En la India de
la década de 1930 y durante la estación del Monzón de un indeterminado verano,
tuvo lugar el encontronazo amoroso que unió el destino de la deseada y
promiscua Anne-Marie Stretter (Delphine
Seyrig), correspondida en su amor por su marido Michael Richardson (Claude
Mann) que consentía las constantes infidelidades de esposa, con el torturado
camino del anónimo Vicecónsul de Francia en Lahore (Michael Londsdale). Bajo la
ominosa presencia de la lepra y una creciente miseria que asoló el país durante esa época, esta
historia de amor frustrado nació, creció y murió en su cénit durante dos
apasionados días.
O así lo
aseguran las palabras que dotan de sentido al conjunto de gélidas y bellas
imágenes que conforman India Song,
que sólo cobran vida cuando una pareja de voces las pronuncian Porque este
argumento, desgranado aquí en unas pocas líneas, se construye lánguidamente el
film dirigido por Margueritte Duras[1],
película que hace de su escasa y hasta estereotipada trama la totalidad de su
narración[2],
desarrollándose de forma a veces pormenorizada en miradas que cruzan las
amplias estancias recogidas desde la distancia por Duras y su equipo, y en otras
ocasiones basándose en una insobornable austeridad formal que provocan que India song sólo logre alcanzar la larga
duración de la que hace gala gracias a los incontables silencios y contemplativa
cadencia de sus imágenes, dado lo limitado de la obsesiva narración que se
desprende de ella. Y es precisamente esa condición de India song como película construida como una narración
en proceso de construcción en el más estricto de los sentidos, la que hace del
film de Duras uno tan particular capaz de ningunear la importancia de su
argumento, utilizando el triángulo amoroso que supuestamente ocurrió en uno de
los países más superpoblados del mundo como excusa para transitar caminos
dramáticos, y narrativos, mucho más complejos.
Una película
que se bifurca en la extrema dicotomía entre la que se divide el apartado
formal que acaba por convertirse en el tuétano dramático de India Song, revelando su cualidad de narración casi más verbal que visual de
este film de Margueritte Duras: la que se establece entre las imágenes del
film, pobladas ocasionalmente por Stretter, Richardson o el Vicecónsul entre
otros amantes de la acaudalada mujer, y su banda sonora, compuesta por voces humanas, murmullos surgidos de riachuelos
próximos o del viento perfilándose entre las hojas de los árboles, o melodías
que suenan una y otra vez hasta lo obsesivo y que, como los anteriores sonidos
recién comentados, no surgen de la imagen, o de la realidad que pretende plasmar, sino que se imprimen sobre ella, brotando de un lugar que
jamás se muestra al público. Esta relativa independencia sonora respecto al
visual, que no implica una desvinculación absoluta pese a que la relación que
establecen ambos aspectos del film responda a una determinada intencionalidad
muy alejada de la habitual relación de causalidad entre imagen (causa) y sonido
(efecto), supone la culminación de un proceso de abstracción que hace del film
de Duras uno especialmente evocador… aunque también dotado de una fortaleza de
principios que puede llegar a provocar el más profundo desapego en el público por
su denodada morosidad. La primera imagen de India
Song ya supone, respecto a esta abstracción de la que hace gala Duras
durante todo el metraje, una declaración de principios por parte de su máxima
responsable. Una parsimoniosa puesta de sol, rojo y abandonado a su suerte en
un cielo gris del que la imagen no muestra un suelo u otro límite que el
horizonte creado por el amplio encuadre del plano, abre una película que a
decir de las dos voces femeninas que entran y salen de la banda sonora a placer
y más o menos ajenas a lo que puede contemplarse en las imágenes, tiene lugar
en una India abrasadoramente calurosa.
Pero de ambas
afirmaciones, la geográfica y la térmica, sólo la referente a las elevadas
temperaturas encuentra, dentro de cierta ambigüedad, su probable
correspondencia en la bonita estampa que muestra como el astro rey desaparece
de la vista bajo los cánticos hindúes de una mujer a la que una de las dos
jóvenes francesas, ausentes fisicamente del plano pero fuertemente presentes
mediante su voz, identifican con una mendiga que supondrá una de las escasas
referencias a una pobreza que, de nuevo a decir de las dos jóvenes, asola el
país. Inmediatamente después de esta imagen contextualizada por la información que
más que refutada es evocada o
directamente inventada por parte de las dos mujeres cuyas voces aparecerán esporádicamente
durante todo el metraje de India Song,
la película se vuelca en mostrar un conjunto de bellas estampas meramente
paisajísticas, sin presencia humana y ajenas a todo intento de contextualizar
la historia mediante algún elemento folclórico que las sitúe en el lugar en el
que se asegura transcurre India song…
que podría no existir en absoluto[3].
Poco a poco, y regodeándose finamente en el lujo de los escenarios interiores, desprovistos
como decía de todo tránsito de hombres o
mujeres, Duras opone la opulencia sin mácula de los salones de Stretter y
Richardson a un mundo exterior que es pasto del desgaste del tiempo, en un
sorprendente contraste que de la mano del desarrollo de la película acaba por
resultar perfectamente coherente. Así, imponentes panorámicas que muestran un
nada afectado decadentismo generalizado erosionando la mansión de la que hemos
podido contemplar su lujoso interior y que parece ahora un mausoleo a la espera
de que la naturaleza que lo rodea lo haga definitivamente suyo con los años, rodeada
por unas enmohecidas pistas de tenis deterioradas por el abandono de sus
jugadores y propietarios y, por encima de todo, el aplastante silencio que
envuelve la zona boscosa en la que se encuentra el imponente edificio,
conforman un paisaje en el que la humanidad parece haber perdido su lugar y que,
más importante aún, contradice hasta cierto punto las entrecortadas frases completadas
a dúo por las dos jóvenes francesas que abren brecha en la banda sonora del
film de Duras, cuando hablan de una India sobrepoblada o una historia de amor
que en ausencia de hombres y mujeres, se sostiene en el aire.
Esta aparente
contradicción, que inicialmente sume en una larga confusión la capacidad atención del público que sólo se sostiene por
lo estéticamente bello de algunos de los planos iniciales de India Song, se desarrolla con (o pese a)
la aparición de las primeras figuras humanas, mudas desde el principio hasta el
final del film de Duras, y de una antinatural lasitud de movimientos
ocasionalmente tan exasperante en su artificiosidad como lograda en su irrealidad, imprescindible para los
evocadores fines sobre los que se existe y se sostiene la película. Porque la
mentada, y muy sorprendente, banda sonora de la película que oscila entre una
serie de diálogos que nunca se erigen como generadores de identificación para
con público ni tampoco como omniscientes narradores de la película, y algunos
sonidos de fondo que no siempre encuentran su correspondencia en las imágenes sobre (y nunca desde) las que las sitúa Duras, crean una distancia con lo que se
ve en pantalla que pese al desapego que provoca también revela lo artificioso,
por lo dudoso de sus elementos siempre cuestionados, de India song como narración. Rizando el rizo, a las dos jóvenes voces
que poco a poco van perfilando los lentos inicios de una historia de amor que
pese a verse en pantalla y debido a su acritud formal sólo se va delimitando a
partir de sus palabras hasta pensarse que sólo existe o cobra un sentido a
través de ellas, se suman pronto otras nuevas, que tanto dan su opinión
alrededor de los acontecimientos que tienen lugar en la película como se
preguntan las unas a las otras alrededor de los factores que han colocado a
todos los hombres y mujeres que moran por Indian
Song en la situación en la que se encuentran. Así, y mediante esa aparentemente
sencilla pero férrea estrategia, Duras sitúa las voces de aquellos hombres y
mujeres que se escuchan en Indian Song,
ya sean de bocas jóvenes o adultas pero todas ellas expresándose siempre en
francés, en un lugar y tiempo que nunca se concreta pero independientes a lo
que puede contemplarse en pantalla. Gracias a la excelente coordinación de
todos estos elementos, y sin ceder en su aplomo formal ni hacer ninguna
concesión narrativa que convierta India
Song en una historia narrada a toro pasado a modo de largo flash-back, Duras consigue no sólo crear una historia a partir de la
palabra, capaz de dotar de sentido a una serie de imágenes deslavazadas y
brutalmente desdramatizadas, sino de dotar a su película de una muy lograda
sensación de somnolienta evocación.
De este modo,
y siendo ésta una película hablada en
el sentido más estricto, pues India Song sólo
existe y se articula a través del habla de un grupo de comentaristas externos a
la realidad del film convertida aquí en pura irrealidad gracias también a la
gélida estrategia formal de la que hace gala la directora, cabe matizar que el
film de Duras no se explica a través de sus diálogos, que tienen lugar siempre
fuera de campo pese a que sin excepción hagan referencia a lo que tiene lugar dentro
de él, sino que surge a través de
ellos. Esta cualidad creativa de la palabra en India Song, sumada al nebuloso enclave histórico en el que tiene
lugar la historia narrada en el film de Duras y la extraña y mecánica cadencia
de la muy austera planificación, dotada de un estatismo sólo comparable a la
rigidez de los actores que encarnan a mudos paseantes de una mansión que en su
decadencia se diría abandonada hace ya muchos años y con una distribución casi pictórica de sus cuerpos en los encuadres, dotan a la película de una
textura forzadamente artística pero afortunadamente también fantasmal, que arrebata el centro dramático del film a su más que trillado argumento. Así, las largas peroratas
de los diferentes comentaristas del film, que repite una y otra vez escenas
protagonizadas por unas muy desapasionadas figuras humanas, parecen invocar unos hechos transcurridos en una
época, la del colonialismo, que pertenece a un pasado pasto exclusivo de la
memoria nacional y, gracias al escaso énfasis con el que Duras sobrevuela las
posibilidades políticas de India Song -a modo de retrato de la
Europa colonial que ha perdido toda
validez o credibilidad como relato- también
personal y polifónica en la variedad de
tonos, opiniones o versiones de lo que pueda contemplarse en pantalla. De esta
manera, la memoria de los personajes anónimos e invisibles que aseguran conocer
los acontecimientos que tienen lugar en India
Song, contornean con sus palabras lo mostrado en imágenes hasta fundir su
recuerdo en una creación[4]
que es planteada y mostrada como tal
en la película, haciendo del pequeño drama amoroso que sustenta el triángulo
amoroso entre Anne-Marie Stretter, Michael Richardson y el Viceconsul una
historia de fantasmas que parecen condenados a repetir, sin saberlo pero una y
otra vez, una serie de acontecimientos que quizás tuvieron lugar o tal vez sean
sólo producto de la imaginación de los hablantes. Probablemente por ello, las
primeras apariciones de seres humanos en la película los asemeja a títeres que
despiertan, y prácticamente aparecen
literalmente, ante las voces que los convocan a situarse en un lugar que parece
prácticamente un decorado, sembrando una pantanosa zona de duda generada por la
fría distancia formal de un film situado a un paso de la más pura y rígida
teatralidad, alérgica al potencial melodrama pasional que anida en su
argumento, y aventurando posibles diálogos entre los personajes que aparecen en
las imágenes de la película sin que estos abran la boca en ningún momento.
Todo
en India Song parece una construcción
con la extrañeza y el desapego como norma, un juego de sombras perfecta y
antinaturalmente coreografiadas que aclaran algunas de sus zonas gracias a
agentes externos a una acción que sin su intervención resultaría incomprensible
en su austeridad dramática, compuesta de estampas que describen desde la
distancia una serie de detalles que sólo el habla es capaz de revelar, o
incluso hacer germinar en el ánimo del espectador sin que ni siquiera aparezcan
en pantalla. Las emociones que puedan brotar de la trágica figura del
Viceconsul o de la muerte anunciada de Stretter, atenuadas hasta lo exangüe por
el intencionado desapasionamiento de unos intérpretes de movimientos más propios
de muertos vivientes que capaces de los apasionados gestos que les imbuyen las
voces, quedan así supeditadas a una muy conseguida atmósfera de irrealidad que
en ocasiones concede cierta sensualidad de ribetes oníricos nada estereotipados
al conjunto de la película. Gracias a estos pequeños asideros, India song derrite ocasionalmente la
gelidez que se desprende de un inicio necesariamente críptico para sus fines
que poco a poco y a base de paciencia, permite establecer un sentido dramático ocasionalmente poético
que va mucho más allá de la que, a decir de los comentaristas del film de
Duras, se supone es la premisa argumental de la película. Una historia de amor
a tres bandas que, gracias a la agotadora lasitud de la puesta en escena con la
que Duras conduce necesariamente India
Song por terrenos más cercanos a lo etéreamente onírico que a lo físico y
real, se convierte en una gélida reflexión, indivisible de la narración de la
película, sobre la creación de un relato a partir de la memoria y viceversa.
Título: India song. Dirección y guión: Marguerite Duras. Producción: Stephane Tchalgadileff. Dirección de fotografía: Bruno Nuytten.
Montaje: Solange Leprince. Música: Carlos d’Alessio. Año: 1975.
Intérpretes: Delphine
Seyirg (Anne-Marie Stretter), Michael Lonsdale (Vicecónsul de Francia en
Lahore), Michael Richardson (Claude Mann), Mathieu Carrière (Joven agregado de
la Embajada), Vernon Dobtcheff (Georges Crawn), Didier Flamand (Invitado de los
Stretter), Satashin Manila (Voz de la mendiga).
[1]Marguerite Germaine Marie Donnadieu nació el 4 de abril de 1914 en
Gia Dihn, cerca de Saigón, hoy parte de Vietnam pero por entonces parte de la
Indochina francesa, un lugar que marcaría tanto su infancia como su obra
posterior llevada a cabo durante la vida adulta. Tras pasar sus primeros años
junto a su madre, cuyo desapego por su hija fue uno de los temas recurrentes en
la muchas veces autobiográfica escritura de Duras, en 1932 viajó hasta Francia
para estudiar Derecho, Matemáticas y Ciencias Políticas, de donde sacó los
conocimientos necesarios para trabajar como secretaria en el ministerio de las
Colonias entre los años 1935 y 1941. En el interín, en 1939, contrajo su primer
matrimonio con Robert Antelme, con el que tuvo un hijo que falleció tres años
más tarde en un 1942 en el que, casualidad o no, se enamoró de Dionys Mascolo,
que fue su amante, padre de un nuevo hijo, y compañero en la Resistencia
Francesa durante la Segunda Guerra Mundial. En 1943 escribió su primera novela,
La impudicia, a la que seguiría La vida tranquila, escrita un año
después. El mismo año en que, durante la guerra, su marido Antelme fue hecho
prisionero y enviado a un campo de concentración, tras una emboscada de la que
Duras salvó la vida gracias a la intervención del futuro presidente de la
república francesa François Mitterrand. Al finalizar la guerra, Duras cuidó a
Antelme hasta que finalmente se divorció de él, en 1946. Se afilió como militante
en el Partido Comunista, del que fue expulsada en 1955, años durante los que no
dejó de trabajar: Un dique en el pacífico,
de 1950, fue la novela de inspiración autobiográfica que la dio a conocer al
mundo, escrita con la mirada puesta en sus memorias de infancia, consideradas
por ella misma como una realidad más posible que irrefutable. El arrebato de Lol V. Stein, El Vice-cónsul o
El amante inglés están consideradas
algunas de sus mejores novelas. Tras coquetear con el mundo del cine como
guionista de la mítica Hiroshima mon
amour en 1959 y bajo la batuta de Alain Resnais, Duras emprendió una
carrera cinematográfica como realizadora que abarcó entre los años 1966 y 1984,
combinando sus incursiones en la realización cinematográfica con sus labores
como escritora, alcanzando un éxito de crítica sólo comparable a la
indiferencia de gran parte del público. En el mismo año de la culminación de su
carrera cinematográfica, Duras editó una de sus más famosas novelas: El amante, que narraba los recuerdos de
su despertar a la sexualidad en Indochina a los catorce años y que fue
exitosamente adaptada al cine posteriormente por Jean Jacques Annaud,
prolongando aún más el éxito de una novela que fue traducida a cuarenta
idiomas. Su última novela, de un total de alrededor de cuarenta, fue C’est tout, escrita en 1995, culminando
una carrera que también contó con doce obras teatrales y una legión de
seguidores equiparables en número a sus detractores. Marguerite Duras,
establecida como uno de los mitos artísticos y vitales del siglo XX, murió un
año después, el tres de marzo de 1996, de cáncer de esófago.
[2]El tortuoso camino de India
song hasta su definitiva forma de largometraje comenzó en 1972, cuando fue
escrito en forma de novela por encargo de Peter Hall, director del National
Theatre de Londres, que más tarde la adaptaría al formato teatral que para lo
bueno y para lo malo discurre como un rumor de fondo en las imágenes de la
película estrenada en 1975. La inspiración de los hechos narrados en India song, ya sea en el libro, la obra
o la película, tiene su origen en una novela anterior de Duras: El Vicecónsul, escrita inmediatamente
después de la que le sirvió igualmente como base, llamada La mujer de Ganges. Aunque a decir de la propia Duras “Los personajes evocados en esta historia
han sido extraídos del libro El Vicecónsul y situados en nuevas zonas narrativas. No es posible, pues, remitirlos
nuevamente al libro ni leer India Song
como una adaptación cinematográfica o teatral de El Vicecónsul (…) En realidad, India Song es una consecuencia de La mujer del
Ganges. Si La mujer del Ganges no se hubiera escrito, India Song tampoco existiría.”
[3]Según parece, todas las referencias geográficas de India Song son falsas: se tarda bastante
más de una sola tarde en viajar desde Calcuta a la desembocadura del Ganges, ni
tampoco al Nepal, la capital administrativa de la India aparecida en la
película es Calcuta, cuando en realidad debería ser Nueva Delhi. La cacareada
melodía India Song, que cada vez que
es mencionada empieza a brotar de las imágenes sin saber nunca de donde
proviene, no existía hasta poco antes del rodaje del film, y según Duras fue
crucial para establecer el moroso tempo
de una película a la que pretendía, consiguiéndolo esporádicamente, dotar de
una atmósfera más musical que narrativa. Por otro lado, los interiores que
copan gran parte del metraje de India
Song fueron filmados en París, y los planos exteriores de la impresionante
mansión que hace las veces de Embajada en la película, son en realidad del
Palacio Rothschild, en Boloña. Esta serie de desconexiones respecto a la
auténtica Calcuta respondió en parte a la negativa de Duras de ver ninguna
fotografía de un territorio del que sólo tenía algunos recuerdos de la infancia
que se convirtieron en el particular, y coherente, timón creativo de la
película.
[4]Este elemento dramático, crucial para el audiovisionado de India Song,
surgió precisamente de la mentada La
mujer del Ganges, de la que algunas voces ajenas a lo narrado, cuestionan
lo que ocurre desde su propio punto de vista, desde su propia memoria. Según
parece, algunas de las frases aparecidas en La
mujer del Ganges fueron trasplantadas a India
Song variando así tanto su sentido como el contexto en el que se insertan
en la película. A decir de Duras, y en una afirmación bastante discutible, “Las voces de las dos mujeres están
afectadas de locura. Su suavidad es perniciosa. El recuerdo que tienen de la
historia de amor es ilógico, anárquico. (…) La primera voz se apasiona con la
historia de Anne-Marie, y la segunda se consume con su pasión por la primera
voz.” Al parecer, el objetivo de Duras no era sólo narrar una historia de
amor, creándola a partir del verbo al enfrentarse a la imagen, sino además
revelar el amor que se profesan las voces a cuyas propietarias jamás llegamos a
ver… A cambio, la tercera y cuarta voz, masculinas ambas, juegan un papel diferente: la tercera
aterriza en la película desde la ignorancia de lo parece haber ocurrido en el
pasado pero que en el film es el presente. Y la cuarta voz le informa de todo
lo ocurrido hasta recordarle al
propietario de la tercera voz que él también conocía estos acontecimientos.
Según Duras y en una ambición que, al
menos para el que escribe, no llega a fructificar durante el transcurso de India Song, ambos hombres están
fascinados por la historia narrada en la película, lo que ocurre es que uno ha
logrado zafarse de dicha fascinación hasta que resulta contagiado por el
(relativo) entusiasmo del otro, en una bastante poco modesta pretensión por
parte de la realizadora y creadora de la historia. En cualquier caso, todas las
voces oídas en la película fueron grabadas antes del rodaje, a modo de guía
tonal para Duras.
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