jueves, 28 de agosto de 2014

EL SALARIO DEL MIEDO



En medio de ninguna parte, próxima a la frontera con Norteamérica, se incrusta la desértica localidad de Las Piedras. Hogar de apátridas, perseguidos u hombres de mala fortuna incapaces de remontar su sino, este pobre pueblecito sudamericano alberga en su seno dos clases de personas: los que nacieron allí, y fueron y son pasto de una miseria de la que no se adivina ni origen ni final, y los que llegaron a este lugar abandonado de la mano de Dios venidos de Europa por motivos que jamás harán saber a sus conciudadanos, soñando con los ojos abiertos con regresar a una patria que sólo recuerdan como una ilusión inevitable provocada por el sol abrasador de Las Piedras. Desarraigados a la fuerza como los franceses Mario (Yves Montand) y Jo (Charles Vanel[1]), el italiano Luigi (Folco Lulli) o el alemán Bimba (Peter Van Eyck), que anhelan el día en que puedan reunir la imposible cantidad de dinero que les proporcione un visado con el que huir de la arenosa Las Piedras a lomos del primer avión que despegue de un aeropuerto situado a escasos kilómetros de allí, y que a duras penas representa el único rastro del mundo civilizado que tanto añoran los exiliados europeos desde su asfixiante y abúlico hogar de acogida. Pero un día como cualquier otro, el ansiado retorno al viejo continente cobra la forma de una violenta explosión en el horizonte, surgida de uno de los oleoductos que recubren la arenosa superficie territorio sudamericano con una interminable red de cañerías y que ahora, con una de sus venas abiertas en una bola de fuego imposible de apagar, vuelca ingentes petrodólares sobre un desierto en el que nadie, ni hombres ni mujeres bajo la sombra de la todopoderosa Southern Oil Company, puede sacar ningún provecho del oro negro. Un precario convoy, formado por dos vetustos  camiones del ejército, es enviado al lugar con la misión suicida de sepultar la oscura sangría haciéndola saltar por los aires con nitroglicerina, para así cauterizar la herida del bolsillo de los accionistas de la petrolera que controla la región y sus corruptelas, ofreciendo trabajo a cambio de sueldos miserables y nulos derechos laborales[2]. Toneladas de explosivo líquido que cuatro hombres, repartidos entre volante y el asiento del copiloto de la pareja de camiones, deberán llevar como inestable carga por carreteras sin asfaltar, pedregosos caminos de cabra y zonas selváticas cuyas irregularidades en el terreno puede hacerlos fosfatina en lo que se tarda en subir y bajar un bache. Jo, Mario, Luigi y Bimba serán los elegidos entre los numerosos candidatos presentados ante unas autoridades militares en oscura alianza con la Southern Oil Company, atraídos por los cantos de sirena de una excelente remuneración a cambio de jugarse la vida que les permitirá regresar a su paraíso perdido europeo y dejar atrás la insoportable aridez humana y paisajística de Las Piedras.

Una atmosférica acritud, que pesa como una losa y hace sudar a todos los que habitan El salario del miedo incluso tras la caída del sol, que se erige como quinto y quizás más importante protagonista de esta producción italo francesa dirigida por Henri-Georges Clouzot[3]. Una lasitud vital, la de Las Piedras en El salario del miedo, que es siempre contemplada desde una relativa distancia tanto por los desapegados europeos que la habitan como huéspedes y tratan a sus anfitriones con un desdén próximo al colonialismo como por el propio Clouzot, capaz de contemplar (y a su vez hacerle  contemplar al público) una situación social y económica tan precaria que roza el absurdo vital más desaforado. No hay trabajo, y por lo tanto tampoco dinero, sólo deudas y pequeños ghettos nacionales como único refugio para unos enrarecidos orgullos patrios, atrapados en un mundo en el que los indios criollos o mexicanos de pura cepa son vistos como criaturas a medio camino entre espectadores sorprendidos por las absurdas disputas del hombre blanco y simples esclavos, víctimas de un estilo de vida que los maltrata incomprensiblemente y que sólo resulta reconocible para el espectador por algunos elementos más o menos familiares como cigarrillos o bebida, convertidos en rasgos de identidad cuyo coste y valía se asemeja al de artículos de lujo en medio de la pura nada. Pero lejos de situarse a la altura del punto de vista de los indígenas, a modo de atalaya moral desde la que ofrecer una mirada más o menos sardónica sobre la avaricia o la falta de humanidad que se desprende de un grupo de personajes atrapados entre su existencia en el desierto y sus recuerdos y fantasías, Clouzot les reserva el no menos importante papel, al menos en lo que a El salario del miedo se refiere, de escenario, de público dentro de una película marcada por una narrativa mucho más expositiva que, afortunadamente, explicativa. Porque a la cualidad casi espectatorial de los lugareños, siempre a una relativa distancia de los despectivamente orgullosos europeos a través de los cuales parece organizarse el film de Clouzot, hay que sumar algunos elementos dramáticos de los que se desprenden determinadas ideas más sugeridas que aseguradas pero que componen una atmósfera particularmente claustrofóbica: la fantasmal presencia de un avión al que nunca vemos pero cuya sombra se recorta rápidamente sobre el suelo de Las Piedras provocando un gran jolgorio entre sus habitantes unidos por una vez en una ilusión (que es tal tanto por su alegría como por su irrealidad) común, o una radio que se erige como ventanal a una realidad un poco más alegre que la que los residentes de Las Piedras se ven obligados a vivir, pero cuya melodía se apaga ante las amenazadoras voces de los más huraños huéspedes de la localidad pergeñan una atmósfera de triste aislamiento que el resto de elementos del film no hacen si no reforzar constantemente. Este último símil, que equipara las alegres tonadillas que brotan de la radio de una de las cantinas del lugar con lo más remotamente parecido a la felicidad perdida que puedan acariciar los europeos de Las Piedras, se erige además como simbólica herramienta narrativa de El salario del miedo. La práctica ausencia de banda sonora en el sentido musical del término -pues no hay en la película dirigida por Clouzot, con la excepción de sus créditos iniciales y su abrupto y algo descolgado epílogo, otro acompañamiento musical que no sea el que anima los bailes y algunas de las veladas que tienen lugar bajo el sol y la luna del cielo de Las Piedras desde la vieja radio del bar de la localidad- hacen de la presencia de la música lo único que parece capaz de desperezar a los parroquianos de su apatía… pero también de enzarzarlos en violentas escaramuzas cuando ésta se apaga. La llegada a Las Piedras de Jo, es la de un hombre temido por todos por su sangre fría y falta de escrúpulos pero también y muy significativamente la de un ser humano que detesta la música hasta el punto de aguarles la fiesta a sus compañeros de barra. Fiel a este principio que convierte la música en alegría, Clouzot hunde El salario del miedo en el silencio (musical), en una miseria por fortuna nada afectada ni melodramática gracias al buen hacer del director, que avanza hacia un  logrado punto medio entre el naturalismo y el expresionismo que poco a poco, y gracias al lento pero inexorable viraje moral de su trama hacia el nihilismo, alcanza altas cotas de abstracción que nunca pierden pie ni resultan gratuitas dentro de un desarrollo formal y tonal absolutamente ejemplar.

A una planificación excelente, brillantemente austera y por ello capaz de dotar de tensión hasta el más relajado de los momentos por la serenidad con la que muestra el peor de los actos y la más crispada de las situaciones, se suma una irritantemente pausada cadencia de montaje que sólo se acelera en algunos instantes en los que un segundo de más o menos equivale a morir o seguir viviendo, una progresiva proliferación de planos detalle como generadores de una presión ambiental que sube y baja al compás de las ruedas de los camiones encarando con peliaguda suavidad pequeñas pendientes y, en definitiva y debido a todo lo citado hasta aquí, un ritmo que paradójicamente provoca mayor nerviosismo desde la férrea serenidad que otorgan una mayoría de planos amplios y silenciosos, que desde una perspectiva más desbocada que habría logrado oxigenar una atmósfera que por todo lo anterior y pese a mostrar en detalle todas y cada una de sus cada vez mayores grietas, jamás llega a romperse y descargar. Esta brutal contención, crucial para transmitir el desasosiego que invade a los protagonistas de un film que siempre parece estar literalmente a punto de estallar, justifica además la larga duración de una película que se ve en un soplo y con el corazón en un puño, pero que responde no tanto a la duración en el tiempo de la epopeya de los cuatro hombres que transportan una carga capaz de volatilizarlos en un pestañeo, sino al casi sádico detallismo con el que Clouzot refleja en imágenes y sonido el angustioso periplo del convoy. Siendo ésta una película que una vez ha llegado al punto en que los cuatro europeos aceptan la misión se concreta exclusivamente y sin digresiones en las idas y venidas de los dos camiones cargados de nitroglicerina, El salario del miedo exhibe orgullosamente músculo dramático, apoyándose en la mentada naturaleza expositiva de su puesta en escena como recurso narrativo añadido. Nada de lo que ocurre en pantalla resulta ajeno al público, a excepción de una elipsis que evita mostrar la mala fortuna de uno de los camiones y sus conductores que además resta espectacularidad y tragedia a unas muertes que son contempladas como parte de un  peaje inevitable y por tanto poco merecedor de atención... haciéndola paradójicamente aún más terrible para el público por el simple hecho de que la muerte, y por tanto también la vida, de los protagonistas no cambia absolutamente nada. Ya sean estos huéspedes o anfitriones de Las Piedras o de la base militar norteamericana que prácticamente compra las desesperadas vidas de Mario, Jo, Luigi y Bimba (como es el caso del General O’Brien, interpretado por William Tubbs) se definen tanto por sus acciones como por su inmovilismo, entendido este último como falta de decisión y hasta de cobardía, en una deprimente estampa a la que el buen hacer de los actores dota de una turbulenta humanidad que hace de los personajes interpretados unos aún más miserables a ojos del público, por dignos de compasión y comprensión. Consecuentemente, todo en El salario del miedo se define por su superficie, por una fisicidad que se espesa con la inherente angustia que poco a poco recubre toda la película y los actos que en ella se retratan. Haciendo así de la realidad tangible de los personajes todo lo que hay, un mundo eminentemente físico que se revela como una angustiosa encerrona de la que sólo puede huirse soñando en pastos más verdes de los que el espectador tiene constancia de palabra por parte de los europeos estancados en Las Piedras pero, coherentemente, nunca desde las imágenes del film de Clouzot[4].

Esta especie de materialismo formal, plusvalía de la estrategia de puesta en escena mencionada algo más arriba, garantiza una proximidad para con lo que se narra en la película que sólo se ve algo traicionada por su condición de film en un bello blanco y negro, compensando además y hasta cierto punto el algo desdibujado retrato que se hace de un conjunto de personajes estereotipados, y logrando que la austeridad narrativa de El salario del miedo, bien entendida en cuanto no implica frialdad ni desapego respecto a lo que puede contemplarse en pantalla, se convierta en una certera arma cargada contra la paciencia y los nervios del espectador. Es en uno de los más logrados y más angustiosos momentos del film, situado además en tierra firme y no a lomos de los monstruos mecánicos de cuatro ruedas que rondarán por premonitorios camposantos y al filo de altos acantilados, Clouzot muestra sus armas expresivas con toda claridad, aunque también lo irregular de su retrato humano, ocasionalmente algo constreñido por la inquebrantable estrategia formal del director. Una noche, durante la celebración de la inminente boda de un pletórico Luigi que no escatima en gastos e invita a champán espumoso a toda la parroquia congregada, el futuro esposo enciende la radio para animar una velada a punto de aguarse. Jo arranca los cables del aparato sumiendo la estancia en un tenso silencio que sólo roto por las amenazas del italiano. Pero el francés no se amilana y aproximándose con unos pasos que Clouzot recoge con delectación en un plano detalle de los pies del hombre avanzando hacia Luigi, lo insulta hasta que el italiano alza la botella de champán con la intención de estrellarla en la cabeza del malcarado aguafiestas. Inesperadamente Jo lo apunta con una pistola, a lo que Luigui responde acusándolo de cobardía hasta que Jo le entrega el arma y le reta a que sea él el que le dispare si es tan valiente como dice ser. Incapaz de asesinarlo a sangre fría, Luigi abandona el lugar hundido bajo los insultos de Jo. Si ésta es una escena considerablemente tensa ya desde el guión de El salario del miedo, vista en pantalla resulta sobrecogedora gracias a la magnífica puesta en escena de Clouzot, sustentada en unos pocos pero muy bien aprovechados elementos: lo pausado de su ritmo, la quietud y distancia de la planificación trufada de esporádicos planos detalle, un temible uso del silencio, que aquí inunda la secuencia hasta alcanzar lo físicamente incómodo, representan una combinación ganadora que en manos del chez Clouzot elevan la interesante premisa del film a la excelencia formal. Un virtuosa y angustiosa narrativa que tiene en su desquiciante uso del sonido ambiental su mayor arma, pese a ser lo suficientemente sutil como para no resultar artificiosa, de la que la estratagema musical mentada algo más arriba representa tan sólo la punta del iceberg. La ululante presencia de los camiones abandonando Las Piedras no sólo tiñe de mal augurio un instante aparentemente superfluo al que además despoja de todo atisbo melodramático pese a tratarse de la despedida entre Mario y Linda (Véra Clouzot[5]), sino que logra hacer de sus apariciones en los amplios planos en los que se los muestra circulando mansamente las de un animal de pesadilla que, poco a poco pero inexorablemente, contagia el resto de los elementos que componen la película. El silencio imperante en El salario del miedo, que permite que se cuelen en su banda sonora los cantos de los grillos y el sonido del viento que acaricia las moles rocosas ajenas al paso del convoy, resalta hasta el más mínimo sonido que pueda anunciar la fatal inestabilidad que hará saltar por los aires al cuarteto suicida, pero además provoca una impresión de intrusión sonora en terreno apacible y virgen que subraya sutil pero indudablemente lo inútil, y sobretodo lo absurdo, de la lucha de los europeos por llevar a buen puerto lo kamikaze de su misión . Así, a la lógica y contagiosa agitación anímica y vital de los protagonistas de El salario del miedo Clouzot contrapone una realidad más amplia, inabarcable e igualmente inexplicada por el realizador, que asiste tan impertérrita como sus representantes indígenas a la epopeya que se narra en el film, así como a lo grotesco de la motivación de los protagonistas, capaces de llegar a las manos en aras de alcanzar un objetivo del que Clouzot sisa todos los referentes posibles hasta reducirlo al puro sinsentido. Pero lejos, como se decía algo más arriba, de suponer una sangrante burla a la fatal estupidez de al menos una parte de los mecanismos y funcionamiento de la sociedad más o menos civilizada como se atribuye la occidental, esta estratagema hace de la lucha del menguante grupo de porteadores de nitroglicerina de El salario del miedo una poco menos que inútil a niveles humanos casi filosóficos, antes que sociales o culturales.

No resulta demasiado difícil de vislumbrar en secuencias como las que muestran a Luigi y Bimba al volante, cantando alegremente justo antes de sufrir un percance que puede costarles la vida, una parca y pesimista metáfora sobre lo voluble de la vida humana, aunque no son ni de lejos los únicos capaces de evocar una angustia que suma aún más tensión al periplo descrito en la película. Abundan en El salario del miedo instantes en los que los cuatro protagonistas bajan temporalmente la guardia, relajándose de la insostenible tensión que cargan sobre sus hombros compartiendo cigarrillos o recuerdos de sus años en Europa, pero Clouzot bombardea lo agradablemente cotidiano de estas escenas con el creciente temor, que poco a poco va haciéndose ineludible, de que estas pequeñas distracciones desaten la tragedia. Vista así, la filosofía vital que destila El salario del miedo es tan pura y cristalina que por suerte Clouzot no parece albergar tentaciones de subrayarla o situarla en un primer plano que pueda poner palos en las ruedas a la historia que está narrando.  La vida en El salario del miedo es frágil, y la muerte, que aquí toma la forma líquida de la nitroglicerina adosada a las espaldas de los cuatro conductores, una presencia constante que puede arrebatarlo todo en cualquier instante sin otorgar una mínima posibilidad de escape. Bajo esta siniestra óptica, que por fortuna se siente mucho más de lo que pueda llegar a razonarse a partir de lo visto en pantalla, los hombres al volante en El salario del miedo se enfrentan no tanto a una lenta carrera que les permita llevar la maldita nitroglicerina hasta las cercanías de la cañería rota, como al absoluto sinsentido de la vida cuando esta pende de un hilo por los más absurdos de los motivos.
Afortunadamente  no puede reducirse a la categoría de macguffin la trama que vertebra El salario del miedo, ya que lejos de ser una excusa para erigir un sobrio retrato de la fragilidad vital y de una serie de relaciones humanas cada vez más deterioradas por la desesperación y la avaricia (pese a que bastante hay de eso en el film de Clouzot) la  película se sostiene excelentemente como una tersa narración contada en imagen y sonido capaz de extraer reflexión de la emoción, siendo esta última su principal base y  motor dramático. Y eso que ni siquiera las elaboradas set-pieces de suspense que trufan continuamente la película poniendo a prueba el sistema nervioso del público hacen de El salario del miedo un hábil ejercicio de estilo. A pesar de que lo peregrino de algunas de las situaciones escritas en el guión de la película cobran un tremendamente angustioso pálpito en su traslación a la pantalla, el trabajo de Clouzot, gracias a algunas potentes imágenes y un tono sombrío que raya en un acerado retrato de la locura, compone un grado de abstracción que como se decía algo más arriba recoge todos los elementos del film para dotarlos de una definitiva armonía y catapultar el conflicto de la película a un existencialismo que nunca llega a resultar antipático ni a erigirse como una plataforma desde la que hacer de El salario del crimen una película aleccionadora, sino directamente abisal.

Así, a la terrible escena en que Mario, incapaz de detenerse por miedo a no poder continuar su camino, arrolla a Jo en un estanque de petróleo convirtiendo al pobre hombre en un tembloroso anciano con la pierna prácticamente amputada, y empapado en crudo de la cabeza a los pies, supone el terrible prolegómeno a otro instante, algo posterior, en el que el convoy alcanza su destino en una base militar que Clouzot muestra bajo los rasgos de un completo pandemónium. Mediante un montaje cuyos planos resultan visiblemente más cortos de duración que los que conformaban el metraje precedente, acrecentando así lo premeditadamente caótico de la visión que Clouzot quiere transmitir de la fuga petrolífera, el realizador de El salario del miedo muestra a un casi catatónico Mario, untado en petróleo, avanzando hacia la columna de fuego que brota de la cañería reventada y que por fin, y gracias a sus inhumanos (o no) sacrificios, dejará de manar. Lo onírico y hasta tenebrosamente poético -y pese a todo nada afectado, de una escena dotada de una irrealidad para nada reñida con una tenebrosa  verosimilitud- de la estampa que tiene lugar en plena noche, hace del periplo del protagonista un descenso a los infiernos cuya llegada a la meta, aplaudida por militares ocultos bajo escafandras que los dotan de un aspecto deshumanizado, parece pertenecer a una realidad paralela que pese a todo resulta terriblemente reconocible. Es en ese instante cuando la sequedad de la violencia mostrada en El salario del miedo, o el progresivo desgaste de las relaciones humanas dentro del grupo de hombres que conformaban el diezmado convoy, se reorganizan a través de un vector moral que Clouzot rescata del rancio moralismo gracias a lo expositivo y nada acusador de su puesta en escena y al sombrío tono de ribetes apocalípticos, cerrando la epopeya de un Mario que ha pasado de chulesco pero bondadoso joven a Monstruo incapaz de detenerse en su huída hacia delante y presa del vértigo de enfrentarse a un sinsentido vital en que él se erige como víctima y “necesario” verdugo... Es en este instante donde El salario del miedo repliega todos sus elementos para dotarlos de un nuevo sentido último e indivisible, ya sea en su comentario alrededor de temas aparentemente dispares pero tan relacionados entre ellos como puedan ser la desesperación, la estupidez, la avaricia como necesidad creada, o la deshumanización en lo argumental, y lo expresivo y lo realista, lo verosímil y lo pesadillesco en lo formal. Un punto final que queda en suspenso hasta una conclusión construida sobre un gozoso beneficio de la duda quizás algo descolgada, pero coherente con el brutal nihilismo que gotea de los despreocupadamente crispados fotogramas de El salario del miedo mostrando la enajenación desde ambos lados de la perturbada mente de Mario al son de una música que quizás le aguarda en Las Piedras, o quizás sólo es fruto de su imaginación mientras conduce a bandazos hacia ninguna parte por sus propias montañas de la locura.

Título: Le salaire de la peur. Dirección: Henri-Georges Clouzot. Guión: Henri-Georges Clouzot y Jérome Geronimi, basándose en la novela homónima escrita por Georges-Jean Arnaud. Producción: Raymond Borderie. Dirección de fotografía: Armand Thirard. Montaje: Madeleine Gug, Etiennette Muse y Henri Rust. Música: Georges Auric. Año: 1953.
Intérpretes: Yves Montand (Mario), Charles Vanel (Jo), Folco Lulli (Luigi), Peter Van Eyck (Bimba), Véra Clouzot (Linda), William Tubbs (Bill O’Brien).


[1]Un papel que inicialmente iba a encarnar el actor Jean Gabin, pero que finalmente se negó a formar parte de El salario del miedo al ver que durante el desarrollo de la historia el desagradable personaje de Jo acababa siendo uno demasiado cobarde para su gusto.

[2]Este nada agradecido retrato propinado por la película a la South Oil Company (o SOC, siglas que actualmente pertenecen a otra compañía petrolera situada en el sur de Irak que nada tiene que ver con la mostrada en El salario del miedo), provocó numerosos cortes en el montaje americano del film, por considerarse que la visión que se ofrecía de los mecanismos mercantiles y la moralidad de las empresas petroleras fuera de las fronteras norteamericanas eran, cuanto menos, poco halagüeñas. Un total de veintiuno minutos fueron cercenados de la vista del espectador norteamericano hasta la reedición en 1991 y en formato doméstico de El salario del miedo, bajo la acusación de ser un film antiamericanista.

[3]Nacido en la localidad francesa de Niort el 18 de agosto de 1907, Henri-Georges Clouzot fue el benjamín de la familia de clase media en la que creció mientras mostraba una precoz habilidad con la escritura y el piano. Tras el cierre de la librería regentada por su progenitor, Clouzot y su familia se vieron obligados a trasladarse a Brest, donde asistió a la Escuela Naval pero fue incapaz de adquirir el rango de cadete por su creciente miopía. A los dieciocho años de edad, Henri-Georges Clouzot se mudó a Paris con la intención  de estudiar Ciencias Políticas, encontrándose allí con una fértil comunidad de editores de revistas en las que pronto empezó a publicar algunos escritos. Su habilidad pronto lo llevó a colaborar en guiones teatrales y cinematográficos, y los buenos resultados en este campo provocaron que el productor Adolphe Osso lo contratara como traductor de guiones para películas escritas en lengua extranjera pero rodadas en  Alemania a través del estudio Babelsberg, con sede en Berlín. Durante la década de 1930, Clouzot trabajó en los guiones de alrededor de veinte películas hasta que en 1931 rodó su primer cortometraje como director: Le Terreur des Batignolles, según parece bajo las notables influencias de cineastas como Fritz Lang o F.W. Murnau, a los que Clouzot admiraba profundamente. En 1934, Clouzot fue expulsado de la UFA por su amistad con el productor Adolph Osso y Pierre Lazareffe, ambos judíos y por tanto perseguidos por el clima de antisemitismo que poco a poco iba adueñándose de una Alemania a escasos años de la deflagración de la Segunda Guerra Mundial. En 1935 le fue diagnosticada una tuberculosis que implicó su internamiento hospitalario durante alrededor de cinco años. Pero lejos de quedarse con los brazos cruzados, esos años fueron cruciales para el aprendizaje de Clouzot como narrador: leía incansablemente, estudiaba mecanismos narrativos tanto cinematográficos como literarios y a su vez contemplaba la frágil salud y vida de aquellos que, como él, sobrevivían en un hospital en el que el futuro realizador de El salario del miedo sólo logró quedarse gracias a las ayudas económicas de amigos y familiares. Cuando el director abandonó el hospital la Segunda Guerra Mundial había comenzado, con lo que regresó a París y logró esquivar el servicio militar gracias a sus clínicamente certificados problemas de salud. Pobre de solemnidad, Clouzot sobrevivía gracias a guiones encargados por conocidos y amigos que lograron mantenerlo más o menos ocupado hasta que el nazismo ocupara Francia y lo contratara para trabajar en la productora afín al régimen Continental Films. Desesperado por la escasez de dinero de la que disponía, Clouzot dejó a un lado sus reticencias a trabajar para el engranaje mediático y cinematográfico nacionalsocialista y dirigió su primer largometraje El asesino vive en el 21, cuyo éxito propició que un año más tarde pudiese dirigir la algo más polémica El cuervo, que supuso algunos enfrentamientos con el productor del film ya que éste consideraba “poco apropiado” el argumento de una película que giraba alrededor de una joven que manda cartas envenenadas por la Francia de 1922. A pesar de todo, la película fue un éxito rotundo pero también fue acusada de “morbosa” por la Iglesia Católica, de “inmoral” por la prensa de Vichy y de “propaganda Nazi” por parte de la resistencia francesa que vio en la película de Clouzot un interesadamente pésimo retrato de la Francia libre. En consecuencia y sólo días después del estreno de El cuervo, Clouzot fue despedido de Continental. Tras la liberación, Clouzot fue juzgado y condenado a dos años de prisión por colaboracionismo con el régimen Nazi, pese a contar con el apoyo público de intelectuales y cineastas del calado de Jean Paul Sartre, Jean Cocteau, René Clair o Marcel Carné, que lograron reducir al bienio final una condena que inicialmente iba a ser de por vida. Tras recuperar su libertad, y sin firmar una sola carta de arrepentimiento, Clouzot filmaría En legítima defensa que obtuvo, una vez más en la carrera del director, un éxito considerable de taquilla. Un año más tarde filmaría Manon, y otro después Retour a la vie, comedia que pasó sin pena ni gloria por las carteleras francesas del momento. Allí conoció a Vera Gibson-Amado, que se convertiría en su esposa. Durante su luna de miel en Brasil, Clouzot quedó prendado del país al que más tarde intentaría reflejar en el inacabado documental Le voyage en Brazil, que pretendia plasmar la realidad social de las favelas y no el lado más turístico de la región. A su regreso a Francia le aguardaba el guión de El salario del miedo, que escribió junto con su hermano (que a partir de entonces escribiría bajo el seudónimo de Jérôme Geronimi) sobre una base ya guionizada por Georges-Jean Arnaud , autor igualmente de la novela en la que se basa la película que nos ocupa. La película fue premiada en numerosos festivales y fue un más que considerable éxito de público, lo que le permitió hacerse con los derechos de un guión que hasta ese momento aguardaba su filmación desde el regazo del mismísimo Alfred Hitchcock: Las diabólicas. Clásico del cine negro francés dotado de una muy particular atmósfera, Las diabólicas supuso la definitiva consagración internacional del director, además de un nuevo éxito de público que le gagrantizó la realización de un proyecto de menor escala de producción pero ni de lejos menos ambicioso: El misterio de Picasso, que pudo llevar a cabo gracias a la amistad que Clouzot mantenía con el pintor desde que el primero contaba con catorce años. La película, fechada en 1955, seguía a Pablo Picasso mientras dibujaba y pintaba un total de quince obras… que tras el rodaje del documental fueron destruidas por él mismo. Pese al esperable batacazo en taquilla, la película fue alabada por la crítica, premiada en Cannes y declarada Tesoro Nacional en 1984 por parte del gobierno francés. En 1957 rodaría Los espías, con un reparto internacional que fue un fracaso en taquilla y que no terminó de convencer ni al propio Clouzot, que renegaba públicamente del último tercio del film, que no le satisfacía en absoluto. Pero en 1960, y con la inestimable presencia de Brigitte Bardot en el papel protagonista, Clouzot volvería a dar la campanada gracias a La verdad, que además supuso su primera nominación al Oscar a mejor película extranjera. Pero fue la última vez que probaría las mieles del éxito: el desembarco de los cachorros de la Nouvelle Vague, que despreciaron desde la revista Cahiers du cinema el buen hacer del realizador de El salario del miedo hasta el punto de hacer dudar a Clouzot de su propio talento, hundieron anímicamente al director. Su siguiente proyecto L’enfer, sería también el penúltimo debido a que el realizador cayó enfermo durante un rodaje que no se completó hasta 1965 pese a haberse empezado en 1964. Su enfermedad implicó su hospitalización, la cancelación del rodaje de la película, y un largo reposo sólo interrumpido por algunos proyectos televisivos alrededor del director de orquestra Hebert Von Karajan, cuyos beneficios le permitieron terminar definitivamente L’enfer. En 1967, y tras recibir el alta médica, Clouzot encararía La prisionera, pese a que el rodaje tuvo que posponerse por una recaída del realizador, que no pudo empezar a rodar hasta que en 1968 los médicos volvieran a considerar su estado de salud como adecuado. Pero al terminar el rodaje su estado se agravó definitivamente apartándolo de su profesión pese a las numerosas tentativas del director de volver a ponerse al mando de una película. Sin dejar nunca de escribir una serie de proyectos que jamás pudo llegar a dirigir, y entre los que se contaba hasta una película pornográfica que redactó en 1974, la gravedad de la salud de Clouzot le obligó a someterse a una operación a corazón abierto en 1976. Un año después Henr-Georges Clouzot moría en su apartamento escuchando Fausto, compuesto por Berlioz. Fue enterrado en el cementerio de Montmarte, junto al sepulcro de su esposa Vera.

[4]Algo que no se repitió en el inconfeso remake norteamericano de esta película de Clouzot, que fue firmada por el tan talentoso como efectista realizador William Friedkin bajo el certero título de Carga maldita. Filmada en 1977 y con escasas variaciones en lo que las líneas generales de su argumento se refiere, la película de Friedkin sí mostraba el periplo de algunos de los hombres que acabarían al volante de los camiones cargados de nitroglicerina: llegados desde Méjico, Israel, Francia y Estados Unidos, los cuatro hombres que protagonizan el film son esta vez fugitivos de la justicia en sus respectivos países, y que son mostrados cada uno por separado por el realizador en el momento en el que deben iniciar una huída que culminará en un pueblo de Venezuela gobernado prácticamente a todos los niveles por una todopoderosa compañía petrolífera. Filmada en color y formalmente mucho más recargada, aunque también más intensa como experiencia, la película de Friedkin se beneficia enormemente de de una apabullante atmósfera, mucho más sucia que la película original de Clouzot, además de tener en su haber  un elenco de actores de la talla de Roy Scheider o Paco Rabal entre otros, una enloquecedora banda sonora de la mano del conjunto Tangerine Dream que sustituye a los silencios del film primigenio, y un poso de pesimismo mucho más acentuado que en el caso de la más pulcra El salario del miedo aunque en el caso del film firmado por Friedkin a veces resultara un tanto forzado. En cualquier caso, y más allá de los interesantísimos entresijos de su accidentada producción y rodaje, Carga maldita fue un absoluto fracaso en taquilla en el mismo año de estreno de la fundacional La guerra de las galaxias. Un 1977 que para muchos ilustró el declive definitivo del Nuevo Hollywood en su vertiente más autoral, del que Carga maldita sería un hipotético canto de cisne, en favor del más proclive al Blockbuster, representado en el magnífico clásico dirigido por George Lucas. Con el paso del tiempo y pese a no ser ni de lejos la más famosa de las películas dirigidas por el siempre polémico Friedkin, Carga maldita ha cobrado una justa pátina de película de culto que si bien no supera el original de Clouzot que aquí nos ocupa, sí resulta pese a sus irregularidades un film fascinante que merecería una entrada para sí mismo. Más allá de Carga maldita, de la que Friedkin asegura ser más una revisión de la novela original en la que se basa el film de Clouzot que de El salario del miedo en sí misma considerada, se dice que existió otra versión de la película que ocupa esta entrada igualmente de producción norteamericana pero que no menciona desde sus créditos el posible vínculo con ésta película que muchos le atribuyen. Violent road ostenta el honor de ser posiblemente el primer remake del excelente film dirigido por Clouzot, y filmado sólo cuatro años antes de que en 1958 el realizador Howard W. Koch tomara las riendas de una película de la que nada puedo decir por no haberla podido ver.

[5]Un personaje que no aparecía en la novela original escrita por un Georges-Jean Arnaud que al parecer no quedó demasiado satisfecho con El salario del miedo, pero que fue incluido en el guión para luego ser sospechosamente interpretado por la esposa del director. La misma que daría nombre a la productora creada por el director para El salario del miedo, Vera Films. Lo relativamente accesorio del personaje de Linda resulta menos sorprendente que el denigrante trato que recibe a manos del personaje interpretado por Yves Montand, si se tiene en cuenta el amor que parecía profesarle el realizador de esta película a su esposa… pese a que su presencia supone uno de los escasísimos elementos más o menos sexuales que pueden encontrarse en una película tan esencialmente viril y hasta machista como la que nos ocupa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario