como por su indudable carisma. Quizás por
eso, y pese a que algunas inquietantes actitudes del joven estudiante puedan
hacer pensar lo contrario, Anderson amplia el prisma sobre lo que acontece en
el film hasta hacer de sus personajes meros símbolos de forma tan obvia que
llegado un punto difícilmente puede tomarse la violenta revancha de Travis bajo
parámetros realistas mientras que, a cambio, se dedica a reforzar la validez de
su causa poniendo en la medida de lo posible al espectador en su lugar. El
ejemplo más paradigmático de esto último se da secuencia mejor planteada y
resuelta del film de Anderson: en ella, y tras insultar directamente a Rowntree,
Travis y sus dos inseparables consortes implicados en el ultraje son citados en
el gimnasio del College para recibir su correctivo. Desde una toma de cámara
lejana y algo elevada, que contempla a los tres personajes esperando fuera del
gimnasio la llegada de sus castigadores, que les igualan en número y también en
edad, Anderson deja que el espectador contemple a estos últimos entrando en el
recinto blandiendo sus fustas antes de que, uno por uno, los tres jóvenes
traspasen la puerta por separado para recibir su violento correctivo. Pero,
pese a lo que podría esperarse, Anderson no rompe la continuidad de la toma hasta
que es Michael, el último en entrar tras unos minutos de espera que se hacen
largos por lo estático del plano, el que se enfrenta a un castigo que en su
caso acaba siendo todavía más largo que el de sus dos amigos. Así, si los
latigazos que reciben Johnny y Wallace no se muestran sino que se intuyen
gracias a una banda sonora que iguala en volumen las voces de los que están
fuera del gimnasio y las voces y golpes de los que están dentro, Anderson corta
por fin el estático y, gracias a su larga duración, anímicamente muy incómodo
plano cuando es Michael el que abre las puertas del gimnasio con sarcástica
teatralidad[6].
Mediante una planificación igualmente distante aunque más variada y una
morosidad rítmica que pese a todo no diluye la tensión acumulada en el plano
que abría la secuencia desde el exterior del gimnasio, el realizador muestra a
Travis encorvándose sobre el potro bajo la atenta mirada de los guardianes que
lo miran desde la distancia antes de correr hacia él y golpearlo con la fusta.
Pero después de los cuatro golpes que anteriormente han satisfecho las ansias
de venganza de los tres estudiantes ofendidos en el caso de William y Johnny,
el castigo continúa hasta convertirse en una paliza no tan dolorosa como
humillante y, sobretodo, lamentablemente educativa
según los temibles parámetros del College. Porque no contento con lo brutal del
castigo Anderson riza el rizo y, liberado del estatismo del plano del exterior
del gimnasio antes mencionado, vuelve a dividir la escena en varios planos en
los que muestra la parte más joven del alumnado del College escuchando los ecos
de los latigazos que resuenan por toda la escuela, convirtiendo así a Michael
no tanto en un mártir gracias a la distancia tonal de Anderson, como en
representante de la rebelión contra un Orden desproporcionadamente violento y
opresivo. Además, y por la toma de partido hecha por parte de Anderson hacia el
estudiante, la violencia deja de ser una idea teórica o una amenaza como en el
caso de Johnny y William para pasar a ser, a ojos del público y sobre la carne
de Michael, una realidad que se presencia y, por tanto, se comparte con el
protagonista de Si… de forma más
enervante que en los dos casos anteriores. Es en esta escena donde cristaliza
la asunción de un punto de vista que si bien no vertebra, como se apuntaba algo
más arriba, la película al completo en base a un subjetivismo sin ambages, sí
se alinea con el de un Travis cuyas ansias de razonable libertad encuentran su
perfecto refuerzo dramático en las imágenes de Si… Y ya no tanto desde la comentada óptica más o menos naturalista
bajo la que se contempla la cotidianeidad del alumnado del College sino,
prácticamente a partir de ese instante, desde una serie de disgresiones
formales y tonales que torpedean constantemente la impresión de realismo que se
destila de gran parte de la película de Anderson.
Así, sesiones de estudio por
parte los más pequeños de la escuela para aprenderse los nombres de los más
mayores bajo la amenaza de ser castigados en caso de no sabérselos en pocos días,
o partidos de rugby en el que el Rector se postula como único hombre de la
institución capaz de esbozar una sonrisa sincera de alegría en su aparente
desconocimiento sobre lo que ocurre dentro de la escuela… muestran una rutina
estudiantil en la que lo cruel convive con lo inconsciente, comparten
espacio fílmico con imágenes filmadas en
un tosco blanco y negro en las que pueden verse fugaces y angustiadas miradas a cámara por
parte de Travis, mientras escucha el misal sentado en uno de los abarrotados
bancos de la capilla escolar justo después de haber sido literalmente fustigado
por Rowntree y sus sicarios, no sin agradecerles entre lágrimas de dolor su uso
de la violencia para corregir su mala conducta… o momentos tocados por una
liberadora sexualidad que contrastan sobremanera con lo recatado y sexualmente
represivo ambiente del College, además de un sentido del humor que coquetea con
el surrealismo y que trasladan la película a un lugar más próximo al de la
parábola levemente irreverente. Es en estos instantes en los que el retrato,
lentamente asentado como temible base planteada como real a la que torpedear gustosamente, da paso a la sátira más o
menos ingeniosa que alcanza sus más memorables cotas cuando más agresiva
resulta pese a que nunca logra superar una irregularidad que a veces hace de su
rebeldía una especialmente infantil, otras salvaje pero, especialmente en lo
que al apartado formal se refiere, casi siempre caprichosa. Seguramente por
ello, el paso del tiempo ha hecho de los instantes filmados en blanco y negro
unos gratuitamente arty, al carecer
de una justificación más o menos clara en lo dramático aunque pese a todo y en
algunas ocasiones contienen una leve irrealidad que atenta, hasta cierto punto,
contra la lógica del relato de Si… especialmente
si se compara con el austero realismo
de las escenas que retratan la vida entre las paredes de la escuela[7].
Así, el momento en el que Michael, acompañado por Johnny, escapa de los
confines escolares, roba una motocicleta y toma un café en un establecimiento
en el que intentan cortejar a la camarera (interpretada por la guapa Christine
Noonan), es plasmado por Anderson como una llamada al salvajismo que, pese a lo
sexualmente agresivo de algunos pasajes, no carece de complicidad entre el
protagonista de Si… y la Chica, joven
sin nombre que a partir de entonces aparecerá esporádicamente durante el resto
de la película atentando, de nuevo, contra toda causalidad narrativa que pueda
justificar su presencia en los lugares y momentos más insospechados… y cuya importancia dentro de la trama prácticamente
se ve reducida a símbolo de la libertad sexual para un joven accediendo a la
vida adulta desde una escuela exclusivamente masculina. Siguiendo esa lógica
simbólica, que probablemente incluiría la motocicleta robada como un nuevo
símbolo de la libertad individual en contraste con un mucho más acomodaticio
automóvil, y bajo los compases del Sanctus
firmado por los congoleños Missa Luba, tiene lugar una surrealista pelea a
zarpazos entre el joven y la camarera que pronto deviene en una salvaje, por
animalesca, disputa entre mordiscos y empellones. Símbolo del salvajismo como
única muestra de diversión alejada, por tanto, de la civilización, y que Anderson
remata al plantear, por corte de montaje, a los dos personajes repentinamente
desnudos revolcándose por el suelo entre sexuales dentelladas antes de
mostrarlos de nuevo, sentándose en una de las mesas del café vestidos y como si
nada hubiese ocurrido. Lo logrado de la escena, que si bien puede parecer algo
inocente vista desde la actualidad aún conserva la frescura necesaria como para
que su sentido de lo libertario todavía resulte contagioso, no reside así en
suponer un desquite más o menos sexualizado a lo visto hasta ese momento en las
imágenes en color de Si…, sino en el
que lo desenfadado de su tono, además de su divertida y desprejuiciada celebración
de lo (buenamente) salvaje como equivalente de pureza vital, rompe por completo
el estatismo y la seriedad que señoreaba la película hasta ese momento si
exceptuamos las burlescas réplicas de diálogo de, quien si no, Travis. Pero,
pese a lo que podría parecer, la posibilidad de que esta escena consista en una
curiosa y liberadora fuga mental del adolescente protagonista de Si… no implica, vista la película en
perspectiva, que todas las escenas filmadas en un idéntico blanco y negro sean
delirios fantásticos surgidos de la mente del personaje interpretado por Malcom
McDowell. A momentos como el recién comentado, u otros como el que muestra a
Johnny durmiendo con Bobby (Rupert Webster), uno de los alumnos más jóvenes de
la institución con el que flirtea en escenas anteriores, o la misteriosa imagen
de la mujer del Párroco del College (Mary McLeod), desnuda por los pasillos de
la escuela mientras los alumnos se preparan para unos bufonescos e inquietantes
ejercicios militares en un bosque parte de los territorios de la institución,
Anderson iguala otros mucho más superfluos, incomprensiblemente subrayados por
el llamativo uso del blanco y negro que se hace en Si… en los que pueden verse desfiles militares, intercambiables paseos
por los pasillos u otros momentos que, de puro cotidiano, serían
indistinguibles de algunas escenas de transición del lado más contenido del
film, mayoritariamente en color. Y esta impresión de, al menos aparente,
incoherencia, se extiende a otros campos del film: su mentado sentido del
humor, capaz de brindar imágenes tan brillantes y divertidas como la del
párroco del College (Arthur Lowe) surgiendo desde dentro de un enorme cajón del
armario del rectorado para aceptar las disculpas de Michael, Johnny y William
por haberlo agredido durante la instrucción militar antes comentada, abraza el
absurdo intermitentemente y sin un aviso previo que pueda atenuar el golpe que
escenas como esta suponen para la unidad tonal de Si…, aunque también terminan por certificar la impresión de que lo
que ocurre en el film, por su artificiosidad, ha abandonado los rígidos
parámetros del retrato más o menos certero para situarse en un lugar más
próximo a una más o menos beligerante declaración de principios propia del explosivo
año 1968 en el que si sitúan rodaje y argumento de Si….
Es de nuevo en una sola escena,
que como en el caso de la secuencia que tiene lugar en el gimnasio redirecciona
lo visto hasta entonces hacia un objetivo que se clarifica de repente, en la
que este corte de mangas contra una tradición, tanto social como, en menor
grado, cinematográfica, encuentra su expresión más clara en las imágenes del
film. Solo en su dormitorio, y armado con una pistola de aire comprimido que ya
anuncia la violenta deriva del anarquismo que poco a poco se va asentando en
Michael como única respuesta posible a lo opresivo de su entorno, Anderson
muestra al protagonista de su película disparando sus dardos, por una vez de forma
literal, contra algunas de las fotografías que recubren las paredes de su
cuarto. Anuncios publicitarios, o imágenes de autoridades gubernamentales,
religiosas y de militares de alto rango y de soldadesca son impactados por los
selectivos dardos de Michael, que esquiva en su consciente criba social tanto a
los depauperados como a las víctimas de la guerra… aunque, en un disparo muy
significativo, perfore la fotografía de una sonriente y glamourosa Audrey
Hepburn erigida en símbolo de una tradición, esta cinematográfica, equiparada
en Si… a la social, moral, y
económica que puede verse entenderse tanto como producto como consecuencia de
la imagen pública de la mítica actriz hollywoodiense. Pero esta escena, lo
suficientemente larga como para sugerir su importancia dentro de la trama y
orientación ideológica de Si…,
encuentra pronto su perfecto reflejo en un registro mucho más salvaje, aunque
igualmente algo atenuado por el sarcástico sentido del absurdo que va llenando
de lamparones la seriedad inicial de la película. Tras el comentado hallazgo
del arsenal de armas automáticas, que consta de ametralladoras y granadas entre
sus más mortíferos componentes, en los desvanes del colegio que, recordemos,
hace las veces de academia militar, tiene lugar el enfrentamiento definitivo
entre Michael y sus acólitos por un lado y el resto de la sociedad por el otro.
O, dado el alto grado de simbolismo alcanzado por la suave irrealidad que se ha
ido dibujando hasta ese momento en la película hasta validarla como parábola,
la batalla final entre lo Nuevo y libre y lo Viejo y opresivo.
Aprovechando un acto
institucional que congrega en la capilla del College a militares retirados,
importantes figuras gubernamentales, padres y familiares de algunos de los
alumnos, y prácticamente todas las autoridades escolares al completo, Michael,
Johnny, Wallace, la misteriosa Chica que no se sabe bien como ha logrado
reunirse con ellos y el joven Bobby abren fuego contra todos ellos desde los
tejados de la escuela situados frente al edificio en el que el acto tiene
lugar. A tiro limpio, y sin escatimar granadas, los nuevos terroristas siembran
el pánico e incluso logran asesinar a algunos de los allí presentes, aunque
durante una inesperada tregua en la que el Rector del College intenta poner paz
asegurando que él entiende los motivos de los belicosos estudiantes, haciendo
uso de una retórica que lo convierte en una parodia de lo que representa como
autoridad educativa, la Chica lo apunta parsimoniosamente y le descerraja un
tiro en la cabeza. Pero lo inopinadamente violento del acto, idéntico en su
agresividad a todo el tiroteo precedente pero mucho más brutal por mucho más
ceremonioso, encuentra pronto su contrapunto cómico, y absurdo, cuando el
rector cae inerte al suelo ¡estallando en una bola de fuego! Y no es el único
de una escena que rápidamente se adentra en el terreno de la divertida sátira
que se bien diluye un tanto la potencial agresividad de esta secuencia de Si…, que se habría desplegado en toda su
brutalidad bajo un registro más decididamente realista, lo hace elevando lo que en ella ocurre a un nivel más
simbólico que realista. Porque a la bufonesca intervención del rector le sigue
una repentina llamada a las armas de todos los congregados al acto del College
que de golpe y porrazo se revelan como hiperviolentos soldados prestos a
defender unos ideales que la película ha empezado describiendo elegantemente
para poco a poco, y especialmente en su segunda mitad, acabar ridiculizándolos
en una parodia poco matizada pero hilarante en sus mejores momentos. Ancianas
de aspecto apacible que, presas de una rabia que las hace olvidar su propia
seguridad ante los disparos del quinteto de cruzados, agarran las metralletas
de los caídos para defender su orgullo patrio, hombres vestidos con armaduras
medievales presentes en el acto para así dotarlo de un aire de respetable
tradicionalismo se refugian buscando algo con lo que enfrentarse a los
atacantes, tal y como hacen los jóvenes estudiantes fieles a unos principio,
los del College, que no son sino los de la propia sociedad inglesa en un
continuo y enrarecido toma y daca entre el uno y la otra. Caóticamente filmada,
pero con una intencionalidad meridiana a ojos del público, Anderson convierte
en una histérica soldadesca a prácticamente todo hombre y mujer de aires
respetables presentes en el acto, enfrentados en bloque y armados hasta los
dientes contra los cinco rebeldes en un más que desigual combate. Una batalla
que, por encima de su surrealismo y sentido del humor, hace de la fauna humana
que la compone una puesta al servicio de la idea que late bajo las imágenes de Si…: la guerra entre la Historia
nacional, personificada tanto por la edad, el credo o hasta la vestimenta de
algunos de los combatientes, y aquellos que pretenden enfrentarse a ella por
todos los medios disponibles para destruir el pilar educacional del que ha
surgido la sociedad y moral inglesa que los oprime. Un acerado retrato que,
debido a su proliferación de sus elementos más o menos surrealistas, no es
tanto el de la realidad de una época tan explosiva como la que tuvo lugar en
1968 como de las ansias de rebelión de sus cada vez más numerosos desertores y
proscritos, incapaces de escapar del yugo de una forma de entender el mundo
cerrada y autoritaria que no contempla otra alternativa que regurgitarse a
través de las nuevas generaciones para que todo cambie, pero todo siga
igual hasta la podredumbre.
Título: If… Dirección:
Lindsay Anderson. Guión: David
Sherwin. Producción: Lindsay
Anderson y Michael Medwin. Dirección de
fotografía: Miroslav Ondrícek. Montaje:
David Gladwell. Música: Marc
Wilkinson. Año: 1968.
Intérpretes: Malcolm McDowell (Michael Arnold
Travis), Richard Warwick (Wallace), David Wood (Johnny), Christine Noonan (la
Chica), Robert Swann (Rowntree), Rupert Webster (Bobby Phillips).
[1]Aquel
cinco de noviembre iba a tener lugar la Apertura del Estado Inglés, muchos de
cuyos miembros eran parte de familias aristocráticas protestantes. Los
conspiradores, que antes de decidir la voladura de la sede Parlamentaria habían
sopesado secuestrar a los hijos del Rey Jacobo I y la paradójicamente católica
Reina Ana de Dinamarca, dando comienzo a una rebelión en los Midlands,
pretendían así liderar el alzamiento de los católicos romanos ingleses contra
las duras leyes que la corona había adoptado contra ellos e instalar un nuevo
Rey obediente a los principios y doctrinas del papado. La prohibición que
impedía legalmente a los católicos asistir a misa o a los oficios de la Iglesia
de Inglaterra implantada por la reina Isabel I, predecesora en el trono de
Jacobo I, había supuesto un duro revés contra los católicos que vivían en suelo
inglés y que vieron inesperadamente recrudecidos los castigos por romper estas
leyes por parte de un nuevo rey al que, por su matrimonio con una católica, se
le presuponía una mayor amplitud de miras. El 26 de marzo de 1604, Robert
Catesby, Thomas Winter y John Wright acordaron acabar con la opresión
monárquica que les impedía acudir a sus sitios de culto. Poco después, el célebre
Guy Fawkes, fogueado en un regimiento de españoles católicos que había
combatido en los Países Bajos, se sumó al trío de conspiradores. Pero el número
fue en aumento: ya en 1605, Thomas Bates, John Grant, Robert Keyes, Robert
Wintour y Christopher Wright se añadirían a un grupo que se completaría con la
llegada de Sir Everard Digby, Ambrose Rokwood y Francis Tresham, quienes
aportarían gran parte de los fondos necesarios para llevar a cabo el atentado
que jamás, aunque por muy poco, llegaría a tener lugar. Los trece hombres
alquilaron una serie de estancias en los sótanos del Parlamento que fueron
llenando poco a poco de barriles de pólvora, hasta alcanzar la friolera de un
total de treinta y seis que debían hacerse estallar a principios de octubre de
ese año 1605. Pero una epidemia de peste obligó a postergar sus planes hasta el
mes siguiente, cuando el conde de Salsbury, Robert Cecil, organizó una red de
espionaje que lo llevó hasta el sótano en el que, ya en la noche que va del
cuatro al cinco de noviembre, Guy Fawkes estaba a punto de culminar los
preparativos que harían posible la voladura del Parlamento y todos aquellos que
estuviesen en él. Fawkes fue capturado, y pese a las numerosas torturas a las
que fue sometido, parece que no acusó a ninguno de sus colaboradores ni reveló
sus identidades, pero uno a uno fueron siendo encontrados por la guardia
inglesa y posteriormente ejecutados. El sótano desapareció durante un incendio
en 1834 pero, más a modo de tradición anual que por auténtica prevención, la
guarda del Parlamento revisa los sotanos del edificio cada día cinco de
noviembre. Pero el fallido atentado dio luz a otra festividad tradicional: la
llamada la Noche de Guy Fawkes que consistió, hasta 1859 en lanzar al fuego de
las hogueras encendidas cada cinco de noviembre unos muñecos hechos a imagen y
semejanza del conspirador o, como alternativa, venderlos a penique el muñeco
para así poder comprar fuegos artificiales con el dinero ganado. Pero hacia el
siglo XVII, la Noche de Guy Fawkes empezó a ser identificada con actos de
vandalismo que tenían lugar durante su celebración, que algunos ciudadanos
aprovechaban para arrancar la madera de las casas y las vallas y echarlas al
fuego, aprovechando la confusión para llevar a cabo robos y pillaje. El decreciente
odio que una parte de la población profería hacia los católicos hizo que la
quema de la efigie de Fawkes cayese en desuso, así como la prohibición que
impedía la venta de fuegos artificiales a menores acabó de rematar la jugada.
Pese a todo, Fawkes, o al menos su cara, parece haber recuperado el lustro en
estos últimos años gracias al comic escrito por Alan Moore V de Vendetta, en el que su anarquista protagonista lleva una
máscara de Guy Fawkes y planea, como su modelo histórico, destruir el parlamento
durante la noche del 5 de noviembre como oposición a un gobierno de visos
claramente dictatoriales. La popularidad (y calidad) del cómic propició una
magnífica adaptación para la gran pantalla dirigida por James McTiegue en el
año 2006 con idéntico título, popularizando hasta límites insospechados la
máscara del terrorista/rebelde V, que recordemos está inspirada en la cara de
Fawkes, como símbolo contestatario hasta ser un rasgo indisociable de las
intervenciones públicas del oscuro grupo de protesta en la red Anonymous.
[2]Lindsay
Gordon Anderson nació en Bangalore, en el sur de la India el 17 de abril de
1923. Hijo de padre oficinista de la Armada Británica, lo que motivó su
nacimiento en la por entonces colonia inglesa en suelo asiático. Pasó su infancia
en Worthing, Sussex oeste, donde cursó sus estudios elementales para más tarde
asistir al Cheltenham College, cuya estancia allí inspiraría la escritura del
guión del film que nos ocupa. Tras graduarse, Anderson trabajó como criptógrafo
para la Intelligence Corps en Nueva Dehli mientras la Segunda Guerra Mundial
tocaba a su fin, en 1945. A
su regreso a la pacífica vida de civil que llevaba en Worthing, Anderson
co-fundó junto con Gavin Lambert y Karel Reisz la revista de crítica y
actualidad cinematográfica Sequence,
en la que participaba asiduamente escribiendo reseñas y artículos. Poco después
se enroló en otra publicación, esta de mayor recorrido, llamada Sight and Sound, así como la revista New Statesman, de clara afiliación
política izquierdista. Combinando su labor como crítico cinematográfico,
profesión de la que despreciaba el supuesto objetivismo bajo el que algunos de
sus colegas llevaban a cabo su trabajo, con el de productor independiente de
cortometrajes y incontables obras teatrales en una actividad que abarcó desde
el año 1957 hasta 1992, Anderson se fue postulando como uno de los máximo
artífices del Nuevo Cine inglés surgido a finales de los cincuenta: el llamado Free cinema, del que puede leerse un
cortísimo resumen tanto de su historia como de sus intenciones en una de las
notas al pie de la entrada dedicada a uno de los filmes más importantes del
movimiento, La soledad del corredor de
fondo, analizada en este blog en abril de 2013. Pero antes, y junto con
Karel Reisz (que dirigiría la estimable y virulenta Sábado noche, domingo mañana) y Tony Richardson (quién
posteriormente dirigiría la mentada La
soledad del corredor de fondo), Anderson se enfrascó en el rodaje de una
serie de documentales de calado humanista como Thursday’s children, de 1954, que le valió un premio Oscar al mejor
cortometraje documental ese mismo año. Pero no fue hasta 1963 y tras algunas
experiencias televisivas que, bajo la producción de Reisz, Anderson dirigiría
su primer largometraje de ficción cinematográfica: El ingenuo salvaje. Tres años más tarde y tras una acogida desigual
entre la crítica y el público, Anderson participaría en la serie NET Playhouse, y en 1967 llevaría a cabo
el mediometraje White bus, antes de
dar la campanada con la exitosa película que nos ocupa y que permitiría una
segunda aventura de Mick Travis en su falsa secuela, aunque por lo que dicen
los que han podido verla, emparentada en espíritu: Un hombre de suerte, dirigida en 1973, dos años antes de su
siguiente película, llamada In celebration.
Siete años más tarde, ya en 1982, Anderson recuperaría a Travis, Johnny y
Williams para una tercera aventura que de nuevo poco o nada tenía que ver con
las dos anteriores y que respondía al título de Britannia Hospital. En 1986 Anderson dirigiría junto a Jeremy
McCracken un documental televisivo llamado Free
cinema, para un año después embarcarse en una nueva película de ficción con
intérpretes del calado de Bette Davis, Lillian Gish, o el no menos célebre
Vincent Price en Las ballenas de agosto,
que precedería a su última película, Glory!
Glory! de 1989. Murió el 30 de agosto de 1994 en la ciudad francesa de
Angulema poco después de rodar una pequeña película televisiva llamada Is That All there is? en la que él,
junto a algunos de sus colaboradores miembros del ámbito cinematográfico,
lanzaban las cenizas de las actrices Jill Bennett y Rachel Roberts al Támesis,
y que fue emitido por la cadena BBC en 1993.
[3]Una
inicialmente transparente puesta en escena que dudosamente habría llevado a
cabo con el mismo grado de austeridad el director que inicialmente debía llevar
a buen puerto el guión escrito por David Sherwin y John Howlett: el mítico
Nicholas Ray, quien sufrió una crisis nerviosa poco antes de empezar la
producción del film y tuvo que renunciar a su dirección. Ray fue el segundo de
una corta lista de posibles directores que comenzó con el británico Seth Holt,
montador de algunas comedias para la Ealing antes de encarar una carrera en la
Hammer films. Pero Holt declinó la oferta por considerar su forma de dirigir
demasiado convencional para lo que Howlett y un Sherwin que se había inspirado
en muchas experiencias personales para la escritura de su guión, tenían en
mente. Ofreciéndose sin embargo a producir la película (cosa que tampoco llegó
a ocurrir) Holt pasó el testigo a Ray, con el resultado antes comentado, y
finalmente el libreto cayó en las manos de Lindsay Anderson, que fue presentado
a Sherwin por el productor de Si… durante
una ronda de pintas entre guionista, director y productor en un pub inglés. El
rodaje de la película, que se prolongó durante tres semanas, se llevó a cabo
entre el Chelntenham College y la Aldenham School, con la participación de
algunos de parte de su alumnado y profesorado como actores y extras en la
película. Algunos de los discursos que pueden oírse en Si… fueron realmente utilizados en algunos de los actos oficiales
llevados a cabo en Chelntenham.
[4]Debido
a que, en ese mismo año 1968 tuvieron lugar incontables protestas y huelgas
laborales en las que los sectores más jóvenes de algunos países europeos
reclamaban un cambio de modelo político, económico y social. Siendo las que
tuvieron lugar en Francia las más célebres, aunque ni de lejos las más
violentas ni cruelmente reprimidas, de todas ellas, estas protestas en suelo
francés tuvieron en los estudiantes sus más aguerridos representantes. El día
22 de marzo, un grupo de militantes de extrema izquierda, junto con algunos
intelectuales, poetas y profesores de la Universidad de Nanterre, en París, se
ocuparon el edificio de Administración de la Universidad como protesta contra
la discriminación clasista existente en la sociedad francesa, así como el
control ejercido sobre las universidades por parte del Gobierno. Con la llegada
de la policía, la protesta se disolvió pacíficamente, aunque los maestros que
tomaron parte en ella fueron rápidamente expedientados. Ante este hecho, se
sucedieron las protestas entre la comunidad estudiantil y la protesta se
extendió hasta la Universidad de la Sorbona, que fue ocupada por los estudiantes
el tres de mayo. La policía acordonó la institución y, mostrando su apoyo a la
comunidad educativa, las mayores agrupaciones estudiantiles y del profesorado
se manifestaron el día seis ante la Sorbona. La policía cargó, intentando
dispersar violentamente a los manifestantes, que no se arredraron, o al menos
no en su totalidad, y empezaron a montar barricadas en las calles adyacentes
antes de ser definitivamente dispersados. Pero pese a la voluntariosa actitud
de la policía, el frente estudiantil ya empezaba a ganar adeptos de forma
imparable y al día siguiente hubo una nueva manifestación a la que se añadieron
maestros y algunos trabajadores, la mayoría jóvenes, que se sumaron a una nueva
protesta que no sería la última, pues el día diez de ese mismo mes una ingente
cantidad de personas se congregó en la Rive Gauche antes de negociar
fallidamente su marcha con la policía, que volvió a cargar organizándose una
batalla campal de cerca de un día de duración en la que hubo numerosos heridos
y muchas cámaras de televisión que llevaron la violencia de la actuación
policial a todos los hogares. Bajo una creciente simpatía hacia los
manifestantes por parte de un sector cada vez mayor de la población,
intelectuales, artistas y sindicatos de izquierdas se unieron en un frente
común que culminó con una llamada a la huelga general para el día trece de
mayo, durante el que cerca de un millón de personas marcharon por las calles de
la ciudad reclamando la liberación de los detenidos durante protestas
anteriores. El Presidente Pompidou, manteniendo a la policía a una segura
distancia de los manifestantes, amnistió a los enjuiciados sin que ello
repercutiera un ápice en las protestas, que se acrecentaron en número y
manifestantes. Con la reapertura de la Sorbona, se produjo una nueva ocupación
de la Universidad, a la que se sucedieron nuevas ocupaciones en otro sector,
que no se había mantenido indiferente respecto a lo ocurrido en París durante
esos días: el laboral. Se ocuparon hasta cincuenta fábricas en los siguientes
días y el diecisiete de mayo se convocó una huelga en la participaron
doscientos mil trabajadores, que al día siguiente se convirtieron en dos
millones de huelguistas, y a la semana siguiente… en diez millones, dos
terceras partes de la población ocupada en todo el territorio francés, que
además no respondía ante las autoridades sindicales sino que se organizaban
según sus propios principios y voluntad. Ante una serie de exigencias
salariales y de condiciones laborales que, de no cumplirse, alargarían la
huelga indefinidamente mientras se iba extendiendo entre la ingente cantidad de
manifestantes que iban haciéndose con (o recuperando) el control del país de
que el gobierno, con Charles de Gaulle a la cabeza, debía dimitir y convocar
nuevas elecciones. Una nueva manifestación, organizada en esta ocasión por el
partido comunista, marchó por las calles principales de París reuniendo cerca
de medio millón de personas. Temiéndose que intentaran ocupar algunos edificios
gubernamentales que obligaran a la policía un nuevo uso de la fuerza que habría
puesto en pie de guerra a una población de la que el 20% de ella no veía con
malos ojos una revolución, De Gaulle dimitió y convocó elecciones para el 23 de
junio, amenazando también con aplicar la ley marcial si los trabajadores no
regresaban a sus puestos y las protestas se dispersaban. Desde ese momento, las
aguas se calmaron lenta pero inexorablemente, aunque el hito histórico era
impepinable y el desde entonces llamado Mayo del 68 sirvió y sirve de
inspiración tanto a revolucionarios de acción como de salón, extendiéndose a
otros países de Europa y Estados Unidos, y haciendo que películas de contenido
tan potencialmente explosivo como el de Si…,
y más aún teniendo en cuenta que la acción tenía lugar dentro de una escuela,
fuesen catalogadas con una X en su estreno, lo que limitó enormemente la
distribución de este film de Lindsay Anderson.
Aunque la polémica desatada sobre la conveniencia de su contenido no
logró impedir que se alzase con la Palma de Oro del Festival de Cannes del año
1969 pese a que en algunos lugares como la España de Franco, aún tardaría ocho
años en llegar.
[5]Un
personaje que tendría su continuidad, al menos de nombre, en sus secuelas
bastardas más arriba apuntadas, llamadas Un
hombre de suerte y Britannia Hospital.
Durante años se rumoreó la posibilidad de hacer una secuela propiamente dicha
de Si… que recuperaba no sólo a sus
actores principales y los nombres de los ya no tan jóvenes que interpretarían,
sino a los propios Michael, Williams, y Johnny que pueden verse en la película
que nos ocupa, que tendría así su continuidad en un guión firmado por el propio
Anderson poco antes de su muerte, en 1994. En él, podía verse como Michael
había logrado ser un actor de renombre con una nominación al Oscar, Wallace un
militar que había perdido un brazo durante una contienda, y Johnny había hecho
carrera como clérigo... mientras que Rowntree había escalado hasta ser Ministro
de defensa. Pero durante una reunión estudiantil (que visto lo visto el final de
Si…, sería curiosa de ver) en la que
los tres amigos volvían a reencontrarse, Rowntree era secuestrado por un grupo
antibelicista, liberado por Michael, Johnny y Wallace y, por el camino,
literalmente crucificado por Travis.
[6]Gesto
que sirvió de guía para McDowell cuando tuvo que encarnar al más célebre
personaje de toda su carrera: el brutal Alex De Large protagonista de la
adaptación cinematográfica llevada a cabo por Stanley Kubrick en 1971, de la
novela de Anthony Burgess La naranja
mecánica. Tras recibir el guión del film, McDowell tuvo dudas sobre como
interpretar al drugo protagonista de la adaptación del libro de Burgess, con lo
que telefoneó a Anderson buscando consejo. Y el realizador de Si… le recordó el instante en el que
Michael Travis abría triunfal la puerta que lo separaba del castigo físico que
le esperaba en la secuencia comentada en el texto, sugiriéndole que aplicara
ese espíritu burlón no sólo a un instante del film como había hecho hasta
cierto punto en su film, sino a todas las acciones que DeLarge llevase a cabo
en una de las películas más recordadas de Stanley Kubrick.
[7]Extremo
que parte de mi opinión personal pero que según parece tiene una sencillísima
explicación: las escenas que muestran a McDowell en misa son en blanco y negro porque
su rodaje habría sido mucho más complicado de haberse hecho en color. A partir
de ahí, y buscando darle un mayor empaque visual al film que no dejase a dicha
escena completamente descolgada, Anderson se dedicó a filmar nuevos planos en
blanco y negro que además contaban con el aliciente de resultar muchísimo más
baratos que los que rodaron en color. Seguramente por eso, todos los planos
rodados fuera del calendario de rodaje fueron filmados con una cámara en blanco
y negro, lo que explicaría sin más problemas la profusión de planos sueltos
blanquinegros dentro de secuencias que de no ser por estos pequeños insertos,
serían completamente en color. Por lo tanto, saquen sus propias conclusiones
alrededor de lo que se explica en el cuerpo del texto en comparación con lo
escrito aquí y que se extrae de unas declaraciones hechas por el actor Malcom
McDowell para la edición en DVD de Si…
en el año 2007, aunque siendo la primera opinión una hecha desde lo que la
película me ha hecho pensar he preferido dejarla como está… y como muestra de
lo que mucho que puede llegar a hacer la autosugestión cuando se trata de
analizar una película.
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