Se ha dicho en infinidad de
ocasiones que el Rock n’Roll es el sonido del Diablo. Ya sea en boca de temerosos
ultraconservadores o astutos publicistas, la historia de este género musical sobrevive a través de leyendas
e historias en las que pobres almas pertenecientes al mundo musical cruzan sus
pasos con los de un Satán de excelente oído
y buen olfato para los negocios. El guitarrista Robert Johnson pactó el
vuelco cualitativo de su carrera con el Maligno en el cruce de la autopista 61
con la 44 en Clarksdale, en Mississippi, dando carta de presentación al Blues.
Elvis Presley o un Chuck Berry en permanente estado de éxtasis, que debía
asemejarlo a un diabólico poseso a ojos
de sus más cavernosos críticos, se echaron a la espalda las numerosas críticas
lanzadas desde los más recatados círculos que los señalaban como enviados del
inframundo con el objetivo de mancillar la moral de los más jóvenes mostrándoles
a impúdicos golpes de cadera un nuevo universo de placeres deliciosamente
culpables. Y no fueron los únicos de una lista que engorda, trivializándose,
con el tiempo: desde sus Satánicas Majestades, o Rolling Stones, como se les
conoce bajo sus nombres de civiles, que parecen haber pactado la eterna
juventud para su líder vocal Mick Jagger, la imagen prefabricadamente oscura y
provocativa de Alice Cooper o el peaje satanista en lo superficial de al menos
una parte del género Hard-rock, certifican la buena disposición hacia el pacto firmado
con sangre por una serie de conjuntos musicales tan míticos como su diabólicas
y rentables tretas para llegar hasta lo más alto. Pero poco se sabe del
todopoderoso Swan. Sin pasado personal pero legendario en lo profesional,
escribió y produjo su primer disco de oro a los catorce años de edad. Y no fue
el único, durante los años que siguieron a este primer éxito, llovieron los
premios y los discos dorados hasta el punto en que el afamado Rey Midas de la
industria discográfica se vio en la tesitura de depositarlo en Fort Knox. Swan
llevó el Blues a Gran Bretaña. Y Liverpool a América, mientras unía el folk al
rock. Su conjunto, los Juicy Fruits, dio vida los nostálgicos ritmos de los
setenta, antes de buscar un nuevo sonido más allá de las esferas musicales para
inaugurar su Xanadú particular. Su Disneylandia. El Paraíso, el último palacio
del Rock. El fantasma del Paraíso es
la historia de la búsqueda de ese sonido, del hombre que lo creó, de la chica
que lo cantó y del monstruo que se lo robó. Bajo estos épicos parámetros, y con
un pie puesto en la loa a la pequeña pero poderosísima figura de Swan (un
excelente y multifacético Paul Williams) y el otro firmemente asentado sobre
algunos de los lugares comunes propios del romanticismo pop, se despliega esta película, escrita y dirigida por el siempre
juguetón pero aquí inusitadamente divertido Brian De Palma[1],
que abre los ojos del espectador a un mundo dividido entre semidioses
terrenales que se vanaglorian de su espurio poder desde un escenario y detrás
de un micrófono, y aquellos pobres parias que extasiados los contemplan soñando
despiertos en ser como sus ídolos mientras estos dan voz a los anhelos más
secretos de su público.
Un plastificado y más que
rentable mecanismo que se retroalimenta creando un privilegiado pedestal capaz
de trascender el más estúpido de los romances de verano, profundos desamores
pasajeros, autosatisfecha incomprensión y esperanzas frustradas, que tan pronto otorga el preciado protagonismo
bajo la luz de los focos para luego arrebatarlo en un abrir y cerrar de ojos, sumiendo
en la más solitaria oscuridad a aquellos que escasos momentos antes brillaban ante
el mundo. Focos y letras creados por y a mayor gloria de Swan, aparente hombre
orquestra sin otro talento que el del buen olfato para los negocios y el
despotismo, fruto del enorme poder acumulado durante los años mediante su sello
discográfico Muerte, y que en El fantasma
del Paraíso se imbuye de unas características que más allá de su legendaria
fama resumida algo más arriba, y de los tumbos mefistofélicos del desarrollo
argumental del film de De Palma que se desgranarán más abajo, lo convierten en
algo más que una estrella: hacen de él un todopoderoso demiurgo. Probablemente
por eso, la primera vez que su presencia se hace notar en el film de De Palma
no es mediante una aparición física dentro
del plano, sino solapándose con la mirada del público en una cámara subjetiva
que marca decisivamente el tono y hasta cierto punto el fondo de una película
tremendamente heterogénea que funciona a dos niveles complementarios, uno
estructural y el otro puramente narrativo, funcionando siempre en paralelo, sin
que uno eche a perder los logros del otro y, mejor aún, sin restarle ligereza a
un conjunto en el fondo tan complejo como fácilmente disfrutable. El fantasma del Paraíso da comienzo con
una mirada, la de Swan, que pronto y coherentemente se revela hecha del mismo
fango con el que se modela la historia
del desgraciado Winslow Leach (William Finley), enfermizo co-protagonista de el
film de De Palma cuya trágica historia vertebra la trama de una película que
aglutina numerosas influencias tanto argumentales como estilísticas de difícil
ensamblaje. Así, el joven compositor
ve como su elaborada obra, una cantata que adapta el mito de Fausto a los nuevos tiempos de la década
de los setenta, es primero alabada por su admirado Swan, luego arrebatada con
buenos modales por un violento esbirro de este (George Memmoli), y finalmente
convertida en un nuevo producto: una Ópera-rock firmada por el todopoderoso
ingeniero musical con la que pretende inaugurar su palaciego Paraíso. Pero
Winslow se revuelve como una mosca en una tela de araña y, tras enamorarse de
la guapa Phoenix (Jessica Harper) al conocerla durante una de las
audiciones/orgías organizadas por Swan para encontrar a las coristas perfectas
para su Fausto, reclama lo que es
suyo recibiendo a cambio un varapalo policial (propinado por los actores Walter
Foster y Peter Harrell) y su consiguiente encierro en la prisión de Sing-Sing
por tenencia ilegal de drogas depositadas en su mochila por los corruptos
agentes de la ley. Allí, y como parte de un programa sardónicamente voluntario subvencionado por el propio
Swan destinado a promover la más radical de las posibles higienes bucales, le
son extirpados todos los dientes, dejando a su antiguo propietario en un estado
próximo a la muda catatonía. Pero tras este gratuito y desmadrado via crucis, resumidísimo en el film de
De Palma con una envidiable capacidad de síntesis y un continuo baile de
cortinillas en el montaje, un enloquecido Winslow huye y busca a Swan en la sede
de su sello discográfico Muerte, donde es brutalmente deformado al caer accidentalmente
en una prensa de vinilos que le provoca serias quemaduras que abrasan su
laringe y convierten la mitad de su rostro en una espantosa mueca que hace huir
a todo aquel que le pone los ojos encima. Convertido en un dolorido monstruo
que lejos de ceder ante la adversidad se reafirma en sus vengativas intenciones
hacia Swan, Winslow se oculta en las profundidades del Paraíso con la finalidad
de boicotear el flamante estreno del productor musical, que ante la creciente
amenaza que supone el ofendido compositor de su inminente Fausto, intenta aplacar su ira mediante una oferta que será incapaz
de rechazar… y que firmará con sangre.
Como puede verse, El fantasma del Paraíso no es sólo un
film cuyo fondo aglutina en su seno la fácilmente inestable combinación de
humor negro, horror, romance y una pátina satírica alrededor de los turbulentos
tejemanejes de la industria del espectáculo sino que, en una pirueta aún más
arriesgada, maneja con alegre desparpajo géneros cinematográficos tan dispares
como pueden su aparente acepción al cine musical, sacado a colación en los
cuantiosos y excelentes temas que trufan el metraje del film como pequeñas
islas que no desestabilizan el conjunto de El
fantasma del Paraíso al tener lugar
sobre un escenario, numerosas convenciones del cine de terror clásico y moderno[2],
y un continuo rumor de comedia bufa que no obvia ni el humor grotesco ni
recursos formales como imágenes aceleradas o contundentes elipsis hechas
mediante las mencionadas cortinillas generadoras de divertidos contrastes tonales
tan meritorios como no siempre del todo
conseguidos. Afortunadamente, esta volátil condición de pastiche formal y/o
genérico de El fantasma del Paraíso, encuentra
su nada fácil equilibrio en la mefistofélica figura de Swan, cuya mirada infecta
la lógica del film de De Palma de otra muy próxima en motivos argumentales y
personajes a la de la música, con su letra y melodía, de la banda sonora de El fantasma del Paraíso. Una estrategia
repetida en muchos de los momentos de la película, que plantea que la mayoría
de elementos de la trama argumental encuentren su eco en la propia estructura
del film, en la naturaleza de la película como construcción. De este modo, el
mito de Fausto, más allá de ser una
de las muchas citas culteranas del film[3],
sirve primero a Winslow y Swan como inspiración para llevar a cabo
respectivamente la cantata y Ópera-rock definitivas, y es igualmente utilizado
por De Palma como molde argumental de El fantasma del Paraíso. Pero, como se dice algo más arriba, no es el único
elemento que encuentra su lugar en la construcción del film: de hecho no hay
prácticamente una sola de todas las magníficas canciones entonadas en la
película que no retrate a través de sus letras el mundo en el que tiene lugar
el film de De Palma, o augure el porvenir de algunos de sus personajes. Todo en
El fantasma del Paraíso supone un
doble juego, el que tiene lugar dentro
de la ficción, real para los personajes que la habitan, y su eco, que alcanza a
la propia construcción de una película plagada de espejos físicos y metafóricos
que evidencian algunos de los mecanismos dramáticos y narrativos que la
sustentan, sin que ello merme un ápice la agilidad de la película de De Palma,
hasta formar parte indivisible del fatalismo que atrapa a sus personajes.
Ya desde el inicio, y como se
apuntaba algo más arriba, la figura de Swan se establece como una posible
transmutación dentro de la ficción de la mirada del público y al mismo tiempo e
inicialmente de forma indivisible, del director: El fantasma del Paraíso abre sus puertas con un número musical de
letra arquetípica llevado a cabo por el grupo estrella del productor, los Juicy
Fruits (formado por Archie Hahn, Jeffrey Commanor y Peter Elbling), inmediatamente
después de la loa que contextualiza la legendaria figura de Swan (narrada por
el mítico Rod Serling[4])
en una película que de este modo se plantea a sí misma como tal, como narración de épica y trágicos términos
comparables en su tono a algunas de las canciones que se escucharán en la
película. Pero al finalizar el algo burlesco número de la banda musical
subvencionada por Swan, éste se revela no como un concierto, sino como un
ensayo llevado a cabo bajo la atenta mirada de despótico empresario musical que
lo contempla y gobierna todo desde fuera de un plano situado a la altura de sus
ojos. Esta estrategia formal y narrativa basada en la subjetividad se repite
más adelante con algunas variaciones: tras la catastrófica cadena de accidentes
que convierten a Winslow en un monstruo profundamente resentido y furioso con
el causante de todas sus desgracias, De Palma muestra su entrada en Paraíso
mediante una nueva cámara subjetiva que además de describir levemente las
interioridades del proceloso negocio musical gobernado por el diabólico Swan,
también presenta una visión completamente diferente del mundo a la que se
mostraba antes bajo la mirada, mostrada en cámara subjetiva, del productor. Si
aquella se situaba en las alturas y suponía el inicio de un primer tramo del
film en el que Swan era objeto de adoración, ésta tiene lugar entre las mucho
más desagradecidas bambalinas, las cloacas del espectáculo en el que alguien
tan inocente como Winslow Leach no tiene cabida pese a lo imprescindible que
resulta por sus capacidades creativas. Pero más allá de la relación establecida
entre ambos hombres a partir de dichos planos, tanto en sus similitudes en lo
que a provocar un impulso de identificación con el público como en sus diferencias,
tantas como las existentes entre los dos momentos de la película en la que
están situados, ambos planos revelan la existencia de dos puntos de vista sobre
los que se sustenta una película en la que la trágica, o artística, seriedad de su fondo, representada por el maltratado
Winslow, se enfrenta desigualmente con la prefabricada, lujosa, y rematadamente
frívola en su consciente control de los resortes dramáticos de la película, propia
de Swan. Igualmente, la brutal deformidad de Winslow se nos oculta gracias a
esta toma subjetiva, cuya duración alcanza hasta que encuentra el casco con el
que se protegerá de las repelidas miradas de aquellos con los que se cruce dándole
además un aire casi superheroico, quizás porque tal y como le ocurre a Swan, en
el mundo de El fantasma del Paraíso
no hay lugar para la fealdad sino es bajo una sinuosa estilización, ni tampoco
para el dolor sino es como espectáculo dramático. Así la existencia del
compositor se ve relegada a la de un ser perseguido y monstruoso, en una gozosa inversión del maniqueísmo moral que
identifica bondad con belleza y juventud y que en el film de De Palma se plasma
en un Orden en el que lo frívolo, personificado en un Swan eternamente joven,
consciente y creador de dicho
maniqueismo, ha ganado la partida. Porque El
fantasma del paraíso se sostiene por encima de todo como un maravilloso
espectáculo, dotado de un ritmo endiablado y casi musical, y un melodramático
sentido del romanticismo que encuentra su afortunada red de seguridad en un
envoltorio visual que como se decía algo más arriba traspasa la superficie de
las imágenes de la película hasta convertirse en un elemento dramático más,
sino el mayor de todos ellos, de la película.
El fastuoso universo puesto por
De Palma ante el público, supone una realidad irrefutable: el mundo pertenece a
Swan y sólo puede disfrutarse, y de hecho y gracias a De Palma se disfruta mucho, desde su cínica
óptica. Pero para poder completar la tragedia que toda epopeya rock (con el Fausto de Winslow y más
tarde de Swan a la cabeza) necesita, la figura del Fantasma resulta
imprescindible, así como la ridiculización de muchos de los elementos del
mundillo musical, igualmente necesarios como contrapunto a la pureza artística de Winslow. El hilarante personaje de Beef (un divertidísimo
Gerrit Graham) supone la cúspide de la acidez que se desprende de la película
en su crematística visión de la música entendida como negocio: de aires
salvajes absolutamente ridículos, la muerte del cantante llamado a crear
tendencia bajo el ala de Swan es probablemente por ello plasmada como un acto
de absurda justicia poética. Un espectáculo que culmina con un asesinato
vitoreado por los descerebrados espectadores del concierto y que enfrenta a un
Winslow resurgido (creado) de sus cenizas con un aspecto modernamente steampunk gracias a Swann, con su paródica
Némesis: un Beef que imita los andares del Monstruo de Frankenstein
cinematográfico inmortalizado por Boris Karloff tras un número musical en el
que los miembros de Juicy Fruits fingen recomponerlo con pedazos de otros
cuerpos. Más allá del posible enfrentamiento entre la tradición parodiada (con un Beef imitando al Monstruo de Frankenstein en un decorado que remite al expresionismo y al caligarismo cinematográfico del cine de horror de los inicios del cine que es destruido por una visión moderna de lo monstruoso), esta secuencia contrapone la
melodramática tragedia personal de Winslow con una bufonesca visión del mundo del espectáculo que es pura superficialidad pero que se necesitan la una a la otra para existir. Dos planos hacen confluir ambas
visiones, la que vertebra la alegremente
amoral existencia del literalmente desalmado Swan por un lado, y la que
contempla la abnegada y trabajadora vida de un esclavizado Winslow reducido a
un mero aunque muy destructivo y rebelde peón de los designios del endiosado productor
por el otro: el primero de ellos tiene lugar en una de las múltiples y
maravillosas set-pieces sembradas por
De Palma por todo el metraje de El
fantasma del Paraíso, y que aquí muestra a Swan vagando por su mansión
inmediatamente después del primer atentado de Winslow, convertido ya en el
Fantasma, que ha acabado con la vida de uno de los irritantes miembros de los Juicy
Fruits. La cámara sigue sus pasos por un laberinto de espejos que le devuelven
al narcisista productor la eternamente joven imagen que ha pagado con su alma,
y se detiene cuando éste abre uno de sus reflejos, que oculta una sala de
proyecciones en su interior, mostrando al cerrarse tras él la figura reflejada
del Fantasma vigilando a Swan desde un imposible punto de vista subjetivo. Un
plano que vincula a los dos, identificando a compositor y productor como dos
caras de una misma moneda, o dos visiones del mundo que se retroalimentan en
una sola, refutada algo más adelante cuando ambos asistan en colaboración al casting para elegir a la cantante que
pondrá voz a lo compuesto por Winslow en la inauguración de la mansión
construida por Swan. En esta secuencia, que parece planteada a mayor gloria de
la actriz Jessica Harper que se hará finalmente con el privilegio de cantar en
el número mayor del acto, De Palma introduce una toma ambiguamente subjetiva.
Una extraña toma en la que la joven canta al
público, mirándolo directamente con ánimo de seducirlo, y que difícilmente
podría considerarse como subjetiva en
el sentido ortodoxo desde el momento en que no hay ningún personaje en el lugar
desde donde se toma el plano… A menos que se considere este intento de seducción,
completamente desacomplejado por descarado, como un intento de meterse al público
del film en el bolsillo, igualándolo en su fascinación por la chica con unos
Winslow y Swan prendados de la voz de la muchacha. Así, el plano deja de ser
estrictamente subjetivo en lo físico para funcionar en un terreno de
identificación, a partir de un recurso propio del subjetivismo, emocional vinculado con el los dos
hombres que se deleitan con la voz de la chica desde las alturas, en un
instante extrañamente sensual dentro de una película marcada por una cierta
frialdad fruto de su nada complaciente
retrato de un conjunto de personajes que oscilan entre lo manipulador y lo
obsesivo, pero que dentro del film funcionan, al igual que sus respectivas
formas de entender el mundo, de forma complementaria.
Swan es un despota seductor, un
Dios hedonista que se ha adueñado del mundo y su forma de entenderlo hasta el
utilitarismo más brutal capaz de infectar hasta las almas más cándidas como la
de una Phoenix que se emborracha de los oropeles del mundo del espectáculo sin
oponer excesiva resistencia, y la patética figura de Winslow despierta más
compasión que simpatía, sentimiento que sólo logra despertar en el espectador
de El fantasma del Paraíso cuando
logra saciar su venganza contra un mundo marcado por la más rematada y
autosatisfecha estupidez mientras que durante el resto del metraje se comporta
como un obsesivo narcisista que sólo se preocupa de su obra sin prestar la más
mínima atención al mundo que lo rodea. Quizás debido a esta frialdad, que
acaricia un cierto grado de crueldad cuando se trata de reflejar cómicamente
las incontables perrerías a las que se somete a Winslow -los planos que lo
muestran malherido tras el accidente con la prensa de vinilos son
escalofriantes- o en las muertes de los músicos que caen bajo la rencorosa
furia del Fantasma –tratados pese a todo con un mayor sentido del humor- El fantasma del Paraíso puede resultar
una película estimulante y bella en lo visual, pero algo coja en lo que a
tensión se refiere en las escenas en las que el enmascarado atenta contra el
legado musical de Swan. En algunas de ellas, aunque todas estén perfectamente
ejecutadas, De Palma utiliza su querido recurso formal de la pantalla partida,
mediante el cual es capaz de seguir las bufonescas actividades terroristas del
Fantasma mientras muestra a las inconscientes víctimas de los inminentes
atentados ajenos a la que se les viene encima. Pero lejos de crear tensión, y en
gran parte debido al mentado desapego que generan unos personajes interesantes
pero arquetípicos y escasamente simpáticos, El
fantasma del Paraíso juega estos instantes de forma más descriptiva que emocional. Es en el
primero de los ataques del Fantasma, con el que revela su existencia tanto a
Swan como a un desde ese momento permanentemente amenazado mundillo musical,
donde este ánimo descriptivo se hace más evidente: al mismos tiempo que se
muestra la cuenta atrás anunciada por un plano que muestra unos cartoonescos cartuchos de dinamita
adosados a un reloj de aguja siendo introducidos en un coche que es parte del
decorado del enésimo ensayo del Fausto
cantado por los Juicy Fruits, De Palma se regodea en retratar en la otra mitad
de la pantalla a la atontolinada troupe
musical que está a punto de saltar por los aires bajo la atenta mirada de Swan.
Pero curiosamente, y una vez el falso automóvil es pasto de las llamas y un par
de cadáveres siembran el escenario, ni De Palma ni Swan parecen mínimamente
interesados en las víctimas, sino que observan el agitado telón tras el que el
Fantasma ha huido regodeándose en su sanguinaria victoria, pudiendo el
espectador de El fantasma del Paraíso contemplar
en un mismo plano, y gracias a la pantalla partida que ha mostrado tanto el
punto de vista del Fantasma como el de Swan, simultáneamente durante toda la
secuencia, la extrema frialdad del empresario para con sus trabajadores…
equiparable a la sequedad criminal del Fantasma.
Relacionados constantemente
desde el apartado visual del film, el retrato de los dos hombres, hecho siempre
desde dos perspectivas muy diferentes entre lo que a grado de poder se refiere
pero que se necesitan la una a la otra para poder existir, establece algunas
similitudes entre Swan y Winslow que desembocan en una relación de dependencia
creativa que los asemeja aún más en su obsesión por llevar a cabo su Obra Magna
pese a quien pese. Así, si De Palma muestra casi simultáneamente y mediante montajes en paralelo la rutina
creativa del Fantasma, con secuencias en las que los fundidos y los juegos de
imágenes se conjugan en una artificiosa pero muy lograda musicalidad visual que
muestra ensoñadoramente los anhelos de Winslow, intercalándose con las de Swan,
mostrado en una no menos hábil secuencia, coherentemente más física dado el poder de un hombre capaz
de hacer reales todos sus deseos, que muestra a diferentes conjuntos musicales,
todos y cada uno de ellos representantes de un variable musical distinta,
apareciendo de entre las sombras a golpe de capricho del productor. Aunque pronto
aparecen las más que notables diferencias mediante un nexo de unión entre ambos
hombres perfectamente plasmado en imágenes y sonido por el realizador de El fantasma del Paraíso. Si desde el
inicio del film y ya en el guión, Swan se plantea como diabólico demiurgo de El fantasma del Paraíso, película que
tiene lugar en un mundo prácticamente construido por él y para su deleite
personal, a partir de ahí todo es
producto de su decisión, sensibilidad y algo kitsch sentido del espectáculo. Un arrebatador show regido por una serie de códigos dramáticos musicales que
acaban sometiendo brutalmente a Winslow, convertido en un producto parte de la maquinaria de esta mentada escala de (anti)valores.
Así, todos los elementos de la película remiten a la todopoderosa figura del
productor, capaz de finiquitar o ensalzar una carrera con un chasquido de dedos
que hace temblar todo el negocio musical del momento. Coherentemente, no hay
prácticamente una sola secuencia en la película en la que Swan no sea sacado a
colación, ya sea de nombre y a partir de los diálogos o mediante alguno de los
muchos elementos del film como pueden ser la excelente iluminación de tonos
maravillosamente horteras, o la no menos talentosa dirección artística de la
película que hacen del casco con el que Winslow oculta su fealdad uno de forma
aguileña tras el que pretende destruir a un hombre cuyo icono discográfico es
el del cadáver de un canario. De este modo, el trágico personaje de Winslow no
sólo es víctima del desprecio de Swan ante todos aquellos que se interpongan en
su camino hacia el éxito una vez ha conseguido la ansiada partitura escrita por
el futuro Fantasma del Paraíso, sino que después es adecuado para los fines del productor, un concepto condensado en
una brillante escena del film en la que Swan reconstruye a un Winslow que previamente ha sido destruido por el
productor, convirtiéndolo en una figura trágica capaz de elevar su obra, así
como El fantasma del Paraíso, al
nivel de torturado romanticismo deseable.
Mediante un conjunto de
sintetizadores que sardónicamente convierten los metálicos gruñidos del
Fantasma en una voz relativamente comprensible, Swan recupera el habla de
Winslow para sus propios e innobles fines[5],
y De Palma ratifica la condición de creación del Fantasma, como parte de un
engranaje dramático irónicamente consciente de sí mismo y también garante de
una tradición de la que El fantasma del Paraíso
no deja de burlarse intermitentemente, siendo tanto una mofa como una
perpetuación de determinados lugares comunes, a caballo entre el clasicismo y
la modernidad personificada por De Palma. Así, y más allá de las mentadas tomas
subjetivas, o de la proliferación de instantes en los que un personaje observa
a o es observado por otro de los muchos que moran por los dominios de Swan que
se diría que se extienden por todos los confines de la película, uno de los
elementos más curiosos y también más definitorios de esa autoconciencia de la
que hace gala el film de De Palma reside en las numerosísimas cámaras de
seguridad que graban silenciosamente todo lo que ocurre en Paraíso y que pueden
ser vistas por Swan cuando así lo desee. Bajo este punto de vista, la condición
de El fantasma del Paraíso de
película que podría construirse a partir de las grabaciones hechas desde las
cámaras de seguridad de Paraíso tal y como se deduce de algunas secuencias
cuyos planos se repiten más tarde, mostrándose de nuevo a ojos del público pero
como parte de un visionado llevado a cabo por Swan, provocan una impresión de
premeditación, de sabia utilización de los recursos dramáticos más elementales
sobre los que se sustenta el film de De Palma, contemplados como tales no ya
como cimientos cinematográficos, sino desde la propia ficción. Llevando un poco
más lejos este razonamiento, no resulta extraño que una vez Winslow ve
frustrado su suicidio debido al diabólico contrato ofrecido por Swan, en el que
firmaba cediéndole sus servicios “por
toda la eternidad”, e intenta asesinar a su arrendatario, éste se ría de él
espetándole: “¡Yo también tengo un
contrato!”. Diálogo que aunque pueda verse como un nuevo y sorprendente
giro de guión que en manos de otro realizador menos dotado se habría
desintegrado en su traslación a imagen y sonido, cuaja por su vigorosa puesta
en escena, reforzada en su fatalismo al ser una conversación mantenida entre dos
personajes conscientes de su lugar en una trama movida por un único motor: el
espectáculo de base musical que jamás debe detenerse y del que nadie debe
apearse sin antes haber cumplido su función. Justo antes de esa dramática
revelación, proferida bajo una gótica tormenta que hace de los dos personajes
de Winslow y Swan la variable pop de una
pareja de seres malditos, De Palma arma una (de nuevo) magnífica set-piece en la que muestra al Fantasma
asomándose por una claraboya desde la que espía a Phoenix y Swan retozando en
una enorme cama, en un nuevo ejemplo del film en el que uno o varios personajes
son observados por otro paralizado por la impotencia propia de su papel de
espectador. Pero esta estrategia formal, que por supuesto alcanza a este lado
de la pantalla al hacer de Winslow un trasunto del papel del espectador
cinematográfico, se retuerce sobre sí misma hasta alcanzar una mayor altura al
mostrar sobre el Fantasma una cámara de seguridad que es activada por Swan, para
así poder ver en un televisor situado junto a su cama la espalda de Winslow
encorvada sobre el enorme ventanal que protege a los dos amantes del agua de la
lluvia que cae incesantemente y, un poco más allá, a él mismo tumbado en la
cama junto a Phoenix. Pero, no conforme con eso De Palma riza el rizo y sitúa
de nuevo el plano sobre el Fantasma, desde la cámara de seguridad controlada
por Swan, permitiendo al público (y por ende a un Winslow convertido en un voyeur delatado por el productor),
contemplar la espalda del enmascarado azote de Paraíso, a Swan y Phoenix en la
cama, y en la pantalla situada frente a ellos la misma imagen de los tres
repetida infinitamente. En esta retorcidísima secuencia alimentada por un
malévolo Swan que, consciente del dolor que provoca en Winslow el ver a su
amada Phoenix en sus manos, se regodea en sus caricias con la chica, De Palma
hace algo más que señalar con el dedo a un espectador pillado con las manos en
la masa y por tanto revelando lo prefabricado de la narración de la película,
construida para el público como manipulación,
también avanza el fatalismo de la película al espetar al Fantasma su condición
de pieza, de personaje al servicio de una determinada intencionalidad dramática
de idéntica importancia tanto para la operística visión del mundo de Swan, como
para la película de De Palma infectada en todos sus aspectos del tono musical y
el utilitarismo dramático del productor sin que lo teórico ponga palos en las
ruedas al gran entretenimiento que siempre es El fantasma del Paraíso.
Bajo este punto de vista, no
deja de ser harto coherente el que el sobrenatural contrato que une de por vida
a productor y compositor, sólo se rompa cuando la película en la que se graba
la firma del texto en el que Swan logra conservar su juventud por los siglos de
los siglos a cambio de su alma, sea destruida, en una nueva asunción
afortunadamente desprovista de visos pedantes y perfectamente integrada en la
trama de El fantasma del Paraíso en
la que los personajes viven o mueren como tales y dentro de una película, o una
Obra filmada, que es todo el mundo que conocerán, gobernado por unas fuerzas
que escapan a su control pero que no cesan de utilizarlos para componer la Ópera-Rock
definitiva. Por todo lo comentado y a partir de esta distancia tonal, que
repito forma parte indivisible de la narración de El fantasma del Paraíso, sin desviaciones teóricas de ningún tipo
sino como elementos indisociables a la trama del film, De Palma se sitúa
hábilmente entre dos aguas que acaban por confluir en un solo y trágico caudal
al final de la película. Es entonces, en un apabullante y emotivo crescendo, cuando El fantasma del Paraíso se desata abrazando el exacerbado
romanticismo que cierra con un broche de oro el melodrama que anhelaban tanto Swan
como De Palma, aunque sea a costa del primero: con un terrorífico y mortal productor,
que muestra su monstruosidad interior al público una vez la película que
contiene su pacto con el diablo ha sido reducida a ceniza, la película abandona
la divertida y distante frivolidad de la que había hecho gala hasta ese momento
para mostrar un retrato del cinismo que revaloriza, y a conciencia, el torturado
drama que late bajo El fantasma del Paraíso.
Sobre un escenario sobre el que Swan pretende contraer matrimonio con Phoenix
para después asesinarla como parte del espectáculo
definitivo, el productor es primero apuñalado por un Winslow que al acabar
con la vida de su contratista abre las heridas que se había provocado en su anterior
intento de suicidio. Pero el Fantasma es
pronto relevado por la turba incontrolada de groupies de Swan que, creyéndolo parte del espectáculo, apuñalan a
su vez al gurú musical, alzando en brazos su moribundo cuerpo a modo de
grotesca celebración. Por otro lado, Winslow también pierde su máscara y
agoniza reptando por el suelo buscando consuelo en una horrorizada Phoenix y
seguido muy de cerca por un espectador del dantesco espectáculo que se arrastra
junto al moribundo Fantasma imitando sus gestos y muecas de dolor antes de caer
junto a la cantante, que lo abraza mientras a su alrededor el caos y la fiesta
se desatan sobre los dos muertos que yacen en el escenario. Es la victoria
final de Swan, que fallece víctima de un mundo creado por él mismo sobrevivido
por su diabólica sensibilidad que lo ha convertido todo en un espectáculo en el
que el asesinato o la tragedia de Winslow es vista como una parte indisociable
del mismo, el número final de la monumental pirotecnia que es El fantasma del Paraíso. Un show en el
que lo feo y lo grotesco deben desaparecer, y la vejez descarnada de Swann no
tiene lugar, un universo que no ofrece otra alternativa que la de morir joven
dejando un bonito cadáver o vender nuestra alma a un diabólico Rock n’Roll, según una mitología
dramática, actualizada y perpetuada por Brian De Palma, que sólo desde el
contagioso sentido de la juerga de El fantasma del Paraíso puede mostrar la magnitud, y la belleza, de la
tragedia de Swan y Winslow Leach.
Dentro y fuera, una vez más.
Título: The Phantom of the Paradise. Dirección
y guión: Brian De Palma. Producción:
Edward R. Pressman. Dirección de
fotografía: Larry Pizer. Montaje: Paul Hirsch. Música: Paul Williams. Año:
1974.
Intérpretes: William Finley (Winslow Leach/Fantasma),
Paul Williams (Swan), Jessica Harper (Phoenix),
Gerrit Graham (Beef), George Memmoli (Philbin).
[1]Para
los que deseen leer una somera biografía y filmografía del realizador y
guionista de El fantasma del Paraíso,
pueden hacerlo en una de las notas al pie de la entrada dedicada a su último
film hasta la fecha: Passion,
publicada en este blog en el mes de octubre del pasado año 2013.
[2]Más
allá de los obvios paralelismos con algunos de los lugares comunes del cine de
terror clásico de la Universal, con monstruosos personajes perseguidos y
maltratados por aquellos que los rodean, existen algunas referencias directas a
películas más concretas. La más obvia de ellas es la referencia directa en
forma de divertido chiste a costa de Alfred Hitchcock, uno de los maestros del
director de El fantasma del Paraíso
bajo cuya sombra rodó gran parte de su carrera, y más concretamente sobre Psicosis. Prácticamente una parodia de
la inolvidable escena del asesinato en la ducha del clásico de Hitchcock que
por entonces sólo contaba con catorce años de antigüedad, pero con incontables
seguidores dentro del mundo del cine, la escena en la que el Fantasma ataca al
hilarante Beef, obligándole a dejar de cantar sus partituras en la ducha se
beneficia del delirio visual que fortalece toda la película y de un sentido del
humor tan desarmante que funciona a las mil maravillas. Más allá de este
instante, la figura del voyeur tan
querida y usada por Hitchcock en su cine se desparrama no sólo por toda la
película, sino prácticamente por toda la carrera del realizador de El fantasma del Paraíso, considerado por
muchos como el más hitchcockiano
director de la Historia del Cine después del propio autor de Psicosis. Además, De Palma asegura haberse
inspirado en una escena de la magistral Las
zapatillas rojas (analizada en una entrada de este blog en el mes de marzo
de 2014) para llevar a cabo la que describe el casting en el que Phoenix es elegida como corista del Fausto de Swan, bajo la adoradora mirada
de Winslow. Más allá de la posible inspiración de determinadas escenas del
clásico de Michael Powell y Emmerich Pressburger, Swan no deja de ser una
prolongación festiva de la amarga figura de Julian Craster, demiurgo a su vez
de Las zapatillas rojas, y la
arrebatadora estética de aquella película muy probablemente fue una fuente de
de inspiración más para el pletórico colorismo de El fantasma del Paraíso.
[3]A
nadie se le escapa que, tanto en algunos aspectos visuales como sobretodo en
los argumentales, El fantasma del Paraíso
toma una parte importante de su argumento y estructura del clásico literario de
Gaston Leroux El fantasma de la Ópera,
aunque adaptándose a los nuevos tiempos e incorporando un par de influencias
argumentales más, como la del monstruo de Frankenstein que acaba siendo un
Winslow reconstruído por Swan, que
curiosamente sientan como anillo al dedo a determinados parámetros de la
cultura del pop-rock: el mentado y constantemente reinterpretado Fausto y otro texto literario con la
eterna juventud como idéntico tema de fondo, el clásico de Oscar Wilde El retrato de Dorian Gray. Los tres
textos, declarados por De Palma como ineludibles ingredientes para la escritura
del guión de El fantasma del Paraíso,
ayudaron a vertebrar la idea surgida de la cabeza del director durante un viaje
en ascensor en el que pudo escuchar como hilo musical un tema de los Beatles
convertido en un funcional easy-listening.
Allí planeó un largometraje que recogiese la herencia de determinado cine
musical pero de forma heterodoxa, pudiendo hacer de una sola canción varias
versiones bajo los más diferentes estilos tal y como queda plasmado en el
resultado final de El fantasma del
Paraíso. De Palma escribió la primera versión del guión a cuatro manos
junto con Louise Rose, que ya había colaborado en el libreto de su película
anterior Hermanas, con la idea de que
lo llevase a cabo su productor habitual hasta el momento, Martin Ransohoff.
Pero finalmente, y ante la negativa de éste, De Palma tendió puentes con Edward
R. Pressman, al que gustó el alocado tono de un proyecto que acabaría por
producir. Pero el pastiche genérico de El
fantasma del Paraíso terminó por jugarles una mala pasada a sus máximos
responsables: si bien la oferta inicial de los derechos de exhibición de la
película a la 20th Fox fue redonda a decir de De Palma (el film costó un millón
doscientos mil dólares y la distribuidora ofreció dos millones para
proyectarla), las incontables voces que exigían que se les pagara en materia de
derechos de autor por lo visto en pantalla fueron un auténtico quebradero de
cabeza que redujo considerablemente los beneficios. Los mandamases de la
Universal vieron en El fantasma del
Paraíso un plagio de un personaje y una novela cuyos derechos les
pertenecían, y fue necesario el pago de medio millón de dólares para zanjar el
asunto. La Fox, asustada, redujo su oferta hasta el millón y medio de dólares
pese a la opinión generalizada de que El
fantasma del Paraíso haría montañas de dinero. Además, la película de De
Palma tuvo que cambiar su nombre original Phantom,
ante la amenaza de denuncia proferida por los creadores del cómic de idéntico
nombre, empantanado aún más un estreno que jamás llegaba, y que cuando lo hizo,
fue un estrepitoso fracaso en los EEUU. Aunque como ha ocurrido en muchas
ocasiones, la película funcionó considerablemente bien en Europa y a día de
hoy, tanto El fantasma del Paraíso
como su excelente banda sonora son objeto de justo culto.
[4]De
Palma jugó aquí sobre seguro: Serling fue el creador y presentador de la mítica
serie The Twilight Zone, haciendo las
veces de maestro de ceremonias en cada nuevo episodio del excelente serial
alrededor de lo fantástico, el terror y, en líneas generales, lo extraño. Su
presencia, siempre entrajado y de aspecto formal, al principio de cada entrega
dotaba de una serenidad a lo que los televidentes estaban aún por ver en sus
pantallas que hacía aún más creíbles los estupendos guiones que hicieron de The Twilight Zone un clásico de la
televisión de todos los tiempos, y eso fue lo que, a decir de De Palma, lo hizo
la persona idónea para inaugurar la macedonia tonal de El fantasma del Paraíso. Según De Palma, y aprovechando el
posicionamiento automático del público ante lo que estaba viendo sólo por lo
indivisible de la voz de Serling con lo tenebroso: “El fantasma del Paraíso es
una mezcla de tres géneros: la película de miedo, el musical y la comedia. Y
era necesario que el espectador se diese cuenta de ello enseguida. El prólogo, lúgubre e inquietante, anuncia
la película de miedo. Y luego, el raccord brutal con la secuencia de los créditos y la canción de los Juicy
Fruits empalmaba con el musical y con la comedia. Esa mezcla resulta siempre
muy difícil.”
[5]Para
más inri, la voz que Swan logra modular de las abrasadas cuerdas vocales de su
deformado súbdito no es la de Winslow, sino ¡la suya! En una coherente y puede
que involuntaria pirueta, la voz del actor Paul Williams que encarna a Swan es
la que suena hasta en el primer tema de Winslow que puede oírse en el film, haciendo
así del pobre desgraciado que trabaja a sus órdenes poco menos que una
marioneta de ventrílocuo dotada de la melodiosa voz del actor, inicialmente
implicado en la película en calidad de compositor de su magnífica banda sonora.
Williams, que a lo largo de los años se ha labrado una reputada carrera como
productor musical de grupos como Three Dog Night, The Carpenters o cantantes de
la talla de David Bowie, fue elegido para interpretar a Swan cuando De Palma,
tras contratarlo como compositor por su probada versatilidad, vio en su
reducida estatura y su oscuro sentido del humor la persona perfecta para
encarnar al despótico gurú musical de El
fantasma del Paraíso, paradigma del hombre aislado del mundo y encapsulado
en una realidad creada por él mismo a su medida. A modo de inspiración, De
Palma se fijó en la figura de Howard Hugues, la suya propia como director
cinematográfico a Hugh Heffner, fundador de la revista Playboy, o incluso con Walt Disney, todos ellos resumidos en una
sola frase por el realizador de El
fantasma del Paraíso: “Si deciden
levantarse a las seis de la tarde, a las seis de la tarde empezará el día para
los que los rodean”. Probadas las capacidades interpretativas de Williams y
al cabo de tres años, el actor que encarnó a Swan se hizo con un Oscar por la
canción Evergreen, aparecida en la
película Ha nacido una estrella, a
mayor gloria de Barbara Streisand, y consiguió un mayor y anónimo
reconocimiento por parte del público como compositor de la careta musical de ¡Vacaciones en el mar! En el caso de los
Juicy Fruits, banda musical esponsorizada por Swan, los actores que
interpretaban a sus atontolinados miembros formaban parte de un grupo de teatro
musical especializado en improvisaciones sobre el escenario, aunque después de
la película formaron una banda de música pop llamada The Groundhogs.
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