“Me gusta recordar las cosas a mi manera”. Con estas palabras, Fred Madison (un desencajado y excelente
Bill Pullman) zanja las acusaciones lanzadas por dos agentes de la policía que
insinúan, preguntando a Madison si tiene una cámara de vídeo en propiedad, su presunta
responsabilidad sobre una serie de cintas VHS que periódicamente aparecen en su
buzón sin remitente, pero con contenido progresivamente inquietante. La primera
de todas ellas contenía únicamente una imagen del exterior de la casa que Fred,
de profesión saxofonista, comparte con su esposa René (una morena Patricia
Arquette, frágil hasta la frigidez) que parece estar engañándole con otro u otros hombres. La segunda,
que hace saltar las alarmas en la pareja de habitantes de la casa, ya muestra
su interior, la tercera al matrimonio durmiendo en su cama, y la última,
posterior a la visita policial, muestra a un casi catatónico y sonriente Madison
embardunado en sangre junto al cadáver despiezado de su esposa entre las mismas
sábanas removidas.
Solipsismo
extremo, crimen, violencia, sexo, paranoia y celos son sólo algunos de los
múltiples temas de fondo que componen el fascinante mejunje del que resulta
este laberíntico film dirigido por David Lynch[1]
en un punto de inflexión en su carrera[2]:
Carretera perdida. Un film del que
difícilmente puede comentarse su argumento[3]
sin explicar toda la película de cabo a rabo y que, para más inri y como pez
que se muerde la cola, tampoco serviría para arrojar luz sobre una película que
responde, afortunadamente y con una armonía difícilmente igualable, a una
narrativa más sujeta a lo sensorial que a lo racional, a una lógica más musical
que literal o, a falta de un adjetivo más adecuado, convencional.
De este modo,
el inicio de la película muestra la fría y brutalmente desapasionada
cotidianeidad de Fred y René en un apartamento lleno de antinaturales zonas
oscuras en las que el saxofonista parece perderse en su constante deambular sin
motivo, y que plantea la intriga (una de las tantas que florecen durante todo
el metraje de Carretera perdida) de
las cintas de vídeo comentada algo más arriba. Este comienzo, extrañamente
delimitado geográficamente entre las cuatro paredes del insalubre (por gélido) apartamento
de Fred y René, inabarcable por esas manchas de oscuridad que ya profetizan una
existencia (y una percepción indisoluble de la misma) llena de zonas ciegas, contiene además la
semilla de la inquietud corporeizada en el rostro pálido hasta lo antinatural
del llamado -en los créditos, ya que nunca se le menciona por su nombre en la
película- Hombre Misterioso (un abisal y muy, muy inquietante Robert Blake cuya
primera aparición representa la escena más memorable y pesadillesca de la
película[4]),
que ya hace intuir la cualidad paranoica de un film que parece ocurrir en la
mente de su protagonista, aunque nunca, y ahí reside una parte importante de su
mérito y poder de fascinación, llegue a salir al exterior de esa mente
esquizoide y torturada, diluyendo la distancia entre dentro y fuera de la
cabeza de Fred Madison, lugar y tiempo en el que tiene lugar la totalidad de Carretera perdida como film a caballo
entre la obsesión y la huída imposible hacia adelante.
Los que no
hayan visto el film no podrán llegar a entender el grado de coherencia y la
voluntad de no dar el brazo a torcer que muestra Lynch en esta película
respecto a esta máxima que parece articularse alrededor de las palabras de
Madison que abren esta entrada. El encierro y condena del celoso y
desequilibrado saxofonista por un crimen que realmente parece, porque nada es
seguro en este film, haber tenido lugar, tiene un inesperado giro cuando de
pronto, y por motivos que no vienen al caso ni merecen explicación por parte
del film, aparece el personaje de Pete Dayton (Balthazar Getty) donde antes
estaba el de Fred Madison. Esta translación imposible abre el que parece el
segundo bloque de Carretera perdida,
inicialmente ajeno de todo lo acontecido hasta ese instante en la película. La
sorpresa en el espectador es, efectivamente, considerable, aunque la película
no pierde su homogeneidad gracias a la innata habilidad de Lynch como
compositor, y permítanme que tergiverse un tanto el término para aproximarlo a
la cualidad casi musical del cine del
realizador de Cabeza borradora , de
atmósferas turbias y extrañamente atrayentes hasta en sus más apacibles
remansos. La cotidianeidad del “nuevo” protagonista, el mentado Pete, adocenado
adolescente que convive con sus amigos y familia en un entorno visto con una
distancia similar a la que podemos hallar en una pintura de Edward Hopper, conserva
esa extraña cualidad casi “flotante” que parece contagiar a todos los
habitantes de Carretera perdida que
se mueven por la película como sonámbulos. Pero esa unidad no se sella hasta la
aparición de Alice (de nuevo Patricia Arquette, en esta ocasión de aires más morbosos
y rubia platino[5]),
amante de un peligroso y violento matón del lugar que rápidamente entablará una
tórrida relación con Pete siempre bajo la amenaza de ser descubiertos por el
matón que podría acabar con la vida del joven con un chasquido de dedos.
La aparición
de la chica no es el único elemento audiovisual que compone el juego de
reflejos en los que parece moverse Carretera
perdida sin nunca acabar de resolver los enigmas que plantea antes como
película (y como construcción audiovisual) que en la historia que pueda
extraerse de sus imágenes. Pronto aparece una melodía al saxofón que hemos oído
anteriormente de la mano de Fred en pleno delirio celoso sobre el escenario y
que molesta sobremanera a Pete, argumentando que la desenfrenada tonadilla se
le acopla a la cabeza, algunos
diálogos se repiten enturbiando la inane existencia de Pete y espesando el film
que parecía a punto de abandonarse a la deriva, y la sensual Alice, que muy
bien puede verse como el reverso de la frígida René, revela de paso todo lo que
el saxofonista parecía temer sobre su esposa: que no sólo le es infiel, sino
que es una mujer manipuladora, una lasciva arpía que se acuesta con matones y
devora a los hombres que la rodean. Así pues, y con el demonio de los celos
(personificados en el insidioso Hombre Misterioso, que no tardará en volver a aparecer)
como estribillo, las “dos mitades” de Carretera
perdida como “película dividida”, finalmente demostrará ser falsa, gracias
a la pétrea unidad del film construida en base a dos líneas argumentales que no
se explican, pero si parecen transparentarse la una ante la otra, complementándose
y estrechando el cerco que asfixia a sus dos protagonistas masculinos, dobles
el uno del otro. Lo que implica que tanto Fred como Pete no dejen de ser, en el
fondo, la misma persona bajo formas distintas cometiendo una y otra vez los
mismos errores. Casi a modo de purgatorio psíquico, de película temporalmente
circular que empieza a un lado del espejo (en este caso, del interfono) para
terminar en el otro, la de Carretera
perdida no es sino la historia de un hombre que se pierde en las oscuras
carreteras de su mente intentando rehacer su vida y esta vez, hacerlo bien,
fracasando una vez más estrepitosamente al ser incapaz de huir de sus demonios.
La maquinaria puesta en funcionamiento por Lynch, que como decía elude en
líneas generales toda causalidad en su narrativa, parece establecerse en una
aplicación literal de las ideas que se cuecen bajo las imágenes del film,
haciendo inseparables el fondo y la forma, tanto como la angustia del
saxofonista atrapado en su obsesión y ansia de ser una persona diferente se
somatizan en un cambio físico y real,
que sólo se quebrará cuando sea incapaz de aguantar la impostura durante más
tiempo y las brillantes imágenes de la vida de Pete Dayton empiecen a llenarse
de venenosos lamparones hasta desmoronarse. Resulta de lo más contundente en
este aspecto el último escarceo sexual entre Alice y Pete, que tanto se le escapaba a Fred a veces por gatillazo propio otras por condescendencia de su esposa, en el que ésta
cabalga al joven bañada en una luz blanca casi celestial antes de dejar caer el
mantra que alimenta todo el Mal que aqueja su protagonista en un hiriente
susurro que lo condena a un eterno deambular: “nunca me tendrás”, desapareciendo en la noche y dejando a un
desolado y peripatético Fred Madison frente a frente con la lamentable realidad
que lo aboca de nuevo al cuerpo que yacía junto con la morena René.
Bajo esta
lógica de pesadilla, nunca traicionada, Lynch juega a fondo sus bazas
atmosféricas, alcanzando ocasionalmente lo poético, rozando otras veces la
caricatura en el retrato de algunos personajes que aparece en el guión pero que
la respetuosa distancia, marciana pero respetuosa al fin y al cabo, con la que
plasma el libreto en imágenes y sonido, logra rescatar de la astracanada al
arroparlos en ese intangible onirismo que hace de Carretera perdida una película tan especial. El mafioso Mr. Ed es
un animal gritón y agresivo cuya chabacanería es tan exagerada que a veces casi
parece una parodia de un personaje de matón al uso, la fantasmagórica Alice,
cuya presencia es casi antinatural tiene en algunos instantes cualidades de
espejismo, de criatura capaz de dar la vida a los hombres con su luminosa
presencia para después hundirlos en una oscuridad de la que jamás podrán
encontrar el camino (o la carretera) de vuelta… Por no hablar de las
sexualizadas traiciones de la propia Alice -que no olvidemos actúa como
corporeización de todo lo que René parecía ocultar a los perturbados ojos de
Fred Madison- que tanto se excita con el visionado de una snuff-movie[6],
como parece disfrutar de las vejaciones a las que es sometida por Mr. Eddy, y
que Lynch filma con un maligno regodeo que ilustra y se equipara con la
masoquista y erótica visión que Fred/Pete tienen de las mujeres (o, llegados a
este punto, mujer en singular) con las que comparten cama. Tanto René como
Alice representan, de manera antagónica pero complementaria, a la Mujer como
maldición no tanto desde una óptica misógina como de una que justifique los
atroces actos de Madison en base a ambiguas fantasías que las presenten como
seres malvados y casi abisales que llevan al Hombre a la perdición y el dolor y
que, sin la brillante atmósfera de este film, sencillamente no funcionaría ni
resultarían creíbles ni en su maldad ni en su poder sobre aquellos que los
rodean, haciendo de lo intuido en la primera parte del film por Fred la
enfermiza realidad con la que tiene que lidiar Pete.
La fortaleza
audiovisual del film crea una conseguida ensoñación en ocasiones pesadillesca,
en otras extraña, pero en cualquier caso idónea para evitar el naufragio de un
film que avanza más por asociación de ideas que por causalidad, y que va como
un guante a un guión que pretende y consigue llevar los delirios de un asesino
movido por los celos y perseguido por la culpa al mismo corazón del film sin
llegar a ser concluyente en ningún momento. Habrá quien entenderá ese asumido
riesgo como una mera estafa, el autosatisfecho
repliegue de un Lynch masturbándose frente el espejo a territorios poco
transitados por el público aunque habituales en su filmografía, pero la
fascinación que provoca la atmósfera que exuda Carretera perdida consigue, al menos para el firmante de estas
líneas, llevarse por delante todo prejuicio. Lynch, puede que más que nunca en
toda su carrera, se erige aquí como maestro del misterio a un nivel al que
pocos podrían aspirar, o al menos en el sentido que alcanza en una parte de su
filmografía, al no reducir su enigmática visión del lenguaje cinematográfico a
un mero juego estructural vistoso pero vacuo, o a la resolución del enigma del
film en base a un sorprendente giro final, sino en ver Carretera perdida como una película más emocionante que razonable y
excitante en su considerablemente críptico planteamiento.
A pesar de las
numerosas e intrigantes islas que componen el sensual cuerpo de claroscuros de Carretera perdida, la maestría del
realizador no reside en su resolución, sino en como esa resolución acaba por
importar muy poco, siendo ésta una película situada en la porosa frontera que
divide y une expresionismo y surrealismo sobre la psique de un hombre incapaz
de asumir los terribles actos que niega (sin conseguirlo) haber cometido, cuya
perturbada mente escapa de la realidad que recogen las cámaras de vídeo a las
que parece tener alergia por carreteras negras como la boca del lobo en pos de
realidades alternativas más fértiles y esperanzadoras, igualmente situadas en
algún lugar del ninguna parte que aflora de su mente a borbotones abriendo
brecha hasta anegar toda la película, y su vida, con su obsesión abrazando lo
autodestructivo. La asepsia de tonos ocres de la realidad de Pete Dayton, de
ritmo casi tan pausado como el que acompasaba la lasitud existencial del
saxofonista, empieza a sufrir los embates formales de colores estridentes,
efectismos formales -de los que no todos han envejecido bien- que deforman la
imagen e infectan la atmósfera con planos detalle de insectos agonizando. Al
oscuro y laberíntico apartamento de Fred Madison se complementa el entorno
estereotipado y luminoso (aunque a medida que la acción se enturbie, la
película volverá a tener lugar de nuevo de noche) de Pete Dayton, cuyo desapego
hacia lo real se remata con unos planos generales que jamás muestran una ciudad
o algún referente geográfico que oriente a sus personajes que se mueven de un
lado a otro del film, transitando por preciosas imágenes nocturnas de limbos
asfaltados sólo iluminados por la luz de unos frenéticos faros en su huida
hacia el interior, único lugar en el que parece transcurrir la película,
alejada de toda ironía o distancia sobre lo que narra. El silencio del
apartamento de los Madison, ocasionalmente acompañado por un rumor grave que
acrecienta la sensación de aislamiento de sus habitantes, se contrapone al
entorno de Pete, mucho más estimulante a nivel sonoro con una banda sonora
compuesta por siniestras melodías que acrecientan la sensación de diabólica
amenaza[7]…
y más aún teniendo en cuenta que estamos hablando del retrato mental[8]
de un músico, estrategias que volverán a tener lugar cuando Madison se vea
acosado por la policía, agobiado por un atronador acompañamiento musical y un
montaje sincopado que precede al repliegue final.
Así, Carretera perdida se erige como un film
trágico, y violentamente romántico, sobre un hombre incapaz de olvidar ni
empezar de cero y sometido una y otra vez a repetir el mismo ciclo de
penalidades para propios y extraños, y también la demostración de que a Lynch
no parece interesarle otro misterio que el de cuánto puede dar de sí el cine
como lenguaje sensitivo aunque sea atropellando la causalidad del relato para
lograrlo, estrategia que a partir de este film empezaría a transitar con
progresivo ahínco, y desiguales resultados, hasta ser el único conductor de
imposibles carreteras y desvíos por las que su cine se niega a dejar de
transitar, aunque sea en solitario.
Título: Lost Highway. Dirección: David
Lynch. Guión: Barry Gifford y David
Lynch. Producción: Deepak Nayar, Tom Sternberg y Mary Sweeney. Dirección de fotografía: Peter Deming. Montaje: Mary Sweeney. Música:
Angelo Badalamenti. Año: 1996.
Intérpretes: Bill Pullman (Fred Madison),
Patricia Arquette (Renee/Alice), Batlthazar Getty (Pete Dayton), Robert Blake (Hombre Misterioso), Robert
Loggia (Mr. Eddy/Dick Laurent).
[1]Nacido el 20 de enero de 1946, David Keith Lynch es, a día de hoy,
uno de los nombres más importantes e influyentes del cine contemporáneo, más
allá de todo juicio de valor. Nacido en Montana en una apacible familia de
clase media, Lynch pasó parte de su infancia viajando por todos los EEUU con
los suyos, dado que su padre era investigador científico y debía presentarse
allí donde le reclamaba su trabajo. Con facilidad para relacionarse con los
demás, pero no demasiado interesado en los estudios durante su feliz infancia,
Lynch empezó a sentir la llamada de la pintura hasta que decidió que quería
dedicarse a ella como medio de sustento. Tras una frustrante experiencia
universitaria que lo desilusionó más que inspirarlo, Lynch decidió irse con su
amigo Jack Fisk a vivir a Europa durante tres años para activarse artísticamente,
pero circunstancias de la vida y la frustrante imposibilidad de verse con el
pintor expresionista Oskar Kokoschka redujeron su estancia a los quince días,
tras los que volvió a territorio norteamericano para, tras una temporada en la
Escuela de Bellas Artes de Pensilvania, instalarse en Filadelfia. En la
Academia de Filadelfia conoció a Peggy Reavey, con la que contrajo matrimonio y
tuvo una hija, Jenniffer, que hoy tiene una desigual y muy corta carrera como
directora de cine. Los jóvenes padres se mudaron a una de las zonas más pobres
de Filadelfia, un lugar que Lynch aseguraría más adelante se erigió como una de
las mayores influencias de su vida, por entonces llena de delincuencia y miedo,
y que muy probablemente inspiró las figuras y ambientes que intuyen el Mal en
su cine. Durante esos años, Lynch llevó a cabo su primer cortometraje: Six figures getting sick (six times), fechada en 1967 y premiado
en la exposición llevada a cabo por la Academia ese mismo año. Con el dinero
del premio, Lynch encaró su segunda empresa con algunos accidentes que fueron
solventados hasta lograr componer The
alphabet, al que seguiría The
Grandmother. El uso de sonido como creador de atmósferas y la abstracción
ya empezaban a levantar cabeza en estos trabajos hasta erigirse orgullosamente
en su primer largometraje y uno de los más interesantes de su carrera: Cabeza borradora. Título capital del
cine de culto más consensuado, ideado bajo el techo de la AFI (American Film
Institute), en la ciudad de Los Angeles a la que Lynch y familia se habían
trasladado y en la que aprendió que “si
querías algo, debías encargarte de conseguirlo tú mismo”, Lynch ideó su
clásico underground como una película
de tres cuartos de hora de duración pese a que el guión sólo tenía 21 páginas, pero
tras cinco años de producción y rodaje hasta el 1976 de su finalización, el
film acabó durando prácticamente una hora y media. Su surrealista narrativa
bajo una abigarrada estética en blanco y
negro y un potente uso del sonido marcó el principio de una prometedora carrera
que el inesperado éxito entre el público aficionado a las sesiones de
medianoche de esta película protagonizada por un ya icónico Jack Nance hizo del
nombre de David Lynch uno a tener en cuenta. Fue en 1980 cuando recibió el
encargo por parte de Mel Brooks para que dirigiera una de sus mejores, y más
convencionales, películas: El hombre
elefante, protagonizada por un excelente John Hurt conservaba algunos de
los elementos más reconocibles del cine de Lynch pero naturalmente insertados
en una narrativa más convencional que la de su película anterior. Brooks dio a
Lynch, como luego hizo con David Cronenberg cuando le ofreció dirigir La mosca en 1986, carta blanca para
dirigir El hombre elefante como
quisiera. El resultado fue una película emocionante y dolorosamente tierna
hasta lo magistral, algo olvidada hoy día por no pertenecer a la vertiente más
anarrativa (siendo paradojicamente la más popular o
lo-que-se-espera-del-cine-de-David-Lynch) de su cine. Más tarde, y tras
rechazar la oferta de otro admirador de la ópera prima de Lynch, George Lucas,
para que dirigiera El retorno del Jedi,
se embarcó en una superproducción pagada en esta ocasión por Dino De
Laurentiis: la adaptación del libro de ciencia ficción Dune escrito por Frank Herbert. Estrenada en 1984, Dune es un film fallido pero
tremendamente interesante tanto en su estética como en algunos aspectos
narrativos, pese a ser irregular puede que debido a los tiras y aflojas entre
Lynch y De Laurentiis. Durante su producción y realización, Lynch comenzó a
dibujar y escribir la tira cómica (dentro de lo que cabe) The angriest dog in the World, que se publicó desde 1983 hasta 1992
en The village voice. El chasco en
taquilla de Dune impidió que el
siguiente proyecto de Lynch (que por contrato debía trabajar dos veces más
con/para De Laurentiis) fuese una secuela de su primera incursión en el lado
más oscuro y potente de la industria del cine. A cambio, fue Terciopelo azul, basada en una idea de
Lynch que empezó a tomar forma en su cabeza en 1973, la película que
definitivamente sentaría algunas de las más perturbadoras bases del cine de
David Lynch, erigidos, película y director, en clásicos modernos del cine
fantástico menos estereotipado y el cine
en general. Pese a todo, y a la excelente acogida que tuvo el film por parte de
la crítica y del apoyo incondicional de un encandilado De Laurentiis, el
público mayoritario reaccionó con frialdad ante la turbiedad de la película de
Lynch. Ese mismo público acabó rindiéndose a sus encantos con el fenómeno
televisivo que Lynch puso en marcha en 1990, mucho antes de que los seriales
televisivos alcanzaran la respetabilidad de la que gozan hoy en día, con la
célebre Twin Peaks, crisol de muchas
constantes del cine de Lynch hasta entonces, filtradas por un tamiz
costumbrista que en su primera temporada enamoró a público y crítica. Ese mismo
año, y tras dirigir algunos capítulos de Twin
Peaks, reservándose para las labores de productor, Lynch adaptaría la buena
novela de Barry Gifford La desenfrenada
vida de Sailor y Lula (editada en nuestro país por Anagrama) bajo el título
de Corazón salvaje, film tan
romántico como descocado en todos los sentidos que le ganó la Palma de Oro del
Festival de Cannes de ese mismo año y el mutis por el forro de público y crítica
norteamericanos. Pero la alegría duraría poco, la segunda temporada de Twin Peaks tuvo menos aplausos de lo
esperado, y Lynch remató la jugada con una “precuela” cinematográfica del
serial. Twin Peaks: Fuego, camina conmigo
fue el batacazo de un Lynch que se regodeaba en su propia estética de cineasta
“raro” componiendo un film tan rematadamente autosatisfecho como cansino y
forzado. Sólo la despedida final de una Laura Palmer consciente de su muerte
inminente en una escena tremendamente emocionante insuflaba algo de vida a una
película que se diría pura pose, aunque desgraciadamente ese es el único
momento destacable del film que es Lynch acaba por hundir. Tras el trompazo
artístico y comercial, del que el propio Lynch fue consciente (“me pasé de listo” declaró en más de una
ocasión al ser preguntado por la película), llegó el soplo de aire fresco que
da el trabajar sin la presión de que alguien espere tu próximo trabajo: fue con
Carretera perdida cuando Lynch empezó
a recuperar parte del crédito perdido, dando de paso una de sus mejores
películas y la más surrealista desde aquella lejana Cabeza borradora. Otro golpe de timón que recibiría las alabanzas
de público y crítica sería la en mi opinión bonita pero algo sobrevalorada Una historia verdadera, en la que Lynch
abandonaba la turbiedad que corroe parte de su cine para narrar una historia
aparentemente sencilla en la superficie pero tan compleja como la vida misma.
El film, cuyo guión podía parecer ajeno a Lynch pero que por su forma no podía
haber rodado otro realizador, supuso la definitiva recuperación de Lynch a ojos
de la crítica, logrando una unanimidad que no se veía en su carrera desde los
tiempos de otra película suya, El hombre
elefante, que como ésta estaba basada en una historia real. Ese mismo año
1999, Lynch empezaría a trabajar para la cadena televisiva ABC en el proyecto
de una serie. Tras elaborar el piloto y tras continuas disputas con los
productores, la serie se canceló, pero Lynch rehizo parte del piloto y rodó
nuevas escenas hasta dar forma a Mullholand
Drive, película “desdoblada”, con similitudes con Carretera perdida, pero de forma menos agresiva y en mi opinión,
menos lograda que el film que ocupa esta entrada debido a un primer tramo algo
cansino, por resultar demasiado frío, y excesivamente largo que habría quedado
en nada de no ser por la habilidad del director de encandilar al público sin
llegar nunca a concretar. En su segunda mitad y tras dos maravillosas escenas
puente que consisten en el enternecedor escarceo amoroso de las dos
protagonistas y en un hipnótico pase por un teatro casi vacío, la película gana
pegada, pero sin acabar nunca, pese a la valentía y coherencia del proyecto, de
resultar todo lo fascinante que habría sido deseable. Pero el salto mortal sin
red aún estaba por llegar: sería con Inland
Empire, film rodado en digital con el que Lynch tuvo libertad creativa
absoluta, cuando el grado de abstracción narrativa de su cine alcanzaría una
cúspide que no sería de extrañar que algún día fuese nuevamente superada por el
realizador… Y que, de nuevo pese a su valentía y coherencia con los postulados
de Lynch, resulta un tanto cansina pese a algunos apuntes de interés y el no
dar el brazo a torcer que se desprende de la película, que como Mulholland Drive a veces parece más un
ejercicio cinematográfico más preocupado por el lenguaje que por provocar
alguna emoción, como sí ocurría con Carretera
perdida. Sólo añadir, habiéndome ceñido a la carrera cinematográfica de
Lynch en esta nota al pie, que Lynch no ha dejado de pintar, escribir,
diseñar y componer música ocasionalmente
para sus films (aunque su inseparable Angelo Badalamenti es quien se ocupa
mayoritariamente de ese aspecto de sus películas) y aventuras en el medio
televisivo, hasta sacar algún disco al mercado, aunque de un tiempo a esta
parte Lynch ha encontrado la horma de su zapato en Internet, instalado
cómodamente en su página web en la que cuelga desde entrevistas y cortometrajes
hasta a él mismo… comentando el tiempo de Los Angeles a diario.
[2]Fue la película posterior a la pérdida de todo el crédito crítico
acumulado durante años hasta el estreno en Cannes de Twin Peaks: Fuego, camina conmigo, que aquí se estrenó directamente
en mercado doméstico, donde el film fue abucheado, y tras el cuál hasta Lynch
aseguró sentirse perdido y, más tarde, haber tocado fondo creativamente
hablando. Pero de esa libertad recuperada al no tener que responder a una idea
preestablecida de un muy voluble público que ya no esperaba nada de él
surgieron las fuerzas necesarias para hacer un film tan libre -pese a contener
elementos “atmosféricos” muy reconocibles- y fuerte como el que nos ocupa en esta entrada, no por
casualidad pagado mayoritariamente con capital francés.
[3]El título del film despertó el interés de Lynch cuando este lo
leyó en una novela escrita por el co-guionista de Carretera perdida: Barry Gifford, que ya había colaborado con el
director en Corazón salvaje,
adaptación de una de sus novelas. Fue en uno de los relatos cortos del
escritor: Night people (que no he tenido
la oportunidad de leer) en que se mencionaban las carreteras perdidas, término que encandiló a Lynch y le hizo
empezar a trabajar con Gifford en la escritura de un guión que no acabó de
cuajar hasta que echaron por la borda todo lo escrito a cuatro manos y una
noche, mientras volvía del rodaje de Twin
Peaks: Fuego, camina conmigo conduciendo en su coche, Lynch maquinó el
primer tercio del guión de Carretera
perdida tal y como la conocemos.
[4]Su aspecto pálido y antinaturalmente pulido fue idea del propio
Robert Blake, que un buen día se presentó de esa guisa en el rodaje ante un
Lynch alborozado por su temible aspecto, que no dudó en incluir en la película.
[5]Detalle todo lo hitchcockiano
que quieran, pero que no deja de ser un mero apunte que podría emparentar dos
películas en efecto similares en su fondo como son Carretera perdida y Vértigo
del realizador de Psicosis. Aunque la
forma del cine de Lynch se encuentra en las antípodas del llamado Mago del
Suspense, fagocitando incluso a un Antonioni que parece escurrirse por el
primer tramo del film como retrato de un matrimonio al borde del naufragio, con
lo que la comparación, aunque comprensible, no deja de ser un apunte cinéfilo
sin más trascendencia para los auténticos valores de la película. Y si no, comparen
las imitaciones a supuesta imagen y semejanza del cine de Lynch con su modelo
original, se parecen pero la pobreza de sus resultados indica que la referencia
(aunque sea por casualidad) a un determinado director no implica ni de lejos
que se tenga que ver con su cine.
[6]Esta visión del cinematógrafo y sobretodo lo que lo rodea es la
primera muestra de la creciente inquina de Lynch por el mundo del cine,
desarrollada más tarde de forma directa en Mullholand
Drive que tiraba de la manta del Hollywood que se presenta como fábrica de
sueños para revelarlo como fábrica de pesadillas, y retomado una vez más en Inland Empire aunque de forma más
sibilina, revelando a un autor que se siente más libre que nunca (de la
industria, se entiende, Lynch casi siempre ha hecho lo que le ha dado la gana)
gracias al cine digital que permite reducidos costes de producción para llevar
a cabo una película.
[7]Amén de la inserción de algunos efectos sonoros tanto o más
importantes que la banda sonora compuesta por temas musicales y ambientales,
con una mención especial para el Deranged
de David Bowie indisoluble del film de Lynch desde su primer visionado, estos
últimos cuentan entre sus filas con gente como el polémico grupo Rammstein o
Marilyn Manson, que se reserva un diminuto papel en el video snuff que Alice/René contempla excitada
con Mr.Eddy. Además, la banda sonora, cuenta con la inestimable colaboración de
Trent Reznor, miembro del grupo Nine Inch Nails, que últimamente se ha
prodigado algo más al firmar las bandas sonoras de La red social y The girl with
the dragon tattoo, ambas de David Fincher. Pero la autoría general de la
banda sonora del film recae de nuevo sobre los hombros del inevitable (y que
sea por muchos años) Angelo Badalamenti, compositor habitual y casi inseparable
del cine de Lynch, que compone una banda sonora llena de graves y opresivos
tonos a modo de falso silencio sin los que el film, muy especialmente en su
primer tramo, no sería ni de lejos el mismo. La importancia que da el
realizador a este aspecto expresivo del lenguaje cinematográfico lo llevó,
ocasionalmente, a escuchar música con sus walkmans durante la filmación de
algunas escenas ante el pasmo de los actores en aras de alcanzar la cadencia
musical en sus movimientos que el realizador deseaba.
[8]Una de las “explicaciones” más cacareadas que argumentan el via
crucis de Fred Madison, puesto en circulación por los propios Lynch y Gifford,
fue el que el protagonista de Carretera
perdida sufría una fuga psicogénica: desvarío que según parece provoca en
quienes los sufren la creación de una nueva identidad que hace olvidar la
anterior, convirtiendo los amigos en desconocidos y el hogar en un sitio
extraño, dando comienzo a una nueva vida ajena por completo a la que se llevaba
hasta el momento. A un nivel más estructural, se ha comparado Carretera perdida con la llamada Cinta
de Moebius, peculiar superficie que sólo tiene una cara y un borde, con lo que
no podría considerarse la existencia de una cara “interior” y una “exterior”
sino de una sola que las incluye a ambas de forma indivisible. Probablemente la
más acertada definición de un film como Carretera
perdida.
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