miércoles, 31 de julio de 2013

CANINO



Un trío de jóvenes hermanos, un chico (Christos Passalis) y dos chicas (Mary Tsoni y Aggeliki Papoulia), aniñados y de mirada perdida, hincan sus rodillas en el césped del jardín de la casa en la que viven ante la evaluadora mirada de su progenitor (un impertérrito Chrsitos Stergioglou) para, ya a cuatro patas, ladrar hasta desgañitarse. Se diría, dada la equívoca traducción literal al castellano del título original en griego Kyonodontas de este film de Yorgos Lanthimos[1], que la escena recién descrita representaría la culminación del proceso de humillación que transforma un grupo de seres humanos en un trío de personas de forma humanoide pero mentalidad y obediencia perrunas[2]. Y aunque esa es, vista la película al completo, una reduccionista pero posible lectura, no es más que uno de los ejemplos, tal vez el más esperpéntico, que ilustran el proceso de educación de los tres hermanos protagonistas en una película cuyo título hace referencia antes que a la acepción perruna del término, la que tiene que ver con la odontología. El Canino al que hace referencia el título es el falso pasaporte a la libertad que se encuentra en la boca de los jóvenes cautivos en su propio hogar, alineado con el resto de su impoluta dentadura, y cuyo desprendimiento supondría, de acuerdo con las palabras del autoritario cabeza de familia, prueba irrefutable de tener la madurez necesaria para abandonar la casa en la que los tres hermanos han vivido desde que llegaron a este mundo. Un mundo que en su caso se ve reducido a la luminosa casa por la que deambulan arriba y abajo sin propósito alguno y al espléndido jardín en el que cumplen sus tareas aplicadamente en aras de ganar el anhelado premio concedido por sus padres a su buena conducta consistente en… pegatinas.

Ilustrado por las asépticas pero en absoluto descuidadas imágenes pergeñadas por Lanthimos y su equipo, el guión de Canino, escrito por el propio Lanthimos y Efthimis Filippou, muestra sus cartas desde su desconcertante  inicio que poco a poco va tomando forma en la mente del espectador a medida que la película avanza durante su desarrollo: mostrando primero al trío de jóvenes jugando (como tantas veces les veremos hacer, corroborando su apariencia de adultos aniñados ignorantes de que un avión que surca el cielo es pequeño en tamaño a sus ojos debido a la distancia y no porque esas sean su auténticas proporciones) a un macabro reto de resistencia consistente en ver quien de los tres soporta durante más tiempo el poner la mano bajo un chorro de agua ardiendo, y luego al padre de todos ellos transportando a una mujer con la cara tapada hasta la casa en la que tiene lugar gran parte, aunque de forma muy significativa no en su totalidad, de la película. Porque la historia de Canino no se articula desde la subjetividad de sus personajes, ni como un retrato psicológico de los mismos más allá de lo que pueda deducirse de lo que las imágenes muestran, ni se plantea con ánimo de crear una escalada de tensión que el realizador se niega a liberar. No hay ánimo de sorpresa en sus giros, aunque Canino resulta un film considerablemente original: todo se muestra y nada se encubre para tirar de la manta más tarde en la película, podándola de toda emoción ya desde la forma en que el guión se plasma en imágenes y sonido. El estatismo de la mayoría de sus encuadres, la ausencia de música que pueda subrayar cualquier emoción o muy especialmente la distancia que provocan unas interpretaciones hieráticas sobre unos personajes cuyas actitudes resultan considerablemente marcianas aunque perturbadoramente comprensibles, cristalizan en un film mucho más expositivo que explicativo; lo que no implica ni dejadez ni falta de elaboración formal. La composición interna de los planos, de ritmo pausado hasta en los momentos más tensos, que logra causar una inasible claustrofobia en algunos instantes, para en otros crear opresión a plena luz del día gracias a la distancia de la toma que hace de los jóvenes prisioneros de un entorno imperturbable y descomunal o la antinatural blancura de mobiliario del hogar y la ropa de los tres protagonistas crean una repelente atmósfera que conforma una soterrada violencia psicológica que ni siquiera en los salvajes instantes en que se traduce en violencia física, de una impresionante sequedad que las dota de un doloroso realismo, amén de ser la única manera de hacer explícito el sufrimiento en cuanto todo lo que sabemos en Canino, por ser un film expositivo, es lo que podemos ver y oír, puede entenderse como una liberación -pese a que los que la ejecutan demuestran una mayor capacidad emocional (completamente enfermiza, pero que al menos revela su existencia aunque sea de la peor de las maneras) que los que siguen ensimismados en su viciado estilo de vida- sino como una capa de locura más entre las muchas que sepultan a los personajes de Canino,  inconscientes de su precaria situación.

Así, Lanthimos no justifica ni condena sino que se limita a mostrar; aunque lo mostrado por la película acabe cayendo por su propio peso cuando la brutal y evidente represión a la que son sometidos los jóvenes empieza a provocar síntomas de una agresividad que la clínica puesta en escena del realizador desnuda hasta mostrarlos como patológicos, y muy destructivos, para los que los sufren, sin comprender los males que los aquejan. El proceso de desmoronamiento de la cordura de la Hermana Mayor (llamada así por ser la mayor de los tres hermanos y no tener permitido ninguno de ellos el tener un nombre propio más allá del que define su rol familiar) se muestra así, y en un entorno tan perturbado y autoritario como el mostrado en la película, como la más certera muestra de despertar vital posible en los habitantes de la casa, dando lugar a la violencia contra propios y extraños allí donde los padres creían haberla erradicado al aislar a su prole en una artificial burbuja hecha de mentiras y falsos mitos que evitan por puro terror la natural huida de los hijos a explorar lo que queda más allá de las grandes vallas, aislando a sus habitantes y permitiendo inventar un mundo de fantasía a placer sabiendo que jamás será comprobado por sus espantados retoños. Todo lo que pueda recordar al mundo externo es demonizado o, mediante una constante, y preocupante por reconocible, perversión del lenguaje, tergiversado hasta hacer única referencia a lo que ocurre dentro del hogar: teléfono da nombre a lo que entendemos por salero, mar se convierte por obra y gracia de la maquiavélica imaginación paterna en un cómodo sofá como el que hay en el comedor, el televisor únicamente puede ser encendido para ver vídeos caseros que ilustran la felicidad cotidiana de la familia, y las sesiones musicales en idiomas ajenos e incomprensibles para los tres jóvenes criados en su griego natal son filtrados por un omnipresente (y de rasgos omnipotentes a ojos del resto de la familia) padre que transforma un tema cantado por el carismático golfo de Frank Sinatra en una apología no ya de la familia en general, sino de la enclaustrada y viciada felicidad de la propia.

Resulta harto curioso, y muy revelador en un contexto como este, el que los guionistas del film concedan la condición de abrasivo contrapunto al autoritarismo del orden asexual, con un ocasional incesto en aras de la seguridad a ultranza, y tremendamente represivo a todos los niveles, a la aparición de unas cintas de vídeo cuyas películas grabadas abonen la semilla de la curiosidad que anida en la Hermana mayor, diríase que como consecuencia de una vitalidad (y sexualidad) podrida que busca desesperadamente algo a lo que agarrarse para sobrevivir a la asfixia. No son películas de “arte y ensayo” las que obtienen la categoría de forma de expresión, a modo de insuficiente catarsis, de la cada vez menos soterrada violencia reprimida que tanto sorprende por su crudeza, muy cerca de la expresión de una naturaleza al borde de la locura por inanición, como tampoco es, pese a algunos recursos estilísticos que puedan hacer pensar lo contrario, Canino una película hecha desde una prototípica mentalidad “artística” que se dedica a pergeñar parábolas sociales desde una torre de marfil[3].

Más allá de un sentido del humor que juega con lo oscuramente ridículo de algunas situaciones y lo relativamente surrealista de su planteamiento, si algo sorprende, y para bien, en Canino, es por un lado su absoluta falta de pretensiones derivada de una historia lineal y sencilla por lo reducido de su desarrollo. Y por otro, lo que se erige como su verdadera razón de ser: su condición de parábola que tiene eco a este lado de la pantalla dotándola de un interés que esquiva toda posibilidad de aburrimiento en la que podría haber caído dado lo reducido de su historia pese a la variedad de situaciones que ilustran una misma idea de fondo. El film de Yorgos Lanthimos no hace, porque difícilmente podría, bandera de múltiples lecturas de lo que ocurre ante los ojos del espectador, sino más concretamente de a que se refiere la película y el debate que de ella puede surgir. Así, Canino muestra con una ligereza y un dinamismo encomiable a un familia que ha creado un entorno tan artificial para sus sobreprotegidos retoños como pernicioso para su desarrollo emocional y mental, pero su eco resuena en cualquier conflicto presente en relaciones paterno filiales que impliquen confianza ciega (y voluntaria) en la palabra de los progenitores, en las que atañen a individuo y sociedad, y muy especialmente, y de forma perturbadora por lo global de su conflicto entre seres humanos y un entorno cultural del que son (somos) prisioneros creyéndose hombres y mujeres libres, cuestionando de paso la posibilidad de lograr una vida que no se comprenda en términos culturales creados anteriormente y presentados como inamovibles[4] que alimentan una percepción endogámica hasta el aborrecimiento. La neolengua de tintes orwellianos que afecta a todo aquello que tiene que ver con el mundo exterior o cualquier forma de establecer contacto con él, la creación de un enemigo común (el gato, convertido en un monstruo asesino de proporciones míticas) como manera de compactar la unión entre los que viven en la casa y su entorno seguro, la absurda meritocracia que premia con algo tan absurdo como pegatinas o calcomanías la buena conducta o la victoria en pruebas igualmente ridículas con el ánimo no se sabe si de espolear la competitividad entre hermanos o para tenerlos entretenidos, o la filtración por parte del cabeza de familia de todo lo que pueda colarse inesperadamente en el interior de su hogar a modo de ingenioso y cruel tecnócrata serían suficientes para poner en guardia al espectador y hacerle dudar de su propio sentido de la realidad y de lo voluble e insatisfactorio (e inadvertido) que puede ser al encontrarse lejos del control de uno mismo, aunque sea siempre bajo el infantil y equívoco argumento que asegura que todo lo anterior es por “su propio bien”.

Pero es la distancia clínica tomada por Lanthimos la que convierte Canino en un film de tesis sobreponiendo el análisis a la emotividad, narrativamente tan competente como el que más, que esquiva el esperpento en el que fácilmente podría haber caído si hubiese aportado algo más de proximidad a su propuesta sin por ello esterilizar -más bien al contrario- su sentido del humor, y capaz de generar, además de las emociones que puedan despertar algunas de sus imágenes, otras mucho más perturbadoras que surgen de las ideas que expone esta película y que tienen que ver con nuestro mundo a este lado de la pantalla, con crisis económica (y general) o sin ella. Su desapego provoca una distancia con la que el análisis de la situación es más sencillo y fácil de asumir para el espectador, pero también mucho más identificable como propio, además de evitar cualquier amago de simpatía que uno pueda sentir para con el enfermizo sentimiento de protección, pero sentimiento de protección al fin y al cabo, por parte de las figuras paternas que actúan de bienpensantes conspiradores contra sus hijos, a los que tampoco puede uno tomar cariño pese a lo próximos que pueden llegar a ser, desde el instante en que la prohibición de tener nombre propio y la absoluta falta de psicologismos (aunque no de psicología y psiquiatría de las que la película no anda falta en absoluto) que se desprende de su deshumanización, los aboca a la condición de arquetipos tan intercambiables con su público como lo son las posibles referencias a las que apunta el film antes comentadas.

Podrá achacársele a Canino numerosas limitaciones como el personaje de Christina (Anna Kalaitzidou) que es introducida por el padre en la casa para solazar las necesidades sexuales -vistas por el cabeza de familia con la misma aséptica frialdad con la que contempla una película pornográfica junto a su desapasionada esposa- de su hijo, en una extraña muestra de machismo que no va mucho más allá, siendo una incomprensible falta de seguridad por parte de un hombre que parece tenerlo todo medido al milímetro en lo que a lo que entra y sale de la casa se refiere y que representa el único elemento del guión que puede no encajar dentro de un conjunto inteligente por contenido y poco dado a la espectacularidad, más aún cuando la presencia de la mujer desencadena las ansias de libertad de la Hermana Mayor. O, más especialmente, el que la frontalidad de su discurso y su forma de ponerlo en imágenes y sonido deje poco lugar a dudas sobre sus intenciones, pese a la amplitud de campos a los que puede aplicarse su parábola. Pero es precisamente su claridad y falta de rodeos las que hacen de Canino el lúcido e inequívoco retrato, de tono estimulantemente amorfo y fondo no por obvio menos enervante, de un sistema cultural, a mayor o menor escala, ya sea a nivel social o familiar, insostenible y malsano (¿e inevitable?) que coartan la vida impidiendo que se desarrolle en la plenitud que se merece.

Título: Κυνόδοντας. Dirección: Yorgos Lanthimos. Guión: Yorgos Lanthimos y Efthymis Filippou. Producción: Iraklis Mavroidis, Athina Rachel Tsangari y Giorgos Tsourianis. Dirección de fotografía: Thimios Bakatatatis. Montaje: Yorgos Mavropsaridis. Año: 2009.
Intérpretes: Chrsitos Stergioglou (Padre), Michele Valley (Madre), Aggeliki Papoulia (Hija mayor), Mary Tsoni (Hija menor), Christos Passalis (Hijo), Anna Kalaitzidou (Christina).


[1]Nacido en Atenas en 1973, el que a día de hoy se considera una de las promesas del nuevo cine griego (cuestión sobre la que no puedo pronunciarme por no conocer ni el nuevo ni el, a excepción del desaparecido Theo Angelopoulos, viejo cine griego), estudió dirección de cine y televisión en la Escuela de Cine de Atenas. Su trabajo de más alcance mediático hasta la fecha ha sido sin duda el haber formado parte del equipo creativo que diseñó la apertura y clausura de los Juegos Olímpicos de 2004 que tuvieron lugar en su ciudad natal. En su curriculum puede encontrarse desde obras de teatro y videodanza hasta numerosos spots televisivos. Su primer trabajo como realizador fue Mi mejor amigo, de 2001, que co-dirigió junto con Lakis Lazopoulos, para dar el pistoletazo de salida como director de largometrajes con Kinétta en el año 2005. Tras ella y cuatro años después, llegaría el film Canino que nos ocupa, producida por el Centro de Cinematografía Griego y aportaciones económicas hechas por particulares, y que lo situó como joven promesa del cine al ganar el Premio Una Cierta Mirada del Festival de Cannes ese mismo año, además del Premio Ciudadano Kane y Jurat Jove del Festival de Cine de Sitges. En el año 2011, Lanthinos regresaría con Alps, de la que, como me ocurre con su ópera prima, nada puedo decir por no haber tenido la oportunidad de verla. Visto el panorama económico en el país, quién sabe cuando volveremos a saber del cine de Lanthimos…

[2]Una escena del film, algo deslavazada en lo que a desarrollo de la trama se refiere pero muy valiosa en cuanto explica a modo de parábola lo que está sucediendo en la casa, podría respaldar esta reduccionista teoría. Me refiero a la que muestra al cabeza de familia, gran amante de los perros, charlando con un adiestrador canino sobre como el proceso educativo puede convertir a su perro en “su mejor amigo” o “su servidor”, culminando la escena con la imagen de un perro que se niega a acatar las órdenes del adiestrador ¿a modo de premonición?.

[3]Pese a que el tono del film de Lanthimos está más cerca de las surrealistas maneras de un Luís Buñuel sobre un fondo que recuerda en una vertiente muy descafeinada al Pier Paolo Pasolini de Saló o los 120 días de Sodoma, las películas elegidas por los guionistas resultan ser un Rocky IV revelado por sus constantes referencias a Apollo Creed y al propio balboa interpretado por Sylvester Stallone y la obra maestra de Steven Spielberg Tiburón. En este último caso se hace plausible la violencia reprimida que alberga la Hermana mayor en su interior al recitar textualmente las líneas de diálogo de Richard Dreyfuss en el film sobre el tiburón devorador de hombres mientras se dedica a imitar al escualo atacando a su hermano con infantil y inquietante salvajismo. En el caso de Rocky IV, la violencia se dirime en términos más masoquistas, al imitar en la soledad de su habitación a Stallone siendo golpeado y fingiendo escupir sangre a cada puñetazo que recibía Balboa en el ring en la cuarta entrega de la saga.

[4]Pese a que la idea de Canino germinó en la mente de Lanthimos durante una velada con unos amigos con hijos que a decir del realizador parecían estar sobreprotegidos. Aunque afortunadamente Canino puede leerse tal y como su máximo responsable se planteó en su inicio pero también, como ocurre con las buenas películas de tesis, de otras y más variadas maneras.

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