Tiro en la cabeza abre
con un plano del mar. No se nos muestra la costa en la que las olas van a
romper una y otra vez, sólo la marea yendo y viniendo y el horizonte sobre las
aguas como único marco. Esa falta de contextualización continúa en la siguiente
escena: un hombre abre la persiana de su casa durante la noche y aparece
enmarcado en el cuadrado luminoso sobre un fondo oscuro que es la ventana de su
casa en la que lo contemplamos. Y así prosigue la película detrás de un hombre
en su vida, tan cotidiana como la que podríamos llevar cualquiera de nosotros
pero filmada mediante teleobjetivo desde una distancia y con una frontalidad
como denominador común en la deliberadamente raquítica planificación de la que
hace gala esta película de Jaime Rosales que provoca la sensación de ser más un
mirón que un espectador y ese largo tramo del film más una exposición de unos
hechos que una explicación de los mismos. A ese distante retrato de la
cotidianeidad se suma (se resta, en realidad) otro elemento, el más llamativo
de todos los mecanismos que Rosales pone en marcha o detiene para llevar a
puerto su arriesgada apuesta: no dejarnos oír los diálogos que mantiene el
protagonista con aquellos con los que se relaciona.
No existe
pues, ni rastro de explicaciones psicológicas ya sea mediante la planificación
(siempre desde la distancia y cuando el personaje está en un interior, desde
fuera del edificio filmando a través de los ventanales) planteada como fruto de
la casualidad casi documental (los que comparten espacio con el protagonista son en la vida real sus amigos, pareja y conocidos), con planos desencuadrados y deliberadamente antiestéticos,
premeditadamente sucios, o a través del diálogo que ha sido substituido por el
ruido de fondo que en cualquier otra película estaría por debajo del nivel
sonoro de las palabras de los personajes. Así pues la pregunta es ¿Quién es ese
hombre y que hace? (y también en algunos momentos y cada vez con más frecuencia
¿por qué estoy viendo esto?) y la respuesta no se nos da hasta después del
ecuador de la película: hacia el minuto cincuenta de un film que nunca se
sale de los cauces marcados desde su inicio. Esa falta de contexto general, de
resortes dramáticos sobre los que el cine generalmente crea historias de las
más nimias situaciones, encuentra tarde pero finalmente su razón de ser.
Después de un
viaje a Francia con otro hombre y una mujer, el hombre al que la película
otorga toda la atención sin objeto ni conflicto aparente mantiene una
distendida (por los gestos, como en todas las anteriores nunca oímos lo que se
dice) conversación con sus compañeros de mesa. Pero entonces, milagro, aparece
el elemento que lo cambiará todo: dos jóvenes sentados unas mesas más allá
miran fijamente la mesa en la que el protagonista se encuentra, aparece algo
que parecía desterrado por completo en el film de Rosales; el eje que establece
un diálogo de miradas entre las respectivas mesas y sus comensales y por un ya
inesperado golpe de timón aparece lo inaudito: emoción. Y no es la más
constructiva de todas ellas; la tensión de las miradas se contagia tanto a los
comensales que abandonan todo el jolgorio del que hacían gala unos segundos
antes como al espectador que nota como aumenta la agresividad de la mirada
reflejada en el único ojo del protagonista que el director nos deja ver,
cubriendo el resto de su cara con el escorzo del compañero que tiene delante creando
una imagen inquietante que resume y revisa todas las estrategias basadas en un
supuesto desaliño (que a poco que se piense está meticulosamente preparado)
formal y haciéndolos cristalizar en un instante que muta del sopor a la tensión
sin alterar demasiado sus líneas generales.
Con el mal
rollo instalado en el ánimo, vemos como los jóvenes abandonan la cafetería
seguidos del protagonista y sus acompañantes y es entonces cuando toda la
película cobra sentido: bajo los gritos de “Txakurra” ("perro" en euskera, usado con todo el desprecio del mundo por los proetarras o etarras para referirse a policías nacionales o locales) oímos por fin la voz del
protagonista increpando a los dos jóvenes mientras se acerca a ellos junto con
el otro hombre, empuñando ambos una pistola. Amenazan a los chavales a los que
meten contra su voluntad en un coche y finalmente los asesinan a tiros antes de
huir en un coche en el que les espera la chica.
El atentado no
merece un tratamiento distinto a lo visto antes de que este tenga lugar, pero
los insultos en vasco, las armas y el que ocurra cerca de la frontera aunque ya
en territorio francés nos da la información necesaria para, desde un punto de
vista exclusivamente localista me atrevería a decir, contextualizarlo todo:
acabamos de asistir a un atentado de la
banda terrorista ETA. Pero lo cortés no quita lo valiente; ese contexto, fruto
más de los conocimientos que el espectador patrio tenga de su entorno y sus
problemas nos sitúa pero no nos explica nada. Ahí se despliega el porque del
camino tomado por Rosales; cuando el asesinato tiene lugar el director nos ha
negado cualquier dispositivo narrativo que pueda justificar o explicar nada de
nada, lo ha hecho incomprensible y injustificable hasta desde un punto de vista
dramático. Su condena del asesinato se resume en reducirlo a eso sin aderezos
ideológicos o situacionales, lo reduce al puro absurdo de dos hombres
disparando a bocajarro otros dos. No hay un rechazo explícito como tampoco una
apología o siquiera un respaldo a la violencia de la banda terrorista ETA (y
que bajo este tratamiento es extensible a la violencia ejercida por cualquier
persona), pero hay cosas que caen por su propio peso (mayor cuanto menos “justificado”
está el asesinato) para cualquiera con dos dedos de frente y un gramo de
sensibilidad en el cuerpo[1] y la desvincula de los sobados y miopes discursos políticos que identifican nacionalismo con terrorismo, ya sea para condenar un asesinato o para ensalzarlo.
La moral es el
vector que conduce al film a unir la forma con su fondo hasta hacerlos
indivisibles, sin fisuras. Viendo la película no creo que exista otra manera de
dar a entender el punto de vista de Rosales (limitado a pesar de su lucidez)
que la que él mismo ha elegido. Revisando las notas de prensa y entrevistas
concedidas por el realizador se entiende que halló la inspiración para la
película en el doble asesinato de dos guardias civiles, Fernando Trapero y Raúl
Centeno, de un tiro en la nuca a manos de tres etarras en Capbreton, Francia y
que convenció al director artístico de su anterior film; Ion Arretxe, para que
protagonizara el actual[2]
rodado en tan sólo catorce días con la única interrupción necesaria para que
Rosales recogiera el premio Goya a la mejor película y mejor director por su
film anterior La soledad, que guarda
algunas similitudes formales y argumentales con el actual.
También puede
pensarse de sus imágenes el que Rosales ha intentado otro nuevo retrato de la
cotidianeidad del monstruo, acercándolo a la nuestra como ya hizo con su opera
prima, la más inquietante Las horas del día, dando un paso
más allá en su desdramatización tanto de las conductas “normales” (y lo escribo entre comillas porque ya me dirán que puñetas es eso) como de las asesinas situándolas en el mismo plano sin romper su continuidad y haciéndolas
parte de un todo cuya suma es más inquietante que las partes.
Lo que no se
entiende es el que parece ser unos de los males endogámicos de determinado cine
solemnemente autodenominado culto que demasiadas veces confunde lasitud en su
ritmo con contenido cuando una cosa no tiene que ver con la otra. Si bien la
idea de Rosales está plasmada, como he dicho antes, perfectamente en imagen y
sonido el que esta cobre el sentido que Rosales parece querer conferirle a los
cincuenta minutos de metraje plantea la cuestión esencial en esta película. Uno
tiene la sensación de que si el atentado hubiese tenido lugar a la media hora
de película, no habría perdido la pureza narrativa y personalidad que la hace
especial, y lo mismo podría decirse de tener lugar al cuarto de hora. El gran
(grandísimo) inconveniente de Tiro en la
cabeza es que cuando lo que se quiere decir con ella resulta tan obvio (y
válido) y está explicado de una forma tan unidireccional, el interés muere
cuando las cartas han sido reveladas y todo lo que la alarga por delante o
detrás de su tesis la hace redundante hasta el más cansino de los subrayados ya
que toda la película ha sido desprovista de cualquier elemento que pueda sumar
algo más que la tesis que se ofrece. Una vez se ha adoptado la dirección
estética tomada por Rosales, a contracorriente de lo que muchos espectadores
esperan de una película cualquiera sorprende que haya optado por estandarizar
su duración a la habitual en la mayoría de filmes[3].
Con lo dicho
hasta aquí, se podría pensar que Tiro en
la cabeza es una película fallida. No lo es, ya que cumple sobradamente con
sus objetivos narrativos y es redonda en su concepción ética a pesar de su a
todas luces alargadísima duración hasta el sopor que es de tan sólo una hora y
veinte minutos, interminables para lo que se cuenta perfectamente en ella y de
alguna incomprensible salida de tono hacia el final de la película[4].
Pero es también una película que se sitúa a conciencia en la encrucijada de
querer destapar una verdad que pese a ser evidente parece haber sido sepultada
por la mediatización (espectacularización en este caso) y politización, ambos aspectos tan propios del terrorismo
como del cine en general que Tiro en la
cabeza consigue, sino sortear, si atenuar hasta su mínima expresión. El
inconveniente a este corolario es que uno no sabe si ello plantea un más o menos estimulante debate
sobre la representación de las barbaridades cometidas por los terroristas en el
cine o consigue además trasladar esa inquietud a esta
sangrienta y encallada parcela de nuestra realidad, más allá de la pantalla[5].
Título: Tiro en la
cabeza. Dirección y guión: Jaime
Rosales. Producción: Jérôme Dopffer,
José María Morales y Jaime Rosales. Fotografía:
Oscar Durán. Montaje: Nino Martínez
Sosa. Año: 2008.
Intérpretes: Ion
Arretxe (Ion), Asun Arretxe (Asun), Nerea Cobreros (Ane), Monique Durin-Noury
(Dueña de casa en Francia), Diego Gutierrez (Guardia civil Maqueda), Iván
Moreno (Guardia civil Alonso), José Ángel Lopetegui (Amigo).
[1] Además no deja de ser un síntoma de cómo la sociedad española ya
ha asimilado casi por completo (ETA sigue teniendo sus apoyos sociales) la
lógica condena a los actos de terrorismo. Ya ni siquiera es necesaria una
condena explícita para provocar la sensación de salvaje absurdidad del acto
terrorista que durante un tiempo, en los setenta y ochenta estaba mucho menos
consensuado.
[2] Arretxe, tenía, además de una reputada carrera como director de
arte a sus espaldas una conexión con la lucha contra la banda terrorista ETA. A
mediados de los ochenta y mientras estudiaba Bellas Artes en Bilbao y tomaba
parte de varios movimientos sociales fue detenido por la Guardia Civil la noche
del 26 de noviembre de 1985 acusado de pertenencia a ETA y aplicándole la
polémica ley antiterrorista puesta en marcha desde el 4 de Enero de ese mismo
año.
Durante su cautiverio asegura haber
sido torturado tanto física como psíquicamente hasta ser trasladado a la
prisión de Carabanchel donde los presos le preguntaron por Mikel Zabaltza,
detenido el mismo día que Arretxe que no sabía ni quien era Zabaltza. El cadáver
de este último apareció flotando en un río veinte días después y la autopsia
reveló que murió ahogado pero sin síntomas de violencia. Tres días más tarde
Arretxe salió de Carabanchel en libertad sin cargos. Denunció las torturas pero
después de pasar por cinco jueces el caso se sobreseyó por falta de pruebas.
Arretxe, que se autodefine como abertzale marchó, a sus 21 años y cargado de un
comprensible odio que se diluyó con el tiempo, se fue a Barcelona a estudiar
escenografía en el Institut del Teatre, poniendo los cimientos de su carrera
como director de arte.
[3] También hay otro detalle, comprensible pero bastante molesto, que
es el descarado uso del Product Placement; mecanismo que incluye en la película
la aparición visible de marcas comerciales con fines publicitarios para dichas
empresas y económicos para los responsables de los films que ven así
incrementar sus volúmenes de producción. En el film que tratamos aquí es
especialmente irritante ver como algunas firmas empresariales merecen planos en
los que no se incluye nada más que sus logotipos de una duración a juego con la
del resto de planos que conforman la película. Para que luego algunos se jacten
de “pureza artística” contrapuesta a “comercialidad”.
[4] Me refiero al instante en el que, tras secuestrar a una mujer, el
improvisado comando ata a la chica a un árbol antes de huir con el coche de
esta. Mientras Ion la amordaza, la mujer perteneciente al comando etarra le da
ánimos a la pobre desgraciada acariciándola y por lo que podemos deducir de su expresión
consolándola en lo posible. Más que un acto incomprensible, es un inesperado
momento de cierta calidez que queda más como un pegote dentro de la tremenda
sobriedad general de la película que como un matiz de la misma.
[5]O pantallas: la película se estrenó en 16 salas comerciales y una
“sala virtual” que “proyectaba” el film en cuatro sesiones al día con aforo
(absurdamente, en mi opinión) limitado para 100 internautas en cada pase. Las
entradas tenían el coste de 3,40 euros, pagados mediante dos mensajes SMS que
permitía el visionado del film por streaming,
impidiendo la piratería y la propiedad de la copia, ya que no permitía
descargarlo y permitiendo a los espectadores que quisieran ver el film poder
hacerlo a bajo precio y en ciudades y
lugares del país en los que no se hubiese estrenado en salas pudiendo llegar a
todas partes. Rosales tuvo que pedir un permiso especial al Instituto de la
Cinematografía y las Artes Visuales que prohibe el estreno simultáneo de un
film en salas comerciales y en DVD o formato doméstico, excepción que se hizo
debido al “carácter experimental del film” y de la que no disfrutaron otras
películas como Carmina o revienta del
salao de Paco León. Además, Tiro en la cabeza se proyectó en el
Museo Reina Sofia durante los dos siguientes días a su estreno con un coloquio
sobre la película. Pese a tal despliegue, TVE no compró los derechos de la
película para su emisión por televisión, que a día de hoy diría que sigue en el aire.
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