El 22 de junio
de 1954, Honorah Reiper, madre de la adolescente Pauline Reiper, fue hallada
muerta en el parque Victoria de la ciudad neozelandesa de Christchurch. Su
hija, y la inseparable amiga de ésta, Juliet Hulme, alertaron de la defunción
de Honorah a los encargados de la pastelería en la que las tres habían
almorzado tan sólo unos minutos antes de la muerte que sacudió esta apacible
localidad[1].
Un lugar de nombre tan cristiano como la moral que parece gobernar a todos los
que la habitan y que es presentado en las primeras imágenes de este film de
Peter Jackson[2],
Criaturas celestiales, bajo un
formato publicitario que la muestra como un lugar tan idílico como abúlico. A
través de una monocorde y pobremente animosa voz se desgranan las vetustas imágenes
ligeramente quemadas de un lugar que pronto parecerá un edén imposible y el inconsciente
contenedor de su propia semilla de autodestrucción: calles bien asfaltadas y
ordenadamente transitadas bajo la atenta mirada de un eficiente agente de
policía, la imponente catedral que señorea y caracteriza el horizonte de
Christchurch, o las agrestes estampas de los bosques que rodean el pacífico lugar
surcados por riveras, pronto son arrollados por la virulenta visión extraída
por Jackson de los diarios personales de Pauline, escritos entre 1953 y 1954, que
alientan la a veces delirante y siempre enrarecida atmósfera de Criaturas celestiales. Un punto de
vista, que atropella la tibia calma de las imágenes de Christchurch, a la
carrera desde las profundidades del bosque y a grito limpio, planteado mediante
una toma subjetiva que se alterna con otras imágenes, estas en un irreal blanco
y negro de un extraño brillo y artificioso equilibrio compositivo, de Pauline
(Melanie Lynskey) y Juliet (Kate Winslet), dueñas del griterío que interrumpe
salvajemente la calma chicha de la equilibrada Christchurch y que culmina con
el contraplano que las muestra a todo color y cubiertas de sangre, fuera de sí
e implorando una ayuda que ya llega demasiado tarde.
Tras ese
potente inicio, el film de Jackson encara sus enajenados pasos a partir de una
inscripción en el suelo de la escuela femenina a la que asiste, siempre
solitaria como una alma en pena que mora por sus pasillos, la pobre y taciturna
Pauline. Un “La verdad os hará libres”
del que Jackson se despega hasta mostrar una panorámica de la sociedad que
crece y se forma entre las paredes del colegio para luego propagarse
agradablemente entre los ciudadanos de Christchurch. Hombres y mujeres tan humildes
y bienintencionados en sus tradicionales
maneras como el padre (Simon O’Connor) y la madre (Sarah Peirse) de Pauline,
que realquilan las habitaciones de su hogar como forma de sustento llevando
peor que mejor la educación de su imaginativa y taciturna hija como buenamente
pueden. Una niña víctima del estricto matriarcado que bajo la mirada de un
Jackson que pronto se revelará como muy próxima a la de su protagonista
Pauline, representa la máxima autoridad escolar y más adelante, y ya
personificada en su propia madre, también la doméstica. Pero la triste y
resignada soledad de Pauline da un vuelco con la llegada a la escuela de la
pizpireta y algo repipi Juliet. Una relamida e insolente sabihonda capaz de
sacar de sus casillas a sus maestros venida de Inglaterra junto con sus acaudalados
padres -médico él (Clive Merrison) y psicóloga matrimonial ella (Diana Kent)-
cuya vivaracha forma de ser prende al instante en la gris vida de Pauline.
Pronto, adulada por la repentina atención recibida por su compañera de clase y
por un pasado marcado por el aislamiento y la enfermedad (tisis la una y
tuberculosis la otra) también Juliet se acerca a Pauline conformando entre
ambas, y en una mezcla de admiración mutua y un afecto que da tumbos entre el
amor y la más enfermiza dependencia, una sólida amistad incapaz de tender
puentes con cualquiera que intente, a partir de ese momento, interponerse entre
ellas.
Desarrollando
este enfermizo punto de partida[3],
Peter Jackson muestra pronto sus magníficas cartas formales a través de sus dos
protagonistas principales vistas tanto por ellas mismas como por un realizador
que recoge el guante lanzado por el egocentrismo de las adolescentes, como especiales. La distante Pauline, cuya
voz ilustra numerosos pasajes de la película a modo de narradora y por tanto se
erige como punto de vista a través del cual se articula lo narrado, se presenta
como una chica tan poco agraciada como orgullosamente poco dada a intentar
agradar, y la siempre extasiada Juliet como un torbellino de emociones sin
adulterar y con escasa vergüenza para declamar de la forma más afectada posible
y a los cuatro vientos sus pensamientos sin importarle lo oportuno del momento,
en un contraste tan evidente como constantemente subrayado por el realizador y
la acertadamente histriónica interpretación de las actrices[4].
Poco a poco, y
muy especialmente en lo que a Juliet se refiere, el espectador de Criaturas celestiales advierte que el
retrato que Jackson ofrece de ambas chicas dista mucho de ser clínico, o
siquiera realista, sino uno especialmente crispado. A la afectación de las
interpretaciones protagonistas, concretamente en el caso de una Kate Winslet en
perpetuo estado de excitación y al borde de la más histérica alegría, se suman
capas de manierismo en forma de una fotografía de tintes antinaturales que
bascula entre la estética propia de los dibujos animados y el kitsch más desaforado, unos ampulosos y
vigorosos movimientos de cámara que rozan a escasa distancia los rostros de los
actores de Criaturas celestiales, y
una banda sonora que aúna los sonidos del mundo reconocible puesto en imágenes
por Jackson con otros que directamente parecen provenir de la fértil
imaginación de sus protagonistas pergeñan una descripción deformada e irreal de
lo relatado por Jackson a través de la desequilibrada y fascinante sensibilidad
de Pauline. Todo, desde el vestuario hasta el particular físico de los actores,
pasando por el resto de elementos técnicos y artísticos del film antes
mencionados, fluye en un trazo estético muy particular que encuentra su eco en
el film en la engolada voz en off de Pauline sobre su mala suerte en la vida y
su lucha por permanecer junto a su amada Juliet. Siendo el film de Jackson uno
considerablemente afectado y forzadamente dramático en su aspecto narrativo, en
lo que se refiere a como narra lo
planteado en el estupendo guión de Criaturas
celestiales desde una perspectiva audiovisual, todo parece responder al
mismo caudal del que surge la brillante narración verbal, entre el victimismo y
el desprecio por todos aquellos que osen intentar igualarse en sensibilidad y
sabiduría a la pareja de amigas, que esporádicamente ilustra las imágenes del
film: el progresivamente perturbado punto de vista de Pauline sobre una
realidad que pierde brillo ante el arrebatado y tormentoso romanticismo de la
adolescente protagonista.
Así, y mirándose
en el espejo deformado que supone su propia narradora, Criaturas celestiales abraza la puesta en escena expresionista,
primero relativamente leve y finalmente asfixiante, de los sentimientos y escala
de valores de Pauline que coherentemente
pone a la caprichosa Juliet en el centro de toda una película que la compadece
en sus sufrimientos elevados a la categoría de martirio digno de un fervor casi
religioso. Todo en la fascinante Criaturas
celestiales resulta intensamente trágico cuando la amenaza de la distancia
se cierne sobre las protagonistas, pero también furioso cuando se hallan
embebidas de una desbordante creatividad que da los mejores instantes de la
película. La apasionante por apasionada y virtuosa secuencia que combina la voz
de tenor de Mario Lanza, admiradísimo por Juliet y por tanto también por
Pauline, con una de las muchas fugas de las dos chicas a pastos más verdes que
sólo parecen existir en sus mentes perfectamente sincronizadas, imaginando ser
aviones de combate que sobrevuelan Christchurch mientras corren y gritan de
pura alegría por los bosques hasta acabar en ropa interior, supone una buena
muestra del talento de Jackson para ponerse a la altura del vigoroso impulso
creativo de las chicas. Mostrándolas con vertiginosos movimientos de cámara y
subrayando sus idas y venidas dentro del plano con sonidos de reactores de
avión, Jackson logra un extraño y muy contagioso lirismo que en los instantes
más luminosos de Criaturas celestiales
son pura (por salvaje) magia cinematográfica, pero que en los más oscuros
componen un muy turbio retrato capaz de perturbar por su belleza al servicio de
los actos y pensamientos más enfermizos. Bajo este prisma, los padres de
Pauline, habitantes de una luminosa mansión, son mostrados con el comentado
contraste respecto a los de Juliet, comparativamente más cultos y progresistas
que los de la protagonista y que parecen vivir permanentemente a oscuras y con constantes
intrusiones de sus realquilados, el hermano menor de Juliet (Ben Skjellerup) es
presentado como una criatura caprichosa e irritante que sólo estorba la relación de su hermana mayor con los que la rodean y, en definitiva, la
felicidad que se respira en el hogar de los Hume resulta tan sospechosamente
histriónica que sólo resulta creíble situada junto a la tibia cotidianeidad de
la casa de los Reiper. Y gracias a este subjetivismo, rayano en el solipsismo más
barroco, Criaturas celestiales puede
jactarse, y con razón, de un romanticismo exacerbado del que sus protagonistas
son tan conscientes como el espectador, a partir de la particular dicotomía entre
falsedad y realidad que subyace en las imágenes del film. Así, la primera vez
que Pauline visita a Juliet en la mansión en la que vive junto con sus padres, Jackson
presenta a su objeto de adoración sobre un puente y vestida como una princesa.
Un papel que entre los grititos y caprichos que serán la norma en la intensa (y
algo irritante) personalidad de Juliet, se confirmará con su forma de actuar
con los que la rodean. Benevolente en su despotismo propio de niña consentida,
que sin embargo resulta muy atractivo desde el punto de vista de una Pauline
que ve reflejado en su amiga sus propios impulsos de hacerse valer y querer, el
amor de Juliet por la ópera se ve igualmente confirmado, tras contagiarle la
afición a su fiel y voluntaria consorte, por la deriva operística de la puesta
en escena de Jackson desde el momento en el que Mario Lanza entra en la vida de
la protagonista. Elemento que, como ocurre con la inquietante narración en off de Pauline sobre algunas secuencias
a modo de apunte mental, recoge todo lo que hay de delirante y grotesco en Criaturas celestiales para armonizarlo
según el mencionado subjetivismo a través del cual Jackson construye su
película. Así, cuando los padres de Juliet se divorcian y ésta se ve en el
brete de tener que abandonar Christchurch y con ello a Pauline, la película
cobra visos melodramáticos y hasta trágicos hasta la exageración, pero no
desborda los libérrimos límites de un film que absorbe gracias a su melodiosa
puesta en escena que conjuga el terror, la fantasía, el exacerbado romanticismo trágico y un desarmante sentido del humor lo que bajo otra estrategia habrían sido inconvenientes
salidas de tono. Las cada vez más frecuentes huidas de las adolescentes al
Cuarto Mundo (un cielo sin cristianos al que van a parar todos los artistas y
que toma las formas de una dimensión paralela presuntamente bella que a veces
se queda en maravillosamente hortera) al que sólo ellas dos tienen un
ocasional acceso de tres días al año y que ha sido vedado al resto de una
humanidad por ser demasiado bruta o idiota como para permitirles la entrada, o
el más accesible (todos los días y noches del año, aunque sea igualmente
exclusivo y reservado para sus creadoras) Reino de Borovdia, poblado por
humanoides hechos de arcilla que sólo acatan órdenes de Pauline y Juliet, suponen
una deformación de algunos de los elementos de la vida cotidiana de las chicas
cuyas rutinas terrenales poco a poco
irán retrocediendo ante el devorador avance de un reino borovdiano que se diría
condensa todo lo reprimido por una realidad que para ellas va dejando de tener
sentido para constituir, casi exclusivamente, una amenaza cada vez mayor capaz
de separarlas.
Pero, y siendo
este uno de los elementos más interesantes de Criaturas celestiales, se diría que la Borovdia en la que Juliet y
Pauline viven con más fervor que en el del resto de la humanidad, está
planteada como una construcción
cimentada por elementos de la cotidianeidad de las chicas, retorcidos hasta lo
irreconocible, con los que pueden rendir cuentas al verse liberadas de un mundo real progresivamente tiránico que
se va diluyendo por contacto con las mentes de sus protagonistas. Y este Reino
no es el único de los dos mostrados en Criaturas
celestiales entre los que se debate la perturbada psique de las jóvenes que
provoca esa impresión de falsedad más arriba mencionada: instantes, entre
muchos otros, como el que plantea la charla entre el padre de Juliet,
preocupado por la deriva de tintes lésbicos que empieza a adquirir la relación
entre su hija y Pauline, y los padres de la última, no sólo retrata desvaídamente
una sociedad tan civilizada en sus apariencias como conservadora en su fondo en
un apunte crítico que afortunadamente la película sobrepasa con creces, también
muestra dicho instante bajo una (otra vez, dramática)
tormenta plagada de (de nuevo, operísticos)
rayos y truenos que, sumándose a la siempre muy elaborada planificación de la
que hace gala Jackson, confieren a todo el momento una atmósfera conspirativa tan fehaciente como inocente. Y esto último no
tanto en su utilización de unos recursos más que trillados sino por lo
exagerado de los mismos. Siendo esta secuencia quizás la que más pone de
relieve esta tendencia a lo exagerado que corroe todo el film de Jackson, Criaturas celestiales logra, ya sea de
forma premeditada o por puro exceso, imponer una extrañísima atmósfera en la
que todo es aparentemente inocente y hasta infantil
en su visión de unas situaciones y mentalidades adultas (o directamente
perturbadas) que combinadas con lo aniñado de algunos de sus elementos
dramáticos acaba provocando una inherente sensación, definitiva para el
visionado de la película, de inocencia
envenenada o de subjetivismo
paradójicamente distante. A través del forzado infantilismo de las actitudes de
Pauline y Juliet, Criaturas celestiales
sugiere en más de una ocasión un lesbianismo latente que sólo se certifica muy
al final del film y de forma prácticamente inconsciente por parte de las dos
chicas que creen estar siendo poseídas por los personajes creados por ellas
mismas en su mundo de fantasía e, igualmente, las asustadas familias de las
jóvenes ante lo obsesivo de su unión son planteadas como una amenaza para
ellas, pero igualmente se sugiere que, efectivamente, la arrebatadoramente
romántica relación entre Pauline y Juliet resulta considerablemente enfermiza. Lo
exageradamente inocente y aniñado de todo lo que compone el envoltorio formal
de Criaturas celestiales, plagada de
adultos que actúan como ogros que viven en oscurísimas casitas unifamiliares y
adolescentes aparentemente asexuadas
que se comportan como crías y se encierran en un mundo en el que nada malo
puede perturbarlas, contrasta enormemente con una infecciosa y cada vez más
enrarecida perspectiva adulta que es
vista como una amenaza cuando viene de parte ajena, pero que se ningunea cuando
surge de las propias protagonistas, ocultas en un mundo que, como la película
con la que se solapa intermitentemente, sugiere una violencia, una crueldad y
un erotismo que va mucho más allá de lo que muestra bajo inocentes e
infantiloides trazos formales. Tal y como Jackson muestra en una escena,
explicada por una Juliet que intenta describir el talento de su madre como
terapeuta a la familia de Pauline, en la que puede verse a la señora Hume
ofreciendo sus servicios a un paciente… que obviamente la está seduciendo, pese
a que la narración de Juliet no parezca apercibirse de unos hechos que algo más
tarde se confirmarán precipitando el divorcio de los Hume, Criaturas celestiales ofrece pistas de una realidad más turbia que
se cuela en forma de pequeños detalles en la inocente visión del mundo de sus protagonistas, que no en vano se
protegen de sus propios impulsos sexuales y violentos en su mundo de fantasía. Vista
así, podría decirse que el film de Jackson hace las veces de inquietante dibujo
infantil que retrata los acontecimientos más atroces, una revisión de unos
terribles hechos reales reconstruidos a la luz de los cuentos de hadas muy
similar en su forma a los que componen la interminable novela de Pauline y
Juliet, algunos de cuyos personajes pueblan la Borovdia en el que las chicas
dan rienda suelta a sus más inadmisibles pasiones y bajezas embellecidas por la
magia de aires artúricos de su mundo imaginado. Y siguiendo con esa lógica, la
película dirigida por Jackson muestra ambos mundos, el real y muy perturbado por la visión que de él tiene Pauline y el irreal en el que paradójicamente más vivas se sienten ambas chicas, como
vasos comunicantes que se dan sentido mutuamente hasta mezclarse en una tierra
de nadie en la que un alucinógeno Mario Lanza (Stephen Reilly) ofrece
conciertos a las dos chicas en el salón de los Hume a modo de anunciamiento de
un Cuarto Mundo que ya se cuela por las grietas de una realidad que se
descompone, o un Orson Welles (Jean Guerin) reconvertido en ogro tras el
visionado de El tercer hombre las
persigue por las calles con las peores intenciones.
Y es en esa
extrañísima y muy lograda equidistancia entre el grotesco subjetivismo con el
que se recoge la historia de amor que vertebra Criaturas celestiales y la distancia que provoca el que esa arrebatadora
visión del mundo de Pauline parezca falsa
(aunque siempre emocionante) a ojos del espectador, lo que pergeña la muy
perturbadora atmósfera que hace del film de Jackson uno tan particular, más allá
de la indudable brillantez de su resultado final. Una distancia que copa el
tramo final de la película para brindar al público -en una arriesgada decisión
moral (que no moralista) que supone la mayor sensación de desasosiego de toda
la película al mostrarse desde fuera de la narcisista visión del mundo de unas
Pauline y Juliet a las que Jackson arrebata aquí todo el romanticismo que les
había otorgado durante el resto del film- una impresionante secuencia de la que
ya se conoce el final desde el fatalista principio, y que demuestra un
apabullante control del tempo
dramático como generador de tensión y de cronometrado realismo que contrasta sobremanera con la magia y el arrebato
formal que era la norma de todo lo visto hasta entonces en Criaturas celestiales. El brutal asesinato de la madre de Pauline,
ejemplarmente planificado y con una sorprendente sobriedad que curiosamente no
chirría con el resto del film, culmina con una violentísima escena en la que
Jackson ataca a un público desprovisto del escudo que el realizador ha ido
componiendo a base de un virtuosismo formal que ahora se presenta al servicio
de una historia terrible[5],
sin un ápice de fantasía o sentido de la maravilla, puntuada por un crimen que
revuelve al espectador sin por ello dejar de mostrar lo que implica para ambas
jóvenes desde unas imágenes en decoroso blanco y negro que muestran un paraíso
imaginario que se descompone irremisiblente. De nuevo, dentro y fuera, aunque
esta vez sin posibilidad de retorno desde la más perturbadora realidad a los
anegados parajes en los que refugiarse de los hechos que sustentan Criaturas celestiales.
Título: Heavenly
creatures. Dirección: Peter Jackson.
Guión: Peter Jackson y Fran Walsh. Producción: John Boom y Peter Jackson. Dirección de fotografía: Allun
Bollinger. Montaje: Jamie Selkirk. Música:
Peter Dasent. Año: 1994.
Intérpretes: Pauline Reiper (Melanie Lynskey),
Kate Winslet (Juliet Hume), Sarah Pierse (Honora Reiper), Clive Merrison (Henry
Hulme), Diana Kent (Hilda Hulme), Simon O’Connor (Herbert Rieper), Peter Elliot
(Bill Perry).
[1]El llamado Caso Parker-Hume conmocionó la Nueva Zelanda hace casi
exactamente 60 años cuando Kenneth Richie encontró el cadáver de Honorah Rieper
en el Parque Victoria, a unos 130 metros camino adentro de su zona boscosa.
Richie, propietario de un pequeño restaurante situado en las inmediaciones del
lugar, acudió tras el aviso de la hija de la difunta, Pauline Parker, y su
mejor amiga Juliet Hulme, que le alertaron de que la madre de la primera había
sufrido un accidente. Durante el juicio, y ante el hecho de que Honorah jamás
contrajo matrimonio con su marido, el apellido de Pauline pasó de Rieper a
Parker (nombre de soltera de la difunta) bautizando junto con el apellido de su
inseparable amiga el caso tal y como se le conoce hoy. El juicio fue muy
célebre en su día, despertando todo tipo de leyendas morbosas alrededor de las
dos jóvenes que fueron declaradas culpables del asesinato de Honorah Rieper el
28 de agosto de 1954, siendo cada una de ellas condenada a cinco años de
prisión al no alcanzar la edad legal suficiente para ser condenadas a pena de muerte.
Tras su salida en prisión, Juliet Hulme se refugió de la prensa en los
EEUU, donde se convirtió al mormonismo
en 1968 y enfilando bajo el nombre de Anne Perry una, vista en perspectiva,
bastante turbia profesión: la de escritora de literatura criminal. Pauline, por
su lado, residió en Nueva Zelanda hasta que le fue permitido trasladarse a
Inglaterra, donde dirige una escuela infantil. Pasado un tiempo, Pauline
aseguró sentir profundamente el haber asesinado a su madre. Este crimen ha sido
pasto de múltiples novelas y adaptaciones escritas, reforzadas por el éxito del
film que nos ocupa aquí.
[2]Nacido el 31 de octubre de 1961 en la ciudad neozelandesa de
Wellington, Peter Robert Jackson creció en la localidad costera de Pukerua Bay.
De padre y madre inmigrantes ingleses, Jackson fue precoz en su afición por el
cine en general y por el perteneciente al género fantástico más artesanal y
popular como podían ser los filmes que contaban con la siempre afortunada
participación del mago de los efectos especiales stop-motion Ray Harryhausen, cuyo maestro Willis O’Brien hizo
posible la película de cabecera del jovencísimo Jackson: King kong. Dirigida por Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack y
de cuyas repercusiones en la vida profesional del realizador de Criaturas celestiales se hablará más
adelante, la mítica película protagonizada por el simio gigante en 1933 fue
rehecha (relativamente) por Jackson a la edad de nueve años gracias a su empeño
y la cámara de 8mm. que le fue regalada por sus padres. Tras algunos
cortometrajes caseros de los que aprendió, a base de errores de bulto, mucho de
lo relacionado con el montaje y el lenguaje cinematográfico más básico, un
Jackson de 16 años abandonó sus estudios para trabajar en el departamento de
fotografía de un periódico local. Siete años más tarde, y sin aún haber
abandonado el hogar paterno, todo lo ahorrado dio por fin su primer y gamberro
fruto: Mal gusto. Película gore sin más ambición que divertir al
público tanto como Jackson y sus acólitos parecen haberse divertido
cometiéndola, Mal gusto fue filmada
en fines de semana para así poder coordinarse con los horarios de nueve a cinco
y de lunes a viernes del realizador de Criaturas
celestiales en su puesto en el periódico para luego ser completada gracias
a la inyección presupuestaria que cayó como agua de mayo desde la Comisión
Cinematográfica de Nueva Zelanda, y culminó su inesperadamente exitosa carrera
tras su paso en el Festival de Cannes, en el que sus derechos fueron vendidos a
doce países. Siendo un más que respetable recorrido para una película con lo
desopiladamente cutre como estandarte, y la violencia más exagerada y viscosa
como marca humorística, el éxito a su pequeña escala de esta divertida Mal gusto hizo posible que Jackson
pudiese dedicarse en cuerpo y alma a la reescritura de uno de sus mayores y más
merecidos éxitos quizás no de taquilla, pero si paradójicamente y en lo que a
fervor se refiere, de público: la célebre Braindead,
o como se la conoció por estos lares de forma más contundente Tu madre se ha comido a mi perro. Pero
antes, Jackson se embarcó en el rodaje de un cortometraje para la televisión
que una inesperada inversión japonesa convirtió en su segundo largometraje, El delirante mundo de los Feebles.
Interpretada íntegramente por marionetas y parodiando abiertamente el amigable
espíritu de los Teleñecos, El delirante
mundo de los Feebles, de 1989, mezclaba sexo, tabloides, antidepresivos y
unas contundentes muestras de violencia, escatología y crueldad que la hacen
tan particular como desagradable en su escasa gracia. Además, y mientras
Jackson encontraba financiación para la que aún a día de hoy se considera una
de las cumbres del gore más
desenfadado, el futuro realizador de la trilogía de El señor de los anillos escribió el guión, que desgraciadamente
jamás llegaría a la pantalla, del
enésimo último capítulo de la serie Pesadilla
en Elm Street, que acabaría siendo esa pésima película de engañoso título
llamada Pesadilla final: la muerte de
Freddy. Según parece, el guión se situaba en un futuro en el que los
jóvenes a los que Freddy asesinaba en sus sueños han perdido todo el respeto
que podía imponerles el onírico hombre del saco en el pasado, al que sólo
visitan de forma organizada y con la intención de darle una paliza al icono del
terror de los ochenta como extrema forma de diversión, volviendo la historia a
su cauce habitual cuando Freddy hallaba un heredero del que extraer el poder
suficiente (no me pregunten como) para volver a las andadas… Algo que por
fortuna no llevó a cabo bajo la batuta de un Jackson enfrascado ya en el rodaje
de Tu madre se ha comido a mi perro,
completada en 1992 y un verdadero clásico de culto además de una divertidísima
comedia gore que se regodea en su
condición de más-difícil-todavía con
resultados tan grotescamente hiperviolentos como excelentes. Dos años más tarde
y en un relativo cambio de registro en el que sobrevivían algunos de los
recursos audiovisuales de sus películas precedentes, llegaba la Criaturas celestiales que nos ocupa, y
con ella un inesperado cambio de tono que confirmaba además que Jackson era
capaz de alcanzar unas cotas de poesía impensables hasta ese momento
equiparables a los aplausos de una parte de la crítica que había castigado
duramente sus anteriores largometrajes. Un año más tarde, ya en 1995, Jackson
co-dirigió Forgotten Silver, curioso
falso documental que funciona mientras se desconozca su condición de farsa sin
que el film en sí mismo considerado sea de excesivo interés, más allá de la
capacidad de poner en duda los discursos históricos más o menos oficiales y
consensuados. Y al año siguiente Jackson dio el salto a Hollywood para dirigir
la película protagonizada por Michael J. Fox que aquí llevó el algo bochornoso
título de Agárrame esos fantasmas (en
una especie guiño cómplice al film de Abbot y Costello Agárrame ese fantasma que sustituyó a una traducción más adecuada
al The frighteners original) extraña
mezcla de humor blando por desgracia no muy logrado con un mucho más
interesante aroma gótico y un atmosférico tramo final excelentemente filmado
que fracasó en taquilla y dejó fría a parte de la crítica, aunque con el paso
del tiempo y de la mano de la revalorización de la obra de Jackson ha ido
sumando seguidores. Muchos menos de los que lograría gracias a la compra de los
derechos de la trilogía escrita por J.R.R. Tolkien El señor de los anillos en el 1997 del tibio estreno de Agárrame esos fantasmas que tras un
temporal baile de productoras, números de películas y lugares y fechas de
rodaje empezó su larga andadura camino a convertirse en una de las trilogías
más celebradas de los últimos años. Y con toda la razón del mundo, los tres
filmes rodados en una Nueva Zelanda a la que Jackson regresaba tras algunos
rifi rafes con su Comisión Cinematográfica, y que fueron estrenados en 2001 (La comunidad del anillo), 2002 (Las dos torres) y 2003 (El retorno del rey), suponen una
maravilla para los ojos y los oídos siendo la primera y la más descompensada
película de la trilogía, la tercera, sus dos mejores entregas. Tras arrasar en
la ceremonia de los Premios Oscar del 2003 que puso el broche a la exitosísima
trilogía, Jackson retomó su sueño de infancia de llevar a cabo el remake de King kong prácticamente con un cheque en blanco por parte de la
producción, vistos los resultados en taquilla de la trilogía de El señor de los anillos, con una
película (llamada como no podía ser de otra manera King kong) que vio la luz en el año 2005 con un relativo éxito de
taquilla y crítica. Pese a no aportar nada a la historia original -como sí
hacía el pobre y bienintencionado remake
encarado por John Guillermin en los años setenta- el King kong de Jackson, un proyecto que el realizador acariciaba ya
en los tiempos de Agárrame esos fantasmas
hacía gala de instantes poderosísimos y un tramo central quizás demasiado
alargado pero que contenía auténticas maravillas como la primera aparición de
Kong en pantalla y la espectacular ceremonia vudú que parece invocarlo desde
las profundidades de la selva. Pese a todo, el realizador recogió velas y se
recluyó en un film más intimista en su próximo paso: The lovely bones, que fue bastante comparada en su día con Criaturas celestiales en un debate sobre
el que no puedo posicionarme por no haberla visto todavía. Y finalmente Jackson
volvió a la Tierra Media que tantas alegrías y capital le ha reportado con la
adaptación del insulso cuento (demasiado) infantil de J.R.R Tolkien El hobbit, tomando las riendas de un
proyecto que inicialmente sólo iba a producir (y que iba a dirigir Guillermo
Del Toro) y que iba a comprender la adaptación del original literario en una
sola película. Pero de una se pasó a dos, Del Toro cayó por problemas de agenda
y Jackson acabó como máximo responsable de una adaptación que acabó siendo una
trilogía cinematográfica aún por completar y que supone un agradable y en
ocasiones algo pobre deja-vu de
algunos de los elementos de la muy superior trilogía de El señor de los anillos con esporádicos chispazos de genio en sus
dos muy entretenidas primeras partes, Un
viaje inesperado y La desolación de Smaug.
Además, Jackson ha ejercido como productor de películas como la fallida Distrito 9 o la entretenida Las aventuras de Tintín, dirigida por Steven Spielberg, amén de
algunas incursiones en el mundo del videojuego.
[3]Jackson, tomando una idea de su productor Jim Booth que murió poco
después de terminar Criaturas celestiales,
se implicó en el proyecto por insistencia de su esposa, musa y co-guionista
desde los tiempos de Mal gusto Fran
Walsh, que recordaba haber leído en su infancia algunos impactantes reportajes
alrededor del caso Parker-Hume y pensó que el realizador de Tu madre se ha comido a mi perro podía
llevar a buen puerto una adaptación para la gran pantalla. Impresionado por el
potencial dramático que suponía la amistad entre ambas jóvenes, muy superior al
juicio posterior al asesinato, Jackson se puso manos a la obra entrevistando a
amigos, compañeras de clase, profesores y, en definitiva, todos aquellos que
hubiesen tenido algún contacto con las que serían las protagonistas de su
película, de cuya historia intentaría humanizar
los elementos más amarillistas poniéndose a la altura de Pauline y Juliet y
centrándose en su capacidad para crear mundos de fantasía en los que
refugiarse. Para dotar de una mayor veracidad al film que nos ocupa, Jackson
rodó en lo posible en los mismos lugares en los que vivieron las dos chicas y
el Parque Victoria donde se cometió el asesinato de Honorah Reiper, amén de
leerse de cabo a rabo el diario personal de Pauline Reiper, algunas de cuyas
líneas pueden oírse a modo de voz en off
sobre algunas de las imágenes de Criaturas
celestiales.
[4]Con una mención especial para una magnífica Kate Winslet en su
primera aparición en la gran pantalla y que parece estar en constante salivación
durante toda la película, en una actitud convincentemente histriónica que
traspasó los límites del rodaje para seguir actuando como Juliet Hume (lo mismo
que le ocurrió a la intérprete de Pauline, Melanie Lynskey) hasta un tiempo
después de que Criaturas celestiales
hubiese sido finiquitada.
[5]Aunque este giro formal hacia la sobriedad bien entendida y
alejada de lo aséptico, quizás debida a la mentada intención de Jackson de huir
de todo amarillismo morboso en su film, no fue bien entendida por todo el
mundo, probablemente por la afiliación al cine gore más desenfrenado de las películas anteriores de Jackson que
hicieron pensar a algunos espectadores y críticos que el final de Criaturas celestiales era poco menos que
una astracanada de escaso gusto por ser la adaptación de una historia real con
víctimas reales. No debió ayudar, al menos en el caso del Festival de Sitges y
a decir de algunos cronistas, un Quentin Tarantino infiltrado entre el público que
rompió en carcajadas al primer golpe de ladrillo de los muchos que acaban con
la vida de la Honorah Reiper interpretada por Melanie Lynskey. Se diría que el
talentoso director de Pulp fiction
(película gracias a la cual se hizo con el Oscar al mejor guión original al que
también estaba nominada Criaturas
celestiales) era incapaz de ver violencia en pantalla sin el cachondeo con
el que se muestra en muchos de sus largometrajes, algo que en este caso
enfureció a algunos críticos cinematográficos que vieron la lectura del
realizador del díptico Kill Bill como
la buena.
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