“¡Monstruos! ¡Sucios y asquerosos monstruos!”. Estos imperdonables insultos, de la boca de la despótica trapecista
del circo en el que tiene lugar esta película dirigida por Tod Browning[1],
son probablemente las más míticas líneas de diálogo de un film de idéntico
calado histórico bajo el sensacionalista título de La
parada de los monstruos. Estas palabras son además el culmen de una
turbulenta escena en la que Browning lleva a su techo la idiosincrasia de su
película, menuda en metraje pero más grande en su unicidad a cada día que pasa, y de los personajes dueños
de esta y de su conciso título en el inglés original: Freaks. El instante en el que la atractiva y gélida mujer
interpretada por una entusiasta Olga Baclanova en el papel de Cleopatra,
culmina su plan de casarse con uno de los fenómenos de circo con los que
comparte carpa para envenenarlo y así heredar legalmente su fortuna. Pero el
alcohol le juega la mala pasada de sacar a la superficie su profunda repulsa,
oculta para poder llevar a cabo su plan criminal convincentemente, hacia
aquellos hombres y mujeres de estatura reducida y voz extrañamente aniñada (los
hermanos Harry y Daisy Earls), torsos humanos que se arrastran por el suelo
espasmódicamente (Príncipe Radian), hermanas siamesas (Daisy y Violet Hilton), un
hombre sin piernas que anda sobre sus manos (Johnny Eck), un grupo de “cabezas
de alfiler” cuya microcefalia los hace disminuidos psíquicos (Koo koo y
Schlitze), una mujer barbuda (Olga Roderick), y un hermafrodita (Josephine
Joseph) entre algunos otros comensales, que celebran su unión en matrimonio.
Todos ellos, auténticos protagonistas y reclamos de La parada de los monstruos festejan, regodeándose en su condición
de “diferentes”, el enlace entre Hans
(el mentado Harry Earls), uno de los enanos del circo, y la altiva Cleopatra en
una ceremonia de pletóricos tintes grotescos que funciona como núcleo
argumental y temático del film, con punto final en el pase de mano en mano de
una copa de la que todos deben beber para consolidar la unión cuasi fraternal
de todos los presentes a modo de ritual… hasta que la guapa mujer se niega, con
todo el desprecio que ha sido capaz de acumular sobre un carácter caprichoso,
cruel, y despótico, a cumplir con lo que los cánticos de los fenómenos de feria
parecen invocar en su festiva y caótica bacanal: que pase a ser uno de ellos.
Película
anómala e irrepetible en impacto al que tuvo en su estreno y producción en 1932,
muy probablemente imposible de recuperar a día de hoy enterrada bajo
distanciadoras, por intelectualizadas, teorías críticas y lugares comunes a
modo de tabula rasa a la hora de
encararse con el film de Browning[2],
La parada de los monstruos exhibe su lugar
en la Historia del Cine del mismo modo que lo hacen los seres humanos que la
pueblan. De forma primero curiosa, alimentada por la fama de clásico maldito y prohibido, adjetivos algo relativos pese
a los recortes y añadidos que sufrió al ir pasando de mano en mano[3],
y con las figuras de los fenómenos de feria que trabajaron en el film, reales
todos ellos tal y como se presentan en la película, como morbosamente
seductores cantos de sirena para un público integrado por un repelente nosotros[4]…
y luego de manera tremendamente incomprendida como film “de horror”, pese a que la película de Browning está mucho más
cerca de ser un turbio melodrama o una fábula nihilista rodada con un tan
incómodo como fascinante realismo, aunque no falten elementos góticos en La parada de los monstruos ya desde lo
siniestramente circense de su título.
No
malinterpreten lo escrito hasta aquí, efectivamente la cualidad de amoral y
culpable espectáculo humano es lo que hace tan atrayente la primera toma de
contacto con La parada de los monstruos,
introducida por un charlatán de circo que asegura vamos a escuchar, y sobretodo
a ver, una historia por la que moran “monstruos reales” que “podrían ser
cualquiera de nosotros”, poniéndonos a la altura del público que iba a
contemplar a dichas personas por una pequeña cantidad de dinero que poco a poco
fue yendo a parar, sin ánimo de establecer un paralelismo, a las taquillas de
los más primitivos cines que prometían y daban espectáculos mucho más blancos, e
igualmente imposibles para muchos de sus espectadores. Y difícilmente podría
decirse que La parada de los monstruos
no colma las expectativas anunciadas desde su tremendista pero visionario
prólogo respecto a la trama que está por venir. Aunque lo haga desde una
inesperada perspectiva, sino humanista, sí carente de efectismos y de una
aplastante sencillez formal: poco a poco desfilan ante nuestros ojos la
pandilla de hombres y mujeres físicamente lejos del más corriente de los
cánones estéticos mientras se sacia la curiosidad del espectador, idéntica a la
de los curiosos que llenan el circo para ver el espectáculo de aquellos que
sólo deben ser como son para ser objeto de todas las miradas y que poco a poco
va siendo minada en aras de un algo equívoco, por condescendiente, respeto. Y
es precisamente en ese punto en el que La
parada de los monstruos se erige como un film irrepetible que cuestiona una
y otra vez no la frontera identitaria existente entre la otredad física entre el ellos
y el nosotros dentro de la
película, sino como esa diferencia se da de manera mucho más agresiva en la
mirada del público que en el propio film en sí, negándose a establecer esa
división y así pasándole la patata caliente a un espectador desarmado.
La errónea
clasificación como película de terror antes mencionada de La parada de los monstruos queda de este modo dinamitada por un
elemento tan crucial en su producción como en la manera en que el film es
percibido con morbosa y culpable fascinación, sembrando la semilla de simpatía que Browning se encargará sabiamente de
contornear a gusto y disgusto. No hay maquillaje ni artificio, no hay sombras
recortadas que enfaticen la “monstruosidad” de esos seres humanos, no hay
trampa ni cartón dramático sino la Verdad, desapasionada hasta alcanzar un
grado casi documental. La extrañeza inicial con la que uno se enfrenta con el
film de Browning no es fruto de una puesta en escena realzada por milongas
formales dispuesta a armar un buen espectáculo. Todo lo contrario, esa
extrañeza se apuntala en su falta de asideros, en su absoluta naturalidad, rayana
en la más realista asepsia de la que se desprende lo más valiente y memorable
de la película: el que la extraña poesía que se diría tienen algunas de sus
imágenes no es debido a elementos dramáticos más o menos codificados, sino a la
mera presencia de los fenómenos de feria que convierte en irreal, para el ojo
no acostumbrado (probablemente el de todos los que nos acercamos a ver el film
por primera vez), situaciones de una rampante cotidianeidad.
De este modo,
el lirismo que se desprende de las imágenes campestres que muestran a algunos
de los componentes de la comitiva circense tumbados al sol jugando, inocentes
como críos de excursión por el campo, resulta tan extrañamente natural y
espontánea (y por ello, irrepetible) por el simple hecho de que la presencia de
dichos fenómenos impregna al resto del
film de manera tan -se diría- involuntaria, como inevitable. Acorde con esta
estrategia tanto cinematográfica como moral, dos conceptos por lo general casi
inseparables pero pocas veces de manera tan plausible, Browning reduce los
elementos enfáticos a su mínima expresión. La planificación sirve en ocasiones
a objetivos dramáticos pero nunca -quizás y sólo quizás a excepción del inicio
que muestra a Hans en un plano picado admirando a su amada trapecista
sintiéndose ¿por debajo de ella? ¿O
subrayando el romántico hormigueo de admiración que le produce?- distingue la
porosa frontera que separa a aquellos que se consideran “normales” de aquellos
que se consideran “diferentes”, al igual que evita todo intento de patetismo en
su retrato de estos últimos al no incluir prácticamente banda sonora (sólo
fanfarria circense de fondo que sitúa en el espacio sin más) y jamás con ánimo
de subrayar ningún tipo de dramatismo más allá del necesario para hacer
comprensible la historia de La parada de
los monstruos.
Uno no sabría
decir si Tod Browning era un realizador increíblemente hábil en su invisible
pero magistral ánimo de extrañar al público dejándolo solo con lo que está
viendo sin amarres dramáticos, o un realizador desapasionado que dejó en las
manos de los fenómenos circenses todo el peso de un film al que poco a poco el
espectador va aclimatándose con facilidad debido a la ausencia absoluta de
tremendismo en la mirada del cineasta, aunque pronto emerge, sin perder nunca
un tono tan ligero como espesos son los sentimientos que provoca, el carácter
limpiamente manipulador del realizador sobre asuntos más turbios y puntos de
vista de similar escala de grises.
En el primer
tramo del film La parada de los monstruos
muestra la cotidianeidad de los fenómenos con una naturalidad sólo recargada, sin
llegar a hacerse notar ni resultar antipática, en unos melodramáticos diálogos[5]
y un sentido del humor que juega sus cartas con ánimo de congraciar al público
con aquellos que poco a poco van dejando de ser objeto de fascinación para
serlo de estima por proximidad en su día a día y anhelos personales. No parece
casualidad o simple morbo satisfecho el que Browning nos muestre la ceremonia
de integración de Cleopatra en el clan de los que se igualan en su
“diferencia”, con todo su pletórico bizarrismo en sus propios términos, y no la
boda entre Hans y la trapecista que se habría dado en condiciones más
convencionales o reconocibles para el público… ni que los insultos proferidos
por la alcoholizada diva con los que se abre esta entrada, sumados a la constante
humillación de su flamante esposo ante sus amigos, resulten dolorosos y
violentísimos para el espectador, sintiéndolos como propios. Las vidas de los
más marginados miembros del circo, queridos y respetados por algunos otros que
no son como ellos, alcanzan sus
pequeños destellos épicos al lograr algo tan aparentemente sencillo como
encender un cigarro que pende de los labios de uno con la dificultad de no
gozar de piernas ni manos para poder hacerlo, o el que dos hermanas siamesas
contraigan matrimonio cada una de ellas con un hombre diferente sin que ninguno
de ellos vea ningún problema práctico en ello que no pueda superarse[6]…
ganándose con su inevitable naturalidad una admiración del público no exenta de
cierto paternalismo en contraposición a unos irritantes y muy sobreactuados
representantes de la “normalidad” que creen eximirse de su soberana estupidez y
falta de sensibilidad por gozar de tamaño y forma más o menos intercambiable
con cualquier otro espécimen de lo más vulgar de la humanidad.
Esta aparición
de seres humanos físicamente “corrientes”, algunos de ellos, como el payaso
Phroso (Wallace Ford) o su acompañante Venus (Leila Hyams), vistos como afables
y respetuosos con los a esas alturas del film autoconsiderados diferentes con
los que conviven sin más problema que el que tendrían con cualquiera, viene
capitaneada por los perniciosos Cleopatra y su descerebrado consorte,
toscamente enamorado de ella y de revelador nombre Hércules (Henry Victor),
animalescos, caprichosos y antipáticos seres que parecen dar a La parada de los monstruos la condición
de película que se reduce, ahí es nada, a un enfrentamiento entre unos,
apolíneos y malvados, contra otros, variopintos en cuerpo y puros de espíritu, a
modo de subversión de unos cánones estético-morales tan poco saludables como
desgraciadamente en boga, bajo apariencias más civilizadas, en la actualidad y
que se ven aquí desvirtuadas para bien y a base de ser cuestionadas, las
fronteras entre humanidad y monstruosidad en su vertiente más demagógica y
simplista.
Pero en La parada de los monstruos hay más,
hasta casi alcanzar la excitante contradicción: la llaneza y buenos sentimientos
de los “diferentes”, tiernos, amistosos y tremendamente pacientes para con el
desprecio ajeno[7],
se ve pronto puesta a prueba ante la amenaza mortal personificada en Cleopatra,
que no sólo humilla a Hans y a aquellos que lo rodean sino que pretende acabar
con su vida envenenándolo mientras lo arropa como a un bebé, olvidando que este
es de mente y sensibilidad tan adulta sobre el papel (y mucho más en la
práctica) como la de su tiránica cuidadora de falsos buenos modales.
A partir de
ese instante, el film cambia inquietantemente de tercio dándole una última
vuelta de tuerca a la percepción que el público podía tener de los fenómenos de
feria de La parada de los monstruos,
arrancándolos de la comodidad de lo encantador para llevarlos a terrenos mucho
más turbios y significativamente más impenetrables para su sensibilidad,
haciéndolos mucho más autónomos, traicionando el condescendiente cariño que el
espectador había logrado sentir por ellos a base de querer identificarse con
los más desvalidos. Browning no acelera
el ritmo para crear urgencia o tensión, pero al no hacerlo ensombrece su abstracto
tono haciéndolo inexorable y más ominoso a cada minuto que pasa: los “diferentes”
empiezan a rondar la caravana de
Cleopatra de forma progresivamente amenazadora y con el estallido de una
tormenta eléctrica a modo de atmosférico pistoletazo de salida, la venganza se
pone en marcha. Y en este momento, la distancia de Browning, ayudado tan sólo
por elementos como el fango, la lluvia, rayos y truenos -y una vez más y de
forma tremendamente efectiva, con una total ausencia de música ambiental-
convierte La parada de los monstruos
en una película pesadillesca: las imágenes de los fenómenos de circo, convertidos
en matones despiadados con el mantra “si ofendes
a uno, ofendes a todos” en el corazón van tornándose cada vez más opresivas
y barrocas dentro de un contenido naturalismo, son dignos de cualquier (sobresaliente)
film de horror que se precie… aunque con la diferencia esencial, que la hace
mucho más desoladora e inquietante, de que, una vez más, la apariencia de los
protagonistas dentro y fuera del film –y la visión que el espectador tiene de
ellos como uno de los escasos elementos falsamente “expresivos” de la película-
es la que convierte el entregado melodrama vodevilesco con la venganza como
motor vital que late en el fondo de La
parada de los monstruos en la inclasificable película que transgrede dejando
atrás toda frontera genérica y pone en tela de juicio la moral del espectador a
través de su manera de ver la película, rompiendo las barreras entre las
categorías que divorcian el nosotros
de ellos haciendo a estos últimos
mucho más próximos que los primeros, a los que supuestamente debería pertenecer
un público que una vez se siente arropado entre fenómenos circenses como uno
más, es puesto frente a la cara más profundamente desagradable de lo que
resulta de esta división, reestableciéndola ante la confiada mirada del público,
que se ve expulsado de nuevo con los suyos.
La implacable
venganza, llevada con mano dura por un resentido Hans que en ocasiones parece
regodearse en su ajuste de cuentas, conduce al film de Browning a una conclusión
tan sencilla como desoladora. Los fenómenos de circo resultan tan tribales y
agresivos como pueden haberlo sido Cleopatra o Hércules, sólo diferenciándose
en lo honorable de estos últimos al devolver el ataque a modo de defensa,
siendo la violencia del ojo por ojo una reacción a otra que parece escudarse en
una “justicia natural” que justifica la indefensión de unos fenómenos
supuestamente “débiles” y dignos de una comprensible pero profundamente
paternalista compasión que no hace sino relegarlos a una interminable condición
de víctimas. Así las cosas, Browning desnorta por completo al bienintencionado
público al emponzoñar su mansa identificación con los fenómenos circenses que,
siguiendo con esa distancia expositiva que hace gala todo el film a excepción
de los bufonescos retratos de Cleopatra y Hércules, no son mejores ni peores
que aquellos que pretendían envenenar a uno de ellos, sólo se saben tan solos en el mundo que no pueden tolerar un
ataque sin darle la más violenta respuesta, valorando mucho más que aquellos
que acuden en masa a contemplarlos como atracciones de feria cualquier valiosa muestra
de cariño entre los que les son propios o ajenos, dotados de una solidaridad
cuyo exclusivismo roza lo fanático.
Así, y fintando
todo paternalismo, muy alejado de la edulcorada y semidivina (y por tanto,
inhumana) figura del freak propio de la actualidad[8],
Browning asesta su mayor y más terrible -y polémico- golpe sobre la mesa, desbaratando
todo intento de moralismo que se le quiera adjudicar al no enfatizar ninguno de
los elementos que componen su película empezando por sus protagonistas: la
maldad de ambos lados, el “normal” y el “diferente”, cuyas fronteras han sido
desvirtuadas y traspasadas una y otra vez, los/nos iguala por completo y al
mismo tiempo los relega a todos ellos a vivir aislados en su propia categoría
en una triste convivencia, insuficiente y claustrofóbica para los freaks por lo reducido de su perímetro
social y su obligada condición de parias ocasionalmente agresivos. La fría violencia
de los diferentes a modo de terrible
catarsis para un público más violentado que aliviado con este acto, tiene
además un aire asumidamente trágico en su castigo para con aquellos que se
consideran normales al transformar a
sus víctimas en grotescas caricaturas de lo que fueron, en los más imposibles
fenómenos vistos bajo una carpa, obligándoles a compartir con ellos las crueles
miradas de admiración de un público que ya los ve como si fuesen uno de “ellos”, raptándolos de su mundo de
físico convencional para incrustarlos salvajemente en el suyo, rezando tristemente ambos al lema de cada oveja con su
pareja. Y, bajo las lanas, todos iguales como lobos si se tercia.
Título: Freaks. Dirección: Tod Browning. Guión: Willis Goldbleck y Leon Gordon,
inspirado en el relato Espuelas de
Clarence Aaron Todd Robins. Con diálogos adicionales de Edgar Allan Woolf y Al
Boasberg. Producción: Irving
Thalberg y Tod Browning. Dirección de
fotografía: Merrit B. Gerstad. Dirección
artística: Cedric Gibbons y Merrill Pye. Montaje: Basil Wrangell. Año:
1932.
Intérpretes: Harry
Earles (Hans), Daisy Earles (Frida), Olga Baclanova (Cleopatra), Henry Victor
(Hércules), Wallace Ford (Phroso), Leila Hyams (Venus), Rose Dione (Madame
Tetrallini), Schiltze (Schiltze), Koo koo (Koo koo), Daisy Hilton y Violet
Hilton (Siamesas), Principe Radian (Torso viviente), Johnny Eck (Medio hombre).
[1]Cineasta relativamente famoso por su nombre y poco por sus
películas, Charles Albert “Tod” Browning huyó del hogar paterno en Kentucky en
el que habría nacido presuntamente el 22 de junio de 1980, para iniciarse en su
carrera como artista de circo a los 16 años. El más famoso de sus números era
un claustrofóbico entierro en vida que podía alcanzar las 48 horas de duración,
y que gracias a un truco que garantizaba algo de espacio y comida al falso
muerto que más tarde resucitaba ante la atónita mirada del público, daba a
Browning la paz e introspección que tanto gozaba en su encierro bajo tierra.
Pero Browning no era hombre de un solo número: desde su abandono de la
comodidad del hogar del sur, aprendió a liberarse de una esposas sin necesidad
de llave, cantó alabanzas de falsos hombres salvajes, ejerció de payaso, fue
jinete y cuidador de establos viendo truncada su carrera como Cadaver Viviente
cuando las autoridades interrumpieron su número por violación del Sabbat y
fraude. Poco después, Browning encaminó sus pasos al mundo del vodevil y
aprendió contorsionismo. Algunos le atribuyen dotes de acróbata, ilusionista y
funambulista. En 1913, David Wark Griffith, también oriundo de Kentucky, le
ofreció un papel en una película corta llamada Scenting a Terrible Crime y lo introdujo en Hollywood,
interpretando diferentes papeles en las comedias de una bobina que se producían
semanalmente. Aficionado a la bebida y de carácter temerario, Browning provocó
y sufrió un accidente de tráfico estando ebrio al volante en 1915, en el que
murió un joven actor llamado Elmer Booth y del que el realizador de La parada de los monstruos sobrevivió,
tras una larga temporada en el hospital, milagrosamente. En 1917, y tras
aparecer en Intolerancia de Griffith,
dirigiría su primer film: Jim Bludso,
alcanzando su primer éxito comercial con The
Virgin of Istanbul en 1920, tras la que dirigió algunos filmes más, en uno
de los cuales, Outside the law de
1921, un joven Lon Chaney que actuaba como secundario. Su creciente alcoholismo
hizo mella en su vida laboral y matrimonial, pero el presidente de la Metro
Goldwyn Mayer, Irving Thalberg, lo recuperó para ambos en 1925 contratándolo como
director de El trío fantástico con
Lon Chaney como uno de los protagonistas. A partir de ahí, llegarían Maldad encubierta, El Palacio de las
maravillas, Garras humanas, la mítica y/por desaparecida London alter midnight, Los Pantanos de Zanzibar, la célebre y
fatalmente teatral Drácula
protagonizada por Bela Lugosi, el fracaso comercial que supuso La parada de los monstruos, la
maravillosa Muñecos infernales y Miracles for sale, de 1939. Murió
alejado del mundo del cine, en el cuarto de baño del apartamento de unos amigos
que lo habían acogido, víctima de un cáncer de garganta que lo había recluido
en su mutismo, en 1962.
[2]Lecturas que La parada de
los monstruos rehuye o debería rehuir a los ojos de cada espectador y su
propia manera de ver el film. Aunque sea algo que debería ser aplicable (y
aplicado) a toda película, más aún en este caso dado las posibilidades de
discusión que ofrece el film de Browning. Ya hay bastantes tecnócratas en el
mundo como para encima tener que tomar las percepciones, empezando por
descontado por la del que escribe, de expertos o aficionados como palabras
sagradas.
[3]La producción y distribución de La parada de los monstruos supone una historia casi tan interesante
como la que ofrece la propia película dirigida por un Browning cuyo éxito de
taquilla logrado con su película anterior Drácula
para la Universal, no fue suficiente para evitar que fuese a la MGM para
levantar su próximo proyecto, sorprendentemente extremo para ser financiado por
una major como la Metro Goldwyn Mayer. Con un presupuesto de 360.000 dólares,
holgado para una película sin estrellas en su reparto, la filmación de La parada de los monstruos incluye desde
la amistad entre miembros de rodaje y actores que en la película parecen
llevarse a matar (como en el caso de Harry Earles y Olga Baclanova, que se
entendieron a las mil maravillas desde al instante de haberse conocido) hasta
el rechazo permanente de parte del equipo técnico, muy turbados por la
presencia de algunos actores en el plató. Para más inri, y a petición expresa
de algunos de los trabajadores de la MGM, los que interpretaban a los
“diferentes” comían y descansaban entre toma y toma en un lugar aparte del
resto de los actores y profesionales de la productora, después de que algunos
aseguraran que compartir la hora de comida con dichos hombres y mujeres les
quitaba el apetito. El caso más célebre fue el del escritor Francis Scott
Fitzgerald, que por aquel entonces pagaba la manutención de su esposa Zelda,
residente en un sanatorio, trabajando como guionista para Thalberg y siempre
temeroso y alterado por la posibilidad de ser despedido por su alcoholismo. Una
mañana en la que la resaca era especialmente dura la visión de algunos miembros
del reparto (especialmente la de las dos hermanas siamesas, que se sentaron al
lado del autor de El gran Gatsby) de La parada de los monstruos lo obligó a
abandonar la habitación conteniendo las nauseas. Para evitar episodios como
este, algunos directivos de la productora intentaron cancelar la filmación, que
finalmente se llevó a cabo en nueve semanas.
En los
preestrenos, la película no tuvo una buena acogida, y Thalberg amputó escenas y
añadió otras como el prólogo con el charlatán de circo y la que muestra la
reconciliación entre Hans y Frida, por motivos económicos y sin relación alguna
con la censura moral e ideológica que aún estaba por llegar bajo los dominios
del Código Hays. Ello no logró evitar que cuando se estrenó el 12 de febrero de
1932 La parada de los monstruos fuese
un fracaso en taquilla, acumulando pérdidas de 164.000 dólares a lo que no
ayudó la prohibición del film en algunos estados. En Europa fue muy mal
distribuida y en Inglaterra tardó hasta tres décadas en ser exhibida
comercialmente. En 1948 los derechos de exhibición del film, archivado por la MGM,
fueron comprados por Dwain Esper, que cambió el título hasta tres veces, bajo
los sensacionalistas Nature’s mistakes,
The monster show y Forbidden love,
y según parece, añadió el texto escrito que abre el film, aunque algunos
adjudican su inclusión de la mano de Thalberg para su frustrado reestreno
planeado para 1933. Vilipendiada por la crítica en su día y condenada al
ostracismo, el film fue ganando adeptos tras su pase por el Festival de Venecia
de 1962 hasta consagrarse al ser parte de la colección del MOMA en 1967,
gracias a una nueva sensibilidad que asumía lo hasta entonces considerado
“monstruoso” (no en vano, el apodo freak,
como denominación de lo diferente se
utilizaba en los sesenta con una ligereza impensable años antes del nacimiento
de la contracultura que rindió culto al film de Browning) con una turbia
fascinación que la propia película no dejaría de alimentar hasta nuestros días,
en una versión mucho más descafeinada que en el film de Browning.
Para los
que deseen información más pormenorizada de los dimes y diretes de esta
producción de la MGM y sus vaivenes a lo largo de la Historia del Cine, les
recomiendo encarecidamente la lectura de los libros Monster show. Una historia cultural del horror escrito por David
J.Skal en la colección Intempestivas de la editorial Valdemar, y el libro
perteneciente a la colección Programa
doble editado por la revista Dirigido
por… con el nombre de Extraños en un
tren/La parada de los monstruos, escrito por Quim Casas. Todos los datos
referentes a la producción del film y su posterior distribución a lo largo de
los años que pueden leer aquí han sido extraídos de ambas obras, en las que
pueden ampliar considerablemente lo aquí apuntado.
[4]Al contrario de lo que podría parecer debido a la percepción que
se tiene hoy de La parada de los
monstruos, muy pocos de los fenómenos circenses que participaron en el film
quedaron satisfechos con el resultado. Más bien al contrario; muchos de ellos
renegaron del film, obviando mencionarlo hasta en entrevistas concedidas el
mismo año de su estrreno, por considerar que los mostraba como un espectáculo
humano a explotar y en su último tramo como un grupúsculo violento incapaz de
relacionarse con nadie que no fuese como ellos.
Tampoco debió ayudar la campaña publicitaria del film que esquivó todo posible
humanismo del film y se dedicó a lanzar carnaza a un público supuestamente
ávido de emociones fuertes que no respondió como se preveía, quizás porque el
film iba por otros derroteros, ni la actitud de Browning, que actuaba como si
aún estuviese bajo la carpa del circo en el que presentaba a un falso Hombre
Salvaje en los inicios de su carrera al hablar de algunos de sus actores como
si fuesen animales exóticos en aras de recaudar algo más de dinero. Dan que
pensar, en este aspecto, las palabras de Dvid J. Skal en el mentado libro Monster Show: “La parada de los
monstruos se convirtió en un modo
políticamente correcto de entregarse a la curiosidad morbosa suscitada por unas
deformidades similares a las provocadas por la talidomida que a la vez permitía
a uno sentirse íntegro y progresista”. Para que luego haya quien vea La parada de los monstruos como un film
cuya interpretación y asimilación está cerrada a cal y canto.
[5]A modo de curiosidad, decir que inicialmente La parada de los monstruos fue planteado como un film mudo, lo que
quizás lo habría hecho más teatral y por ello menos próximo, jugándole a la
contra.
[6]El sexo, ya sea entre los fenómenos circenses que tienen que
aguantar la mirada de los curiosos para cobrar su sustento y los que deben
tener algún talento para recibir un aplauso del público, o entre los artistas
de circo de física estándar, es uno de los temas que planea de manera más
elíptica sobre La parada de los
monstruos. El payaso Phroso sugiere tener impotencia, el estúpido Hércules
se dedica a zaherir al pobre Hans repitiéndole una y otra vez ante propios y
extraños que es poco menos que “medio
hombre”… A lo que los “diferentes” le responden en su venganza final, en
una escena que fue recortada para el montaje final, castrándolo. Según parece,
la última vez que aparecía Hércules en pantalla no era revolcándose en el fango
mientras era luchaba con aquellos de los que pocas escenas antes se
burlaba con orgullosa crueldad, sino en
la carpa de circo como broche final al film como una atracción más cantando con
voz de soprano, algo imposible para un hombre de voz tan grave… Por no hablar
de lo poco que Browning elude en su frontalidad expositiva de la que hace gala
en La parada de los monstruos, las
relaciones sexuales que tarde o temprano habrían tenido lugar entre Hans y
Cleopatra aunque sólo fuese como manera de encubrir su mentira por parte de
esta última y que, como en con la aparentemente complicada logística sexual en
el caso de las hermanas siamesas capaces de saborear ambas lo que sólo una está
tomando, queda reservada para la calenturienta mente del espectador.
[7]Considerablemente alejados de la escasa sensibilidad que
demuestran tanto humanos “normales” como “diferentes” en el relato corto que
inspira el guión de La parada de los
monstruos: Espuelas, escrito con
una crueldad y mala baba considerables por Clarence Aaron Tod Robbins y editado
en castellano por Ediciones Jaguar en la compilación Siete relatos góticos. Del papel a la pantalla. Con algunas
variaciones en su argumento, La parada de
los monstruos recoge de su inspiración literaria una historia alrededor del
maquiavélico plan de una mujer que pretende hacerse con las riquezas de un
fenómeno circense tras casarse con él y así heredar su herencia al asesinarlo.
Aunque su “desvalida” víctima tramará una tremebunda venganza que tomará
literalmente las palabras de su esposa que asegura, pretendiendo humillarlo por
su estatura, que “sería capaz de llevarlo
a hombros hasta París”, en la que mucho tendrán que ver las espuelas que
dan título a una historia tan sádica como entretenida, carente, eso sí, de los
matices humanistas del film de Browning que sólo parece recoger la estructura
del relato en su trasvase a la pantalla.
[8]Figura que desde los trabajos de geniales cineastas como David
Lynch, Terry Gilliam o sobretodo Tim Burton ha basculado entre la creación de una atmósfera
(especialmente en el caso de Lynch) o la transgresora figura del diferente en el caso de un Burton que ha
ido azucarando tanto sus modelos que en ocasiones parecen andar sobre las
aguas, dotados de atributos “puros” fácil y peligrosamente intercambiables con
algunos ideales conservadores que nada tienen que ver con el respeto a la
diferencia ya sea por principios o por el puro placer de no negarse una compañía
o una forma de ver el mundo diferente a la nuestra y por ello de lo más
vivificante. La progresiva mercantilización y vulgarización de lo freak tan ingente como antipática no han
hecho sino empeorar la banalización de una herencia notable en varios films:
muy especialmente en el caso de Burton con una influencia directa en uno de sus
mejores films: la maravillosa Ed Wood,
comentada en este mismo blog en el pasado mes de febrero. A la contra de los
impulsos “decorativistas” de algunas películas con freaks como atrezzo atmosférico, es imposible olvidar la lúcida
bronca de un actor enano a un director que requiere su presencia para hacer
ensoñadora una escena de su última película en Vivir rodando de Tom Dicillo, o los gozosamente vivarachos
protagonistas de esa olvidada joya del cine francés llamada Nacional 7.
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