jueves, 4 de septiembre de 2014

LA COSA

La gélida quietud de las montañas que forman el blanco horizonte de la Antártida se ve rota por el ruidoso vuelo rasante de un helicóptero. Bajo él, y muy pocos metros por delante, un perro husky corre como alma que lleva el diablo mientras desde el aparato volante un hombre (Larry Franco) entre furioso y desesperado abre fuego sobre el animal. Esquivando los disparos, el perro encuentra refugio en una base científica norteamericana en la que es acogido con sorpresa por el reducido grupo de hombres que la habitan, alarmados por la enloquecida conducta de los perseguidores. Una pequeña y hasta ese momento apacible comunidad, formada por R.J. McReady (Kurt Russell), el científico Blair (A. Wilford Brimley), el doctor Cooper (Richard A. Dysart), Nauls (T. K. Carter), Palmer (David Clennon), Childs (Keith David), Norris (Charles Hallahan), Bennings (Peter Maloney), Clark (Richard Masur), el aguerrido capitán Garry (Donald Moffat), Fuchs (Joe Polis) y Windows (Thomas Waites), que contemplan atónitos como su abúlica paz se resquebraja con la llegada de dos hombres que armados hasta los dientes, descienden del helicóptero de bandera noruega con tan mala fortuna que éste estalla cuando una granada deflagra accidentalmente junto al aparato. El piloto (Nathan Irwin) muere al instante, aunque este hecho sea ignorado con la más absoluta indiferencia por su acompañante, incapaz de despegar su alterada mirada del animal que se abalanza amistosamente sobre uno de los hombres de la expedición norteamericana. El recién llegado, profiriendo una sarta de chillidos en su noruego natal que los americanos son incapaces de comprender, dispara sobre el perro, hiriendo a Bennings y provocando una estampida humana que se refugia como puede ante un nuevo e inesperado estallido de violencia. Huyendo del tiroteo, el husky se resguarda a la carrera en el interior, pero a pesar de la determinación de acabar con el perro cueste lo que cueste, un certero disparo en la cabeza por cortesía del capitán Garry acaba con la vida del violento visitante. Bennings es sanado con un par de simples puntos de sutura propinados por el doctor Cooper, mientras una nerviosa calma regresa a la base con una única pregunta en boca de todos ¿Qué ha ocurrido?

Con esta potente secuencia, tan sobria e implacable en su desarrollo como la sangrante voluntad del noruego cuyo cuerpo yace ahora inerte sobre la nieve, da comienzo La cosa, clásico del cine de horror dirigido por John Carpenter[1] en 1982, bajo el pelaje de estimulantemente falso y aparatoso remake de El enigma de otro mundo, dirigida por Christian Nyby en 1951[2]. Un film que, ya desde su inicio, y muy reforzado en su capacidad de inquietar gracias a esta recién mentada sobriedad formal, basa parte de su efectividad en anteponer el efecto a la causa, a plantear situaciones inexplicables de las que germinarán sugerentes preguntas… que muchas veces sólo obtendrán una fugaz ojeada al abismo como respuesta. Una búsqueda de respuestas que impulsa a los norteamericanos a enviar un convoy formado por dos hombres, McReady y  Blair, que son enviados a investigar los posibles motivos que puedan explicar la locura de los dos nórdicos, perseguidores del husky que ahora reposa en la perrera de la modesta base estadounidense en la que transcurrirá gran parte del metraje de La cosa. Pero nuevas e inexplicables sorpresas les aguardan cuando al llegar a la base noruega los dos hombres son recibidos por un cadáver congelado, que parece haber intentado suicidarse rebanándose las muñecas y el pescuezo con una navaja que aún cuelga de su mano, junto a unos chorros de sangre helada que penden sobre el suelo como rojas estalactitas. El lugar, completamente abandonado, parece haber sido arrasado por una salvaje lucha entre sus habitantes, de los que no hay más noticia ni rastro que el mencionado cuerpo medio mutilado, un bloque de hielo que se diría ha estallado por una presión ejercida desde dentro, y una calcinada y retorcidísima figura de aspecto humanoide, cuyo imposible proceso de formación, similar al de una horrenda escultura puramente orgánica, parece haber sido interrumpida violentamente. Lo apabullante y repulsivo de este último descubrimiento dispara la curiosidad y temores del grupo humano de los habitantes de la base norteamericana dibuja las más peregrinas conspiraciones por parte de sus miembros más paranoides, y las más racionales explicaciones, aunque siempre insuficientes, por parte de sus mentes más científicas y reposadas, siendo todos ellos  incapaces de responder una serie de preguntas que se remontan a la que despertaba la irrupción de los noruegos, alcanzando ahora límites insospechadamente abisales.

Una angustiosa incomprensión que, como en el caso de la secuencia de apertura, se ve poderosamente reforzada por la serenidad con la que Carpenter narra tanto el más alarmante de los descubrimientos hechos en la base noruega como la plácida y abúlica rutina de los miembros de la base norteamericana, inmersa en un desolador paraje de claustrofóbica blancura que lenta pero metódicamente irá llenándose de amenazantes lamparones nocturnos hasta adoptar los rasgos de una pesadilla de más que visibles visos lovecraftianos[3]. Al habitual buen uso del formato de pantalla panorámica por parte del realizador de La cosa, que gracias a la amplitud de la mayoría de las tomas y lo inhumano -por inhabitable e inmutable desde tiempo inmemorial- del blanco paisaje,  evoca una lograda impresión de aislamiento que se cierne sobre unos personajes empequeñecidos por lo imponente de su entorno que ya anuncia así el creciente clima de desconfianza que pronto se asentará entre ellos, el film de Carpenter suma una excelente banda sonora compuesta por Ennio Morricone, plagada de tonos graves y apuntes minimalistas que se armonizan en una melodía tan inquietante como triste, pero jamás espectacular o épica, y que contagian una triste lasitud más deprimente que trepidante al resto del conjunto del film, tan conciso en su narración como contenido en su tono. Una fotografía y planificación hábilmente invisibles al ojo del espectador, más atento a lo que se narra en pantalla que a inexistentes florituras formales que puedan servir de apoyo a la férrea narrativa llevada con pulso firme por el director, terminan por pergeñar una atmósfera que, como ocurre con el propio argumento de La cosa, resulta aparentemente sencilla en su superficie, pese a que la ingente cantidad de detalles que bullen en su interior la convierten en una pieza de ingeniería narrativa capaz de funcionar simultáneamente a varios niveles. Gracias a esta hábil y elaborada concisión, con la que nada falta y nada parece estar de más, Carpenter logra provocar un grado de interés e intriga que se sustenta casi exclusivamente sobre su excelente puesta en escena. Una serie de ágiles movimientos de cámara, siguiendo a algunos de los protagonistas mientras se muestran las interioridades de la base a modo de laberinto, y muy especialmente la excelente dosificación de una serie de hechos y descubrimientos que poco a poco van pergeñando una inasible sensación de amenaza que jamás llega a estallar gracias a un ritmo agradablemente moroso, cristalizan en el más perturbador, por cotidiano, de los elementos puestos en pantalla por el director de La cosa. La enigmática presencia del husky, de un extrañísimo estatismo que lo dota de una antinaturalidad subrayada por su quietud en los planos en los que aparece, casi siempre inmóvil pero observando sin descanso a los humanos que lo han adoptado, supone tanto el primero de los inquietantes elementos que poco a poco van calando en el ánimo del espectador hasta la primera explosión de vísceras de las muchas que irán teniendo lugar durante el desarrollo de La cosa. Pero hasta entonces, y mediante el un férreo dominio de la alarma latente que jamás se desata en este tramo de la película, Carpenter contiene la creciente tensión que se va apoderando del film mediante escenas como las que contemplan al perro deambulando casi a hurtadillas por los pasadizos de la base, mostrando al husky ocupando un espacio que hasta ese instante había sido mostrado vacío, a modo de soterrada y parsimoniosa invasión, en una simple pero muy efectiva secuencia, que concluye con un plano que supone un inicialmente curioso salto al vacío que algo más adelante cobrará todo su sentido. En dicho plano, en el que puede verse una sombra recortada sobre la pared que denota una anónima presencia humana en una de las habitaciones, el realizador recoge una acción de la que jamás veremos su conclusión desde el exterior, incluso cuando el perro entra en el cuarto quedando fuera de la vista del espectador. Ante la presencia del can la figura se da la vuelta repentinamente, y justo entonces Carpenter funde elegantemente la imagen a negro. Este punto final a una escena de la que el realizador sabe extraer un considerable sentido del suspense de una situación probablemente insulsa sobre el papel, supone uno de los escasos instantes en que el realizador hace visible su buena mano narrativa con una intención, la de ocultar al público la identidad del hombre que ha sido contactado por el perro, que escenas después se revela como crucial para el desarrollo argumental de La cosa, así como para la construcción de la intriga que impulsa gran parte de la película.

Pero pese a este momento, vistoso dentro de un contexto con la aparente atonía como tónica, Carpenter va al grano y aúna gracias a lo sucinto de sus mecanismos narrativos una continua descripción de una parte de los personajes del film como puedan ser McReady, Blair, o Childs  -los demás sólo resultan diferenciables en pantalla gracias a lo variopinto de su físico y sus funciones dentro de la base- retratados todos ellos en dos escasas pinceladas lo suficientemente contundentes como para que el resto de su personalidad se destile de sus acciones y decisiones durante el desarrollo de la película. Así, el McReady perfectamente interpretado por un reposado  Kurt Russell se  presenta como un hombre apacible aunque capaz de pasar a la acción en un pestañeo y responder con relativa hostilidad a cualquier desafío. Su primera aparición, en una soledad que lo diferencia del resto de sus compañeros que son presentados como parte de un grupo que pronto se convertirá en una trampa mortal, lo postula como antiheroico protagonista de La cosa y líder forzoso del desdibujado bando humano en la cruenta batalla por la supervivencia personal que se dirime en la película, siendo quizás la única concesión del director a lo explicativo dentro de un film que si bien resulta memorable por su desenfrenado catálogo de interioridades  físicas, logra situarse en un difícil equilibrio entre lo sugerido por omisión y lo frontalmente expositivo. En esta cortísima escena, el personaje de Russell aparece postrado ante un ordenador contra el que juega una partida de ajedrez con un whisky en la mano, jactándose de su supuesta superioridad intelectual respecto a la maquina justo antes de caer bajo un rápido jaque mate que no sólo borra rápidamente la sonrisa de su cara, también lo lleva a arrojar el líquido contenido en su vaso sobre los circuitos del artilugio que se funde en un chisporroteo. Esta divertidamente desorbitada reacción, que define lo expeditivo de su (mal) humor en el devenir de la trama de la película, prácticamente sintetiza la futura reacción del grupo humano en bloque ante la incomprensible y superior naturaleza que se les echa encima[4]. Porque si algo más arriba se apunta que la estrategia narrativa de La cosa bascula entre lo que se muestra, que es mucho, brillante y repugnante en lo que a imposibles delirios físicos se refiere, y lo que se omite, como sucede en los sugerentes fundidos en negro apuntados algo más arriba y que ocasionalmente resultan más angustiosos que las más frontales galerías de los horrores que han hecho de ésta una película memorable, este punto medio alcanza una valiosísima cota desde el momento en el que lo que se muestra sin ambages y bajo unos apabullantes efectos especiales de la mano (maestra) de Rob Bottin[5], no desvela absolutamente nada en lo que al origen y motivación última de la Cosa se refiere.

Bajo este punto de vista, poco importan los numerosos claroscuros bajo los que el ser que da título al film da rienda suelta a lo brutalmente teratológico de su naturaleza: el primer síntoma de su capacidad de asimilación de organismos ajenos, a los que parece regurgitar suplantándolos físicamente con una intención que los miembros de la base entienden como un patrón agresivamente invasor aunque este extremo nunca es aclarado del todo por la película, logra una textura angustiosamente cercana a la de una pesadilla, sirviendo más como revulsivo, tanto para el público como para los protagonistas, que como refutación de la supuesta agresividad del organismo alienígena. Lo desagradablemente físico de las transformaciones del perro huido de la base noruega durante la primera noche que pasa en la perrera del bunker norteamericano, lleva a  Carpenter a mostrar la cabeza del husky abriéndose como los pétalos de una flor, emitiendo un desagradable siseo mientras una serie de finos tentáculos rosados inmovilizan entre latigazos al resto de asustados animales de la perrera, en un momento  tan salvajemente sorprendente y aberrante que la única impresión posible ante la brutal atmósfera que se respira en esta brillante escena es la de pura agresión… pese a que los lógicamente aterrados perros, que parecen descomponerse bajo el contacto de los asquerosos tentáculos que brotan del amasijo de carne al que ha quedado reducido el cuerpo del nuevo husky, no caen ante la presencia alienígena, sino bajo los disparos de McReady. Ya sea para aplacar el miedo o el posible dolor sufrido por los canes atrapados por la presencia alienígena corporeizada en el husky, o con la intención de sacrificar a unos animales que quizás sean fuente de contagio, la frialdad de McReady se justifica por una reacción compartida por el público: que la impresionante barbaridad mostrada en las imágenes de esta escena resulta tan aterradora que el uso de la violencia es percibida como comprensible. Y no será la única vez que Carpenter haga uso de una ajustadísima elipsis que hace de una serie de carnicerías, dispuestas por todo el metraje como enervantes minas que salpican de vísceras y las más bizarras deformidades humanas posibles la pantalla, un espectáculo sanguinolento de primer orden en el que sin embargo y con contadas excepciones no hay ni rastro de dolor -aunque sí ingentes cantidades de pavor y mucha, mucha sangre- por parte de aquellos que caen en las implacables garras de lo alienígena por el sencillo motivo de que el realizador no muestra la asimilación de los miembros de la base a manos de la Cosa, sino que los muestra una vez han sido absorbidos por ésta. De esta manera, y de forma indivisible, Carpenter apuntala su película en la angustiosa impresión de saber que probablemente uno, sino más, de los hombres de la base ya no es humano y acabará suplantando a todos los demás, haciendo de La cosa un claustrofóbico whodunit[6]  en el que mostrar el proceso de suplantación daría al traste con el suspense que se pretende crear, ya que hacerlo implicaría informar al espectador sobre la identidad del infectado. Pero también, y como parte de esta misma estrategia, el director pone frente a los ojos del espectador unas imágenes perturbadoras por su detallismo, que convierten en un amasijo de carne lo que pocos instantes antes hablaba, caminaba y opinaba como un ser humano, silenciando toda reacción más o menos emotiva por parte de los supervivientes y antiguos compañeros de aquellos que, una vez han sido (a falta de una palabra más adecuada) mimetizados, son quemados o tiroteados por el grupo capitaneado por McReady. Vista así, la película de Carpenter sitúa a los seres humanos que la habitan en un estadio de peligrosidad para con los de su especie prácticamente idéntico al de la amenaza que intentan combatir entre disputas y antipatías que la presión convierte en odios potencialmente homicidas.

En estos instantes, que acaban por formar el más largo e importante tramo de la película que deja de sustentarse exclusivamente en la puesta en escena para compartir mérito con una serie de tensas situaciones planteadas ya desde el guión del film, el director logra aplastar el ánimo del espectador a base de una tensión que se alimenta por la mentada tendencia a la elipsis de La cosa, insoslayable en situaciones, como las que muestra al grupo dividiéndose para proteger la base de aquellos que creen suplantados y que han decidido aislar en un barracón o cuando alguno de ellos cree haber encontrado a la Cosa en uno de sus compañeros pretendiendo asesinarlo y  poniéndose bajo la sospecha de que ellos mismos podrían haber sido suplantados e intentaran eliminar a aquellos que pudiesen pararles los pies… en un constante estira y afloja del que resulta una tensión mucho mayor que cuando la Cosa se revela en el cuerpo de alguno de ellos de la manera más grotescamente espectacular. Un panorama humano que se plantea en términos desoladores: en La cosa la solución reside, al menos temporalmente, en el aislamiento, partiendo de una premisa que adentra el film de Carpenter en un paisaje puramente nihilista, y que el propio McReady menciona en voz alta y en solitario para su grabadora, asegurando que fruto de la creciente y agresiva paranoia en la base “nadie confía en nadie”. Una de las mejores escenas del film ilustra esta capacidad de La cosa para funcionar a un nivel reflexivo -desde el que se diría ha sido construida una película apasionante pero no apasionada- bajo una narración gobernada con un excelente manejo de la tensión y de todos los elementos que la componen con el objetivo último de generar emoción. En ella, y bajo la atenta mirada de un McReady que se ha ganado momentáneamente el respeto de sus congéneres, el grupo de supervivientes tanto a los embates de la Cosa y los humanos que le dan caza se ve sometido al test definitivo: la presencia alienígena reacciona violentamente ante el calor y el fuego, con lo que tras extraer sangre a todos sus compañeros y depositarla en unos recipientes de plástico, el personaje encarnado por Russell hunde en ellos un alambre al rojo vivo. Si la sangre reacciona con un hilillo de humo, su propietario es humano, pero si no lo es...  Perfectamente planificada y sabiamente desprovista de todo acompañamiento musical, Carpenter maneja la tensión de la escena con mano maestra, siendo capaz de distraer la atención del espectador cuando la latente amenaza está a punto de corporeizarse, pero sin dejar de alimentar la rencorosa violencia que se va adueñando de los objetos de experimento, abandonándolos como únicos causantes de una situación insostenible. El final de la escena, con algunos de los hombres atados de pies y manos al miembro suplantado, da imágenes tan potentes como la del cuerpo del huésped de la Cosa impulsándose contra el techo mientras se descompone salvajemente en busca de un nuevo y cálido hogar, pero también certifica la pesimista visión de Carpenter sobre una situación en la que el grupo, por falta de entendimiento y hostilidad real, supone la mayor amenaza posible para cada uno de sus miembros. 

Bajo este punto de vista, que equipara en peligrosidad a la Cosa con aquellos que intentan combatirla, el retrato humano hecho por Carpenter suma aún más inquietud a la ya de por sí enrarecida atmósfera de La cosa: de andares pesados y algo ausentes antes de verse en peligro, combinados con una fría falta de escrúpulos para con los que eran humanos que se ve subrayada por las escasas muestras de condolencia que denotan tanto McReady como los demás ante sus muertes, reafirman el film de Carpenter sobre el más desopilante pesimismo. Más allá de un final tan resignadamente desesperanzador como la atmósfera que se destila del resto de la película, la afortunada falta de épica de la puesta en escena de La cosa, a juego con la mentada y desoladora visión del mundo propuesta por su máximo responsable, así como sus escasísimas concesiones a la espectacularidad más allá de sus estupendos y enervantes efectos especiales, redondean el nihilista saldo propuesto por el realizador[7] hasta que algunos de los elementos de la trama del film se confundan y potencien con la forma bajo la que Carpenter la plasma en pantalla. Dicho de otro modo, y teniendo en cuenta que cualquiera de los habitantes de la base es proclive a ser una encarnación más de la Cosa con un grado de mimetismo que alcanza la perfección ¿no será porqué en el fondo actúan igual tanto antes como después del tan temido proceso de suplantación?
La lamentable visión de un mundo poseído por un ser alienígena que convierte a la humanidad en otra cosa de la que nada se sabe, se convierte así en una profecía autocumplida. Los hombres que protagonizan La cosa se revuelven contra el peligro de una deshumanización de la que se diría ya forman parte y en la que acaban por regodearse culpándose los unos a los otros de ser el alien presuntamente invasor. La palabrería lanzada por Blair como científico jefe de la base parece esclarecer que la absorbente naturaleza de la Cosa podría suplantar a toda la humanidad en unos pocos días, pero jamás su objetivo último, ni tampoco la presunta bondad o maldad de una supuesta misión alienígena que tal y como está planteada por Carpenter, podría responder a un incontrolable impulso biológico y no a supuestas ansias conquistadoras. Con lo que, y en definitiva, el alienígena que lleva eones sesteando en el hielo de la Antártida supone una amenaza más imaginada que demostrable. Así, la defensa humana contra los supuestos ataques de la Cosa parece responder antes al miedo a lo inexplicable que a una amenaza plausible más allá de las horrendas escabechinas que el alienígena siembra allí donde va con un mecanicismo que las hacen aún más inquietantes. De esta manera, la pérdida de identidad, el horrendo proceso de asimilación, cercano a la más salvaje de las mutilaciones, que sufren los hombres que son regurgitados por la Cosa, y el definitivo miedo a ser otro, que no es uno mismo pero que pese a todo resulta idéntico y es capaz de actuar (¿y sentir?) como el original, parecen ser los detonantes de la paranoica violencia que se desata en la base norteamericana una vez es declarada en cuarentena por sus propios miembros.

Aunque esta visión de la naturaleza de la Cosa, que pese a lo virulento de sus apariciones tampoco resulta necesariamente agresiva por lo más arriba argumentado, se empantana en el tramo final del film, en el que la Cosa actúa con un sadismo que resulta algo desubicado respecto a la serenidad de sus actos durante el resto de la película.
Una memorable escena, adobada de un grotesco y muy divertido sentido del humor negro, que comprende una sorprendente terapia de  electroshock que acaba de la más inesperada de las maneras, y una impactante imagen que muestra a la Cosa, con forma humana, arrastrando un cuerpo agarrado con una mano literalmente clavada en la mejilla del muerto hasta los nudillos, sirven de oxigenante, y como decía antes algo descolgado, puente entre la parte más larga del film, que se dedica a basar las reacciones de McReady y los suyos en el temor a lo desconocido, y la más corta y situada en su final, en el que la Cosa parece hacer uso y abuso de una maldad que hasta ese momento resultaba incómodamente ausente en La cosa. Puede que debido a ello, este último tramo es el único en el que la Cosa parece mostrarse en una forma más o menos definitiva, resumiéndose en un asqueroso tronco de carne que aglutina los rasgos más reconocibles de todos los organismos asimilados en la película y otros, con bocas y colmillos que no son de este mundo, que certifican lo lejano y extraterrestre de su naturaleza. En este tramo, cuando La cosa parece concretar sus propuestas en una divertida pero comparativamente precipitada y no demasiado estimulante recta final que desmerece un tanto lo logradamente abisal del metraje precedente. Lo que antes parecía responder a una especie de mecanicismo natural, un impulso incontrolable de regusto vírico a través del cual la Cosa simplemente vive y existe, aquí se percibe malvado y maquiavélico, y a la paradójicamente amorfa presencia alienígena aquí se plantea una criatura de aspecto físico más o menos delimitado bajo una iluminación que abandona los claroscuros que reinaban en escenas  anteriores para mostrarse sin ambages. El pulso de Carpenter, que afortunadamente no varía en ninguno de los dos tramos y se mantiene firme como narrador de una historia con gran capacidad de sugestión pero sin que las ideas que de ella puedan desprenderse se sitúen por encima de la magnífica e intensa experiencia emocional que supone el visionado La cosa, concede un posible beneficio de la duda para estos flecos que parecen contradecir lo apuntado por el film hasta ese momento. Visto lo visto, y teniendo en cuenta los numerosos instantes en los que una de las múltiples formas humanas asimiladas por la Cosa huye de los que hasta escasos momentos antes creían ser sus amigos, la violencia del ser podría responder a la pura supervivencia, equiparable en sus métodos a la virulenta reacción humana ante su presencia, con lo que la nihilista visión del realizador alrededor de los vínculos humanos no se vería tan desestabilizada. Pero en cualquier caso, la concreción de un ser definido precisamente por lo físicamente inabarcable merma un tanto la angustiosa pegada de la película, que hace bueno su lema publicitario, que rezaba que “el terror no tiene forma”, para relanzarlo bajo un prisma más amplio. Una privilegiada atalaya que contradice el antipático lugar común que asegura que lo sugerido resulta más aterrador que lo mostrado, sosteniendo en su lugar que el terror, en una película tan fría, perfecta y racionalmente construida como La cosa, resulta mucho más inquietante cuanto más se adentra en la más pura y abisal incomprensión.

Título: The thing. Dirección: John Carpenter. Guión: Bill Lancaster, según la novela corta escrita por John W. Campbell Who goes there?. Producción: Lawrence Turman y David Foster. Dirección de fotografía: Dean Cudney. Montaje: Todd Ramsay. Música: Ennio Morricone. Año: 1982. 
Intérpretes: Kurt Russell (McReady), A. Wilford Brimley (Blair), T.K. Carter (Nauls), David Clennon (Palmer), Keith David (Childs), Richard Dysart (Dr. Cooper), Charles Hallahan (Norris), Peter Maloney (Bennings), Donald Moffat (Garry), Richard Masur (Clark), Joel Polis (Fuchs), Thomas Waites (Windows), Larry Franco (Pasajero noruego), Nate Irwin (Piloto noruego).




[1]Para los interesados en saber más alrededor de la vida y películas del realizador de La cosa, pueden encontrar una somera biografía del mismo en una de las notas al pie de la entrada dedicada a una de sus primeras películas: Asalto a la comisaría del distrito 13, publicada en este blog en el mes de julio del año 2013. 

[2]Una hipotética nueva versión del pequeño y no demasiado logrado clásico dirigido por Nyby, que se aprovechó de la revitalizada moda de la ufología en el cine surgida a partir del éxito de la excelente película de Steven Spielberg Encuentros en la tercera fase, o la magistral (y mucho más próxima en sus malas intenciones al film que nos ocupa) Alien: el octavo pasajero dirigida por Ridley Scott. El taquillazo que supuso esta última película, sin menospreciar el gran éxito de público del mencionado film de Spielberg, abrió las puertas a un proyecto que llevaba cociéndose desde 1975 de la mano de un compañero de universidad del propio Carpenter llamado Stuart Cohen. Este joven productor vendió la idea inicial de La cosa a la Universal en 1977, dos años más tarde de haber hecho un primer borrador y haberle hecho saber al futuro director del proyecto que contaba con él como máximo responsable de la película, pero los mandamases de la productora congelaron el proyecto hasta que el éxito de Alien: el octavo pasajero en 1979 los convenció de su viabilidad. La Universal descartó los deseos de Cohen y postuló a Tobe Hopper y Kim Henkel (creadores de la mítica y exitosísima La matanza de Texas, comentada en este blog este pasado mes de julio de 2014) como los hombres adecuados para llevar la idea de La cosa a buen puerto. Pero el guión presentado por la pareja creativa distaba mucho de lo esperado por la Universal, que prescindió de sus servicios y prestó atención a las continuas alabanzas de Cohen hacia la figura de John Carpenter, que un año antes había dado la campanada con el por entonces film independiente más taquillero de la historia: La noche de Halloween (comentada en este blog en el mes de octubre de 2012). Probablemente debido al éxito de taquilla de dicho film, y aunque Carpenter no firmó  con la Universal hasta haber terminado su muy irregular La niebla en 1980, la productora le entrego el mando al director de La cosa y lo puso a trabajar junto con el guionista primerizo Bill Lancaster, hijo del mítico actor Burt Lancaster, junto con el que descartó la posibilidad de emular El enigma de otro mundo para centrarse en la adaptación de la novela corta original que había dado lugar al film de Nyby.
La admiración de Carpenter por el sobrevalorado clásico de la ciencia ficción de los cincuenta El enigma de otro mundo lo echó para atrás cuando se trató de emular, bajo la forma de una supuesto remake, la  película firmada por Nyby pese a que el mérito de su dirección ha sido siempre atribuido a un realizador constantemente reivindicado por el realizador de La cosa: Howard Hawks. Según parece, y pese a que Hawks se había reservado el papel de productor de El enigma de otro mundo, el mítico realizador de clásicos como Río bravo tomó las riendas del proyecto durante gran parte del rodaje. Incluso hay quien asegura que Nyby rodó un par de planos de un film que visto en perspectiva contiene numerosos elementos que lo hacen acreedor de un adjetivo, muchas veces aplicado al cine de Carpenter, como es el de hawksiano. El grupo de hombres encerrados en un lugar en el que deberán estar unidos para plantar cara a un peligro mortal, la presencia de un personaje femenino considerado fuerte según los machistas parámetros de una parte del cine norteamericano de entonces (y también de hoy), o un considerable control del espacio fílmico son algunos de los elementos que harían comprensible la sospecha de que Hawks se había sobrepasado en sus labores de producción hasta arrebatarle la batuta de director al ninguneado Nyby. Pero más allá de la rumorología alrededor de El enigma de otro mundo, su vinculación con el film de Carpenter se reduce prácticamente a su premisa inicial, la de un grupo de hombres atrapados en una situación sin salida, tomando derroteros muy diferentes y hasta opuestos durante el desarrollo de su trama. La presencia femenina es completamente borrada del mapa en La cosa, y la sana camaradería palpable en el film de Nyby (o Hawks) se ve sustituida por una red de relaciones que oscilan entre la pura desconfianza y el interés propio debido al mayor cambio que establece el film de Carpenter respecto a El enigma de otro mundo: el algo risible monstruo de enorme cabeza del film de 1951 que aquí es suplantado por un espectacular  agente alienígena de naturaleza tan amorfa como próxima a lo vírico. Las virulentas apariciones -o revelaciones dado que como se comentaba antes la Cosa no tiene una forma concreta o definitiva- de lo alienígena en el film de Carpenter, afectan a la médula dramática de su guión hasta hacer del libreto escrito por Bill Lancaster uno muy diferente al de El enigma de otro mundo, tienen su razón de ser en que La cosa no fue planteada tanto como un remake de la película de 1951 como una nueva adaptación del relato escrito por John W. Campbell titulado Who goes there? y que ya inspiró en su día el guión de la película firmada por Nyby. Escrito en 1938 bajo el seudónimo de Don A. Stuart -en honor a la esposa de Campbell  Donna Stuart- Who goes there? es, a decir de los que han tenido la fortuna de haberlo leído, un relato físico, detallista en su descripción de atmósferas enrarecidas y protagonizado por un extraterrestre capaz de establecer comunicación telepática con los miembros de la base con fines que oscilan entre lo conciliador y lo manipulador. Además, el alienígena del relato de Campbell carece, como el del film de Carpenter, de forma definitiva, con lo que su amenaza resulta mucho más inasible y a años luz de la concreción que le adjudicaba el film de Nyby. Además, la narración en primera persona que vertebra la novela corta de Campbell publicada en la revista Astounding Sciencie Fiction de la que él mismo era el propietario, asegura en uno de sus párrafos que el alienígena es un ser paradójicamente pacífico, pues jamás lucha para conseguir mimetizarse con lo que se le antoje, en un elemento dramático recogido por Carpenter en La cosa,  pero abolido por completo en El enigma de otro mundo. Probablemente por todo lo anterior, los créditos de La cosa vinculan el guión de Bill Lancaster con el relato de Campbell, pero no con el film de Nyby pese a que la película de Carpenter ha sido considerada como un remake de El enigma de otro mundo a pesar de que poco o prácticamente nada tienen en común. Todo lo contrario al, este sí, descarado remake del film de Carpenter que fue llevado a cabo en el año 2011 bajo el poco imaginativo título de La cosa, y que supuso un entretenido retorno a terrenos demasiado familiares bajo la batuta del director Matthijs van Heijningen Jr. Situada en la base noruega en la que tienen lugar los acontecimientos elididos por Carpenter en su película, La cosa del año 2011 repite a grandes rasgos la estructura y desarrollo de la película de 1982, con constantes guiños a los admiradores de la película dirigida por Carpenter, que deseosos de saber como la pareja de noruegos acabó tras la pista del husky, se encuentran con un film excesivamente mimético, aunque lo bastante hábil como para no resultar aburrido pese a la constante sensación de deja vu que se tiene durante su visionado. Ni siquiera algunas variaciones respecto a la película de Carpenter, como es ceder el protagonismo de la película a una mujer (interpretada por Mary Elizabeth Winstead) u otra tan importante como la apabullante agresividad de la Cosa y que echa por tierra la mecánica lasitud que tan inquietante hacía al film de 1982, logran zafarse del recuerdo del clásico que nos ocupa en esta entrada, del a pesar de sus aciertos no consigue imitar ni lo enrarecido de su atmósfera ni la brutal fisicidad de sus efectos especiales. 

[3]Un adjetivo que se ha atribuido, y con razón, no tanto al tono como a los numerosos elementos viscosos y abisales que dibujan las zonas más perturbadoras de La cosa. Y eso que la muy influyente imaginería nacida de la febril mente del escritor Howard Phillips Lovecraft (1890-1937) resulta de muy difícil plasmación en pantalla casi por definición. Sus incontables deidades, con el mítico Cthulhu a la cabeza, que descansan en un sueño eterno que hace de la historia de la especie humana una gota en el oceano, remiten más a la amorfa esencia de La cosa que a su naturaleza alienígena: tentáculos, purulencias y la carne de unos cuerpos en perenne recomposición son algunos de los rasgos compartidos por las abisales monstruosidades puestas en negro sobre blanco por el escritor de Providence. Pero su mayor familiaridad con la literatura de Lovecraft, a la par con la dificultad que ello implica dentro de un medio tan poco sugerente por visual como puede ser el cine en muchas ocasiones, proviene precisamente de su indefinición. Una capacidad literaria para ser “concretamente abstracto”, según una feliz definición hecha por Guillermo del Toro uno de los cineastas más influenciados por el escritor , y que estuvo a punto de llevar a cabo la adaptación de En las montañas de la locura que tras años de producción acabó en agua de borrajas, que en La cosa late bajo las amorfas transformaciones de la presencia alienígena y en algunas de sus líneas argumentales. Para cualquiera que haya tenido el angustioso placer de leer la mentada En las montañas de la locura, los paralelismos entre ésta novela corta y la película que nos ocupa son más que plausibles: lo abisalmente nevado del paisaje en el que ambas tienen lugar, la presencia alienígena, de ribetes teológicos en el caso del escrito de Lovecraft, que dormita congelada una pequeña siesta para una naturaleza milenaria que vista desde la escala humana equivale a toda la eternidad de nuestra especie, o incluso y de forma más directa la matanza de los perros que acompañan a la expedición humana por un lugar ignoto que, como podría verse veladamente en La cosa, enfrenta a sus miembros con el mismísimo dilema alrededor del significado (o su falta) de ser humanos, suponen los numerosos vínculos del film con un modelo literario no por casualidad admiradísimo por John Carpenter desde sus tiempos de universitario. 

[4]Una situación prácticamente arquetípica dentro del cine del realizador de La cosa, que muestra a un grupo humano de intereses diferentes y hasta opuestos que deberán dejar a un lado sus rencores para hacer frente a una amenaza capaz de acabar con todos ellos. Desde su primera película, Dark star, filmada en 1974 y en la que ya podía verse a un grupo de astronautas de estética hippie que debían abandonar su despreocupada vida en el espacio para enfrentarse a un alienígena ¡con la forma de una pelota de playa!, hasta su mucho más lograda Asalto a la comisaría del distrito 13 (comentada en este blog el mes de julio del año 2013), pasando por las posteriores La niebla, la más matizada El príncipe de las tinieblas, Vampiros de John Carpenter (analizada recientemente en este blog el pasado mes de mayo de este 2014), la desarmante Fantasmas de Marte o la que por ahora es la última película del realizador, la decepcionante Encerrada, el encierro y posterior defensa grupal de una amenaza externa corroe de cabo a rabo la filmografía del realizador. La cosa supone, en este aspecto, la más nihilista adaptación de este lugar común del género western al género fantaterrorífico que pueda encontrarse en toda la carrera de Carpenter, ya que en la película que nos ocupa la amenaza no proviene del exterior de la base en la que se atrincheran los protagonistas, sino de ellos mismos. Lo que en las películas recién enumeradas podía entenderse como una visión más o menos conciliadora de una humanidad capaz de apartar sus diferencias cuando la situación lo exige, en La cosa el proceso a seguir por McReady y los demás va en dirección contraria. Puestos a buscar una película dirigida por John Carpenter que pueda acercarse al grado de nihilismo demostrado en  La cosa, tal vez sería la mucho más optimista Fantasmas de Marte, con la que comparte además de la posibilidad de que uno o más de los hombres y mujeres refugiados en una prisión marciana puedan verse poseídos por los gaseosos espíritus de la raza primigenia del planeta rojo que acaba de despertarse de un sueño milenario con el pie izquierdo. Los obvios paralelismos argumentales entre ambas películas, de signo formal considerablemente diferente, remiten a su vez a situaciones que podían verse en El príncipe de las tinieblas o, si nos ceñimos exclusivamente a La cosa, a la pesimista visión de la humanidad que se desprende de la sosa El pueblo de los malditos, en la que de nuevo se plantea una (aquí sí, con todas las de la ley) invasión extraterrestre pacífica que sólo desemboca en violencia cuando sus agentes se ven obligados a defenderse ante unos seres humanos tan asustados como intolerantes ante lo que no comprenden, pero asegura va a acabar con nuestra especie. 

[5]Bottin, nombre mítico donde los haya en la memoria del aficionado a la casquería en gran parte gracias a su sobresaliente trabajo en La cosa, se incorporó al proyecto prácticamente de rebote. Inicialmente, Carpenter encargó al diseñador Dale Kuipers los primeros bocetos de un ser al que Kuipers dio una forma arácnida y una motivación como arma biológica extraterrestre, huída de la nave espacial hallada por la expedición capitaneada por McReady en las latitudes de la base noruega. Según parece, Kuipers planteó que la Cosa fuese una criatura ajena a las leyes físicas terrestres, capaz de solidificarse, desintegrarse y recomponerse a placer en cuestión de segundos, en una serie de posibilidades muy complicadas de llevar a cabo en pantalla que sin embargo fueron acogidas con entusiasmo por Carpenter. Pero un desafortunado accidente, que le valió a Kuipers una convalecencia de dos meses, motivó el contrato de un prácticamente desconocido Rob Bottin para llevar a cabo los diseños de su predecesor en el cargo. A Bottin, que ya había trabajado a las órdenes de Carpenter en La niebla, no le gustaron los diseños de Kuipers por considerarlos poco apropiados para lo que el director quería para La cosa. Carpenter accedió a cambiar los diseños, pero Kuipers se negó en redondo y abandonó el proyecto dando libertad absoluta a Bottin para hacer lo que le viniese en gana. A partir de ese momento, y trabajando codo con codo con el director y el guionista de La cosa, Bottin contó con la colaboración de un miembro de la factoría Marvel, Mike Plogg, y Mentor Huebner, que trabajaron sin descanso ofreciendo bocetos y bizarrísimos diseños a Lancaster y Carpenter, con los que intercambiaban ideas constantemente hasta el momento en que la materialización de las monstruosidades de Bottin tuvieron que llevarse a cabo con los materiales más impensablemente caseros. Chicle, gelatina, mayonesa o hasta tizas de colores fueron algunos de los materiales con los que se recubrieron estructuras mucho más caras y elaboradas como marionetas, animatronics controlados por control remoto, fibra de vidrio, látex… y hasta se pensó en utilizar vísceras auténticas para las escenas de las autopsias, pero un despiste del productor de efectos especiales Erik Jensen acabó con el abandono de una bolsa repleta de tripas en el estudio y un creciente y penetrante pestazo colándose por las oficinas de la Universal. Para las escenas que comprendían efectos especiales  digamos “no orgánicos”, La cosa contó con el buen hacer de gentes como Peter Kuran para el primer plano del film que muestra la nave espacial cayendo sobre el globo terráqueo, y para la impresionante escena en la perrera que fue diseñada por Bottin, se contó con la inestimable ejecución de otro mago de los efectos especiales, Stan Winston. 

[6]Abreviación del inglés “who has done it?” (o “¿quién lo ha hecho?” en su traducción literal en castellano), que define prácticamente un subgénero detectivesco tanto literario como cinematográfico en el que el espectador o lector dispone de la misma información que el protagonista de la obra para desenmascarar a un criminal de identidad desconocida. En el caso de La cosa, esta acepción genérica se ve algo pervertida por la posibilidad de que cualquiera de los doce hombres que conviven dentro de la base norteamericana, incluido un McReady erigido como protagonista de la función, podrían ser la Cosa. Pero a pesar de todo, la construcción de gran parte de la película sobre las pesquisas, investigaciones y traiciones que tienen lugar en medio de la nada, y sobretodo el constante suspense que despierta el no disponer de toda la información necesaria para conocer quien es la Cosa y quien no, certifican la naturaleza de whodunit del film de Carpenter.

[7]Un pesimismo que hizo de La cosa un sonado batacazo económico que marcó la carrera de un director que hasta ese momento había ido engarzando éxitos de público ininterrumpidamente. Estrenada en un verano repleto de películas planteadas para vaciar los bolsillos de los espectadores, La cosa fue estrenada el 25 de junio de 1982, rivalizando con Poltergeist: fenómenos extraños de Tobe Hopper y Star Trek II: la ira de Khan dirigida por Nicholas Meyer estrenadas ambas el 4 de junio, y coincidiendo con otro clásico del cine moderno tan incomprendido en su día como el film de Carpenter: Blade runner, film de Ridley Scott que llegó a las pantallas norteamericanas el mismo fin de semana que  la película que nos ocupa. Pero todas ellas, ya sean el popular film de Hopper, la secuela de Star Trek, o los filmes de Scott y Carpenter, fueron incapaces de ganarle la partida al más inesperado y desorbitado éxito de ese verano: E.T. El extraterrestre, estrenada el 11 de junio y barriendo a su paso con todo estreno que osara intentar hacerle sombra. El éxito de este excelente film dirigido por Steven Spielberg supuso además un agravio comparativo para el de Carpenter: en involuntaria oposición al infantil optimismo de E.T. El extraterrestre, La cosa era altamente deprimente, en comparación con el sesgo familiar y bondadoso del extraterrestre de la película de Spielberg, el que protagonizaba la película de Carpenter era sanguinario, carente de voluntad y de naturaleza ambiguamente peligrosísima, con lo que cuando llegó a las pantallas el público había hecho su elección a favor de una luminosidad de la que La cosa huía como alma que lleva el diablo. Para acabarlo de rematar, el desolador final del film de Carpenter gustó poco o nada a una parte importante del público, que acabó por hundir el film gracias a un pernicioso boca-oreja que el paso del tiempo ha logrado subsanar relativamente aunque no lo suficientemente pronto como para reparar el desaguisado. Debido al escaso éxito de una película presupuestada en 15 millones de dólares, cantidad que no había sido recuperada ni a las tres semanas de su estreno, el nombre de Carpenter desapareció del que se suponía iba a ser su siguiente proyecto, la adaptación de la novela de Stephen King Ojos de fuego, que llevaría a cabo Mark L. Lester en 1984. A cambio, aceptó el primer encargo de su carrera a partir de otra novela de la mano del escritor de Maine: Christine supuso un relativo éxito de un director que plegaba su talentoso estilo bajo lugares comunes del cine de horror para adolescentes, en un film dotado de una excelente banda sonora bastante entretenido pero alejado del mejor cine del director. Pero Carpenter no cedió en su empeño de recuperar el crédito perdido y llevó a cabo la que en su día fue considerada, y no sin algo de razón, como su película más spielbergiana y que llevaba el título de Starman. Película relativamente hábil y más o menos entretenida, Starman adolecía de una atonía que la hacía insulsa y la situaba en una tierra de nadie entre el frío estilo de Carpenter y algunos de los lugares comunes del cine de Steven Spielberg aunque desprovistos del sentido de la maravilla del director de E.T. El extraterrestre. El protagonismo de un excelente Jeff Bridges que fue nominado al Oscar por su encarnación de un benevolente extraterrestre supone lo único destacable de una película prácticamente olvidada por los admiradores del cine del director de La cosa. La última intentona del director para recuperar la confianza con la que Hollywood le había entregado las riendas del film que nos ocupa en esta entrada fue con su siguiente film: la divertidísima Golpe en la pequeña china, que vista hoy parece, además de un magnífico entretenimiento, una película avanzada a su tiempo en cuanto a adapta para el mercado occidental muchos de los lugares comunes del cine oriental de consumo y que ahora hace las delicias de aficionados al comic, los dibujos animados, o el cine de acción. Tras esta lograda película de aventuras, dotada de una festividad sin parangón en la filmografía del director, Carpenter se refugiaría en films de presupuesto menor, argumentos y desarrollos rayanos en el nihilismo, y una creciente desconfianza hacia todo estamento de poder que retomaría hasta cierto punto y de forma menos aparatosa el pesimista camino interrumpido por la debacle económica de La cosa.

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