En el año 1970
Camboya[1]
contaba con una población de siete millones setecientos mil habitantes. Tras la
caída del príncipe Sihanouk, derrocado mediante un golpe de estado, el país se
vio enzarzado en la televisada y mitificada guerra entre Vietnam y los Estados
Unidos de América. Al finalizar el conflicto bélico entre ambos países,
seiscientos mil camboyanos habían perecido en la contienda y el 17 de abril de
1975, los Jemeres Rojos[2]
se hacían con el control del país, desplazando forzosamente a la población de
núcleos urbanos a los campos, cerrando escuelas y prohibiendo toda religión.
Poco después llegaron los campos de trabajo forzado, la vigilancia llevada a
extremos paranoicos, el hambre y las ejecuciones de aquellos considerados
enemigos ideológicos del nuevo régimen que acabo en 1979 con el escalofriante
saldo de dos millones de camboyanos muertos, muchos de ellos maltratados,
torturados e interrogados por “traicionar” o “atentar” contra los principios
del Partido dirigido por Pol Pot en el siniestro recinto conocido como S-21.
Lugar en el
que parecen concretarse todos los demonios de una época, tan violenta para los
que la sufrieron y lograron sobrevivirla como silenciada en lo oficial y estatal,
en este terrible documental a modo de testimonio histórico -que jamás debería
ser olvidado- bajo el rimbombante pero relativamente certero título de S-21: La máquina roja de matar[3], dirigido por el camboyano Rithy Panh[4].
El fraticida genocidio camboyano que hace de las imágenes de archivo de
ciudades desérticas deprimentes estampas casi fantasmales animadas por una
ululante banda sonora pesa como una losa sobre los hombres y mujeres que hacen
acto de aparición en este documental y que vuelven al lugar, que lógicamente
nunca podrán olvidar, a exorcizar su pasado y intentar encontrar respuesta a la
falta de humanidad que asoló el país durante esos cuatro años.
Panh despacha
rápidamente el lamentable contexto histórico que ha dado lugar a la existencia
de este documental y del que sus protagonistas parecen comprensiblemente
incapaces de zafarse para elevar su mirada (y en consecuencia, también la
nuestra) a un nivel más humano, por encima de improbables argumentaciones
políticas o historicistas que puedan justificar el llamado Genocidio Camboyano.
Ya que S-21: La máquina roja de matar
no es una recreación histórica de horripilantes hechos ocurridos hace casi
cuarenta años, ni tampoco, aunque así pueda interpretarse en mi opinión de
forma muy sesgada, un documental que pretenda denunciar terribles hechos que
caen por su propio peso y que tuvieron lugar durante la deplorable época que
sufrió la población camboyana bajo el yugo de Pol Pot y su nefasta cerrazón
totalitaria. Mediante el seguimiento del proceso que se llevaba a cabo dentro
del centro desde que un reo entraba en el recinto hasta que era cosificado,
torturado, violado o asesinado, la cámara de Panh, atenta a los movimientos de
los verdaderos carceleros del lugar rehaciendo su monstruosa tarea para las
cámaras, intenta -o eso parece- captar el instante en el que el ser humano
pierde pie en la empatía más elemental y se convierte en algo exclusivamente
humano pero desprovisto de toda capacidad de raciocinio o emoción. De este
modo, y obviando el fresco histórico que habría reducido su film a lo meramente
informativo, característica de la que este documental huye como de la peste, S-21: La máquina roja de matar parece
planteado y desarrollado a modo de catarsis nacional y personal y, a un nivel
más ambicioso todavía, como un documental de investigación que se articula bajo
una desasosegante máxima en forma de apasionante pregunta: ¿Por qué?
Cuestión que
asedia en silencio a todos los que aparecen en el documental, impensable
reunión entre víctimas del régimen (dos) y sus verdugos (once), que igualmente
se ven como presas de una maquinaria inhumana que elimina todo y todos aquellos
que no son útiles a su críptica y letalmente autosuficiente forma de entender
el mundo. S-21: La máquina roja de matar
pone en primer término los traumas de unos y otros con la primera aparición de
uno de los guardas del lugar en la actualidad, situado como objeto de estudio,
pero también, y de forma muy significativa, como ser humano. Se queja de no
poder dormir, de no tener hambre y sí un considerable dolor de cabeza que nunca
lo abandona; su anciana madre lo compadece tanto como a sus víctimas, pero Panh
no cae en sentimentalismos sin por eso resultar frío, encontrando un difícil
equilibrio entre distancia e inevitable implicación emocional que evita que su
film naufrague. La falta de espíritu revanchista ante unas futuras confesiones
sobre los actos más crueles no sólo denota la gravedad de los mismos, que caen
por su propio peso, también cristalizan en unas imágenes aparentemente
neutrales que no subrayan el sufrimiento de unos y otros, dejándoles a todos
ellos el ingrato trabajo de revelar lo que durante tanto tiempo se ha
pretendido silenciar entre desapasionadas estadísticas que reducen el número de
víctimas a meras cifras para los libros de Historia. En este sentido, el punto
de vista de Panh se alinea con el que se erige como protagonista del
documental: el pintor Vann Nath, acompañado por el mecánico Chum Mey,
protagonista de una de las confesiones más trágicas por arrepentidas de todo el
documental[5],
supervivientes ambos del centro S-21 hoy
reconvertido en Museo del Genocidio o del Tuol Sleng en el que transcurre gran
parte de este film. Nath, cuyas pinturas recrean el sufrimiento de los presos
del S-21 que sólo parece presente en la memoria de los que lo presenciaron,
busca como Panh respuestas sin ánimo de venganza, pretende reestablecer la
memoria de una parte del país que evade toda responsabilidad sobre sus actos
arguyendo que no le quedaba más remedio que actuar como lo hizo, evidenciando
el sinsentido de su crueldad con unas pocas preguntas que no logran traspasar
la opaca inhumanidad de los verdugos, escudados tras una exacta organización al
servicio de los peores fines imaginables.
A Panh le
interesa más mostrar el grado de deshumanización que el ser humano es capaz de
alcanzar para dejar testimonio de ello que erigir un monumento al monstruoso y
organizado sufrimiento que se vivió entre las paredes del S-21, auténtico
protagonista del documental que habla de un dolor que jamás se muestra pero
cuyas consecuencias serán de por vida para aquellos que se vieron expuestos a
él.
La postura cinematográfica
de Panh, tan moral como poco moralista, enhebra fondo y forma en las imágenes
de S-21: La máquina roja de matar:
todo lo que vemos de las víctimas son o bien fotografías mostradas por los
antiguos verdugos (lo institucional y externo) y el pintor Nath, o pinturas de
este último sobre algunos episodios ocurridos en la prisión (lo subjetivo, lo
personal), pilas de documentos escritos con sus absurdas (por falsas e
imposibles) confesiones hechas bajo coacción, miedo y tortura que hacían
reescribir la verdad hasta adaptarla a la oficial, compuesta de mentiras para
un regimen autosatisfecho de reescribir el mundo a su medida, ahora cuestionado
en boca de sus supervivientes cara a cara con sus verdugos desprovistos del
poder que ostentaban. Las únicas imágenes de la Camboya que tanto sufrió entre
1975 y 1979 muestran alegres movilizaciones militares y muchedumbres campesinas
bajo cánticos patrióticos afines al Partido que tomó el poder en el ecuador de
la década de los setenta, pero las víctimas del régimen, por el contrario, han
desaparecido del mapa oficial como si nunca hubiesen formado parte de él,
aunque Panh muestre en su documental rastros de su existencia y su destrucción
a través de documentos escritos y sobretodo testimonios orales que describen lo
que allí ocurrió a lo largo de cinco años. El régimen de Pol Pot redujo a dos
millones de compatriotas a montones de papeleo y datos que los verdugos,
algunos ligeramente arrepentidos pero todos con un preocupante aplomo en sus
declaraciones, esgrimen como respuesta a toda pregunta lanzada por Nath, en una
especie de respuesta común (salida de una mente común típica del totalitarismo)
o oficial incapaz de dar una
respuesta verdaderamente humana a la tragedia individual de cada una de las
víctimas. La cantidad de datos y descripciones de los actos más terribles
expresados con un temible grado de frialdad acaban creando una turbadora distancia
para con el espectador, que parece estar ante la descripción de una aburrida
rutina laboral, incapaz de aprehender tamaño grado de crueldad en base a más y
más datos y necesitado de un apoyo emocional para poder batallar con la
creciente sensación de que lo inabarcable de la crueldad del S-21 jamás podrá
ser reducido a una explicación, y mucho menos por parte de aquellos que la
provocaron bajo amenaza de ser considerados a su vez “traidores”.
Aunque no por
ello Panh, que como Nath con sus pinturas pretende enfrentar el humanismo de su
film contra la mecánica frialdad de los hechos que se narran en él, deja de
buscar respuestas entre fotografías y textos como el espectador bucea en la
turbia profundidad de su film.En
contraposición a las imágenes y documentos oficiales que niegan el trauma
colectivo bajo una penosa pátina triunfalista o lo minimizan a pura funcionalidad
burocrática, urgen los testimonios, de voz y expresión humanas en oposición a la cruel frialdad casi científica del
régimen, de lo que ocurrió antes de que el pasado sea olvidado por completo con la desaparición
de sus testimonios. S-21: La máquina roja
de matar es una película hablada de cabo a rabo, pero las palabras de los
que pasan por ella son, una vez más, igualmente incapaces de explicar el horror
desatado en el recinto. Las descripciones de torturas y vejaciones no provocan,
en su rechazo, ni fascinación ni morbo, lo que habría ido a la contra de los
ideales humanistas que parecen moverse bajo las imágenes de S-21: La máquina roja de matar, sino una
muy incomoda e inhumana lasitud mucho más pegajosa por desconcertante y abisal.
Consciente de ello, la película de Panh se niega -sabiamente, pues habría sido
completamente incapaz- a recrear en imágenes lo ocurrido allí en aras de crear
una falsa y ofensiva empatía con el espectador, consciente de la imposibilidad (y
la falta de respeto que habría supuesto) de transmitir ni un ápice de la
terrible realidad del S-21 a
través de una ficción que intentara recrear el genocidio camboyano. A Panh le
interesa el presente más que el terrible pasado del que un país entero parece
incapaz de superar, y en consecuencia, y más allá del grado de investigación
antropológica que gotea del film, parece interesarle su documental como cura
contra el olvido como manera de vencer sin violencia, quizás creyendo evitar
(vista la parca reacción emocional de los guardas, puede que inocentemente) que
esta no vuelva a repetirse.
En consonancia
con ese ánimo de esquivar todo sensacionalismo, y con una ausencia de
formalismos o énfasis visuales y sonoros que aumenta la sensación de veracidad
-y angustia- sobre lo que se está viendo y oyendo, Panh jamás carga las tintas
en lo dramático aunque sí plantea algunos elementos muy interesantes en cuanto
a planificación y distribución interna del plano que hacen de S-21: La máquina roja de matar la
película que es, no sólo para el público sino para todos los que participaron
en ella, y su autoconciencia de salvaguarda
fílmica de la memoria de la historia de Camboya.
Además de la
inevitable insalubridad del lugar, más aún teniendo constancia de los horribles
actos que tuvieron lugar allí, la amplitud de los encuadres que enmarcan a los
personajes en un entorno que los sitúa y acaba por definir, los planos y
contraplanos que oponen las acusaciones de inhumanidad de los guardas por parte
de Nath y la defensa de estos argumentando que sólo hacían su trabajo
dividiendo en dos frentes, el de las víctimas y las verdugos, pese a que estos
últimos insistan una y otra vez en que esa división es inexistente, o la falta
de asideros históricos pasados los primeros cinco minutos del documental
centrándose en la tragedia humana a un nivel universal que destierra todo
localismo, sin intervención de un realizador que se muestra imperceptible son
estrategias fílmicas que producen una desasosegante y triste atmósfera que
cristaliza en el tramo más perturbador del documental. Si más arriba quedaba
escrito que Panh no recrea mediante ficciones lo ocurrido en el S-21, también
se decía que a cambio ofrece una recreación in
situ y por parte de los antiguos verdugos de sus quehaceres rutinarios
entre 1975 y 1979. Insultos, gritos amenazantes, violencia física y vigilancia
constante hasta el más humillante recochineo, son algunas de las actitudes que
el grupo de hombres se ve rehaciendo para las cámaras casi cuarenta años más
tarde de haberlas cometido realmente, de forma tan despasionada y ausente que
hace dudar sobre si han logrado recuperar algo de su humanidad o si jamás han
logrado olvidar algo de lo “aprendido” entre esas cuatro paredes. En el año 2003
en el que se llevó a cabo S-21: La
máquina roja de matar[6],
gritan y pegan al aire en celdas vacías y pasillos pasto de la humedad que
sucede al abandono del lugar ante la atenta mirada de Panh, que no pierde ripio
del griterío y las idas y venidas de los verdugos que aseguran ser víctimas de
un sistema cruel que los adoctrinó para deshumanizar a sus semejantes,
mostrando ellos mismos un grado de deshumanización mucho mayor y más plausible
en estos instantes del documental que en ningún otro momento del mismo.
Estas
recreaciones, repetidas una y otra vez hasta el embotamiento y poniendo a
prueba la paciencia del público, acaban por parecer a ojos del espectador
rituales crueles pero completamente desprovistos de ninguna motivación, nuevos
ensayos de un guión que de tan aprendido los que lo pronuncian parecen
impermeables al hecho de tratar con seres humanos vivos o mohosas celdas
vacías, más aún cuando no hay nadie allí para recibir los golpes ni los
insultos. Es en esos instantes cuando la película da sentido a su título S-21: La máquina roja de matar,
ofreciendo la panorámica de un sistema de asesinato individual a manos de una
colectividad mecanizada, con una destrucción previa de la humanidad de las
víctimas a ojos de los hacen que la
maquinaria siga funcionando transformando (ya sea por propia voluntad o no) a
sus súbditos en imbéciles humanos discutiblemente próximos a la enajenación. La
exposición de la forma de funcionamiento de esta máquina, perfecta ilustración de la banalidad del mal, de boca de los
muchas veces desapasionados antiguos ejecutores, carceleros, burócratas y
médicos con un inepto sentido de la responsabilidad humana más elemental y
menos esforzada, muestra también algunas fisuras que abren tanto puertas a la
esperanza como al más profundo pesimismo. Por un lado, las órdenes cumplidas a
rajatabla por las huestes del Partido acaban desembocando en atrocidades
mayores de las ya permitidas y exaltadas por el Régimen de Pol Pot, enturbiando
la presunta “inocencia” de los verdugos escudándose en su corta edad (que iba
desde los trece hasta los veinticuatro años de vida…) o su incapacidad para
discernir una orden de una acción llevada a cabo por voluntad propia, una
iniciativa propia presuntamente sepultada por montañas de papeleo que hacían del
dolor y la vida ajenas puro trámite burocrático y lavado de cerebro. Pero por
otro, y de forma tristemente esperanzadora, la estrategia de Panh muestra el
S-21 como un lugar maldito que obliga a los que vivieron en él a ambos lados de
la celda a no poder desembarazarse de su influencia ni de los actos cometidos
allí, convertidos en nada románticos demonios personales que nunca abandonarán
a los culpables. Las recreaciones de las brutales acciones de los vigilantes y
verdugos chillándoles como autómatas a la nada son dignas de estudio y debate
de conclusión tan fútil como apasionante, dada por imposible ya desde el propio
documental incapaz de dar respuesta a la pregunta que reconcome las conciencias
de los que gozan de ella -a los demás nada parece afectarles excesivamente más
allá de una ligera molestia- en S-21: La
máquina de matar, pero también muestran a un grupo de hombres peleando con
fantasmas a los que Panh concede un espacio vacío en el encuadre. Es la manera
de integrar los cuerpos presentes de verdugos y supervivientes de la barbarie
sin sentido con los que faltan pero deberían estar allí, otorgándoles un
protagonismo no por fantasmal ni por asomo menos importante.
Una pequeña
muestra de inesperado -y probablemente involuntario- lirismo que se concreta en
la imagen que cierra este, por una vez y pese a lo antipático y devaluadísimo del término, necesario documental cuya mera existencia ya supone un triunfo[7]
pero que por supuesto resulta, a conciencia y como valor añadido que lo hace aún
más interesante, insuficiente a la hora de dar respuesta a las complejísimas preguntas
planteadas, ni a representar lo irrepresentable: la que muestra polvo, como al
que fueron reducidos dos millones de camboyanos, alzándose por el impulso del
viento en la sala de interrogatorios, liberándose de la prisión en la que habían
sido condenados al olvido a través de las palabras de los hombres que los
redujeron a meros objetos desechables.
Título: S-21: The Khmer Rouge Killing
Machine. Dirección
y guión: Rithy Panh. Producción: Arte & First Run Features. Fotografía: Prum Mesa y Rithy Panh. Montaje: Isabelle Roudy y M.C. Rougiere. Año: 2003.
Intérpretes: Vann Nath (Él mismo), Chum Mey (Él mismo), Khieu 'Poev' Ches (Él mismo), Yeay Cheu (Él mismo), Nhiem Ein (Él mismo), Houy
Him (Él mismo), Nhieb Ho (Él mismo).
[1]Estado del sudeste asiático llamado oficialmente Reino de Camboya,
último de una larga lista de nombres que ha ido cambiando en múltiples
ocasiones. Es una monarquía constitucional con una población actual de
alrededor de 14 millones de habitantes, en su mayoría de etnia jemer y religión
budista. Su capital es Nom Pen y el país limita con Tailandia, Laos y Vietnam.
La influencia hinduista en Camboya (motivo de que su religión predominante sea
la budista) comenzó en el siglo I, debido a la posición marítima del país entre
China y India, y supuso para el pueblo jemer el ser el primero del sudeste
asiático en adoptar ideas e instituciones indias. Se considera el periodo
comprendido entre el siglo IX y el siglo XIII la época dorada de la cultura
jemer, pero la agresividad de sus convecinos y el progresivo deterioro de los
mecanismos de irrigación que permitían la producción de arroz, produjeron una
decadencia que culminó con una incursión tailandesa que tuvo lugar en 1431 y
que propició la huida del rey al sur del país. En 1594, Tailandia conquistaba
el país, mientras los vecinos Siam y Vietnam aumentaban su poder y empezaban a
hacerse con su parte del pastel camboyano. Pero en 1863, y junto con Vietnam y
Laos, Camboya pasó a formar parte del protectorado francés bajo el nombre de
Indochina. Durante un tiempo, los franceses controlaron la política exterior
del país, dejando una relativa manga ancha en lo que a política interior se
refiere, quedando esta bajo el control del rey Norodom I. Esta situación fue
variando gradualmente hasta dejar fuera de las instituciones camboyanas a los
jemer, viendo muy reducida su representatividad en la vida política y
administrativa del país. Después de la ocupación japonesa que tuvo lugar en la
Segunda Guerra Mundial y la posterior Guerra de Indochina, Camboya recuperó su
independencia en 1953, para verse involucrada en la Guerra de Vietnam casi veinte
años después. A su fin, se instauró el nefasto régimen de los Jemeres Rojos,
que se explica más detalladamente en una nota al pie posterior y que inauguró
una turbulenta época a veces sangrienta y siempre turbia en lo político, que
alcanza hasta nuestros días.
[2]Oficialmente Partido Comunista de Camboya, formado en 1951
inicialmente como parte del Partido Comunista de Vietnam. Su ideología
consistió en una reinterpretación ultraizquierdista de principios maoístas como
su exaltación de la figura del campesino o el anticolonialismo. Su nacionalismo
llegó a extremos racistas que, mezclados con su dependencia hacia el Partido
Comunista vietnamita, provocaron la escisión en dos partidos diferenciados. El
apodo “Jemeres Rojos” por el que serían conocidos sus miembros, fue la manera
en que el rey Norodom Sihanuk los llamó durante la década de los cincuenta,
popularizándose a través del francés.
En los
años sesenta se estableció como un grupo guerrillero camboyano, que derrocó al
general Lol Nol (dictador que se hizo con el poder en 1970) el 17 de abril de
1975, tras la expulsión de Estados Unidos del territorio y la finalización de
la Guerra de Vietnam, fundando la mal llamada Kampuchea Democrática, regida de
forma brutalmente totalitaria bajo las mansas apariencias de una República
Popular de inspiración maoísta. El nuevo régimen de los Jemeres Rojos (o Khmer
Krahom en camboyano), evacuó todas las ciudades y pretendía destruir toda
cultura y civilización urbanas por considerarlas burguesas. En consecuencia, puso
en marcha un sistema económico agrario hasta lo radical, intentó reconstruir la
sociedad desde los orígenes de la civilización y recuperó la cultura Jemer
ancestral camboyana como oficial. Llevada con mano tan férrea y narcisista como
se le presupone a todo régimen totalitarista, su líder Pol Pot llevó el control
de su ejercito campesino sobre la población civil hasta la tortura, detención y
asesinato en ocasiones, y en muchas otras sometiéndola a trabajos forzados. Dos
millones de camboyanos murieron durante los cuatro años que duró su “mandato”,
conocido como la época en que tuvo lugar el Genocidio Camboyano (lo que ha
llevado a muchos a describir el documental que nos ocupa como el Shoah camboyano, en referencia al
documental sobre el Holocausto llevado a cabo por Calude Lanzmann en 1985),
hasta que en 1979, Kampuchea fue invadida por Vietnam, y los Jemeres Rojos se
retiraron a la zona occidental del país llevando a cabo una guerra de
guerrillas contra el nuevo régimen (y van…) de Phnom Pehn. Las pésimas
condiciones de vida en la Camboya de 1979 (asolada además por una sequía que
destrozó la cosecha de arroz de ese año) llevó a muchos compatriotas a huir a
Tailandia, encontrándose entre ellos una parte importante de los Jemeres Rojos,
que por interés político por parte de los Estados Unidos y China -enemigos de
Vietnam, satélite soviético en plena Guerra Fría- tuvo todos los parabienes de
la Comunidad Internacional. Fue ante esa misma Comunidad donde los Jemeres
Rojos abdicaron de sus ideales comunistas desmantelando el Partido Comunista de
Camboya y abrazando la economía de mercado y el respeto a las religiones que
antes tanto decían despreciar. A cambio, los Estados Unidos y China armaron y
subvencionaron la guerrilla, que ni siquiera tuvo que reestructurarse, para
sorpresa e indignación de sus víctimas, para validarse ante las Naciones
Unidas, y se lanzaron a provocar escaramuzas en la frontera con Vietnam. No fue
hasta 1989, con la caída del muro y una Guerra Fría que iba perdiendo razón de
ser a marchas forzadas, cuando el desgaste se hizo tan notable que Estados
Unidos y China retiraron su apoyo a la guerrilla, viéndose esta obligada a
subsistir gracias a la deforestación ilegal y el tráfico de piedras preciosas.
En 1994, el movimiento de los Jemeres Rojos fue ilegalizado, deshaciéndose
entre luchas internas y constantes fugas a estructuras estatales de las que una
vez dentro muy difícilmente podían ser entregados a la justicia sin
derramamiento de sangre. Pol Pot moriría en arresto domiciliario en 1997 sin
ser nunca llevado a juicio por sus terribles crímenes, marcando el definitivo
fin de los Khmer Krahom como organización.
[3]Traducción algo sesgada del original que en castellano vendría a
ser S-21: La máquina de matar de los
jemeres rojos, ampliando así la condición asesina del régimen de Pol Pot a
su adhesión al comunismo, sin más matices. Por desgracia no puede decirse que
la Historia no esté llena de ejemplos de cómo los ideales comunistas han sido
usados en demasiadas ocasiones como justificación de los actos más atroces,
pero no deja de ser curioso el pequeño ajuste que se llevó a cabo en la
traducción del título de este documental al castellano.
[4]Nacido el 18 de abril de 1964 en la población de Nom Pen, en la
Camboya que una y otra vez se dedicaría a explorar en sus investigaciones
documentales, sería a los seis años de edad cuando, tras el golpe de estado del
general Lol Nol que derrocó al príncipe Norodom Sihanouk, el país entraría en
la Guerra de Vietnam. Tras la llegada de los Jemeres Rojos al poder en 1975, y
ya con once años de edad, Panh sería internado en un campo de “rehabilitación”,
con el objetivo de rehabilitarlo a él y otros muchos de su edad de los “vicios
burgueses”. Las largas caminatas desde las ciudades de las que fueron expulsados
muchos camboyanos de la nueva Kampuchea “Democrática” (las comillas son mías)
hasta esos centros de rehabilitación acabaron con toda la familia de Panh, que
cuatro años más tarde y aprovechando la invasión vietnamita del país en enero
de 1979 se fugó a los campos de refugiados de Mairut, en Tailandia. Sin lazos
familiares, Panh fue acogido en Francia, llegando a París en 1980, a los dieciséis años
de edad. Allí cursó sus estudios cinematográficos en la Escuela Nacional de
Cine de Francia. En 1989 ganaría el primer galardón de su carrera en el
Festival de Amiens con Site II. Sus
intereses principales como documentalista parecen ser, a falta de haber visto
casi toda su obra, la influencia de lo acontecido en Camboya durante el régimen
de los Jemeres Rojos entre 1975 y 1979 en la Camboya actual. Documentales como Camboya: entre la guerra y la paz de
1991, La gente del arrozal en 1994, Bophana: una tragedia camboyana de 1996,
Una tarde después de la guerra de
1998 o La tierra de las ánimas errantes
del año 2000, así parecen atestiguarlo. Tres años más tarde de esta última
llegaría la multipremiada S-21: La
máquina roja de matar y desgraciadamente el único de sus trabajos que he
podido ver hasta la fecha. Ese mismo año llegaría La gente de Angkor para en el 2005 hacerlo El teatro incendiado y en el 2007 el muy sugerente título El papel no puede envolver la brasa. Su
última película hasta la fecha ha sido The missing picture en este año 2013, el mismo en que ha sido editado en
castellano La eliminación, escrito a
cuatro manos por Christopher Bataille y el propio Panh, editado por Anagrama,
de nuevo sobre los campos de refugiados de la llamada Kampuchea Democrática.
[5]Chum Mey delató bajo coerción y tortura a un total de sesenta
personas que a su vez fueron apresadas y asesinadas más adelante siguiendo la
terrible máxima del régimen que aseguraba que “Más vale detener erróneamente que el enemigo nos coma por dentro”.
Al respecto y en una mezcla de repulsa y compasión, el pintor Van Nath se
pregunta sobre si en una situación tan imposible como aquella se puede actuar
de forma diferente sin ceder ante la amenaza del dolor, llegando a la
conclusión de que si todo camboyano hubiese actuado de la misma manera,
delatando a sesenta personas que habrían delatado, cada una por separado, a
sesenta más, Camboya sería un lugar totalmente deshabitado.
[6]Pese a que su estreno entre nosotros no llegó hasta el 2008,
coincidiendo en el tiempo con el juicio a Kaing Guek, alias Duch, comandante de
la prisión S-21 y máxima autoridad responsable dentro del recinto de las
numerosas torturas y asesinatos de presos supuestamente políticos.
[7]Más allá de su importantísima condición de testimonio de una época
interesadamente silenciada y un humanista desplante a una forma de ver el mundo
inhumana, S-21:La máquina roja de matar
provocó con su estreno en Camboya, una reacción considerable entre el público.
El antiguo jefe de estado Khieu Samphan definió el S-21 como una institución
estatal, pero se declaró desconocedor de lo que se había llevado a cabo en su
interior aunque, pírrica victoria pero victoria al fin y al cabo, admitió que
por lo visto y oído en el documental el lugar formaba parte indivisible del
régimen de los Jemeres Rojos. Pese a todo, no pudo evitar asegurar que “de 1975 a 1978 no supe nada de esto ni tuve
noticias del S-21”… Por otra parte, Panh asegura que los trabajadores del
S-21 que aparecen en el documental reconocieron sus actos a partir de su
participación en el mismo, reconociendo el crimen aunque intentando evitar su
responsabilidad.
Acabo de ver "The Act Of Killing" y se me han caído los huevos al suelo. Me aventuraría a decir que existen ciertas similitudes en la forma de ver lo que documenta, con la diferencia que en el caso de S-21 hay un discurso internacional a favor de la demonización de Pol Pot, y en el caso de Indonesia, parece que todo el mundo acepta el "mal necesario" de los genocidios políticos.
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