Erik (Rutger Hauer), es un joven
y engreído escultor que sobrevive artística y vitalmente entre pequeños robos,
encargos hechos a relativa desgana, obras personales en los que invierte toda
su desbordante energía y empleos a tiempo parcial, pagados por las altas
esferas institucionales. Durante una de estas últimas alianzas con la recatada
visión del arte propio de las autoridades neerlandesas que son torpedeadas una
y otra vez en Delicias turcas, el
escultor protagonista de esta película dirigida por Paul Verhoeven[1]
a partir de la novela escrita por Jan Wolkers[2],
siembra los pies de un Lázaro de barro con incontables gusanos de arcilla que
se solazan devorando la carne podrida del resucitado por Jesús en los
evangelios. Ante el estupor de su superior, repelido por el escatológico
realismo que ha emergido de una visión de los hechos acontecidos en el Nuevo
Testamento que se pretendía pulida y agradable a la vista, Erik reivindica su virulenta
opción estética argumentando que un hombre muerto y luego resucitado sería,
como mínimo pasto de un ejército de lombrices quizás algo confundidas por la
inesperada deriva de los acontecimientos pero de aparición inevitable sobre un
cuerpo que, como el de todos, acabará primero difunto y un poco más tarde podrido.
Aunque, vista Delicias turcas[3]
en su totalidad, esos cuerpos, sean similares o en las antípodas de la atlética estructura física del personaje
interpretado por Hauer podrán disfrutar en su camino a tientas hacia el
inevitable camposanto a base de placenteras eyaculaciones, ventosidades,
defecaciones, salivazos, comiendo y bebiendo, paliando así el ineludible
impuesto que pende sobre los vivos y que implica sangrar y llorar cuando se es
herido, respetar una serie de normas de conducta que dosifican el placer y sus posibilidades
en nombre del decoro, o exponerse a la
locura, la enfermedad física y psíquica antes de caer muertos todos y cada uno
de nosotros.
De este modo, y pese a que Erik
es capaz de trascender lo tangible gracias a su condición de nada engolado artista, este film de Verhoeven se
sustenta, prácticamente sin excepción o matiz que pueda diluir su precisa
visión de las cosas, en lo puramente físico de la existencia de sus personajes.
Así, y ya sea bebiendo y comiendo con una sed y apetito feroces, corriendo y
saltando por las calles por el mero hecho de poder hacerlo, o fornicando furiosamente
con toda mujer que se le ponga a tiro tras convencerla bajo los más peregrinos
y brutos métodos de seducción, Erik se postula como pluscuamperfecto vividor
que disfruta de su Ámsterdam natal a través de todo el placer que su cuerpo
pueda proporcionarle. Un hedonista que encuentra su media naranja en Olga
(Monique van de Ven), una joven menor de edad con idénticos impulsos y ganas de
vivir a toda costa bajo el imperio del recato y la asepsia ejemplarizante y con
la que vive la bonita y tórrida historia de amor sobre la que se sustenta Delicias turcas. Retozando a la mínima de cambio y ya sea en lugares
público o privados, la temperamental pareja formada por el crápula escultor y
su nueva y definitiva amante es mostrada por Verhoeven como explosiva y fogosa,
aunque siempre amenazada de verse apagada por las buenas costumbres de una
sociedad que ha hecho cómodos rehenes de una parte importante de su población,
y que para Olga y Erik se convierte en gasolina para el fuego de su pasión.
Bajo este punto de vista, Delicias turcas
se estructura y arma a partir de un constante coitus interruptus entre Erik y Olga, inaugurado desde el momento
en que ambos contraen matrimonio en una escena señoreada por una
malintencionada panorámica que muestra como aguardan junto a ellos una serie de
mujeres de rictus amargado, agarradas a los brazos de sus respectivos futuros
maridos... todas y cada una de ellas embarazadas. La divertida y burda mala
idea del plano adquiere tintes contestatarios cuando se complementa en la
memoria del público con una secuencia anterior, que muestra el primer encuentro
entre Erik y Olga cuando la joven lo recoge en la carretera mientras el
escultor hace autostop y en la que en pleno trajín sexual Olga le advierte a
Erik que no eyacule dentro de ella ya que como puede verse más adelante, podría
dejarla preñada y abrir así la puerta a una vida responsable entendida como castradora y llena de obligaciones
adquiridas que ninguno de los dos desea y que prolifera amenazadoramente a su
alrededor.
Una vida que en Delicias turcas se ve ejemplificada, a
modo de espejo deformante de aquello en lo que Olga temer poder llegar a
convertirse, en la madre de la joven, excelentemente interpretada por la actriz
Tonny Huurdeman. Una mujer de aires reprimidos y puritanamente educada que
logra su sustento desde los asépticos despachos de una tienda de electrodomésticos
con una plantilla, con un repelente contable (Dick Scheffer) a la fea cabeza,
que Verhoeven se esmera en retratar como auténticos miserables. Pero su
levemente sádica reacción ante los problemas de un cliente (un pobre hombre que
intenta abrir la puerta de su coche cargado de productos recién adquiridos en
la tienda y que sólo consigue que se le caigan por el suelo una y otra vez) que
son recogidos con risas de superioridad por parte de los entrajados
trabajadores del almacén de electrodomésticos, son sólo la punta del iceberg de
una visión de una parte de la sociedad holandesa tan ácida como prácticamente
carente de matices, pero capaz de hacer de Delicias
turcas un film intermitentemente contestatario. La fauna puesta en solfa
por Verhoeven, conformada interesadamente por debiluchos empresarios como los
que contratan a Erik para llevar a cabo esculturas decorativas y fáciles (por limpias) para el gran
público, temerosos de las iras de las autoridades, la mentada y antipática
matriarca que se erige en adalid de las buenas costumbres y asfixia la
incontenible vitalidad de su hija, y el más que evidente desdén de la pareja de
enamorados protagonistas hacia mucho de lo socialmente aceptable, encuentra su
equivalencia dentro de la estructura dramática de la película, apuntada algo
más arriba a propósito del matrimonio contraído entre los dos jóvenes. De nuevo
de forma algo burda, aunque siempre coherente con los parámetros visuales y
morales de una película que nunca destaca por su sutileza, el film de Verhoeven
muestra constantemente a Erik y Olga intentando consumar su alianza matrimonial
ya sea en la cama de él, en plena calle, o en cualquier lugar en el que se vean
asaltados por un siempre inminente calentón que nunca están dispuestos a
desaprovechar, pero siendo constantemente interrumpidos por diferentes
elementos que por lo general toman la forma de familiares y amigos, obsequios u
obligaciones que componen una red social y cultural sexualmente irrespirable. Articuladas
bajo este punto de vista, las continuas apariciones de carteros y mensajeros
cargados con regalos para la pareja de recién casados que intentan celebrar su
unión entre las sábanas, podría resultar un mero apunte cómico de escasa gracia,
pero su prolongación (siempre ideológica) durante prácticamente el resto del
metraje convierte estas vodevilescas escenas en toda una declaración de
principios. Así, la enfermedad y muerte del simpático padre de Olga (Wim van
der Brink), preso de una agonía terrible que lo convierte según sus propias y
cómicas palabras en “un colador” del
que gotean líquidos corporales que caen en unos cubos estratégicamente
colocados bajo su lecho de muerte, y que obligan a la pareja a vivir con los
padres de ella hasta el final de la vida de su progenitor haciendo poco menos
que imposible tanto por lo terrible de la situación como por la puritana
presencia materna el más mínimo escarceo sexual, o las repentinas apariciones
de algunas amistades de Olga que prácticamente se la arrebatan a Erik de las
manos a pocos instantes de llevársela por fin a la cama, crean un tejido
dramático casi siempre mostrado bajo rasgos cuasi paródicos, aunque también
bajo un aspecto, clase social y grado de puritanismo asentados en los lugares
comunes de la burguesía.
A la enfermedad del padre, y la
figura de una madre recuperada de un cáncer de mama que ha dejado en su cuerpo
el rastro de una mastectomía más o menos disimulada por una prótesis, se añade la progresiva certeza
de que Olga puede haber heredado algunos de los males de sus progenitores,
convirtiendo Delicias turcas en un
venenoso retrato de una sociedad enferma, casi en sentido literal o físico
dadas las circunstancias, que se transmite de padres a hijos. Visto bajo este
prisma tanto físico como moral, Erik representa todo lo que Olga no es ni
logrará ser jamás: un hombre del que Verhoeven no explica nada, sin pasado ni por
tanto familia, enamorado de una joven cuyo contexto social y cultural resulta
omnipresente en Delicias turcas
haciéndoles la vida imposible a una pareja que poco a poco y bajo la presión
ejercida, no ve el momento de dar rienda suelta a una pasión que surge a
borbotones. Igualmente, y puede que debido a su condición de hombre decidido a
vivir según sus hedonistas principios pese a quien pese, Erik es un personaje
agresivo y chulesco, mostrado con una vivificante falta de educación, buenos
modales o, dicho llanamente, construido con la intención de molestar o provocar
un intermitente desagrado hacia el espectador de moral respetable, en su enfrentamiento directo y visual contra la
sociedad holandesa plasmada en Delicias turcas
que intenta ocultar bajo una alfombra tejida de falsa respetabilidad y bonitas
y huecas palabras la desenfrenada escatología personificada en el personaje
interpretado por Hauer. De esta forma, Delicias
turcas plantea una dicotomía entre sociedad y placer, o entre sociedad y
vida, sin duda sencilla y hasta superficial en su absoluta falta de matices,
pero también y por fortuna, muy vitalista en su plasmación en imágenes. El film
de Verhoeven contiene denuncias contra una sociedad anestesiada tan
irrefutables como la escena en la que Erik, tras sufrir un brutal accidente
automovilístico que casi acaba con Olga, pide ayuda desde los bordes de la
carretera mientras carga con el cuerpo de la joven inconsciente. Y ni la sangre
que baña la desencajada expresión del escultor y el cuerpo de su amada son
suficientes para que ningún coche se detenga inmediatamente para prestarles
ayuda… Todo en el mundo contra el que luchan Erik y Olga para poder vivir su
amor en sus propios términos resulta gris, frío, y tedioso en su inmovilismo
tanto moral como físico, en aras de una pulcritud contra la que el film de
Verhoeven supone un soberano corte de mangas. Así, y mediante un estilo visual
esencialmente conformado por secuencias filmadas mediante cámara al hombro[4]
y una planificación más pendiente del retrato físico, el movimiento, y el
regodeo en lo escatológico como prueba de vida, que en una pretendida narratividad que en Delicias turcas sólo se da en momentos muy precisos sin que ello
merme su enérgica y algo desesperada alegría, Verhoeven se reafirma en su tesis
mediante un desopilante muestrario de líquidos y genitales mostrados en todo su
exhibicionista esplendor. Porque el realizador de Delicias turcas reacciona ante toda ventosidad, mugre corporal,
sudor o eyaculación como Erik ante los zurullos de Olga, oscuros cuerpos flotantes
en el váter del escultor que son rescatados del agua con una delectación tan
enervante como romántica, haciendo de su película una celebración de lo físico,
y muy significativamente sus elementos menos decorosos, como sinónimo de vida.
Poco importa que se trate de
genitales masculinos al descubierto, de femeninos bajo matas de pelo, senos,
excrementos, pis, o líquido amniótico, Verhoeven se deleita en contemplar todos
y cada uno de los cuerpos de los personajes de la película, así como los
excedentes corporales que anuncian su caducidad, como si fuesen la última y
definitiva respuesta a una sociedad limpia y, por lo tanto, mortecina hasta lo
exangüe en su evasión de todo lo feo en general y la muerte en particular. Esta
materialista visión del mundo como oposición a la mucho más blanda y abúlica
que va calando desde la sociedad retratada en Delicias turcas, alcanza su viscoso techo en una escena en la que,
tras una corta pelea entre Erik y Olga por la venta de un dibujo hecho por el
escultor que tenía un alto valor sentimental para la joven (y para el público),
Olga abandona la casa en compañía de una amiga. Unas horas más tarde, y justo
cuando Erik ha terminado de poner la mesa para lo que se adivina como una cena
romántica a modo de disculpa, el escultor recibe una llamada en la que se le
reclama para acudir a cenar con Olga y algunos de sus amigos y familiares. Una
vez allí, y bajo una imposible luz rojiza, Erik se encuentra con una parroquia
completamente alcoholizada que se burla de él mientras se comportan como
auténticos imbéciles, llegando al punto en el que el espectador empieza a
plantearse la posibilidad de estar asistiendo a un delirio de los miedos y
odios del escultor, dada la algo irritante, por facilona, pátina de bufonesca
irrealidad de la secuencia y lo sobreactuadísimo de sus intérpretes. A los
pocos minutos de la llegada de Erik, queda claro y meridiano que Olga tiene un
amante y que éste se encuentra sentado en la misma mesa que el escultor, una parte
de la plantilla del almacén de electrodomésticos que también asiste al ágape,
la madre de Olga, que se diría coquetea
con uno de sus empleados pese a la reciente defunción de su marido, y algunos
familiares más lejanos de la joven… pero también que Verhoeven no deja pasar la
oportunidad de dar su opinión al respecto de la manera más bruta. Justo cuando
la tensión y duración de la escena comienza a ser insostenible, Erik empieza a
tener arcadas ante la descocada hipocresía que se jacta de él y literalmente vomita sobre el resto de comensales con
un ímpetu sólo superado por el del realizador al mostrar al escultor vomitando
de nuevo, aunque esta vez sobre su reflejo, en el baño. Sea esto último un
definitivo corte de mangas al estilo de vida que empezaba a apoderarse de la
anárquica existencia de Erik, sustituyendo sexo y carcajadas a todas horas por
frustradas cenas románticas, compromisos familiares, y obligaciones laborales
que rebajan el vuelo artístico del escultor a cambio de absolutamente nada,
desembocando en un grotesco y repugnante mea
culpa espesado con abundantes tropezones, en el que el personaje
interpretado por Hauer vomita sobre todo lo aplastantemente burgués que se le
pone por delante incluyéndole a él mismo, la metáfora resulta tan burda que a
duras penas puede considerarse como tal[5].
Pero de este modo, y coqueteando
con un subjetivismo que nunca llega a concretarse, la visión de Verhoeven de lo
que acontece en Delicias turcas se
solapa con la del propio Erik, tanto por su forma de entender el arte como
escultor como de entender la vida por su condición de vividor siempre espoleado
por un casi anarquista Carpe diem, y
que contagia tanto la forma como el fondo de la película. Respecto a lo
primero, y poniendo por delante que Verhoeven hace gala de un exhibicionismo
escatológico que en ocasiones puede resultar un tanto forzado e interesado en
cuanto oculta un fondo bastante más conservador de lo que podría parecer, Delicias turcas logra aunar en su seno
audiovisual una leve y artificiosa artisticidad
en determinados encuadres con un desopilante vitalismo formal que elude todo
esteticismo arty y a cambio se
aproxima en algunos momentos a la bruta (y liberadora) estética, metáforas
incluidas, del subproducto. Pero esta doble condición, lejos de resultar un
problema para el visionado de Delicias
turcas, supone precisamente uno de sus componentes más interesantes, ya que
lejos de contrarrestarse ambas opciones se suman en un todo que las aglutina
sin dificultad. Así, escenas tan aparentemente antitéticas como puedan ser las
efectistas fugas mentales que abren la película jugando al malintencionado y
provocativo equívoco para con el público con la intención de llamar
poderosamente su atención desde el principio, y que muestran al personaje interpretado
por Hauer asesinando a sangre fría tanto a Olga como a su amante para después
mostrarlo satisfecho y medio desnudo en su cama (antes de aclarar mediante un
intertítulo que lo recién visto ha tenido lugar dos años después de que la
historia de amor entre Olga y Erik tuviese lugar), conviven sin diferencia de
continuidad junto a planos magníficamente compuestos con un ansia casi
pictórica, como los que dejan ver a la pareja en numerosas estampas que debido
a la posición de los intérpretes dentro del plano se asemejan a pietás cinematográficas[6],
o mostrando a la joven tumbada boca
abajo en la cama, mientras un espejo colgando sobre ella muestra su reflejo
invertido ante la embelesada mirada del escultor. Ambas tendencias logran, por
un lado, plasmar en pantalla el estado de ánimo del escultor sin contar con
elementos que evidencien este extremo, pero sí haciendo de Delicias turcas una película en la que uno se siente tanto dentro de la mente y el corazón de Erik
como fuera de ambos lugares, sin que exista
una frontera clara y delimitada entre ambas parcelas de la percepción del
personaje interpretado por Hauer. Pero es concretamente en la segunda escena de
las recién apuntadas donde Verhoeven
planta la semilla de una determinada artisticidad
en la mirada de Erik cediendo ante una cierta y leve pátina de esteticismo que
ya anuncia la obsesión del escultor por el cuerpo de su amada a la que
intentará recrear una y otra vez a través de sus obras hasta alcanzar el
extremo de, en los últimos y terribles instantes de la vida de Olga, tocar su
cabeza rapada (como si la reconstruyese,
como de algún modo hacía ya con sus esculturas con el cuerpo de la joven como
inspiración) con una peluca roja. La escena en la que esta acción tiene lugar,
justo después de que a la joven le sea diagnosticado un tumor fatal que la sume
en una espantosa locura, resulta de una tristeza terrible, pero también
visiblemente exagerada en su muy efectivo dramatismo. La deliberada, y como
decía muy efectiva, sordidez con la que Verhoeven se regodea en detalles tan
deprimentes como el pésimo corte de pelo recibido por Olga, con mechones de
cabello rojizo colgando de su cráneo operado o, una vez más, la absoluta
indiferencia con la que el personal médico se ocupa de la paciente cuando ésta
sufre horrendas alucinaciones que la empujan a un estado casi catatónico,
sirven de violento y emocionalmente devastador contrapunto a la quietud de una
serie de planos que ya anunciaban, desde su pictoricismo, la melodramática
tragedia que escenas antes aún estaba por venir.
Un plano que muestra a Olga
tumbada sobre la cama con un ramo de flores sobre el pecho a modo de mortuoria
premonición, y que a los pocos instantes se completa cuando Erik alza el ramo
dejando ver un grupo de lombrices que han caído de entre las flores reptando
sobre el pecho desnudo de la joven, es quizás el instante en el que la muerte
parece más presente en lo visual y a partir de la puesta en escena de Verhoeven
que en lo ya apuntado desde el guión, sin que ello implique no sea una
constante dentro de la película. Podría decirse que la muerte, que en el caso
de Delicias turcas toma las
coherentes formas de una violenta degeneración física, brota constantemente
bajo los pies de la pareja de amantes en un viraje lógico dado el materialismo
en que se basa la película, pero igualmente sospechoso de un conservadurismo
castigador para con el más o menos libertino estilo de vida de los
protagonistas que por fortuna nunca acaba de cuajar. Más allá de la enfermedad
que acaba con la vida del padre de Olga, y que la madre de la misma haya
logrado vencer al cáncer no sin salir físicamente “marcada” durante su lucha, y
que podrían ser vistas como síntomas de una sociedad adulta en decadencia tal y como se apuntaba más arriba, otros
elementos del film asientan una ambivalencia por suerte lo bastante bien
resuelta como para no resultar sentenciosa. La siempre salvaje manera de
conducir o ir en bicicleta de Erik y Olga que los reafirma como seres
temperamentales y decididos, pero que casi acaba con ellos en el accidente de
coche más arriba comentado y los sitúa constantemente al borde del siniestro
total o de caer bajo las ruedas de un coche, o la escena en la que el escultor
finge cómicamente su muerte en la playa envenenado por el contenido de una botella
encontrada en la orilla, una secuencia que terminará con la inquietante imagen
de Olga introduciéndose en el mar vestida como si se tratase de un suicidio que
anuncia la brutal enfermedad de la joven, y la definitiva imagen de su peluca
roja siendo aplastada por los pesados mecanismos de un camión de recogida de
basuras, se convierten en una ineludible corriente subterránea que ejerce de mortuorio
contrapunto al vitalismo de la pareja. Siempre tras los macarras pasos de Erik,
Verhoeven se ríe del Ámsterdam más recatado de un modo casi caricaturesco en
sus maneras visuales, dota al film de un ritmo acelerado aunque siempre dándose
tiempo para fijarse en el detalle grotesco tan del agrado de su protagonista, y
no se arredra ante desnudos y excedentes corporales tal y como Erik los celebra
una y otra vez como quien busca signos vitales en un mundo deshumanizado. Y es que
pese a que a partir de estas escenas el film de Verhoeven puede contemplarse
como una llamada al recato moral, la juvenil energía que exuda Delicias turcas la convierte en una
pesimista visión de la vida más próxima a la desesperación vital que impulsa a
una huída hacia delante que al conservadurismo más recalcitrante, situándose
siempre a la altura de los ojos de su protagonista. Dando una visión moralmente oscurantista que no se halla
en la estructura narrativa de Delicias
turcas, sino en algunos detalles que merman un tanto su autoimbuida
condición de película más o menos rupturista o anárquica pese a que cuenta con
numerosos elementos que sí van, al menos en su superficie, en esa dirección. Bajo
ese punto de vista, y pese a que la película de Verhoeven esté trufada de sexo,
violencia y una vitalidad que salpica
literalmente la pantalla, pueden leerse en Delicias
turcas rastros de un cierto recato o tradicionalismo sociológico, como en
el hecho de que Erik y Olga contraigan matrimonio en un pestañeo, pero también
cinematográfico, por la asimilación de al menos una parte de la película de
algunos lugares comunes del melodrama, siempre filtrados por la escatológica
sensibilidad que respira la película. Respecto a esto, y sin que Verhoeven
pierda comba fílmica gracias a su pletórica puesta en escena, tremendamente
ágil y capaz de retratar con mínimos detalles la cotidianeidad de la pareja protagonista,
resulta bastante llamativa la división que se produce en Delicias turcas desde el instante en el que Olga abandona a Erik
por su amante y el film toca su particular techo de suciedad en la mentada
secuencia de la cena.
A partir de ese momento la
película aminora su agresividad, y puede que en consecuencia el escultor se
vuelve no sólo taciturno, como sería más o menos de esperar, sino también
sorprendentemente educado y moderado,
a la inconsciente espera de recibir un nuevo bastonazo del destino bajo la
forma de la enfermedad y muerte de Olga. La banda sonora de la película, muy
maltratada por el paso de los años, adquiere los rasgos melodramáticos a los
que poco a poco van adaptándose el resto de elementos del film, ya sean estos
su argumento, sus algo desvaídas metáforas alrededor de gaviotas y amantes
heridos, bien sustentadas por la vigorosa puesta en escena de Verhoeven que no
cede a las almibaradas posibilidades del momento, o su denodado abrazo a la más
trágica y romántica de las concepciones amorosas, suponen para Delicias turcas un inesperado (y
perfectamente ensamblado gracias a la coherencia que respira tanto su puesta en
escena como su celebración de lo físico como sinónimo de vida) viraje a
terrenos más turbulentos, pero también mucho más convencionales desde un punto
de vista narrativo dentro de una película que hasta ese instante se beneficiaba
de no pertenecer a un género cinematográfico concreto y de constar de un
desarrollo por lo tanto imprevisible y creíble.
Pero a pesar de ello, la puesta en escena de Verhoeven, capaz de dotar de una
festiva y agresiva energía toda su película tanto en los momentos en los que
recoge la libérrima visión del mundo de la pareja protagonista como en los que
plantea su debacle, separación, y tragedia final, esquiva la impresión de deja-vu que late bajo el final del arco
narrativo de Delicias turcas, así
como su posible adhesión a la más conservadora y castigadora de las ideologías
al negarse a tender puentes causales entre la enfermedad de Olga y su alegre disfrute
del mundo y de su cuerpo. A cambio, y desde una perspectiva cínica desde la que
escupir ininterrumpidamente a una sociedad encapsulada en su higiénica
hipocresía, Verhoeven se parapeta tras una visión sobre la vida quizás
pesimista y brutamente plasmada en pantalla, pero tan beligerante y enérgica en
su pletórico vitalismo que logra sortear lo burdo de algunas de sus soluciones
formales para luego alzarse sobre la ambigüedad ideológica que planea sobre Delicias turcas, elevándose como una luminosa,
física y tórrida historia de amor a inconsciente e inevitable contrarreloj.
Título: Turks fruit. Dirección:
Paul Verhoeven. Guión: George
Soeteman, basándose en la novela homónima escrita por Jan Wolkers. Producción: Rob Houwer. Dirección de fotografía: Jan de Bont. Montaje: Jan Bosdriesz. Música: Rogier van Otterloo. Año: 1973.
Intérpretes: Rutger Hauer (Erik), Monique van de Ven (Olga), Tonny
Huurdeman (Madre de Olga), Wim van der Brink (Padre de Olga), Dolf de Vries
(Paul), Dick Scheffer (el contable).
[1]Nacido
el 18 de julio de 1938 en la ciudad holandesa de Ámsterdam, Paul Verhoeven fue
el único hijo de la pareja formada por su madre Nel Verhoeven y su padre, de
profesión maestro de escuela primaria, Wim Verhoeven. Según sus palabras, los
primeros recuerdos de Paul Verhoeven hacen referencia a la Segunda Guerra
Mundial, que supuso el traslado de los Verhoeven, oriundos de una de las zonas
acomodadas de Ámsterdam, cuando el 10 de mayo de 1940 las tropas alemanas
invadieron Holanda. Refugiándose en Slikkerveer, la familia Verhoeven pasó los tres años
siguientes bajo las constantes lluvias de bombas que caían sobre la muy próxima
Rotterdam, y que el pequeño Paul contemplaba durante la noche encaramado al
pequeño tejado de su nuevo hogar, antes de volver emigrar en 1943 ante el
avance nazi, que se hizo con la escuela en la que Wim Verhoeven se ganaba la
vida para convertirla en una caballeriza. De allí huyeron a la Haya, donde pese
a la presencia alemana lograron llevar una vida relativamente tranquila, sólo
rota por una bomba que explotó justo al lado del jardín de los Verhoeven
reventando todos los cristales de la casa por su onda expansiva, y un apacible
paseo de padre e hijo que se ensombreció por la aparición de un convoy alemán
que trasladaba los cadáveres de doce hombres que acababan de ser ejecutados. A
decir del realizador, este último acontecimiento supuso la primera vez que se
sintió real y traumáticamente afectado por la Segunda Guerra Mundial. Alrededor
de esa temprana época en la vida del futuro cineasta, Verhoeven se aficionó a
los tebeos, emulando los que más le gustaban en una serie de tiras dibujadas de
su puño y letra, y poco más tarde, con el fin de la Segunda Guerra Mundial y la
derrota del nazismo que había impedido por todos los medios la llegada del cine
norteamericano a territorio ocupado o invadido, pasaba las tardes en la sala
oscura devorando películas sin ton ni son. En 1949, y ya con diecinueve años de
edad, Verhoeven ingresó en el Haganum, uno de los más prestigiosos institutos
de la Haya, y a partir de la más que variopinta oferta curricular, que abarcaba
desde álgebra hasta griego, pasando por química y francés entre muchas otras
asignaturas, empezó a apasionarse por las matemáticas. No sería la única pasión
que despertaría en Haganum: las numerosas esculturas griegas, mayoritariamente
de desnudos, que daban la bienvenida a los estudiantes en el vestíbulo del
instituto, le descubrieron una sexualidad sin tapujos que sus puritanos
progenitores jamás le habían explicado, pero también suponían la punta del
iceberg de una educación artística y cultural que partía tanto de la
institución como de los intereses personales de Verhoeven. A una creciente
afición al dibujo y la pintura, se sumaron pronto la lectura de novelas de todo
tipo, así como un despertar de su gusto musical hacia compositores como Ravel,
Debussy o, muy especialmente, Igor Stravinsky, del que el futuro director
asegura es su artista favorito. En 1955, Verhoeven abandonaba el hogar paterno
para viajar hasta el norte de Francia, donde cursaría su último año en el
instituto, concretamente en el Lycée Henri Martin y dedicaría sus fines de
semana a asistir a clases de arte en la École de la Tour. Mientras
perfeccionaba su francés, Verhoeven logró introducirse en el selecto grupo de
cinéfilos asistentes de un cineclub situado en el St.Quentin en el que el
futuro director se había instalado, quedándose particularmente prendado de los
filmes firmados por realizadores como Henri Georges Clouzot o Alain Resnais. Su
cada vez mayor contacto con los ambientes artísticos y bohemios del lugar,
llevaron a Verhoeven a enfrentarse a sus padres al regresar de Ámsterdam, y a
renunciar a los deseos de sus progenitores de que su único hijo estudiase
Física y Matemáticas (disciplinas para las que, por lo visto, Verhoeven tenía
inmejorables aptitudes) para luego dedicarse a la enseñanza de dichas materias.
Verhoeven se plantó y finalmente consiguió su objetivo cuando sus padres
aceptaron el hecho de que quisiera trabajar en el mundo del cine, aunque
acordando que antes de que eso ocurriese debería estudiar Matemáticas y Física.
Ya en 1956, Verhoeven empezó sus estudios en ambas materias, compaginándolos
con dibujos y pinturas para su universidad, en Leiden. Allí, y viviendo en un apartamento
compartido con un amigo de su infancia, Verhoeven entró en contacto con los
editores y colaboradores de la revista vanguardista KAF-T, donde fue rápidamente aceptado como uno más en parte debido
a que era el único miembro de la plantilla que había pisado Francia, un país
que para la intelectualidad del momento era poco menos que Tierra Santa. Fue
entonces, en un ambiente puramente bohemio y artístico, cuando Verhoeven
comenzó a hacer sus pinitos como realizador con una serie de cortometrajes rodados
con una cámara de 16mm. regalo de su tío. La apertura de la Nederlandse
Filmacademie, situada en Amsterdam, permitió a Verhoeven cursar durante dos
años sus primeros estudios específicamente cinematográficos, mientras los
compaginaba con los de Matemáticas y Física prometidos a sus padres, y
admirando sobremanera la labor de realizadores como François Truffaut, Jean-Luc
Godard o David Lean. A partir de 1960, Verhoeven empezaría a realizar una serie
de cortometrajes en los que experimentaría tanto a nivel narrativo como
técnico, con todo lo aprendido en la Nederlandse Filmacademie, llegando a
alcanzar una relativa reputación con Eén
Hagedis Tevel en círculos universitarios, y gracias a ello siendo requerida
su participación en una exposición de arte con una de sus pinturas. La
exposición fue un fracaso y Verhoeven, dueño de un carácter explosivo, juró
primero que sólo viviría de pintar para luego desdecirse y destruir todos sus
cuadros (con la única excepción del que había presentado en la exposición) jurando
esta vez que jamás se ganaría la vida como pintor. Los dos años siguientes
fueron, según algunas voces próximas al cineasta, los más turbulentos de su
vida, en los que tanto se enfrascaba en la ufología como en la parapsicología
sin sacar nunca nada en claro más allá de la realización de cortometrajes que
pese a todo nunca se interrumpió hasta que el suicidio de uno de sus más
próximos colaboradores y amigos dio al traste con el afán creativo del cineasta
durante un tiempo. Finiquitados sus estudios universitarios, Verhoeven hizo el
servicio militar en La Haya, donde rodó algunos cortometrajes y un mediometraje
que, en 1966, fueron considerados insuficientes para su contratación como
director de un largometraje, a pesar de que fuese él el autor del guión a
filmar. Para acabarlo de adobar, su novia quedó embarazada, y las futuras
responsabilidades paternas del cineasta hicieron pender de un hilo el futuro de
su carrera. La tensión de ese momento de la vida de Verhoeven, que decidió
junto con su compañera que esta última abortase, lo llevó a asistir
constantemente a la Iglesia, llegando incluso a sufrir alucinaciones bajo el
púlpito y también incluso en salas de cine en las que el visionado de King kong, de 1933, se convertía en una
especie de lección moral que empezaba con un intertítulo que aseguraba que “En el guión de tú vida, Dios interpreta el
papel protagonista” (¡¡¡!!), haciendo de Kong un ángel caído con ansias de
venganza. Afortunadamente, fue el único episodio realmente abisal para la razón
de Verhoeven, del que se recuperó rápidamente gracias a la ayuda de su novia,
que a pocos meses sería su esposa y compañera del apartamento en el que
pasarían peor que mejor todo tipo de penurias económicas. Buscando trabajo
desesperadamente, Verhoeven fue contratado en 1967 para la realización de un
documental llamado Portret van Anton
Adriaan Mussert, que fue víctima de tal polémica que su emisión televisiva
en el canal que la había producido y contratado al director no llegó a
emitirla, tras algunos cambios, hasta dos años después de su realización, en
1970. Pero en 1968, y recién finiquitada la primera
versión de Portret van Anton Adriaan
Mussert que jamás vería la luz, Verhoeven recibió el encargo de realizar la
teleserie de aventuras Floris, que
supuso además de un gran éxito de público, su primer encuentro con dos de sus
más fieles colaboradores en la primera etapa de su carrera profesional: el
actor Rutger Hauer y el guionista Gerard Soeteman. Pero los retrasos de este
último junto con Verhoeven respecto a los plazos exigidos para la presentación
de los guiones definitivos de los capítulos de la exitosa serie impidieron que
ambos encontraran un nuevo trabajo con la facilidad que habría sido de esperar.
Tras numerosos proyectos que jamás vieron la luz, un Verhoeven harto de todo
rodó el mediometraje Der Worstelaar
en 1970, en el que trabajó con el que en adelante sería uno de sus más
habituales directores de fotografía: Jan de Bont, quién algo más de dos décadas
después firmaría como director uno de los hitos del cine de acción de los
noventa con Speed. La oportunidad de
oro del director llegaría por fin en 1971 con la película pésimamente
rebautizada en castellano como Delicias
holandesas, inconcebible traducción del original Wat Zien Ik sólo comprensible por la necesidad de explotar
comercialmente la expectación del estreno de Delicias turcas, que llegó en 1977 tras la muerte de Franco y bajo
la clasificación “S”. Fuere como fuere, y presa de una virulenta polémica en su
día, la mal llamada pero bastante divertida Delicias
holandesas hacía gala del desparpajo para con lo sexual que poco a poco se
convertiría en marca de la casa de un cineasta que dos años después ya rodaba
su segundo film, del que se ocupa ampliamente esta entrada y que supuso su
primera colaboración para la gran pantalla con Rutger Hauer. El considerable
éxito de taquilla de esta última, de nuevo acompañada de una fuerte polémica
que brotó tanto de los sectores más conservadores como de los más progresistas
del arco político holandés en una de las más férreas constantes de la
controversia que casi siempre ha acompañado al cine de realizador, llevó a
Verhoeven a refugiarse en un film de época: Katy
Tippel, estrenado en 1975 y del que nada puedo decir por no recordar nada
de él en absoluto. Como tampoco y por el mismo motivo puedo asegurar nada
alrededor de la siguiente película de Verhoeven, Eric, oficial de la reina que aquí llegaría muy recortada respecto
a su montaje original, contrariamente a la irregular pero muy interesante Vivir a tope, de 1980 y la que sin lugar
a dudas es una de sus mejores películas: El
cuarto hombre, estrenada en 1983 y el último de sus filmes de producción
exclusivamente holandesa. Porque en 1985 Verhoeven se embarcaría en la
magnífica y purulenta Los señores del
acero, co-producción a tres bandas entre Holanda, España y Estados Unidos,
con un reparto internacional y un pútrido sentido de la épica y el espectáculo
que prolongaba, bajo un presupuesto mucho más holgado, los temas y estilo que
Verhoeven había ido desarrollando en al menos una parte de la “etapa holandesa”
de su filmografía, además de ser su última colaboración con Rutger Hauer tras
el paso de este último por Blade Runner
y un creciente ego que chocó de frente con el apasionado temperamento del
director de Delicias Turcas. Tras
abandonar su país natal por un motivo tan sencillo y para algunos poco honroso
como pueda ser el de ganar más dinero haciendo lo que más le gusta, Verhoeven
alcanzaría una más que cálida acogida
por parte de la crítica mundial gracias
a su primer trabajo bajo el paraguas del todopoderoso Hollywood con la mítica RoboCop, en 1987. Película híbrida a
medio camino entre la superproducción sin alma ni personalidad y una cínica
visión de la Norteamérica de la era Reagan, el ambiguo sarcasmo del discurso de
la excelente RoboCop se veía algo
mermado por su final pero igualmente muy potenciado por el buen hacer de su
realizador y todo el equipo de la película. Convertido en un prometedor nombre
a seguir por la industria, su siguiente proyecto Desafío total, convirtió a Verhoeven en uno de esos rara avis capaces de transmitir una visión muy determinada a través de un
material considerado, generalmente con condescendencia, de usar y tirar. Pero
el éxito de este film de 1990, que inicialmente debía dirigir David Cronenberg
hasta que sus desavenencias con el productor, que quería un guión más ajustable
a lo esperable en una película de (por
protagonizada por) Arnold Schwarzenegger puso el nombre de Verhoeven en boca de
todos, haciéndolo el candidato ideal, dada su querencia por la violencia sucia
y el sexo más despreocupado, para llevar a cabo un nuevo éxito: Instinto básico. Película capital dentro
del cine de suspense norteamericano de los noventa, así como también dentro de
la carrera interpretativa de una morbosa Sharon Stone que ya había aparecido en
Desafío total, esta realización de un
guión de Joe Eszterhas fue un auténtico boom
de eco sociológico, y además un film sensual y muy interesante que
precipitó una nueva colaboración entre guionista y director en el siguiente
film del último: Showgirls.
Arrastrando todavía la ya habitual polémica inseparable del trabajo del
realizador, y que en el caso de Instinto
básico provino de asociaciones que acusaban al director de defenestrar a
las lesbianas en particular y al género femenino en particular (cuando en
realidad no hay nadie en Instinto básico,
sea hombre o mujer, hetero, homo o bisexual, que se libre de la lamentable
visión que el director da sobre sus personajes), Showgirls
tuvo numerosos y exagerados problemas para estrenarse por su descocado
contenido sexual, recibiendo la castrante categoría moral en los EEUU de NC-17, que redujo muchísimo su
distribución en suelo americano. Además, la mayoría de críticos cargó sin
misericordia contra uno de los menos logrados, pero también más valientes,
trabajos de Verhoeven que con el tiempo ha ido cobrando un cierto status de película de culto.
Probablemente debido al batacazo de la película -que ganó un premio razzie a la peor película del año que
fue recogido por un divertido Verhoeven que hasta dio un pequeño discurso de
agradecimiento- dos años después, ya en 1997, el director regresaba al ruedo de
la ciencia ficción distópica y de ribetes fascistoides con Starship troopers: las brigadas del espacio, un impepinable
espectáculo tremendamente ambiguo en su discurso político, conscientemente
cercano a principios tan execrables como los del nacionalsocialismo o el
fascismo institucional en cualquiera de sus facetas. En cualquier caso, esta
excelente película de acción recuperó el prestigio económico del realizador,
pero no aportó gran cosa más a su carrera. Su siguiente proyecto, estrenado en
el año 2000 con el título de El hombre
sin sombra era una película visiblemente y conscientemente de encargo, bien filmada y bastante
claustrofóbica en gran parte de su metraje, no resultaba excesivamente
destacable en ninguno de sus aspectos, y ni la particular por brutal forma de
plasmar la violencia típica del realizador lograban ocultar un guión demasiado
pobre y sin lugar para la ironía, aunque sí considerables dosis de misantropía.
Ocho años tuvieron que pasar hasta que Verhoeven volviera a ponerse tras la
cámara con la excelente El libro negro
(analizada en este blog durante el mes de enero del año 2013), que supuso el
regreso del hijo pródigo a su cinematografía natal, e incomprensible y
desgraciadamente su último trabajo hasta la fecha.
[2]Los
vínculos profesionales entre Verhoeven y Wolkers se remontan a 1967, cuando el
realizador se ofreció como director de una posible adaptación de Serpentina’s petticoat, un relato del
escritor holandés publicado en 1961. Según los que han leído la obra de
Wolkers, su estilo es descarnado, despreocupado en lo sexual y cargado de una
agresiva denuncia social contra una holanda presa de una progresiva
deshumanización, algo que podría ser atribuible, con muchos matices, al cine de
un Verhoeven que por entonces ni siquiera había firmado su primera película.
Sea por este u otro motivo, y a pesar de a que a Wolkers le agradaban los cortometrajes
de Verhoeven que había podido ver, se negó a consentir que el director llevara
a la pantalla su relato. Pero cuando en 1969, y tras la muy exitosa edición de Delicias turcas, Verhoeven volvió a
entrar en su despacho, Wolkers se sintió atraído por la posibilidad de que su
novela fuese llevada a la gran pantalla por el aún inminente director.
Verhoeven, envalentonado ante la posibilidad y tras una charla con el productor
Gijs Versluys, le propuso al escritor que fuese el mismo quien hiciese el guión
adaptado de su propio trabajo, pero el resultado fue considerado tan pobre que
Wolkers se retiró del proyecto y este quedó sumido en el olvido. No fue hasta
que el éxito de Delicias holandesas
situara el nombre de Verhoeven en el mapa, cuando Soeteman el guionista del
film le propusiera retomar la adaptación al realizador, contando ahora con Rob
Houwer para las mismas labores que había desempeñando en Delicias holandesas: las de producción. Soeteman escribió, como era
habitual en sus colaboraciones con Verhoeven, una primera versión en solitario
de un guión en el que, llegado el momento de establecer una escaleta secuencial
más o menos estructurada, contaría con la incorporación del director en las
labores de escritura. Los que han podido leer la novela en la que se inspira la
película que nos ocupa (editada en castellano por Libros el Zorzal en el año
2011) aseguran que la mayor diferencia entre una y otra estriba en su
estructura, que en el libro está compuesta por incontables flashbacks mientras que el film está organizado como un largo flashbacks que prácticamente comprende
toda la película. Además, algunos de los elementos del film pertenecen a otras
novelas o relatos del escritor y no necesariamente a Delicias turcas.
[3]Título
que lejos de suponer una metáfora, hace referencia a un dulce muy popular en
Turquía llamado como no podía ser de otro modo Delicia Turca, y que protagoniza
uno de los instantes más tristemente horripilantes de la película. Sus
ingredientes son almíbar y gelatina, a su vez hecha de almidón y azúcar (o
miel), sobre los que más tarde se espolvorea azúcar glas. Por si tienen un día
glotón.
[4]Esta
herramienta narrativa, muy estandarizada a día de hoy, fue utilizada con la
intención de transmitir una naturalidad que se vio reforzada durante el rodaje
por la química existente entre los dos intérpretes que permitió numerosas
improvisaciones sobre el texto escrito por Soeteman. Otra explicación para el
uso y abuso de la cámara al hombro en todas las secuencias del film, cortesía
del director de fotografía Jan de Bont, es el del simple ahorro que implica
respecto a otros sistemas de rodaje más complejos, que no más adecuados,
trabajosos y por lo tanto también más caros. Las jornadas de trabajo que
hicieron posible Delicias turcas eran
intensas y largas, pero el ambiente en el rodaje era similar al de una balsa de
aceite. Actores y técnicos comían juntos y compartían problemas de fuera y
dentro del rodaje, creando una atmósfera de compañerismo que algunos de los que
participaron en el film de Verhoeven aseguran no haber vuelto a ver en ningún
otro rodaje, ya sea posterior o anterior al de Delicias turcas que comenzó el 11 de julio de 1972 y duró seis
semanas. Por entonces, ni Hauer ni van de Ven contaban con experiencia en la
gran pantalla, y así como el primero tuvo que pasar algunas audiciones a
petición del productor y pese a haber trabajado con Verhoeven en Floris, la actriz que acabaría
interpretando a Olga era una estudiante de arte dramático de diecinueve
años sin experiencia ninguna, que logró
el papel al encajar en la visión que el director tenía del personaje: el
de “una
chica turgente”.
[5]Fueron
probablemente escenas como ésta las que provocaron que el Ministro de Cultura
de Holanda del momento recibiese una airada pregunta llegada por telegrama
desde Francia en la que se le cuestionaba por haber sido tan atrevido como para
“presentar en Cannes un film tan perverso
y decadente”. Una presentación que se hizo pero que obtuvo como respuesta
por parte del comité del festival la expulsión de competición del film de
Verhoeven debido a que “sus cualidades
están al mismo nivel de su proporción de espectáculo de desnudos”. Y no
fueron, ni de lejos, los únicos ataques que sufrieron tanto el film como su
realizador a través del monumental éxito de taquilla del mismo (el mayor de la
historia del cine holandés… hasta la llegada del último film del director, El libro negro) que a buen seguro
propició la mayoría de comentarios despectivos, dada la buena difusión de una
película considerada por muchos como misógina o, desde el lado más puritano de
la platea, de pornográfico. Pese a
las críticas que arreciaron en Holanda, y a algunas voces que defendieron el
trabajo de Verhoeven, su estreno en territorio español tuvo algo más de suerte,
aunque el que su estreno tuviese lugar con la llaga histórica del franquismo
aún caliente probablemente desvirtuó un tanto la percepción de una parte del
público de la película, que en algunos casos fue vista como una película S más, sin más ánimo que el de
escandalizar y solazar una sociedad reprimida durante demasiado tiempo. En
cualquier caso, y pese a que el sanbenito de moralista, fascistoide, machista,
homófobo y violentista probablemente siempre acudirá a las bocas de los
detractores del realizador, Delicias
turcas ha recuperado su lugar, más sosegado de lo que algunos aseguran
desde ambos lados del espectro político, y es vista por gran parte del público
con sus aciertos y errores más allá de lo presuntamente escandaloso de sus
imágenes.
[6]Un
referencia pictórica que además de evidenciar la educación artística del
realizador, al menos en sus años de juventud, también certifica la huella que
dejó en él su educación de raigambre católica, así como las esporádicas crisis
de fe y/o existenciales (cuando se trata de una persona religiosa ambos
términos son, o deberían ser, sólo uno) que han ido dejando un rastro de
referencias bíblicas en toda su filmografía, muchas veces filtradas por la
plasmación que de algunos episodios de la Biblia se han hecho durante la
Historia del Arte. Así, y a decir de un Verhoeven que no en vano acarició
durante años la posibilidad de llevar a la pantalla la vida de Jesús, la
masacre que se desata sobre el policía Murphy, a punto de convertirse en
Robocop en la película del mismo nombre hace referencia al martirio de Cristo
en la cruz, abundan en El cuarto hombre,
Vivir a tope e incluso aunque de forma más cínica, en Los señores del acero numerosas citas y símbolos religiosos.
Probablemente esta visión católica es la que hace de la violencia en el cien de
Verhoeven una tan espectacular, así como de su visión del sexo una tan morbosa
y liberadora como la que puede verse en filmes como Instinto básico o Showgirls,
y una cosmovisión apabullante en su pesimismo que contempla, especialmente en su etapa norteamericana,
como la maldad se ha adueñado de todo, a pesar de su vigorizante vitalidad.
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