Burbujeantes
sonidos submarinos se ocultan ante unos pausados y graves compases sonoros,
mientras reptamos por las profundidades marinas, entre algas y pequeños
arrecifes. Todo a nuestro alrededor se mece con la corriente. Todo menos
nosotros. De la frialdad del fondo marino, ajeno a toda humanidad, pasamos a la
superficie: un grupo de chavales alrededor de una hoguera bailan al son de la
música salida de un transistor, beben, fuman y, los más afortunados, se besan
en plena fiesta veraniega de ambiente tan relajado y cálido como los tonos
anaranjados que iluminan la noche en ese pequeño rincón de la playa. Una chica
huye entre risas de los brazos de su amante retándole a darse un baño nocturno;
ambos abandonan la fiesta y ella, tras cruzar una valla, que después parecerá
estar allí a modo de advertencia que no debería haberse pasado por alto, deja
atrás a su acompañante sumergiéndose en el agua y adentrándose en el mar, lejos
de la orilla en la que ya duerme su alcoholizado pretendiente.
Dentro del
agua tras unas coquetas brazadas, la
chica se hunde con violenta sorpresa una y otra vez hasta que, entre espantosos
chillidos de dolor y espasmódicos pataleos de impotencia es arrastrada hasta
desaparecer berreando bajo el agua…
Así da
comienzo Tiburón, clásico entre clásicos
del cine, muestra paradigmática del cruce entre géneros tan supuestamente
antitéticos como el cine de terror, el catastrofista, el aventurero o el western, que cambió la manera de
entender el negocio del cine desde un punto de vista industrial[1]
y, también, de meterse en aguas saladas con una tranquilidad que desde que el
film de Steven Spielberg[2]
llegó a nuestras vidas, no volvería a ser igual.
Ya desde el
principio, Tiburón alberga en sus
apasionantes entrañas lo abstracto, concentrado en el primer tramo del film, el
más terrorífico de los dos en los que podría dividirse esta adaptación
cinematográfica de la novela original de Peter Benchley[3],
y lo concreto, lo cotidiano y lo que amenaza con destruirlo. Todo ello sin
exabruptos ni racionalismos, que evidentemente pueden surgir durante su
análisis, a modo de paliativos a la hora de enfrentarse al que se diría el
objetivo último de Spielberg: emocionar. Lo que, pese a lo que algunos hayan
dicho y sigan diciendo, ni es cosa fácil ni fruto de la casualidad, al menos en
esta ocasión por muy variados motivos, algunos de ellos fruto de incontables
problemas durante la realización de Tiburón
muy bien resueltos por el casi primerizo realizador[4],
otros gracias a la pericia de un director pletórico en sus aún tempranas
facultades que distinguen esa emoción del sentimentalismo barato como pueden
diferenciarse música y ruido pese a ser ambos sonidos.
La historia de
Tiburón, revitalizada en su puesta en
imágenes y sonido, es sencilla sobre el papel: una comunidad costera ve
amenazada su prosperidad, basada en el turismo, y las vidas de sus habitantes
por la presencia de un tiburón que mora por las aguas que rodean la isla,
devorando a los bañistas[5].
O lo que es lo mismo, o así pareció entenderlo y a buen seguro dio a entender
Spielberg: la civilización, tranquila y agradablemente calma, asolada por una
amenaza natural con fuerza suficiente para destruirla. El mentado primer tramo
del film, el que asienta el lugar en que ocurre la acción en una superficie
paradisíaca sin cargar las tintas, plantea esa amenaza de manera completamente
abstracta, y precisamente por ello mucho más inquietante, hasta alcanzar
proporciones míticas en su no-descripción del escualo. Porque el tiburón blanco
que asola las soleadas playas de la isla de Amity es una criatura invisible
tanto para el público como para el resto de los personajes de la película que
sufren su presencia, con lo que el peligro que representa deviene tan esquivo
que se extiende por todo el fondo marino, dando como resultado una monumental sensación
de amenaza desde el momento en que uno pone un pie en el agua. Esta pegajosa, y
tremendamente eficaz, manera de despertar la tensión en el ánimo del público
-logrando de paso un absoluto interés por lo que se está viendo- se basa además
en otro elemento que Spielberg articula con mano maestra siendo además el más
reconocible y influyente de los que hacen de Tiburón la película que es: su uso de la subjetividad y el punto de
vista.
De este modo,
el carnívoro submarino que nunca vemos se percibe cuando Spielberg, de la misma
manera en que se describe al inicio de esta entrada, nos sitúa a la altura de
sus ojos, delatando su presencia (y en momentos de duda, confirmándola) subrayada
por la inolvidable melodía, que no creo que sea casualidad recuerda a un pesado
pulso vital, maquinada por John Williams. A través de los ojos del escualo asesino y su inhumana
frialdad sobre un fondo marino de un cristalino tono azulado, vemos las
piernas, brazos y cuerpos de las posibles víctimas, haciéndonos partícipes del
peligro del que los bañistas no son conscientes hasta que ya es demasiado
tarde, en contraposición a una tierra firme desde la que un enfrentamiento
deviene imposible, y en la que el antagonista del tiburón y protagonista humano
del film, el sheriff Brody (Roy Scheider) se erige en impotente protector de
los habitantes de Amity y también en pivote del segundo punto de vista, este no
subjetivo como en el caso del tiburón pero sí completamente humano, sobre el
que se asienta el enfrentamiento entre Hombre y Bestia, y gracias a lo
abstracto de esta primera parte de Tiburón,
cotidianeidad en Tierra y, lo desconocido e inabarcable en el Agua que la rodea.
Planteada en
estos términos, la película de Spielberg, presenta a su improbable héroe como
un agradable y gris hombre de familia, apacible y algo patoso pero con un
sentido del deber de fondo más humano de lo exigido por su posición como máxima
autoridad legal de la isla, que pretende sustentar su principal fuente de
ingresos por encima de la vida de algunos de sus ciudadanos en una mirada
considerablemente punzante sobre la figura de la autoridad política y económica[6],
aunque siempre disculpando la figura del Sheriff a modo de humanista outsider, esperanzador contrapunto a un
sistema avaricioso y podrido. La seguridad y confortabilidad de la vida
familiar de Brody[7],
pese a odiar el mar y vivir en un lugar rodeado de agua salada, se presenta en
amplios planos que no sólo lo integran en la vida del pueblo, dotando al film
de un dinamismo ejemplar en cuanto “describe” mientras “narra” la historia,
sino que lo sitúan en el epicentro del “bando humano” de la película, al no
haber casi ninguna escena -con contadísimas excepciones- que no cuente con su
presencia o que no se articule a través de él o, una vez más, su punto de vista. Así, Tiburón construye parte de su tensión
fuera del agua respecto a la bestia que está bajo ella gracias a escenas que
sitúan al sheriff Brody como vigilante montado en su silla de playa[8]
y un montaje de planos que ilustran su creciente temor a un ataque que tarde o
temprano acaba por producirse. Pero, y ahí reside a mi entender una parte
importante de la efectividad del film, la cámara alimenta la claustrofobia a
cielo abierto gracias a que jamás abandona la orilla quizás como ilustración
del pavor que el agua salada produce en el máximo representante de la ley en la
película. Me explico, las tomas que ilustran este primer tramo de Tiburón en base a planos y contraplanos
de Brody sentado y lo que este está mirando, jamás son desde el mar, sino desde
su orilla, acotando un espacio que, limitado por la férrea planificación, contrasta
sobremanera con el plano subjetivo del tiburón, mucho más libre en cuanto es un
plano secuencia siempre en movimiento y de objetivo/bañista cambiante e
invisible para el sheriff desde tierra firme.
De esta
manera, el contraste y la confrontación entre Agua y Tierra no sólo se da a un
nivel emocional surgido de la tensión que contrapone la frialdad de tonos
azulados del fondo marino a la vivacidad nada recargada del pueblecito en que
tiene lugar la acción, sino también a como el punto de vista del protagonista
interpretado por Scheider lo limita físicamente mientras el tiburón parece
campar a sus anchas en un elemento del que se erige como amo y señor. La
supuesta neutralidad de la puesta en
escena del cine de Steven Spielberg se revela al rascar las primeras
apariencias un lugar común tan sobado como en algunas ocasiones, y Tiburón es una de ellas, completamente
falsa. La unidad de una fotografía que evita todo subrayado expresivo, la
práctica ausencia de manierismos formales y un libreto que retrata a sus
personajes con cuatro rasgos excelentemente potenciados por un grupo de actores
que humanizan el competente guión del film, podría hacer pensar que el éxito de
taquilla y a través del tiempo que lo separa del 1975 en que se estrenó hasta
la actualidad son mera mercadotecnia, pero nada más lejos de la verdad. La
sibilina estrategia de Spielberg antes mencionada, que se oculta bajo las capas
de esa mencionada neutralidad en su
puesta en escena hasta hacerse prácticamente invisible o indivisible de la
historia sin situarse nunca por encima de ella sino expandiéndola desde la
realización, se dedica además de crear excelentes escenas de tensión, a
centrifugar la atención del público sobre el escualo de la mano de la creciente
(y nada afectada) obsesión del sheriff Brody por los tiburones, animal que
repentinamente amenaza con romper la paz de su temprano retiro de sus
turbulentos tiempos como policía de Nueva York a parajes más apacibles. Las
constantes lecturas en enciclopedias ilustradas con las más tremebundas
fotografías de escualos y víctimas de sus ataques, combinadas con las
conversaciones con el experto en tiburones Matt Hopper, pergeñan una visión
sobre el animal casi primitiva, anterior a toda civilización y del poco se
conoce aún. Así, y de forma tan progresiva como prácticamente inadvertida, todo
comienza a girar sobre un animal del que poco a poco se van conociendo datos y
precedentes de la especie a la que pertenece, pero que no acaba de concretarse
en imágenes en el film hasta más adelante, dotándolo de cualidades cuasi
míticas en su amenaza, amplificadas por la histeria colectiva que se produce
con su presencia, reavivando la angustia en base al contraste que supone el
barullo sonoro de los bañistas y los instantes de pánico con la silenciosa
impasibilidad de los planos submarinos.
Una presencia
que finalmente se hace corpórea en la segunda mitad del film, directamente,
pese a los sanguinolentos brotes que salpican Tiburón, integrada en un contexto de “cine de aventuras” puro y
duro. El paso del film del terror a la aventura más desenfadada y sólida va
acompañado primero del abandono de tomas subjetivas del tiburón de la mano de
su aparición física (y por tanto abatible), haciendo explícito lo que antes era
elíptico (la presencia del tiburón recién mentada, creíble gracias a unos
magníficos efectos especiales, o incluso la violencia de sus ataques) o
abstracto, haciéndolo vulnerable pese a ser casi invencible ante sus
perseguidores/perseguidos humanos, situándolos a todos ellos, hombres y pez, en
un mismo plano sólo diferenciado por el tratamiento sonoro que les confiere la
banda sonora de John Williams[9].
Y también de la repartición del protagonismo entre el Sheriff Brody, junto con
un personaje ya presente durante la primera parte del film, el experto en
tiburones Matt Hopper (Richard Dreyfuss), y un hombre acción, el lobo de mar Quint
(Robert Shaw) como cazador de tiburones a sueldo de cuyo espíritu más rudo y
contundente parece adueñarse el tramo del film que ilustra la caza de la bestia
marina.
El tono,
siempre contenido, del film de Spielberg, no varía excesivamente a pesar de
algún llamativo instante de épica sin ambages, fruto más de la banda sonora que
de la manera en que Spielberg pone en imágenes las idas y venidas del barco
desde el que los tres hombres se enfrentan al monstruoso tiburón, pero sí
despertando la liberadora sensación en el ánimo del público de que por fin
puede librarse la batalla suicida que desde tierra parecía, por motivos obvios,
imposible. Pese a que la precaria seguridad del desvencijado navío en medio de
la inmensidad del océano sólo hace aún más evidente la fragilidad de la vida de
los hombres en un entorno en el que se ven a la cola de la cadena alimenticia,
Spielberg se las apaña, y más que bien, para llevar de la mano una progresiva
claustrofobia con un creciente sentimiento de camaradería sin que ambos
elementos nunca se invaliden entre sí.
A lo reducido
del espacio del barco del que en numerosas ocasiones alguno de los navegantes
está a punto de caer por descuido o un resbalón hay que sumar los constantes
embates de un animal que poco a poco va destrozando e inundando el navío hasta
mandarlo a pique. El instante más paradigmático de esta progresiva
claustrofobia en un espacio abierto alcanza su cénit bajo el agua, en la
tremendamente angustiosa escena en que Hopper, intenta acabar con el Gran
Blanco que ha pasado de presa a cazador desde el interior de una jaula dentro
del océano. Es en ese instante en el que Spielberg condensa hasta lo indecible
la reducción del espacio fílmico para provocar una temible sensación de
fragilidad del ser humano ante la fuerza desatada de la naturaleza corporeizada
en el escualo que se ha ido larvando durante todo el metraje, que además parece
dotado de una antinatural voluntad e inteligencia. Resulta harto curioso, por
otro lado, el hecho de que pese a la excelente construcción de la película, a
modo de mecanismo de relojería en su conjunto, no peque de la frialdad en la
que difícilmente podría haber caído en su primer tramo, más reposado y posible por tener lugar en una
cotidianeidad más o menos reconocible, pero que podría haber invalidado el
segundo sin demasiadas complicaciones, al ser más trepidante y cinematográfico en el sentido más
imposible del término. El abandono del puerto de Amity que marca el paso del
primer tramo del film al segundo con una memorable imagen del navío alejándose,
tomada a través de una dentadura de tiburón, antes de fundirse en el agua del
océano salpicada de sangre de carnaza para atraer al animal como siniestra
premonición, es también el abandono de toda civilización, ejerciendo de
contrapeso a los ribetes míticos que vertebraban el film en su primera mitad
gracias a su uso de la elipsis que hacía del tiburón un ser casi omnipresente,
y que por lo comentado hasta aquí desaparecen en esta segunda mitad de Tiburón.
La
imposibilidad de ver tierra o cualquier referente de vida humana desde popa o proa
endurece tanto a los hombres del barco como al propio Spielberg, y al público,
con su sufrimiento, mucho menos virulento (sólo hay que comparar ese tramo con
la muerte de la bañista con que se abre esta entrada, implacable y de un gélido
regodeo en su sufrimiento temible) pese a los rebrotes de sangre que van
apareciendo, llevando a Tiburón a
terrenos casi apocalípticos en cuanto lo que parecía más o menos básico en el
mundo civilizado, ha perdido todo su sentido a bordo del bote. La lucha por la
supervivencia, aislados de todo y solos contra el tiburón que los acecha en la
irrealidad de su entorno, prácticamente un desierto acuoso donde las olas han
sustituido las dunas, no deja lugar para los sentimentalismos que se tenían
para con las víctimas del escualo cuando la película tenía lugar en la costa.
Todos los intereses que se entretejían en Amity para terminar con el tiburón y
la amenaza económica y humana que representaban se vienen abajo al estar frente
a frente y en su hábitat natural con un implacable animal contra el que sólo
cabe luchar para sobrevivir más allá de cobrar una ingente cantidad de dinero
que ha dejado de tener el valor que tenía en tierra para reducirse a la pura
nada. Los escalafones sociales se desintegran; el Sheriff pierde toda autoridad,
asumiendo su papel de grumete, y los inventos tecnológicos de un económicamente
pudiente Hopper no sirven para nada contra la fenomenal amenaza que los acosa.
No resulta casual, pese a ser planteado como un apunte humorístico, el que una
de las frases que cierra el film exprese el desconocimiento de los personajes
sobre el día de la semana en el que están, como si el tiempo hubiese dejado de
ser calculado (por no tener la más mínima importancia) en términos sociales o,
una vez más civilizados, o el que
tres personajes tan absolutamente diferentes acaben creando un necesario (por
humano) vínculo amistoso que se sella en la que es, sin duda, la mejor escena
de una película memorable, reflejo de otra anterior que mostraba a Brody y su
mujer cenando con Hopper y que cambia la agradable cotidianeidad familiar en
tierra por la cálida camaradería pura y dura en alta mar, contraponiendo la
casi infantil afición de Hopper por los tiburones con la pesadillesca relación
que Quint mantiene con los mismos animales transformados tanto por su
experiencia como por el film de Spielberg en seres abisales: dos formas de
entender el mundo y la naturaleza antitéticas siendo la versión del lobo de mar
la que acaba por prevalecer y situarse como verdadera en todo el film, definiéndolo
de cabo a rabo como elemento destructor de esos tres enviados del mundo civilizado[10],
pero de forma más plausible aún en esta admirable secuencia.
Me refiero a
aquella en que Quint, tras comparar entre risas todas sus cicatrices adquiridas
en peleas, borracheras y jornadas de pesca con las de Hopper, narra su espeluznante
vivencia a bordo del buque Indianápolis que transportaba la bomba atómica lanzada sobre Hiroshima y que fue torpedeado
por un submarino japonés en los estertores de la Segunda Guerra Mundial. La
brutal efectividad del magnético monólogo de Robert Shaw sobre como una inmensa
mayoría de sus compañeros fueron devorados por los tiburones[11]
hasta que fueron rescatados no es “sólo” una muestra de lo hondo que ha llegado
a calar en el ánimo del público la amenaza del tiburón, transformado en pura
destrucción y dolor, sino también el mejor ejemplo de cómo Spielberg es capaz
de crear emoción con los mínimos elementos y con una exuberante capacidad de
aunar el terror de lo elíptico, creando escalofriantes instantáneas en la mente
del público con las palabras del marinero sin ninguna imagen que le sirva de
apoyo o subrayado, y con la adhesión de los otros dos hombres (y como no,
también el espectador) con su misión, independientemente de posturas
ideológicas que la siempre aparente neutralidad de Spielberg destierra con el
logrado objetivo -además de situarlos en un lugar más allá de ideologías
convencionales que allí han dejado de tener sentido- de ponernos el corazón en
un puño, aunando un puro sentido de la aventura con uno del horror tan
primitivo y abisal en toda la película, erigiéndose ambos como motores
emocionales y profundamente emocionantes que hacen de Tiburón el sobresaliente film que es. Ambas sensaciones se prolongan
por todo el film sin distinción, rescatando (y como) del ridículo escenas a
veces gratuitas pero siempre terroríficas y otras tan épicas y lógicamente
imposibles como el deus ex machina
que puntúa y finaliza el enfrentamiento entre el representante del Orden (legal
y desde un punto de vista humano, natural)
y el animal marino, rabiosamente malherido pero imparable, representante del
Caos a todos los niveles cuya imagen (o la posibilidad de su presencia)
consigue perseguir al público a través de los años sin mermar su terrorífica
capacidad de hacer inquietante el que era el más plácido de los baños… que sólo
seguirán disfrutando aquellos que tengan la desgracia de no haber vivido la
mejor película dirigida por Steven Spielberg. Una obra maestra.
Título: Jaws. Dirección: Steven Spielberg. Guión: Peter Benchley y Carl Gottlieb,
basándose en la novela homónima del primero. Producción: Richard D. Zanuck y David Brown. Dirección de fotografía: Bill Butler. Dirección artística: Joseph Alves Jr. Montaje: Verna Fields. Música: John Williams. Año: 1975.
Intérpretes: Roy Scheider (Martin Brody),
Richard Dreyfuss (Matthew Hopper), Robert Shaw (Quint), Lorraine Gary (Ellen
Brody), Murray Hamilton (alcalde Larry Vaughn).
[1]Dado el impresionante éxito que Tiburón acaparaba en los pases previos a su estreno y que algunos
de los cines que habían albergado dichos preestrenos pagaban para poder
conservar el film en cartel, el film de Spielberg tuvo el honor de ser el
primero en ser estrenado simultáneamente en todo el territorio norteamericano y
no primero en las grandes ciudades para luego ser reestrenado más tarde en
poblaciones más pequeñas como siempre se había hecho hasta entonces, llegando
al record (que ignoro si ha sido igualado) de ser proyectado en 409 salas. De
paso, y también a partir del film de Spielberg, Tiburón inauguró el periodo estival como propicio para taquillazos,
estrategia que aún a día de hoy sufrimos más que disfrutamos, iniciando
igualmente la tendencia al merchandising (que luego sería explotada hasta la
saciedad por George Lucas y su Guerra de
las galaxias) con lápices, muñecos, toallas y otros artículos playeros,
amén de convertir la banda sonora de John Williams en un éxito discográfico más
que considerable. El resultado fue el mayor taquillazo de la historia del cine
hasta el momento y la victoria sobre unos muy debilitados censores que sólo
pudieron calificar el film de Spielberg con un pobre PG (equivalente a un niños acompañados al que habría que
añadir que jamás volverán a poner un pie
en la playa) de un Hollywood que había descubierto la nueva gallina de los
huevos de oro. Tres secuelas, de las cuales sólo la primera resulta
medianamente entretenida y la última memorable por rozar lo psicotrónico, y
numerosas imitaciones que con algunas excepciones compiten entre sí por ser la
más absurda, certifican su rentabilidad, independientemente de sus
impresionantes logros cinematográficos.
[2]De nombre completo Steven Allan Spielberg, nació en el Hosiptal
Judío de Cincinatti el 18 de diciembre de 1946. De padre ingeniero eléctrico y
madre concertista de piano, el pequeño Spielberg se mudó numerosas ocasiones
durante su infancia hasta asentarse en Scottsdale (Arizona) donde vivió hasta
los 16 años con sus padres y hermanas menores. Aficionado al cine de la
factoría dirigida por Walt Disney, ya bien joven comenzó a hacer sus películas
caseras con la cámara de 8mm de su padre, que se divorció de su madre cuando el
futuro director de Tiburón cumplía
los dieciséis, edad a la que se trasladó a California donde entró en contacto
con la industria del cine. En el año 1968, y sin demasiado interés en sus
estudios, rodaría el cortometraje Amblin
(nombre con el que bautizaría su primera productora cinematográfica) que llamó
la atención de un mandamás de la Universal, Chuck Silvers, que le consiguió su
primer trabajo en el mundo del cine como realizador para dirigir un episodio de
Night Gallery, serie producida por
Rod Serling. A partir de esa experiencia, Spielberg se cimentaría una
reputación como buen director de capítulos para series de televisión, pero el
conservadurismo (al menos, según parece, por entonces) de la Universal impidió
que el realizador pudiese hacer como muchos otros compañeros del que acabaría
siendo conocido como Nuevo Hollywood
y revolverse contra modelos de producción más tradicionales y con menos margen
de maniobra para los directores. Pero al poco tiempo llegaría su oportunidad
con El diablo sobre ruedas, película
basada en una historia corta (basada en una experiencia propia) de Richard
Matheson, en la que Spielberg se emplearía a fondo dando como resultado una de
sus mejores películas en la que apuntaría algunas ideas que se desarrollarían
plenamente en Tiburón, con la que
tiene mucho en común. Después de esta magnífica carta de presentación con este
film estrenado en televisión (y planteada desde la producción como película
televisiva, aunque su realización no podría ser más cinematográfica) y luego en
salas comerciales con metraje añadido, llegaría Loca evasión, de la que no puedo hablar por no haberla visto
todavía. La definitiva Tiburón sería
su siguiente cometido, y tras ella una de sus películas mayores, Encuentros en la tercera fase de nuevo
con Richard Dreyfuss, en esta ocasión como protagonista. Tras ella llegaría la
fallida 1941, descomunal producción
que no conseguía esconder lo paupérrimo de su guión pese a no estar exenta de
cierta gracia y dar comienzo con una curiosa autocita sobre Tiburón que, como el resto de la
película, no acaba de cuajar en un conjunto cuya única ley parece ser la del
desmadre. Pero Spielberg se resarciría de este fracaso comercial con En busca del arca perdida, primer film
de una sus más famosas creaciones en comunión con el productor George Lucas:
Indiana Jones. Para rematar la jugada, y ya bajo sus propios dominios con la
productora Amblin, dirigiría uno de los títulos capitales de la década de los
ochenta E.T. el extraterrestre, que
dividió a la crítica y unió al público en uno de los mayores, que ya es decir,
taquillazos de su carrera. Película mítica para cualquiera que creciera en esa
década, E.T. supondría además uno de los primeros films del
director que comenzaría a perfilar su fama de sensiblero que aún tardaría en
ser justa. Después del catastrófico rodaje del film de episodios The Twilight Zone que se saldó con la
muerte del actor Vic Morrow y del que poco hay digno de mención, llegaría una
de sus mejores películas y sin duda la mejor de la hasta ahora tetralogía del
arqueólogo más famoso de la historia del cine: Indiana Jones y el templo maldito, un film de aventuras que no da
respiro al espectador y relleno de escenas dignas de aplauso. Tras ella
llegarían El color púrpura, El imperio
del sol y Always que, ahora sí,
recibieron algunos aplausos y numerosas y justas acusaciones de sentimentalismo
barato, además de sembrar la semilla de presunta seriedad de un cine que a partir de ahí alternaría cine considerado
de entretenimiento con otro
supuestamente más sesudo y dramático pero ni de lejos necesariamente mejor,
siendo en la mayoría de ocasiones todo lo contrario. Buena muestra de ello es Indiana Jones y la última cruzada, menos
lograda que la anterior aventura del Dr. Jones pero muy disfrutable, pese a que
Hook, película que ha envejecido
fatal (y que ya no era gran cosa en su día) podría hacer pensar lo contrario.
1993 fue el año en que inesperadamente Spielberg demostró ser capaz de jugar
ambas ligas sin desfallecer en ninguna de las dos: fue el año de Parque jurásico y La lista de Schindler, la segunda de las cuales sólo desfallecía un
poco en la última hora de su largo metraje y en su algo vergonzoso final,
lastrado por un exceso de sentimentalismo que el director había logrado
mantener admirablemente a raya. Después llegarían algunos años tibios con
películas como Amistad o la muy irregular El mundo perdido, de la que sólo resulta destacable su divertido
clímax con un Tiranosaurio poniendo la ciudad de Nueva York patas arriba. Salvar al soldado Ryan, pese a un
sobrecogedor inicio y un buen desarrollo no consiguió esquivar el antipático y
hasta peligroso tufillo patriotero del que hacía gala en sus últimos minutos
hasta el punto de hacer olvidar a gran parte del público sus numerosas
virtudes. Con la fundación de la productora Dreamworks, Spielberg, ya algo
olvidado por un Hollywood que seguía nuevas sendas estilísticas, enfilaría la
más interesante de sus etapas, pese a carecer de películas de la talla de Tiburón, E.T. el extraterrestre o Indiana
Jones y el templo maldito. Fue entonces cuando llegaron, entre otras, Atrápame si puedes, Minority Report, el
injustamente despreciado remake de La Guerra de los mundos, la igualmente
excelente Munich, la cuarta y
esperemos que última entrega de la saga de Indiana Jones con la entretenida Indiana Jones y el reino de la calavera de
cristalo, más cercanas en el tiempo, la entretenida adaptación del cómic de
Hergé Tintín y la a veces algo
plúmbea pero otras interesante Lincoln.
La neutralidad de su estilo en sus momentos más bajos y el haber abierto la
caja de Pandora del entretenimiento más vacuo (aunque el día que aparezca un
realizador capaz de alcanzar sus niveles de fascinación al servicio de la nada
que alguien venga corriendo a contármelo), además de haberse transformado,
quizás involuntariamente, en un estándar estético y moral para el Hollywood más
antipático que siempre lo ha imitado sin, digan lo que digan, jamás alcanzarlo,
han hecho de Spielberg el blanco de las iras de una mayoría de críticos y
algunos espectadores que se unen con sus numerosos admiradores (bandos de los
que voy saltando una y otra vez dependiendo de la película) en un solo punto:
que para bien o para mal Steven Spielberg ha transformado el cine tal y como se
le conocía hasta que llegó, y probablemente también la cultura en la que
vivimos a través de él.
[3]Novela considerablemente mediocre, de idéntico nombre al film
tanto en su inglés original Jaws como
en su traducción al castellano, publicada en 1973 con gran éxito, se diferencia
notablemente del guión del film de Spielberg en muchos aspectos, algunos muy
llamativos como el proponer, además de la amenaza del escualo que prácticamente
queda en un segundo término, un triángulo amoroso entre la mujer de Brody, su
marido y Matt Hopper, que se acuesta con ella mientras trabaja con el Sheriff
para capturar a la bestia. Este fue uno de los aspectos más detestados por
Spielberg del original literario que nunca llegó a gustarle demasiado, pero hay
más. Además de este elemento, afortunadamente ausente en el film aunque sólo
sea por lo antipáticos que resultaban todos los personajes de la insulsa aunque
entretenida novela de Benchley, existía una trama que mezclaba mafia y
especulación a modo de justificación de la actitud del alcalde, que en el libro
no podía permitirse la pérdida de una temporada veraniega al completo por no
poder saldar la cuenta que tenía con un grupo mafioso local cuyas riquezas
habían permitido el rápido crecimiento de Amity. Otros cambios fueron la muerte
de Hopper en la jaula anti-tiburones, devorado por el tiburón blanco
protagonista contra el que no hay protección posible, la muerte de un mucho más
taciturno Quint arponeado accidentalmente y no devorado por la bestia como en
el film de Spielberg, y la del propio tiburón. A modo de curiosidad, Benchley,
que participó en el guión pero estuvo en profundo desacuerdo con muchos de los
cambios que aproximaban el resultado final a un escrito con más ecos de Moby Dick de Melville antes que al
original de Benchley que a pesar de sus reticencias (especialmente en la manera
en la que el escualo moría que le parecía ridícula aunque cambió de opinión al
ver que arrancaba los aplausos del público), aparece como periodista en el
film.
[4]El más importante de todos ellos fue sin duda el que el tiburón
mecánico (bautizado como Bruce en honor al abogado del director, de idéntico
nombre) no funcionaba ni a la de tres, en una ocasión debido a que un juguetón
George Lucas tuvo la buena idea de ponerse a saltar encima del escualo mecánico
hasta romperle la boca. Episodios como este retrasaron constantemente el
rodaje, obligando a Spielberg a tomar una decisión formal que probablemente
marcó su carrera al ser una de las piedras angulares del film que cimentó su
fama de Rey Midas: los planos subjetivos del tiburón bajo el agua para marcar
su presencia sin mostrarlo jamás al inicio del film. Sin esta decisión,
sabiamente tomada pese a ser una segunda opción respecto a lo planeado
inicialmente, Tiburón quizás sería
una buena película, pero difícilmente tan terrorífica y magistral como la que
acabó siendo.
[5]Y todo pese a que han existido numerosos ataques de escualos a
humanos, parece ser que estos se han dado por pura confusión ya que los
tiburones son efectivamente carnívoros pero no devoradores de hombres. Los
ataques a surfistas, por poner un ejemplo, se deben según los expertos a que
los animales confunden con focas o otros más habituales en su dieta a aquellos
que bracean remontando las olas sobre sus tablas. La película de Spielberg
logró indudablemente echar por tierra la presunta falta de malas intenciones de
los tiburones, sembrando la paranoia en el año de su estreno y en la vida de la
mayoría de sus espectadores sea cuando sea el momento de su visionado.
[6]Lo que debió llevar a Fidel Castro, admirador del film, a definir Tiburón como un “filme marxista. Muestra cómo los hombres de negocios pueden vender la
seguridad de sus ciudadanos antes que cerrar sus negocios ante la invasión de
los tiburones”. Y eso que el bueno de Spielberg no hace tanta sangre como
podría haber hecho teniendo en cuenta algunos aspectos del original literario
en el que se basa su película.
[7]En un detalle muy propio de su realizador que una y otra vez
parece presentar la unidad familiar como refugio y fuente de calor humano, la
acción de Tiburón pasa del terror a
la aventura, con la determinación del Sheriff a terminar con la amenaza del
escualo cuando este ataca la bahía en la que juega su hijo. Casualidad o no y
con la perspectiva de su filmografía vista desde la actualidad, no parece muy
descabellado el que este detalle sea un ejemplo más de esa idolatría por la
familia que en los mejores casos como en el que nos ocupa se presenta como un
lugar habitable y efectivamente cálido, y en otros, los peores, bajo las formas
más sentimentaloides y antipáticamente dogmáticas posibles.
[8]Escena que recuerda vagamente a La ventana indiscreta, película con la que la de Spielberg parece
contraer algunas deudas al menos en lo que a establecer el punto de vista como
origen de claustrofobia, paranoia e impotencia se refiere. Más allá de aquel
magnífico film protagonizada por James Stewart, otra película de Hitchcock
planea sobre la de Spielberg, aunque en este caso casi únicamente por parecido
temático: me refiero a Los pájaros
aunque desde una perspectiva formal muy diferente a la elegida por el director
de Psicosis.
[9]Al respecto, les recomiendo a los interesados el texto escrito por
Roberto Cueto sobre la música de Tiburón
y su uso en el film de Spielberg en el libro de escrito prácticamente en su
totalidad por Ángel Sala titulado Tiburón
sobre la película que nos ocupa, y que representa a mi modo de ver el mejor y
más completo estudio sobre este film que he tenido la oportunidad de leer. De
su lectura he extraído la mayoría de las notas al pie que pueden encontrarse en
esta entrada.
[10]Dentro de las numerosas lecturas que una película puede (y
debería) recibir existe una sobre Tiburón,
la sociológica, que resulta bastante interesante. Si Brody representa la
“normalidad” (o el Orden, ya que estamos), Hopper resulta un buen ejemplo de
intelectual urbanita que la interpretación de Richard Dreyfuss distancia del
sabihondo en el que muy fácilmente podría haber caído el personaje, y Quint
representa no sólo el outsider ni la figura que representa una masculinidad a
decir del film de Spielberg más trasnochada, sino el que queda atrás al ser el
único de los tres que encuentra la muerte en la película… Lo que para muchos no
es sino la confirmación de que una nueva tipología social y de clase alta
aliada con el representante de la clase media (Brody) por encima de una
masculinidad y clase social destinada a desaparecer.
[11]Este excelente monólogo, realzado por la impresionante
interpretación de Robert Shaw como Quint, fue ideado por Howard Sackler,
ayudado por ese marcial corredor de fondo del Nuevo Hollywood llamado John
Milius y perfilado por el propio Robert Shaw, que era dramaturgo en sus horas
libres de su profesión como actor. La impresionante atmósfera del momento, a la
que no es ajeno en absoluto la realización de Spielberg ni las mudas
interpretaciones de Scheider y Dreyfuss, resulta aún más escalofriante al saber
que está inspirada en la historia real de los verdaderos supervivientes del
Indianápolis. Estos, algo alterados al conocer que su historia iba a aparecer
en Tiburón, prematuramente ofendidos
por la posibilidad de que se frivolizara en un film con su terrorífica tragedia
personal, acabaron por respetar la fidelidad a los hechos que dijeron mostraba
la película de Spielberg y la serenidad de la escena.
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