Un grupo de
actores y actrices charlan animadamente en una serie de entrevistas sobre su
participación en el fenómeno televisivo El
show de Truman, tejiendo un tapiz de opiniones sobre un programa con un
protagonista absoluto que no sabe que lo es: Truman Burbank. Un hombre-niño de
treinta años, un inocente con la gomosa cara del actor Jim Carrey que se
imagina a sí mismo como un explorador a la búsqueda de aventuras en la falsa
intimidad de su cuarto de baño, mirando al espectador de “su” programa a los ojos
a través del espejo en el que su reflejo se lava la cara cada mañana. Y también
es el único incapaz de ver la cámara, siendo -sin interpretarse, sin trampa ni
cartón- él mismo en todo momento, 24 horas al día 7 días a la semana, haciendo
del show televisivo que lleva su significativo nombre uno en el que, según las
palabras de Christof (un relamido y como siempre excelente Ed Harris), director
del programa en la sombra y maleador del destino y vida cotidiana de Truman, “Todo es verdad. Pero todo está controlado”.
Esta es la
base argumental del programa que lleva el mismo nombre que la película de Peter
Weir[1]
El show de Truman que la contiene, una
paradójicamente luminosa pesadilla conductista protagonizada por un hombre
supuestamente vulgar, casi atontolinado en su defendible bondad y fe en el
mundo que lo rodea y lo atrapa haciendo de él un cobaya televisivo inconsciente
de su condición de experimento presuntamente sociocultural sin un ápice de
humanidad -al menos en su vertiente más constructiva- por parte de sus
venenosos responsables que aseguran moverse por las más venerables intenciones.
Porque Truman
no lleva, aparentemente y siempre según
la superficie de las imágenes que ilustran su cotidianeidad, una vida
miserable: su amorosa y irritante esposa Hannah (Laura Linney) lo cuida con un
esmero que bordea lo preocupantemente maternal, su amigo Marlon (Noah Emmerich)
da constantes muestras de su aprecio por el bonachón de Truman, y lo
abotargante de su rutina, reconocible en su diaria repetición con escasas
variaciones para la mayoría de los
mortales que moramos por la cara más bonita de Occidente, parecen dar fe de una
existencia tan plácida como abúlicamente satisfecha. Así, y dentro de un estilo
de vida envasada al vacío con regusto a una década, la de los años cincuenta,
en el que todo parecía ir bien y nada turbaba al sueño americano prendado de sí
mismo, el hogar de Truman, hecho de casitas blancas flanqueadas por amistosas
verjas de idéntico colorido y buenas intenciones rodeadas de césped siempre
bien segado dista mucho de parecer una prisión. Más bien al contrario, la casi
marciana belleza del film de Weir dota de una irrealidad -que para Truman no es
tal- la isla de Seaheaven, que hace de patria del célebre hombre gris que no se
sabe ni una cosa ni la otra, que provoca un comprensible ensimismamiento en un
estilo de vida de encantos tan narcotizantes como hipnóticos son las imágenes
que lo ilustran. Este paraíso artificial para aquellos que saben que ha sido
creado por la mano del hombre, repleto de las más impresionantes puestas de sol
y los más relamidos buenos modales, y del que todo atisbo de duda y sus agentes
han sido expulsados (o despedidos) fulminantemente, es efectivamente una recreación de supuestos tiempos mejores, de un paraíso terrenal en
pleno apogeo del cacareado tanto a favor como en contra american way of life que ocultan la verdad al protagonista del
show: el propio programa del que Truman no sabe lo que los espectadores,
televisivos y cinematográficos, sabemos cuando El show de Truman, la película, empieza a narrar el proceso de despertar de su protagonista hasta el
descubrimiento de la verdad. Que sus amigos, su esposa y todos y todo lo que lo
rodean es un escenario plagado de actores que llevan toda su vida
convenciéndolo de que su vida es todo lo mejor que puede llegar a ser.
De esta
manera, el subjetivismo que hace de Truman Burbank -como lo haría de cualquiera-
la víctima perfecta de una cultura que lo atrapa sin necesidad de apretar el
puño atenuando sus ansias de conocer mundo no se contagia a la película, aunque
de ella sí pueda extrapolarse la duda sobre lo que no rodea y conocemos como realidad en un grado mucho menor de lo
que podría parecer a simple vista. Así, lo que de ser planteado en el mismo
plano de inocencia como el que mueve al protagonista haría de El show de Truman una película sobre el
sentido de la realidad o la cultura como forma de entender y vivir en el mundo,
se convierte en un brillante cuento sobre la superación personal y la capacidad
del ser humano para explorar más allá de sus propias fronteras. Lo que implica
que, por el camino, se pierda la capacidad para provocar auténtica duda sobre lo lícito de los males que aquejan a Truman,
el efecto que estos provocan en aquellos que lo rodean y aseguran amarle, o
sobre su lucidez o locura alrededor de esa inquietud que aguijonea su vida
escociéndolo hasta soñar con llevar una diferente muy lejos de la mullida
cotidianeidad con que Seaheaven lleva arropándolo casi treinta años. Y esa
distancia, fruto de que el espectador vaya unos cuantos pasos por delante del
personaje interpretado por Carrey[2],
resulta tanto el elemento más contradictorio del film como uno de los más
interesantes del mismo. Conociendo de antemano la condición de preso
inconsciente de Truman la impresión de ver el mundo a través de sus ojos se
rompe casi desde el inicio del film, y con este declive del proceso de
identificación se impone otro más pantanoso: la compasión. Precisamente la
misma que se adivina tras las miradas del público del programa de televisión
que va apareciendo, esporádicamente, comentando los dimes y diretes de la
existencia pública de Truman sembrando y aportando información al espectador de
la película, en última instancia a la misma altura que la de aquellos que
parecen fagocitar la vida de otro ser humano que desconoce que su vida íntima y
personal, la única que él conoce y conocerá, es pasto del entretenimiento de
gran parte de la humanidad… con una abismal diferencia, la misma que separa la ficción como experimento de un
aberrante asalto a la dignidad e intimidad de una persona inconsciente de ser
utilizada como forma de espectáculo.
Este
solapamiento entre El show de Truman,
el inmoral reality show, y El show de Truman, la película de Peter
Weir que lo contiene no sólo se produce a un nivel más o menos acusatorio para
con su audiencia o una determinada manera de entender el entretenimiento y la
vida cotidiana y privada como espectáculo público, elementos muy atemperados[3]
al afortunadamente optar la película por explorar derroteros más interesantes,
sino en la propia médula del film y su desarrollo dramático y narrativo.
Así, y
complementando la distancia entre la percepción de Seaheaven que tiene Truman y
la que el público del film tiene de tan ponzoñosamente bonito lugar, Weir
fuerza la apuesta al mezclar indiscriminadamente la planificación del film,
ajena al reality y parte de la realidad no filmada de Truman, con la
que se diría pertenece a la del programa televisivo, como parte de la película El show de Truman en su totalidad. Así,
planos elegantemente filmados como casi todos los que hacen del film de Weir la
extrañamente exquisita película que es, conviven sin distinción por montaje o
formato con otros que por su composición, constantes reencuadres, interpretaciones
actorales forzadas hasta rozar la parodia, artificiosos zooms o tomas de cámara que buscan el mejor ángulo para promocionar
un producto presente en el mundo de Truman a la venta también en el nuestro, se
revelan como tomas hechas desde una cámara oculta. De esta manera, los planos
que se supone no pertenecen a la realización del programa televisivo no sólo
hacen mucho más dinámica una película que sin ellos, y compuesta sólo por los
planos mezclados por los responsables del reality
show -uno de esos términos
imposibles- por lo general de un estatismo y rigidez feista, sería de una
diferencia abismal a todos los niveles, también acaban por reforzar un discurso
que se diría está basado antes en la emoción más inequívoca y sin matices que
en la razón que provoca la duda en Truman y desencadena los acontecimientos que
tienen lugar en el film. Más aún, en un instante de El show de Truman, el personaje de Carrey rechaza la invitación de
su mejor amigo de acompañarlo a tomar unas cervezas frías en algún bar antes
del cierre, y arguyendo una excusa se sienta en la playa oyendo el sonido de
las olas rompiendo a sus pies. A tan prototípica escena, tan brillantemente
servida por Weir como toda la película en general, se sobrepone otra no menos
estereotipada tanto en los elementos que la componen como en su momento de
aparición: un flashback en el que el
espectador puede contemplar como la vida de Truman dio un vuelco en el mismo
lugar desde el que ahora (sabemos) se lamenta silenciosamente, en la orilla del
mar que engulló a su padre mientras navegaban juntos. Tamaño -falso- trauma,
que impide a Truman abandonar la isla debido a la fobia al mar que desarrolló a
partir de entonces, no será el único que dará cierta profanidad al personaje,
más adelante y en nuevo flashbacks, veremos como una chica del reparto (una
preciosa Natascha McElhone) que Truman no sabe que lo es se enamora del
protagonista del show y es correspondida en sus sentimientos por éste…
rompiendo el guión escrito que ya había designado una compañera sentimental
para él, que acabará siendo, tras la desaparición/despido de su verdadero amor,
su insalubre esposa. Ahora bien, lo realmente perturbador de estas escenas no
es el triste y dramático espectáculo que
en ellas se describe, sino el hecho de que los emotivos flashbacks que los espectadores del film acaban de ver son también
los que han visto, por enésima vez a decir de algunos de ellos, los
espectadores televisivos de El show de
Truman, siendo estos formalmente idénticos.
Así, el
programa, fusionándose a todos los niveles con la película intermitentemente y
sin previo aviso, no sólo recoge las acciones de Truman a excepción de unas
pocas -como las relaciones sexuales que mantiene con su esposa, pero no sus
horas de sueño, por ejemplo- sino que también y muy siniestramente las contextualiza, sin ánimos
metalingüísticos y deconstructivistas, convirtiendo al ser humano real que se pretende que sea Truman y que
sin duda lo sería de existir, en un personaje
no sólo televisivo sino también cinematográfico. Esta reconversión de lo humano
a una narrativa de manual (cinematográfico) tiene aún un recodo más, no menos
preocupante que el anterior, el hecho de que efectivamente Truman parece haber
pensado en la muerte de su padre y el abandono de su primer y verdadero amor en
ese instante… convirtiéndose en la perfecta culminación de un experimento
conductista de visos totalitarios llevado a niveles atroces, siniestramente
reveladora en su relación con el público. La denuncia de El show de Truman a un Sueño Americano que oculta una consabida -y
a estas alturas, trillada hasta el estereotipo- zona de sombras que palpita
oculta bajo la resplandeciente superficie se queda así a medio gas, espoleando
-con gran éxito- la emoción del público bajo unos códigos musicales y visuales,
parámetros de planificación dentro de la exquisitez del conjunto y hasta temas
-tan veraces como el amor verdadero o las ansias de libertad- que juntos y bien
combinados anuncian la prolongación de ese american
way of life bajo un pelaje menos vistoso que el vaporoso Seaheaven: el de nuestro
mundo, o un forma de entenderlo, erigido como incontestable y tranquilizadora realidad en contraposición a la ficción que supone El show de Truman, el programa de televisión… aunque elementos como
la excelente banda sonora firmada por Philip Glass[4]
y Burkhard Dallwitz se encuentren sospechosamente a ambos lados de la frontera
televisiva dentro de la película.
Vista así, El show de Truman, la película, otorga a
su público información privilegiada sobre
la vida del protagonista y sobretodo sobre su inconsciente cautiverio
pero es precisamente esa distancia lo que hace del muy inquietante punto de
partida de la película una venenosa comedia de tintes surrealistas, una sátira
mucho menos perturbadora, aunque no necesariamente peor, de lo que podría haber
sido de optar por otra opción y contar con un realizador menos dotado. Weir
saca pecho narrativo y se regodea en los intentos, algunos de ellos hilarantes,
de toda la población actoral de Seaheaven para impedir la huida del hombre del
plató que le sirve de hogar y que les da de comer sin saberlo, componiendo un
film de ritmo endiablado que fusiona a la perfección elementos dramáticos que
bordean la más desalmada crueldad con una comicidad que -insisto que sin hacer
de este film uno inferior al que podría haber sido sin ella- lo humanizan hasta
una ternura que a veces le juega a favor y otras la aproximan peligrosamente al
patetismo del que parece hacer gala el programa de televisión con el que
comparte título. Este irónico sentido del humor, que hace del via crucis
de Truman uno más seguro para el público de lo que habría sido de estar a su
misma altura y también más divertido a su costa, aligera considerablemente el
peso de unas imágenes que así se sostienen de forma más creíble que de aparecer
sorpresivamente y sin previo aviso. Lo que no impide numerosas escenas
memorables de sorprendente resolución:
desde la cuidadísima atmósfera en la que todo parece perfecto y precisamente por ello resulta tremendamente extraño se alzan instantes tan
inolvidables como una repentina salida del sol entre las olas del mar que
cercan Seaheaven precediendo a la poderosa imagen de una ciudad paralizada con
sus habitantes a la espera en un tableux
vivant humano, la primera toma de control de Truman sobre su propia vida
plantándose en mitad del arcén rompiendo así lo que se espera de él y
reafirmándose así como ser humano libre y capaz de influir en su entorno, el genialoide
– y este sí, perturbador y profundamente emotivo- instante del choque de Truman
con el mismísimo horizonte como límite último del mundo y su charla con un
literalmente endiosado creador y realizador del programa que abre puertas a
disquisiciones teológicas sobre el sentido último de El show de Truman[5]…
Todo ello, y pese a su indudable maestría en la maravillosa conjunción de todos
los elementos que lo componen, con un potencial minado por esa misma distancia
que convierte a Truman en un mártir televisivo y cinematográfico y no en un
turbador alter-ego del propio
espectador hastiado de su entorno, en un hombre que pese a tener razón en sus
dudas podría no ser más que un enajenado con brotes conspiranoicos al que poco
a poco la película fuese dando la razón, poniendo en solfa todo lo que rodea no
sólo al personaje, sino apelando a la propia capacidad de aprehender la realidad
del público del film.
Nada de eso
aparece en El show de Truman: el film
de Weir se centra en un personaje cuya característica más reconocible es una
más que loable pureza de principios sobre los que jamás se tiene la menor duda,
como tampoco se plantean -pues desde el punto de vista desde el que está
planteada la película eso es imposible- preguntas sobre la cordura o locura de
un pobre diablo cuyas más que comprensibles ansias de vivir plenamente y en sus
propios términos han sido cuidadosamente podadas de todo elemento más o menos
tormentoso. A cambio, el estupendo guión de Andrew Niccol[6]
transita por territorios más afines a la ciencia ficción más o menos distópica,
siendo en el segundo tramo de la película muy explicativo, desmenuzando el
proceso de secuestro mediático de un Truman recién nacido hasta la actualidad
aportando una pátina de credibilidad que acaba, ni para bien ni para mal,
echando definitivamente por la borda toda posibilidad de inquietar
excesivamente, sepultando a base de ingenio el temible potencial del film como
sátira más sangrante y abstracta. Lo que no es óbice para que, visto el
conflicto del film bajo este oxigenado prisma, El show de Truman logre el que se diría su objetivo último: ser una
película emocionante y enaltecedora sobre la capacidad de superación del ser
humano de llegar a los propios límites del mundo y su forma de comprenderlo,
amén de hacer de Truman un emotivo icono de la inocencia perdida de nuestros
días. Víctima de un chantaje emocional divertido por rebuscado en sus momentos
más cómicos, pero tremendamente enervante -por efectivo- en los dramáticamente
más punzantes que implican tanto a su supuesta familia como a sus supuestos
amigos, Truman se ve reconvertido así en verdadero explorador, en representante
al otro lado del espejo -mediatizado- de una parte de la humanidad aprisionada
en una vida que se detecta insuficiente por falsa
y sobre la que parece haber perdido el control. Siendo la presa de un engaño en
el que él -y se extrapola, todos los que contemplamos el programa y la, en el
fondo muy similar, película- es víctima de una traición por parte de aquellos
que lo rodean que una vez se quitan la sonriente máscara que le muestran cada
día revelan una mezquindad tan egocéntrica y hiriente que Truman gana plenamente
al espectador para con su causa, alzándose como la quintaesencia de la libertad
humana… presentada bajo parámetros igualmente cinematográficos increíblemente
convincentes y emocionantes, aunque no por ello menos estereotipados. Siendo
esto último una característica que debido a su efectividad, pone turbiamente en
duda el triunfalismo del que hace gala la película.
Así, cuando en
su discusión con “El Creador” del
show que es la vida del protagonista, y cuyos poderes, voz y aparición se
asemejan en el mundo de Truman a los de Dios, el personaje interpretado por
Carrey argumenta sus ansias de libertad en base a que nada en su vida era real. A lo que el director y creador del
televisivo El show de Truman le responde que lo que encontrará fuera del plató
y sus dominios será igual que lo que hay dentro, sólo que en una versión
descontrolada en que Truman ha perdido la inmunidad que le concede el ser
protagonista absoluto, siendo tan vulnerable como cualquier otro a los embates
de la vida cotidiana. Tanto como algunos de los espectadores de su show cuya
presencia, hipnotizados ante la caja tonta se va multiplicando a medida que
avanza el metraje siendo sus reacciones ante el televisor en el tramo final del
film prácticamente reflejos de las del espectador de la película. Sembrando la semilla de una duda que Weir no
hace germinar la película acaba por devenir si no una apología, antes un
preocupante y muy ambiguo retrato del (mediatizado) estado de las cosas que un -probablemente
más fácil- ataque en toda regla a una forma de comprender el mundo y el reducir
la vida de los que viven en él a un simple espectáculo con el que pasar la
tarde.
De esta
manera, y haciendo de El show de Truman
un film más complejo y adulto por lo que se desprende de él antes que por lo
que cuentan sus imágenes, capaz de dar gato por liebre a su público, el film se
revela como la última pieza del rompecabezas: un canto a la libertad lleno de
oscuros lamparones recubiertos por una pletórica pátina triunfalista que paradójicamente
sirve como prueba de que la ideología subyacente bajo el show ha traspasado la
porosa frontera de la pantalla televisiva para decirnos lo que, como
espectadores, hemos aceptado durante todo su metraje: que el mundo ya es, a
ambos lados de la pantalla y bajo ropajes diferentes, idéntico. O lo que es lo
mismo: todos somos Truman, la narrativa de su programa -que es también la de la
película- es el molde efectivo de nuestra percepción de las cosas, sus anhelos también son los
nuestros, así como las emociones que nos despiertan sus pequeños y grandes
triunfos, y todo, sus sueños, sus enaltecedoras victorias y la profunda emoción
que despiertan... todo eso es catártica verdad.
Pero todo está controlado.
Título: The Truman
show. Dirección: Peter Weir. Guión: Andrew Niccol. Producción: Edward S. Feldman, Scott Rudin,
Andrew Niccol y Adam
Schroeder. Dirección
de fotografía: Peter Biziou. Montaje: William M. Anderson y Lee Smith. Música:
Philip Glass y Burkhard Dallwitz. Año:
1998.
Intérpretes: Jim Carrey (Truman Burbank), Laura
Linney (Hannah Gill), Noah Emmerich (Marlon/Louis Coltrane), Natascha McElhone
(Sylvia/Lauren Garland),
Ed Harris (Christof).
[1] Nacido el 21 de agosto de 1944, el nombre de Peter Weir parece, a
cada nueva película suya, sea esta más o menos reciente, el de un corredor de
fondo de tanto talento como ninguneados son sus méritos, a la sombra de
realizadores de mayor calado en la opinión cinéfila del momento. Oriundo de
Sidney, Weir estudió Arte y Legislación
en la Universidad de su ciudad natal, donde conoció a algunos estudiantes,
entre los que se hallaba el futuro y no demasiado afortunado realizador Phillip
Noyce, con los que formaría más adelante el colectivo cinematográfico Ubu
Films, del que surgirían algunos de los más representativos miembros de la
Nueva Ola del Cine Australiano, de la que el realizador de El show de Truman sería uno de sus más ilustres representantes.
Tras su paso por la televisión, que le permitió el acceso a material para rodar
numerosos cortometrajes y su ingreso en la Commonwealth Film Unit en la que rodaría
algunos documentales, se enfrentaría por fin a sus primeros largometrajes de
ficción. La llamada etapa australiana de su filmografía da comienzo en 1974 con Los coches que devoraron París, para dar
paso un año más tarde a la muy reputada Picnic
en Hanging Rock y la catastrofista -y en los fragmentos que he podido ver,
muy interesante- La gran ola en 1977,
de las que nada puedo decir porque desgraciadamente no he tenido la ocasión de
verlas. Durante la década de los ochenta encararía con la colaboración de Mel
Gibson como actor protagonista Gallipoli,
El año que vivimos peligrosamente o la entretenida Único testigo, su primera película norteamericana a mayor gloria de
su estrella Harrison Ford en el papel principal, con el que reincidiría en La costa de los mosquitos. Pero sería
gracias a la enaltecedora El club de los
poetas muertos cuando se haría un hueco en el corazón de una nueva
generación de espectadores, con un film que pese a los años y lo edulcorado de
su “mensaje” aguanta el tipo más que bien. Tras Matrimonio de conveniencia y Sin
miedo a la vida, Weir daría en el blanco con el éxito de taquilla que
obtuvo el film que nos ocupa en 1998. Pero lo mejor estaba aún por llegar: de
manera menos espectacular y vistosa, con un argumento más convencional y sin el
respaldo que entre cierta parte del público encuentra el cine de aureola -que
no necesariamente de sustancia- “artística”,
nos llegaría la maravillosa Master and
Commander: al otro lado del mundo protagonizada por Russell Crowe y una
portentosa película de aventuras hecha con un mimo y refinamiento que la hace,
en su aparente convencionalidad (aparente porque la excelencia del film tiene
poco de corriente), una muy reivindicable película que corre el peligro de ser
denostada a la ligera. La última película dirigida por Weir hasta la fecha ha
sido la prácticamente ignorada Camino a
la libertad, que no he tenido la oportunidad de ver, pero que según parece
reincide en algunos de los temas habituales del mejor cine de su realizador: la
aventura y la supervivencia de uno o varios hombres y mujeres en un terreno que
les es hostil o descontrolado bajo un prisma humanista.
[2]Afamado cómico, castigadísimo por la crítica oficial (signifique lo que signifique eso) y al que, pese a su
limitadísimo registro consistente en un hiperactivo histrionismo que puede
llegar a cargar, ha dado algunas películas harto divertidas. El primer Ace Ventura: detective de mascotas o La máscara, la relativamente más oscura Un loco a domicilio, o un buen punto de
partida malogrado en Di que sí, son
buenas muestras de que con el material adecuado Carrey sirve como muy eficiente
humorista, no digamos ya si escarbamos en sus apariciones en el programa Saturday Night Live en el que se hizo un
nombre que le sirvió de trampolín para dar el salto a la gran pantalla. La
inamovible voluntad de los productores de El
show de Truman que querían a la estrella como protagonista de la película
obligó a retrasar alrededor de tres años el rodaje del film, sobre el que
Carrey tenía potestad para variar elementos del guión a su gusto e improvisar
cuando así lo viese apropiado. Esto último provocó inicialmente algunas
tensiones entre director y actor, que acabaron por aceptar un pacto de trabajo
en equipo en el que se tenían en cuenta las opiniones de ambos para lograr el
mejor resultado posible. Para Weir, ese fue el de poner su nombre de nuevo en
la palestra hollywoodiense, y para Carrey poner en marcha la rumorología que
aseguraba que sería nominado al Oscar de la Academia ese año… cosa que no ocurrió,
quizás porque los miembros de dicha organización vieron lo obvio: que Carrey no
había variado lo más mínimo sus formas interpretativas, únicamente las había atemperado un poco para
derramar algunas lágrimas por el camino. Siendo justos, las energías de Carrey
-que en El show de Truman no lo hace
nada mal- fueron mejor canalizadas en el film de Milos Forman Man on the moon en el que interpretaba
al cómico Charlie Kauffman, personaje real del que nunca se sabía si estaba
interpretando un papel o no… algo que muy bien podría aplicarse al actor que
años más tarde protagonizaría uno de los hitos del cine romántico moderno (y
para modernos) en Olvídate de mí dirigida por Michael
Gondry.
[3]Quizás por no saber la que se nos venía encima. Un año antes del
estreno de El show de Truman, en
1997, la cadena de televisión neerlandesa Endemol ideó, a través de una de sus
filiales subcontratadas, el programa La
caja dorada, en el que un total de seis personas debían convivir un año en
el interior de una lujosa mansión sin poder salir de ella durante la duración
del programa, resultando vencedor -con un premio de un millón de florines como
compensación- el que aguantara hasta el final del programa sin abandonar su
cautiverio voluntario. Siendo un collage
de iniciativas previas con seres humanos obligados a entenderse aislados del
resto del mundo y cámaras recogiendo todas sus reacciones, La caja dorada se considera como la semilla de lo que dos años más
tarde, el 16 de septiembre de 1999, llegaría bajo el nombre de Gran hermano, en supuesto “homenaje” a
la siniestra organización que todo lo ve y todo lo sabe de la estupenda novela
de George Orwell 1984, a las
pantallas de la televisión holandesa. Todo lo que ha venido después es la
muestra fehaciente de su popularidad: desde su casposa versión española hasta
los más cercanos en el tiempo Jersey
shore y su catarata de imitaciones, a cual peor y más aún si tenemos en
cuenta lo lamentable de su modelo, el programa Gran hermano y sus derivados se han extendido por las parrillas de
muchos canales televisivos que comentan del derecho y del revés las conductas
de los que viven en la casa. Tamaña
memez, que no sólo resulta estúpida (y perfectamente lícita, la gente que
participa en ellos sabe muy bien lo que se espera que hagan, además de contar
con un nutrido ejército de guionistas que falsean
lo que de no ser por ellos puede que fuese aburrido hasta para aquellos que lo
disfrutan) sino sobretodo cansina, parece más un síntoma narcisista de algunos
de sus participantes que quieren ser famosos a toda costa como la confirmación
de que la televisión pone en boca de todos lo que pasa por ella. Un Gran hermano muy diferente, mucho más
cercano a su acepción original, es el que asola la vida de Truman Burbank, cuyo
programa parece más emocionante, pero (o precisamente por) es también
infinitamente más inhumano que los antes comentados, pues el protagonista no se
sabe observado y espiado como base de un espectáculo que busca sus fuerzas
donde pocas veces se encuentra para los que vivimos allí, que somos todos: la
vida cotidiana.
[4]El compositor tomó de su propia cosecha temas musicales previos
que ya habían podido oírse en Powaqqatsi
(documental comentado en este blog el mes de julio de 2012) y otras, las más
triunfales, que habían aparecido en la excelente película Mishima dirigida por Paul Schrader. A modo de curiosidad, apuntar
que Glass hace una fugaz aparición en pantalla como el músico -un punto en
común más del programa con la película- que pone la banda sonora del programa El show de Truman desde las oficinas de
Christof situadas en la falsa luna que se cierne sobre Seaheaven como ojo que
todo lo ve.
[5]De las múltiples lecturas que ofrece un film como El show de Truman, más allá de sus
virtudes, la religiosa ha sido desde su estreno una de las más golosas.
Elementos como el nombre del creador del programa Christof (que muchos han
querido ver como Christ-off, palabro
de connotaciones similares al castellano anticristo),
el barco con el que Truman surca los mares de Seaheaven de nombre Santa María o
muy especialmente el final del film, que consiste en un diálogo entre un
Christof elevado a la categoría de Dios Creador y un Truman -nombre
fonéticamente idéntico a True man o Hombre de verdad- como representante de
la humanidad en busca de la emancipación, buscando huir de un Edén (de nombre
Seaheaven o Cielo marítimo) que se le
queda pequeño tras ser avisado (o tentado) por Sylvia que le advierte de que
todo lo que le rodea “es mentira” y
que se vaya con ella fuera de allí…
Todo configura lo que podría ser una parábola de tintes religiosos con Truman
como vector, pero visto lo visto se diría que la película utiliza cierta
imaginería religiosa (el sol tras la nubes a semejanza de un Dios invisible e
omnipotente, el que Truman pueda ser antes hijo, o producto en este caso, de
ese Dios que del que creía era su padre, aproximándose a la figura de Cristo)
como inspiración formal y para sembrar, y plasmar magníficamente, impresiones e
ideas antes que como discurso construido en forma de parábola bien planteada.
[6]Nacido el 10 de junio de 1964, el neozelandés Andrew Niccol
escribió el libreto de lo que acabaría siendo El show de Truman en 1991, inspirándose en un episodio de la
justamente mítica serie televisiva The
twilight zone (o como se la conoció en su paso por la televisión autonómica
catalana La dimensió desconeguda) y
bajo el título inicial de El show de
Malcom. Tras establecer contacto con el productor Scott Rudin, que se quedó
prendado del guión, el escrito de Niccol rondó por varias productoras que
rechazaron la posibilidad de que fuese el propio guionista el que dirigiera el
film desde el momento en el que Jim Carrey ató su nombre al proyecto. Relegado
así a un segundo y valioso plano, Niccol vio como su guión se propuso a gente
tan dispar pero comprensiblemente considerados en la onda del proyecto como
Brian de Palma, Terry Gilliam o Tim Burton, hasta que finalmente fue el nombre
de Peter Weir, propuesto por el propio guionista, el que acabó calando hondo
como responsable último de El show de
Truman. En paralelo con la producción del film de Weir, Niccol acabó por
dirigir su primera película, un pequeño clásico del cine de ciencia ficción de
los noventa: la estupenda Gattaca de
1997, con Ethan Hawke, Uma Thurman y Jude Law como protagonistas, opera prima a la que seguiría la menos
lograda pero interesante Simone y la
mucho más cínica película de denuncia El
señor de la guerra, que no estaba nada mal. En el año 2011 dirigiría In time, película de potente premisa
argumental de la que no puedo decir nada porque no he podido verla, y este mismo
año la adaptación de uno de los muchos best-sellers
juveniles que de un tiempo a esta parte proliferan en las listas de ventas: The Host, película que por su adscripción al grueso de
filmes salidos a la sombra de la saga Crepúsculo,
no he visto por no haber reunido todavía las fuerzas necesarias para ello.
Algunos de sus propios filmes han sido producidos por él, y todas las películas
de su filmografía como director han sido escritas (incluyendo las adaptaciones)
por el propio Niccol, que también participó en el guión de la, según dicen los
que la han podido ver, kafkiana en su médula La Terminal dirigida por Steven Spielberg que al parecer se
desarrolla virando más hacia los bienintencionados lugares comunes del cine de
Frank Capra.
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