La llamada
Rebelión Árabe tuvo lugar entre los años 1916 y 1918. Al estallar la Primera
Guerra Mundial en 1914 el Imperio Otomano, de élites turcas y mayoría árabe, se
puso de lado del Imperio Alemán llamando a sus súbditos musulmanes a la yihad
contra las potencias aliadas conformadas por Francia, Rusia y Gran Bretaña. Pero
contrariamente a los deseos del sultán Mehmed V los árabes vieron el estallido
de esa Gran Guerra como la oportunidad de deshacerse de toda supervisión
otomana e instituciones copadas por turcos y conseguir su libertad. Gran
Bretaña vio a su vez la oportunidad de conseguir una aliada en la nación árabe prerrevolucionaria,
prometiendo a esta y a sus líderes un total apoyo y ayuda para alcanzar su
libertad si esta se ponía del lado del frente Aliado en el conflicto mundial.
En esa
rebelión que llevó efectivamente a los árabes a un libertad espuria (desde 1918
hasta 1920, víctima de un colonialismo que acabó dividiendo y sometiendo la
región a los designios británicos y franceses) pero libertad al fin y al cabo,
participó Thomas Edward Lawrence, oficial británico con la misión de coordinar
los ataques llevados a cabo por los árabes con los objetivos de los aliados más
conocido por el sobrenombre de Lawrence de Arabia, ganado a pulso por su cada
vez mayor popularidad y estima entre los árabes…
Hasta el
visionado de la película homónima de la leyenda de Lawrence de Arabia, poco
sabía yo tanto de la Rebelión Árabe como del propio Lawrence. Finalizado el
visionado, esa información se plantea como paisaje en el que tiene lugar la
acción pero no se perfila demasiado cuando se compara con la ingente
información que uno puede encontrar en los libros de Historia (de los que he
tenido que echar mano para la introducción de esta entrada, soy un cero a la
izquierda en lo que a conocimientos de Historia se refiere) o la biografía del
propio T.E. Lawrence titulada Los siete
pilares de la sabiduría[1]
que ya avanzo de antemano no he tenido la oportunidad de leer pero que
parece sirvió de base para el guión de este film de 1962.
Así pues y
tomando la película de David Lean –mito del cine clásico del que tampoco he
visto demasiadas películas, y no vean como me arrepiento después de haber visto
el film que nos ocupa- como única guía y patrón para su análisis (que a fin de
cuentas es como deberían analizarse la mayoría de películas) con independencia
de sus modelos históricos reales, el aniñado T.E. Lawrence de Lean se nos
presenta ante todo como un amante del riesgo: la primera vez que lo vemos bajo
los delicados y amanerados gestos de Peter O’Toole es a lomos de una
motocicleta que estrella al acelerar por un tramo peligroso de una carretera,
acabando con su vida pero dando comienzo a su leyenda en la película.
Estando
planteada la película como un inesperadamente turbio panegírico sobre la figura
de Lawrence de Arabia y al hombre que la proyectaba, T.E. Lawrence, esta
temeraria forma de ver la vida se prolonga en el film en el pasado de Lawrence,
situando la acción en el periodo comprendido entre su inmersión en el mundo
árabe y su salida de este.
Una máxima que
sienta las bases de toda aventura que desafía lo imposible (“Nada está escrito”) y una magnífica
elipsis nos traslada de un soplido para apagar un fósforo a las sofocantes
arenas del desierto en las que Lawrence
de Arabia enseña sus cartas y a modo de espejismos, las zonas más
tenebrosas de una épica que ha hecho de esta película un clásico del “cine de
semana santa” aunque sus virtudes son mucho más numerosas y superiores que las
que la adscriben a esa casera clasificación.
Es cierto que
las imágenes del film son espectaculares y fastuosas a conciencia, su
despliegue de medios apabullante en una época en la que una muchedumbre era
formada por actores de carne y hueso y no gracias a la fría magia de los efectos
digitales y su aspecto visual de un poderío que en sus peores momentos roza lo
pictórico para abrazarlo en todos los demás. Pero contiene también un guión que
sobre el papel apunta algunos elementos considerablemente más perturbadores que
lo que sus líneas argumentales podrían hacer esperar y que de las imágenes de
Lean, que hace mucho más que ilustrar el libreto, empapan los cimientos de una
película que ve como su premeditada blancura épica se va llenando de lamparones
morales y vitales hasta componer una epopeya oscura que pasa a pleno sol y que
demuestra haberse ganado a pulso la condición de clásico del cine. Lawrence de Arabia es una película que
contiene más momentos muertos reanimados por el diálogo recitado por actores de
la talla del mencionado O’Toole, pero también de la de Alec Guiness, Anthony
Quinn o Omar Shariff (que serían unos árabes perfectos pero su inglés, como
mandan los cánones del cine de entonces, también lo es) y muy bonitas
composiciones de planificación que batallas y aventuras, que también están ahí
y son brillantes, pero que quedan en un segundo plano ante la auténtica
estrella y pilar de la película: el propio Lawrence, pivote central del film
que marca su evolución formal con la suya propia y devora todo lo que hay en él. No hay
espectacularidad vacua (y oigan, que si la hubiera, un buen espectáculo siempre
es un buen espectáculo) y sí un marcado vector dramático que condiciona tanto
los momentos más épicos como los más intimistas tratados bajo el mismo punto de
vista pero sobretodo con el mismo esmero.
Ello se
apuntala en una sorprendente estrategia que marca Lawrence de Arabia por completo; desde el instante en el que
Lawrence se adentra en el desierto y empieza a asimilar todo lo árabe y a unir una nación disgregada en tribus enfrentadas hasta
ganarse el apodo que lo hizo famoso, podríamos hablar más que de una puesta en
escena épica, de una puesta en escena expresionista. Todo lo que ocurre allí
funciona a dos niveles que se complementan sin nunca llegar a pisarse, ya sea
desde el guión, que funciona a modo de intenso y ejemplarizante tanto dentro
como fuera de la pantalla relato aventurero o como de la huída de un hombre de
sí mismo que la puesta en escena de Lean se dedica a revelar constantemente.
Así, en un instante del film en el que Lawrence ejecuta a un ladrón
disparándole a bocajarro con una pistola en la cabeza para evitar un
enfrentamiento entre las tribus árabes que forman el ejército revolucionario de
Arabia acaba con Lawrence soltando el arma con repulsión mientras los árabes se
abalanzan sobre la pistola que acaba de caer a la arena como perros hambrientos
peleando por un pedazo de carne ante la atónita y asustada mirada de Lawrence,
siendo tanto una posible representación del miedo de Lawrence de ser un enviado
del colonialismo británico[2]
que llevará a la violencia a los árabes como de su lado más violento que poco a
poco irá alzándose (más adelante en una reunión con unos superiores militares
británicos afirma que cuando mató al ladrón disfrutó al apretar el gatillo) de
forma cada vez más evidente. Es un instante más propio de una pesadilla que de
la supuesta pureza de intenciones que pasa del personaje a la película cuyas
imágenes actúan como reflejo de sus turbulencias vitales. Es revelador que un
momento anterior, Lawrence se dedique a cantar cerca de una enorme montaña que
le devuelve el sonido de su voz por el eco que produce y que algunos planos se
dediquen exclusivamente a la sombra de este recortada sobre el desierto y no al
cuerpo de Peter O’Toole. Es el desierto respondiéndole con su propia voz hasta
que esta le dice cosas que no quiere escuchar pero de las que no puede huir.
Uno de los argumentos que da para explicar el porque de su apetencia por el
desierto es que es “está limpio”
porque es un lugar en el que casi por definición no hay absolutamente nada y
uno puede ser lo que quiera. Esta obsesión se traslada en el caso del
protagonista en su control sobre todo lo físico, en su destierro de todo lo que
no tenga que ver con el mundo de las ideas (o lo que acaba por ser lo mismo, las
fantasías), en su relativamente velada (no aparece ni una sola mujer en la
película desde que Lawrence se adentra en el desierto) homosexualidad o en un
control del dolor de tintes masoquistas llevado al extremo de actuar como si
este no existiera. No es de extrañar que uno de los personajes más cercanos a Lawrence,
el interpretado por Omar Shariff en su papel de confidente del protagonista
Sherif Ali, tenga que recordarle literalmente que “tiene un cuerpo” de cuyos apetitos no puede huir, pero que podría
extenderse a todo lo corpóreo, o yendo un paso más allá hasta situarnos donde
nos interesa, a lo real y sus limitaciones.
A Lawrence de
Arabia el mundo real parece traerle sin cuidado, no es más que una rémora que
espera a ser batida por un espíritu tan engreídamente elevado como el suyo
capaz de conseguir lo imposible, es decir cargándose los límites de lo que
conocemos como real. Son numerosos los planos que Lean le dedica a la sombra de
Lawrence siendo seguida por sus cada vez más ingentes acólitos árabes, estos
mostrados en carne y hueso. Lawrence de Arabia es un fantasma de tintes
mesiánicos cuyas hazañas son tangibles y sobretodo inspiradoras, pero cuyas
ideas de grandeza y su cada vez más desproporcionado narcisismo acaba
eliminando a T.E. Lawrence, dolorosamente incapaz de estar a la altura de la
leyenda que ha iniciado un camino sin retorno.
Es a partir de
un violento despertar cuando las cosas se tuercen y Lawrence de Arabia deja de
estar por la Rebelión Árabe para invertir los términos de esa relación. En un
acto de fe que de tan absurdo resulta suicida para cualquiera con dos dedos de
frente, Lawrence intenta infiltrarse en una ciudadela regida por los enemigos
turcos, convencido de que por haberse integrado o ser tan querido entre los
árabes, nadie se apercibirá de su tono de piel clara, su pelo rubio y sus
intensos ojos azules. Como era de esperar es capturado y llevado ante un
mandatario turco que lo humilla desnudándole, y aunque no llegamos a verlo, se
intuye que termina violándolo. La escena, de un homoerotismo clarísimo,
presenta los prolegómenos de lo que acaba siendo su final, pero también el
descubrimiento del cuerpo de Lawrence y la humillación de este al ser revelado
lo que era evidente para cualquiera, que no es árabe, que puede sentir dolor y
que puede sentir la palpable sexualidad de la escena llevada admirablemente por
Lean. Resumiendo, que tiene un cuerpo y que por lo tanto existe y tiene sus
limitaciones y sentimientos que interfieren en su “misión”. Su ideal se
desmorona y intentando ser de nuevo Theodore Edward Lawrence sin conseguirlo
opta por una huida hacia delante convirtiéndose en un fanático de su propia leyenda que atropellará todos los ideales en los que
decía creer y que ahora vemos que no eran sino puro espejismo creado para
engrandecer su ego consiguiendo revolucionar y provocar un profundo efecto en
el mundo real así como en aquellos que lo rodean.
La pulcritud y
atmósfera etérea que juega con los sonidos y la luz mostrada por la primera de
las dos partes (divididas por un intermedio en el que se puede disfrutar de la
magnífica banda sonora de Maurice Jarré) que componen la película de Lean, da
paso entonces a una mucho más física y sucia. No remite la espectacularidad del
inicio, pero su tonalidad es mucho más sombría en comparación con los fastuosos
y luminosos planos de paisajes desérticos[3].
Las últimas y definitivas batallas muestran las víctimas resultantes,
masacradas por unas tropas que sólo rinden pleitesía a Lawrence antes que a la
Rebelión y que por ello son elegidos por este como guardia personal,
encargándose él mismo de entrar en batalla matando cruelmente a todo el que se
le pone por delante con todo el sádico entusiasmo del que es capaz echando a
perder todos los ideales y presunta sensibilidad (al principio siente asco
físico por la sangre y la violencia) esgrimidos por él mismo y la propia
Rebelión Árabe… Y cuando la puesta en escena se atenúa en instantes más
cotidianos, el guión muestra como cunde el desacuerdo entre los árabes que se
dedican a tensar las cuerdas que sostienen su frágil paz entre tribus sacando a
la palestra los esperables conflictos entre los que se tienen que poner de
acuerdo para repartirse el pastel, que a ojos de Lawrence ya se halla
completamente envenenado. La mirada del británico que huye de la corrupción en
que se hunde la cultura de su país natal pasa a ser la del árabe integrado,
identidad que se deshace con la mentada escena de la violación y que provoca el
que Lawrence quiera recuperarla a toda costa mediante el aplauso de sus
seguidores por encima de todo lo demás.
Hay, además,
un último apunte de puesta en escena que a un servidor le llama poderosamente
la atención, el adelantamiento, en el viaje de salida de Lawrence (¿o habría
que decir de Theodore Edward Lawrence?) de territorio árabe una motocicleta
adelanta el vehículo a toda velocidad siendo seguida por la cámara de Lean
dándole una inusual importancia dentro de un control estético que elimina todo
lo superfluo, todo lo que pueda ensordecer a base de ruido la melodía
audiovisual llevada con mano maestra por Lean. ¿Es una premonición del final de
Lawrence mostrado al inicio de la película? ¿Es el germen de una idea de
suicidio ante la gris existencia que le espera a Lawrence cuando llegue a Gran
Bretaña que desbarata por completo la visión inicial de hombre amante del
riesgo y la transforma en la de un hombre atrapado?
Sean preguntas
fuera de lugar o no, sirvan de ejemplo para mostrar la variedad de matices que
ofrece esta fascinante película, tan grande en tamaño como se recuerda y se la
reconoce[4],
pero también un gran film en todos sus aspectos, autónomo de su inspiración
histórica probablemente enriquecedora en lecturas pero innecesaria para
disfrutar de más de tres horas de gran cine de aventuras, mucho más complejo
que lo que algunas etiquetas podrían hacer pensar, y que con el mayor de los
méritos pasan en un soplo.
Título: Lawrence of
Arabia. Dirección: David Lean. Guión: Robert Bolt y Michael Wilson
sobre escritos de T.E. Lawrence. Producción:
David Lean y Sam Spiegel. Fotografía:
Freddie Young. Dirección artística: John
Box, John Stoll y Dario Simoni. Montaje:
Anne V. Coates. Música: Maurice
Jarré. Año: 1962.
Intérpretes: Peter
O’Toole (Theodore Edward Lawrence), Alec Guinness (Príncipe Feysal), Anthony
Quinn (Auda ibu Tayi), Omar Sharif (Sherif Ali ibn el Kharish), Jack Hawkins
(General Allenby), Claude Rains (Dryden).
[1] Disponible de la mano de Zeta Bolsillo desde el año 2007.
[2] Un tema sobre el que hasta cierto punto se pasa de puntillas. Las
obvias intenciones de manipular la libertad árabe por parte de los británicos
quedan siempre en un segundo plano que aparece esporádicamente ante el retrato
de Lawrence que ocupa todo el cuerpo de la película. Y el retrato que Lean hace
tanto de los árabes como de los británicos también responde a los vaivenes
emocionales y psicológicos de Lawrence afortunadamente sin caer nunca en la
caricatura en ninguno de los dos casos; los primeros se muestran afables y
acaramelados, los segundos altivos y condescendientes con el pueblo que
aseguran querer liberar aunque sin nunca llegar a intervenir directamente, sino
dejando que los propios árabes se atrapen en su propia incapacidad para
resolver sus problemas y llevar adelante su autogobierno. Es la figura de un
periodista americano la presentada de manera más equilibrada y más parecida a
un hombre sensato además (o precisamente por ello) de ser el encargado de
llevar la gesta de Lawrence al frente del ejército árabe con fines
publicitarios para que los jóvenes con ansias de aventura se enrolen en el
ejército de los EEUU. Mientras la leyenda de Lawrence suscribe en gran parte
esta estrategia en la primera mitad de la película provocado el efecto deseado
por el periodista en las tribus árabes, su inestabilidad mental se dedica a
pisotearla en la segunda.
[3] Desierto que es un collage de las arenas de varios otros; la película
se rodó parcialmente en Almería, en la playa de Algarrobico de Carboneras, el
Parque natural de Cabo de Gata-Níjar, el desierto de Tabernas y en algunas
calles de la ciudad de Almería. Otras escenas fueron rodadas en las calles de
Sevilla y el desierto de Marruecos y el de Jordania.
[4] El film se hizo con varios premios de renombre, entre ellos siete
estatuillas en la ceremonia de los Oscar de 1963: a mejor película, director,
dirección de arte, fotografía, montaje, música y sonido. Además, en 1991, se
incluyó entre los films que preserva el National Film Registry de la Biblioteca
del Congreso de los EUA en consideración a su importancia cultural, histórica y
estética.
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