martes, 12 de agosto de 2014

EL FANTASMA DEL PARAÍSO



Se ha dicho en infinidad de ocasiones que el Rock n’Roll es el sonido del Diablo. Ya sea en boca de temerosos ultraconservadores o astutos publicistas, la historia de este  género musical sobrevive a través de leyendas e historias en las que pobres almas pertenecientes al mundo musical cruzan sus pasos con los de un Satán de excelente oído  y buen olfato para los negocios. El guitarrista Robert Johnson pactó el vuelco cualitativo de su carrera con el Maligno en el cruce de la autopista 61 con la 44 en Clarksdale, en Mississippi, dando carta de presentación al Blues. Elvis Presley o un Chuck Berry en permanente estado de éxtasis, que debía asemejarlo a un diabólico  poseso a ojos de sus más cavernosos críticos, se echaron a la espalda las numerosas críticas lanzadas desde los más recatados círculos que los señalaban como enviados del inframundo con el objetivo de mancillar la moral de los más jóvenes mostrándoles a impúdicos golpes de cadera un nuevo universo de placeres deliciosamente culpables. Y no fueron los únicos de una lista que engorda, trivializándose, con el tiempo: desde sus Satánicas Majestades, o Rolling Stones, como se les conoce bajo sus nombres de civiles, que parecen haber pactado la eterna juventud para su líder vocal Mick Jagger, la imagen prefabricadamente oscura y provocativa de Alice Cooper o el peaje satanista en lo superficial de al menos una parte del género Hard-rock, certifican la buena disposición hacia el pacto firmado con sangre por una serie de conjuntos musicales tan míticos como su diabólicas y rentables tretas para llegar hasta lo más alto. Pero poco se sabe del todopoderoso Swan. Sin pasado personal pero legendario en lo profesional, escribió y produjo su primer disco de oro a los catorce años de edad. Y no fue el único, durante los años que siguieron a este primer éxito, llovieron los premios y los discos dorados hasta el punto en que el afamado Rey Midas de la industria discográfica se vio en la tesitura de depositarlo en Fort Knox. Swan llevó el Blues a Gran Bretaña. Y Liverpool a América, mientras unía el folk al rock. Su conjunto, los Juicy Fruits, dio vida los nostálgicos ritmos de los setenta, antes de buscar un nuevo sonido más allá de las esferas musicales para inaugurar su Xanadú particular. Su Disneylandia. El Paraíso, el último palacio del Rock. El fantasma del Paraíso es la historia de la búsqueda de ese sonido, del hombre que lo creó, de la chica que lo cantó y del monstruo que se lo robó. Bajo estos épicos parámetros, y con un pie puesto en la loa a la pequeña pero poderosísima figura de Swan (un excelente y multifacético Paul Williams) y el otro firmemente asentado sobre algunos de los lugares comunes propios del romanticismo pop, se despliega esta película, escrita y dirigida por el siempre juguetón pero aquí inusitadamente divertido Brian De Palma[1], que abre los ojos del espectador a un mundo dividido entre semidioses terrenales que se vanaglorian de su espurio poder desde un escenario y detrás de un micrófono, y aquellos pobres parias que extasiados los contemplan soñando despiertos en ser como sus ídolos mientras estos dan voz a los anhelos más secretos de su público.

Un plastificado y más que rentable mecanismo que se retroalimenta creando un privilegiado pedestal capaz de trascender el más estúpido de los romances de verano, profundos desamores pasajeros, autosatisfecha incomprensión y esperanzas frustradas,  que tan pronto otorga el preciado protagonismo bajo la luz de los focos para luego arrebatarlo en un abrir y cerrar de ojos, sumiendo en la más solitaria oscuridad a aquellos que escasos momentos antes brillaban ante el mundo. Focos y letras creados por y a mayor gloria de Swan, aparente hombre orquestra sin otro talento que el del buen olfato para los negocios y el despotismo, fruto del enorme poder acumulado durante los años mediante su sello discográfico Muerte, y que en El fantasma del Paraíso se imbuye de unas características que más allá de su legendaria fama resumida algo más arriba, y de los tumbos mefistofélicos del desarrollo argumental del film de De Palma que se desgranarán más abajo, lo convierten en algo más que una estrella: hacen de él un todopoderoso demiurgo. Probablemente por eso, la primera vez que su presencia se hace notar en el film de De Palma no es mediante una aparición física dentro del plano, sino solapándose con la mirada del público en una cámara subjetiva que marca decisivamente el tono y hasta cierto punto el fondo de una película tremendamente heterogénea que funciona a dos niveles complementarios, uno estructural y el otro puramente narrativo, funcionando siempre en paralelo, sin que uno eche a perder los logros del otro y, mejor aún, sin restarle ligereza a un conjunto en el fondo tan complejo como fácilmente disfrutable. El fantasma del Paraíso da comienzo con una mirada, la de Swan, que pronto y coherentemente se revela hecha del mismo fango con el que se modela la  historia del desgraciado Winslow Leach (William Finley), enfermizo co-protagonista de el film de De Palma cuya trágica historia vertebra la trama de una película que aglutina numerosas influencias tanto argumentales como estilísticas de difícil ensamblaje. Así, el joven compositor ve como su elaborada obra, una cantata que adapta el mito de Fausto a los nuevos tiempos de la década de los setenta, es primero alabada por su admirado Swan, luego arrebatada con buenos modales por un violento esbirro de este (George Memmoli), y finalmente convertida en un nuevo producto: una Ópera-rock firmada por el todopoderoso ingeniero musical con la que pretende inaugurar su palaciego Paraíso. Pero Winslow se revuelve como una mosca en una tela de araña y, tras enamorarse de la guapa Phoenix (Jessica Harper) al conocerla durante una de las audiciones/orgías organizadas por Swan para encontrar a las coristas perfectas para su Fausto, reclama lo que es suyo recibiendo a cambio un varapalo policial (propinado por los actores Walter Foster y Peter Harrell) y su consiguiente encierro en la prisión de Sing-Sing por tenencia ilegal de drogas depositadas en su mochila por los corruptos agentes de la ley. Allí, y como parte de un programa sardónicamente voluntario subvencionado por el propio Swan destinado a promover la más radical de las posibles higienes bucales, le son extirpados todos los dientes, dejando a su antiguo propietario en un estado próximo a la muda catatonía. Pero tras este gratuito y desmadrado via crucis, resumidísimo en el film de De Palma con una envidiable capacidad de síntesis y un continuo baile de cortinillas en el montaje, un enloquecido Winslow huye y busca a Swan en la sede de su sello discográfico Muerte, donde es  brutalmente deformado al caer accidentalmente en una prensa de vinilos que le provoca serias quemaduras que abrasan su laringe y convierten la mitad de su rostro en una espantosa mueca que hace huir a todo aquel que le pone los ojos encima. Convertido en un dolorido monstruo que lejos de ceder ante la adversidad se reafirma en sus vengativas intenciones hacia Swan, Winslow se oculta en las profundidades del Paraíso con la finalidad de boicotear el flamante estreno del productor musical, que ante la creciente amenaza que supone el ofendido compositor de su inminente Fausto, intenta aplacar su ira mediante una oferta que será incapaz de rechazar… y que firmará con sangre.

Como puede verse, El fantasma del Paraíso no es sólo un film cuyo fondo aglutina en su seno la fácilmente inestable combinación de humor negro, horror, romance y una pátina satírica alrededor de los turbulentos tejemanejes de la industria del espectáculo sino que, en una pirueta aún más arriesgada, maneja con alegre desparpajo géneros cinematográficos tan dispares como pueden su aparente acepción al cine musical, sacado a colación en los cuantiosos y excelentes temas que trufan el metraje del film como pequeñas islas que no desestabilizan el conjunto de El fantasma del Paraíso al tener  lugar sobre un escenario, numerosas convenciones del cine de terror clásico y moderno[2], y un continuo rumor de comedia bufa que no obvia ni el humor grotesco ni recursos formales como imágenes aceleradas o contundentes elipsis hechas mediante las mencionadas cortinillas generadoras de divertidos contrastes tonales tan meritorios  como no siempre del todo conseguidos. Afortunadamente, esta volátil condición de pastiche formal y/o genérico de El fantasma del Paraíso, encuentra su nada fácil equilibrio en la mefistofélica figura de Swan, cuya mirada infecta la lógica del film de De Palma de otra muy próxima en motivos argumentales y personajes a la de la música, con su letra y melodía, de la banda sonora de El fantasma del Paraíso. Una estrategia repetida en muchos de los momentos de la película, que plantea que la mayoría de elementos de la trama argumental encuentren su eco en la propia estructura del film, en la naturaleza de la película como construcción. De este modo, el mito de Fausto, más allá de ser una de las muchas citas culteranas del film[3], sirve primero a Winslow y Swan como inspiración para llevar a cabo respectivamente la cantata y Ópera-rock definitivas, y es igualmente utilizado por De Palma como molde  argumental de El fantasma del Paraíso. Pero,  como se dice algo más arriba, no es el único elemento que encuentra su lugar en la construcción del film: de hecho no hay prácticamente una sola de todas las magníficas canciones entonadas en la película que no retrate a través de sus letras el mundo en el que tiene lugar el film de De Palma, o augure el porvenir de algunos de sus personajes. Todo en El fantasma del Paraíso supone un doble juego, el que tiene lugar dentro de la ficción, real para los personajes que la habitan, y su eco, que alcanza a la propia construcción de una película plagada de espejos físicos y metafóricos que evidencian algunos de los mecanismos dramáticos y narrativos que la sustentan, sin que ello merme un ápice la agilidad de la película de De Palma, hasta formar parte indivisible del fatalismo que atrapa a sus personajes.

Ya desde el inicio, y como se apuntaba algo más arriba, la figura de Swan se establece como una posible transmutación dentro de la ficción de la mirada del público y al mismo tiempo e inicialmente de forma indivisible, del director: El fantasma del Paraíso abre sus puertas con un número musical de letra arquetípica llevado a cabo por el grupo estrella del productor, los Juicy Fruits (formado por Archie Hahn, Jeffrey Commanor y Peter Elbling), inmediatamente después de la loa que contextualiza la legendaria figura de Swan (narrada por el mítico Rod Serling[4]) en una película que de este modo se plantea a sí misma como tal, como narración de épica y trágicos términos comparables en su tono a algunas de las canciones que se escucharán en la película. Pero al finalizar el algo burlesco número de la banda musical subvencionada por Swan, éste se revela no como un concierto, sino como un ensayo llevado a cabo bajo la atenta mirada de despótico empresario musical que lo contempla y gobierna todo desde fuera de un plano situado a la altura de sus ojos. Esta estrategia formal y narrativa basada en la subjetividad se repite más adelante con algunas variaciones: tras la catastrófica cadena de accidentes que convierten a Winslow en un monstruo profundamente resentido y furioso con el causante de todas sus desgracias, De Palma muestra su entrada en Paraíso mediante una nueva cámara subjetiva que además de describir levemente las interioridades del proceloso negocio musical gobernado por el diabólico Swan, también presenta una visión completamente diferente del mundo a la que se mostraba antes bajo la mirada, mostrada en cámara subjetiva, del productor. Si aquella se situaba en las alturas y suponía el inicio de un primer tramo del film en el que Swan era objeto de adoración, ésta tiene lugar entre las mucho más desagradecidas bambalinas, las cloacas del espectáculo en el que alguien tan inocente como Winslow Leach no tiene cabida pese a lo imprescindible que resulta por sus capacidades creativas. Pero más allá de la relación establecida entre ambos hombres a partir de dichos planos, tanto en sus similitudes en lo que a provocar un impulso de identificación con el público como en sus diferencias, tantas como las existentes entre los dos momentos de la película en la que están situados, ambos planos revelan la existencia de dos puntos de vista sobre los que se sustenta una película en la que la trágica, o artística, seriedad de su fondo, representada por el maltratado Winslow, se enfrenta desigualmente con la prefabricada, lujosa, y rematadamente frívola en su consciente control de los resortes dramáticos de la película, propia de Swan. Igualmente, la brutal deformidad de Winslow se nos oculta gracias a esta toma subjetiva, cuya duración alcanza hasta que encuentra el casco con el que se protegerá de las repelidas miradas de aquellos con los que se cruce dándole además un aire casi superheroico, quizás porque tal y como le ocurre a Swan, en el mundo de El fantasma del Paraíso no hay lugar para la fealdad sino es bajo una sinuosa estilización, ni tampoco para el dolor sino es como espectáculo dramático. Así la existencia del compositor se ve relegada a la de un ser perseguido y monstruoso, en una gozosa inversión del maniqueísmo moral que identifica bondad con belleza y juventud y que en el film de De Palma se plasma en un Orden en el que lo frívolo, personificado en un Swan eternamente joven, consciente y creador de dicho maniqueismo, ha ganado la partida. Porque El fantasma del paraíso se sostiene por encima de todo como un maravilloso espectáculo, dotado de un ritmo endiablado y casi musical, y un melodramático sentido del romanticismo que encuentra su afortunada red de seguridad en un envoltorio visual que como se decía algo más arriba traspasa la superficie de las imágenes de la película hasta convertirse en un elemento dramático más, sino el mayor de todos ellos, de la película. 

El fastuoso universo puesto por De Palma ante el público, supone una realidad irrefutable: el mundo pertenece a Swan y sólo puede disfrutarse, y de hecho y gracias a De Palma se disfruta mucho, desde su cínica óptica. Pero para poder completar la tragedia que toda epopeya rock (con el Fausto  de Winslow y más tarde de Swan a la cabeza) necesita, la figura del Fantasma resulta imprescindible, así como la ridiculización de muchos de los elementos del mundillo musical, igualmente necesarios como contrapunto a la pureza artística de Winslow. El hilarante personaje de Beef (un divertidísimo Gerrit Graham) supone la cúspide de la acidez que se desprende de la película en su crematística visión de la música entendida como negocio: de aires salvajes absolutamente ridículos, la muerte del cantante llamado a crear tendencia bajo el ala de Swan es probablemente por ello plasmada como un acto de absurda justicia poética. Un espectáculo que culmina con un asesinato vitoreado por los descerebrados espectadores del concierto y que enfrenta a un Winslow resurgido (creado) de sus cenizas con un aspecto modernamente steampunk gracias a Swann, con su paródica Némesis: un Beef que imita los andares del Monstruo de Frankenstein cinematográfico inmortalizado por Boris Karloff tras un número musical en el que los miembros de Juicy Fruits fingen recomponerlo con pedazos de otros cuerpos. Más allá del posible enfrentamiento entre la tradición parodiada (con un Beef imitando al Monstruo de Frankenstein en un decorado que remite al expresionismo y al caligarismo cinematográfico del cine de horror de los inicios del cine que es destruido por una visión moderna de lo monstruoso), esta secuencia contrapone la melodramática tragedia personal de Winslow con una bufonesca visión del mundo del espectáculo que es pura superficialidad pero que se necesitan la una a la otra para existir. Dos planos hacen confluir ambas visiones, la  que vertebra la alegremente amoral existencia del literalmente desalmado Swan por un lado, y la que contempla la abnegada y trabajadora vida de un esclavizado Winslow reducido a un mero aunque muy destructivo y rebelde peón de los designios del endiosado productor por el otro: el primero de ellos tiene lugar en una de las múltiples y maravillosas set-pieces sembradas por De Palma por todo el metraje de El fantasma del Paraíso, y que aquí muestra a Swan vagando por su mansión inmediatamente después del primer atentado de Winslow, convertido ya en el Fantasma, que ha acabado con la vida de uno de los irritantes miembros de los Juicy Fruits. La cámara sigue sus pasos por un laberinto de espejos que le devuelven al narcisista productor la eternamente joven imagen que ha pagado con su alma, y se detiene cuando éste abre uno de sus reflejos, que oculta una sala de proyecciones en su interior, mostrando al cerrarse tras él la figura reflejada del Fantasma vigilando a Swan desde un imposible punto de vista subjetivo. Un plano que vincula a los dos, identificando a compositor y productor como dos caras de una misma moneda, o dos visiones del mundo que se retroalimentan en una sola, refutada algo más adelante cuando ambos asistan en colaboración al casting para elegir a la cantante que pondrá voz a lo compuesto por Winslow en la inauguración de la mansión construida por Swan. En esta secuencia, que parece planteada a mayor gloria de la actriz Jessica Harper que se hará finalmente con el privilegio de cantar en el número mayor del acto, De Palma introduce una toma ambiguamente subjetiva. Una extraña toma en la que la joven canta al público, mirándolo directamente con ánimo de seducirlo, y que difícilmente podría considerarse como subjetiva en el sentido ortodoxo desde el momento en que no hay ningún personaje en el lugar desde donde se toma el plano… A menos que se considere este intento de seducción, completamente desacomplejado por descarado, como un intento de meterse al público del film en el bolsillo, igualándolo en su fascinación por la chica con unos Winslow y Swan prendados de la voz de la muchacha. Así, el plano deja de ser estrictamente subjetivo en lo físico para funcionar en un terreno de identificación, a partir de un recurso propio del subjetivismo, emocional vinculado con el los dos hombres que se deleitan con la voz de la chica desde las alturas, en un instante extrañamente sensual dentro de una película marcada por una cierta frialdad fruto de su  nada complaciente retrato de un conjunto de personajes que oscilan entre lo manipulador y lo obsesivo, pero que dentro del film funcionan, al igual que sus respectivas formas de entender el mundo, de forma complementaria.

Swan es un despota seductor, un Dios hedonista que se ha adueñado del mundo y su forma de entenderlo hasta el utilitarismo más brutal capaz de infectar hasta las almas más cándidas como la de una Phoenix que se emborracha de los oropeles del mundo del espectáculo sin oponer excesiva resistencia, y la patética figura de Winslow despierta más compasión que simpatía, sentimiento que sólo logra despertar en el espectador de El fantasma del Paraíso cuando logra saciar su venganza contra un mundo marcado por la más rematada y autosatisfecha estupidez mientras que durante el resto del metraje se comporta como un obsesivo narcisista que sólo se preocupa de su obra sin prestar la más mínima atención al mundo que lo rodea. Quizás debido a esta frialdad, que acaricia un cierto grado de crueldad cuando se trata de reflejar cómicamente las incontables perrerías a las que se somete a Winslow -los planos que lo muestran malherido tras el accidente con la prensa de vinilos son escalofriantes- o en las muertes de los músicos que caen bajo la rencorosa furia del Fantasma –tratados pese a todo con un mayor sentido del humor- El fantasma del Paraíso puede resultar una película estimulante y bella en lo visual, pero algo coja en lo que a tensión se refiere en las escenas en las que el enmascarado atenta contra el legado musical de Swan. En algunas de ellas, aunque todas estén perfectamente ejecutadas, De Palma utiliza su querido recurso formal de la pantalla partida, mediante el cual es capaz de seguir las bufonescas actividades terroristas del Fantasma mientras muestra a las inconscientes víctimas de los inminentes atentados ajenos a la que se les viene encima. Pero lejos de crear tensión, y en gran parte debido al mentado desapego que generan unos personajes interesantes pero arquetípicos y escasamente simpáticos, El fantasma del Paraíso juega estos instantes de forma más descriptiva que emocional. Es en el primero de los ataques del Fantasma, con el que revela su existencia tanto a Swan como a un desde ese momento permanentemente amenazado mundillo musical, donde este ánimo descriptivo se hace más evidente: al mismos tiempo que se muestra la cuenta atrás anunciada por un plano que muestra unos cartoonescos cartuchos de dinamita adosados a un reloj de aguja siendo introducidos en un coche que es parte del decorado del enésimo ensayo del Fausto cantado por los Juicy Fruits, De Palma se regodea en retratar en la otra mitad de la pantalla a la atontolinada troupe musical que está a punto de saltar por los aires bajo la atenta mirada de Swan. Pero curiosamente, y una vez el falso automóvil es pasto de las llamas y un par de cadáveres siembran el escenario, ni De Palma ni Swan parecen mínimamente interesados en las víctimas, sino que observan el agitado telón tras el que el Fantasma ha huido regodeándose en su sanguinaria victoria, pudiendo el espectador de El fantasma del Paraíso contemplar en un mismo plano, y gracias a la pantalla partida que ha mostrado tanto el punto de vista del Fantasma como el de Swan, simultáneamente durante toda la secuencia, la extrema frialdad del empresario para con sus trabajadores… equiparable a la sequedad criminal del Fantasma.

Relacionados constantemente desde el apartado visual del film, el retrato de los dos hombres, hecho siempre desde dos perspectivas muy diferentes entre lo que a grado de poder se refiere pero que se necesitan la una a la otra para poder existir, establece algunas similitudes entre Swan y Winslow que desembocan en una relación de dependencia creativa que los asemeja aún más en su obsesión por llevar a cabo su Obra Magna pese a quien pese. Así, si De Palma muestra casi simultáneamente  y mediante montajes en paralelo la rutina creativa del Fantasma, con secuencias en las que los fundidos y los juegos de imágenes se conjugan en una artificiosa pero muy lograda musicalidad visual que muestra ensoñadoramente los anhelos de Winslow, intercalándose con las de Swan, mostrado en una no menos hábil secuencia, coherentemente más física dado el poder de un hombre capaz de hacer reales todos sus deseos, que muestra a diferentes conjuntos musicales, todos y cada uno de ellos representantes de un variable musical distinta, apareciendo de entre las sombras a golpe de capricho del productor. Aunque pronto aparecen las más que notables diferencias mediante un nexo de unión entre ambos hombres perfectamente plasmado en imágenes y sonido por el realizador de El fantasma del Paraíso. Si desde el inicio del film y ya en el guión, Swan se plantea como diabólico demiurgo de El fantasma del Paraíso, película que tiene lugar en un mundo prácticamente construido por él y para su deleite personal, a partir de ahí todo es producto de su decisión, sensibilidad y algo kitsch sentido del espectáculo. Un arrebatador show regido por una serie de códigos dramáticos musicales que acaban sometiendo brutalmente a Winslow, convertido en un producto parte de la maquinaria de esta mentada escala de (anti)valores. Así, todos los elementos de la película remiten a la todopoderosa figura del productor, capaz de finiquitar o ensalzar una carrera con un chasquido de dedos que hace temblar todo el negocio musical del momento. Coherentemente, no hay prácticamente una sola secuencia en la película en la que Swan no sea sacado a colación, ya sea de nombre y a partir de los diálogos o mediante alguno de los muchos elementos del film como pueden ser la excelente iluminación de tonos maravillosamente horteras, o la no menos talentosa dirección artística de la película que hacen del casco con el que Winslow oculta su fealdad uno de forma aguileña tras el que pretende destruir a un hombre cuyo icono discográfico es el del cadáver de un canario. De este modo, el trágico personaje de Winslow no sólo es víctima del desprecio de Swan ante todos aquellos que se interpongan en su camino hacia el éxito una vez ha conseguido la ansiada partitura escrita por el futuro Fantasma del Paraíso, sino que después es adecuado para los fines del productor, un concepto condensado en una brillante escena del film en la que Swan reconstruye a un Winslow que previamente ha sido destruido por el productor, convirtiéndolo en una figura trágica capaz de elevar su obra, así como El fantasma del Paraíso, al nivel de torturado romanticismo deseable.

Mediante un conjunto de sintetizadores que sardónicamente convierten los metálicos gruñidos del Fantasma en una voz relativamente comprensible, Swan recupera el habla de Winslow para sus propios e innobles fines[5], y De Palma ratifica la condición de creación del Fantasma, como parte de un engranaje dramático irónicamente consciente de sí mismo y también garante de una tradición de la que El fantasma del Paraíso no deja de burlarse intermitentemente, siendo tanto una mofa como una perpetuación de determinados lugares comunes, a caballo entre el clasicismo y la modernidad personificada por De Palma. Así, y más allá de las mentadas tomas subjetivas, o de la proliferación de instantes en los que un personaje observa a o es observado por otro de los muchos que moran por los dominios de Swan que se diría que se extienden por todos los confines de la película, uno de los elementos más curiosos y también más definitorios de esa autoconciencia de la que hace gala el film de De Palma reside en las numerosísimas cámaras de seguridad que graban silenciosamente todo lo que ocurre en Paraíso y que pueden ser vistas por Swan cuando así lo desee. Bajo este punto de vista, la condición de El fantasma del Paraíso de película que podría construirse a partir de las grabaciones hechas desde las cámaras de seguridad de Paraíso tal y como se deduce de algunas secuencias cuyos planos se repiten más tarde, mostrándose de nuevo a ojos del público pero como parte de un visionado llevado a cabo por Swan, provocan una impresión de premeditación, de sabia utilización de los recursos dramáticos más elementales sobre los que se sustenta el film de De Palma, contemplados como tales no ya como cimientos cinematográficos, sino desde la propia ficción. Llevando un poco más lejos este razonamiento, no resulta extraño que una vez Winslow ve frustrado su suicidio debido al diabólico contrato ofrecido por Swan, en el que firmaba cediéndole sus servicios “por toda la eternidad”, e intenta asesinar a su arrendatario, éste se ría de él espetándole: “¡Yo también tengo un contrato!”. Diálogo que aunque pueda verse como un nuevo y sorprendente giro de guión que en manos de otro realizador menos dotado se habría desintegrado en su traslación a imagen y sonido, cuaja por su vigorosa puesta en escena, reforzada en su fatalismo al ser una conversación mantenida entre dos personajes conscientes de su lugar en una trama movida por un único motor: el espectáculo de base musical que jamás debe detenerse y del que nadie debe apearse sin antes haber cumplido su función. Justo antes de esa dramática revelación, proferida bajo una gótica tormenta que hace de los dos personajes de Winslow y Swan la variable pop de una pareja de seres malditos, De Palma arma una (de nuevo) magnífica set-piece en la que muestra al Fantasma asomándose por una claraboya desde la que espía a Phoenix y Swan retozando en una enorme cama, en un nuevo ejemplo del film en el que uno o varios personajes son observados por otro paralizado por la impotencia propia de su papel de espectador. Pero esta estrategia formal, que por supuesto alcanza a este lado de la pantalla al hacer de Winslow un trasunto del papel del espectador cinematográfico, se retuerce sobre sí misma hasta alcanzar una mayor altura al mostrar sobre el Fantasma una cámara de seguridad que es activada por Swan, para así poder ver en un televisor situado junto a su cama la espalda de Winslow encorvada sobre el enorme ventanal que protege a los dos amantes del agua de la lluvia que cae incesantemente y, un poco más allá, a él mismo tumbado en la cama junto a Phoenix. Pero, no conforme con eso De Palma riza el rizo y sitúa de nuevo el plano sobre el Fantasma, desde la cámara de seguridad controlada por Swan, permitiendo al público (y por ende a un Winslow convertido en un voyeur delatado por el productor), contemplar la espalda del enmascarado azote de Paraíso, a Swan y Phoenix en la cama, y en la pantalla situada frente a ellos la misma imagen de los tres repetida infinitamente. En esta retorcidísima secuencia alimentada por un malévolo Swan que, consciente del dolor que provoca en Winslow el ver a su amada Phoenix en sus manos, se regodea en sus caricias con la chica, De Palma hace algo más que señalar con el dedo a un espectador pillado con las manos en la masa y por tanto revelando lo prefabricado de la narración de la película, construida para el público como manipulación, también avanza el fatalismo de la película al espetar al Fantasma su condición de pieza, de personaje al servicio de una determinada intencionalidad dramática de idéntica importancia tanto para la operística visión del mundo de Swan, como para la película de De Palma infectada en todos sus aspectos del tono musical y el utilitarismo dramático del productor sin que lo teórico ponga palos en las ruedas al gran entretenimiento que siempre es El fantasma del Paraíso.

Bajo este punto de vista, no deja de ser harto coherente el que el sobrenatural contrato que une de por vida a productor y compositor, sólo se rompa cuando la película en la que se graba la firma del texto en el que Swan logra conservar su juventud por los siglos de los siglos a cambio de su alma, sea destruida, en una nueva asunción afortunadamente desprovista de visos pedantes y perfectamente integrada en la trama de El fantasma del Paraíso en la que los personajes viven o mueren como tales y dentro de una película, o una Obra filmada, que es todo el mundo que conocerán, gobernado por unas fuerzas que escapan a su control pero que no cesan de utilizarlos para componer la Ópera-Rock definitiva. Por todo lo comentado y a partir de esta distancia tonal, que repito forma parte indivisible de la narración de El fantasma del Paraíso, sin desviaciones teóricas de ningún tipo sino como elementos indisociables a la trama del film, De Palma se sitúa hábilmente entre dos aguas que acaban por confluir en un solo y trágico caudal al final de la película. Es entonces, en un apabullante y emotivo crescendo, cuando El fantasma del Paraíso se desata abrazando el exacerbado romanticismo que cierra con un broche de oro el melodrama que anhelaban tanto Swan como De Palma, aunque sea a costa del primero: con un terrorífico y mortal productor, que muestra su monstruosidad interior al público una vez la película que contiene su pacto con el diablo ha sido reducida a ceniza, la película abandona la divertida y distante frivolidad de la que había hecho gala hasta ese momento para mostrar un retrato del cinismo que revaloriza, y a conciencia, el torturado drama que late bajo El fantasma del Paraíso. Sobre un escenario sobre el que Swan pretende contraer matrimonio con Phoenix para después asesinarla como parte del espectáculo definitivo, el productor es primero apuñalado por un Winslow que al acabar con la vida de su contratista abre las heridas que se había provocado en su anterior intento de suicidio. Pero el Fantasma es  pronto relevado por la turba incontrolada de groupies de Swan que, creyéndolo parte del espectáculo, apuñalan a su vez al gurú musical, alzando en brazos su moribundo cuerpo a modo de grotesca celebración. Por otro lado, Winslow también pierde su máscara y agoniza reptando por el suelo buscando consuelo en una horrorizada Phoenix y seguido muy de cerca por un espectador del dantesco espectáculo que se arrastra junto al moribundo Fantasma imitando sus gestos y muecas de dolor antes de caer junto a la cantante, que lo abraza mientras a su alrededor el caos y la fiesta se desatan sobre los dos muertos que yacen en el escenario. Es la victoria final de Swan, que fallece víctima de un mundo creado por él mismo sobrevivido por su diabólica sensibilidad que lo ha convertido todo en un espectáculo en el que el asesinato o la tragedia de Winslow es vista como una parte indisociable del mismo, el número final de la monumental pirotecnia que es El fantasma del Paraíso. Un show en el que lo feo y lo grotesco deben desaparecer, y la vejez descarnada de Swann no tiene lugar, un universo que no ofrece otra alternativa que la de morir joven dejando un bonito cadáver o vender nuestra alma a un diabólico Rock n’Roll, según una mitología dramática, actualizada y perpetuada por Brian De Palma, que sólo desde el contagioso sentido de la juerga de El fantasma del Paraíso puede mostrar la magnitud, y la belleza, de la tragedia de Swan y Winslow Leach. 
Dentro y fuera, una vez más.

Título: The Phantom of the Paradise. Dirección y guión: Brian De Palma. Producción: Edward R. Pressman. Dirección de fotografía: Larry Pizer. Montaje: Paul Hirsch. Música: Paul Williams. Año: 1974.
Intérpretes: William Finley (Winslow Leach/Fantasma), Paul Williams (Swan), Jessica Harper (Phoenix), Gerrit Graham (Beef), George Memmoli (Philbin).



[1]Para los que deseen leer una somera biografía y filmografía del realizador y guionista de El fantasma del Paraíso, pueden hacerlo en una de las notas al pie de la entrada dedicada a su último film hasta la fecha: Passion, publicada en este blog en el mes de octubre del pasado año 2013.

[2]Más allá de los obvios paralelismos con algunos de los lugares comunes del cine de terror clásico de la Universal, con monstruosos personajes perseguidos y maltratados por aquellos que los rodean, existen algunas referencias directas a películas más concretas. La más obvia de ellas es la referencia directa en forma de divertido chiste a costa de Alfred Hitchcock, uno de los maestros del director de El fantasma del Paraíso bajo cuya sombra rodó gran parte de su carrera, y más concretamente sobre Psicosis. Prácticamente una parodia de la inolvidable escena del asesinato en la ducha del clásico de Hitchcock que por entonces sólo contaba con catorce años de antigüedad, pero con incontables seguidores dentro del mundo del cine, la escena en la que el Fantasma ataca al hilarante Beef, obligándole a dejar de cantar sus partituras en la ducha se beneficia del delirio visual que fortalece toda la película y de un sentido del humor tan desarmante que funciona a las mil maravillas. Más allá de este instante, la figura del voyeur tan querida y usada por Hitchcock en su cine se desparrama no sólo por toda la película, sino prácticamente por toda la carrera del realizador de El fantasma del Paraíso, considerado por muchos como el más hitchcockiano director de la Historia del Cine después del propio autor de Psicosis. Además, De Palma asegura haberse inspirado en una escena de la magistral Las zapatillas rojas (analizada en una entrada de este blog en el mes de marzo de 2014) para llevar a cabo la que describe el casting en el que Phoenix es elegida como corista del Fausto de Swan, bajo la adoradora mirada de Winslow. Más allá de la posible inspiración de determinadas escenas del clásico de Michael Powell y Emmerich Pressburger, Swan no deja de ser una prolongación festiva de la amarga figura de Julian Craster, demiurgo a su vez de Las zapatillas rojas, y la arrebatadora estética de aquella película muy probablemente fue una fuente de de inspiración más para el pletórico colorismo de El fantasma del Paraíso.

[3]A nadie se le escapa que, tanto en algunos aspectos visuales como sobretodo en los argumentales, El fantasma del Paraíso toma una parte importante de su argumento y estructura del clásico literario de Gaston Leroux El fantasma de la Ópera, aunque adaptándose a los nuevos tiempos e incorporando un par de influencias argumentales más, como la del monstruo de Frankenstein que acaba siendo un Winslow reconstruído por Swan, que curiosamente sientan como anillo al dedo a determinados parámetros de la cultura del pop-rock: el mentado y constantemente reinterpretado Fausto y otro texto literario con la eterna juventud como idéntico tema de fondo, el clásico de Oscar Wilde El retrato de Dorian Gray. Los tres textos, declarados por De Palma como ineludibles ingredientes para la escritura del guión de El fantasma del Paraíso, ayudaron a vertebrar la idea surgida de la cabeza del director durante un viaje en ascensor en el que pudo escuchar como hilo musical un tema de los Beatles convertido en un funcional easy-listening. Allí planeó un largometraje que recogiese la herencia de determinado cine musical pero de forma heterodoxa, pudiendo hacer de una sola canción varias versiones bajo los más diferentes estilos tal y como queda plasmado en el resultado final de El fantasma del Paraíso. De Palma escribió la primera versión del guión a cuatro manos junto con Louise Rose, que ya había colaborado en el libreto de su película anterior Hermanas, con la idea de que lo llevase a cabo su productor habitual hasta el momento, Martin Ransohoff. Pero finalmente, y ante la negativa de éste, De Palma tendió puentes con Edward R. Pressman, al que gustó el alocado tono de un proyecto que acabaría por producir. Pero el pastiche genérico de El fantasma del Paraíso terminó por jugarles una mala pasada a sus máximos responsables: si bien la oferta inicial de los derechos de exhibición de la película a la 20th Fox fue redonda a decir de De Palma (el film costó un millón doscientos mil dólares y la distribuidora ofreció dos millones para proyectarla), las incontables voces que exigían que se les pagara en materia de derechos de autor por lo visto en pantalla fueron un auténtico quebradero de cabeza que redujo considerablemente los beneficios. Los mandamases de la Universal vieron en El fantasma del Paraíso un plagio de un personaje y una novela cuyos derechos les pertenecían, y fue necesario el pago de medio millón de dólares para zanjar el asunto. La Fox, asustada, redujo su oferta hasta el millón y medio de dólares pese a la opinión generalizada de que El fantasma del Paraíso haría montañas de dinero. Además, la película de De Palma tuvo que cambiar su nombre original Phantom, ante la amenaza de denuncia proferida por los creadores del cómic de idéntico nombre, empantanado aún más un estreno que jamás llegaba, y que cuando lo hizo, fue un estrepitoso fracaso en los EEUU. Aunque como ha ocurrido en muchas ocasiones, la película funcionó considerablemente bien en Europa y a día de hoy, tanto El fantasma del Paraíso como su excelente banda sonora son objeto de justo culto.

[4]De Palma jugó aquí sobre seguro: Serling fue el creador y presentador de la mítica serie The Twilight Zone, haciendo las veces de maestro de ceremonias en cada nuevo episodio del excelente serial alrededor de lo fantástico, el terror y, en líneas generales, lo extraño. Su presencia, siempre entrajado y de aspecto formal, al principio de cada entrega dotaba de una serenidad a lo que los televidentes estaban aún por ver en sus pantallas que hacía aún más creíbles los estupendos guiones que hicieron de The Twilight Zone un clásico de la televisión de todos los tiempos, y eso fue lo que, a decir de De Palma, lo hizo la persona idónea para inaugurar la macedonia tonal de El fantasma del Paraíso. Según De Palma, y aprovechando el posicionamiento automático del público ante lo que estaba viendo sólo por lo indivisible de la voz de Serling con lo tenebroso: El fantasma del Paraíso es una mezcla de tres géneros: la película de miedo, el musical y la comedia. Y era necesario que el espectador se diese cuenta de ello enseguida. El prólogo, lúgubre e inquietante, anuncia la película de miedo. Y luego, el raccord brutal con la secuencia de los créditos y la canción de los Juicy Fruits empalmaba con el musical y con la comedia. Esa mezcla resulta siempre muy difícil.”

[5]Para más inri, la voz que Swan logra modular de las abrasadas cuerdas vocales de su deformado súbdito no es la de Winslow, sino ¡la suya! En una coherente y puede que involuntaria pirueta, la voz del actor Paul Williams que encarna a Swan es la que suena hasta en el primer tema de Winslow que puede oírse en el film, haciendo así del pobre desgraciado que trabaja a sus órdenes poco menos que una marioneta de ventrílocuo dotada de la melodiosa voz del actor, inicialmente implicado en la película en calidad de compositor de su magnífica banda sonora. Williams, que a lo largo de los años se ha labrado una reputada carrera como productor musical de grupos como Three Dog Night, The Carpenters o cantantes de la talla de David Bowie, fue elegido para interpretar a Swan cuando De Palma, tras contratarlo como compositor por su probada versatilidad, vio en su reducida estatura y su oscuro sentido del humor la persona perfecta para encarnar al despótico gurú musical de El fantasma del Paraíso, paradigma del hombre aislado del mundo y encapsulado en una realidad creada por él mismo a su medida. A modo de inspiración, De Palma se fijó en la figura de Howard Hugues, la suya propia como director cinematográfico a Hugh Heffner, fundador de la revista Playboy, o incluso con Walt Disney, todos ellos resumidos en una sola frase por el realizador de El fantasma del Paraíso:Si deciden levantarse a las seis de la tarde, a las seis de la tarde empezará el día para los que los rodean”. Probadas las capacidades interpretativas de Williams y al cabo de tres años, el actor que encarnó a Swan se hizo con un Oscar por la canción Evergreen, aparecida en la película Ha nacido una estrella, a mayor gloria de Barbara Streisand, y consiguió un mayor y anónimo reconocimiento por parte del público como compositor de la careta musical de ¡Vacaciones en el mar! En el caso de los Juicy Fruits, banda musical esponsorizada por Swan, los actores que interpretaban a sus atontolinados miembros formaban parte de un grupo de teatro musical especializado en improvisaciones sobre el escenario, aunque después de la película formaron una banda de música pop llamada The Groundhogs.

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