jueves, 11 de julio de 2013

ASALTO A LA COMISARÍA DEL DISTRITO 13






“No hay héroes. Sólo hombres que cumplen órdenes”. Estas palabras, puestas en boca de un sargento de policía durante el traslado de un reducido grupo de reos camino de la prisión de la que, en los casos más afortunados, no volverán a salir en un largo periodo de tiempo, parecen haber hecho, ya desde su segunda película, las veces de revulsivo para el grueso de personajes que han ido poblando progresivamente el cine del director norteamericano John Carpenter[1]. La figura del Maverick, el rebelde con loables principios puramente norteamericanos, representa ese antagonismo establecido en esa línea de diálogo que perjura que el héroe debe enfrentarse al status quo y reivindicar su autonomía como única manera de establecer su heroicidad. Filosofía que ha vertebrado de cabo a rabo tanto la galería de personajes rebeldes de Carpenter como su propia filmografía en relación con una forma de entender -y rodar- cine progresivamente aislada de modas y tendencias imperantes, y que en Asalto a la comisaría del distrito 13 se ve encarnado en Napoleón Wilson (Darwin Jonston), primo hermano de los Serpiente Plissken y John Nada[2] que aún estaban por llegar; un hombre cuyo delito, al igual que su apodo, jamás nos será explicado, aunque sí su condena. Su traslado a la celda de la que jamás saldrá es una de las tres historias que coincidirán en la comisaría al borde de la clausura en que tiene lugar el grueso y parte más interesante de Asalto a la comisaría del distrito 13[3]. Mientras Wilson es trasladado entre poses bravuconas y una retórica resultona del que se sabe mito viviente para los que lo rodean, otro hombre, el Teniente Ethan Bishop (Austin Stoker), es mandado por sus superiores a la comisaría a punto de cierre a modo de supervisión y cumplimiento de todos los requisitos legales necesarios. Pero lo que leído hasta aquí puede parecer la descripción de los prolegómenos de un enfrentamiento entre dos hombres a ambos lados de la ley, se ve perturbado por la trama que espesa el tono y da peso a Asalto a la comisaría del distrito 13 en su conjunto, siendo además la primera en aparecer en la película sin nunca abandonarla durante un primer tramo en el que ejerce de turbio rumor de fondo que va anegándolo todo a su paso.

Este film dirigido por un cuasi primerizo John Carpenter da comienzo con un inmisericorde tiroteo por parte de la policía local de Los Ángeles, presentada como un lugar desolado y desértico, contra una banda de delincuentes que caen como moscas bajo las balas de unas armas sin rostro, sólo identificadas como la “autoridad” ciudadana por una voz que pide a los pandilleros que depongan sus armas antes de acribillarlos. Lo abstracto de la planificación, mostrando a los maleantes cayendo uno por uno en la encerrona pero nunca a sus verdugos en un proceso de deshumanización que al tiempo se erigirá como el recurso narrativo más interesante y jugoso del film, son sólo un avance de lo que está por venir. En la secuencia siguiente, un grupúsculo de pandilleros jura venganza por los compañeros caídos llevando a cabo un pacto de sangre con visos de ritual, recogido por un Carpenter tan distanciado y desapasionado como lo parecen los propios maleantes para con su dolor. Así, a la frialdad expositiva/narrativa de esta trama, despojada de todo elemento dramático ya sea desde su distante planificación como sobretodo una dirección de actores basada en el hieratismo puro y duro, situada cronológicamente la primera dentro de la narración de Asalto a la comisaría del distrito 13, condiciona sobremanera las otras dos, más que humanas, mucho más cinematográficas que la referente al proceso vengativo de las bandas callejeras que asolan Los Ángeles, despojadas de toda humanidad y brutalmente desdramatizadas.

Porque la humanidad de los personajes de Asalto a la comisaría del distrito 13, al menos en su primera mitad, se dirime bajo códigos más referenciales que “realistas”, aunque situar la acción en una barriada de Los Ángeles, recalcar a modo casi documental la hora y el lugar en que la acción tiene lugar, acentuando la inexorabilidad del tiempo que en el que se masca la tragedia, y el tratamiento de la batalla campal que se da entre el frente razonable de la película, comprendido por policías y delincuentes, y lo absolutamente irracional, con las deshumanizadas bandas callejeras dotadas de una pasmosa frialdad en su violencia contra todo y todos, sitúe el film en el contexto cultural propio del 1976 en que la película se estrenó, con la resaca de la espuria -y muy valiosa- ilusión de los sesenta, dando paso a un panorama socialmente desolado, y con constantes brotes de violencia de motivación incomprensible para parte de la ciudadanía. Pero, como decía, los modelos de los que bebe Asalto a la comisaría del distrito 13 responden a todas luces a los arquetipos propios del western, transplantados a un degradado entorno urbano tan desértico y sin ley como cualquiera de los retratados en las películas que culminaban con un duelo a muerte en su calle principal[4], con sus personajes de un trazo y un par de frases de acompañamiento que los definan en su rudeza y principios en un mundo carente por absoluto de los segundos, arquetipos perfectamente asumidos por los personajes del Teniente Bishop y Napoleón Wilson. Ambos hombres, reservadamente integrado en su papel de (justo) agente del orden el primero, un razonable fuera de la ley el segundo, se enfrentan desde esa palestra genérica más o menos reconocible a los abisales pandilleros que deambulan por las calles encañonando con armas de asalto a los transeúntes, desconocedores de estar literalmente en el punto de mira de un grupo de hombres cuyo único objetivo parece ser el de destruir[5]. Quizás de manera involuntaria, los planos hechos desde la mirilla que va mostrando a las víctimas potenciales de los asesinos que deambulan por las calles muestran mendigos que son “perdonados” por los pandilleros, cuya atención es reclamada por la armoniosa música del camión de los helados, que será el escenario en que tendrá lugar la primera matanza por parte de los inhumanos homicidas, potenciando más aún su carácter vengativo y casi sobrenatural al cebarse en todos aquellos elementos que no parecen haber sido consumidos por la pobreza y la degradación del entorno en el que viven.

Y es este elemento del film el que resulta indudablemente más interesante, y también el que Carpenter resuelve mejor. La célebre escena en que uno de los pandilleros dispara a bocajarro contra una niña que tiene la mala fortuna de querer un helado en más inoportuno de los momentos, no sólo resulta un magnífico golpe bajo a la atención del espectador, ni sirve únicamente como brutal sopapo emocional en cuanto es la única muerte de la película en la que la sangre salpica la sensibilidad del público[6], también es la culminación de la deshumanización absoluta tratada con una muy inquietante frialdad, del retrato del Mal, un par de años antes de que Carpenter rodara su obra magna sobre el tema, y bajo parámetros expresivos muy similares, con La noche de Halloween y ocho después de que George A. Romero pusiera los puntales del retrato del mal que plantea el film que nos ocupa con La noche de los muertos vivientes[7], que asola sin comerlo ni beberlo al hombre y la mujer contemporáneos, superados por unas fuerzas cuya destructividad no puede entender pero que no deja de extenderse como una mancha de aceite. La trabajada inquietud que corroe y realza Asalto a la comisaría del distrito 13 se sostiene, efectivamente, en este puntal, pero es potenciado por un Carpenter que en su papel de hombre orquesta se ocupa de las labores de director, algo parco guionista, montador y autor de una banda sonora inolvidable y exenta de una contagiosa falta de épica que infecta la lasitud vital que se desprende de las imágenes del film. Una épica a la que, más por desgracia que afortunadamente, Carpenter condensa en unos diálogos a veces divertidos en cuanto ilustran el pasotismo de sus personajes y su desazón para con las autoridades a las que supuestamente deben rendir pleitesía o sumisión, pero que a veces son demasiados en número y lo peor de todo, diluyen ocasionalmente una férrea atmósfera de tensión que transforma Asalto a la comisaría del distrito 13 en un film de terror tan pronto como la noche cae sobre la ciudad de Los Ángeles.

Siguiendo con el desarrollo del argumento, la muerte de la pequeña, excelentemente planificada por Carpenter que se recrea no en el cadáver sino en la indiferente reacción de su asesino que se gira para rematar al heladero como si nada hubiese ocurrido ni tuviese la más mínima importancia, no queda impune. El desolado padre que la acompañaba en su coche da caza, de forma elíptica, a los maleantes hasta acabar con la vida del que asesinó a su hija convirtiéndose él en presa del resto del grupo que en la oscuridad de la noche han pasado de representantes de la Maldad bajo forma humana, a convertirse en abstractos seres que ya ni parecen humanos. La búsqueda de refugio del aterrado hombre hace confluir definitivamente las tres tramas cuando se esconde en la comisaría a la que han ido a parar tanto el Teniente Bishop como Napoleón Wilson a ambos lados de la reja carcelaria y ahí da comienzo el que desde siempre, pero en Asalto a la comisaría del distrito 13 por segunda vez en su carrera, ha sido uno de los fuertes del cine de Carpenter: su tratamiento del espacio. Convertido en una ratonera incomunicada del mundo exterior por su clausura y la toma del barrio que rodea el edificio por el cada vez más numeroso pequeño ejército de maleantes,  la destartalada comisaría de policía se erige como una pequeña isla en la que, tras el primer ataque desde el exterior con fusiles de asalto con silenciadores, un quinteto compuesto por cuatro hombres, uno de ellos en estado catatónico, y dos mujeres deberán luchar por sus vidas contra un enemigo que por disparar desde la distancia que otorgan las armas de fuego parece invisible, y por tanto y en la oscuridad de la noche, omnipresente. Los cadáveres con que se saldan los tiroteos desaparecen de la calles con una velocidad sobrenatural para no levantar sospechas de los vecinos, y los disparos ahogados por los silenciadores son el único rastro de una violencia que se conoce por el público y los personajes del film, pero que siembra una semilla de inquietud, de falsa paz a punto de estallar que dota de un atmósfera de pesadillesca irrealidad al film muy conseguida. Este grado de abstracción, de constante amenaza fuera de las cuatro paredes en las que el grupo de supervivientes -compuesto a medias por los representantes de las fuerzas del orden y los presos, todos ellos en la película del bando de la razón- se ven obligados a unir fuerzas contra un enemigo mayor e insondable, tiene su contrapartida en una realización que saca pecho en su retrato de una palpable tensión que va reduciendo el espacio, sin perder nunca el pulso ni acelerar el ritmo pausado que confiere un suspense al film sin el cual Asalto a la comisaría del distrito 13 no sería lo mismo, del que disponen los personajes hasta reducirlo a un pequeño sótano del que la única escapatoria es matar hasta morir a los pocos minutos de haber empezado a disparar.

El montaje se acelera pese a no romper nunca la temporalidad mediante elipsis, el perímetro del plano, lleno de zonas oscuras, se encoge angustiosamente cediendo terreno a lo que no se ve, a lo irracional que se corporeiza en las figuras que se entrevén desde las agujereadas ventanas de la comisaría, tras unos a veces demasiado largos tiroteos, desde una muy inquietante distancia que da la impresión de que el edificio ha sido cercado por figuras de cera vivientes. La batalla se vuelve en manos de un muy habilidoso (y espabilado, planteada de esta manera Asalto a la comisaría del distrito 13 resulta más barata de lo que sería hecha de manera más convencional) John Carpenter, su por entonces temprano pero con la perspectiva del tiempo enésimo enfrentamiento entre lo seguro y lo razonable por un lado y lo que amenaza con destruirlo, en este caso y como otras veces no sólo en el cine de Carpenter sino en también en el de muchos compañeros de generación y género como el mencionado George A. Romero o Tobe Hopper con su algo anterior La matanza de Tejas, desde el interior de la sociedad que se siente orgullosa de su orden sin ver que es la causa de su propia monstruosidad.

Porque aunque habrá quien acusará Asalto a la comisaría del distrito 13 de fascista, por presentar las bandas que asolan Los Ángeles, cuyos miembros son de una variedad racial considerable, de forma tan deshumanizada que su amenaza no parece responder a motivos socio culturales o económicos sino a la pura y simple Maldad, una turba salvaje que deberá ser controlada desde, además, una comisaría de policía cuyas riendas son llevadas por un teniente de la autoridad local… Pero Carpenter, una vez más, se muestra bastante hábil en su agradecida socarronería de no dejar títere con cabeza: a la petición de la niña que posteriormente caerá bajo las balas de los pandilleros de preguntar a la policía sobre una dirección en concreto, su padre descarta esa posibilidad y responde al comentario de la cría que asegura que su maestra siempre dice que la policía está para ayudar que la maestra de su hija “hace mucho que no pone un pie en la calle”, la violencia policial, pese a no faltar ejemplos positivos en sus filas al igual que entre las de los delincuentes como Napoleón Wilson, es mostrada en más de una ocasión con una impunidad que hace recelar de cualquier tipo de autoridad que se jacte de tal en Asalto a la comisaría del distrito 13. Y en un aspecto más revelador, por encontrarse al principio del film, la venganza que motiva la guerrilla urbana de los pandilleros tiene su origen en un acto de violencia puramente institucional y a ojos del espectador completamente desmesurada, y además, situada al inicio, antes que cualquier otra escena de violencia. Más aún, esa violencia se muestra, como la de los francotiradores que acosan la comisaría desde la lejanía, de forma completamente abstracta: sólo las armas de la policía aparecen en plano en esa secuencia inicial, lo que combinado con todo lo descrito hasta aquí se erige como la primera muestra del gran mal que asola a los personajes y el mundo presentado por Asalto a la comisaría del distrito 13: la identificación del origen del Mal en la deshumanización, y viceversa. Este segundo largometraje en la carrera de Carpenter no es un tratado sobre la banalidad del Mal explicado a través de la colaboración de dos hombres, y aquellos que los siguen, que deben romper sus respectivos roles sociales o lo que de ellos se espera para defenderse de una amenaza fatalista que actúa con un fanatismo tan desapasionado que ni siquiera parece darse cuenta de ello. Asalto a la comisaría del distrito 13 no es un film de tesis, por mucho que puedan extraerse reflexiones de ella. Su forma narrativa es su moral, siendo una película de puro entretenimiento en el que la emoción puede llegar a despertar la reflexión, importando por encima de todo contar una historia antes que dar una (posible) lección sin que la segunda sea necesaria para disfrutar plenamente el film, ni para comprender a un nivel sensitivo el enfrentamiento entre lo concreto y racional y lo salvaje que late bajo la superficie.

Este elemento, muy bien planteado y desarrollado por Carpenter, se encuentra perfectamente integrado en un film carente de petulancia y de una férrea narrativa que en sus mejores momentos logra ser muy emocionante y en la que todos los elementos suman hasta convertirse en la película en sí más allá de ilustrar el guión, aunque en sus peores, sobretodo debido a una sobrecarga de diálogos no siempre rescatados por la ironía, se encalla y puede parecer algo artificiosa por sonar demasiado rimbombantes (llevándose la palma en este aspecto el conato de una imposible historia de amor metido con calzador) en un contexto tremendamente sobrio. Carpenter es un director apasionante, pero dista mucho de ser un realizador pasional: la frialdad que se desprende de su cine en cuanto antes con arquetipos que con seres humanos de carne y hueso, que sufren una violencia por la que nadie (o casi nadie) derrama una lágrima ni una visible gota de sangre, más aún cuando los actores, pese a no hacerlo nada mal, no siempre logran dotar de vida sus papeles, se contrarresta con sus enormes capacidades como narrador y creador de atmósferas con los mínimos elementos expresivos heredados de un clasicismo[8] que en Asalto a la comisaría del distrito 13 se ve algo perturbado por recursos propios del cine de terror moderno y por su mixtura genérica propia de los Nuevos Cines, pero que hace la narrativa de esta película, una especialmente transparente, sin salidas de tono ni manierismos formales que en las escasas ocasiones en que aparecen, aproximan al film de Carpenter al producto barato del que Asalto a la comisaría del distrito 13 sólo tiene en común lo limitado de sus recursos económicos y su falta de pretensiones. El talento de Carpenter, sazonado por un (siempre) sano aire contestatario muy propio y añorable de algunos cineastas de su generación, permite que Asalto a la comisaría del distrito 13 sea algo más que un ejercicio de estilo, y alcance la categoría de entretenidísima película de acción, horror, y western urbano sin que se noten las costuras entre uno y otro género, amén de ser un estupendo borrador del cine posterior de un realizador capaz de mantenerse en sus trece, progresivamente alérgico a las modas y que, en aquel 1976, aún estaba por proporcionar sus mejores películas pese a haber puesto sobre la mesa, y ya en este film, sus temas predilectos y sus miedos más reconocibles que, aún a día de hoy y probablemente también de mañana, no dejan de ser los nuestros.

Título: Assault on precinct 13. Dirección y guión: John Carpenter. Producción: J.S. Kaplan. Fotografía: Douglas Knapp. Montaje: John T. Chance (en realidad, John Carpenter bajo seudónimo). Música: John Carpenter. Año: 1976.
Intérpretes: Austin Stoker (Ethan Bishop), Darwin Joston (Napoleón Wilson), Laurie Zimmer (Leigh), Nancy Kyes (Julie), Frank Doubleday (Señor de la Guerra Blanco).


[1]Habitual de este blog, John Howard Carpenter nació el 16 de enero de 1948 en Nueva York, aunque su adolescencia transcurrió en Kentucky ya que su padre, profesor de música, comenzó a dar clases en la Universidad de ese estado del sur, en el que Carpenter asegura haber aprendido todo lo malo de la humanidad que más tarde iría mostrando en sus filmes cargados de una visión del mundo pesimista y rayando en lo nihilista. Fue su padre, mientras devoraba revistas sobre cine de horror, literatura considerada “barata”, y se aficionaba al cine rindiendo pleitesía al género del western, el que le inculcó el gusanillo de lo contestatario al enseñarle a no creer nada ni nadie sin cuestionarlo, ni siquiera a él mismo. Tras fundar su propia revista sobre cine fantástico y terror y rodar varios cortos en Super 8, ingresaría en la USC en 1968, recibiendo clases de gente como Orson Welles o un joven Roman Polanski, para salir de allí con un Oscar bajo el brazo por su cortometraje The resurrection of Broncho Billy en 1970, ambientado en ese mismo año y sobre un chaval que se cree  el mismísimo Bronco Billy… Además de este galardón, que sus compañeros de clase aseguran que Carpenter asumió como quien oye llover, el director de Asalto a la comisaría del distrito 13 se alió con el que sería uno de sus grandes amigos de la Universidad: Dan O’Bannon, incansable corredor de fondo del cine fantástico y de terror de los setenta y ochenta y a cuya imaginación se debe algunos de los fragmentos más memorables del guión de Alien: el octavo pasajero, o la ópera prima de Carpenter Dark Star, una cochambrosa pero divertida parodia del cine de ciencia ficción que sirvió como carta de presentación del cerebral director para tomar las riendas de proyectos mayores mientras rompía su relación con el más caótico O’Bannon. Tras el éxito de público y crítica de Asalto a la comisaría del distrito 13 llegaría su película más célebre: La noche de Halloween, comentada en este blog a finales del mes de octubre del pasado año coincidiendo con dicha festividad anglosajona, un monumental éxito de taquilla que tras unas primeras reseñas desfavorables consiguió el espaldarazo de la crítica. Poco después llegarían la atmosférica y con momentos logrados pero a la postre bastante aburrida La niebla, otro film con marcados aires de western que empezaría a perfilar el antihéroe de vuelta de todo, rudo y fumador que Carpenter haría protagonista de sus películas una y otra vez con  1997: rescate en Nueva York (comentada aquí en el mes de agosto de 2012) y uno de sus mejores filmes: La cosa, en 1982, durante el rodaje de la cual Carpenter contraería un cáncer de piel que mantiene a raya. El fracaso de su pesimista historia con extraterrestre a bordo el mismo año en que Spielberg batía récords de taquilla con otro bastante más afable en su clásica y igualmente magnífica E.T. El extraterrestre, llevó a Carpenter a echar mano del escritor de moda del momento, Stephen King, y adaptar su buena novela Christine. De esta entretenida película cabría destacar sus efectos especiales, algunos momentos más o menos afortunados, y por encima de todo una maravillosa banda sonora hecha de temas clásicos del rock and roll y el soul de los cincuenta, sesenta y setenta que realzan esta película menor dentro de su filmografía, y la primera de todas ellas hecha por encargo. Carpenter intentaría llegar al corazón de un público que le estaba volviendo la espalda con la algo desabrida Starman, protagonizada por un Jeff Bridges emulando en intenciones al extraterrestre perdido de Spielberg, aunque lejos del sentido de la maravilla de este último, con algún punto ideológicamente más punzante para según que sectores de la población como la capacidad del extraterrestre de interrumpir un embarazo si así lo desea la mujer (una como siempre guapísima Karen Allen) que lo acompaña. La ya clásica Golpe en la pequeña china, podría verse como otro acercamiento al cine de Spielberg y su Indiana Jones, pero el tono más canallesco, la presencia de Kurt Russell y su gozoso sentido del espectáculo exento de dramatismo pero lleno de una imaginación más propia del cómic que de lo cinematográfico le confiere una muy curiosa personalidad, amén de ser una divertidísima película. El príncipe de las tinieblas sería su siguiente proyecto, de nuevo perteneciente al género de horror y con muchos elementos en común con Asalto a la comisaría del distrito 13, La noche de Halloween o La cosa, aunque con resultados algo irregulares pese al buen nivel general. Su siguiente película, Están vivos, se erige como un retorno al Carpenter más socarrón que se iría dando con cada vez más frecuencia desde entonces. Dotada de un muy ácido sentido del humor, refleja un lamentable estado de las cosas casi profético sin otro propósito que el de entretener con una falta de épica y grandilocuencia que la colocan en un espacio aparte dentro del fascistoide cine de acción made in usa que sospechosamente pobló las carteleras durante la era Reagan. Cuatro años más tarde, en 1992, llegaría la olvidable Memorias de un hombre invisible pero en 1995 Carpenter recuperaría parte del crédito con la magnífica y lovecraftiana En la boca del miedo, con un excelente guión no siempre correspondido por un Carpenter más convencional en lo visual de lo esperado. Todo lo contrario de lo que ocurriría con El pueblo de los malditos, remake del original filmado por Wolf Rilla y un film gélido con ideas geniales poco desarrolladas en un conjunto algo frustrante pese a sus momentos de interés. 1996 sería el año en que Serpiente Plissken volvería a las andadas en la divertidísima 2013: rescate en L.A., comentada en este blog en el mes de enero de este año, sátira de y con acción de los estúpidos males de la sociedad americana del finales de siglo y con un maravilloso final, amén de un dinamismo endiablado y una agradable cutrez que la eleva por encima de su falta de pretensiones. Dos años más tarde llegaría la que en mi solitaria opinión considero uno de sus mejores films: Vampiros de John Carpenter, enésimo western apócrifo mucho más próximo a una versión “limpia” de Sam Peckinpah que a Bram Stoker poblado de vampiros y con un James Woods que consigue levantar junto con un Carpenter en plena forma un guión bastante lamentable. Esta despreciada joya sería seguida de la risible y desgraciadamente por ello disfrutable Fantasmas de Marte, de la que sólo algunos instantes se salvan de ser pasto del cachondeo del público pese a ser indudable que sólo Carpenter podría haberse atrevido a hacer un film como aquel de esa manera. Tras al menos una loable incursión en el mundo de la televisión en el programa/serial Masters of Horror con El fin del mundo en 35 mm. (y la existencia de otras dos pertenecientes a la segunda temporada de dicha serie que no he tenido la oportunidad de ver), el último film de Carpenter hasta la fecha es la algo frustrante pero con algún elemento de interés Encerrada, estrenada directamente en formato doméstico en nuestro país, y que recoge algunos de sus temas habituales pero con un saldo bastante menos excitante de costumbre además de, cosa rara, tener una banda sonora original no firmada por el propio director, como casi siempre ha sido. Su estilo se ha ido manteniendo durante los años en los cánones de un admirado clasicismo en el que se ha atrincherado como personal manera de entender el cine a través del que ejerce una cínica, y a día de hoy políticamente incorrecta, mirada sobre el mundo, afortunadamente alejada de la imagen de “artista” que se le podría presuponer a alguien que firma sus filmes con la coletilla “de John Carpenter”, no por acertada menos orientada a lo comercial usando su nombre como reclamo de un realizador que, agradable sorpresa, se considera un artesano y no un artista.

[2]Lacónicos rebeldes con causa protagonistas de 1997: rescate en Nueva York, 2013: rescate en L.A. por un lado y Están vivos por el otro respectivamente. En el caso de Plissken, su gusto por el tabaco lo emparenta en frase con Napoleón Wilson, que se presenta a quien quiera escucharle pidiéndole un cigarrillo a modo de despreocupado desafío.

[3]Y que curiosamente y como se dice durante el film es la comisaría número 9 y no la 13, pero el productor, tras un tanteo con los distribuidores, creyó que el número 13 resultaría más ominoso en el título.

[4]De forma confesa, Asalto a la comisaría del distrito 13 es un remake de Río bravo de Howard Hawks, director que ejerció una capital influencia sobre Carpenter hasta el punto en que este último se considera por muchos un realizador hawksiano. El propio realizador utilizaría el nombre del personaje de John Wayne en la película de Hawks, John T. Chance, para firmar el montaje de Asalto a la comisaría del distrito 13. Hawks haría un remake de su propia película con El dorado, y el film de Carpenter que nos ocupa tendría igualmente su remake, llamado Asalto a la comisaría 13, protagonizada por Ethan Hawke y Laurence Fishburne bajo la batuta de Jan François Richet en el año 2005, con resultados olvidados al finalizar su visionado. Su retrato de un grupo de hombres y mujeres de ambos lados de la ley obligados a entenderse situando la acción en un espacio reducido recuerda considerablemente al clasicismo de Hawks perfectamente heredado por un Carpenter que no obvia hasta otro lugar común del realizador de Río bravo, la figura de las llamadas no sin paternalismo mujeres fuertes, capaces de empuñar una arma con similar resolución a la de cualquier hombre para salvar la piel.

[5]Frank Doubleday, la cara más reconocible de los asépticos asesinos de Asalto a la comisaría del distrito 13, aseguró que en el film no hacía su habitual papel de hombre con una pistola sino que, en este caso, interpretaba a un hombre que es una pistola.

[6]En su primer montaje destinado a mostrar el trabajo hecho a los distribuidores y que habría definido la calificación moral del film, Carpenter eliminó el plano en que la niña recibe el disparo y así dribló la segura calificación “x” que habría acabado con las posibilidades comerciales del film desde el inicio al relegarla a un reducidísimo circuito de distribución… Aunque Carpenter volvió a montar la escena hasta los resultados que hoy conocemos para su estreno, cuando ya era demasiado tarde echarse atrás. Las ampollas que levantó entre parte del público confirman la efectividad (y comercialidad, por morbo) de la escena y muchos (entre ellos Dan O’Bannon, que se enfadó considerablemente al verla) han acusado a Carpenter, no sin cierta razón, de usar los recursos más barriobajeros del cine de explotación para llamar la atención sobre su trabajo, aunque ello no merma en absoluto el resultado final de una escena excelente y rematadamente tensa que sin dicho plano no sería ni de lejos la misma. El realizador asegura que de poder volver atrás habría retirado el infame plano del montaje en salas tal y como los distribuidores creyeron… algunos lo dudamos.

[7]Más de un elemento tienen en común la imprescindible película de George A. Romero que redefiniría la figura del zombie y sus circunstancias con La noche de los muertos vivientes, y Asalto a la comisaría del distrito 13. El film seminal de Romero, fechado en el turbulento 1968 fue visto por un público que sufría en sus carnes o mamaba televisivamente enfrentamientos con la policía, rebeliones estudiantiles y magnicidios de líderes antisegregacionistas como Martin Luther King como una condensación de tal mejunje sociopolítico. Un protagonista afroamericano, líder siempre cuestionado dentro de la casa en la que tiene lugar gran parte del film que puede verse como retrato de una sociedad que se autodestruye cuando se ve amenazada por una maldad de aspecto humano, los zombies, cuyo origen no comprende, que además es asesinado gratuitamente por un grupo de hombres armados al final del film hizo por la película lo que su director jamás se propuso hacer: transformarla en un testigo de los tiempos por encima de sus cualidades como film de horror, cuyo protagonista fue elegido por sus dotes interpretativas y no por motivos raciales o reivindicativos. Ocho años más tarde, Carpenter recogería al hombre afroamericano como líder mucho menos cuestionado que en La noche de los muertos vivientes, lo que reafirma la creciente normalización racial en un medio que ejemplifica el tiempo en que existe tanto como perpetúa sus modelos fuera de la pantalla, tendría lugar en gran parte en un reducido espacio en que un grupo de personas deberán unirse para sobrevivir, como en la más pesimista película de Romero, y por último y de forma más llamativa, la deshumanizada caracterización de los maleantes de Asalto a la comisaría del distrito 13, con sus andares pesados, sin prisa pero sin pausa e implacables en sus destructivos objetivos remiten directamente a los zombies de La noche de los muertos vivientes, pudiéndose ver el film de Carpenter la versión más convencional, en color y con un presupuesto algo mayor que la película de Romero, pero con elementos persistentes pese al paso del tiempo marcado por el realismo desolado de una sociedad cuyos ideales perdieron el pulso contra una realidad bastante más deprimente de lo se preveía a finales de la década anterior.

[8]Sustantivo que de un tiempo a esta parte se ha transformado en una curiosa inmunidad para toda película a la que se le cuelgue a modo de medalla contra opiniones disidentes. Desde el gran Clint Eastwood hasta un revalorizado por sus detractores David Fincher, el clasicismo como forma cinematográfica exenta de manierismos y de puesta en escena por así llamarla “invisible” en tiempos estridentes, se ha erigido en una extraña y algo antipática (además de tratada con ligereza por algunos que conocen el término pero no los referentes de los que surgió) categoría situada por encima del bien y del mal antes de manera cualitativa que una característica más a tener en cuenta, como si una vez un film contemporáneo ha sido categorizado como clásico en su forma, ya nada pueda decirse en su contra. También, en otro esquema de las cosas, se ha usado repetidamente para ilustrar la supuesta “madurez” de un cineasta como si, otra vez,  el clasicismo fuese no sólo superior a cualquier otra manera de entender el cine tan respetables como aquella sino prácticamente el fin, antes que el medio, de llevar a cabo una película.

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