Perdita
Durango (Rosie Perez) conoce a Romeo Dolorosa (Javier Bardem) en la frontera
que separa Méjico de los Estados Unidos. Existe otra frontera, en este caso un
río que a decir de Romeo divide la existencia de todos nosotros. Como asegura
Romeo en una de las ceremonias de santería que celebra para que los Dioses le
protejan en sus atracos, robos, tráfico de drogas y profanación de tumbas: “Vivimos en una orilla del río: la de la
Gran Luz. Al otro lado, la Gran Noche donde obtenemos las fuerzas para vivir”.
Tanto Romeo como Perdita se reconocen como habitantes de la orilla de la Gran
Noche: su agresividad y violencia, su desaforada sexualidad, su excesivo modo
de abrazar la vida por encima de todo y todos e incluso sus ropas negras que
los distancian de los coloristas ambientes en los que se mueven, los
identifican como tales. Al otro lado de ambas fronteras; la topográfica y la
simbólica presentadas en Perdita Durango
como intercambiables, vive una pareja de chavales norteamericanos: Duane
(Harley Cross) y Estelle (Aimee Graham), rubios, apuestos y aniñados hasta lo
asexual. Perdita y Romeo cruzan la frontera y los secuestran con las peores
intenciones: Perdita para matarlos por puro placer, Romeo para sacrificarlos a
los Dioses para que le otorguen su protección en su próximo delito encargado
por uno de los más peligrosos mafiosos de Méjico: el tráfico de fetos humanos
para venderlos a la industria cosmética que hará crema rejuvenecedora de la
piel con ellos. Si han leído hasta aquí o han visto ya la película estarán de
acuerdo aunque sólo sea en una sola cosa: esto es una salvajada. Pero, y esto
sólo lo sabrán los que la han visto, una salvajada completamente inmoral por el
punto de vista desde la que esta planteada. Y al menos en opinión de algunos
entre los que me hallo, una maravilla de película y una de las mejores, pese a
ser “de encargo[1]”
de su director Álex De la Iglesia.
Perdita Durango es
desde su argumento un film que juega con fuego desde el momento en el que el
catálogo de barbaridades que desfilan por ella están planteadas desde el punto
de vista no de las víctimas, sino de sus desaforados verdugos. El film empieza
tal y como lo hace esta entrada y sigue a la pareja de bestias pardas en su
relación puramente sexual en inicio y en sus correrías y ceremonias de santería
que convocan a una parte de la sociedad mejicana y llaman la atención de la
policía que les da caza desde el momento en el que secuestran a Duane y
Estelle. La perversidad de los personajes es también la de la película en
general en cuanto son Perdita y Romeo los protagonistas, y lo que es más, lo
son sin el más mínimo atisbo de crítica a sus salvajadas sino es desde el
propio espectador. Más bien al contrario, el director Álex De la Iglesia en el
mejor periodo de su carrera[2]
respalda esa atracción hacia esos dos personajes abisales a base de una puesta
en escena que no es sino un reflejo de su forma de ver el mundo; caótica,
sexualizada hasta lo salvaje, malvada y pasional hasta la mayor destructividad.
Además, la presentación de Romeo y Perdita como dos coches que circulan por el
mismo carril condenados a estrellarse el uno contra el otro contrasta de mala
manera con la paródica entrada de Duane y Estelle como dos niñatos
pertenecientes a la clase media americana más gris y blandurria que tiene como
máxima una frase puesta en boca del padre de Estelle: “En esta vida hay que controlarse” opuesto absoluto a la de Perdita
“Los dos mayores placeres de la vida son
matar y follar”… Así las cosas, y contraponiendo la fácil parodia de una
Norteamérica poblada por personajes infantiloides con una idéntica visión del
mundo no cabe duda de que el mundo de Perdita y Romeo, esa orilla de la Gran
Noche que es prácticamente toda la vista
que tiene durante la película, resulta mucho más atrayente. El buen
pulso de De la Iglesia, que aquí está en plena forma, los presenta en planos
móviles, de gran colorido y con detalles como el siseo de una serpiente de
cascabel la primera vez que vemos a Romeo Dolorosa y como contrapunto a los
asépticos Duane y Estelle presentados en planos generales de llamativo
estatismo y arropados por las risas enlatadas de una sitcom al uso que emiten
por televisión. Pero, no contento con reducir su película a una colección de
clichés que cuando se trata de retratar el lado norteamericano resultan de lo
más facilotes, ofrece un apasionante
paseo por el lado salvaje de la existencia dejando atrás la (bastante
raquítica) crítica de los modos de vida norteamericanos. Los recursos
utilizados desde el guión para atraer al espectador del lado del Mal, que
pueden resultar tan básicos como el tiempo que unos (los malvados) y otros (los
pusilánimes y no, en esta película no parece haber un punto medio entre ambos)
acaparan en pantalla o el hecho de que unos gocen de un cierto desarrollo de su
historia personal , alzándose como personajes donde los otros, por ausencia
absoluta de trasfondo, sólo son estereotipos… Quedan sepultados por un recital
de escenas que destacan por su concisión pese a la cantidad de personajes que
aparecen y las numerosas tramas que se cruzan las unas con otras sin nunca
llegar a despistar, y una fuerza narrativa consistente en la combinación de la
banda sonora capitaneada por unos febriles tambores que remiten tanto a la
samba como a un primitivismo que es pura vitalidad, estallidos de sexo y
violencia y ocasionales golpes de humor. Un humor que a caballo entre lo negro
y lo bizarro consigue el poco habitual efecto de introducirnos más en la
película sin caer nunca en el saco roto de las salidas de tono, contorneando aún
más una seductora atmósfera, entre ligera pese a lo turbio y cargada por su
épica y de la que una vez dentro es imposible zafarse.
A ello hay que
sumar uno de los principales elementos de la película, y una constante dentro
del cine del director bilbaíno: su fisicidad.
En uno de los múltiples flashbacks y fugas fantasiosas de la película,
presenciamos el martirio (otra constante made
in De la Iglesia) de Cristo en la cruz; desprovisto de todo elemento
espiritual vemos a un Jesús torturado por los clavos que le atraviesan las
muñecas y las zarzas que le hieren hasta ensangrentarle la frente. Antes he
hablado de las dos orillas entre las que parecen dividirse los personajes de la
película aunque esta pertenezca en su globalidad a la nocturna pero no se llamen
al engaño, esta no es una película espiritual ni echa mano de la simbología
para explicar su historia: como marcan las acciones de sus protagonistas lo
físico es lo importante y todo lo demás, pese a las palabras de Romeo que
aseguran que “El hombre ha olvidado la
religión”, se refiere al aquí y ahora y no a posibles entelequias pese a
vivir sometido a sus creencias. Todo ello con la inestimable ayuda de los
actores, cuya dirección siempre ha sido uno de los puntos fuertes del director
de El día de la bestia, aquí más que
personajes presencias que marcan tanto a aquellos que interpretan como la
atmósfera de la película. Bardem[3]
está inconmensurable como Romeo Dolorosa en la que muy bien podría ser su mejor
interpretación, con la contrapartida de que eclipsa en gran parte a una Rosie
Perez que cumple cuando actúa como una seductora serpiente pero no alcanza
cuando se trata de ofrecer su cara más amable o de exteriorizar sus propias
dudas sobre los actos de Romeo. Sumándose a los marcados físicos de los dos actores
anteriores, hay que sumar al corpulento y por entonces casi desconocido James
Gandolfini como Woody Dumas, uno de los perseguidores de Romeo y Perdita.
Cínico y de vuelta de todo, Gandolfini consigue humanizar hasta convertir en un
entrañable gruñón a un personaje que en
manos de otro resultaría desagradable. Todos ellos y algunos más en los que no
voy a extenderme conforman un tapiz de variopintas apariencias que relegan lo
más estereotipado a los personajes más endebles y menos respetados del film,
los de los adolescentes norteamericanos, ayudando aún más a encerrarlos en un
mundo tremendamente pequeño en el que hasta su estética se mueve en parámetros
reducidísimos en comparación con la variedad que puebla el resto de la
película, sumando la tendencia habitual del realizador a jugar con actores de
físico no demasiado convencional dentro de los límites cada día más
restrictivos del cine en lo que este aspecto se refiere al discurso vital del
film y su carga física.
Esa carga lo
acerca más a la visión del hombre y lo que le rodea propia de Sam Peckinpah
(más romántico en su punto de vista) que la de Alejandro Jodorowsky, y
sobretodo más próximos a una perversa manera de ver el mundo y el cine (y el
primero a través del segundo, que quede claro que las barbaridades que aquí se
ven sólo son disfrutables desde la ficción) que a una condena o un retrato
moral de la violencia. La incorrección política de Perdita Durango la llevó en su día a ser acusada de violentista y
sin duda alguna con toda justicia, aunque debe añadirse que el mismo motivo que
le mereció ese calificativo es el que podría sacarle las castañas del fuego a
su realizador: la violencia de la película nunca se justifica en un sentido poco habitual, es decir a conciencia. Es difícil, por
no decir imposible, convencer al respetable de que el desenfreno más condenable
en la vida real es una juerga sino se hace una apología de lo malvado como
forma de vida y se seduce al espectador en un baile del que, aunque llegado a
un punto la película aminora un poco, nunca se suelta. No quiero decir con esto
que la violencia esté suavizada; ni mucho menos, la violencia de De la Iglesia
es cruda y desordenada, carente de todo glamour o esteticismo que pueda rebajar
la brutalidad de la que hace gala durante todo el metraje. Estamos lejos, a
pesar de algunos puntos en común sobretodo en lo que a lo ridículo por
cotidiano de algunos diálogos en determinadas situaciones, del cine de Quentin
Tarantino[4].
Si aquel banaliza la violencia a base de convertirla en un chiste, De la
Iglesia en Perdita Durango la ensalza
como tremebundo motor vital. Y lo consigue a base de rodear, más que el acto
violento en sí que resulta desagradable y parece planteado como un ataque a la
sensibilidad del espectador, todo lo que lo rodea y la sensual atmósfera de la
película parece incitar y moverse alrededor de ella, seduciendo y fascinando al
que mira. Aunque se da la paradoja habitual en estos casos: si no se aplica un
punto de vista moral (el inevitable en cualquiera con un mínimo de
sensibilidad) a lo que tiene lugar en el film, este no sería mínimamente
transgresor hasta lo masoquista como es el que nos ocupa y por tanto mucho
menos interesante de lo que acaba siendo. Pero su estrategia es tan frontal
como la propia película sin dobleces ni racionalizaciones al respecto,
articulada de forma (aparentemente) emocional y instintiva para un tema que se
desarrolla de idéntica forma durante gran parte del metraje. Hay, eso sí,
algunas reflexiones hechas imagen que muestran a algunos de los personajes como
voyeurs de las peores relaciones humanas que los identifican con los espectadores
que en las escenas más perturbadoras no saben (sabemos) como asumir algo que
repele en su fondo y atrae en su forma creando una incomodidad que queda en la
memoria, pero que durante el visionado y a base de acostumbrar acaba plenamente
integrado en la película, más pendiente del desenfreno que de la autorreflexión, que se deja al espectador que tiene que lidiar el solito con lo que ve, siente y opina al respecto.
Con todo, a
partir del momento en que el sacrificio de Estelle a manos del santero es
interrumpido por un grupo de violentos sicarios que quieren la cabeza de Romeo
Dolorosa cuando la película, pese a mantenerse gracias al músculo narrativo del
realizador y su equipo, pierde parte de su perversidad y se vuelve
relativamente más convencional. Cuando la pareja de delincuentes se ven
obligados a huir con Duane y Estelle, se encuentran con el inesperado
inconveniente (inesperado por lo claro que tenían al principio el acabar con
ellos a la mínima de cambio) de no saber que hacer con ellos. De la Iglesia y
el resto de guionistas, por su lado, tampoco parecen saber muy bien que hacer
con los cuatro conviviendo juntos, y apuestan por un síndrome de Estocolmo
recíproco en el que ambas parejas llegan a un entente común de cierta solidez
que funcionaría por sí mismo, pero que al ser consecuencia de la primera mitad
de la película a veces resulta forzado. Un posible motivo sería que mientras
Perdita y Romeo funcionan desde el misterio y el buen hacer de los actores que
los encarnan, Duane y Estelle son tan estereotipados que los intentos de
humanizarlos son prácticamente inútiles, y cuesta entender como pueden
despertar cariño en dos personajes que no hace tanto pretendían literalmente
arrancarles el corazón como ofrenda divina. Es el momento en el que el
salvajismo desde el cual se tomaba la película al asalto se ablanda al entrar
en contacto con sus más civilizados, presentados inicialmente como estúpidos,
antagonistas y la forma en que esta erosión se produce parece ser no desde los
propios personajes sino desde la voluntad de los que los escriben. Aunque esa
“humanización” de la pareja criminal pueda ser debida a que han sido
abandonados por los Dioses que les daban supuesta protección y por tanto se ven
más vulnerables al mundo que los rodea, la progresión de la relación con la
pareja de güeros no es todo lo convincente que sería de desear. No ocurre lo
mismo con la trama criminal y policial que va cercando tanto a Romeo y de
rebote a Perdita como a una película que había conseguido hasta entonces
mantenerse al margen de toda clasificación genérica, pese a su paisaje y los
diálogos de los personajes de Durango y Dolorosa ( y su vestimenta, ahí están las botas de piel
de serpiente de Romeo) propios del western, para irse plegando poco a poco
hasta configurar un romanticismo que encaja con esa vulnerabilidad y afortunadamente
se presenta en su vertiente más desaforada y pasional a tono con las
desenfrenadas premisas del film.
Resulta
curioso como hacia el final de la película uno se da cuenta de que ha asistido
a un casi invisible arco de aprendizaje de un grupo de personajes que pasan de
algo tan puramente físico como es el sexo a algo tan intangible como el amor.
Es una transformación vital que en ocasiones puede resultar, otra vez, forzada
pero que remonta el vuelo gracias a un elemento también cinematográfico pero
plenamente integrado en la vida de Romeo Dolorosa y la película que lleva el
nombre de su chica: el film de Robert Aldrich Veracruz[5].
Presente en la novela de Barry Gifford[6]
en que se basa la superior película de De la Iglesia, Veracruz y uno de sus protagonistas Burt Lancaster (cuya blanca sonrisa
imitada constantemente por Romeo es parte esencial de la interpretación de
Lancaster en el film de Aldrich) aparecen como parte indivisible de la infancia
de Dolorosa. Un personaje que no parece haber evolucionado demasiado desde
entonces, ya que todos sus flashbacks encuentran un eco inmediato en el aquí y
ahora que nos muestra la película sin contradicciones ni matices. La referencia
a Veracruz no es una excepción y
otorga al personaje que en manos de Javier Bardem es pura dinamita un final a
la altura de sus propias fantasías épicas. Uno de los pocos personajes de una
filmografía llena de fugitivos de la realidad que buscan refugio en una ficción
que siempre les falla, con algunas honrosas excepciones entre las que Romeo
Dolorosa es su mayor y más carismático exponente. Poco después, es Perdita
Durango la que tiene un apoteósico y trágico broche a su romanticismo truncado
por imposible también a la altura de su figura; deambulando por las estridentes
calles de Las Vegas bajo la cavernosa y enloquecida voz de Screamin’ Jay
Hawkins (que interpreta en la película al bizarro sicario de Romeo llamado
Adolfo) que le recuerda una y otra vez que ha perdido en un lugar en el que
nunca se le permitirá olvidar su absoluta derrota.
Título: Perdita
Durango. Dirección: Álex de la
Iglesia. Producción: Andrés Vicente Gómez. Guión: Barry Gifford, David Trueba,
Jorge Guerricaechevarría y Álex De la Iglesia sobre la novela de Barry Gifford 59º and raining. The story of Perdita
Durango. Director de fotografía:
Flavio Martínez Laviano. Dirección
artística: Arturo Garcia y José Luis Arrizabalaga. Montaje: Teresa Font. Música:
Simon Boswell. Año: 1997.
Intérpretes: Rosie
Perez (Perdita Durango), Javier Bardem (Romeo Dolorosa), Harley Cross (Duane),
Aimee Graham (Estelle), James Gandolfini (Woody Dumas), Screamin’ Jay Hawkins
(Adolfo), Don Stroud (Santos), Carlos Bardem (Reggie), Santiago Segura (Shorty
Dee).
[1] Concretamente del productor Andrés Vicente Gómez que le propuso
el proyecto a De la Iglesia tras diferencias creativas con el encargado inicial
de llevar a puerto Perdita Durango:
el director Bigas Luna, que quería introducir en la trama revolucionarios
mejicanos (que cayeron al cambiar el proyecto de manos) y santería (que se
conservó) en el guión inicialmente escrito por David Trueba. Pese a su retirada
del proyecto, Luna se mostró muy colaborador y respetuoso con el nuevo
director, que aceptó porque le parecía un proyecto completamente distinto a su
anterior El día de la bestia… cosa
con la que no estamos del todo de acuerdo.
[2] Justo después de la magnífica El
día de la bestia (1995) y antes de otra de las cumbres de su carrera: Muertos de risa (1998), además de
escribir el que para un servidor es el mayor logro de la carrera del director
que en esta ocasión se limitó a la narración escrita: su novela corta Payasos en la lavadora publicada por
primera vez en 1996 y reeditada de nuevo hará un par de años. Una maravillosa y
paradójicamente lúcida y biliosa locura puesta en negro sobre blanco que su
creador y único responsable está aún por superar dentro y fuera de la pantalla.
[3] Excelente actor que parece marcar sus papeles como malvado de la
función con imposibles peinados que revelan sus malas intenciones. El bizarro
corte de pelo de Romeo Dolorosa, puntuado por su bigotillo a lo Fu Man Chu
(protagonista de un divertidísimo proyecto abortado de De la Iglesia),
presagiaba el del asesino que interpretó el actor en No es país para viejos y presumiblemente en la última aventura de
Bond como malvado rubio oxigenado como puede verse en el trailer de esta.
[4] Dos carreras, las de De la Iglesia y Tarantino que parecen
cruzarse en sus temas y maneras cada equis tiempo. Como ejemplo, vean el film 800 balas protagonizada por un
grupúsculo de actores especialistas que se niegan a vivir en el mundo real y se
aferran a su ficticia existencia de vaqueros de cine que les dio de comer
cuando Almería era plató de innumerables spaghetti westerns y luego otro con
especialistas como protagonistas como es Death
Proof de Tarantino, o Malditos
bastardos dirigido por este último con Balada
triste de trompeta… que no en vano recibió el máximo galardón del Festival
de Venecia: El León de oro a mejor película y mejor director de las manos de su
presidente del jurado: Quentin Tarantino. Pese a sus similitudes también
existen diferencias, la más llamativa de las cuales es que mientras los pobres
diablos de De la Iglesia son gente que se refugia del mundo real y sus grises
existencias en mundos de ficción que pocas veces aguantan el embate de la
realidad, Tarantino no parece conocer otro mundo que el ficcionado y la
realidad parece traerle sin cuidado con lo que esta, y desde Kill Bill vol. 1 (2009) de forma más exagerada, prácticamente
brilla por su ausencia en sus películas.
[5] Magnífico western dirigido por Aldrich en 1954. De un colorido y
una turbiedad moral cercana al nihilismo, sorprende hoy en día por haber
envejecido tan bien y por lo ajustado de las interpretaciones de un
imprevisible Burt Lancaster cuya eterna sonrisa acaba por ser inquietante y un
Gary Cooper imperturbable. Sus soluciones formales y su banda sonora realzan
una película que merecería antes una entrada en este blog que un mero pie de
página. Sirva como aperitivo de una posible entrada enteramente dedicada a esta
película de un director justamente admirado por el propio De la Iglesia y que
tiene además de la cita directa algunos puntos en común con Perdita Durango aunque, repito, la
referencia a Veracruz ya existía en
la novela previa a la película.
[6] Publicada por primera vez en nuestro país por Anagrama en 1992.
Su autor escribió también otro título editado por la misma editorial aquí: La desenfrenada vida de Sailor y Lula
que sirvió de base a Corazón salvaje de
David Lynch, estupenda película que además introducía (no recuerdo si también
aparecía en la novela) al personaje de Perdita Durango, siendo esta
interpretada en esta ocasión de forma muy distinta aunque sólo fuese por su
físico respecto a Rosie Perez por la entonces media naranja de Lynch: Isabella
Rossellini. Para el personaje de Dolorosa, Gifford se inspiró en una persona
deleznable por real: el líder una secta Narcosatánica (sic) que respondía al
nombre de Adolfo de Jesús Constanzo que sacrificó en sus rituales de santería a
bastantes personas en los pasados años ochenta y aprovechaba las columnas vertebrales de los pobres desgraciados para hacerse corbatas... Vivir para oír.