jueves, 4 de julio de 2013

EL QUE RECIBE EL BOFETÓN





La venganza es un plato que se sirve frío, y que se paladea por la espera. La inquietante imagen de un payaso regocijado ante los giros de una pelota que se sostiene sobre una de sus manos es la que abre, ya en tono e intenciones, la venenosa historia que explica El que recibe el bofetón. Este tenebroso inicio funde, gracias al montaje, la pelota en una bola del mundo y al payaso anónimo en un hombre, Paul Beaumont (bajo las facciones de un siempre magnífico Lon Chaney[1]), racional científico, casado y con la ilusión del que cree en el suelo que pisa camino a un futuro prometedor. Apadrinado por su mecenas, el Barón Regnard (Marc McDermott), que acoge en su mansión a Beaumont y su esposa Maria (Ruth King) mientras este se dedica en cuerpo y alma a una serie de experimentos que revolucionarán el mundo de la ciencia, Beaumont sufre un duro revés el día en que el resultado de sus estudios se hace público: el Barón se adjudica el mérito ante una comunidad científica que ningunea a Beaumont y aplaude el bofetón que el traicionero mecenas propina a su supuesto protegido. Y no será la última bofetada anímica y física que el desmoralizado hombre de ciencias recibirá ese mismo día; su esposa le confiesa, con una cruel alegría, que comparte lecho y planes con el Barón, rematando la jugada con un hiriente por condescendiente cachete mientras desprecia al ya desequilibrado científico con un insulto en voz alta que marcará el que será su destino sin saberlo. Beaumont ya no es el hombre que creía ser. Él es “un payaso”.
Dicho y hecho: sin explicación ninguna ni descripción del tránsito de prometedor científico en clown profesional, Beaumont vuelve a aparecer esta vez bajo el maquillaje de un burlesco payaso de risa floja, la más popular atracción del circo en el que trabaja en las afueras de París como piedra angular del número Él, el que es abofeteado. En este número el antiguo Beaumont, despersonalizado hasta lo indecible con el pseudónimo artístico de “Él” sin que se le conozca otro nombre bajo la carpa, protagoniza una prolongación de su traumático pasado ya como experto en el masoquista arte de encajar el sopapo ajeno. Uno por uno y siempre a modo de absurdo castigo, sesenta payasos –sí, han leído bien, sesenta- abofetean a Él entre los aplausos y carcajadas de un entregado público, repitiendo una y otra vez lo peor de su pasado en un dantesco espectáculo de tintes neuróticos y masoquistas, hasta que la rueda de bofetadas se detiene el día en que el Barón, culpable de toda su desgracia, se acerque a presenciar el espectáculo del que todo el mundo habla.

Como se verá, poco hay en el argumento de El que recibe el bofetón que no parezca sencillo, fruto de una malintencionada visión de las cosas más que de una construcción del mundo que surja de los propios personajes y sí de un fatalismo que impregna un guión que ni destaca por su sutileza ni por unos matices prácticamente inexistentes. Pero todo lo anterior, lejos de pesar sobre la película, es absorbido por el realizador sueco Victor Sjöström[2] para llevar una historia propia de un folletín[3] a una oscura visión de la realidad no por sesgada en su sencillez menos punzante o tristemente convincente.
El plano que abría el film, comentado más arriba, estableciendo una similitud entre hombre y payaso y de manera aún más importante, entre el objeto que divierte al siniestro clown y una bola del mundo es sólo un avance de lo que el film acaba por desarrollar en su totalidad. A esta metáfora visual, tan obvia que no merece ni tal nombre, se suman otras que convierten una bola del mundo partida por la mitad por el tamaño del encuadre en una carpa de circo, al público que aplaude el grotesco espectáculo al que se somete el payaso Él cada noche en los científicos que jaleaban el bofetón propinado a manos del Barón cuando aún era Paul Beaumont, y, en definitiva, la idea generalizada de que el mundo es un circo poblado por payasos de cachete fácil, y todo lo que ocurre en él una violenta broma de mal gusto hecha para divertir a un sádico payaso juguetón que ejerce de insensible demiurgo emperrado en torturarse hasta justificar la venganza más retorcida. A cada espectáculo protagonizado por el célebre Él, este es abofeteado y despojado de un corazón de tela que debe volverse a coser cada noche antes de volver a comenzar una farsa que repite una y otra vez hasta la más enfermiza obsesión lo más doloroso de su vida anterior, siendo El que recibe el bofetón un film hecho en su gran parte desde el ángulo de una sensibilidad seriamente perturbada de la que nada bueno puede resultar. Con su martirio, de tintes casi rituales a base de repetición espectáculo tras espectáculo, Él se ofrece al espectador de El que recibe el bofetón como víctima de un sufrimiento que justifica, buceando en la paranoia, la venganza final a ojos del público situado gracias a la pericia de Sjöström tanto fuera como dentro de la locura de un hombre aislado en sí mismo y amurallado en una risa que lo distancia de todo, convirtiéndolo (o no) en una farsa de la que es tanto sumisa víctima como desmadrado verdugo.
No parece casualidad que a cada paso que da Él en pos de ejecutar su vengativo plan que sólo hará que alimentar la maldad del mundo, Sjöström introduzca la imagen del payaso que juega con su pelota de forma descontextualizada y a modo de inquietante estribillo visual, sólo traicionado en su tenebrosa estética por un acompañamiento musical –añadido a posteriori y según los cánones habituales de bandas sonoras del cine mudo- demasiado alegre[4], reforzando la implacable fatalidad que se destila de todo el film.

Este grado de abstracción, que evita explicar el revolucionario experimento científico cuyo robo prende la mecha de la tragedia o como el hombre se convierte en payaso en el paso de un plano a otro, alza la película al retrato misantrópico del mundo desde la epopeya de un pobre hombre que descubre como funcionan realmente las relaciones humanas bajo una pátina de civilización y raciocinio que sólo hace que esconder la bilis que lo sostiene. De esta manera, la división de El que recibe el bofetón entre el mundo del científico Beaumont y el del sufrido narcisista Él que hace de su martirio el centro absoluto de atención tiene tanto de ajuste de cuentas como de certero reflejo de su visión de las cosas. Quizás por eso la historia de amor del intrépido y algo desabrido jinete del circo (John Gilbert) y la joven Consuelo (paradójicamente llamada así ya en el inglés original e interpretada por Norma Shearer), de la que evidentemente el payaso maldito está perdidamente enamorado, queda algo descolgada de la negra sensibilidad que da vida al film, siendo quizás y dentro de una indudable coherencia, lo más forzado de El que recibe el bofetón, en un contexto sorprendentemente dinámico para tratarse de un film de estas características.
Porque pese a ser, por temprana dentro de la historia del cine, una película muda, estamos muy lejos de la temible teatralidad que habría paralizado definitivamente un guión que no destaca por ser un dechado de complejidad sobre el papel, pese a que Sjöström, como ha quedado claro a estas alturas, introduce numerosos elementos visuales y atmosféricos que esquivan la posibilidad de hacer de El que recibe el bofetón una muestra de curioso pero a la postre insustancial teatro filmado. Amén de unos encuadres que rehuyen toda frontalidad pese a su estatismo, de algunos primeros planos que realzan la emocionalidad de la historia en base a las expresiones de los actores dentro de un buen trabajo de iluminación en blanco y negro, y de un magnífico montaje sin el que la película no sería ni mucho menos la misma, el realizador consigue algunos instantes sugerentes que poco aportan al desarrollo de la historia tal y como aparece en el guión, pero sí a pergeñar una atmósfera más amenazadora de la que resultaría sin ellos. Repercutiendo en gran medida en la película en su totalidad, dotándola de una unidad que esquiva el abismo que podría haberse abierto entre un prólogo que tiene lugar en la cotidianeidad y el resto del film situado en el mucho más plástico universo circense. Los numerosos fundidos en negro que finiquitan planos alargados de manera antinatural en un film de planificación tan concisa como el que nos ocupa especialmente al principio del film, siembran la duda sobre unos personajes que saben más de lo que podemos ver… y que actúan tanto a nuestras espaldas como a las del desgraciado Paul Beaumont.

Precisamente es ese aspecto del film, esa identificación para con su perturbado protagonista, uno de los más interesantes de El que recibe el bofetón. La obviamente desequilibrada psique de Él descarta un punto de vista épico sobre sus acciones, nunca planteadas como una victoria y sí como una enfermiza revancha, pero no ahorra al espectador el placer de una sabrosa catarsis que ha ido engordando durante el metraje del film número tras número del payaso, en forma de violenta venganza. Ignoro si Sjöström o Chaney se interesaron por el proyecto por su potencial autoconsciencia en lo que a la amoral diversión que produce, bajo según que formas, la desgracia ajena y que tiene su paradigma en el payaso que recibe las bofetadas para deleite del público. Un grupo de hombre y mujeres que acogen cada bofetón con unas carcajadas que son recogidas por la hábil dirección de actores de Sjöström como un espectáculo grotesco que pone en primer plano lo más animalesco, y a poco que se piense perturbadoramente próximo por divertido en su negro humor surrealista, del espectador. Y del mismo modo que el público que vitorea el show del ecce homo encarnado por Chaney se lo pasa en grande con un espectáculo que tiene un inadvertido poso de tristeza del que sólo el espectador de la película tiene constancia por conocer el pasado del payaso Él, el público del film de Sjöström tendrá también su oportunidad de darle la desmesurada -y rocambolesca- bofetada cinematográfica a los que han hecho de la vida de Paul Beaumont una dolorosa y paradójicamente liberadora (en cuanto justifica todo la destrucción que desata) parodia de sí misma, retroalimentando una rueda que no se detiene y de la que sólo los privilegiados que no han sido infectados por el profundo rencor que espolea al payaso Él, caricatura del hombre que fue y que literalmente sólo parece vivir para saciar su venganza sobre sus malvados enemigos, se verán libres y capaces de comenzar en un mundo desprovisto del venenoso pasado en el que vivían anclados Él y el Barón.

Un resquemor que sería inhumano y haría del film uno especialmente cruel, y también mucho menos turbio e interesante, de no ser por el actor que interpreta y humaniza al payaso, Lon Chaney, que comparte responsabilidad con Sjöström sobre las numerosas bondades de El que recibe el bofetón. Si su encarnación de Beaumont muestra la pasión y buena voluntad de un hombre cuyos sueños de un mundo mejor no tardan en venirse abajo en una muestra de interpretación matizada en su histrionismo hasta hacerla tremendamente veraz, la que ofrece de su alter ego Él se erige como la quintaesencia del talento de Chaney para con los personajes bizarros e incomprendidos en su sufrimiento de saberse solos. El patetismo, el alegre salvajismo casi sádico con el que Él, pura emoción como Paul Beaumont era puro raciocinio, se regodea en su propia miseria burlándose tanto de sí mismo como de los demás, y la composición de una figura tan triste como admirable en su brutal estoicismo enajenado carente de afectación de cualquier tipo, no sólo justifican a Chaney como el grandísimo actor que fue, sino que también logran hacer de la Venganza que corroe de principio a fin El que recibe el bofetón algo tan humano como participativo para el público. El apoyo de los elementos más abstractos del film, reduciendo su trama al mínimo común denominador limando todos lo que pueda distraer al espectador del oscuro meollo de la vengativa cuestión, haciendo de Beaumont y sus circunstancias unas que cualquiera pueda reconocer en mayor o menor medida desde la distancia de la pantalla, se suman a un Chaney muchísimo más veraz en su interpretación que sus compañeros de reparto, más falsos (en algunos casos en más de un sentido) y por tanto más distantes para el público que su enloquecido guía por un mundo reducido a una broma que se dirime entre abofetear o ser abofeteado. Y dotando a El que recibe el bofetón de una sofisticada vida con resolución propia del grand guignol[5] con el que el film de Sjöström tiene mucho que ver, y que, fiel a su máxima, muestra que el que ríe mejor es el último que queda en pie para poder hacerlo.

Título: He, who gets slapped. Dirección: Victor Sjöström. Guión: Victor Seastrom y Carey Wilson, sobre la obra original Тот, кто получает пощёчины de Leonid Andreyev. Producción: Victor Seastrom (y, sin acreditar, Irving Thalberg). Fotografía: Milton Moore. Montaje: Hugh Wynn. Música: William Axt. Año: 1924.
Intérpretes: Lon Chaney (Paul Beaumont/Él), Marc McDermott (Barón Regnard), Norma Shearer (Consuelo), John Gilbert (Bezano), Tully Marshall (Conde Mancini), Ruth King (Maria Beaumont).



[1]Para los que deseen más información sobre el enormemente talentoso actor, pueden encontrarla en la primera nota al pie de la entrada sobre Balada triste de trompeta publicada en este blog el mes de junio de 2012. A propósito del film dirigido por Álex De la Iglesia, con algunos puntos en común con el film que nos ocupa en esta entrada, el director bilbaíno hizo de la figura del que recibe las bofetadas piedra angular de una de sus mejores y más incomprendidas películas: Muertos de risa, en la que se muestra el mal rollo subyacente en el humor que toma el dolor ajeno como espectáculo. Otro payaso, este literario pero con el mismo responsable, heredero de la sensibilidad de Chaney en este El que recibe el bofetón, muy bien podría ser el más articulado poeta denostado que responde al nombre de Satrustegi en la novela escrita por De la Iglesia Payasos en la lavadora, que nunca me cansaré de recomendar desde su publicación en el año 1997. Otros herederos de la particular sensibilidad de un actor cinematográfico que se suma a los pocos que han podido o querido llevar una carrera de una coherencia equiparable a la autoría que se atribuye a cineastas, escritores o músicos, por poner tres ejemplos relacionados con el cinematógrafo, serían el propio De la Iglesia, el mejor y llorado Tim Burton y recuperando el apodo de Chaney; El hombre de las mil caras, quizás también el mejor Johnny Depp, no en vano actor fetiche del realizador de Eduardo Manostijeras, o, ciñéndonos estrictamente al payaso de El que recibe el bofetón, el nihilista Joker interpretado por Heath Ledger en El caballero oscuro. Sobre la interpretación del mismo personaje llevada a cabo por Jack Nicholson, me parece más próxima a la ideada por el creador del personaje en el comic original Bob Kane, que se inspiró en otro film silente igualmente interesante: El hombre que ríe.

[2]Nacido Victor David Sjöström el 20 de septiembre de 1879 en Suecia, el director de El que recibe el bofetón se trasladó con su familia a Nueva York cuando contaba con tan sólo 1 año de edad. Tras la muerte de su madre, seis años más tarde, los Sjöström volverían a Suecia, donde se incorporaría a una compañía teatral en calidad de actor a los 17 años. La eclosión de la industria del cine sueco le permitió trabajarse una carrera como actor en este medio hasta lograr dirigir su primer film en 1912, dirigiendo cincuenta títulos silentes hasta el año 1923, amén de cuarenta apariciones como actor en idéntico número de películas hasta el mismo año. En 1921 dirigiría La carreta fantasma, considerada un clásico del cine fantástico y único film de Sjöström, junto con El que recibe el bofetón, que el firmante de estas líneas ha tenido la oportunidad de ver, aunque sólo hayan sido algunos fragmentos. Su sugerente atmósfera y rica puesta en escena se prolongarían en la película de la que se ocupa esta entrada, la segunda dirigida por el realizador sueco en Hollywood, donde se asentó en 1924 a petición del productor Louis B. Mayer para dirigir, bajo el nombre de Victor Seastrom (¿el mismo que produce y escribe El que recibe el bofetón?), Name the man. Tras El que recibe el bofetón, primer film de la Metro Goldwyn Mayer en el que curiosamente el mítico león que le sirve de emblema no emite ni un solo gruñido, dirigiría ocho películas más, entre ellas una adaptación de La letra escarlata de Nigel Hawthorne protagonizada por Lilian Gish en 1926, pero ante la llegada del sonoro Sjöström plegaría velas y volvería a Suecia en 1930. Allí retomó su carrera de actor hasta el año 1957 en el mítico film del no menos mítico realizador Ingmar Bergman Fresas salvajes, a los 78 años de edad. Murió tres años después, en Estocolmo, en 1960, considerado uno de los más importantes nombres del cine mudo sueco.

[3]Desconozco si la obra original en la que se basa este El que recibe el bofetón titulada en su ruso original Тот, кто получает пощёчины escrita por Leonid Andreyev y publicada en 1914, tuvo una fiel traslación al guión cinematográfico que sirve de base al film dirigido por Sjöström, si bien parece que el final fue cambiado a petición de los productores reacios a los finales deprimentes. En el original, Consuelo bebe accidentalmente una copa de vino que en realidad contiene veneno a lo que el payaso Él reacciona siguiendo sus pasos, suicidándose. La obra teatral original tuvo una primera adaptación al cine en la propia Rusia en el año 1916 y llamó la atención de Louis B. Mayer tras ser editada en Estados Unidos en el año 1922, logrando con la inestimable ayuda de Sjöström (y también, en menor medida, de Chaney) desterrar la teatralidad que se le presumiría a un film silente con orígenes escénicos.

[4]El 1 de Diciembre de 2007, El que recibe el bofetón fue reestrenada con una banda sonora tocada en directo ideada por Will Gregory, miembro de la atmosférica y algo cansina banda musical Goldfrapp, en el Colston Hall de Briston, Inglaterra. Sin haber tenido la oportunidad de escucharla, la copia de El que recibe el bofetón sobre la que versa esta entrada tiene como acompañamiento sonoro la habitual tonadilla a piano tan típica de la mayoría de ediciones de cine silente que llegan al mercado doméstico y que, en ocasiones como esta, resultan considerablemente anticlimáticas. Sólo añadir que la copia visionada alcanza los 70 minutos de duración, pese a la existencia de otra de diez minutos más de metraje que no he tenido la oportunidad de conseguir.

[5]Inagurado en 1897, aunque fundado tres años antes por Oscar Meteiner, el teatro de Grand Guignol sitiado en París hasta su cierre en 1962, fue escenario para diversas obras de contenido naturalista hasta lo más profundamente deprimente, que su aforo de 213 butacas (el más reducido de la ciudad) podía contemplar desde unas butacas rodeadas por un arquitectura de ramalazos góticos. Los temas de la mayoría de las obras representadas con una escabrosidad considerable, y la virulencia de las interpretaciones aseguraban (y de hecho, el teatro subsistía gracias a cumplir con lo prometido en el boca-oreja que lo llenaba a cada representación) emociones fuertes hasta el desmayo, vómito o abandono de algunos miembros del público. Su época de esplendor se sitúa entre la Primera Guerra Mundial y la Segunda, su influencia y conversión en adjetivo para definir lo grotesco, sádico y amoral alcanza a nuestros días.

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