Joliet Jake y
Elwood Blues, los Blues Brothers del
título original traducido con descacharrante desfachatez en nuestro país,
nacieron en el escenario en el que tenía lugar la grabación del ya mítico
programa de televisión norteamericano Saturday Night Live[1].
La idea era sencilla, un dúo de un estilo musical dado por muerto; el rythm & blues ,compuesto por dos hombres, a
la manera del gordo y el flaco, enfundados en sendos trajes negros, tocados por
sus respectivos sombreros y siempre parapetados detrás de sus inseparables
gafas ahumadas en una imagen ya icónica inspirada por entonces en John Lee
Hooker. Los personajes creados por Dan Aykroyd[2]
(de los dos, el fan de la música propia de los placeres de los hermanos Blues) y
corporeizados por él mismo y la estrella de la comedia del momento John Belushi
(arrastrado al agradecido terreno del Soul y el Blues por su tocayo, pese a ser
más amante por entonces de la música punk) acapararon la suficiente atención
del público como para superar a la propia que merecía el programa. Un disco (excelente
y titulado Briefcase full of blues)
más tarde y aprovechando el tirón de Belushi entre un público y una
Norteamérica en general rendida a sus pies llegó el momento de hacerlos saltar
a la gran pantalla de la mano de otra estrella naciente de la comedia, esta
detrás de las cámaras y que ya había colaborado con Belushi anteriormente en su
gran éxito de taquilla Desmadre a la
americana un año antes: John Landis.
Cuesta
imaginar, más que la aceptación, la expectativa generada por la película en su
estreno coincidiendo con el de la celebrada década de los ochenta. O hablo por
mí, que por aquel entonces podría ser poco menos que una idea cociéndose a
fuego lento en las cabezas de mis padres y disfruté del film de Landis, a falta
de poder hacerlo de manera más apropiada, en formato doméstico.
El comienzo
del film nos muestra a un hombre saliendo de presidio, sus andares orgullosos y
pose desafiante nos dicen de él lo que su cara no puede expresar, porque Landis
nos estafa el plano que la muestre, dejándolo en el anonimato durante toda la
escena. Al recoger sus pertenencias antes de volver al mundo podemos verle
recuperando su traje negro, sus zapatos negros, su sombrero negro, su corbata
negra, su camisa (blanca) y sus gafas oscuras que no se quita ni para conducir
de noche. Repito la descripción ya dada más arriba porque hasta ese momento del
film eso es todo lo que sabemos de Jake Blues. Hasta su salida se nos muestra
desde la distancia; un hombre pequeño saliendo de un enorme edificio de
hormigón, camino a la libertad. Y de ella a la civilización es llevado por su
hermano Elwood que lleva su nombre tatuado en los nudillos, al igual que Jake
el suyo propio en el mismo lugar en homenaje a Robert Mitchum en La noche del cazador, y que le espera con idéntica vestimenta
(creando un sencillo y perfecto vínculo entre ellos) sentado sobre el capó de
un desvencijado coche de policía. Hasta el instante en el que ambos se
encuentran cara a cara, Landis no nos los muestra con la proximidad suficiente
como para verles el rostro y lo hace además acompañado del primer inserto
musical del film. De un papirotazo, y en una escena que muy bien podría haber
sido muda sin perder ni una pizca de efectividad, Landis provoca la tensión que
se sabe será satisfecha en el público de los ochenta y la descripción más
básica de unos personajes (y que no necesita de más elementos prácticamente en
toda la película) concedida en un goteo constante al público contemporáneo,
uniendo ambas cosas en una sola: la creación de un pequeño mito que a día de
hoy y sin necesidad de saber de su referente televisivo o musical aguanta el
tipo inmejorablemente[3]…
Además de ser una estupenda escena que ya anuncia el buen hacer de John Landis
tras el megáfono de director.
La historia
que explica Granujas a todo ritmo es
tan sencilla que es prácticamente una excusa para organizar algo más grande que
lo que esta podría ofrecer por sí misma: con Jake libre, los dos hermanos hacen
una visita al orfanato que les vio crecer y que está al borde la quiebra a
menos que reciba una muy importante inyección económica. Los hermanos Blues decidirán
recaudar esos imprescindibles fondos, por una vez de manera honesta, reuniendo
(búsqueda y captura, prácticamente) a los desperdigados miembros de su antigua
banda que viven mayoritariamente de trabajar en bares y restaurantes, ya sea
encima de un escenario que nadie tiene demasiado interés en mirar o detrás de
un mostrador, para dar un concierto que les permita recaudar el dinero que
salvará el amargamente católico hogar de sus infancias.
Como puede
verse, ni los personajes, de profundidad psicológica (o de cualquier otro tipo)
nula, ni tampoco la trama auguran nada bueno desde el endeble guión que sirve
de base al film, pero Landis y el resto del equipo consiguen jugar esta
situación a su favor.
Primeramente,
porque la ausencia de más elementos que los comentados anulan cualquier
posibilidad de dramatizar cualquier situación que tenga lugar en el film, y
segundo, porque los pocos que podrían darle un peso dramático y que ya estén
presentes en su argumento son dinamitados (o despojados de todo dramatismo
evitando cualquier subrayado con la banda sonora) a base de una ironía que
impide tomárselos en serio sin que uno llegue a desentenderse de lo que está
viendo en la pantalla.
Esta ligereza
del fondo no es tomada por Landis como una licencia para poner la forma al
raquítico nivel de la precaria densidad argumental. El director, con una
trabajada puesta en escena, aprovecha esta pequeñez para concentrarse en uno de
los pivotes de la película: el matar moscas a cañonazos, el hacerlo todo
absurdamente grande para lo ridículamente pequeño que es en realidad. Una
opción que encuentra su perfecto eco y amplia el abismo entre los problemas
cotidianos que se resuelven de la forma más exagerada en las interpretaciones
de Aykroyd y sobretodo un pletórico Belushi[4]
como los hermanos Blues. Dos pequeños hombres enfrentados a una mayúsculo
tormenta desatada por ellos mismo, siempre impertérritos ante las situaciones
más absurdas y tranquilos frente a problemas imposibles de resolver pero ante
los que su contenida gestualidad provoca un divertido contraste con los efectos
de su Misión. Una pareja de entrañables locos, apasionados de la música que ven
lógico el trueque de un coche por un micrófono y que se dedican a embaucar y
engañar a todo el que se les ponga por delante (y en el caso de sus amigos, a chantajearlos) en aras de un último concierto
que en boca del taciturno Elwood, es “una
misión divina”. Y una de las grandes bazas de la película, que la hace
memorable, es precisamente que nunca son tratados como dos iluminados o dos
imbéciles en pos de una misión absurda. Su seriedad a ultranza les otorga una
dignidad que pese a sus meteduras de pata nunca es puesta en duda. Lo único que
parece perturbar la estoica existencia de los hermanos Blues es también lo que
hace definitivamente imposible tomar distancias con ellos: su pasión por la
música.
El elemento
clave del film es también el que espolea a los dos protagonistas durante el
metraje: ya sea de la boca de James Brown, Aretha Franklyn, Cab Calloway o Ray
Charles que aparecen en la película, o las pegadizas melodías que pueden oírse
en las radios, tocadiscos o formando parte de la excelente banda sonora del
film en general con canciones ajenas a la realidad de los personajes, Landis se
compincha con su pareja de actores y almas
Mater del film para tejer una telaraña de la que una vez dentro es
imposible escapar. La cantidad de números musicales que trufan la película y en fondo son su auténtica estructura, a modo de pequeñas islas (aunque como se dice en una gran película, sólo son islas si se miran desde el agua, una agua que en Granujas a todo ritmo se evapora a la velocidad del rayo) que conforman un archipiélago que impide que la película se desmorone por falta de gas. Esos momentos son
tanto lo más recordado como también lo más importante de film provocando la
adhesión absoluta del espectador a la causa de Jake y Elwood Blues, reafirmada
en cada nuevo número ya sea cantado por los artistas anteriormente mentados
como por la propia banda de los Blues Brothers una vez reunidos. Eso es lo
único que siempre es tomado con seriedad y sin ser cuestionado en la película,
y el estructurar la película así significa ponerse tan del lado de los
protagonistas que abandonar ese lugar es algo, más que difícil, antipático y
desagradecido para cualquiera. Existe además otro elemento que se suma a lo
anterior potenciándolo y dándole a la película el sentimiento que acaba dejando
poso en el espectador: su dionisíaco sentido de la diversión. Siguiendo con los
números musicales y a pesar de su magnífica coreografía formal en cuanto a
montaje y posición de cámara se refiere resulta evidente que los bailarines, pese
a sus capacidades, (que para un cero a la izquierda en lo que a bailoteo se
refiere como es un servidor rozan la perfección) no son profesionales. Pero su
calidad de aficionados aporta una vitalidad que unida a la música que los anima
desemboca en un plus de humanidad bastante habitual en el buen cine de Landis que podríamos resumir en el sencillo
hecho de que esta gente, como casi todos los que aparecen en pantalla del lado musical de la vida, está pasándoselo bien[5].
No es sólo en los instantes propios del Musical, también en insertos que
parecen casi documentales de gente que pasea por la calle o parecen mirar
divertidos el rodaje de la película sin ser conscientes de estar siendo parte
de la misma, o en la construcción de ambientes tan acogedores como pueden ser
los bares llevados o habitados por viejos amigos en los que se fuma un poco y
se bebe algo más… sazonados con una
música, hecha de soul y blues, cálida por naturaleza.
Es la cara más
civilizada y cotidiana (y relajada) de un sentido de la diversión que vira a un
gozoso salvajismo cuando la película se concentra en una escenas de destrucción
que en manos del director y bajo la festiva banda sonora que las envuelven se
presentan como una auténtica juerga de espíritu más travieso que gamberro. Sus persecuciones de coche, algunas de
ellas antológicas, a base de acumular perseguidoras autoridades que van desde
la policía al ejército o a uno de los monstruos habituales de la filmografía del
director; (no en vano, judío) un grupúsculo nazi, y que atentan
concienzudamente contra cualquier lógica
realista y parecen tener el único objetivo de crear el mayor caos posible a su
paso. Si a ello sumamos la aparición de una misteriosa mujer (la mítica, y ya
van muchos mitos en esta entrada, actriz que personificó a la Princesa Leia y
por entonces pareja de Aykroyd, Carrie Fisher) obcecada en destruir a los dos
hermanos con los métodos más peregrinos como con achicharrándolos con un lanzallamas, una bomba
capaz de volar un edificio por los aires, una ametralladora o un bazuca sitúan
al film en una posición equidistante entre la lógica del musical (aunque al
contrario de lo que es habitual en dicho género, la mayoría de canciones no
hacen avanzar la trama… probablemente porque esta es inexistente) y de la
propia de los dibujos animados de la Warner.
Ambos extremos
muy bien coreografiados, tanto, que consiguen dejar la perfección que parecen
tener al alcance de la mano a un lado para abrazar el blanco y inocente
desenfreno que se erige en estandarte, y en realidad único fondo respetado por
todos aquellos que participaron en esta irreverente película que siempre se ve
con una sonrisa que no te abandona después de su visionado aunque pocas veces
llega a deshacerse en una carcajada mientras dura el film, hecho con indudable
cariño y dedicación. Su exuberante y cálida vitalidad es su mejor arma y su
sano y dionisíaco sentido del caos y la fiesta que nunca decae sus memorables
credenciales que a día de hoy siguen siendo tanto o más disfrutables que en el
momento de su estreno.
Título: The Blues Brothers. Dirección: John Landis. Guión: Dan Aykroyd y John
Landis. Producción: Bernie Brillsten, George Folsey Jr., David Sosna y Robert K. Weiss. Fotografía: Stephen M. Katz. Montaje: George Folsey Jr. Dirección artística: Henry Larrecq. Año: 1980.
[1] Programa televisivo emitido y producido por la cadena
norteamericana National Broadcasting Company (NBC) que inició sus por entonces
revolucionarias andadas el 11 de octubre de 1975. Formado por sketches que
combinaban comedia, política y espectáculo musical, fue creado por Lorne
Michaels y desarrollado por Dick Ebersol. Ha sido una de las más reconocidas
canteras de la comedia americana, saliendo de su plató gente como los actores
Bill Murray, Eddie Murphy y Jim Carrey, o gente de letras como los guionistas y
finalmente también actores interpretándose a sí mismos Larry David o Tina Fey
entre otros mitos entre los que destacan, por encima de todos los demás, los
Teleñecos.
[2]Surgidos a raíz de un espectáculo musical que formaba parte del
SNL y que consistía en Belushi disfrazado de abeja mientras cantaba King of bees lo que les dio la idea al
propio Belushi y a Aykroyd (que ya aparecía tocando la amónica y con gafas de sol y sombrero negro en ese número) de aprovechar el tirón y la progresiva comodidad de
ambos sobre el escenario para crear su propia banda de música, bautizada por el
productor del programa; Lorne Michael. Con Belushi al micrófono, compartido con Aykroyd que también tocaba la armónica, el dúo fue respaldado por un experimentado grupo de músicos que contaba
con miembros de grupos como Booker T & The MG’s, banda estable del sello
musical Stax y que hicieron de puente con algunos de los artistas que acabaron
actuando en la película Granujas a todo ritmo.
Los Blues brothers interpretaron su primer tema, titulado I don’t know el 22 de abril de 1978 ya contando con Alan Rubin como
trompetista, Lou Marini al saxo y Paul Shaffer al teclado. Ese mismo año, en el
18 de Noviembre, grabarían Soul man
incluyendo en el grupo con los anteriormente mencionados a Matt Murphy a la
guitarra, Steve Jordan como batería y Tom Scott como segundo saxo de a bordo.
Al mes siguiente y durante el show de presentación grabaron la actuación en
vivo que sería el cuerpo principal de su primer disco Briefcase Full of Blues. El promotor de conciertos Bill Graham
contrató a los Blues Brothers para compartir cartel con los Grateful Dead y los
Deadheads en el concierto de año nuevo de ese mismo 1978 con una entusiasta
respuesta del público que no hizo sino confirmar el poder de convocatoria de un
estilo musical que se creía muerto y enterrado en las listas de éxitos copadas
por la música disco. Aún disfrutando de las mieles de su primer disco, la banda
compaginó durante un tiempo sus actuaciones en el programa SNL con alguna que
otra gira mientras Dan Aykroyd preparaba el guión de la película que cuando fue
entregado a Landis sobrepasaba las doscientas páginas, lo que según los cánones
Hollywoodienses implicaba entre tres y cuatro horas de película… El resto es
historia.
Para los que quieran ver un resumen del arco evolutivo que va desde las abejas gigantes a los gigantes del rythm & blues aquí tienen uno, para variar, en mala calidad: http://www.youtube.com/watch?v=YE-WTzYD0Us
[3] Para que se hagan una idea de su repercusión entre nosotros,
comparen la traducción del original Blues
Brothers a nuestro Granujas a todo
ritmo debido al desconocimiento del público sobre quienes eran y que
representaban Jake y Elwood Blues con su secuela, la pobrísima Blues Brothers 2000 dirigida (dando la
sensación de estar profanando la memoria de una de sus obras mayores) por el
mismo Landis en 1998, aunque parece una persona completamente distinta a la que llevó a buen puerto la nave de los locos que era Granujas a todo ritmo y cuyo título en
castellano fue… Blues Brothers 2000.
Aunque podría ser por pura pereza o desidia de los traductores es mucho más
probable que fuese debido al éxito y reconocimiento por parte de un público devinculado por completo de los orígenes televisivos de los personajes y por tanto
sólo reconociéndolos por su música o la película original y que por tanto fuese
inútil buscar un título alternativo como sí ocurrió en la primera parte. Sobre
la calidad de esta secuela, mejor corramos un tupido velo y disfrutemos de su
excelente banda sonora, lo único salvable de la quema.
[4]Y eso que John Belushi ya estaba en la pendiente que desharía
su carrera y su vida antes de apagarse el 5 de Marzo de 1982 por una sobredosis de
Speedball, un fatal combinado de heroína y cocaína que llevaba un tiempo
inyectándose juntas y por separado antes de su triste final. Belushi llevaba
tiempo consumiendo drogas a una velocidad que incluso para el Hollywood de
entonces resultaba preocupante (hubo quien dijo que Belushi quería esnifarse el mundo) y que ya durante el rodaje de Granujas a todo ritmo empezaba a hacer
visiblemente mella en la joven promesa de la comedia americana. Los interesados
en escarbar tanto en este morboso aspecto de la vida de Belushi como en su
corta existencia en general pueden leer Como
una moto. La vida galopante de John Belushi, biografía escrita por Bob Woodward, mítico periodista que junto con Carl Bernstein descifró y sacó a
la palestra pública el caso Watergate que hundió al presidente Richard Nixon en
la ciénaga de la historia americana.Se editó en nuestro país de la mano de la Editorial Global Rythm en 2009, unos 25 años después de su proceso de escritura y publicación en los EEUU.
[5] Como también ocurrió con algunos de los artistas invitados. El
habitual playback, que se usó para los números cantados por Cab Calloway, Ray
Charles o los mismos Blues Brothers, se vio imposible en el caso de James Brown
o Aretha Franklyn. Cualquiera que haya visto una actuación de Brown, o incluso
una entrevista, sabe que el cantante era incapaz de controlarse o interpretar
un papel sin perder el control sobre sí mismo y saltarse todas las pautas que
algún pobre desgraciado intentase imponerle. En el caso de Aretha Franklyn,
Landis afirmaba que nunca cantaba un tema de la misma manera dos veces, con lo
que al igual que en el caso del número musical del loco de Brown (que
significativamente interpreta a un reverendo en la película), tanto el director
como el montador se las vieron y tuvieron para encajar la letra y los tonos sin
echar a perder la coherencia de la escena y cargarse la melodía y la
coreografía que la acompañaba.
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