Resulta mucho
más difícil desgranar que enumerar las virtudes de una película como la que nos
ocupa: El monstruo de las bananas,
opera prima[1]
del realizador John Landis[2],
dirigida, escrita y protagonizada por él mismo en un alarde de autoría absoluta
quizás voluntaria o tal vez obligado por lo reducido de un presupuesto a la
altura de sus nimias pretensiones[3],
es un film de desopilante fuerza, repleto de referencias y bebedor hasta la
feliz y personal borrachera de películas pretéritas como Frankenstein, La novia de Frankenstein o, faltaba más, King Kong[4].
Su sonrojante argumento da sus primeros pasos narrando las desventuras de un
grupo de adolescentes que, paseando por el campo, caen en una gruta subterránea
en la que hallan un cadáver casi fosilizado que se erige en única compañía de
un gorila prehistórico (conocido por el sonoro nombre de Schlock) de aires
humanoides que ha hecho del subsuelo su hábitat natural y que como era de
esperar, escapa sembrando el caos entre la población que rodea el lugar. Tan
pobre argumento, despachado en un largo y cansino cuarto de hora que aúna
tópico tras tópico pese a los esfuerzos del realizador de conjugar terror
(barato) con comedia (sin gracia), da un afortunado giro de ciento ochenta
grados al establecer una estrategia que no por sencilla resulta menos lograda y
propia de entonces[5]:
erigir al simio de tiempos remotos como destructivo y absoluto protagonista. Si
antes se ha sacado a colación las dos películas dirigidas por James Whale sobre
el Moderno Prometeo y su creación no es sólo por la referencialidad de El monstruo de las bananas para con
ambos filmes. Si bien es cierto que hay al menos un par de escenas del film de
Landis que son indudables homenajes a algunos de los más célebres instantes de
los filmes protagonizados por Boris Karloff en el papel del Monstruo de
Frankenstein, su influencia no se reduce al mero guiño, sino que se refleja en
la sensibilidad de El monstruo de las
bananas al ponerse del lado del Monstruo como emisario de un amable pero
divertidísimo Caos, cuya agresividad se ve rebajada por lo inocentemente
infantil de su destructividad.
No parece
casual el que el simio protagonista que tantos estragos causa entre los adultos
del pueblo en el que se dedica a sembrar el pánico encuentre agradecida
compañía entre los niños del lugar. Entre alegre salvajada y salvajada, Landis
introduce escenas tan logradamente encantadoras como el festín que el simio se
da con un enorme pastel en compañía de dos crías que no parecen temerle porque
no ven en él nada especialmente extraño, como tampoco lo hace un niño que le
planta cara al mono cavernícola burlándose de sus rugidos enseñándole la
lengua. Más allá del obvio sentimentalismo de estas escenas, que hacen más simpático al protagonista de El monstruo de las bananas a ojos de una
parte del público, no es baladí el que niños y simio compartan formas de ver el
mundo y por eso acaben por entenderse. Sea hecho a conciencia o no por parte
del realizador y probablemente sin ánimo de hacer de El monstruo de las bananas una película infantil, la pureza de
intenciones del simio se refleja en la de los niños, siendo su sentido de la
anarquía tan salvaje como a la postre blanco e inofensivo, pese al caos y a
algunas muertes que lo denodadamente pobre e irónico del conjunto reducen a un mero
chiste sin más consecuencias en el ánimo del espectador, resituado en el placer
infantil de la trastada sin coartadas morales ni distanciadoras. El monstruo de las bananas es además, en
su absoluta falta de pretensiones y alejado de todo conservadurismo propio del
género de la monster-movie en la que
muy bien podría haber ingresado de no ser por el particular punto de vista
desde el que se articula y plantea a su protagonista como un incomprendido sólo
respetado por niños y invidentes, la quintaesencia del cine de John Landis y su
forma de entender el llamado séptimo arte.
Vista en
perspectiva, la película que nos ocupa resulta un revelador contenedor de todas
las filias y fobias del cine de Landis: desde una visión festiva de la
destrucción que corroe de cabo a rabo El
monstruo de las bananas, el placer de la buena música sintetizada en una de
las mejores e hilarantes escenas del film que hace de un pianista ciego el
acompañante musical del primate al piano, las mencionadas referencias cinéfilas
(la más obvia y probablemente la más insuficiente es la que parodia 2001: odisea en el espacio) y un humor
que coquetea con lo negro pero despierta las más blancas de las risas[6].
El contagioso vitalismo de algunos de los mejores trabajos del realizador de Granujas a todo ritmo obtiene en este film
visos de declaración de principios. El simio prehistórico que tanto disfruta y
hace disfrutar con sus animaladas está interpretado, y más que bien, por el
propio realizador enfundado en un excelente maquillaje obra de Rick Baker que
oculta su cuerpo pero saca a la luz lo más travieso y desenfadado del propio
Landis. Más que interpretar al simio, se diría que Landis habla a través de él,
expresándose en su mutismo a base de rugidos y miradas de perplejidad, no sólo
fundiendo su punto de vista con el del monstruo sino también, y por tanto, con
el del público, desarmado ante la frontalidad de intenciones de la película y
secuestrado por el dionisíaco modo de vida propugnado por el realizador.
Vista de esta
manera, El monstruo de las bananas es
antes puro exhibicionismo a base de dar ejemplo que una película que pretenda
narrar una historia con cara y ojos, pero su encantadora modestia la eleva muy
por encima de lo que prometían sus pobres posibilidades. Poco importa el hecho
de que las desventuras del simio sean poco más que gags encadenados sin otro
objeto que el de divertir -ahí es nada- por encima de toda lógica o sentido de
la unidad, que el paupérrimo argumento se ahogue en dichas secuencias
estirándose de la forma más obvia y limitadora llegando en ocasiones a cansar,
o que la factura audiovisual pese a lo competente que pueda resultar y las
abundantes soluciones visuales con las que cubre sus vergüenzas presupuestarias
carezca de la garra (aunque en su casi ausencia de dramatismo encuentre la
unidad que evita que la película se deshaga) que sí aportan su protagonista y
algunos instantes de una inesperada densidad dentro de la ligereza del conjunto.
Esta es una película que se compone de pequeñas aristas que descompensan la
pulida (y aburrida) propuesta argumental del film, dotándolo de una vida
impensable visto su punto de partida: El
monstruo de las bananas es Landis al desnudo, pero también una invitación
al placer más gozosamente infantil: más allá de constantes miradas cómplices a
cámara por parte del simio, o la suma de todo lo planteado hasta aquí como
métodos de enaltecer un disfrute que se creía olvidado o petrificado bajo
formas más caras y fastuosas -o dramáticas- el gozo de una película como la que
nos ocupa reside en la inexplicable pero muy valiosa fuerza que le da su
pequeñez a todos los niveles y su capacidad para no tomarse en serio a sí misma
sin perderse nunca el respeto, en el evidente cariño con que ha sido llevada a
cabo y sobretodo en el contagiosísimo sentido del amable hedonismo que se
desprende de su ajustado metraje y que devuelve al público adulto al paraíso
perdido del alborozado espectador infantil.
Título: Schlock. Dirección y guión: John Landis. Producción:
Jack H. Harris y James C. O’Rourke. Dirección de fotografía: Robert E.
Collins. Montaje: George Folsey Jr. Música:
David Gibson. Año: 1971.
Intérpretes: John Landis (Schlock), Saul Kahan
(Detective Wino), Joseph Piantadosi (Ivan), Eliza Roberts (Mindy Binerman).
[1]Pese a que si hacemos caso a Jason Zinoman y su magnífico libro Sesión sangrienta, el primer film del
realizador fue en realidad uno llamado Equinox,
del que no sé nada más que lo que puede leerse en el magnífico análisis
histórico de Zinoman sobre el cine de terror norteamericano surgido en los años
sesenta.
[2]Nacido John David Landis el 3 de Agosto de 1950 en Chicago en el
seno de una familia judía, aunque se trasladó con su padres a Los Ángeles a muy
corta edad, donde pasó gran parte de su infancia y juventud. Entró en contacto
con el mundo del cine al empezar a trabajar como recadero para la 20th Century
Fox para acabar sustituyendo al ayudante de dirección de Los violentos de Kelly, que sufrió un ataque de nervios durante el
rodaje que tuvo lugar en la antigua Yugoslavia en 1969, y en el que Landis
también participó como actor en un papel secundario. Landis trabajó como doble
de escenas peligrosas en producciones europeas del calado de Hasta que llegó su hora, y asegura haber
sido asesinado por Toshiro Mifune en una película japonesa. Al poco tiempo,
Landis viajó a Londres para participar en el guión de La espía que me amó. En 1971, a los 21 años de edad, Landis se
embarcaría en su primera película como director: El monstruo de las bananas de la que se ocupa esta entrada, y que,
además de suponer la primera colaboración del director con el genio del
maquillaje Rick Baker, fue un fiasco considerable en taquilla, lo que produjo
el obligado retiro de Landis del mundo del cine durante un tiempo. Fue en 1977
cuando volvió a la carga con la divertidísima Made in USA (también conocida por su título original The Kentucky Fried Movie), película
compuesta por sketches cuyo
denominador común es el humor más absurdo. Un año más tarde, Landis lograría
dirigir Desmadre a la americana (comentada
en este blog el pasado mes de marzo), el éxito de la cual no sólo catapultaría
al tristemente fugaz estrellato a John Belushi, sino que también situaría a
Landis como valor en alza protegido bajo el ala de la productora Universal
Studios. Su siguiente film fue el mítico Granujas
a todo ritmo (comentada en este blog en septiembre del año 2012), que con
el tiempo se ha erigido, como muchas de las películas del realizador, en un
pequeño clásico de culto. En 1981 el director llevaría a cabo un proyecto
imaginado por primera vez durante el rodaje de Los violentos de Kelly: sería Un
hombre lobo americano en Londres, muy hábil mixtura de terror y humor con
unos impresionantes efectos especiales de Rick Baker, el film que volvería a
dar en la diana y a llenar las salas. Al poco tiempo, Landis dirigiría un
segmento de la tristemente célebre película que llevaba la mítica serie de
televisión The twilight zone a la
gran pantalla. Siendo su porción del film uno bastante pobre, la película se
haría famosa por el accidente de helicóptero que tuvo lugar durante el rodaje y
que acabó con la vida del actor Vic Morrow y dos niños. Poco después, Landis
llevaría a cabo una de sus mejores películas: Entre pillos anda el juego, nueva muestra de la habilidad de los
traductores españoles para retorcer títulos originales hasta hacerlos
irreconocibles y una buena demostración del director de que no sólo sabía hacer
comedias desmadradas. Ese mismo año Landis cambiaría el mundo del videoclip
cuando fue llamado a filas por Michael Jackson para llevar la batuta del video
de su canción Thriller, sin el cual,
y no me extiendo más sobre el tema, el mercado de vídeo doméstico jamás habría
evolucionado hasta donde lo hizo, probablemente cambiando la forma de ver (y
hacer, por imitación) cine para siempre.
Tras este
pequeño paréntesis, que tantos réditos le supuso, llegarían Espías como nosotros y Tres amigos, de las que no puedo decir
nada por no haberlas visto. La divertida El
príncipe de Zamunda fue su siguiente película y un año más tarde volvería a
colaborar con Michael Jackson en el videoclip de Black or White, amén de dirigir a Sylvester Stallone en Oscar, otro film de Landis que no he
tenido la oportunidad de ver. Tras ella vendría Superdetective en Hollywood III, de la que tampoco puedo opinar,
cosa que desearía no tener que hacer de la terrible La familia Stupid, lamentable comedia que desaprovecha su humor
absurdo para componer un film desabrido y muy antipático en sus pretensiones de
resultar lo más divertido posible sin llegar a conseguirlo jamás. Pero la mayor
afrenta llegó en 1998 con Blues Brothers
2000, secuela de la magnífica Granujas
a todo ritmo desprovista de toda gracia y cuyo único valor fue su estupenda
banda sonora. Ese mismo año estrenaría Susan’s
plan y no será hasta el año 2010 que volvería a estrenar en salas
comerciales un film que aún está por aparecer por nuestros lares aunque sea en
formato doméstico: Burke and Hare.
[3]La película tuvo un presupuesto de 60000 dólares de entonces, una
cifra muy reducida dentro de los desproporcionados costes del cine como
industria en general, especialmente la norteamericana.
[4]Tanto Frankenstein como La novia de Frankenstein fueron grandes
películas (muy especialmente la segunda, una obra maestra aún por superar)
dirigidas por James Whale en 1931 y 1935 respectivamente ya ponían al Monstruo
-interpretado por Boris Karloff- como figura protagonista muy por encima de la
del Doctor Frankenstein que le daba vida, llegando hasta a confundir el nombre
de creador y criatura para una parte del público. La mítica primera versión de King Kong, dirigida por Ernest
B.Schoedsack, vio la luz en 1933. Mientras las referencias a las (muy infieles)
adaptaciones del original literario de Mary W. Shelley resultan
considerablemente evidentes en algunos aspectos, las que hacen referencia a King Kong tienen su lugar antes en el
catálogo de intenciones de Landis que en imágenes concretas, más allá de tener
un hirsuto primate como protagonista del film y el tono trágico del final que
corrobora lo imposible del amor fou
del simio con su amada humana. Su calenturienta sexualidad -que en ocasiones se
diría que pertenece a un Landis en plena improvisación antes que en una
estrategia premeditada- y caprichoso salvajismo también lo emparentan con el
Dios de la Isla de la Calavera. Aunque El
monstruo de las bananas pueda verse también como un exploit del film de Schoesdack, diría que el film de Landis resulta
lo suficientemente personal, que no autobiográfico como es obvio, como para no
tener que rendir cuentas ante nadie pese a que su autoironía y modesto
presupuesto sí lo sitúan en un terreno no muy alejado del propio del exploitation. Su calidad de “película de
monstruos” vendría justificada por la mitomanía de Landis que lleva a
introducir al mítico especialista sobre el tema Forest J. Ackerman en el cine
en el que tiene lugar una de las escenas de la película. También, y aunque
podría ser tan sólo una casualidad más, decir que el personaje del patoso
inspector que le pisa los talones al simio resulta físicamente similar a Woody
Allen, aunque el primitivo (y muy efectivo) sentido del humor de El monstruo de las bananas está lejos
del que es propio del director de Annie
Hall.
[5]Y, desgraciadamente visto lo visto, también de hoy. De cierta
simpatía por el marginado propia de la sensibilidad de finales de los sesenta y
de la anarquía como liberador modo de vida, se ha ido pasando a la
sacralización (y por tanto, paradójica deshumanización) del freak como ser puro ajeno a todo placer
terrenal. A todo ello hay que sumar la tremendamente antipática
hipercomercialización del freak como
personalidad codificadísima y muy prefabricada por el simple hecho de venir
ofrecida y diseñada por el mercado antes que por los propios individuos que se
jactan de su unicidad.
[6]A todo lo anterior habría que sumar la aparición en gran parte de
su filmografía de la falsa película See
you next Wednesday, aparecida en El
monstruo de las bananas en su introducción que promete que la película que
se está a punto de ver es el siguiente escalón tras Lo que el viento se llevó y See
you next Wednesday. Pese al humor desde el que se plantea el comentario, no
iba Landis muy desencaminado en cuanto a los pasos que acabaría tomando
Hollywood tras la caída del viejo sistema de estudios y la agonía del Nuevo
Cine Americano.
Ahí tienes a Landis:
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