“No hay héroes. Sólo hombres que cumplen órdenes”. Estas palabras, puestas en boca de un sargento de policía
durante el traslado de un reducido grupo de reos camino de la prisión de la
que, en los casos más afortunados, no volverán a salir en un largo periodo de
tiempo, parecen haber hecho, ya desde su segunda película, las veces de
revulsivo para el grueso de personajes que han ido poblando progresivamente el
cine del director norteamericano John Carpenter[1].
La figura del Maverick, el rebelde
con loables principios puramente norteamericanos, representa ese antagonismo
establecido en esa línea de diálogo que perjura que el héroe debe enfrentarse
al status quo y reivindicar su autonomía como única manera de establecer su
heroicidad. Filosofía que ha vertebrado de cabo a rabo tanto la galería de
personajes rebeldes de Carpenter como su propia filmografía en relación con una
forma de entender -y rodar- cine progresivamente aislada de modas y tendencias
imperantes, y que en Asalto a la
comisaría del distrito 13 se ve encarnado en Napoleón Wilson (Darwin
Jonston), primo hermano de los Serpiente Plissken y John Nada[2]
que aún estaban por llegar; un hombre cuyo delito, al igual que su apodo, jamás
nos será explicado, aunque sí su condena. Su traslado a la celda de la que
jamás saldrá es una de las tres historias que coincidirán en la comisaría al
borde de la clausura en que tiene lugar el grueso y parte más interesante de Asalto a la comisaría del distrito 13[3]. Mientras Wilson es trasladado entre
poses bravuconas y una retórica resultona del que se sabe mito viviente para
los que lo rodean, otro hombre, el Teniente Ethan Bishop (Austin Stoker), es
mandado por sus superiores a la comisaría a punto de cierre a modo de
supervisión y cumplimiento de todos los requisitos legales necesarios. Pero lo
que leído hasta aquí puede parecer la descripción de los prolegómenos de un
enfrentamiento entre dos hombres a ambos lados de la ley, se ve perturbado por
la trama que espesa el tono y da peso a Asalto
a la comisaría del distrito 13 en su conjunto, siendo además la primera en
aparecer en la película sin nunca abandonarla durante un primer tramo en el que
ejerce de turbio rumor de fondo que va anegándolo todo a su paso.
Este film
dirigido por un cuasi primerizo John Carpenter da comienzo con un inmisericorde
tiroteo por parte de la policía local de Los Ángeles, presentada como un lugar
desolado y desértico, contra una banda de delincuentes que caen como moscas
bajo las balas de unas armas sin rostro, sólo identificadas como la “autoridad”
ciudadana por una voz que pide a los pandilleros que depongan sus armas antes
de acribillarlos. Lo abstracto de la planificación, mostrando a los maleantes
cayendo uno por uno en la encerrona pero nunca a sus verdugos en un proceso de
deshumanización que al tiempo se erigirá como el recurso narrativo más
interesante y jugoso del film, son sólo un avance de lo que está por venir. En
la secuencia siguiente, un grupúsculo de pandilleros jura venganza por los
compañeros caídos llevando a cabo un pacto de sangre con visos de ritual,
recogido por un Carpenter tan distanciado y desapasionado como lo parecen los
propios maleantes para con su dolor. Así, a la frialdad expositiva/narrativa de
esta trama, despojada de todo elemento dramático ya sea desde su distante
planificación como sobretodo una dirección de actores basada en el hieratismo
puro y duro, situada cronológicamente la primera dentro de la narración de Asalto a la comisaría del distrito 13,
condiciona sobremanera las otras dos, más que humanas, mucho más cinematográficas que la referente al
proceso vengativo de las bandas callejeras que asolan Los Ángeles, despojadas
de toda humanidad y brutalmente desdramatizadas.
Porque la
humanidad de los personajes de Asalto a
la comisaría del distrito 13, al menos en su primera mitad, se dirime bajo
códigos más referenciales que “realistas”, aunque situar la acción en una
barriada de Los Ángeles, recalcar a modo casi documental la hora y el lugar en
que la acción tiene lugar, acentuando la inexorabilidad del tiempo que en el
que se masca la tragedia, y el tratamiento de la batalla campal que se da entre
el frente razonable de la película, comprendido por policías y delincuentes, y
lo absolutamente irracional, con las deshumanizadas bandas callejeras dotadas
de una pasmosa frialdad en su violencia contra todo y todos, sitúe el film en
el contexto cultural propio del 1976 en que la película se estrenó, con la
resaca de la espuria -y muy valiosa- ilusión de los sesenta, dando paso a un
panorama socialmente desolado, y con constantes brotes de violencia de
motivación incomprensible para parte de la ciudadanía. Pero, como decía, los
modelos de los que bebe Asalto a la
comisaría del distrito 13 responden a todas luces a los arquetipos propios
del western, transplantados a un
degradado entorno urbano tan desértico y sin ley como cualquiera de los
retratados en las películas que culminaban con un duelo a muerte en su calle
principal[4],
con sus personajes de un trazo y un par de frases de acompañamiento que los
definan en su rudeza y principios en un mundo carente por absoluto de los
segundos, arquetipos perfectamente asumidos por los personajes del Teniente
Bishop y Napoleón Wilson. Ambos hombres, reservadamente integrado en su papel
de (justo) agente del orden el primero, un razonable fuera de la ley el
segundo, se enfrentan desde esa palestra genérica más o menos reconocible a los
abisales pandilleros que deambulan por las calles encañonando con armas de
asalto a los transeúntes, desconocedores de estar literalmente en el punto de
mira de un grupo de hombres cuyo único objetivo parece ser el de destruir[5].
Quizás de manera involuntaria, los planos hechos desde la mirilla que va
mostrando a las víctimas potenciales de los asesinos que deambulan por las
calles muestran mendigos que son “perdonados” por los pandilleros, cuya
atención es reclamada por la armoniosa música del camión de los helados, que
será el escenario en que tendrá lugar la primera matanza por parte de los
inhumanos homicidas, potenciando más aún su carácter vengativo y casi
sobrenatural al cebarse en todos aquellos elementos que no parecen haber sido
consumidos por la pobreza y la degradación del entorno en el que viven.
Y es este
elemento del film el que resulta indudablemente más interesante, y también el
que Carpenter resuelve mejor. La célebre escena en que uno de los pandilleros
dispara a bocajarro contra una niña que tiene la mala fortuna de querer un
helado en más inoportuno de los momentos, no sólo resulta un magnífico golpe
bajo a la atención del espectador, ni sirve únicamente como brutal sopapo
emocional en cuanto es la única muerte de la película en la que la sangre
salpica la sensibilidad del público[6],
también es la culminación de la deshumanización absoluta tratada con una muy
inquietante frialdad, del retrato del Mal, un par de años antes de que
Carpenter rodara su obra magna sobre el tema, y bajo parámetros expresivos muy
similares, con La noche de Halloween
y ocho después de que George A. Romero pusiera los puntales del retrato del mal
que plantea el film que nos ocupa con La
noche de los muertos vivientes[7],
que asola sin comerlo ni beberlo al hombre y la mujer contemporáneos, superados
por unas fuerzas cuya destructividad no puede entender pero que no deja de
extenderse como una mancha de aceite. La trabajada inquietud que corroe y
realza Asalto a la comisaría del distrito
13 se sostiene, efectivamente, en este puntal, pero es potenciado por un
Carpenter que en su papel de hombre orquesta se ocupa de las labores de
director, algo parco guionista, montador y autor de una banda sonora
inolvidable y exenta de una contagiosa falta de épica que infecta la lasitud
vital que se desprende de las imágenes del film. Una épica a la que, más por
desgracia que afortunadamente, Carpenter condensa en unos diálogos a veces
divertidos en cuanto ilustran el pasotismo de sus personajes y su desazón para
con las autoridades a las que supuestamente deben rendir pleitesía o sumisión,
pero que a veces son demasiados en número y lo peor de todo, diluyen
ocasionalmente una férrea atmósfera de tensión que transforma Asalto a la comisaría del distrito 13 en
un film de terror tan pronto como la noche cae sobre la ciudad de Los Ángeles.
Siguiendo con
el desarrollo del argumento, la muerte de la pequeña, excelentemente
planificada por Carpenter que se recrea no en el cadáver sino en la indiferente
reacción de su asesino que se gira para rematar al heladero como si nada
hubiese ocurrido ni tuviese la más mínima importancia, no queda impune. El
desolado padre que la acompañaba en su coche da caza, de forma elíptica, a los
maleantes hasta acabar con la vida del que asesinó a su hija convirtiéndose él
en presa del resto del grupo que en la oscuridad de la noche han pasado de
representantes de la Maldad bajo forma humana, a convertirse en abstractos
seres que ya ni parecen humanos. La búsqueda de refugio del aterrado hombre
hace confluir definitivamente las tres tramas cuando se esconde en la comisaría
a la que han ido a parar tanto el Teniente Bishop como Napoleón Wilson a ambos
lados de la reja carcelaria y ahí da comienzo el que desde siempre, pero en Asalto a la comisaría del distrito 13
por segunda vez en su carrera, ha sido uno de los fuertes del cine de
Carpenter: su tratamiento del espacio. Convertido en una ratonera incomunicada
del mundo exterior por su clausura y la toma del barrio que rodea el edificio
por el cada vez más numeroso pequeño ejército de maleantes, la destartalada comisaría de policía se erige
como una pequeña isla en la que, tras el primer ataque desde el exterior con
fusiles de asalto con silenciadores, un quinteto compuesto por cuatro hombres,
uno de ellos en estado catatónico, y dos mujeres deberán luchar por sus vidas
contra un enemigo que por disparar desde la distancia que otorgan las armas de
fuego parece invisible, y por tanto y en la oscuridad de la noche,
omnipresente. Los cadáveres con que se saldan los tiroteos desaparecen de la
calles con una velocidad sobrenatural para no levantar sospechas de los vecinos,
y los disparos ahogados por los silenciadores son el único rastro de una
violencia que se conoce por el público y los personajes del film, pero que
siembra una semilla de inquietud, de falsa paz a punto de estallar que dota de
un atmósfera de pesadillesca irrealidad al film muy conseguida. Este grado de
abstracción, de constante amenaza fuera de las cuatro paredes en las que el
grupo de supervivientes -compuesto a medias por los representantes de las
fuerzas del orden y los presos, todos ellos en la película del bando de la
razón- se ven obligados a unir fuerzas contra un enemigo mayor e insondable,
tiene su contrapartida en una realización que saca pecho en su retrato de una
palpable tensión que va reduciendo el espacio, sin perder nunca el pulso ni
acelerar el ritmo pausado que confiere un suspense al film sin el cual Asalto a la comisaría del distrito 13 no
sería lo mismo, del que disponen los personajes hasta reducirlo a un pequeño
sótano del que la única escapatoria es matar hasta morir a los pocos minutos de
haber empezado a disparar.
El montaje se
acelera pese a no romper nunca la temporalidad mediante elipsis, el perímetro
del plano, lleno de zonas oscuras, se encoge angustiosamente cediendo terreno a
lo que no se ve, a lo irracional que se corporeiza en las figuras que se
entrevén desde las agujereadas ventanas de la comisaría, tras unos a veces
demasiado largos tiroteos, desde una muy inquietante distancia que da la
impresión de que el edificio ha sido cercado por figuras de cera vivientes. La
batalla se vuelve en manos de un muy habilidoso (y espabilado, planteada de
esta manera Asalto a la comisaría del
distrito 13 resulta más barata de lo que sería hecha de manera más
convencional) John Carpenter, su por entonces temprano pero con la perspectiva
del tiempo enésimo enfrentamiento entre lo seguro y lo razonable por un lado y
lo que amenaza con destruirlo, en este caso y como otras veces no sólo en el
cine de Carpenter sino en también en el de muchos compañeros de generación y
género como el mencionado George A. Romero o Tobe Hopper con su algo anterior La matanza de Tejas, desde el interior
de la sociedad que se siente orgullosa de su orden sin ver que es la causa de
su propia monstruosidad.
Porque aunque
habrá quien acusará Asalto a la comisaría
del distrito 13 de fascista, por presentar las bandas que asolan Los
Ángeles, cuyos miembros son de una variedad racial considerable, de forma tan
deshumanizada que su amenaza no parece responder a motivos socio culturales o
económicos sino a la pura y simple Maldad, una turba salvaje que deberá ser
controlada desde, además, una comisaría de policía cuyas riendas son llevadas
por un teniente de la autoridad local… Pero Carpenter, una vez más, se muestra
bastante hábil en su agradecida socarronería de no dejar títere con cabeza: a
la petición de la niña que posteriormente caerá bajo las balas de los
pandilleros de preguntar a la policía sobre una dirección en concreto, su padre
descarta esa posibilidad y responde al comentario de la cría que asegura que su
maestra siempre dice que la policía está para ayudar que la maestra de su hija “hace mucho que no pone un pie en la calle”,
la violencia policial, pese a no faltar ejemplos positivos en sus filas al
igual que entre las de los delincuentes como Napoleón Wilson, es mostrada en
más de una ocasión con una impunidad que hace recelar de cualquier tipo de
autoridad que se jacte de tal en Asalto a
la comisaría del distrito 13. Y en un aspecto más revelador, por
encontrarse al principio del film, la venganza que motiva la guerrilla urbana
de los pandilleros tiene su origen en un acto de violencia puramente
institucional y a ojos del espectador completamente desmesurada, y además,
situada al inicio, antes que cualquier otra escena de violencia. Más aún, esa
violencia se muestra, como la de los francotiradores que acosan la comisaría
desde la lejanía, de forma completamente abstracta: sólo las armas de la
policía aparecen en plano en esa secuencia inicial, lo que combinado con todo
lo descrito hasta aquí se erige como la primera muestra del gran mal que asola
a los personajes y el mundo presentado por Asalto
a la comisaría del distrito 13: la identificación del origen del Mal en la
deshumanización, y viceversa. Este segundo largometraje en la carrera de
Carpenter no es un tratado sobre la banalidad del Mal explicado a través de la
colaboración de dos hombres, y aquellos que los siguen, que deben romper sus
respectivos roles sociales o lo que de ellos se espera para defenderse de una
amenaza fatalista que actúa con un fanatismo tan desapasionado que ni siquiera
parece darse cuenta de ello. Asalto a la
comisaría del distrito 13 no es un film de tesis, por mucho que puedan
extraerse reflexiones de ella. Su forma narrativa es su moral, siendo una
película de puro entretenimiento en el que la emoción puede llegar a despertar
la reflexión, importando por encima de todo contar una historia antes que dar
una (posible) lección sin que la segunda sea necesaria para disfrutar
plenamente el film, ni para comprender a un nivel sensitivo el enfrentamiento
entre lo concreto y racional y lo salvaje que late bajo la superficie.
Este elemento,
muy bien planteado y desarrollado por Carpenter, se encuentra perfectamente
integrado en un film carente de petulancia y de una férrea narrativa que en sus
mejores momentos logra ser muy emocionante y en la que todos los elementos
suman hasta convertirse en la película en sí más allá de ilustrar el guión,
aunque en sus peores, sobretodo debido a una sobrecarga de diálogos no siempre
rescatados por la ironía, se encalla y puede parecer algo artificiosa por sonar
demasiado rimbombantes (llevándose la palma en este aspecto el conato de una imposible
historia de amor metido con calzador) en un contexto tremendamente sobrio.
Carpenter es un director apasionante, pero dista mucho de ser un realizador
pasional: la frialdad que se desprende de su cine en cuanto antes con
arquetipos que con seres humanos de carne y hueso, que sufren una violencia por
la que nadie (o casi nadie) derrama una lágrima ni una visible gota de sangre, más
aún cuando los actores, pese a no hacerlo nada mal, no siempre logran dotar de
vida sus papeles, se contrarresta con sus enormes capacidades como narrador y
creador de atmósferas con los mínimos elementos expresivos heredados de un
clasicismo[8]
que en Asalto a la comisaría del distrito
13 se ve algo perturbado por recursos propios del cine de terror moderno y
por su mixtura genérica propia de los Nuevos Cines, pero que hace la narrativa
de esta película, una especialmente transparente, sin salidas de tono ni
manierismos formales que en las escasas ocasiones en que aparecen, aproximan al
film de Carpenter al producto barato del que Asalto a la comisaría del distrito 13 sólo tiene en común lo
limitado de sus recursos económicos y su falta de pretensiones. El talento de
Carpenter, sazonado por un (siempre) sano aire contestatario muy propio y
añorable de algunos cineastas de su generación, permite que Asalto a la comisaría del distrito 13
sea algo más que un ejercicio de estilo, y alcance la categoría de entretenidísima
película de acción, horror, y western
urbano sin que se noten las costuras entre uno y otro género, amén de ser un
estupendo borrador del cine posterior de un realizador capaz de mantenerse en
sus trece, progresivamente alérgico a las modas y que, en aquel 1976, aún
estaba por proporcionar sus mejores películas pese a haber puesto sobre la mesa,
y ya en este film, sus temas predilectos y sus miedos más reconocibles que, aún
a día de hoy y probablemente también de mañana, no dejan de ser los nuestros.
Título: Assault on precinct 13. Dirección y guión: John Carpenter. Producción:
J.S. Kaplan. Fotografía: Douglas
Knapp. Montaje: John T. Chance (en
realidad, John Carpenter bajo seudónimo). Música: John Carpenter. Año: 1976.
Intérpretes: Austin Stoker (Ethan Bishop),
Darwin Joston (Napoleón Wilson), Laurie Zimmer (Leigh), Nancy Kyes (Julie),
Frank Doubleday (Señor de la Guerra Blanco).
[1]Habitual de este blog, John Howard Carpenter nació el 16 de enero
de 1948 en Nueva York, aunque su adolescencia transcurrió en Kentucky ya que su
padre, profesor de música, comenzó a dar clases en la Universidad de ese estado
del sur, en el que Carpenter asegura haber aprendido todo lo malo de la
humanidad que más tarde iría mostrando en sus filmes cargados de una visión del
mundo pesimista y rayando en lo nihilista. Fue su padre, mientras devoraba
revistas sobre cine de horror, literatura considerada “barata”, y se aficionaba
al cine rindiendo pleitesía al género del western, el que le inculcó el
gusanillo de lo contestatario al enseñarle a no creer nada ni nadie sin
cuestionarlo, ni siquiera a él mismo. Tras fundar su propia revista sobre cine
fantástico y terror y rodar varios cortos en Super 8, ingresaría en la USC en
1968, recibiendo clases de gente como Orson Welles o un joven Roman Polanski,
para salir de allí con un Oscar bajo el brazo por su cortometraje The resurrection of Broncho Billy en
1970, ambientado en ese mismo año y sobre un chaval que se cree el mismísimo Bronco Billy… Además de este
galardón, que sus compañeros de clase aseguran que Carpenter asumió como quien
oye llover, el director de Asalto a la
comisaría del distrito 13 se alió con el que sería uno de sus grandes
amigos de la Universidad: Dan O’Bannon, incansable corredor de fondo del cine
fantástico y de terror de los setenta y ochenta y a cuya imaginación se debe
algunos de los fragmentos más memorables del guión de Alien: el octavo pasajero, o la ópera prima de Carpenter Dark Star, una cochambrosa pero
divertida parodia del cine de ciencia ficción que sirvió como carta de
presentación del cerebral director para tomar las riendas de proyectos mayores
mientras rompía su relación con el más caótico O’Bannon. Tras el éxito de
público y crítica de Asalto a la
comisaría del distrito 13 llegaría su película más célebre: La noche de Halloween, comentada en este
blog a finales del mes de octubre del pasado año coincidiendo con dicha
festividad anglosajona, un monumental éxito de taquilla que tras unas primeras
reseñas desfavorables consiguió el espaldarazo de la crítica. Poco después
llegarían la atmosférica y con momentos logrados pero a la postre bastante
aburrida La niebla, otro film con
marcados aires de western que
empezaría a perfilar el antihéroe de vuelta de todo, rudo y fumador que
Carpenter haría protagonista de sus películas una y otra vez con 1997:
rescate en Nueva York (comentada aquí en el mes de agosto de 2012) y uno de
sus mejores filmes: La cosa, en 1982,
durante el rodaje de la cual Carpenter contraería un cáncer de piel que
mantiene a raya. El fracaso de su pesimista historia con extraterrestre a bordo
el mismo año en que Spielberg batía récords de taquilla con otro bastante más
afable en su clásica y igualmente magnífica E.T.
El extraterrestre, llevó a Carpenter a echar mano del escritor de moda del
momento, Stephen King, y adaptar su buena novela Christine. De esta entretenida película cabría destacar sus efectos
especiales, algunos momentos más o menos afortunados, y por encima de todo una
maravillosa banda sonora hecha de temas clásicos del rock and roll y el soul de
los cincuenta, sesenta y setenta que realzan esta película menor dentro de su
filmografía, y la primera de todas ellas hecha por encargo. Carpenter
intentaría llegar al corazón de un público que le estaba volviendo la espalda
con la algo desabrida Starman,
protagonizada por un Jeff Bridges emulando en intenciones al extraterrestre
perdido de Spielberg, aunque lejos del sentido de la maravilla de este último,
con algún punto ideológicamente más punzante para según que sectores de la
población como la capacidad del extraterrestre de interrumpir un embarazo si
así lo desea la mujer (una como siempre guapísima Karen Allen) que lo acompaña.
La ya clásica Golpe en la pequeña china,
podría verse como otro acercamiento al cine de Spielberg y su Indiana Jones,
pero el tono más canallesco, la presencia de Kurt Russell y su gozoso sentido
del espectáculo exento de dramatismo pero lleno de una imaginación más propia
del cómic que de lo cinematográfico le confiere una muy curiosa personalidad,
amén de ser una divertidísima película. El
príncipe de las tinieblas sería su siguiente proyecto, de nuevo
perteneciente al género de horror y con muchos elementos en común con Asalto a la comisaría del distrito 13, La
noche de Halloween o La cosa,
aunque con resultados algo irregulares pese al buen nivel general. Su siguiente
película, Están vivos, se erige como
un retorno al Carpenter más socarrón que se iría dando con cada vez más
frecuencia desde entonces. Dotada de un muy ácido sentido del humor, refleja un
lamentable estado de las cosas casi profético sin otro propósito que el de
entretener con una falta de épica y grandilocuencia que la colocan en un
espacio aparte dentro del fascistoide cine de acción made in usa que sospechosamente pobló las carteleras durante la era
Reagan. Cuatro años más tarde, en 1992, llegaría la olvidable Memorias de un hombre invisible pero en
1995 Carpenter recuperaría parte del crédito con la magnífica y lovecraftiana En la boca del miedo, con un excelente
guión no siempre correspondido por un Carpenter más convencional en lo visual
de lo esperado. Todo lo contrario de lo que ocurriría con El pueblo de los malditos, remake
del original filmado por Wolf Rilla y un film gélido con ideas geniales poco
desarrolladas en un conjunto algo frustrante pese a sus momentos de interés.
1996 sería el año en que Serpiente Plissken volvería a las andadas en la
divertidísima 2013: rescate en L.A.,
comentada en este blog en el mes de enero de este año, sátira de y con acción
de los estúpidos males de la sociedad americana del finales de siglo y con un
maravilloso final, amén de un dinamismo endiablado y una agradable cutrez que
la eleva por encima de su falta de pretensiones. Dos años más tarde llegaría la
que en mi solitaria opinión considero uno de sus mejores films: Vampiros de John Carpenter, enésimo western apócrifo mucho más próximo a una
versión “limpia” de Sam Peckinpah que a Bram Stoker poblado de vampiros y con
un James Woods que consigue levantar junto con un Carpenter en plena forma un
guión bastante lamentable. Esta despreciada joya sería seguida de la risible y
desgraciadamente por ello disfrutable Fantasmas
de Marte, de la que sólo algunos instantes se salvan de ser pasto del
cachondeo del público pese a ser indudable que sólo Carpenter podría haberse atrevido
a hacer un film como aquel de esa manera. Tras al menos una loable incursión en
el mundo de la televisión en el programa/serial Masters of Horror con El fin
del mundo en 35 mm.
(y la existencia de otras dos pertenecientes a la segunda temporada de
dicha serie que no he tenido la oportunidad de ver), el último film de
Carpenter hasta la fecha es la algo frustrante pero con algún elemento de
interés Encerrada, estrenada
directamente en formato doméstico en nuestro país, y que recoge algunos de sus
temas habituales pero con un saldo bastante menos excitante de costumbre además
de, cosa rara, tener una banda sonora original no firmada por el propio
director, como casi siempre ha sido. Su estilo se ha ido manteniendo durante
los años en los cánones de un admirado clasicismo en el que se ha atrincherado
como personal manera de entender el cine a través del que ejerce una cínica, y
a día de hoy políticamente incorrecta, mirada sobre el mundo, afortunadamente
alejada de la imagen de “artista” que se le podría presuponer a alguien que
firma sus filmes con la coletilla “de
John Carpenter”, no por acertada menos orientada a lo comercial usando su
nombre como reclamo de un realizador que, agradable sorpresa, se considera un
artesano y no un artista.
[2]Lacónicos rebeldes con causa protagonistas de 1997: rescate en Nueva York, 2013: rescate en L.A. por un lado y Están vivos por el otro respectivamente.
En el caso de Plissken, su gusto por el tabaco lo emparenta en frase con
Napoleón Wilson, que se presenta a quien quiera escucharle pidiéndole un
cigarrillo a modo de despreocupado desafío.
[3]Y que curiosamente y como se dice durante el film es la comisaría
número 9 y no la 13, pero el productor, tras un tanteo con los distribuidores,
creyó que el número 13 resultaría más ominoso en el título.
[4]De forma confesa, Asalto a
la comisaría del distrito 13 es un remake
de Río bravo de Howard Hawks,
director que ejerció una capital influencia sobre Carpenter hasta el punto en
que este último se considera por muchos un realizador hawksiano. El propio realizador utilizaría el nombre del personaje
de John Wayne en la película de Hawks, John T. Chance, para firmar el montaje
de Asalto a la comisaría del distrito 13.
Hawks haría un remake de su propia película con El dorado, y el film de Carpenter que nos ocupa tendría igualmente
su remake, llamado Asalto a la comisaría 13, protagonizada
por Ethan Hawke y Laurence Fishburne bajo la batuta de Jan François Richet en
el año 2005, con resultados olvidados al finalizar su visionado. Su retrato de
un grupo de hombres y mujeres de ambos lados de la ley obligados a entenderse
situando la acción en un espacio reducido recuerda considerablemente al
clasicismo de Hawks perfectamente heredado por un Carpenter que no obvia hasta
otro lugar común del realizador de Río
bravo, la figura de las llamadas no sin paternalismo mujeres fuertes, capaces de empuñar una arma con similar resolución
a la de cualquier hombre para salvar la piel.
[5]Frank Doubleday, la cara más reconocible de los asépticos asesinos
de Asalto a la comisaría del distrito 13,
aseguró que en el film no hacía su habitual papel de hombre con una pistola
sino que, en este caso, interpretaba a un hombre que es una pistola.
[6]En su primer montaje destinado a mostrar el trabajo hecho a los distribuidores
y que habría definido la calificación moral del film, Carpenter eliminó el
plano en que la niña recibe el disparo y así dribló la segura calificación “x”
que habría acabado con las posibilidades comerciales del film desde el inicio
al relegarla a un reducidísimo circuito de distribución… Aunque Carpenter
volvió a montar la escena hasta los resultados que hoy conocemos para su
estreno, cuando ya era demasiado tarde echarse atrás. Las ampollas que levantó
entre parte del público confirman la efectividad (y comercialidad, por morbo)
de la escena y muchos (entre ellos Dan O’Bannon, que se enfadó
considerablemente al verla) han acusado a Carpenter, no sin cierta razón, de
usar los recursos más barriobajeros del cine de explotación para llamar la atención
sobre su trabajo, aunque ello no merma en absoluto el resultado final de una
escena excelente y rematadamente tensa que sin dicho plano no sería ni de lejos
la misma. El realizador asegura que de poder volver atrás habría retirado el
infame plano del montaje en salas tal y como los distribuidores creyeron…
algunos lo dudamos.
[7]Más de un elemento tienen en común la imprescindible película de
George A. Romero que redefiniría la figura del zombie y sus circunstancias con La noche de los muertos vivientes, y Asalto a la comisaría del distrito 13.
El film seminal de Romero, fechado en el turbulento 1968 fue visto por un
público que sufría en sus carnes o mamaba televisivamente enfrentamientos con
la policía, rebeliones estudiantiles y magnicidios de líderes
antisegregacionistas como Martin Luther King como una condensación de tal
mejunje sociopolítico. Un protagonista afroamericano, líder siempre cuestionado
dentro de la casa en la que tiene lugar gran parte del film que puede verse
como retrato de una sociedad que se autodestruye cuando se ve amenazada por una
maldad de aspecto humano, los zombies, cuyo origen no comprende, que además es
asesinado gratuitamente por un grupo de hombres armados al final del film hizo
por la película lo que su director jamás se propuso hacer: transformarla en un
testigo de los tiempos por encima de sus cualidades como film de horror, cuyo
protagonista fue elegido por sus dotes interpretativas y no por motivos
raciales o reivindicativos. Ocho años más tarde, Carpenter recogería al hombre
afroamericano como líder mucho menos cuestionado que en La noche de los muertos vivientes, lo que reafirma la creciente
normalización racial en un medio que ejemplifica el tiempo en que existe tanto
como perpetúa sus modelos fuera de la pantalla, tendría lugar en gran parte en
un reducido espacio en que un grupo de personas deberán unirse para sobrevivir,
como en la más pesimista película de Romero, y por último y de forma más
llamativa, la deshumanizada caracterización de los maleantes de Asalto a la comisaría del distrito 13,
con sus andares pesados, sin prisa pero sin pausa e implacables en sus
destructivos objetivos remiten directamente a los zombies de La noche de los muertos vivientes,
pudiéndose ver el film de Carpenter la versión más convencional, en color y con
un presupuesto algo mayor que la película de Romero, pero con elementos
persistentes pese al paso del tiempo marcado por el realismo desolado de una
sociedad cuyos ideales perdieron el pulso contra una realidad bastante más
deprimente de lo se preveía a finales de la década anterior.
[8]Sustantivo que de un tiempo a esta parte se ha transformado en una
curiosa inmunidad para toda película a la que se le cuelgue a modo de medalla
contra opiniones disidentes. Desde el gran Clint Eastwood hasta un revalorizado
por sus detractores David Fincher, el clasicismo como forma cinematográfica
exenta de manierismos y de puesta en escena por así llamarla “invisible” en
tiempos estridentes, se ha erigido en una extraña y algo antipática (además de
tratada con ligereza por algunos que conocen el término pero no los referentes
de los que surgió) categoría situada por encima del bien y del mal antes de
manera cualitativa que una característica más a tener en cuenta, como si una
vez un film contemporáneo ha sido categorizado como clásico en su forma, ya nada pueda decirse en su contra. También,
en otro esquema de las cosas, se ha usado repetidamente para ilustrar la
supuesta “madurez” de un cineasta como si, otra vez, el clasicismo fuese no sólo superior a
cualquier otra manera de entender el cine tan respetables como aquella sino
prácticamente el fin, antes que el medio, de llevar a cabo una película.
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