Una torre
rodeada de nubes abre silenciosamente Naqoyqatsi[1].
No es la imagen de una torre real, aunque se la reconoce como tal; la impresión
que provoca es la de estar viendo un dibujo, un grabado en movimiento con
distintos niveles de profundidad en movimiento que gracias al arte de algún
programa de montaje informático cristalizan en un único plano. Al pasar al
interior empezamos a reconocer algunos de los rasgos característicos de las dos
películas precedentes de este punto final de la llamada trilogía qatsi formada por Koyaanisqatsi,
Powaqatsi (comentadas anteriormente
en este blog) y el film que nos ocupa. El ritmo moroso hasta la extenuación,
cierto esteticismo que se percibe por el momento algo atemperado en comparación
con los filmes anteriores y sobretodo la primero hipnótica y luego redundante
música de Philip Glass (esta vez con la colaboración del violoncelista Yo Yo
Ma) como único acompañamiento sonoro de una película en la que está ausente
toda voz humana. El edificio está fantasmalmente vacío y parece haber sido
abandonado tiempo atrás, ni un alma recorre las monumentales salas que lo
conforman en un gris casi monocromo que parece, una vez más, producto del
retoque digital por montaje de la imagen y no de una estrategia de iluminación
in situ. Y al salir, nos encontramos con imágenes familiares para cualquiera
que haya visto Koyaanisqatsi o Powaqatsi: imágenes aceleradas que nos
muestran el paso del tiempo que permite atestiguar la aparición de una montaña
que crece de forma artificial en una llanura que se reconoce por sus rasgos
pero dista mucho de parecer fruto de una filmación, más bien de imágenes
retocadas o directamente creadas por ordenador.
Aparecen las
primeras imágenes de seres humanos (porque como uno se va dando cuenta a medida
que avanza la película, uno sólo ve imágenes
de y no imágenes que representen a),
sobre fondos blancos, absolutamente fuera de contexto y en un siniestro
negativo que les dan una apariencia irreal en los que sus huesos son tan
visibles como la piel virada al negro que los recubre. Un ejército de 0 y 1,
los dos dígitos que configuran toda imagen e información digital da paso a
otros ejércitos, los humanos que marchan marcialmente de nuevo en una blanca
nada de la que no se nos otorga más información (aunque la concatencación ambos planos y por tanto ambas ideas sí la da) que la que nos dan las figuras
humanas que por ella deambulan y más adelante tensan sus cuerpos hasta lo
imposible en los extremos esfuerzos de unos atletas que al no saber a donde van
ni de donde vienen carecen de sentido: todo se reduce a una formula, a unos
dígitos, a información que ocurre en un no-lugar: el humanismo new age de los
anteriores qatsi parece haber
desaparecido por completo suplantado por una catarata de imágenes de
significado reconocible gracias a su altísima iconicidad, pero
descontextualizadas a base de feístas retoques de color, montaje abrupto y
negativos hasta conseguir provocar una distancia con el espectador para que
puedan verse como imágenes que sólo se representan a sí mismas, desvinculadas
de su referente real. La ausencia de historia o narrativa convencional es
sustituida por algo más similar a la asociación de ideas que, gracias al
montaje que crea relaciones entre esas imágenes impensables para sus
responsables iniciales, acaba deviniendo en una causa-efecto que narra la tesis
de la película no desde los hechos sino desde las ideas. Y todo ello se resume
en el primer aviso de una película que no deja de recordarnos machaconamente
que si conocemos el significado de las imágenes a pesar de su
descontextualización total es debido a que ya forman parte de nuestro
conocimiento del mundo de forma tan reconocible e instantánea como cualquier
recuerdo que tenga su origen en una experiencia real.
La estrategia
desplegada por Reggio se despliega y se ramifica imparablemente: la naturaleza digital de la
imagen hecha evidente por ser retocada la define como manipulada y su
ejemplaridad como modelo a seguir por pura imitación lleva a la idolatría de
imágenes inexistentes en nuestra realidad, en mitos que toman nuestro mundo
para crear una forma de verlo que es imposible que surja espontáneamente y que
sólo es posible en la falsa realidad de la imagen. No es casualidad la
aparición de una imagen de la oveja Dolly como modelo de las posibilidades no
sólo de creación por parte de esta nueva era digital, sino de copia y finalmente
suplantación de un referente por su imitación. A decir de Reggio, las imágenes
aseguran representar el mundo, pero no lo hacen porque lo que en ellas podemos
ver no existe, y lo que es peor, lo han sustituido con pérfidas intenciones que
han terminado en una deriva que es pura inercia y superficialidad. Pero el
realizador, que sólo con eso podría darnos una aburrida película de interesante
tesis, no se detiene en ese punto.
A partir de
ahí el batiburrillo de imágenes de personajes pertenecientes a la cultura
popular, desfiles militares, imágenes de billetes invadiendo la pantalla, drogas,
imágenes incomprensibles de naturaleza digital, dígitos omnipresentes y
constantes repeticiones a tono con la reiterativa tonadilla de Glass forman un
collage que cobra unidad cromáticamente feísta y desagradable por antinatural y
gracias a su banda sonora pero resulta con frecuencia y a conciencia bastante
confuso y cargante. Pero también coherente con sus intenciones: atacar el
sentido estético del espectador, agobiarlo hasta lo imposible y finalmente
poner a prueba su paciencia hasta la autocomplacencia. Podría verse Naqoyqatsi como un film que primero
presenta las imágenes como portadoras de narcóticos sueños de grandeza que nos
alejan de la realidad y se convierten en la única puerta de acceso a esta. Así,
del apático comienzo acabamos viendo imágenes de guerras y destrucción que
sabemos son reales, pero los más afortunados de nosotros sólo conocemos a
través de las mismas imágenes que no hace tanto recreaban la gesta de un atleta
al límite de sus posibilidades. De lo que podría pensarse que ambas imágenes
(guerra y triunfo atlético) forman parte del mismo sustrato ideológico o que
ambas nos alejan de la realidad que ilustran haciéndola soportable e incluso en
sus vertientes más crueles entretenida
en la seguridad que otorga la distancia creada ser sólo una imagen. Pero si esa era la intención de
Reggio, en mi opinión le sale el tiro por la culata proponiendo una tesis más
interesante que se lleva todas las otras por delante ya que hasta la violencia
presentada a modo de salvaje catarsis tampoco satisface en cuanto nunca se
percibe como real desde el momento en que
se expresa en los mismo términos visuales manipulados de forma evidente de toda
la película. Es el arco que va de la apatía inicial al cabreo frustrado de “toda”
una humanidad que ha dejado de vivir alienada a través de las imágenes para existir en imágenes hasta el punto de
que la falsa catarsis (una vez más, pura apariencia) sobre un modo de no-vida sólo
puede existir dentro del mundo digital, que ha dejado de servir como medio de
comunicación para recrear una realidad que devora y fagocita las posibilidades
de la vida real con intenciones que van desde las puramente economicistas a las
biológicas y finalmente militaristas, a veces de forma indivisible en el
aspecto de su tesis más estereotipado por consabido pero cortándonos toda
posibilidad de retirada durante el largo metraje.
Esta
característica es posiblemente la única que se desvincula de las intenciones de
Reggio y responde más a la necesidad de adaptarse a la duración estándar de un
largometraje al uso que a una estrategia dramática. Todas las demás consiguen
de lleno su objetivo: al terminar el visionado de la película la vida real
alrededor de la pantalla recupera el colorido y parte del sentido completamente
desterrado de Naqoyqatsi, devenida en
pura experiencia revulsiva.
Antes he
hablado de la falta aparente de humanismo (y digo aparente porque para
presentar conscientemente un proceso o situación deshumanizada con un mínimo de
éxito es necesaria una mirada humanista) implícito en Naqoyqatsi como rasgo diferencial de los otros dos films, casi un
díptico independiente de su conclusión, dirigidos también por Godfrey Reggio
pero ello tiene también su base en otra diferencia capital acorde con el rumbo
de esta tercera película.
El director de
fotografía Ron Fricke, responsable de la bella e inolvidable atmósfera visual
de Koyanisqatsi, y los no menos talentudos Graham Berry y Leonidas Zourdomius para Powaqatsi desaparecen y ceden su puesto en
importancia a John Kane, montador y diseñador visual de Naqoyqatsi y por tanto responsable del abismo visual y estético
existente entre las dos primeras películas producidas por Francis Ford Coppola
y George Lucas entre otros y esta última producida por Steven Soderbergh bajo
el auspicio de Miramax. Las dos primeras compartían un discurso complementario
ilustrado por sus bonitas imágenes hasta para representar la parte más
mecanizada del hombre contemporáneo (el de entonces y por ende el de ahora, se
entiende) que podían llegar a contradecir el espíritu de denuncia del que hacía
gala y esta última es, por la naturaleza de su tesis (lo que expone) y punto de
vista (como lo hace), mucho más pura y ajustada por ser rematadamente fea en su
grisácea tonalidad y su absoluta falta de pálpito humano en sus imágenes.
Además de una posible causa presupuestaria -es mucho más barato retocar
imágenes en gran parte ya existentes (algunas se rodaron especialmente para la película) que orquestar un rodaje como los que
hicieron posible los dos títulos precedentes- este viraje a territorios que
hablan más de lo que implica la representación del mundo por imágenes que del
mundo en sí a partir de esa representación puede responder a un motivo más
obvio que se explican por sí mismos durante la película: los cambios producidos
en el campo de la comunicación personal, de los mass-media, de la corrosión entre la esfera pública y la privada gracias
a que todo lo que pensamos ya ha sido pensado antes por otros que no somos
nosotros, y en definitiva como la realidad física y tangible a dado paso a algo que aún estamos por definir... y que se han dado desde la fecha de estreno de Powaqatsi en 1988 hasta el año 2002 en que vio la luz la última y
sobre el papel más interesante película de la trilogía.
Y si las otras
dos películas eran films “de tesis”,
tesis además bastante limitadas por haberse convertido desde nuestro punto de
vista actual en lugares comunes del cine de denuncia, ésta lo es de forma aún
más plausible, ya que no hay árboles que impidan ver el bosque. Pero
afortunadamente para Reggio y los que lo acompañan como responsables de Naqoyqatsi esta tesis se revela de forma
mucho más amplia y compleja de lo que lo
era en las anteriores. Ello podría ser debido al mero hecho de que aún no
tenemos la distancia en el tiempo que si existía en el caso de los dos films
anteriores (cuyas imágenes podrían coexistir como reverso pero al mismo nivel
iconográfico que las que se muestran en Naqoyqatsi),
pero también por la frontalidad de su denuncia y en el hecho de que
efectivamente el cierre de la trilogía resulta mucho más enigmático y lleno de
matices por presentar una problemática de la que forma parte culpable que en
las mucho más inocentes películas precedentes.
Es una suerte
tanto para Reggio como para el espectador, ya que todo lo demás que como digo es
mostrado bajo la forma más adecuada, puede ser agotador y esta vez carente de
bonitas imágenes que puedan rescatar al resultado final del soberano
aburrimiento en el que sin duda caería Naqoyqatsi
de no ser por lo, al menos para un servidor, excitantemente complejo de su
tesis que se niega a resolverse dentro de sus múltiples contradicciones y que crece
a cada visionado o pensamiento que se le dedique.
Esta es una
película de las que su recuerdo es más grato por interesante que su bastante
cansino visionado: no hay imágenes de impacto porque la sorpresa en estas
brilla por su ausencia, ahogada en un conjunto que lo iguala todo: estereotipo
descontextualizado y pervertido a base de hacer evidente su funcionamiento en
pos de un pensamiento único que además se ha convertido, a decir del film de
Reggio, en la única realidad.
Su discurso audiovisual (de naturaleza más ensayística que narrativa)
podría situarse en un punto equidistante entre las cumplidas profecías de
Guy Debord o la filosofía de Jean Baudrillard y el fondo de las múltiples
versiones de La invasión de los ladrones
de cuerpos haciendo de su profunda contradicción su rasgo más interesante. La que
se nutre de la misma falsa babel (otro mito, como la realidad que pretenden
representar las imágenes del film y que tampoco sabremos nunca si existió o no) que
de la comunicación e intercambio que otorga la lingüística verbal ha pasado a la
opresión de unas imágenes el sentido de cuyo contenido es indiscutible y
brutalmente superficial, igualmente contradictoria por posiblemente
institucional y al mismo tiempo autónoma, descentralizada y global hasta el
último rincón de la que somos tanto portadores como huéspedes de la realidad
que crea y que le sirve como objeto de denuncia sin ofrecer una alternativa
¿imposible?.
Título: Naqoyqatsi. Dirección: Godfrey Reggio. Producción: Steven Soderbergh, Jon Beirne, Mel Lawrence, Lawrence taub y Godfrey
Reggio. Guión: Godfrey Reggio. Fotografía: Russell Lee Fine. Montaje: John Kane. Música: Philip Glass. Año:
2002.
[1] Na.qöy.qatsi: N. de la lengua Hopi. 1. vida de
matarse unos a otros. 2. guerra como modo de vida. 3. (interpretación) violencia civilizada.
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