jueves, 29 de agosto de 2013

EL MONSTRUO DE LAS BANANAS



Resulta mucho más difícil desgranar que enumerar las virtudes de una película como la que nos ocupa: El monstruo de las bananas, opera prima[1] del realizador John Landis[2], dirigida, escrita y protagonizada por él mismo en un alarde de autoría absoluta quizás voluntaria o tal vez obligado por lo reducido de un presupuesto a la altura de sus nimias pretensiones[3], es un film de desopilante fuerza, repleto de referencias y bebedor hasta la feliz y personal borrachera de películas pretéritas como Frankenstein, La novia de Frankenstein o, faltaba más, King Kong[4]. Su sonrojante argumento da sus primeros pasos narrando las desventuras de un grupo de adolescentes que, paseando por el campo, caen en una gruta subterránea en la que hallan un cadáver casi fosilizado que se erige en única compañía de un gorila prehistórico (conocido por el sonoro nombre de Schlock) de aires humanoides que ha hecho del subsuelo su hábitat natural y que como era de esperar, escapa sembrando el caos entre la población que rodea el lugar. Tan pobre argumento, despachado en un largo y cansino cuarto de hora que aúna tópico tras tópico pese a los esfuerzos del realizador de conjugar terror (barato) con comedia (sin gracia), da un afortunado giro de ciento ochenta grados al establecer una estrategia que no por sencilla resulta menos lograda y propia de entonces[5]: erigir al simio de tiempos remotos como destructivo y absoluto protagonista. Si antes se ha sacado a colación las dos películas dirigidas por James Whale sobre el Moderno Prometeo y su creación no es sólo por la referencialidad de El monstruo de las bananas para con ambos filmes. Si bien es cierto que hay al menos un par de escenas del film de Landis que son indudables homenajes a algunos de los más célebres instantes de los filmes protagonizados por Boris Karloff en el papel del Monstruo de Frankenstein, su influencia no se reduce al mero guiño, sino que se refleja en la sensibilidad de El monstruo de las bananas al ponerse del lado del Monstruo como emisario de un amable pero divertidísimo Caos, cuya agresividad se ve rebajada por lo inocentemente infantil de su destructividad.

No parece casual el que el simio protagonista que tantos estragos causa entre los adultos del pueblo en el que se dedica a sembrar el pánico encuentre agradecida compañía entre los niños del lugar. Entre alegre salvajada y salvajada, Landis introduce escenas tan logradamente encantadoras como el festín que el simio se da con un enorme pastel en compañía de dos crías que no parecen temerle porque no ven en él nada especialmente extraño, como tampoco lo hace un niño que le planta cara al mono cavernícola burlándose de sus rugidos enseñándole la lengua. Más allá del obvio sentimentalismo de estas escenas, que hacen más simpático al protagonista de El monstruo de las bananas a ojos de una parte del público, no es baladí el que niños y simio compartan formas de ver el mundo y por eso acaben por entenderse. Sea hecho a conciencia o no por parte del realizador y probablemente sin ánimo de hacer de El monstruo de las bananas una película infantil, la pureza de intenciones del simio se refleja en la de los niños, siendo su sentido de la anarquía tan salvaje como a la postre blanco e inofensivo, pese al caos y a algunas muertes que lo denodadamente pobre e irónico del conjunto reducen a un mero chiste sin más consecuencias en el ánimo del espectador, resituado en el placer infantil de la trastada sin coartadas morales ni distanciadoras. El monstruo de las bananas es además, en su absoluta falta de pretensiones y alejado de todo conservadurismo propio del género de la monster-movie en la que muy bien podría haber ingresado de no ser por el particular punto de vista desde el que se articula y plantea a su protagonista como un incomprendido sólo respetado por niños y invidentes, la quintaesencia del cine de John Landis y su forma de entender el llamado séptimo arte.

Vista en perspectiva, la película que nos ocupa resulta un revelador contenedor de todas las filias y fobias del cine de Landis: desde una visión festiva de la destrucción que corroe de cabo a rabo El monstruo de las bananas, el placer de la buena música sintetizada en una de las mejores e hilarantes escenas del film que hace de un pianista ciego el acompañante musical del primate al piano, las mencionadas referencias cinéfilas (la más obvia y probablemente la más insuficiente es la que parodia 2001: odisea en el espacio) y un humor que coquetea con lo negro pero despierta las más blancas de las risas[6]. El contagioso vitalismo de algunos de los mejores trabajos del realizador de Granujas a todo ritmo obtiene en este film visos de declaración de principios. El simio prehistórico que tanto disfruta y hace disfrutar con sus animaladas está interpretado, y más que bien, por el propio realizador enfundado en un excelente maquillaje obra de Rick Baker que oculta su cuerpo pero saca a la luz lo más travieso y desenfadado del propio Landis. Más que interpretar al simio, se diría que Landis habla a través de él, expresándose en su mutismo a base de rugidos y miradas de perplejidad, no sólo fundiendo su punto de vista con el del monstruo sino también, y por tanto, con el del público, desarmado ante la frontalidad de intenciones de la película y secuestrado por el dionisíaco modo de vida propugnado por el realizador.

Vista de esta manera, El monstruo de las bananas es antes puro exhibicionismo a base de dar ejemplo que una película que pretenda narrar una historia con cara y ojos, pero su encantadora modestia la eleva muy por encima de lo que prometían sus pobres posibilidades. Poco importa el hecho de que las desventuras del simio sean poco más que gags encadenados sin otro objeto que el de divertir -ahí es nada- por encima de toda lógica o sentido de la unidad, que el paupérrimo argumento se ahogue en dichas secuencias estirándose de la forma más obvia y limitadora llegando en ocasiones a cansar, o que la factura audiovisual pese a lo competente que pueda resultar y las abundantes soluciones visuales con las que cubre sus vergüenzas presupuestarias carezca de la garra (aunque en su casi ausencia de dramatismo encuentre la unidad que evita que la película se deshaga) que sí aportan su protagonista y algunos instantes de una inesperada densidad dentro de la ligereza del conjunto. Esta es una película que se compone de pequeñas aristas que descompensan la pulida (y aburrida) propuesta argumental del film, dotándolo de una vida impensable visto su punto de partida: El monstruo de las bananas es Landis al desnudo, pero también una invitación al placer más gozosamente infantil: más allá de constantes miradas cómplices a cámara por parte del simio, o la suma de todo lo planteado hasta aquí como métodos de enaltecer un disfrute que se creía olvidado o petrificado bajo formas más caras y fastuosas -o dramáticas- el gozo de una película como la que nos ocupa reside en la inexplicable pero muy valiosa fuerza que le da su pequeñez a todos los niveles y su capacidad para no tomarse en serio a sí misma sin perderse nunca el respeto, en el evidente cariño con que ha sido llevada a cabo y sobretodo en el contagiosísimo sentido del amable hedonismo que se desprende de su ajustado metraje y que devuelve al público adulto al paraíso perdido del alborozado espectador infantil.

Título: Schlock. Dirección y guión: John Landis. Producción: Jack H. Harris y James C. O’Rourke. Dirección de fotografía: Robert E. Collins. Montaje: George Folsey Jr. Música: David Gibson. Año: 1971.

Intérpretes: John Landis (Schlock), Saul Kahan (Detective Wino), Joseph Piantadosi (Ivan), Eliza Roberts (Mindy Binerman).




[1]Pese a que si hacemos caso a Jason Zinoman y su magnífico libro Sesión sangrienta, el primer film del realizador fue en realidad uno llamado Equinox, del que no sé nada más que lo que puede leerse en el magnífico análisis histórico de Zinoman sobre el cine de terror norteamericano surgido en los años sesenta.



[2]Nacido John David Landis el 3 de Agosto de 1950 en Chicago en el seno de una familia judía, aunque se trasladó con su padres a Los Ángeles a muy corta edad, donde pasó gran parte de su infancia y juventud. Entró en contacto con el mundo del cine al empezar a trabajar como recadero para la 20th Century Fox para acabar sustituyendo al ayudante de dirección de Los violentos de Kelly, que sufrió un ataque de nervios durante el rodaje que tuvo lugar en la antigua Yugoslavia en 1969, y en el que Landis también participó como actor en un papel secundario. Landis trabajó como doble de escenas peligrosas en producciones europeas del calado de Hasta que llegó su hora, y asegura haber sido asesinado por Toshiro Mifune en una película japonesa. Al poco tiempo, Landis viajó a Londres para participar en el guión de La espía que me amó. En 1971, a los 21 años de edad, Landis se embarcaría en su primera película como director: El monstruo de las bananas de la que se ocupa esta entrada, y que, además de suponer la primera colaboración del director con el genio del maquillaje Rick Baker, fue un fiasco considerable en taquilla, lo que produjo el obligado retiro de Landis del mundo del cine durante un tiempo. Fue en 1977 cuando volvió a la carga con la divertidísima Made in USA (también conocida por su título original The Kentucky Fried Movie), película compuesta por sketches cuyo denominador común es el humor más absurdo. Un año más tarde, Landis lograría dirigir Desmadre a la americana (comentada en este blog el pasado mes de marzo), el éxito de la cual no sólo catapultaría al tristemente fugaz estrellato a John Belushi, sino que también situaría a Landis como valor en alza protegido bajo el ala de la productora Universal Studios. Su siguiente film fue el mítico Granujas a todo ritmo (comentada en este blog en septiembre del año 2012), que con el tiempo se ha erigido, como muchas de las películas del realizador, en un pequeño clásico de culto. En 1981 el director llevaría a cabo un proyecto imaginado por primera vez durante el rodaje de Los violentos de Kelly: sería Un hombre lobo americano en Londres, muy hábil mixtura de terror y humor con unos impresionantes efectos especiales de Rick Baker, el film que volvería a dar en la diana y a llenar las salas. Al poco tiempo, Landis dirigiría un segmento de la tristemente célebre película que llevaba la mítica serie de televisión The twilight zone a la gran pantalla. Siendo su porción del film uno bastante pobre, la película se haría famosa por el accidente de helicóptero que tuvo lugar durante el rodaje y que acabó con la vida del actor Vic Morrow y dos niños. Poco después, Landis llevaría a cabo una de sus mejores películas: Entre pillos anda el juego, nueva muestra de la habilidad de los traductores españoles para retorcer títulos originales hasta hacerlos irreconocibles y una buena demostración del director de que no sólo sabía hacer comedias desmadradas. Ese mismo año Landis cambiaría el mundo del videoclip cuando fue llamado a filas por Michael Jackson para llevar la batuta del video de su canción Thriller, sin el cual, y no me extiendo más sobre el tema, el mercado de vídeo doméstico jamás habría evolucionado hasta donde lo hizo, probablemente cambiando la forma de ver (y hacer, por imitación) cine para siempre.
Tras este pequeño paréntesis, que tantos réditos le supuso, llegarían Espías como nosotros y Tres amigos, de las que no puedo decir nada por no haberlas visto. La divertida El príncipe de Zamunda fue su siguiente película y un año más tarde volvería a colaborar con Michael Jackson en el videoclip de Black or White, amén de dirigir a Sylvester Stallone en Oscar, otro film de Landis que no he tenido la oportunidad de ver. Tras ella vendría Superdetective en Hollywood III, de la que tampoco puedo opinar, cosa que desearía no tener que hacer de la terrible La familia Stupid, lamentable comedia que desaprovecha su humor absurdo para componer un film desabrido y muy antipático en sus pretensiones de resultar lo más divertido posible sin llegar a conseguirlo jamás. Pero la mayor afrenta llegó en 1998 con Blues Brothers 2000, secuela de la magnífica Granujas a todo ritmo desprovista de toda gracia y cuyo único valor fue su estupenda banda sonora. Ese mismo año estrenaría Susan’s plan y no será hasta el año 2010 que volvería a estrenar en salas comerciales un film que aún está por aparecer por nuestros lares aunque sea en formato doméstico: Burke and Hare.


[3]La película tuvo un presupuesto de 60000 dólares de entonces, una cifra muy reducida dentro de los desproporcionados costes del cine como industria en general, especialmente la norteamericana.


[4]Tanto Frankenstein como La novia de Frankenstein fueron grandes películas (muy especialmente la segunda, una obra maestra aún por superar) dirigidas por James Whale en 1931 y 1935 respectivamente ya ponían al Monstruo -interpretado por Boris Karloff- como figura protagonista muy por encima de la del Doctor Frankenstein que le daba vida, llegando hasta a confundir el nombre de creador y criatura para una parte del público. La mítica primera versión de King Kong, dirigida por Ernest B.Schoedsack, vio la luz en 1933. Mientras las referencias a las (muy infieles) adaptaciones del original literario de Mary W. Shelley resultan considerablemente evidentes en algunos aspectos, las que hacen referencia a King Kong tienen su lugar antes en el catálogo de intenciones de Landis que en imágenes concretas, más allá de tener un hirsuto primate como protagonista del film y el tono trágico del final que corrobora lo imposible del amor fou del simio con su amada humana. Su calenturienta sexualidad -que en ocasiones se diría que pertenece a un Landis en plena improvisación antes que en una estrategia premeditada- y caprichoso salvajismo también lo emparentan con el Dios de la Isla de la Calavera. Aunque El monstruo de las bananas pueda verse también como un exploit del film de Schoesdack, diría que el film de Landis resulta lo suficientemente personal, que no autobiográfico como es obvio, como para no tener que rendir cuentas ante nadie pese a que su autoironía y modesto presupuesto sí lo sitúan en un terreno no muy alejado del propio del exploitation. Su calidad de “película de monstruos” vendría justificada por la mitomanía de Landis que lleva a introducir al mítico especialista sobre el tema Forest J. Ackerman en el cine en el que tiene lugar una de las escenas de la película. También, y aunque podría ser tan sólo una casualidad más, decir que el personaje del patoso inspector que le pisa los talones al simio resulta físicamente similar a Woody Allen, aunque el primitivo (y muy efectivo) sentido del humor de El monstruo de las bananas está lejos del que es propio del director de Annie Hall.


[5]Y, desgraciadamente visto lo visto, también de hoy. De cierta simpatía por el marginado propia de la sensibilidad de finales de los sesenta y de la anarquía como liberador modo de vida, se ha ido pasando a la sacralización (y por tanto, paradójica deshumanización) del freak como ser puro ajeno a todo placer terrenal. A todo ello hay que sumar la tremendamente antipática hipercomercialización del freak como personalidad codificadísima y muy prefabricada por el simple hecho de venir ofrecida y diseñada por el mercado antes que por los propios individuos que se jactan de su unicidad.




[6]A todo lo anterior habría que sumar la aparición en gran parte de su filmografía de la falsa película See you next Wednesday, aparecida en El monstruo de las bananas en su introducción que promete que la película que se está a punto de ver es el siguiente escalón tras Lo que el viento se llevó y See you next Wednesday. Pese al humor desde el que se plantea el comentario, no iba Landis muy desencaminado en cuanto a los pasos que acabaría tomando Hollywood tras la caída del viejo sistema de estudios y la agonía del Nuevo Cine Americano.

jueves, 15 de agosto de 2013

Vacaciones

Durante la presente semana y la siguiente, A sesión continua baja el telón. El motivo es tan simple como que necesito descansar y desconectar aunque sólo sea unos días; escribir una entrada semanal con mis horarios laborales (los que me dan de comer, no como este blog que como mucho me mata horas de sueño) durante algo más de un año sin faltar jamás a la cita acaba desgastando, y creo que me merezco unas vacaciones que me he ido negando durante todo este tiempo pero que creo que me serán beneficiosas tanto para mí como para los textos que vayan llegando a partir de la semana que da comienzo el 26 de Agosto, cuando este blog volverá a la normalidad.

Que tengan un feliz verano todos aquellos que ahora estén de vacaciones. Y los que no, hagan lo que puedan.

jueves, 8 de agosto de 2013

TIBURÓN



 Burbujeantes sonidos submarinos se ocultan ante unos pausados y graves compases sonoros, mientras reptamos por las profundidades marinas, entre algas y pequeños arrecifes. Todo a nuestro alrededor se mece con la corriente. Todo menos nosotros. De la frialdad del fondo marino, ajeno a toda humanidad, pasamos a la superficie: un grupo de chavales alrededor de una hoguera bailan al son de la música salida de un transistor, beben, fuman y, los más afortunados, se besan en plena fiesta veraniega de ambiente tan relajado y cálido como los tonos anaranjados que iluminan la noche en ese pequeño rincón de la playa. Una chica huye entre risas de los brazos de su amante retándole a darse un baño nocturno; ambos abandonan la fiesta y ella, tras cruzar una valla, que después parecerá estar allí a modo de advertencia que no debería haberse pasado por alto, deja atrás a su acompañante sumergiéndose en el agua y adentrándose en el mar, lejos de la orilla en la que ya duerme su alcoholizado pretendiente.
Dentro del agua  tras unas coquetas brazadas, la chica se hunde con violenta sorpresa una y otra vez hasta que, entre espantosos chillidos de dolor y espasmódicos pataleos de impotencia es arrastrada hasta desaparecer berreando bajo el agua…
Así da comienzo Tiburón, clásico entre clásicos del cine, muestra paradigmática del cruce entre géneros tan supuestamente antitéticos como el cine de terror, el catastrofista, el aventurero o el western, que cambió la manera de entender el negocio del cine desde un punto de vista industrial[1] y, también, de meterse en aguas saladas con una tranquilidad que desde que el film de Steven Spielberg[2] llegó a nuestras vidas, no volvería a ser igual.

Ya desde el principio, Tiburón alberga en sus apasionantes entrañas lo abstracto, concentrado en el primer tramo del film, el más terrorífico de los dos en los que podría dividirse esta adaptación cinematográfica de la novela original de Peter Benchley[3], y lo concreto, lo cotidiano y lo que amenaza con destruirlo. Todo ello sin exabruptos ni racionalismos, que evidentemente pueden surgir durante su análisis, a modo de paliativos a la hora de enfrentarse al que se diría el objetivo último de Spielberg: emocionar. Lo que, pese a lo que algunos hayan dicho y sigan diciendo, ni es cosa fácil ni fruto de la casualidad, al menos en esta ocasión por muy variados motivos, algunos de ellos fruto de incontables problemas durante la realización de Tiburón muy bien resueltos por el casi primerizo realizador[4], otros gracias a la pericia de un director pletórico en sus aún tempranas facultades que distinguen esa emoción del sentimentalismo barato como pueden diferenciarse música y ruido pese a ser ambos sonidos.
La historia de Tiburón, revitalizada en su puesta en imágenes y sonido, es sencilla sobre el papel: una comunidad costera ve amenazada su prosperidad, basada en el turismo, y las vidas de sus habitantes por la presencia de un tiburón que mora por las aguas que rodean la isla, devorando a los bañistas[5]. O lo que es lo mismo, o así pareció entenderlo y a buen seguro dio a entender Spielberg: la civilización, tranquila y agradablemente calma, asolada por una amenaza natural con fuerza suficiente para destruirla. El mentado primer tramo del film, el que asienta el lugar en que ocurre la acción en una superficie paradisíaca sin cargar las tintas, plantea esa amenaza de manera completamente abstracta, y precisamente por ello mucho más inquietante, hasta alcanzar proporciones míticas en su no-descripción del escualo. Porque el tiburón blanco que asola las soleadas playas de la isla de Amity es una criatura invisible tanto para el público como para el resto de los personajes de la película que sufren su presencia, con lo que el peligro que representa deviene tan esquivo que se extiende por todo el fondo marino, dando como resultado una monumental sensación de amenaza desde el momento en que uno pone un pie en el agua. Esta pegajosa, y tremendamente eficaz, manera de despertar la tensión en el ánimo del público -logrando de paso un absoluto interés por lo que se está viendo- se basa además en otro elemento que Spielberg articula con mano maestra siendo además el más reconocible y influyente de los que hacen de Tiburón la película que es: su uso de la subjetividad y el punto de vista.

De este modo, el carnívoro submarino que nunca vemos se percibe cuando Spielberg, de la misma manera en que se describe al inicio de esta entrada, nos sitúa a la altura de sus ojos, delatando su presencia (y en momentos de duda, confirmándola) subrayada por la inolvidable melodía, que no creo que sea casualidad recuerda a un pesado pulso vital, maquinada por John Williams. A través de  los ojos del escualo asesino y su inhumana frialdad sobre un fondo marino de un cristalino tono azulado, vemos las piernas, brazos y cuerpos de las posibles víctimas, haciéndonos partícipes del peligro del que los bañistas no son conscientes hasta que ya es demasiado tarde, en contraposición a una tierra firme desde la que un enfrentamiento deviene imposible, y en la que el antagonista del tiburón y protagonista humano del film, el sheriff Brody (Roy Scheider) se erige en impotente protector de los habitantes de Amity y también en pivote del segundo punto de vista, este no subjetivo como en el caso del tiburón pero sí completamente humano, sobre el que se asienta el enfrentamiento entre Hombre y Bestia, y gracias a lo abstracto de esta primera parte de Tiburón, cotidianeidad en Tierra y, lo desconocido e inabarcable en el Agua que la rodea.

Planteada en estos términos, la película de Spielberg, presenta a su improbable héroe como un agradable y gris hombre de familia, apacible y algo patoso pero con un sentido del deber de fondo más humano de lo exigido por su posición como máxima autoridad legal de la isla, que pretende sustentar su principal fuente de ingresos por encima de la vida de algunos de sus ciudadanos en una mirada considerablemente punzante sobre la figura de la autoridad política y económica[6], aunque siempre disculpando la figura del Sheriff a modo de humanista outsider, esperanzador contrapunto a un sistema avaricioso y podrido. La seguridad y confortabilidad de la vida familiar de Brody[7], pese a odiar el mar y vivir en un lugar rodeado de agua salada, se presenta en amplios planos que no sólo lo integran en la vida del pueblo, dotando al film de un dinamismo ejemplar en cuanto “describe” mientras “narra” la historia, sino que lo sitúan en el epicentro del “bando humano” de la película, al no haber casi ninguna escena -con contadísimas excepciones- que no cuente con su presencia o que no se articule a través de él o, una vez más, su punto de vista. Así, Tiburón construye parte de su tensión fuera del agua respecto a la bestia que está bajo ella gracias a escenas que sitúan al sheriff Brody como vigilante montado en su silla de playa[8] y un montaje de planos que ilustran su creciente temor a un ataque que tarde o temprano acaba por producirse. Pero, y ahí reside a mi entender una parte importante de la efectividad del film, la cámara alimenta la claustrofobia a cielo abierto gracias a que jamás abandona la orilla quizás como ilustración del pavor que el agua salada produce en el máximo representante de la ley en la película. Me explico, las tomas que ilustran este primer tramo de Tiburón en base a planos y contraplanos de Brody sentado y lo que este está mirando, jamás son desde el mar, sino desde su orilla, acotando un espacio que, limitado por la férrea planificación, contrasta sobremanera con el plano subjetivo del tiburón, mucho más libre en cuanto es un plano secuencia siempre en movimiento y de objetivo/bañista cambiante e invisible para el sheriff desde tierra firme.

De esta manera, el contraste y la confrontación entre Agua y Tierra no sólo se da a un nivel emocional surgido de la tensión que contrapone la frialdad de tonos azulados del fondo marino a la vivacidad nada recargada del pueblecito en que tiene lugar la acción, sino también a como el punto de vista del protagonista interpretado por Scheider lo limita físicamente mientras el tiburón parece campar a sus anchas en un elemento del que se erige como amo y señor. La supuesta neutralidad de la puesta en escena del cine de Steven Spielberg se revela al rascar las primeras apariencias un lugar común tan sobado como en algunas ocasiones, y Tiburón es una de ellas, completamente falsa. La unidad de una fotografía que evita todo subrayado expresivo, la práctica ausencia de manierismos formales y un libreto que retrata a sus personajes con cuatro rasgos excelentemente potenciados por un grupo de actores que humanizan el competente guión del film, podría hacer pensar que el éxito de taquilla y a través del tiempo que lo separa del 1975 en que se estrenó hasta la actualidad son mera mercadotecnia, pero nada más lejos de la verdad. La sibilina estrategia de Spielberg antes mencionada, que se oculta bajo las capas de esa mencionada neutralidad en su puesta en escena hasta hacerse prácticamente invisible o indivisible de la historia sin situarse nunca por encima de ella sino expandiéndola desde la realización, se dedica además de crear excelentes escenas de tensión, a centrifugar la atención del público sobre el escualo de la mano de la creciente (y nada afectada) obsesión del sheriff Brody por los tiburones, animal que repentinamente amenaza con romper la paz de su temprano retiro de sus turbulentos tiempos como policía de Nueva York a parajes más apacibles. Las constantes lecturas en enciclopedias ilustradas con las más tremebundas fotografías de escualos y víctimas de sus ataques, combinadas con las conversaciones con el experto en tiburones Matt Hopper, pergeñan una visión sobre el animal casi primitiva, anterior a toda civilización y del poco se conoce aún. Así, y de forma tan progresiva como prácticamente inadvertida, todo comienza a girar sobre un animal del que poco a poco se van conociendo datos y precedentes de la especie a la que pertenece, pero que no acaba de concretarse en imágenes en el film hasta más adelante, dotándolo de cualidades cuasi míticas en su amenaza, amplificadas por la histeria colectiva que se produce con su presencia, reavivando la angustia en base al contraste que supone el barullo sonoro de los bañistas y los instantes de pánico con la silenciosa impasibilidad de los planos submarinos.

Una presencia que finalmente se hace corpórea en la segunda mitad del film, directamente, pese a los sanguinolentos brotes que salpican Tiburón, integrada en un contexto de “cine de aventuras” puro y duro. El paso del film del terror a la aventura más desenfadada y sólida va acompañado primero del abandono de tomas subjetivas del tiburón de la mano de su aparición física (y por tanto abatible), haciendo explícito lo que antes era elíptico (la presencia del tiburón recién mentada, creíble gracias a unos magníficos efectos especiales, o incluso la violencia de sus ataques) o abstracto, haciéndolo vulnerable pese a ser casi invencible ante sus perseguidores/perseguidos humanos, situándolos a todos ellos, hombres y pez, en un mismo plano sólo diferenciado por el tratamiento sonoro que les confiere la banda sonora de John Williams[9]. Y también de la repartición del protagonismo entre el Sheriff Brody, junto con un personaje ya presente durante la primera parte del film, el experto en tiburones Matt Hopper (Richard Dreyfuss), y un hombre acción, el lobo de mar Quint (Robert Shaw) como cazador de tiburones a sueldo de cuyo espíritu más rudo y contundente parece adueñarse el tramo del film que ilustra la caza de la bestia marina.
El tono, siempre contenido, del film de Spielberg, no varía excesivamente a pesar de algún llamativo instante de épica sin ambages, fruto más de la banda sonora que de la manera en que Spielberg pone en imágenes las idas y venidas del barco desde el que los tres hombres se enfrentan al monstruoso tiburón, pero sí despertando la liberadora sensación en el ánimo del público de que por fin puede librarse la batalla suicida que desde tierra parecía, por motivos obvios, imposible. Pese a que la precaria seguridad del desvencijado navío en medio de la inmensidad del océano sólo hace aún más evidente la fragilidad de la vida de los hombres en un entorno en el que se ven a la cola de la cadena alimenticia, Spielberg se las apaña, y más que bien, para llevar de la mano una progresiva claustrofobia con un creciente sentimiento de camaradería sin que ambos elementos nunca se invaliden entre sí.

A lo reducido del espacio del barco del que en numerosas ocasiones alguno de los navegantes está a punto de caer por descuido o un resbalón hay que sumar los constantes embates de un animal que poco a poco va destrozando e inundando el navío hasta mandarlo a pique. El instante más paradigmático de esta progresiva claustrofobia en un espacio abierto alcanza su cénit bajo el agua, en la tremendamente angustiosa escena en que Hopper, intenta acabar con el Gran Blanco que ha pasado de presa a cazador desde el interior de una jaula dentro del océano. Es en ese instante en el que Spielberg condensa hasta lo indecible la reducción del espacio fílmico para provocar una temible sensación de fragilidad del ser humano ante la fuerza desatada de la naturaleza corporeizada en el escualo que se ha ido larvando durante todo el metraje, que además parece dotado de una antinatural voluntad e inteligencia. Resulta harto curioso, por otro lado, el hecho de que pese a la excelente construcción de la película, a modo de mecanismo de relojería en su conjunto, no peque de la frialdad en la que difícilmente podría haber caído en su primer tramo, más reposado y posible por tener lugar en una cotidianeidad más o menos reconocible, pero que podría haber invalidado el segundo sin demasiadas complicaciones, al ser más trepidante y cinematográfico en el sentido más imposible del término. El abandono del puerto de Amity que marca el paso del primer tramo del film al segundo con una memorable imagen del navío alejándose, tomada a través de una dentadura de tiburón, antes de fundirse en el agua del océano salpicada de sangre de carnaza para atraer al animal como siniestra premonición, es también el abandono de toda civilización, ejerciendo de contrapeso a los ribetes míticos que vertebraban el film en su primera mitad gracias a su uso de la elipsis que hacía del tiburón un ser casi omnipresente, y que por lo comentado hasta aquí desaparecen en esta segunda mitad de Tiburón.

La imposibilidad de ver tierra o cualquier referente de vida humana desde popa o proa endurece tanto a los hombres del barco como al propio Spielberg, y al público, con su sufrimiento, mucho menos virulento (sólo hay que comparar ese tramo con la muerte de la bañista con que se abre esta entrada, implacable y de un gélido regodeo en su sufrimiento temible) pese a los rebrotes de sangre que van apareciendo, llevando a Tiburón a terrenos casi apocalípticos en cuanto lo que parecía más o menos básico en el mundo civilizado, ha perdido todo su sentido a bordo del bote. La lucha por la supervivencia, aislados de todo y solos contra el tiburón que los acecha en la irrealidad de su entorno, prácticamente un desierto acuoso donde las olas han sustituido las dunas, no deja lugar para los sentimentalismos que se tenían para con las víctimas del escualo cuando la película tenía lugar en la costa. Todos los intereses que se entretejían en Amity para terminar con el tiburón y la amenaza económica y humana que representaban se vienen abajo al estar frente a frente y en su hábitat natural con un implacable animal contra el que sólo cabe luchar para sobrevivir más allá de cobrar una ingente cantidad de dinero que ha dejado de tener el valor que tenía en tierra para reducirse a la pura nada. Los escalafones sociales se desintegran; el Sheriff pierde toda autoridad, asumiendo su papel de grumete, y los inventos tecnológicos de un económicamente pudiente Hopper no sirven para nada contra la fenomenal amenaza que los acosa. No resulta casual, pese a ser planteado como un apunte humorístico, el que una de las frases que cierra el film exprese el desconocimiento de los personajes sobre el día de la semana en el que están, como si el tiempo hubiese dejado de ser calculado (por no tener la más mínima importancia) en términos sociales o, una vez más civilizados, o el que tres personajes tan absolutamente diferentes acaben creando un necesario (por humano) vínculo amistoso que se sella en la que es, sin duda, la mejor escena de una película memorable, reflejo de otra anterior que mostraba a Brody y su mujer cenando con Hopper y que cambia la agradable cotidianeidad familiar en tierra por la cálida camaradería pura y dura en alta mar, contraponiendo la casi infantil afición de Hopper por los tiburones con la pesadillesca relación que Quint mantiene con los mismos animales transformados tanto por su experiencia como por el film de Spielberg en seres abisales: dos formas de entender el mundo y la naturaleza antitéticas siendo la versión del lobo de mar la que acaba por prevalecer y situarse como verdadera en todo el film, definiéndolo de cabo a rabo como elemento destructor de esos tres enviados del mundo civilizado[10], pero de forma más plausible aún en esta admirable secuencia.

Me refiero a aquella en que Quint, tras comparar entre risas todas sus cicatrices adquiridas en peleas, borracheras y jornadas de pesca con las de Hopper, narra su espeluznante vivencia a bordo del buque Indianápolis que transportaba la bomba atómica  lanzada sobre Hiroshima y que fue torpedeado por un submarino japonés en los estertores de la Segunda Guerra Mundial. La brutal efectividad del magnético monólogo de Robert Shaw sobre como una inmensa mayoría de sus compañeros fueron devorados por los tiburones[11] hasta que fueron rescatados no es “sólo” una muestra de lo hondo que ha llegado a calar en el ánimo del público la amenaza del tiburón, transformado en pura destrucción y dolor, sino también el mejor ejemplo de cómo Spielberg es capaz de crear emoción con los mínimos elementos y con una exuberante capacidad de aunar el terror de lo elíptico, creando escalofriantes instantáneas en la mente del público con las palabras del marinero sin ninguna imagen que le sirva de apoyo o subrayado, y con la adhesión de los otros dos hombres (y como no, también el espectador) con su misión, independientemente de posturas ideológicas que la siempre aparente neutralidad de Spielberg destierra con el logrado objetivo -además de situarlos en un lugar más allá de ideologías convencionales que allí han dejado de tener sentido- de ponernos el corazón en un puño, aunando un puro sentido de la aventura con uno del horror tan primitivo y abisal en toda la película, erigiéndose ambos como motores emocionales y profundamente emocionantes que hacen de Tiburón el sobresaliente film que es. Ambas sensaciones se prolongan por todo el film sin distinción, rescatando (y como) del ridículo escenas a veces gratuitas pero siempre terroríficas y otras tan épicas y lógicamente imposibles como el deus ex machina que puntúa y finaliza el enfrentamiento entre el representante del Orden (legal y desde un punto de vista humano, natural) y el animal marino, rabiosamente malherido pero imparable, representante del Caos a todos los niveles cuya imagen (o la posibilidad de su presencia) consigue perseguir al público a través de los años sin mermar su terrorífica capacidad de hacer inquietante el que era el más plácido de los baños… que sólo seguirán disfrutando aquellos que tengan la desgracia de no haber vivido la mejor película dirigida por Steven Spielberg. Una obra maestra.

Título: Jaws. Dirección: Steven Spielberg. Guión: Peter Benchley y Carl Gottlieb, basándose en la novela homónima del primero. Producción: Richard D. Zanuck y David Brown. Dirección de fotografía: Bill Butler. Dirección artística: Joseph Alves Jr. Montaje: Verna Fields. Música: John Williams. Año: 1975.
Intérpretes: Roy Scheider (Martin Brody), Richard Dreyfuss (Matthew Hopper), Robert Shaw (Quint), Lorraine Gary (Ellen Brody), Murray Hamilton (alcalde Larry Vaughn).


[1]Dado el impresionante éxito que Tiburón acaparaba en los pases previos a su estreno y que algunos de los cines que habían albergado dichos preestrenos pagaban para poder conservar el film en cartel, el film de Spielberg tuvo el honor de ser el primero en ser estrenado simultáneamente en todo el territorio norteamericano y no primero en las grandes ciudades para luego ser reestrenado más tarde en poblaciones más pequeñas como siempre se había hecho hasta entonces, llegando al record (que ignoro si ha sido igualado) de ser proyectado en 409 salas. De paso, y también a partir del film de Spielberg, Tiburón inauguró el periodo estival como propicio para taquillazos, estrategia que aún a día de hoy sufrimos más que disfrutamos, iniciando igualmente la tendencia al merchandising (que luego sería explotada hasta la saciedad por George Lucas y su Guerra de las galaxias) con lápices, muñecos, toallas y otros artículos playeros, amén de convertir la banda sonora de John Williams en un éxito discográfico más que considerable. El resultado fue el mayor taquillazo de la historia del cine hasta el momento y la victoria sobre unos muy debilitados censores que sólo pudieron calificar el film de Spielberg con un pobre PG (equivalente a un niños acompañados al que habría que añadir que jamás volverán a poner un pie en la playa) de un Hollywood que había descubierto la nueva gallina de los huevos de oro. Tres secuelas, de las cuales sólo la primera resulta medianamente entretenida y la última memorable por rozar lo psicotrónico, y numerosas imitaciones que con algunas excepciones compiten entre sí por ser la más absurda, certifican su rentabilidad, independientemente de sus impresionantes logros cinematográficos.

[2]De nombre completo Steven Allan Spielberg, nació en el Hosiptal Judío de Cincinatti el 18 de diciembre de 1946. De padre ingeniero eléctrico y madre concertista de piano, el pequeño Spielberg se mudó numerosas ocasiones durante su infancia hasta asentarse en Scottsdale (Arizona) donde vivió hasta los 16 años con sus padres y hermanas menores. Aficionado al cine de la factoría dirigida por Walt Disney, ya bien joven comenzó a hacer sus películas caseras con la cámara de 8mm de su padre, que se divorció de su madre cuando el futuro director de Tiburón cumplía los dieciséis, edad a la que se trasladó a California donde entró en contacto con la industria del cine. En el año 1968, y sin demasiado interés en sus estudios, rodaría el cortometraje Amblin (nombre con el que bautizaría su primera productora cinematográfica) que llamó la atención de un mandamás de la Universal, Chuck Silvers, que le consiguió su primer trabajo en el mundo del cine como realizador para dirigir un episodio de Night Gallery, serie producida por Rod Serling. A partir de esa experiencia, Spielberg se cimentaría una reputación como buen director de capítulos para series de televisión, pero el conservadurismo (al menos, según parece, por entonces) de la Universal impidió que el realizador pudiese hacer como muchos otros compañeros del que acabaría siendo conocido como Nuevo Hollywood y revolverse contra modelos de producción más tradicionales y con menos margen de maniobra para los directores. Pero al poco tiempo llegaría su oportunidad con El diablo sobre ruedas, película basada en una historia corta (basada en una experiencia propia) de Richard Matheson, en la que Spielberg se emplearía a fondo dando como resultado una de sus mejores películas en la que apuntaría algunas ideas que se desarrollarían plenamente en Tiburón, con la que tiene mucho en común. Después de esta magnífica carta de presentación con este film estrenado en televisión (y planteada desde la producción como película televisiva, aunque su realización no podría ser más cinematográfica) y luego en salas comerciales con metraje añadido, llegaría Loca evasión, de la que no puedo hablar por no haberla visto todavía. La definitiva Tiburón sería su siguiente cometido, y tras ella una de sus películas mayores, Encuentros en la tercera fase de nuevo con Richard Dreyfuss, en esta ocasión como protagonista. Tras ella llegaría la fallida 1941, descomunal producción que no conseguía esconder lo paupérrimo de su guión pese a no estar exenta de cierta gracia y dar comienzo con una curiosa autocita sobre Tiburón que, como el resto de la película, no acaba de cuajar en un conjunto cuya única ley parece ser la del desmadre. Pero Spielberg se resarciría de este fracaso comercial con En busca del arca perdida, primer film de una sus más famosas creaciones en comunión con el productor George Lucas: Indiana Jones. Para rematar la jugada, y ya bajo sus propios dominios con la productora Amblin, dirigiría uno de los títulos capitales de la década de los ochenta E.T. el extraterrestre, que dividió a la crítica y unió al público en uno de los mayores, que ya es decir, taquillazos de su carrera. Película mítica para cualquiera que creciera en esa década, E.T.  supondría además uno de los primeros films del director que comenzaría a perfilar su fama de sensiblero que aún tardaría en ser justa. Después del catastrófico rodaje del film de episodios The Twilight Zone que se saldó con la muerte del actor Vic Morrow y del que poco hay digno de mención, llegaría una de sus mejores películas y sin duda la mejor de la hasta ahora tetralogía del arqueólogo más famoso de la historia del cine: Indiana Jones y el templo maldito, un film de aventuras que no da respiro al espectador y relleno de escenas dignas de aplauso. Tras ella llegarían El color púrpura, El imperio del sol y Always que, ahora sí, recibieron algunos aplausos y numerosas y justas acusaciones de sentimentalismo barato, además de sembrar la semilla de presunta seriedad de un cine que a partir de ahí alternaría cine considerado de entretenimiento con otro supuestamente más sesudo y dramático pero ni de lejos necesariamente mejor, siendo en la mayoría de ocasiones todo lo contrario. Buena muestra de ello es Indiana Jones y la última cruzada, menos lograda que la anterior aventura del Dr. Jones pero muy disfrutable, pese a que Hook, película que ha envejecido fatal (y que ya no era gran cosa en su día) podría hacer pensar lo contrario. 1993 fue el año en que inesperadamente Spielberg demostró ser capaz de jugar ambas ligas sin desfallecer en ninguna de las dos: fue el año de Parque jurásico y La lista de Schindler, la segunda de las cuales sólo desfallecía un poco en la última hora de su largo metraje y en su algo vergonzoso final, lastrado por un exceso de sentimentalismo que el director había logrado mantener admirablemente a raya. Después llegarían algunos años tibios con películas como Amistad  o la muy irregular El mundo perdido, de la que sólo resulta destacable su divertido clímax con un Tiranosaurio poniendo la ciudad de Nueva York patas arriba. Salvar al soldado Ryan, pese a un sobrecogedor inicio y un buen desarrollo no consiguió esquivar el antipático y hasta peligroso tufillo patriotero del que hacía gala en sus últimos minutos hasta el punto de hacer olvidar a gran parte del público sus numerosas virtudes. Con la fundación de la productora Dreamworks, Spielberg, ya algo olvidado por un Hollywood que seguía nuevas sendas estilísticas, enfilaría la más interesante de sus etapas, pese a carecer de películas de la talla de Tiburón, E.T. el extraterrestre o Indiana Jones y el templo maldito. Fue entonces cuando llegaron, entre otras, Atrápame si puedes, Minority Report, el injustamente despreciado remake de La Guerra de los mundos, la igualmente excelente Munich, la cuarta y esperemos que última entrega de la saga de Indiana Jones con la entretenida Indiana Jones y el reino de la calavera de cristalo, más cercanas en el tiempo, la entretenida adaptación del cómic de Hergé Tintín y la a veces algo plúmbea pero otras interesante Lincoln. La neutralidad de su estilo en sus momentos más bajos y el haber abierto la caja de Pandora del entretenimiento más vacuo (aunque el día que aparezca un realizador capaz de alcanzar sus niveles de fascinación al servicio de la nada que alguien venga corriendo a contármelo), además de haberse transformado, quizás involuntariamente, en un estándar estético y moral para el Hollywood más antipático que siempre lo ha imitado sin, digan lo que digan, jamás alcanzarlo, han hecho de Spielberg el blanco de las iras de una mayoría de críticos y algunos espectadores que se unen con sus numerosos admiradores (bandos de los que voy saltando una y otra vez dependiendo de la película) en un solo punto: que para bien o para mal Steven Spielberg ha transformado el cine tal y como se le conocía hasta que llegó, y probablemente también la cultura en la que vivimos a través de él.

[3]Novela considerablemente mediocre, de idéntico nombre al film tanto en su inglés original Jaws como en su traducción al castellano, publicada en 1973 con gran éxito, se diferencia notablemente del guión del film de Spielberg en muchos aspectos, algunos muy llamativos como el proponer, además de la amenaza del escualo que prácticamente queda en un segundo término, un triángulo amoroso entre la mujer de Brody, su marido y Matt Hopper, que se acuesta con ella mientras trabaja con el Sheriff para capturar a la bestia. Este fue uno de los aspectos más detestados por Spielberg del original literario que nunca llegó a gustarle demasiado, pero hay más. Además de este elemento, afortunadamente ausente en el film aunque sólo sea por lo antipáticos que resultaban todos los personajes de la insulsa aunque entretenida novela de Benchley, existía una trama que mezclaba mafia y especulación a modo de justificación de la actitud del alcalde, que en el libro no podía permitirse la pérdida de una temporada veraniega al completo por no poder saldar la cuenta que tenía con un grupo mafioso local cuyas riquezas habían permitido el rápido crecimiento de Amity. Otros cambios fueron la muerte de Hopper en la jaula anti-tiburones, devorado por el tiburón blanco protagonista contra el que no hay protección posible, la muerte de un mucho más taciturno Quint arponeado accidentalmente y no devorado por la bestia como en el film de Spielberg, y la del propio tiburón. A modo de curiosidad, Benchley, que participó en el guión pero estuvo en profundo desacuerdo con muchos de los cambios que aproximaban el resultado final a un escrito con más ecos de Moby Dick de Melville antes que al original de Benchley que a pesar de sus reticencias (especialmente en la manera en la que el escualo moría que le parecía ridícula aunque cambió de opinión al ver que arrancaba los aplausos del público), aparece como periodista en el film.

[4]El más importante de todos ellos fue sin duda el que el tiburón mecánico (bautizado como Bruce en honor al abogado del director, de idéntico nombre) no funcionaba ni a la de tres, en una ocasión debido a que un juguetón George Lucas tuvo la buena idea de ponerse a saltar encima del escualo mecánico hasta romperle la boca. Episodios como este retrasaron constantemente el rodaje, obligando a Spielberg a tomar una decisión formal que probablemente marcó su carrera al ser una de las piedras angulares del film que cimentó su fama de Rey Midas: los planos subjetivos del tiburón bajo el agua para marcar su presencia sin mostrarlo jamás al inicio del film. Sin esta decisión, sabiamente tomada pese a ser una segunda opción respecto a lo planeado inicialmente, Tiburón quizás sería una buena película, pero difícilmente tan terrorífica y magistral como la que acabó siendo.

[5]Y todo pese a que han existido numerosos ataques de escualos a humanos, parece ser que estos se han dado por pura confusión ya que los tiburones son efectivamente carnívoros pero no devoradores de hombres. Los ataques a surfistas, por poner un ejemplo, se deben según los expertos a que los animales confunden con focas o otros más habituales en su dieta a aquellos que bracean remontando las olas sobre sus tablas. La película de Spielberg logró indudablemente echar por tierra la presunta falta de malas intenciones de los tiburones, sembrando la paranoia en el año de su estreno y en la vida de la mayoría de sus espectadores sea cuando sea el momento de su visionado.

[6]Lo que debió llevar a Fidel Castro, admirador del film, a definir Tiburón como un “filme marxista. Muestra cómo los hombres de negocios pueden vender la seguridad de sus ciudadanos antes que cerrar sus negocios ante la invasión de los tiburones”. Y eso que el bueno de Spielberg no hace tanta sangre como podría haber hecho teniendo en cuenta algunos aspectos del original literario en el que se basa su película.

[7]En un detalle muy propio de su realizador que una y otra vez parece presentar la unidad familiar como refugio y fuente de calor humano, la acción de Tiburón pasa del terror a la aventura, con la determinación del Sheriff a terminar con la amenaza del escualo cuando este ataca la bahía en la que juega su hijo. Casualidad o no y con la perspectiva de su filmografía vista desde la actualidad, no parece muy descabellado el que este detalle sea un ejemplo más de esa idolatría por la familia que en los mejores casos como en el que nos ocupa se presenta como un lugar habitable y efectivamente cálido, y en otros, los peores, bajo las formas más sentimentaloides y antipáticamente dogmáticas posibles.

[8]Escena que recuerda vagamente a La ventana indiscreta, película con la que la de Spielberg parece contraer algunas deudas al menos en lo que a establecer el punto de vista como origen de claustrofobia, paranoia e impotencia se refiere. Más allá de aquel magnífico film protagonizada por James Stewart, otra película de Hitchcock planea sobre la de Spielberg, aunque en este caso casi únicamente por parecido temático: me refiero a Los pájaros aunque desde una perspectiva formal muy diferente a la elegida por el director de Psicosis.

[9]Al respecto, les recomiendo a los interesados el texto escrito por Roberto Cueto sobre la música de Tiburón y su uso en el film de Spielberg en el libro de escrito prácticamente en su totalidad por Ángel Sala titulado Tiburón sobre la película que nos ocupa, y que representa a mi modo de ver el mejor y más completo estudio sobre este film que he tenido la oportunidad de leer. De su lectura he extraído la mayoría de las notas al pie que pueden encontrarse en esta entrada.

[10]Dentro de las numerosas lecturas que una película puede (y debería) recibir existe una sobre Tiburón, la sociológica, que resulta bastante interesante. Si Brody representa la “normalidad” (o el Orden, ya que estamos), Hopper resulta un buen ejemplo de intelectual urbanita que la interpretación de Richard Dreyfuss distancia del sabihondo en el que muy fácilmente podría haber caído el personaje, y Quint representa no sólo el outsider ni la figura que representa una masculinidad a decir del film de Spielberg más trasnochada, sino el que queda atrás al ser el único de los tres que encuentra la muerte en la película… Lo que para muchos no es sino la confirmación de que una nueva tipología social y de clase alta aliada con el representante de la clase media (Brody) por encima de una masculinidad y clase social destinada a desaparecer.

[11]Este excelente monólogo, realzado por la impresionante interpretación de Robert Shaw como Quint, fue ideado por Howard Sackler, ayudado por ese marcial corredor de fondo del Nuevo Hollywood llamado John Milius y perfilado por el propio Robert Shaw, que era dramaturgo en sus horas libres de su profesión como actor. La impresionante atmósfera del momento, a la que no es ajeno en absoluto la realización de Spielberg ni las mudas interpretaciones de Scheider y Dreyfuss, resulta aún más escalofriante al saber que está inspirada en la historia real de los verdaderos supervivientes del Indianápolis. Estos, algo alterados al conocer que su historia iba a aparecer en Tiburón, prematuramente ofendidos por la posibilidad de que se frivolizara en un film con su terrorífica tragedia personal, acabaron por respetar la fidelidad a los hechos que dijeron mostraba la película de Spielberg y la serenidad de la escena.