Un parroquiano
de un bar cualquiera ahoga su mala suerte en la máquina tragaperras entre
cubata y cubata para abandonar la barra del bar farfullando maldiciones un
largo rato después de la hora del cierre, haciendo eses de camino a ninguna
parte. Completamente ebrio, entra en un local de alterne atraído por la música
que sale del interior del prostíbulo y se desparrama tímidamente sobre la calle
desierta. Allí pide una nueva copa a la única trabajadora del lugar, que se
niega a servirle por estar ya fuera de su horario de servicio. El propietario
del local y su vigilante de seguridad intervienen e intentan hacerle entrar en
razón y mandarlo a casa, pero tras una pelea en la que el indeseable último
cliente de la noche golpea mecánicamente al dueño hasta dejarlo fuera de
combate ambos mueren, junto con la mujer, bajo los certeros disparos del
protagonista de No habrá paz para los
malvados. Título tan magníficamente rimbombante y sentencioso como el
nombre y apellido del salvaje hombre que lo protagoniza, Santos Trinidad (un
impresionante José Coronado), al que antes hemos podido ver desperdiciando su
dinero ante una máquina incólume a sus insultos y golpes, a los que sólo
responde mediante combinaciones de sombreros de cowboy, viejas pistolas, sacas
de dinero marcadas por un cartoonesco
símbolo del dólar o una premonitoria placa de sheriff. Porque Santos, un hombre de andares salvajes sobre sus
botas altas propias de un cowboy,
asiduo a bares de todo horario, y peligrosamente armado con su vetusto revolver
de tambor, es policía. Un supuesto agente del Orden de métodos criminales que en la primera secuencia
de esta celebrada película[1]
dirigida por Enrique Urbizu[2]
asesina, a sangre fría y por motivos tan incomprensibles para el público como a
buen seguro alejados de algo remotamente parecido a la legítima defensa, a un
amenazante sicario (Roberto Peralta) y su repelente empleador (Walter
Gamberini), para luego disparar por la espalda a la Madame (Lina Forero) que
regenta el lugar mientras intenta huir de la matanza desatada por Santos con el
desapasionamiento propio de un ejecutor. O así se diría del hombre descrito por
Urbizu con la precisión formal de un cirujano cinematográfico a punto de
autopsiar el sentido de la justicia de un policía completamente fuera de la ley
a través de una puesta en escena puramente expositiva en la que tanto el
protagonista como aquellos pobres desgraciados que tienen la mala fortuna de
rodearlo se definen, casi exclusivamente, por sus acciones. Porque No habrá paz para los malvados abre sus
puertas con una virulencia tan elegantemente servida en lo audiovisual por su
máximo responsable como opacas son las motivaciones del personaje perfectamente
encarnado por un desastrado José Coronado desde el guión que le sirve de base.
Eludiendo todo
subrayado y exhibiendo una tersa planificación que reduce la grasa superflua de
su trama hasta reducirla a puro músculo narrativo, No habrá paz para los malvados se beneficia en esta primera y, por
su colocación al inicio del film, arriesgada secuencia de una sobriedad que
jamás abandonará una película marcada, para lo bueno y para lo malo, por la
matanza del club nocturno a manos de Santos. Y si es así es precisamente por la
distancia con la que Urbizu muestra sin juzgar -y tampoco sin explicar- lo que
pasa por la nublada mente del agente de la ley antes de dar el primer puñetazo
que da comienzo al sangriento tiroteo o, siguiendo bajo la misma distante
óptica, todos sus nerviosos movimientos por los bajos fondos de Madrid. Así, y
pisándole los talones con la impotencia que despierta el seguir a un salvaje
del calado de Santos Trinidad como guía por los vericuetos narrativos de No habrá paz para los malvados, el
público del film de Urbizu sigue la trama de añejo y sucio regusto noir desde un incómodo punto de vista
-el del policía ejecutor- que, pese a todo, no es respaldado por una puesta en
escena basada en la distancia, fruto en parte de esa falta de subrayado recién
comentada, con la que el director contempla a su protagonista. La cadencia agradablemente
calma de una planificación exenta casi por completo de virtuosismos, mediante
un montaje tan invisiblemente ajustado como respirable, una expresividad tonal
que paradójicamente se evidencia por su contención en pequeños detalles como la
alianza matrimonial que el protagonista acaricia nerviosamente con la mirada
perdida por el alcoholismo o la imagen de Santos dividida en la esquina de
espejo como advertencia de un estado vital y psíquico al borde del precipicio,
la humanidad que Coronado otorga a un ser tan peligroso y despreciable como
Trinidad o la práctica ausencia de banda sonora hasta en los estallidos de
violencia, igualmente filmados con una áspera sequedad que los hacen más
virulentos y necesariamente turbadores, sumada a una fotografía que en un
perpetuo claroscuro supone el perfecto reflejo de la turbia moral que late en No habrá paz para los malvados definen
una película en la que, por su esforzado (y por lo tanto premeditado y en
ocasiones algo artificioso) clasicismo, el fondo se funde con la forma, y su
sentido de la moral se desprende de las imágenes pulcramente filmadas por
Urbizu, prácticamente sin dobleces de ningún tipo. Coherentemente y desde esa
seca austeridad, No habrá paz para los
malvados prosigue su curso sin disgresiones psicológicas y coge impulso,
fortaleciendo la opacidad motivacional que será la tónica constante del film desde fuera de la supuesta conciencia del policía, ante el vuelco que
supone para su depauperada existencia la filmación de sus actos llevada a cabo desde
las cámaras de seguridad del club que lo señalan como irrebatible culpable de
un triple asesinato a sangre fría. Intentando borrar sus pasos, y con un
control de sí mismo y de las consecuencias de sus actos que lo hacen aún más
temible, Santos logra hacerse con las grabaciones, pero al mismo tiempo se
cerciora de la existencia de un testigo al que deberá dar caza si quiere salir
impune de sus crímenes. A partir de ahí, y desplegando una algo farragosa trama
policial de incontables vericuetos que comprenden crimen organizado, trata de
blancas, narcotráfico y terrorismo islamista, No habrá paz para los malvados se divide en dos investigaciones con
la matanza del club como origen común, pero de objetivos últimos tan diferentes
como los dos puntos de vista desde las que se articulan. La inmoral caza del
hombre empezada por Santos a pie de calle, en turbias discotecas y locales de
dudosa reputación pronto halla su civilizado contraste en la investigación
policial oficial llevada a cabo desde
los pulcros despachos de la Justicia institucional y personificada en la imperturbable
figura de la jueza Chacón (Helena Miquel), a la búsqueda del asesino culpable
de los tres muertos en el club de alterne y protagonista de No habrá paz para los malvados. Siempre
aseada y de aspecto tan aséptico como sus educadamente fríos modales, Chacón es
todo lo que Santos Trinidad quizás fue en algún momento de su vida pero que a
buen seguro no será jamás en las imágenes del film de Urbizu: recatada,
cumplidora de su deber y del horario que condensa sus obligaciones laborales,
con una familia a la que atender y a la que Urbizu mantiene siempre fuera de
campo haciéndola partícipe del pobremente matizado retrato de la mujer mediante
numerosas llamadas telefónicas, el casi permanente estatismo de la jueza en los
planos en los que aparece contrasta sobremanera con un Santos siempre en
movimiento y casi escurriéndose entre los contornos del plano arrastrando casi literalmente la
película tras de sí, saltándose a la torera sus obligaciones como agente de la
unidad de desaparecidos de la policía (que sin embargo le hace posible seguir a
su fugitivo sin levantar sospechas), y desprovisto de un pasado que se adivina
turbulento pero que Urbizu deja atisbar con cuentagotas mediante perdidas
líneas de diálogo tímidamente lanzadas desde unas imágenes tan alérgicas al
psicologismo como contagiadas del estoicismo del que hace gala su impertérrito
protagonista.
Porque más
allá de esporádicas referencias a un pasado en la Embajada Española en Colombia
lleno de violentos accidentes y
corruptelas, o de una vida en el sentido más amplio con amigos y familia de la
que Santos hace tiempo que no sabe nada ni parece querer volver a saber, el enigmático
protagonista de No habrá paz para los
malvados se define casi exclusivamente como un animal humano de mentalidad
lobuna y un gélido asesino con la violencia como único reflejo aún en funcionamiento
pese a lo castigado de su organismo, pero también un hombre que más que vivir
para su trabajo, no tiene otra vida que no sea la de su muy particular lucha
contra el Mal con los métodos más incómodamente expeditivos. Pero, y ahí reside
la toma de partido por parte de Urbizu respecto a su protagonista ya desde el
guión de No habrá paz para los malvados,
Santos es también la expeditiva avanzadilla de una trama, policial y
argumental, que la jueza sólo atisba cuando el policía ya va unos cuantos pasos
por delante. Vista así, y probablemente debido a la opacidad del desarrollo de la
película de Urbizu, que se desprende de su mentada negativa al subrayado o a la
sobreexplicación, la figura de Chacón y sus continuas peroratas que la definen
como un personaje sociable, racional y
civilizado frente a un Santos que en su solitario laconismo se define como un hombre de acción que parece celebrar el
Apocalipsis urbano que se regurgita desde televisores y radios policiales,
sirven también para completar una historia que sería absolutamente
incomprensible si contara sólo con la versión de un Santos del que Urbizu nunca
plantea sus objetivos al público. Por todo lo anterior, y muy especialmente por
la mentada anticipación de Santos en una investigación que si bien se concreta
gracias a las palabras de la jueza y su equipo se vehicula a través del personaje interpretado por José Coronado, el
proceso de identificación del público se concreta en un personaje violento y estilizadamente
desagradable que, a pesar de ello, se convierte en una ventana al mundo y una
determinada forma de entenderlo más que en un ser humano con el que poder
empatizar.
Visto así, podría
decirse que No habrá paz para los
malvados es un film que plantea primero las respuestas a través de un
decidido Santos desprovisto casi por completo de todo atributo humano y que
actúa sin que el público sea capaz de comprender los motivos de sus acciones,
para luego desgranar las preguntas a través de una Chacón que a menudo hace las
veces de limpio busto parlante, además de componer entre ambos y de forma
indivisible una película cuyo desarrollo describe un sistema judicial y
policial de pobre organización que hacen necesario
a un peligroso indeseable como Santos Trinidad para subsanar errores de
consecuencias catastróficas fruto de su limitada competencia, en una frustrante
situación simbolizada en la primera aparición de la jueza Chacón llegando tarde
al escenario de los crímenes de Santos… por un atasco.
La lentitud
que se desprende del rigor que se le supone a un aparato judicial propio de un
estado de derecho, la mala organización entre los diferentes sectores que lo
componen, o una alarmante falta de comunicación interna que petrifica entre el
papeleo la circulación de informaciones valiosísimas, son algunos de los
síntomas que ilustra la investigación policial oficial mostrada en el film, retratando un mundo reconocible a este
lado de la pantalla al que No habrá paz
para los malvados ofrece un reaccionario antídoto de ficción revestido de
aires primitivos por políticamente incorrectos, y por tanto vistos como extraoficiales desde una civilización
que rechaza como vetusto o antidemocrático aquello que la protege mediante
medios lógicamente reprobables desde una perspectiva civilizada. Pero si Chacón recibe un trato casi condescendiente por
parte de aquellos que trabajan a sus órdenes y hasta del propio Urbizu en su
antipático retrato de la jueza, siempre
relamidamente indignada por el mundo que poco a poco se corporeiza bajo sus
pies, el personaje de Santos, mucho más atractivo en su brutalidad a escasos
chistes de Jose Luís Torrente, se plantea como el de un hombre hecho a sí
mismo. Un solitario que actúa de espaldas a las instituciones y por su cuenta,
que cura sus propias heridas antes de acudir a un hospital, o a comparte banco
con mendigos entre los que pasa fácilmente desapercibido en sus rutinas de
vigilancia para acabar formando las filas de un mundo invisible que convive con el oficial
sin que el segundo contemple y repudie la existencia del primero como su hipócrita
consecuencia lógica. Igualmente y al contrario de los que lo rodean, ya sean
jóvenes bien afeitados y musculados pero sin fortaleza ninguna como el soplón
Rachid (Younes Bachir), o leales agentes policiales como Rodolfo (Rodolfo
Sancho) o Leiva (Juanjo Artero) sin mácula moral ni física, el macarra Santos,
bebedor y fumador empedernido, de pose chulesca y humana y legalmente corrupto
por sus acciones, parece pertenecer a un mundo bárbaro (e igualmente silenciado
bajo una pátina de respetabilidad social) considerado caduco por escasamente civilizado
aunque más vital, y quizás por ello planteado por la película como menos hipócrita y más auténtico, desde el que puede plantar cara en su falta de
escrúpulos a aquellos que actúan con idéntica sangre fría y primitivismo aunque
a una escala mucho mayor en su capacidad de destrucción.
Su lucha de un
solo hombre contra el grupúsculo yihadista
que se descubre con las pesquisas de Santos y al que la lentitud de la jueza
Chacón no puede detener, ofrece del conflicto de No habrá paz para los malvados una visión de ribetes cuasi
religiosos que, una vez más, enlazan con el reflotado primitivismo surgido
desde las profundidades de una sociedad supuestamente justa y laica refutado
por el enfrentamiento entre un hombre nombre contiene resonancias bíblicas contra
otros que se mueven por una locura tan opaca como la cristiana determinación del
policía que les da caza con un crucifijo pendiéndole del cuello. Bajo ese punto
de vista, Urbizu enfrenta la inexplicable (por inexplicada) maldad de Santos a la
que se desprende del fanatismo religioso del grupo islamista radical, de
métodos más reconocibles por mediáticos pero igualmente incomprensible en sus
motivaciones, y que es presentado de forma algo descolgada en No habrá paz para los malvados. Dos caras
de la misma moneda, la batalla entre Santos y la yihad incubada en suelo español es la del Mal oponiéndose al Mal,
para que el Bien como sinónimo de civilización pueda seguir sintiéndose tal
desde la distancia, y también el mecanismo dramático a través del cual Urbizu
eleva la figura de su Santos Trinidad desde el lodo de lo socialmente vergonzante a la altura de necesario antihéroe cuya opacidad
-consecuencia de la sobriedad tonal que supone el pilar indispensable de la
complejidad moral del film y que distancia No
habrá paz para los malvados de la apología del fascismo más desaforado- hace
dudar de la posible naturaleza redentora de los actos, igualmente suicidas, del
policía. Una poderosa imagen, situada a pocos minutos del triple asesinato que
abre No habrá paz para los malvados,
tiende un puente que alcanza prácticamente hasta el final del film validando
esa posibilidad: la de un Santos derrumbado sobre el sofá de su apartamento,
con el revolver descargado colgando invertido entre sus dedos[3].
Una estampa llamativa por su regusto pictórico dentro de una película que se
jacta de una puesta en escena invisible y que se repite mucho después, y tras
la segunda de las dos matanzas que supone la culminación de la misión de Santos, a modo de fin de ciclo
que se cierra y tras el que el policía puede por fin descansar de demonios
propios y ajenos, encontrando la anhelada paz que Urbizu niega desde el título a
todos los malvados de su film. El metraje contenido entre ambos instantes,
centrado en un Santos inagotable en su lucha por una justicia extramoral a la
que la respetuosa distancia con la que Urbizu filma No habrá paz para los malvados concede un adulto y agradecidamente turbio
beneficio de la duda, supondría así el retrato de un hombre cuya vida responde
a la búsqueda de una causa en la que justificar su desaforada violencia, como
si Santos fuese desde el primer asesinato mostrado por Urbizu un hombre marcado
al que sólo se le ha concedido tiempo para purgar su homicida actitud mediante
su sacrificio redentor, acrecentado por el mentado aroma religioso que desprenden
algunos de los elementos de la película. Pero la opacidad provocada por ese
distanciamiento para con lo narrado por parte de Urbizu hace temblar esa
posibilidad dejándola, como tantas otras cosas en No habrá paz para los malvados, al parecer de un espectador ante un
film que ocasionalmente corre el riesgo de diluirse en su propia asepsia
formal. Porque a cambio de esa gozosa condición de película de fondo
agradecidamente discutible y sucia en más de un sentido, y pese a la
fortaleza que desprende la pétrea puesta en escena del realizador vasco que
hace de No habrá paz para los malvados
un film bastante particular en su sobriedad, la narrativa de la película de
Urbizu puede llegar a resultar un tanto desapasionada en su ocasionalmente
forzada contención dramática que si bien muchas veces expresa incontables
matices con aparente sencillez, otras -como le ocurre a algunas de las líneas
de diálogo que trufan la película- resulta mecánica y hasta antinatural.
Así, y si bien
lo más interesante del film reside en su elegante abandono del público en un
turbio pantano moral gracias a la distancia con la que se observan los actos
más deleznables, la poda de todo elemento superfluo de la trama policiaca que
vertebra el film y saca a la luz el oscuro mundo y sus ramificaciones morales
por el que transita Santos Trinidad da un saldo conductista algo limitador.
Quizás por ello, en el retrato que se hace en No habrá paz para los malvados del mundo árabe y la religión
musulmana la ausencia de matices raya peligrosamente en el racismo no ya desde
el punto de vista de un obcecado Santos, sino desde el de la propia película
que poco a poco, y debido a lo afiladísimo de su narrativa, compone una compleja
trama que encaja mediante el mentado mecanicismo que hace más evidente la
existencia de algunos cabos si no sueltos, sí algo deslavazados igualmente
concentrados en su descripción de las actividades del grupúsculo terrorista.
Situado en la recta final del film, este tercer y último punto de vista de los que
componen No habrá paz para los malvados
y que vehicula la trama relacionada con el terrorismo yihadista[4]
en ausencia física de Santos y la jueza Chacón -hasta entonces los dos polos
humanos, sociales y morales entre los que basculaba el film de Urbizu- resulta
algo postiza por tardía dentro de la acritud general de la que hace gala la
película, e incapaz de generar la tensión necesaria que sí se desprende de la
amenazadora figura de un Santos capaz de atemorizar con una simple mirada, o la
intensidad de su fugaz encuentro con Chacón. Siendo las que tienen como protagonistas
al grupúsculo yihadista capitaneado
por un siniestro hombre que se hace llamar El Ceutí (Abdelali El Aziz) las
únicas secuencias completamente independientes de los dos agentes del Orden a
ambos lados de la ley que son Chacón y Santos, la impresión de mera complementariedad
que respiran[5] las
escenas que muestran la preparación del atentado desequilibran un film que se
define hasta ese momento por un aplomo a prueba de balas que tampoco logra
compensarse en interés, debido a la escasísima entidad de los personajes que la
protagonizan y a que la distancia de la puesta en escena aborta la tensión necesaria
en un conjunto de secuencias cuyo montaje en paralelo busca crear una urgencia
que no cala en el ánimo del espectador hasta la última secuencia de No habrá paz para los malvados.
Así, ésta
falta de arrebato, que otorga una rara dignidad moral y audiovisual a casi todo
el film pero resulta demasiado plausible por gélida en los momentos más
descolgados de No habrá paz para los
malvados, recupera aliento en los planos finales de un film que mediante
una sencillísima pirueta formal de efectos tremendamente inquietantes logra
situar la conciencia del público al borde del abismo del mundo y la
sensibilidad más o menos civilizadas, puntuando un película necesariamente pulcra en su incómoda
equidistancia mientras se pasea por la cara y el alma más roñosas de una sociedad
tan autosatisfecha como miope.
Título: No habrá paz
para los malvados. Dirección:
Enrique Urbizu. Guión: Michel
Gaztambide y Enrique Urbizu. Producción:
Gonzalo Salazar-Simpson y Álvaro Agustín. Dirección de fotografía: Unax Mendía. Montaje: Pablo Blanco. Música:
Mario de Benito. Año: 2011.
Intérpretes: José
Coronado (Santos Trinidad), Jueza Chacón (Helena Miquel), Rodolfo Sánchez
(Rodlfo), Juanjo Artero (Leiva), Younes Bachir (Rachid), Abdelali El Aziz (El
Ceutí).
[1]Gozando de una poco habitual unanimidad entre la crítica española
de todo pelaje, No habrá paz para los
malvados convenció a propios y extraños desde su puesta de largo en la 59
edición del Festival de Cine San Sebastián, convirtiéndose de paso en un
respetable éxito de un público algo menos entusiasta pero que no por ello dejó
de llenar las salas. La estelar carrera del film culminó su reconocimiento al
obtener de manos de los miembros de la Academia de las Artes y Ciencias
Cinematográficas de España seis Premios Goya de los catorce a los que había
sido nominada, siendo las de mejor película, director, guión, actor, montaje y
sonido las categorías en las que No habrá
paz para los malvados se hizo con la preciada cabeza de Francisco de Goya.
[2]Enrique Urbizu Jauregui nació en Bilbao en 1962,
para hacer sus pinitos en el mundo del cine en 1979 con el rodaje de algunos
cortometrajes en formato Super 8 con algunos de sus compañeros de colegio como
equipo técnico y artístico. Tras licenciarse en la rama publicitaria de
Ciencias de la Información y ya en 1987, dirige el que será su primer
largometraje Tu novia está loca.
Película que abre brecha a un Nuevo Cine Español que se distancia de algunos de
los temas y estilos habituales del cine patrio para acunar influencias del
mundo del comic, la serie B (y la serie A denostada por excesivamente comercial
por las viejas generaciones), o la cultura
underground más gozosamente asalvajada
que tendría entre algunos de sus más famosos acólitos a Juanma Bajo Ulloa o
Álex De la Iglesia. Precisamente este último fue el encargado de diseñar el
cartel del film de Urbizu tras conocerse ambos en las fiestas de su Bilbao
natal y durante la grabación de un documental sobre el mundo del cómic. Una
colaboración, pese a que el realizador de El
día de la bestia asegura que por entonces nada tenía que ver con el aprecio
mutuo aunque sí con la admiración, que Urbizu confirmaría con su segundo
largometraje, Todo por la pasta, un
cínico divertimento estrenado en 1991 en el que De la Iglesia se encargaría de
la dirección artística y que supondría para el realizador de No habrá paz para los malvados la
despedida de sus tierras vascas natales en favor con destino a un Madrid con más recursos audiovisuales con
los que encarar sus siguientes proyectos. Serían las adaptaciones de dos
novelas de Carmen Rico Godody, Como ser
infeliz y disfrutarlo, que llegaría en el año 1994 y Cuernos de mujer que se estrenaría un año después. Asentado como
hábil artesano consciente y orgulloso de su condición, Urbizu escogería de
nuevo un texto ajeno, firmado por Arturo Pérez Reverte con el título de Un asunto de honor, para llevar a cabo Cachito. Satisfecho con el resultado, Reverte
y Urbizu trabajarían en la adaptación de la novela del primero El club Dumas, que más tarde se
convertiría en la infravalorada película de Roman Polanski La novena puerta, estrenada en 1999. Tras un largo paréntesis en el
mundo de la dirección sólo roto por el rodaje de hermano pequeño en 1997 como parte de la serie televisiva Pepe Carvalho, Urbizu dirige y
co-escribe junto con Michel Gaztambide en el año 2002 la muy interesante y
reputada La caja 507, áspero thriller
alrededor de la corrupción urbanística que asoló la Costa del Sol durante la
década de los noventa y principios del dos mil y que supone la primera parte
del díptico policíaco completado con No
habrá paz para los malvados, amén de su primera colaboración con José
Coronado que brindó una de sus mejores interpretaciones junto con un Antonio
Resines en el papel protagonista. Un año más tarde Urbizu estrena La vida mancha, ya con Coronado como
protagonista, y empieza a trabajar como profesor asociado en la Universidad
Carlos III de Madrid donde imparte Puesta en Escena Cinematográfica dentro del
grado de Comunicación Audiovisual. Poco después dividiría su carrera de docente
al impartir clases de dirección en la Escuela de Cinematografía de la Comunidad
de Madrid (ECAM), donde actualmente tiene el cargo de jefe de la especialidad
de Dirección. En el año 2005, y como parte del homenaje hecho por algunos
cineastas a la figura de Chicho Ibáñez Serrador y a su mítica Historias para no dormir, dirige Adivina quién soy, que pasaría a formar
parte de la serie Películas para no
dormir que fue estrenada directamente en formato doméstico. Al año
siguiente, en el 2006, ejerció como Vicepresidente Primero de la Academia de
las Artes y Ciencias Cinematográficas de España, un cargo que mantuvo hasta el
2010, cuando pasó a ejercer de Secretario de la Junta Directiva de la
institución. Un año más tarde Urbizu daría la campanada entre público y crítica
con la película que nos ocupa y actualmente se encuentra en el proceso de
producción del contundente título 2.014
hijos de puta, mientras desarrolla en paralelo la que sería su primera
película rodada en Hollywood, Silver or
Lead, alrededor de la figura del
narcotraficante Pablo Escobar. Es presidente de la asociación DAMA (siglas de
Derechos de Autor de Medios Audiovisuales), conformada exclusivamente por
autores audiovisuales que rompieron su relación con la polémica Sociedad
General de Autores Españoles (SGAE).
[3]Imagen inspirada en una postura muy similar a la que Lee Marvin
exhibía en la extraña A quemarropa,
dirigida por John Boorman, aunque en ese film de 1967 Marvin permanece absorto
con los dedos sosteniendo su revolver del derecho y no del revés como hace
Santos Trinidad cuarenta y cuatro años después. Otra referencia al género
negro, tan querido por el realizador de No
habrá paz para los malvados, en esta ocasión literaria, inspiró (por no
decir otra cosa) el inicio del film: el tiroteo con el que Santos abre una
violenta brecha en el mundo del hampa, el narcotráfico y finalmente el
terrorismo internacional, toma algunos de sus motivos de la novela de Chester
Himes Corre, hombre. En ella, un
policía blanco borracho como una cuba asesina a tiros a varios trabajadores
negros que descansan de sus respectivas jornadas en un restaurante, pero la
huida de un testigo pone en jaque la racista existencia del policía que tanto
tiene que ver (al menos a decir de Urbizu) con Santos Trinidad.
[4]Respecto a este tema, y pese a que la inevitable sombra de los
repugnantes atentados terroristas que tuvieron lugar en la estación madrileña
de Atocha la mañana del once de marzo del 2004 planea sobre algunas secuencias
de No habrá paz para los malvados,
Urbizu siempre ha asegurado que nunca pretendió reconstruir desde la ficción la
trama que hizo posible el primer ataque por parte del terrorismo islamista en
suelo español. A cambio, y partiendo de esa base, al realizador de No habrá paz para los malvados le atraía
más la idea de plantear un film en el que quedara clara la vinculación entre
narcotráfico y terrorismo internacional, así como los numerosos errores de
seguridad -ficcionados en la película y sin mucho que ver con los que no
lograron evitar los del 11M- que hicieron de un siempre posible ataque una
terrible realidad.
[5]Impresión que viene dada al ser ésta una trama que entra demasiado
tarde en el fibroso cuerpo narrativo de No
habrá paz para los malvados a través además de una serie de personajes sin
atributos ni actitudes más o menos elaboradas. Inicialmente, y en las primeras
versiones del guión escrito a cuatro manos entre Urbizu y Michel Gaztambide, la
película empezaba con un barco anclado en la costa senegalesa del que se
descargaban kilos y kilos de cocaína, para después seguir la ruta de la droga
hasta territorio español. De esta forma la integración de la trama islamista
resultaba mucho más convincente que tal y como resultó finalmente, pero un
ajustado plan de rodaje de diez semanas y un presupuesto de tres millones
trescientos mil euros obligó a Urbizu a deshacerse de esta tercera vía de las que confluyen en No habrá paz para los malvados y que constaba de cerca de veinte
páginas de guión que jamás vieron la luz.