31 de octubre
de 1963. Avistamos desde la oscuridad nocturna una casa típicamente suburbial
de los Estados Unidos. Aproximándonos un poco más, observamos a través de la
ventana una pareja de jóvenes besuqueándose en lo que adivinamos son los
prolegómenos de algo más que ocurre fuera de nuestra vista cuando la pareja de
amantes desaparece escaleras arriba. Pero no nos damos por vencidos. Entramos
en la casa y rondamos por ella a oscuras hasta alcanzar un remanso de luz en la
cocina, en la que con toda naturalidad abrimos un cajón y nos apoderamos de un
cuchillo. Desde la oscuridad vemos como el joven baja las escaleras poniéndose
de nuevo la camiseta y saliendo por la puerta tras despedirse de la chica que
sigue en la planta de arriba. Él no nos ve, pero no lo perdemos de vista hasta
que desaparece de la casa. Subimos por las escaleras y de camino nos ponemos
una máscara que antes hemos visto se ponía el chico para bromear con ella, que
ahora se mesa el pelo mientras canturrea en ropa interior y de espaldas a nosotros.
Oímos nuestra respiración amortiguada por la máscara mientras nos aproximamos a
ella, que se gira sorprendida. Y la apuñalamos.
Así da
comienzo la mítica, y a día de hoy poco vista pese a su importancia, tercera película
dirigida por John Carpenter, en 1978. Este perturbador plano secuencia
subjetivo remata la jugada maestra cuando una pareja se aproxima a nosotros y
nos saca la máscara, revelándonos la verdad: el asesino es un niño de seis años
de nombre Michael Myers que con la mirada perdida y una mueca de desagradable
pasmo en la cara sostiene un cuchillo ensangrentado frente a sus padres. La
identificación que dicha secuencia busca con el espectador no es baladí ni en
sus formas ni su fondo. Vista ahora, apunta con dedo acusador al espectador que
va en busca de emociones fuertes situándola al inicio del film y sin más
contextualización temporal que unos títulos que anuncian la noche de Halloween[1]
corroborados por los cánticos de un grupo de niños que parecen invocar el
inicio del film. Si miramos la película con los ojos de su director y los
primeros espectadores que pudieron verla en autocines y atestando las salas en
su estreno[2]
en pantalla grande, podemos sumar una lectura más al inicio. Carpenter fue uno
de tantos jóvenes que pudo ver el auge y el declive de una cultura que prometía
grandes y históricos cambios en la estructura y conciencia social de su país,
en consonancia con muchos otros que tenían lugar en otros rincones del planeta.
Desde las revoluciones estudiantiles, líderes sociales de la talla de Martin
Luther King, pasando por el mítico concierto en Woodstock en 1969, la
liberación sexual, las protestas contra la guerra de Vietnam o el acceso a
rincones de la percepción poco o nada explorados drogas mediante, la llamada
generación del amor vio como sus sueños mutaban en utopías cuando la realidad
que tan ilusionadamente habían ido creando empezaba a degradarse hasta volverse
una desesperanzada pesadilla. La resaca de dicha generación comprendió
tremebundas secuelas psicológicas para los que abusaron de las drogas y otros
excesos, monstruos del calibre de Charles Manson o el asesino del Zodíaco y
celebraciones con cruentos finales como el tristemente célebre concierto de
Altamond[3],
o el escándalo Watergate entre otros. Así las cosas y con la vida volviendo a
los apacibles y conservadores cauces de tiempos anteriores a una relativamente
frustrada revolución, es lógico que entre el año 1963 en que tiene comienzo la
acción de La noche de Halloween y el
1978 en que acontece prácticamente toda la película, haya a simple vista y en
la superficie, muy pocas diferencias. Lo que sobre el papel no deja de ser (y
probablemente sólo es, pero no deja de ser una interesante posibilidad) un
simple salto en el tiempo revela como la paz social que se presupone a los años
anteriores a la generación del amor no era tal. O no lo es para los que
crecieron en ella desde el punto de vista de 1978. La semilla del Mal que no
obtiene nunca una explicación parece surgir entonces de la impresión de que si
los niños de 1963 fueron capaces, ya adultos, de cometer las incomprensibles
barbaridades para ser los que decían creer en el amor y un nuevo orden exento
de violencia, será porque esa maldad ya estaba presente en esas casitas
adosadas que se han convertido en uno de los paisajes de la Norteamérica
conservadora y pacífica más reconocibles. Ellos, como espectadores pillados in
fraganti, eran el Mal igual que ahora lo somos nosotros. El resultado es una
visión pesimista hasta el nihilismo del mundo que, en lo que a Carpenter se
refiere, nunca ha abandonado y probablemente ya tenía con anterioridad al
batacazo de los años setenta, siendo aún a día de hoy uno de sus rasgos de
identidad más reconocibles.
Ese punto de
vista, o esa mirada sobre el Mal y sobre la relación entre el cine y sus
espectadores, es la que articula de cabo a rabo el film de Carpenter y realza
un guión no sólo pobre, sino lleno de exagerados agujeros. Al realizador
oriundo de New Jersey siempre se le ha dado bien sacar partido en imágenes y
sonido de las situaciones puestas en negro sobre blanco en el papel de dudosa
calidad, pero es en La noche de Halloween
donde resulta más notable el abismo entre el guión y el resultado final en
pantalla de toda su carrera para lo bueno y para lo malo.
Si seguimos
con la pobre historia, nos encontramos con que el joven Myers es encerrado en
un sanatorio mental en el que no sale de su estado catatónico pese a que el
psiquiatra que lleva su caso, el Doctor Samuel Loomis (Donald Pleasance),
asegura que ese estado de shock es pura fachada y que en realidad Myers está esperando. Veinticinco años más tarde,
dos días antes del vigésimo quinto aniversario del asesinato de su hermana,
Myers logra escapar del manicomio en el que estaba encerrado, y como no podía
ser de otra manera, vuelve a casa para retomar el sangriento ciclo que su
psiquiatra, pisándole los talones, asegura que va a completar.
Como podrá darse
cuenta cualquiera que haya visto algunas de las más prototípicas películas del
subgénero del cine de horror con asesino psicópata aterrorizando adolescentes,
el guión de Carpenter no es desde el punto de vista actual ningún modo
original. Pero los que digan en defensa del film que eso lo revalida como
clásico precursor y una más que notable (y bastante cansina) influencia en el
devenir del género, pese a estar de acuerdo con ellos en ese punto, también
concederán que el guión original es insulso y de una simplonería considerable.
Pero como
decía, y ahí reside uno de sus grandes méritos, no es óbice para que La noche de Halloween sea una muestra de
buen cine en toda regla. El retorno, más que de Myers, del film al Haddonfield
natal del asesino se presenta de forma supuestamente inocente y “neutral”. La
cámara se desliza sobre las calles desiertas de la población hasta que recoge la
salida de la joven que se erigirá como heroína en la lucha contra el Mal:
Laurie (Jaime Lee Curtis), estudiosa y un punto recatada en comparación con sus
dos amigas interpretadas por Nancy Loomis y P.J. Soles (lo que provocó más de
un comentario acusando al film de ultraconservador[4])
es seguida en su paseo matinal de camino al instituto parte de su rutina diaria.
Pero esa supuesta objetividad que sólo parece ilustrar el guión poco a poco se
va revelando como algo bastante más intencionado e inquietante. La distancia,
al principio considerable, con la que observamos (o vigilamos) a Laurie se concatena con esporádicas apariciones de un
Myers adulto que observa a sus futuras víctimas desde también una distancia que
irá acortando poco a poco pero con preocupante decisión. El espacio, ese
Haddonfield que se ve tan apacible, se va cerrando sobre las chicas, dejando
fuera todo lo demás y lo que es más importante: encerrándolas a ellas en
espacios cada vez más pequeños sin que sean conscientes de que su acoso está
llegando a su sangrienta conclusión. Así, desde las calles de la ciudad hasta
un estrecho armario pasando por coches, garajes o pequeñas habitaciones,
Carpenter se dedica básicamente a acorralar sus personajes en todos esos
compartimentos y sobretodo con uno: el encuadre, que conecta todo el film con
ese inicio que presenta un espacio que es producto de una mirada perturbada,
ajena a la de las futuras víctimas ignorantes de su oscuro destino. No pasa lo
mismo con el espectador, siempre un paso o dos por delante de las futuras
víctimas y cerca de los de Myers, a veces viendo a las chicas alejarse por
encima de su hombro que entra en plano a modo de escorzo y que se sitúa casi
siempre como punto de fuga que articula el espacio que hay a su alrededor. La
maldad del punto de vista que abría el film (y que presentaba el espacio desde
esa visión del mismo) se desvincula de la figura, digamos física, de Myers pero
se desparrama venenosamente por toda la película con lo que la sensación de
amenaza cada vez mayor que tiene el espectador no es compartida por las jóvenes
que pueblan la película. Con el mínimo de información y apoyo del guión,
Carpenter consigue que al saber más que ellas y nada de él (o ello, pero de eso
ya hablaremos más adelante) provocar una sensación de fatalidad y de
irreversibilidad que da un aire de predestinación al futuro de las pobres
chicas que no existía en el guión. A ello también colabora otro factor, este
además uno de los talones de Aquiles de la película, el uso del tiempo. Los
planos, en su mayoría secuencia quizás por motivos presupuestarios, quizás
narrativos o muy probablemente ambos, hacen gala de un ritmo pausado y se van
engarzando mediante un montaje que los deja respirar… en ocasiones demasiado.
El que puede
que sea el único problema del film viene dado de la combinación entre ese ritmo
lento que va calando poco a poco en una conseguida tensión con un guión que
resulta muy pobre y las situaciones que presenta muy reiterativas y personajes
poco trabajados, pese al buen hacer de las actrices que consiguen dar
naturalidad a tres personajes prácticamente nulos. Carpenter crea, con la
inestimable ayuda de su magistral en su minimalismo que delata obsesión,
tensión y un punto de tristeza banda sonora compuesta por él mismo, una palpable
atmósfera de amenaza, de opresivo suspense[5],
acumulando una consabida tensión que tarda mucho en estallar, llegando a cansar
en algún momento. Con todo, la frialdad del mecanismo de relojería puesto en
marcha por el director consigue rescatar además ese turbio motor dramático que
pone en guardia al espectador del morbo más descarado, provocando más
incomodidad. Su distancia y mesura es también la de Myers, pero lo mecánico de
este provoca un desapego que nos convierte en desagradados testigos de lo que
ocurre en el film y mientras esa sensación se mantiene, la película aguanta más
que bien una historia que a día de hoy también tiene que lidiar con la absoluta
ausencia de sorpresa que provoca su premisa y desarrollo argumental. Su cuasi
perfección en cuanto a formalizar un fondo casi muerto hasta dotarlo de una
vida impensable viendo la propuesta inicial a veces puede parecer más un
ejercicio de estilo, muy conseguido, pero en ocasiones vacuo al apoyarse en
situaciones que en sí mismas a veces no
tienen interés cuando nunca llegan a su esperada conclusión, como sí ocurrirá
en una de sus mejores películas, sino la mejor, la mucho más equilibrada y
igualmente virtuosa La cosa[6],
en 1982 y que comparte con el film que nos ocupa un tono de pesadilla desesperada
que raya en el nihilismo y un horror a camino entre lo concreto y lo abstracto.
Hay además
otro elemento que eleva a La noche de
Halloween muy por encima de la media y que en combinación con su atmósfera
lleva al film del terreno propio del suspense al del cine de terror: el propio
Michael Myers. Su desmotivada figura es con toda seguridad lo más inquietante
del film ya desde el propio guión y no digamos ya una vez en pantalla. Su
estatura, sus andares pesados y sobretodo una máscara blancuzca (del actor William
Shatner, el capitán Kirk de Star Trek)
que más bien parece una segunda piel, una cara sin rasgos definidos puntuada
por dos ojos vacíos de vida (“los ojos
del diablo” en palabras de Loomis) dan una impresión de deshumanización muy
conseguida, de una pureza que pocas veces ha llegado a repetirse no ya dentro
de la saga y el más o menos afortunado remake
de Rob Zombie y magnífica secuela (que inteligentemente, tiraban por el lado
opuesto a lo propuesto por Carpenter) sino dentro del cine en general. La figura
más parecida al Michael Myers de La noche
de Halloween sería la del asesino Anton Chiguhr ,interpretado por Javier
Bardem, en la mucho más respetada culturalmente No es país para viejos que tiene bastante del film de Carpenter en
cuanto a su discurso más allá de su fidelidad absoluta a la novela homónima de
Cormac McCarthy… o en una vertiente histérica y alqaeizada, el Joker interpretado por Heath Ledger en El caballero oscuro. En el caso del film
de Carpenter, sólo son necesarios un par de apuntes pseudo místicos en boca de
su perseguidor, Loomis, para que lo que sobre el guión no es sino una salida de
tono sea en manos del director una personificación del Mal con mayúsculas. No
sólo por el tratamiento del tiempo (como si no hubiese prisa porque ocurrirá
tarde o temprano) y el espacio (que le pertenece desde el principio) ya
comentado y su relación con el asesino, también su absoluta falta de motivación
y psicologismo[7]
y por encima de todo, su indestructibilidad. Lo que en muchas películas de este
subgénero no es más que la enésima demostración de las ganas que tiene algunos
de llenarse los bolsillos por encima de la coherencia fílmica a base de
secuelas se transforma (o si lo prefieren se añade) aquí en la guinda al pastel
que eleva a La noche de Halloween del
terror “realista” a algo más parecido a una pesadilla sin visos de terminar
nunca. Y de paso, elevando a Myers a esa figura -no en vano en los títulos de
crédito Myers es acreditado como The
Shape (La forma)…- maligna y
abisal que rehuye toda posible explicación (y que por eso es el Mal en estado
puro) y sólo sabe destruir a todos los que lo rodean, consigue también trampear
garrafales errores de guión. Sólo en un instante Carpenter nos deja verle la
cara y lo que vemos no es más que un hombre vulgar, pero el hecho de reducir
esa visión a un momento muy puntual y en un momento determinado revela la
intención, más intelectualizada de lo esperado en un conjunto más interesado en
provocar emoción que reflexión, del realizador. El Mal existe y como ya
apuntaba al principio, pese a ser incomprensible es humano. A pesar de todo lo
dicho hasta ahora, La noche de Halloween no
es, afortunadamente, un film de tesis
aunque ,sirva de prueba esta entrada, hay donde escarbar para quien quiera
verlo.
Por suerte
para todos, y lejos de un aburrido simposio sobre la mirada y la Maldad que lo
haría mucho más unidireccional (y muchísimo más fácil, el sacar conclusiones de
donde no se dicen a gritos requiere un esfuerzo mayor por parte del espectador
que una película que se dedica a agitar la tesis y su fondo delante de nuestras
narices) siendo todo ello perfectamente integrado hasta ser el motor del film,
que se defiende solo como historia de terror excelentemente narrada pese a
algunos altibajos fruto de la pobreza del guión que son eclipsados por potentes
escenas de impacto sobretodo al final de la película. Instantes como el que
muestra a Laurie avanzando hacia la casa de los Myers, ahora un caserón
deshabitado que contiene los cadáveres de sus amigas en una grotesca (una de
ellas bajo la lápida robada de la hermana del asesino) coreografía que dará
paso a la desigual lucha final. Momentos como ese demuestran que cuando se aúna
el fondo y la forma para crear un todo indivisible el film es impecable y
coherente en su discurso que se completa en la última escena que remata y
define todo lo anterior en el film… y que no por casualidad es cuando Carpenter
consigue reunir todos los elementos que componen este clásico llevándolos hasta
las últimas consecuencias: con Myers fuera de control y en paradero desconocido
pese a haber sido disparado varias veces, Carpenter pone en marcha la
sobresaliente melodía a piano que marca y realza toda la película y descomprime
el espacio que tan meticulosamente se había dedicado a plegar hasta lo
asfixiante. Los paisajes de un Haddonfield desértico, mostrados en planos
generales llenos de sombras que pueden ocultar cualquier amenaza bajo la
apagada (e imposible desde un punto de vista más o menos realista) respiración
de Myers nos indica en una imposible subjetividad, que el Mal no sólo ha vuelto
al Haddonfield del que salió destruyendo toda ilusión de seguridad (o ilusión
en general), sino que su destructiva naturaleza se ha adueñado de todo. Y ya no
hay donde esconderse.
Título: Halloween. Dirección: John Carpenter. Guión: John Carpenter y Debra Hill. Producción: Debra Hill. Fotografía: Dean Cudney. Dirección artística: Randy Moore. Montaje: Tommy Lee Wallace y Charles
Bornstein. Música: John Carpenter. Año: 1978.
Intérpretes: Jaime Lee Curtis (Laurie Strode),
Donald Pleasance (Dr. Samuel Loomis), Nancy
Loomis (Annie), P.J. Soles (Linda), Charles Cyphers (Sheriff Brackett), Nick Castle (Michael Myers/La Forma).
[1] La Noche de difuntos anglosajona que tiene lugar el 31 de octubre
nace de la Fiesta de los Muertos celebrada por los druidas celtas en honor a su
deidad Samhain y del Día de Todos los Santos cristiano que por aquí conocemos
algo mejor, llamado All Hallow’s Eve. Para los druidas era una fecha de gran
significado esotérico que coincide (aproximadamente) con el fin del verano,
dando la bienvenida a las tinieblas y a la desaparición de la luz solar,
celebrando la fertilidad de los campos relajándose y divirtiéndose. Por otro
lado, para la Iglesia era el día en que las almas santas del cielo vencían al
Mal, siendo un día de purificación espiritual. Fueron los irlandeses los que introdujeron
la celebración en los Estados Unidos, al igual que su símbolo más reconocido:
la llamada Jack-o-lantern, derivada
de una leyenda irlandesa. En dicha leyenda un malvado llamado Jack fallece pero
su maldad es tan descomunal que su alma no encuentra destino ni el en cielo ni
el infierno. Desde entonces se ve condenado a vagar por el mundo buscando una
entrada a alguno de los dos reinos posibles , el del Bien o el del Mal, con la
ayuda de un repollo con una vela dentro para iluminar su camino. Los norteamericanos
cambiaron el repollo por una calabaza, mucho más común en sus tierras como
método para ahuyentar al espíritu, mezclando la costumbre con la leyenda en una
misma cosa. El mismo personaje está en la base de lo que conocemos como Truco o trato; según se dice el espíritu
de Jack llama a la puerta y ofrece dos opciones: truco (o Trick, susto o travesura) o trato (Treat, que significa lo mismo que su equivalente en castellano). No
aceptar la segunda opción, que a día de hoy se resume en entregar dulces y
caramelos a los que se plantan en la puerta y preguntan, implica que Jack
maldiga la casa y todos los que en ella viven con las peores consecuencias. Los
disfraces no son si no un sistema de asustar o dar esquinazo a los espíritus
malignos que se abren paso en nuestro mundo el día de esta celebración.
Mientras que algunas fuentes aseguran que la idea es espantar a los entes
malignos asustándolos, otras dicen que es la manera de hacerles creer que el
portador del disfraz es uno de ellos y así evitar que le hagan daño.
[2] La película tuvo un presupuesto de 300.000 dólares, muy reducido
dentro de los parámetros habituales del cine americano pese a ser un auténtico
dineral para el más común de los mortales, y a día de hoy lleva recaudados unos
60 millones de dólares.
[3] Si el de Woodstock en 1969 se considera uno de los mejores y más
significativos conciertos multitudinarios de la historia del Rock y la música
en general, cuya plasmación audiovisual en forma de documental también representa las posibilidades vitales que se
veían posibles en esa época, el de Altamond es su siniestro reverso. También
plasmado en forma de concierto-documental en Gimme Shelter, dicho concierto tuvo lugar el mismo 1969 en dicha
localidad como parte de la gira de los Rolling Stones, el American Tour 1969, y entró en los oscuros anales de la historia de
la música en directo cuando un espectador fue apuñalado hasta morir por uno de
los guardaespaldas (los Ángeles del Infierno, casi nada) del grupo que estaba
en ese momento en el escenario cantando su mítico Sympathy for the devil. Cuando ocurrió el asesinato, cundió el
pánico y los Stones abandonaron el lugar inmediatamente, dando como saldo uno
de los primeros oscuros nubarrones que iban aguar una alegre y esperanzadora
visión del mundo y de la vida en la que irían apareciendo cada vez más y más
oscuros lamparones.
[4] Aunque dudoso en el caso de Carpenter, director que siempre ha
destacado por contestatario y por sus ácidos retratos sociales desde un punto
de vista más izquierdista que propio
de la derecha. Pese a todo, el que el personaje de Laurie sea el de la chica menos
interesada en relacionarse con chicos y la menos lanzada de las tres, puede dar
la lógica impresión de que Myers representa el brazo justiciero de la
ultraderecha pasando a cuchillo a toda chica que lleve a cabo algo tan
corriente como practicar el sexo por puro placer. No ayudarían ni las secuelas
ni films como Viernes 13, saga de
hasta diez (si no contamos esa desaprovechada coda llamada Freddy contra Jason) films en los que un sosías de Myers llamado
Jason Vorhees (y su madre en la primera película) se dedican a masacrar a todo
adolescente que se atreva a practicar el sexo o consumir drogas en sus
dominios, siendo siempre las más virginales (e igual de estúpidas que el resto
de la troupe) las encargadas de plantar cara al asesino hasta ser eliminadas en
la siguiente secuela. Alguna juerga debieron darse fuera de plano pensando
que los productores ya habían calmado su
sed de dinero.
[5] De hecho, y a pesar de haber en el film algunos sustos subrayados
por unos efectos sonoros algo caducos y que la figura de Michael Myers provoca
más miedo que tensión, este se articula a partir de una estrategia más propia
del cine de suspense que del de terror en base a la lúcida diferenciación que
de ambos hace Alfred Hitchock comparando dos escenas: en la primera los personajes
están sentados a una mesa en la que estalla una bomba. Es un susto. En la otra
hay un plano de la bomba bajo la mesa y luego otro de las personas conversando
encima, que no saben que la bomba está ahí. El espectador espera una explosión.
Eso es suspense. Y eso es en gran parte La
noche de Halloween.
[6] Remake bien entendido
de un pequeño clásico de la ciencia ficción de los cincuenta llamado El enigma de otro mundo en su traducción
al español (The thing, en su inglés
original) que aparece como parte de un programa de televisión especial de
Halloween que Laurie ve con el niño que tiene a su cargo como canguro esa
noche. El film fue dirigido por Christian Nyby aunque algunos aseguran que fue
su productor Howard Hawks el que realmente llevó la batuta durante el rodaje en
1951. Hawks, director de westerns como Río
Bravo o films de aventuras como Hatari
y muy admirado por Carpenter, fue inspiración confesa del film anterior de John
Carpenter Asalto a la comisaría del
distrito 13, algunos de cuyos personajes ya prefiguran la maldad estoica de
Michael Myers. Bien mirado, podría decirse que La noche de Halloween tiene algo de western en su estructura
principal con un hombre (algunos han llamado este film El slasher tranquilo...) que vuelve a su pueblo/ciudad natal para saldar una
cuenta pendiente… aunque desde un punto de vista formal y moral muy diferente a
lo habitual en ese género tan querido por Carpenter.
[7] Siendo una de las muchas respuestas de la generación de
directores a los que pertenece el de La
noche de Halloween a el final de Psicosis
de Alfred Hitchcock de la que el film de Carpenter bebe en cierta medida. Ese
clásico de 1960 que sentó las bases del cine de horror (y gran parte del cine
sin distinciones genéricas) moderno y que ponía en el espectador en el incómodo
lado del psicópata como imprevisto y turbador protagonista de la ficción fue
tan admirado en su conjunto como criticado en un único aspecto por gran parte
de los nuevos cineastas. Ese final en que un supuesto psiquiatra explicaba y
desmenuzaba en pequeños lugares comunes con el complejo de Edipo como nexo de
unión la locura asesina de Norman Bates provocó el debate: ¿no era mucho más
inquietante dejar esas motivaciones en el aire y no saber de donde provenía esa
psicopatía homicida? Hitchcock nunca estuvo de acuerdo con sus críticos pero a
partir de El héroe anda suelto de
Peter Bogdanovich en el año 1968 como precedente de la mucho más depurada
visión sobre el tema hecha por Carpenter en La
noche de Halloween el tan cacareado “menos
es más” que en cuanto a definir la maldad se refiere se convirtió en uno de
los estandartes de la nueva escuela del Terror Americano.