miércoles, 26 de septiembre de 2012

PERDITA DURANGO


 Perdita Durango (Rosie Perez) conoce a Romeo Dolorosa (Javier Bardem) en la frontera que separa Méjico de los Estados Unidos. Existe otra frontera, en este caso un río que a decir de Romeo divide la existencia de todos nosotros. Como asegura Romeo en una de las ceremonias de santería que celebra para que los Dioses le protejan en sus atracos, robos, tráfico de drogas y profanación de tumbas: “Vivimos en una orilla del río: la de la Gran Luz. Al otro lado, la Gran Noche donde obtenemos las fuerzas para vivir”. Tanto Romeo como Perdita se reconocen como habitantes de la orilla de la Gran Noche: su agresividad y violencia, su desaforada sexualidad, su excesivo modo de abrazar la vida por encima de todo y todos e incluso sus ropas negras que los distancian de los coloristas ambientes en los que se mueven, los identifican como tales. Al otro lado de ambas fronteras; la topográfica y la simbólica presentadas en Perdita Durango como intercambiables, vive una pareja de chavales norteamericanos: Duane (Harley Cross) y Estelle (Aimee Graham), rubios, apuestos y aniñados hasta lo asexual. Perdita y Romeo cruzan la frontera y los secuestran con las peores intenciones: Perdita para matarlos por puro placer, Romeo para sacrificarlos a los Dioses para que le otorguen su protección en su próximo delito encargado por uno de los más peligrosos mafiosos de Méjico: el tráfico de fetos humanos para venderlos a la industria cosmética que hará crema rejuvenecedora de la piel con ellos. Si han leído hasta aquí o han visto ya la película estarán de acuerdo aunque sólo sea en una sola cosa: esto es una salvajada. Pero, y esto sólo lo sabrán los que la han visto, una salvajada completamente inmoral por el punto de vista desde la que esta planteada. Y al menos en opinión de algunos entre los que me hallo, una maravilla de película y una de las mejores, pese a ser “de encargo[1] de su director Álex De la Iglesia.

Perdita Durango es desde su argumento un film que juega con fuego desde el momento en el que el catálogo de barbaridades que desfilan por ella están planteadas desde el punto de vista no de las víctimas, sino de sus desaforados verdugos. El film empieza tal y como lo hace esta entrada y sigue a la pareja de bestias pardas en su relación puramente sexual en inicio y en sus correrías y ceremonias de santería que convocan a una parte de la sociedad mejicana y llaman la atención de la policía que les da caza desde el momento en el que secuestran a Duane y Estelle. La perversidad de los personajes es también la de la película en general en cuanto son Perdita y Romeo los protagonistas, y lo que es más, lo son sin el más mínimo atisbo de crítica a sus salvajadas sino es desde el propio espectador. Más bien al contrario, el director Álex De la Iglesia en el mejor periodo de su carrera[2] respalda esa atracción hacia esos dos personajes abisales a base de una puesta en escena que no es sino un reflejo de su forma de ver el mundo; caótica, sexualizada hasta lo salvaje, malvada y pasional hasta la mayor destructividad. Además, la presentación de Romeo y Perdita como dos coches que circulan por el mismo carril condenados a estrellarse el uno contra el otro contrasta de mala manera con la paródica entrada de Duane y Estelle como dos niñatos pertenecientes a la clase media americana más gris y blandurria que tiene como máxima una frase puesta en boca del padre de Estelle: “En esta vida hay que controlarse” opuesto absoluto a la de Perdita “Los dos mayores placeres de la vida son matar y follar”… Así las cosas, y contraponiendo la fácil parodia de una Norteamérica poblada por personajes infantiloides con una idéntica visión del mundo no cabe duda de que el mundo de Perdita y Romeo, esa orilla de la Gran Noche que es prácticamente toda la vista  que tiene durante la película, resulta mucho más atrayente. El buen pulso de De la Iglesia, que aquí está en plena forma, los presenta en planos móviles, de gran colorido y con detalles como el siseo de una serpiente de cascabel la primera vez que vemos a Romeo Dolorosa y como contrapunto a los asépticos Duane y Estelle presentados en planos generales de llamativo estatismo y arropados por las risas enlatadas de una sitcom al uso que emiten por televisión. Pero, no contento con reducir su película a una colección de clichés que cuando se trata de retratar el lado norteamericano resultan de lo más facilotes,  ofrece un apasionante paseo por el lado salvaje de la existencia dejando atrás la (bastante raquítica) crítica de los modos de vida norteamericanos. Los recursos utilizados desde el guión para atraer al espectador del lado del Mal, que pueden resultar tan básicos como el tiempo que unos (los malvados) y otros (los pusilánimes y no, en esta película no parece haber un punto medio entre ambos) acaparan en pantalla o el hecho de que unos gocen de un cierto desarrollo de su historia personal , alzándose como personajes donde los otros, por ausencia absoluta de trasfondo, sólo son estereotipos… Quedan sepultados por un recital de escenas que destacan por su concisión pese a la cantidad de personajes que aparecen y las numerosas tramas que se cruzan las unas con otras sin nunca llegar a despistar, y una fuerza narrativa consistente en la combinación de la banda sonora capitaneada por unos febriles tambores que remiten tanto a la samba como a un primitivismo que es pura vitalidad, estallidos de sexo y violencia y ocasionales golpes de humor. Un humor que a caballo entre lo negro y lo bizarro consigue el poco habitual efecto de introducirnos más en la película sin caer nunca en el saco roto de las salidas de tono, contorneando aún más una seductora atmósfera, entre ligera pese a lo turbio y cargada por su épica y de la que una vez dentro es imposible zafarse.

A ello hay que sumar uno de los principales elementos de la película, y una constante dentro del cine del director bilbaíno: su fisicidad. En uno de los múltiples flashbacks y fugas fantasiosas de la película, presenciamos el martirio (otra constante made in De la Iglesia) de Cristo en la cruz; desprovisto de todo elemento espiritual vemos a un Jesús torturado por los clavos que le atraviesan las muñecas y las zarzas que le hieren hasta ensangrentarle la frente. Antes he hablado de las dos orillas entre las que parecen dividirse los personajes de la película aunque esta pertenezca en su globalidad a la nocturna pero no se llamen al engaño, esta no es una película espiritual ni echa mano de la simbología para explicar su historia: como marcan las acciones de sus protagonistas lo físico es lo importante y todo lo demás, pese a las palabras de Romeo que aseguran que “El hombre ha olvidado la religión”, se refiere al aquí y ahora y no a posibles entelequias pese a vivir sometido a sus creencias. Todo ello con la inestimable ayuda de los actores, cuya dirección siempre ha sido uno de los puntos fuertes del director de El día de la bestia, aquí más que personajes presencias que marcan tanto a aquellos que interpretan como la atmósfera de la película. Bardem[3] está inconmensurable como Romeo Dolorosa en la que muy bien podría ser su mejor interpretación, con la contrapartida de que eclipsa en gran parte a una Rosie Perez que cumple cuando actúa como una seductora serpiente pero no alcanza cuando se trata de ofrecer su cara más amable o de exteriorizar sus propias dudas sobre los actos de Romeo. Sumándose a los marcados físicos de los dos actores anteriores, hay que sumar al corpulento y por entonces casi desconocido James Gandolfini como Woody Dumas, uno de los perseguidores de Romeo y Perdita. Cínico y de vuelta de todo, Gandolfini consigue humanizar hasta convertir en un entrañable  gruñón a un personaje que en manos de otro resultaría desagradable. Todos ellos y algunos más en los que no voy a extenderme conforman un tapiz de variopintas apariencias que relegan lo más estereotipado a los personajes más endebles y menos respetados del film, los de los adolescentes norteamericanos, ayudando aún más a encerrarlos en un mundo tremendamente pequeño en el que hasta su estética se mueve en parámetros reducidísimos en comparación con la variedad que puebla el resto de la película, sumando la tendencia habitual del realizador a jugar con actores de físico no demasiado convencional dentro de los límites cada día más restrictivos del cine en lo que este aspecto se refiere al discurso vital del film y su carga física.

Esa carga lo acerca más a la visión del hombre y lo que le rodea propia de Sam Peckinpah (más romántico en su punto de vista) que la de Alejandro Jodorowsky, y sobretodo más próximos a una perversa manera de ver el mundo y el cine (y el primero a través del segundo, que quede claro que las barbaridades que aquí se ven sólo son disfrutables desde la ficción) que a una condena o un retrato moral de la violencia. La incorrección política de Perdita Durango la llevó en su día a ser acusada de violentista y sin duda alguna con toda justicia, aunque debe añadirse que el mismo motivo que le mereció ese calificativo es el que podría sacarle las castañas del fuego a su realizador: la violencia de la película nunca se justifica en un sentido poco habitual, es decir a conciencia. Es difícil, por no decir imposible, convencer al respetable de que el desenfreno más condenable en la vida real es una juerga sino se hace una apología de lo malvado como forma de vida y se seduce al espectador en un baile del que, aunque llegado a un punto la película aminora un poco, nunca se suelta. No quiero decir con esto que la violencia esté suavizada; ni mucho menos, la violencia de De la Iglesia es cruda y desordenada, carente de todo glamour o esteticismo que pueda rebajar la brutalidad de la que hace gala durante todo el metraje. Estamos lejos, a pesar de algunos puntos en común sobretodo en lo que a lo ridículo por cotidiano de algunos diálogos en determinadas situaciones, del cine de Quentin Tarantino[4]. Si aquel banaliza la violencia a base de convertirla en un chiste, De la Iglesia en Perdita Durango la ensalza como tremebundo motor vital. Y lo consigue a base de rodear, más que el acto violento en sí que resulta desagradable y parece planteado como un ataque a la sensibilidad del espectador, todo lo que lo rodea y la sensual atmósfera de la película parece incitar y moverse alrededor de ella, seduciendo y fascinando al que mira. Aunque se da la paradoja habitual en estos casos: si no se aplica un punto de vista moral (el inevitable en cualquiera con un mínimo de sensibilidad) a lo que tiene lugar en el film, este no sería mínimamente transgresor hasta lo masoquista como es el que nos ocupa y por tanto mucho menos interesante de lo que acaba siendo. Pero su estrategia es tan frontal como la propia película sin dobleces ni racionalizaciones al respecto, articulada de forma (aparentemente) emocional y instintiva para un tema que se desarrolla de idéntica forma durante gran parte del metraje. Hay, eso sí, algunas reflexiones hechas imagen que muestran a algunos de los personajes como voyeurs de las peores relaciones humanas que los identifican con los espectadores que en las escenas más perturbadoras no saben (sabemos) como asumir algo que repele en su fondo y atrae en su forma creando una incomodidad que queda en la memoria, pero que durante el visionado y a base de acostumbrar acaba plenamente integrado en la película, más pendiente del desenfreno que de la autorreflexión, que se deja al espectador que tiene que lidiar el solito con lo que ve, siente y opina al respecto.

Con todo, a partir del momento en que el sacrificio de Estelle a manos del santero es interrumpido por un grupo de violentos sicarios que quieren la cabeza de Romeo Dolorosa cuando la película, pese a mantenerse gracias al músculo narrativo del realizador y su equipo, pierde parte de su perversidad y se vuelve relativamente más convencional. Cuando la pareja de delincuentes se ven obligados a huir con Duane y Estelle, se encuentran con el inesperado inconveniente (inesperado por lo claro que tenían al principio el acabar con ellos a la mínima de cambio) de no saber que hacer con ellos. De la Iglesia y el resto de guionistas, por su lado, tampoco parecen saber muy bien que hacer con los cuatro conviviendo juntos, y apuestan por un síndrome de Estocolmo recíproco en el que ambas parejas llegan a un entente común de cierta solidez que funcionaría por sí mismo, pero que al ser consecuencia de la primera mitad de la película a veces resulta forzado. Un posible motivo sería que mientras Perdita y Romeo funcionan desde el misterio y el buen hacer de los actores que los encarnan, Duane y Estelle son tan estereotipados que los intentos de humanizarlos son prácticamente inútiles, y cuesta entender como pueden despertar cariño en dos personajes que no hace tanto pretendían literalmente arrancarles el corazón como ofrenda divina. Es el momento en el que el salvajismo desde el cual se tomaba la película al asalto se ablanda al entrar en contacto con sus más civilizados, presentados inicialmente como estúpidos, antagonistas y la forma en que esta erosión se produce parece ser no desde los propios personajes sino desde la voluntad de los que los escriben. Aunque esa “humanización” de la pareja criminal pueda ser debida a que han sido abandonados por los Dioses que les daban supuesta protección y por tanto se ven más vulnerables al mundo que los rodea, la progresión de la relación con la pareja de güeros no es todo lo convincente que sería de desear. No ocurre lo mismo con la trama criminal y policial que va cercando tanto a Romeo y de rebote a Perdita como a una película que había conseguido hasta entonces mantenerse al margen de toda clasificación genérica, pese a su paisaje y los diálogos de los personajes de Durango y Dolorosa  ( y su vestimenta, ahí están las botas de piel de serpiente de Romeo) propios del western, para irse plegando poco a poco hasta configurar un romanticismo que encaja con esa vulnerabilidad y afortunadamente se presenta en su vertiente más desaforada y pasional a tono con las desenfrenadas premisas del film.

Resulta curioso como hacia el final de la película uno se da cuenta de que ha asistido a un casi invisible arco de aprendizaje de un grupo de personajes que pasan de algo tan puramente físico como es el sexo a algo tan intangible como el amor. Es una transformación vital que en ocasiones puede resultar, otra vez, forzada pero que remonta el vuelo gracias a un elemento también cinematográfico pero plenamente integrado en la vida de Romeo Dolorosa y la película que lleva el nombre de su chica: el film de Robert Aldrich Veracruz[5]. Presente en la novela de Barry Gifford[6] en que se basa la superior película de De la Iglesia, Veracruz y uno de sus protagonistas Burt Lancaster (cuya blanca sonrisa imitada constantemente por Romeo es parte esencial de la interpretación de Lancaster en el film de Aldrich) aparecen como parte indivisible de la infancia de Dolorosa. Un personaje que no parece haber evolucionado demasiado desde entonces, ya que todos sus flashbacks encuentran un eco inmediato en el aquí y ahora que nos muestra la película sin contradicciones ni matices. La referencia a Veracruz no es una excepción y otorga al personaje que en manos de Javier Bardem es pura dinamita un final a la altura de sus propias fantasías épicas. Uno de los pocos personajes de una filmografía llena de fugitivos de la realidad que buscan refugio en una ficción que siempre les falla, con algunas honrosas excepciones entre las que Romeo Dolorosa es su mayor y más carismático exponente. Poco después, es Perdita Durango la que tiene un apoteósico y trágico broche a su romanticismo truncado por imposible también a la altura de su figura; deambulando por las estridentes calles de Las Vegas bajo la cavernosa y enloquecida voz de Screamin’ Jay Hawkins (que interpreta en la película al bizarro sicario de Romeo llamado Adolfo) que le recuerda una y otra vez que ha perdido en un lugar en el que nunca se le permitirá olvidar su absoluta derrota.

Título: Perdita Durango. Dirección: Álex de la Iglesia.  Producción: Andrés Vicente Gómez. Guión: Barry Gifford, David Trueba, Jorge Guerricaechevarría y Álex De la Iglesia sobre la novela de Barry Gifford 59º and raining. The story of Perdita Durango. Director de fotografía: Flavio Martínez Laviano. Dirección artística: Arturo Garcia y José Luis Arrizabalaga. Montaje: Teresa Font. Música: Simon Boswell. Año: 1997.
Intérpretes: Rosie Perez (Perdita Durango), Javier Bardem (Romeo Dolorosa), Harley Cross (Duane), Aimee Graham (Estelle), James Gandolfini (Woody Dumas), Screamin’ Jay Hawkins (Adolfo), Don Stroud (Santos), Carlos Bardem (Reggie), Santiago Segura (Shorty Dee).


[1] Concretamente del productor Andrés Vicente Gómez que le propuso el proyecto a De la Iglesia tras diferencias creativas con el encargado inicial de llevar a puerto Perdita Durango: el director Bigas Luna, que quería introducir en la trama revolucionarios mejicanos (que cayeron al cambiar el proyecto de manos) y santería (que se conservó) en el guión inicialmente escrito por David Trueba. Pese a su retirada del proyecto, Luna se mostró muy colaborador y respetuoso con el nuevo director, que aceptó porque le parecía un proyecto completamente distinto a su anterior El día de la bestia… cosa con la que no estamos del todo de acuerdo.
[2] Justo después de la magnífica El día de la bestia (1995) y antes de otra de las cumbres de su carrera: Muertos de risa (1998), además de escribir el que para un servidor es el mayor logro de la carrera del director que en esta ocasión se limitó a la narración escrita: su novela corta Payasos en la lavadora publicada por primera vez en 1996 y reeditada de nuevo hará un par de años. Una maravillosa y paradójicamente lúcida y biliosa locura puesta en negro sobre blanco que su creador y único responsable está aún por superar dentro y fuera de la pantalla.
[3] Excelente actor que parece marcar sus papeles como malvado de la función con imposibles peinados que revelan sus malas intenciones. El bizarro corte de pelo de Romeo Dolorosa, puntuado por su bigotillo a lo Fu Man Chu (protagonista de un divertidísimo proyecto abortado de De la Iglesia), presagiaba el del asesino que interpretó el actor en No es país para viejos y presumiblemente en la última aventura de Bond como malvado rubio oxigenado como puede verse en el trailer de esta.
[4] Dos carreras, las de De la Iglesia y Tarantino que parecen cruzarse en sus temas y maneras cada equis tiempo. Como ejemplo, vean el film 800 balas protagonizada por un grupúsculo de actores especialistas que se niegan a vivir en el mundo real y se aferran a su ficticia existencia de vaqueros de cine que les dio de comer cuando Almería era plató de innumerables spaghetti westerns y luego otro con especialistas como protagonistas como es Death Proof de Tarantino, o Malditos bastardos dirigido por este último con Balada triste de trompeta… que no en vano recibió el máximo galardón del Festival de Venecia: El León de oro a mejor película y mejor director de las manos de su presidente del jurado: Quentin Tarantino. Pese a sus similitudes también existen diferencias, la más llamativa de las cuales es que mientras los pobres diablos de De la Iglesia son gente que se refugia del mundo real y sus grises existencias en mundos de ficción que pocas veces aguantan el embate de la realidad, Tarantino no parece conocer otro mundo que el ficcionado y la realidad parece traerle sin cuidado con lo que esta, y desde Kill Bill vol. 1  (2009) de forma más exagerada, prácticamente brilla por su ausencia en sus películas.
[5] Magnífico western dirigido por Aldrich en 1954. De un colorido y una turbiedad moral cercana al nihilismo, sorprende hoy en día por haber envejecido tan bien y por lo ajustado de las interpretaciones de un imprevisible Burt Lancaster cuya eterna sonrisa acaba por ser inquietante y un Gary Cooper imperturbable. Sus soluciones formales y su banda sonora realzan una película que merecería antes una entrada en este blog que un mero pie de página. Sirva como aperitivo de una posible entrada enteramente dedicada a esta película de un director justamente admirado por el propio De la Iglesia y que tiene además de la cita directa algunos puntos en común con Perdita Durango aunque, repito, la referencia a Veracruz ya existía en la novela previa a la película.
[6] Publicada por primera vez en nuestro país por Anagrama en 1992. Su autor escribió también otro título editado por la misma editorial aquí: La desenfrenada vida de Sailor y Lula que sirvió de base a Corazón salvaje de David Lynch, estupenda película que además introducía (no recuerdo si también aparecía en la novela) al personaje de Perdita Durango, siendo esta interpretada en esta ocasión de forma muy distinta aunque sólo fuese por su físico respecto a Rosie Perez por la entonces media naranja de Lynch: Isabella Rossellini. Para el personaje de Dolorosa, Gifford se inspiró en una persona deleznable por real: el líder una secta Narcosatánica (sic) que respondía al nombre de Adolfo de Jesús Constanzo que sacrificó en sus rituales de santería a bastantes personas en los pasados años ochenta y aprovechaba las columnas vertebrales de los pobres desgraciados para hacerse corbatas... Vivir para oír.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

LAWRENCE DE ARABIA


La llamada Rebelión Árabe tuvo lugar entre los años 1916 y 1918. Al estallar la Primera Guerra Mundial en 1914 el Imperio Otomano, de élites turcas y mayoría árabe, se puso de lado del Imperio Alemán llamando a sus súbditos musulmanes a la yihad contra las potencias aliadas conformadas por Francia, Rusia y Gran Bretaña. Pero contrariamente a los deseos del sultán Mehmed V los árabes vieron el estallido de esa Gran Guerra como la oportunidad de deshacerse de toda supervisión otomana e instituciones copadas por turcos y conseguir su libertad. Gran Bretaña vio a su vez la oportunidad de conseguir una aliada en la nación árabe prerrevolucionaria, prometiendo a esta y a sus líderes un total apoyo y ayuda para alcanzar su libertad si esta se ponía del lado del frente Aliado en el conflicto mundial.
En esa rebelión que llevó efectivamente a los árabes a un libertad espuria (desde 1918 hasta 1920, víctima de un colonialismo que acabó dividiendo y sometiendo la región a los designios británicos y franceses) pero libertad al fin y al cabo, participó Thomas Edward Lawrence, oficial británico con la misión de coordinar los ataques llevados a cabo por los árabes con los objetivos de los aliados más conocido por el sobrenombre de Lawrence de Arabia, ganado a pulso por su cada vez mayor popularidad y estima entre los árabes…

Hasta el visionado de la película homónima de la leyenda de Lawrence de Arabia, poco sabía yo tanto de la Rebelión Árabe como del propio Lawrence. Finalizado el visionado, esa información se plantea como paisaje en el que tiene lugar la acción pero no se perfila demasiado cuando se compara con la ingente información que uno puede encontrar en los libros de Historia (de los que he tenido que echar mano para la introducción de esta entrada, soy un cero a la izquierda en lo que a conocimientos de Historia se refiere) o la biografía del propio T.E. Lawrence titulada Los siete pilares de la sabiduría[1] que ya avanzo de antemano no he tenido la oportunidad de leer pero que parece sirvió de base para el guión de este film de 1962.
Así pues y tomando la película de David Lean –mito del cine clásico del que tampoco he visto demasiadas películas, y no vean como me arrepiento después de haber visto el film que nos ocupa- como única guía y patrón para su análisis (que a fin de cuentas es como deberían analizarse la mayoría de películas) con independencia de sus modelos históricos reales, el aniñado T.E. Lawrence de Lean se nos presenta ante todo como un amante del riesgo: la primera vez que lo vemos bajo los delicados y amanerados gestos de Peter O’Toole es a lomos de una motocicleta que estrella al acelerar por un tramo peligroso de una carretera, acabando con su vida pero dando comienzo a su leyenda en la película.
Estando planteada la película como un inesperadamente turbio panegírico sobre la figura de Lawrence de Arabia y al hombre que la proyectaba, T.E. Lawrence, esta temeraria forma de ver la vida se prolonga en el film en el pasado de Lawrence, situando la acción en el periodo comprendido entre su inmersión en el mundo árabe y su salida de este.

Una máxima que sienta las bases de toda aventura que desafía lo imposible (“Nada está escrito”) y una magnífica elipsis nos traslada de un soplido para apagar un fósforo a las sofocantes arenas del desierto en las que Lawrence de Arabia enseña sus cartas y a modo de espejismos, las zonas más tenebrosas de una épica que ha hecho de esta película un clásico del “cine de semana santa” aunque sus virtudes son mucho más numerosas y superiores que las que la adscriben a esa casera clasificación.
Es cierto que las imágenes del film son espectaculares y fastuosas a conciencia, su despliegue de medios apabullante en una época en la que una muchedumbre era formada por actores de carne y hueso y no gracias a la fría magia de los efectos digitales y su aspecto visual de un poderío que en sus peores momentos roza lo pictórico para abrazarlo en todos los demás. Pero contiene también un guión que sobre el papel apunta algunos elementos considerablemente más perturbadores que lo que sus líneas argumentales podrían hacer esperar y que de las imágenes de Lean, que hace mucho más que ilustrar el libreto, empapan los cimientos de una película que ve como su premeditada blancura épica se va llenando de lamparones morales y vitales hasta componer una epopeya oscura que pasa a pleno sol y que demuestra haberse ganado a pulso la condición de clásico del cine. Lawrence de Arabia es una película que contiene más momentos muertos reanimados por el diálogo recitado por actores de la talla del mencionado O’Toole, pero también de la de Alec Guiness, Anthony Quinn o Omar Shariff (que serían unos árabes perfectos pero su inglés, como mandan los cánones del cine de entonces, también lo es) y muy bonitas composiciones de planificación que batallas y aventuras, que también están ahí y son brillantes, pero que quedan en un segundo plano ante la auténtica estrella y pilar de la película: el propio Lawrence, pivote central del film que marca su evolución formal con la suya propia y devora todo lo que hay en él. No hay espectacularidad vacua (y oigan, que si la hubiera, un buen espectáculo siempre es un buen espectáculo) y sí un marcado vector dramático que condiciona tanto los momentos más épicos como los más intimistas tratados bajo el mismo punto de vista pero sobretodo con el mismo esmero.

Ello se apuntala en una sorprendente estrategia que marca Lawrence de Arabia por completo; desde el instante en el que Lawrence se adentra en el desierto y empieza a asimilar todo lo árabe y a unir una nación disgregada en tribus enfrentadas hasta ganarse el apodo que lo hizo famoso, podríamos hablar más que de una puesta en escena épica, de una puesta en escena expresionista. Todo lo que ocurre allí funciona a dos niveles que se complementan sin nunca llegar a pisarse, ya sea desde el guión, que funciona a modo de intenso y ejemplarizante tanto dentro como fuera de la pantalla relato aventurero o como de la huída de un hombre de sí mismo que la puesta en escena de Lean se dedica a revelar constantemente. Así, en un instante del film en el que Lawrence ejecuta a un ladrón disparándole a bocajarro con una pistola en la cabeza para evitar un enfrentamiento entre las tribus árabes que forman el ejército revolucionario de Arabia acaba con Lawrence soltando el arma con repulsión mientras los árabes se abalanzan sobre la pistola que acaba de caer a la arena como perros hambrientos peleando por un pedazo de carne ante la atónita y asustada mirada de Lawrence, siendo tanto una posible representación del miedo de Lawrence de ser un enviado del colonialismo británico[2] que llevará a la violencia a los árabes como de su lado más violento que poco a poco irá alzándose (más adelante en una reunión con unos superiores militares británicos afirma que cuando mató al ladrón disfrutó al apretar el gatillo) de forma cada vez más evidente. Es un instante más propio de una pesadilla que de la supuesta pureza de intenciones que pasa del personaje a la película cuyas imágenes actúan como reflejo de sus turbulencias vitales. Es revelador que un momento anterior, Lawrence se dedique a cantar cerca de una enorme montaña que le devuelve el sonido de su voz por el eco que produce y que algunos planos se dediquen exclusivamente a la sombra de este recortada sobre el desierto y no al cuerpo de Peter O’Toole. Es el desierto respondiéndole con su propia voz hasta que esta le dice cosas que no quiere escuchar pero de las que no puede huir. Uno de los argumentos que da para explicar el porque de su apetencia por el desierto es que es “está limpio” porque es un lugar en el que casi por definición no hay absolutamente nada y uno puede ser lo que quiera. Esta obsesión se traslada en el caso del protagonista en su control sobre todo lo físico, en su destierro de todo lo que no tenga que ver con el mundo de las ideas (o lo que acaba por ser lo mismo, las fantasías), en su relativamente velada (no aparece ni una sola mujer en la película desde que Lawrence se adentra en el desierto) homosexualidad o en un control del dolor de tintes masoquistas llevado al extremo de actuar como si este no existiera. No es de extrañar que uno de los personajes más cercanos a Lawrence, el interpretado por Omar Shariff en su papel de confidente del protagonista Sherif Ali, tenga que recordarle literalmente que “tiene un cuerpo” de cuyos apetitos no puede huir, pero que podría extenderse a todo lo corpóreo, o yendo un paso más allá hasta situarnos donde nos interesa, a lo real y sus limitaciones.

A Lawrence de Arabia el mundo real parece traerle sin cuidado, no es más que una rémora que espera a ser batida por un espíritu tan engreídamente elevado como el suyo capaz de conseguir lo imposible, es decir cargándose los límites de lo que conocemos como real. Son numerosos los planos que Lean le dedica a la sombra de Lawrence siendo seguida por sus cada vez más ingentes acólitos árabes, estos mostrados en carne y hueso. Lawrence de Arabia es un fantasma de tintes mesiánicos cuyas hazañas son tangibles y sobretodo inspiradoras, pero cuyas ideas de grandeza y su cada vez más desproporcionado narcisismo acaba eliminando a T.E. Lawrence, dolorosamente incapaz de estar a la altura de la leyenda que ha iniciado un camino sin retorno.
Es a partir de un violento despertar cuando las cosas se tuercen y Lawrence de Arabia deja de estar por la Rebelión Árabe para invertir los términos de esa relación. En un acto de fe que de tan absurdo resulta suicida para cualquiera con dos dedos de frente, Lawrence intenta infiltrarse en una ciudadela regida por los enemigos turcos, convencido de que por haberse integrado o ser tan querido entre los árabes, nadie se apercibirá de su tono de piel clara, su pelo rubio y sus intensos ojos azules. Como era de esperar es capturado y llevado ante un mandatario turco que lo humilla desnudándole, y aunque no llegamos a verlo, se intuye que termina violándolo. La escena, de un homoerotismo clarísimo, presenta los prolegómenos de lo que acaba siendo su final, pero también el descubrimiento del cuerpo de Lawrence y la humillación de este al ser revelado lo que era evidente para cualquiera, que no es árabe, que puede sentir dolor y que puede sentir la palpable sexualidad de la escena llevada admirablemente por Lean. Resumiendo, que tiene un cuerpo y que por lo tanto existe y tiene sus limitaciones y sentimientos que interfieren en su “misión”. Su ideal se desmorona y intentando ser de nuevo Theodore Edward Lawrence sin conseguirlo opta por una huida hacia delante convirtiéndose en un fanático de su propia leyenda que atropellará todos los ideales en los que decía creer y que ahora vemos que no eran sino puro espejismo creado para engrandecer su ego consiguiendo revolucionar y provocar un profundo efecto en el mundo real así como en aquellos que lo rodean.

La pulcritud y atmósfera etérea que juega con los sonidos y la luz mostrada por la primera de las dos partes (divididas por un intermedio en el que se puede disfrutar de la magnífica banda sonora de Maurice Jarré) que componen la película de Lean, da paso entonces a una mucho más física y sucia. No remite la espectacularidad del inicio, pero su tonalidad es mucho más sombría en comparación con los fastuosos y luminosos planos de paisajes desérticos[3]. Las últimas y definitivas batallas muestran las víctimas resultantes, masacradas por unas tropas que sólo rinden pleitesía a Lawrence antes que a la Rebelión y que por ello son elegidos por este como guardia personal, encargándose él mismo de entrar en batalla matando cruelmente a todo el que se le pone por delante con todo el sádico entusiasmo del que es capaz echando a perder todos los ideales y presunta sensibilidad (al principio siente asco físico por la sangre y la violencia) esgrimidos por él mismo y la propia Rebelión Árabe… Y cuando la puesta en escena se atenúa en instantes más cotidianos, el guión muestra como cunde el desacuerdo entre los árabes que se dedican a tensar las cuerdas que sostienen su frágil paz entre tribus sacando a la palestra los esperables conflictos entre los que se tienen que poner de acuerdo para repartirse el pastel, que a ojos de Lawrence ya se halla completamente envenenado. La mirada del británico que huye de la corrupción en que se hunde la cultura de su país natal pasa a ser la del árabe integrado, identidad que se deshace con la mentada escena de la violación y que provoca el que Lawrence quiera recuperarla a toda costa mediante el aplauso de sus seguidores por encima de todo lo demás.

Hay, además, un último apunte de puesta en escena que a un servidor le llama poderosamente la atención, el adelantamiento, en el viaje de salida de Lawrence (¿o habría que decir de Theodore Edward Lawrence?) de territorio árabe una motocicleta adelanta el vehículo a toda velocidad siendo seguida por la cámara de Lean dándole una inusual importancia dentro de un control estético que elimina todo lo superfluo, todo lo que pueda ensordecer a base de ruido la melodía audiovisual llevada con mano maestra por Lean. ¿Es una premonición del final de Lawrence mostrado al inicio de la película? ¿Es el germen de una idea de suicidio ante la gris existencia que le espera a Lawrence cuando llegue a Gran Bretaña que desbarata por completo la visión inicial de hombre amante del riesgo y la transforma en la de un hombre atrapado?

Sean preguntas fuera de lugar o no, sirvan de ejemplo para mostrar la variedad de matices que ofrece esta fascinante película, tan grande en tamaño como se recuerda y se la reconoce[4], pero también un gran film en todos sus aspectos, autónomo de su inspiración histórica probablemente enriquecedora en lecturas pero innecesaria para disfrutar de más de tres horas de gran cine de aventuras, mucho más complejo que lo que algunas etiquetas podrían hacer pensar, y que con el mayor de los méritos pasan en un soplo.

Título: Lawrence of Arabia. Dirección: David Lean. Guión: Robert Bolt y Michael Wilson sobre escritos de T.E. Lawrence. Producción: David Lean y Sam Spiegel. Fotografía: Freddie Young. Dirección artística: John Box, John Stoll y Dario Simoni. Montaje: Anne V. Coates. Música: Maurice Jarré. Año: 1962.
Intérpretes: Peter O’Toole (Theodore Edward Lawrence), Alec Guinness (Príncipe Feysal), Anthony Quinn (Auda ibu Tayi), Omar Sharif (Sherif Ali ibn el Kharish), Jack Hawkins (General Allenby), Claude Rains (Dryden).



[1] Disponible de la mano de Zeta Bolsillo desde el año 2007.
 
[2] Un tema sobre el que hasta cierto punto se pasa de puntillas. Las obvias intenciones de manipular la libertad árabe por parte de los británicos quedan siempre en un segundo plano que aparece esporádicamente ante el retrato de Lawrence que ocupa todo el cuerpo de la película. Y el retrato que Lean hace tanto de los árabes como de los británicos también responde a los vaivenes emocionales y psicológicos de Lawrence afortunadamente sin caer nunca en la caricatura en ninguno de los dos casos; los primeros se muestran afables y acaramelados, los segundos altivos y condescendientes con el pueblo que aseguran querer liberar aunque sin nunca llegar a intervenir directamente, sino dejando que los propios árabes se atrapen en su propia incapacidad para resolver sus problemas y llevar adelante su autogobierno. Es la figura de un periodista americano la presentada de manera más equilibrada y más parecida a un hombre sensato además (o precisamente por ello) de ser el encargado de llevar la gesta de Lawrence al frente del ejército árabe con fines publicitarios para que los jóvenes con ansias de aventura se enrolen en el ejército de los EEUU. Mientras la leyenda de Lawrence suscribe en gran parte esta estrategia en la primera mitad de la película provocado el efecto deseado por el periodista en las tribus árabes, su inestabilidad mental se dedica a pisotearla en la segunda.

[3] Desierto que es un collage de las arenas de varios otros; la película se rodó parcialmente en Almería, en la playa de Algarrobico de Carboneras, el Parque natural de Cabo de Gata-Níjar, el desierto de Tabernas y en algunas calles de la ciudad de Almería. Otras escenas fueron rodadas en las calles de Sevilla y el desierto de Marruecos y el de Jordania.

[4] El film se hizo con varios premios de renombre, entre ellos siete estatuillas en la ceremonia de los Oscar de 1963: a mejor película, director, dirección de arte, fotografía, montaje, música y sonido. Además, en 1991, se incluyó entre los films que preserva el National Film Registry de la Biblioteca del Congreso de los EUA en consideración a su importancia cultural, histórica y estética.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

TIRO EN LA CABEZA


 Tiro en la cabeza abre con un plano del mar. No se nos muestra la costa en la que las olas van a romper una y otra vez, sólo la marea yendo y viniendo y el horizonte sobre las aguas como único marco. Esa falta de contextualización continúa en la siguiente escena: un hombre abre la persiana de su casa durante la noche y aparece enmarcado en el cuadrado luminoso sobre un fondo oscuro que es la ventana de su casa en la que lo contemplamos. Y así prosigue la película detrás de un hombre en su vida, tan cotidiana como la que podríamos llevar cualquiera de nosotros pero filmada mediante teleobjetivo desde una distancia y con una frontalidad como denominador común en la deliberadamente raquítica planificación de la que hace gala esta película de Jaime Rosales que provoca la sensación de ser más un mirón que un espectador y ese largo tramo del film más una exposición de unos hechos que una explicación de los mismos. A ese distante retrato de la cotidianeidad se suma (se resta, en realidad) otro elemento, el más llamativo de todos los mecanismos que Rosales pone en marcha o detiene para llevar a puerto su arriesgada apuesta: no dejarnos oír los diálogos que mantiene el protagonista con aquellos con los que se relaciona.

No existe pues, ni rastro de explicaciones psicológicas ya sea mediante la planificación (siempre desde la distancia y cuando el personaje está en un interior, desde fuera del edificio filmando a través de los ventanales) planteada como fruto de la casualidad casi documental (los que comparten espacio con el protagonista son en la vida real sus amigos, pareja y conocidos), con planos desencuadrados y deliberadamente antiestéticos, premeditadamente sucios, o a través del diálogo que ha sido substituido por el ruido de fondo que en cualquier otra película estaría por debajo del nivel sonoro de las palabras de los personajes. Así pues la pregunta es ¿Quién es ese hombre y que hace? (y también en algunos momentos y cada vez con más frecuencia ¿por qué estoy viendo esto?) y la respuesta no se nos da hasta después del ecuador de la película: hacia el minuto cincuenta de un film que nunca se sale de los cauces marcados desde su inicio. Esa falta de contexto general, de resortes dramáticos sobre los que el cine generalmente crea historias de las más nimias situaciones, encuentra tarde pero finalmente su razón de ser.

Después de un viaje a Francia con otro hombre y una mujer, el hombre al que la película otorga toda la atención sin objeto ni conflicto aparente mantiene una distendida (por los gestos, como en todas las anteriores nunca oímos lo que se dice) conversación con sus compañeros de mesa. Pero entonces, milagro, aparece el elemento que lo cambiará todo: dos jóvenes sentados unas mesas más allá miran fijamente la mesa en la que el protagonista se encuentra, aparece algo que parecía desterrado por completo en el film de Rosales; el eje que establece un diálogo de miradas entre las respectivas mesas y sus comensales y por un ya inesperado golpe de timón aparece lo inaudito: emoción. Y no es la más constructiva de todas ellas; la tensión de las miradas se contagia tanto a los comensales que abandonan todo el jolgorio del que hacían gala unos segundos antes como al espectador que nota como aumenta la agresividad de la mirada reflejada en el único ojo del protagonista que el director nos deja ver, cubriendo el resto de su cara con el escorzo del compañero que tiene delante creando una imagen inquietante que resume y revisa todas las estrategias basadas en un supuesto desaliño (que a poco que se piense está meticulosamente preparado) formal y haciéndolos cristalizar en un instante que muta del sopor a la tensión sin alterar demasiado sus líneas generales.

Con el mal rollo instalado en el ánimo, vemos como los jóvenes abandonan la cafetería seguidos del protagonista y sus acompañantes y es entonces cuando toda la película cobra sentido: bajo los gritos de “Txakurra” ("perro" en euskera, usado con todo el desprecio del mundo por los proetarras o etarras para referirse a policías nacionales o locales) oímos por fin la voz del protagonista increpando a los dos jóvenes mientras se acerca a ellos junto con el otro hombre, empuñando ambos una pistola. Amenazan a los chavales a los que meten contra su voluntad en un coche y finalmente los asesinan a tiros antes de huir en un coche en el que les espera la chica.
El atentado no merece un tratamiento distinto a lo visto antes de que este tenga lugar, pero los insultos en vasco, las armas y el que ocurra cerca de la frontera aunque ya en territorio francés nos da la información necesaria para, desde un punto de vista exclusivamente localista me atrevería a decir, contextualizarlo todo: acabamos de asistir  a un atentado de la banda terrorista ETA. Pero lo cortés no quita lo valiente; ese contexto, fruto más de los conocimientos que el espectador patrio tenga de su entorno y sus problemas nos sitúa pero no nos explica nada. Ahí se despliega el porque del camino tomado por Rosales; cuando el asesinato tiene lugar el director nos ha negado cualquier dispositivo narrativo que pueda justificar o explicar nada de nada, lo ha hecho incomprensible y injustificable hasta desde un punto de vista dramático. Su condena del asesinato se resume en reducirlo a eso sin aderezos ideológicos o situacionales, lo reduce al puro absurdo de dos hombres disparando a bocajarro otros dos. No hay un rechazo explícito como tampoco una apología o siquiera un respaldo a la violencia de la banda terrorista ETA (y que bajo este tratamiento es extensible a la violencia ejercida por cualquier persona), pero hay cosas que caen por su propio peso (mayor cuanto menos “justificado” está el asesinato) para cualquiera con dos dedos de frente y un gramo de sensibilidad en el cuerpo[1] y la desvincula de los sobados y miopes discursos políticos que identifican nacionalismo con terrorismo, ya sea para condenar un asesinato o para ensalzarlo.

La moral es el vector que conduce al film a unir la forma con su fondo hasta hacerlos indivisibles, sin fisuras. Viendo la película no creo que exista otra manera de dar a entender el punto de vista de Rosales (limitado a pesar de su lucidez) que la que él mismo ha elegido. Revisando las notas de prensa y entrevistas concedidas por el realizador se entiende que halló la inspiración para la película en el doble asesinato de dos guardias civiles, Fernando Trapero y Raúl Centeno, de un tiro en la nuca a manos de tres etarras en Capbreton, Francia y que convenció al director artístico de su anterior film; Ion Arretxe, para que protagonizara el actual[2] rodado en tan sólo catorce días con la única interrupción necesaria para que Rosales recogiera el premio Goya a la mejor película y mejor director por su film anterior La soledad, que guarda algunas similitudes formales y argumentales con el actual.
También puede pensarse de sus imágenes el que Rosales ha intentado otro nuevo retrato de la cotidianeidad del monstruo, acercándolo a la nuestra como ya hizo con su opera prima, la más inquietante Las horas del día, dando un paso más allá en su desdramatización tanto de las conductas “normales” (y lo escribo entre comillas porque ya me dirán que puñetas es eso) como de las asesinas situándolas en el mismo plano sin romper su continuidad y haciéndolas parte de un todo cuya suma es más inquietante que las partes.

Lo que no se entiende es el que parece ser unos de los males endogámicos de determinado cine solemnemente autodenominado culto que demasiadas veces confunde lasitud en su ritmo con contenido cuando una cosa no tiene que ver con la otra. Si bien la idea de Rosales está plasmada, como he dicho antes, perfectamente en imagen y sonido el que esta cobre el sentido que Rosales parece querer conferirle a los cincuenta minutos de metraje plantea la cuestión esencial en esta película. Uno tiene la sensación de que si el atentado hubiese tenido lugar a la media hora de película, no habría perdido la pureza narrativa y personalidad que la hace especial, y lo mismo podría decirse de tener lugar al cuarto de hora. El gran (grandísimo) inconveniente de Tiro en la cabeza es que cuando lo que se quiere decir con ella resulta tan obvio (y válido) y está explicado de una forma tan unidireccional, el interés muere cuando las cartas han sido reveladas y todo lo que la alarga por delante o detrás de su tesis la hace redundante hasta el más cansino de los subrayados ya que toda la película ha sido desprovista de cualquier elemento que pueda sumar algo más que la tesis que se ofrece. Una vez se ha adoptado la dirección estética tomada por Rosales, a contracorriente de lo que muchos espectadores esperan de una película cualquiera sorprende que haya optado por estandarizar su duración a la habitual en la mayoría de filmes[3].

Con lo dicho hasta aquí, se podría pensar que Tiro en la cabeza es una película fallida. No lo es, ya que cumple sobradamente con sus objetivos narrativos y es redonda en su concepción ética a pesar de su a todas luces alargadísima duración hasta el sopor que es de tan sólo una hora y veinte minutos, interminables para lo que se cuenta perfectamente en ella y de alguna incomprensible salida de tono hacia el final de la película[4]. Pero es también una película que se sitúa a conciencia en la encrucijada de querer destapar una verdad que pese a ser evidente parece haber sido sepultada por la mediatización (espectacularización en este caso) y politización, ambos aspectos tan propios del terrorismo como del cine en general que Tiro en la cabeza consigue, sino sortear, si atenuar hasta su mínima expresión. El inconveniente a este corolario es que uno no sabe si ello plantea un más o menos estimulante debate sobre la representación de las barbaridades cometidas por los terroristas en el cine  o consigue además trasladar esa inquietud a esta sangrienta y encallada parcela de nuestra realidad, más allá de la pantalla[5].

Título: Tiro en la cabeza. Dirección y guión: Jaime Rosales. Producción: Jérôme Dopffer, José María Morales y Jaime Rosales. Fotografía: Oscar Durán. Montaje: Nino Martínez Sosa. Año: 2008.
Intérpretes: Ion Arretxe (Ion), Asun Arretxe (Asun), Nerea Cobreros (Ane), Monique Durin-Noury (Dueña de casa en Francia), Diego Gutierrez (Guardia civil Maqueda), Iván Moreno (Guardia civil Alonso), José Ángel Lopetegui (Amigo).




[1] Además no deja de ser un síntoma de cómo la sociedad española ya ha asimilado casi por completo (ETA sigue teniendo sus apoyos sociales) la lógica condena a los actos de terrorismo. Ya ni siquiera es necesaria una condena explícita para provocar la sensación de salvaje absurdidad del acto terrorista que durante un tiempo, en los setenta y ochenta estaba mucho menos consensuado.

[2] Arretxe, tenía, además de una reputada carrera como director de arte a sus espaldas una conexión con la lucha contra la banda terrorista ETA. A mediados de los ochenta y mientras estudiaba Bellas Artes en Bilbao y tomaba parte de varios movimientos sociales fue detenido por la Guardia Civil la noche del 26 de noviembre de 1985 acusado de pertenencia a ETA y aplicándole la polémica ley antiterrorista puesta en marcha desde el 4 de Enero de ese mismo año.
Durante su cautiverio asegura haber sido torturado tanto física como psíquicamente hasta ser trasladado a la prisión de Carabanchel donde los presos le preguntaron por Mikel Zabaltza, detenido el mismo día que Arretxe que no sabía ni quien era Zabaltza. El cadáver de este último apareció flotando en un río veinte días después y la autopsia reveló que murió ahogado pero sin síntomas de violencia. Tres días más tarde Arretxe salió de Carabanchel en libertad sin cargos. Denunció las torturas pero después de pasar por cinco jueces el caso se sobreseyó por falta de pruebas. Arretxe, que se autodefine como abertzale marchó, a sus 21 años y cargado de un comprensible odio que se diluyó con el tiempo, se fue a Barcelona a estudiar escenografía en el Institut del Teatre, poniendo los cimientos de su carrera como director de arte.

[3] También hay otro detalle, comprensible pero bastante molesto, que es el descarado uso del Product Placement; mecanismo que incluye en la película la aparición visible de marcas comerciales con fines publicitarios para dichas empresas y económicos para los responsables de los films que ven así incrementar sus volúmenes de producción. En el film que tratamos aquí es especialmente irritante ver como algunas firmas empresariales merecen planos en los que no se incluye nada más que sus logotipos de una duración a juego con la del resto de planos que conforman la película. Para que luego algunos se jacten de “pureza artística” contrapuesta a “comercialidad”.

[4] Me refiero al instante en el que, tras secuestrar a una mujer, el improvisado comando ata a la chica a un árbol antes de huir con el coche de esta. Mientras Ion la amordaza, la mujer perteneciente al comando etarra le da ánimos a la pobre desgraciada acariciándola y por lo que podemos deducir de su expresión consolándola en lo posible. Más que un acto incomprensible, es un inesperado momento de cierta calidez que queda más como un pegote dentro de la tremenda sobriedad general de la película que como un matiz de la misma.

[5]O pantallas: la película se estrenó en 16 salas comerciales y una “sala virtual” que “proyectaba” el film en cuatro sesiones al día con aforo (absurdamente, en mi opinión) limitado para 100 internautas en cada pase. Las entradas tenían el coste de 3,40 euros, pagados mediante dos mensajes SMS que permitía el visionado del film por streaming, impidiendo la piratería y la propiedad de la copia, ya que no permitía descargarlo y permitiendo a los espectadores que quisieran ver el film poder hacerlo a  bajo precio y en ciudades y lugares del país en los que no se hubiese estrenado en salas pudiendo llegar a todas partes. Rosales tuvo que pedir un permiso especial al Instituto de la Cinematografía y las Artes Visuales que prohibe el estreno simultáneo de un film en salas comerciales y en DVD o formato doméstico, excepción que se hizo debido al “carácter experimental del film” y de la que no disfrutaron otras películas como Carmina o revienta del salao de Paco León. Además, Tiro en la cabeza se proyectó en el Museo Reina Sofia durante los dos siguientes días a su estreno con un coloquio sobre la película. Pese a tal despliegue, TVE no compró los derechos de la película para su emisión por televisión, que a día de hoy diría que sigue en el aire.