miércoles, 27 de febrero de 2013

EL ÚLTIMO ESCALÓN



 Una típica casa suburbial de los Estados Unidos de América, con sus dos plantas y su buhardilla, su jardín y su verja que la separa físicamente y la une por similitud con los demás hogares que la rodean se alza ante nosotros. La toma de cámara que la muestra imponentemente amenazadora, con la noche cayendo y el viento batiendo los árboles que la rodean bajo el chirriante sonido de lo que parecen una bandada de pájaros nos dan una visión algo diferente de un paisaje que el cine norteamericano se ha encargado exitosamente de presentarnos, pese a la distancia y la diferencia cultural, como paradigma de la normalidad. Esa sensación de intranquilidad e interés tiene su remate en el espectador de la película incomprensiblemente titulada en castellano El último escalón con la siguiente escena que nos muestra, en contraste con el plano precedente, una agradable estampa cotidiana. Jake, un niño de nueve años, toma un baño bajo la distraída vigilancia de su padre Tom (interpretado por un estupendo y eternamente joven Kevin Bacon) que toca la guitarra algo ausente de la conversación que su hijo mantiene con alguien que el director de la película David Koepp[1] sitúa a la altura de la cámara y el  espectador. Poco más tarde, y con el crío solo en la habitación, la película marca definitivamente su tono. El pequeño Jake se gira hacia nosotros por última vez y pregunta con una inquietante inocencia: ¿Te hace daño estar muerta?, sembrando una incomprensión en el espectador que el director se encarga de convertir en definitiva preocupación al mostrarnos el contraplano que nos había ahorrado hasta entonces y que nos muestra un cuarto de baño vacío y que el niño estaba, aparentemente, hablando solo. Plano y contraplano, lo que se muestra y como se muestra, Orden y Caos, Bien y Mal, son herramientas típicas del cine de terror, sea norteamericano[2] o no, al que pertenece El último escalón tras ganarle el pulso que se da tanto desde dentro de la ficción como desde la percepción que tiene el espectador del film con el efectivo y humanista retrato de la vida cotidiana de sus personajes.

Tom vive su rutina con su guapa y simpática (y visto lo visto dotada de una paciencia a prueba de bombas) mujer Maggie y su hijo Jake en una de las mencionadas urbanizaciones propias de Norteamérica con sus agradables vecinos y sus fiestas con sus barbacoas y sus barriles de cerveza. En una de las habituales fiestas de su nuevo vecindario, Tom se somete voluntariamente y tras una inofensiva provocación de su cuñada a una sesión de hipnosis en la que se planta la semilla que hará temblar los cimientos de su forma de entender el mundo que lo rodea: tener la mente más abierta una vez la sesión haya terminado, lo que provocará las terroríficas visitas de un chica pálida que aparece para suplicarle ayuda y luego desaparecer sin que nadie, excepto Tom y Jake, sepan de ella[3]. No parece casual que dicha sesión de mesmerismo se muestre de forma subjetiva y, para más inri, se desarrolle en una sala de cine desierta creada por la mente despierta del durmiente Tom y perfilada por las palabras de su cuñada que lo hipnotiza, ya que, como se va viendo paulatinamente durante el desarrollo del film, el despertar y toma de conciencia de Tom a la liberadora y peligrosa amplitud del mundo que le rodea va de la mano de la del espectador de la película, y dejemos a un lado las posibles pero algo limitadas lecturas metacinematográficas[4], a la altura de los ojos y ánimo del protagonista. Y cuando la película da comienzo, ese ánimo está sin duda en horas bajas. La taciturna figura de Tom, a veces separado por la planificación de aquellos con los que comparte casa y vecindario, personifica uno de los males de la gente común que somos todos: el tedio. Tom es un hombre que pese a llevar una vida que debería ser satisfactoria, es incapaz de encontrar un remedio a una abulia que le hace aborrecerse a sí mismo y ver contrariado a aquellos a los que quiere como una losa más en la tumba que él mismo, sin saber ni como ha entrado ni como salir, se ha cavado en vida.

Pero si hasta aquí ha quedado meridianamente claro que David Koepp sabe lo que hace como narrador en imágenes, no lo es menos como narrador sobre el papel con un guión firmado por él mismo adaptando una inferior novela escrita por un Richard Matheson[5] bastante menos  afortunado que en otras ocasiones y del que la película toma su trama en aras de explicar, además del misterio criminal, algo más interesante. Probablemente gracias a eso nos encontramos con que los habitantes de El último escalón podrían pasar por las personas normales y corrientes que pretenden ser y, afortunadamente dentro del género en el que tiene lugar, validarse como personajes de carne y hueso descartando la caricatura que habría hecho de este film uno muy diferente y bastante peor que el que nos ocupa. El retrato familiar de Tom y los suyos resulta creíble e imprescindible para que la película tenga algún sentido dramático que perfile el progresivo “despertar” de Tom a una existencia más plena en la que su familia, desgraciadamente, podría no tener lugar. En este aspecto más humanista de la película no es de poca ayuda el físico de los actores, que podrían pasar por gente corriente sin demasiados problemas, a la contra de los apolíneos físicos de los personajes de una parte del cine de horror no sólo norteamericano que transforma sus filmes en pasarelas de jóvenes modelos antes que en narraciones bien construidas con una buena integración de todos los elementos que las componen. De la misma forma, la parte digamos “cotidiana” del film se muestra con una narrativa tan sutil como efectiva que no pone palos en las ruedas ni rompe nunca esa sensación de veracidad que hace, entre otras cosas, tan próxima El último escalón. Elementos como una fotografía de tonos apagados y predominantemente oscuros, una música tristona, y ocasionales toques atmosféricos como fiestas que terminan en peleas sin que estás tengan importancia en la narración pero provoquen la sensación de que hay algo podrido en la amable comunidad, y una planificación que muestra a Tom aislado de los demás dentro de un tono esencialmente elegante que nunca alza la voz para hacer evidente el escozor existencial del personaje que ya se desprende de las imágenes. No puede decirse lo mismo de la parte que juega con elementos más propios del cine de terror (aunque no es, reveladoramente, la que más inquietud provoca) en la que hay de todo, desde lo más elegante en forma de escenas diferentes planificadas de la idéntica forma como muestra de que la rutina de Tom está cambiando/ampliándose -y a base de ser cada vez más consciente de ella, haciéndose progresivamente extraña y por tanto fijándose en detalles que le pasaban inadvertidos- a las algo feas y a veces demasiado rimbombantes apariciones fantasmales, con explosiones sonoras incluidas, un acompañamiento musical que cuando pretende ser trepidante acaba resultando un tanto exagerado, o juegos de montaje con variaciones de color de algunos planos para hacer ver a las claras lo que ya se entendía de una manera menos espectacular que rompe para mal el relativo intimismo, muy conseguido, del periplo vital del protagonista. Pese a ello, El último escalón consigue hacer gala de una atmósfera de lograda morbidez que poco a poco infectan la embalsamada forma de vida de sus personajes y la dota de una atractiva  fuerza repleta de claroscuros que, aunada a la progresiva fascinación de Tom por el misterio y lo que el espíritu intenta decirle, acaba llevándose por delante su vida anterior, mucho más debil y sostenible que la nueva, más rica en matices tanto desde el guión como en la forma, aún con algunas feas digresiones formales.
Y a pesar de que esas desafortunadas salidas de tono se ven algo cutres dentro del elegante y por lo general tremendamente sólido contexto del film, también marcan uno de los rasgos, sutiles pero a mi modo de ver más importantes de la película: su fisicidad. O el mostrar lo que estaba oculto y en el fondo lo impulsa, dándole razón de ser. La primera muestra de que algo está cambiando en la forma en que Tom percibe lo que le rodea es en una sesión de sexo de madrugada entre cabezada y cabezada con su mujer. Koepp intercala su escarceo con imágenes violentas que van escalando en intensidad hasta mostrar una uña levantándose entera por la presión del dedo de una mano que se sujeta desesperadamente al suelo. La planificación, una vez más, identifica el dolor de las alucinaciones con el sexo de Tom (no en vano más tarde descubriremos que la muerte de la chica fantasma tuvo lugar mientras era violada), que siente dichas alucinaciones como propias, para luego, en otra visión más notar como se le desprende un diente que él mismo se arranca sin esfuerzo más por sorpresa que voluntariamente. Y no sólo en imágenes de efectivo impacto y desagradable violencia se apoya esta fisicidad que comentaba, también en la lógica de que el espíritu es incapaz de intervenir en el mundo de los vivos, por lo que deben ser aquellos con los que ha contactado los encargados de actuar hasta la destrucción física de la casa que simboliza un modo de vida opresivo. De la misma manera, el punto de vista de la película se organiza alrededor de la percepción de las cosas que tiene Tom, con lo que tanto el espíritu como el descubrimiento de una vida mucho más emocionante que lo que su superficie hacía intuir se nos va mostrando también al público a medida que la conciencia de Tom se va desperezando y, también, como el misterio y una forma más vigorosa y decidida de vivir en comparación con el tedio inicial es mucho más satisfactoria y vivificante que la rutina del hombre común. Como remate a este subjetivismo de la película nos encontramos con el sabio uso de las secuencias hechas de modo subjetivo, como a la que me refería antes que tenía lugar en un cine o la que tenía lugar en el cuarto de baño, y que siempre tienen que ver con el punto de vista de Tom y de la chica fantasma, que es también, al ser subjetivo, el del público, provocando la sensación de estar dentro de la cabeza de Tom y de los “recuerdos residuales” de la fantasma que a estas alturas ya se entienden como lo mismo en un diálogo que acaba por fundir ambas percepciones en la secuencia de la violación interrumpida por el asesinato de la víctima y que también se muestra subjetivamente, lo que pone tanto a Koepp como al espectador, de parte de Tom y su causa.

Lo que nos lleva a la consecuencia que une todo lo anterior: la liberación de Tom de unas ataduras sociales (y no lo olvidemos, mostradas como humanas y muy valiosas) que en el fondo son las que han tapado un asesinato llevado a cabo por algunos de sus integrantes, haciendo material narrativo de lo que era la pura teoría que respondía a esa ampliación de la “realidad limitada” a la que se ve circunscrita la normalidad que asfixia a Tom. La malsana obsesión de Tom deviene en una gozosa liberación que carga contra todo lo que parece oprimirlo, pero llegados al punto en el que se enfrenta a su vida taladro en mano es difícil reprimir un aplauso al verle gritar salvajemente mientras destroza su casa con toda la alegría del mundo. De pronto el misterio, el soterrado terror y la determinación, hasta el momento ausente de la desabrida existencia de Tom, cobran una vida insospechada y sobretodo muy disfrutable tanto por el protagonista como por el espectador. Vista así, El último escalón puede responder a una relativa crítica contra las miserias que esconde un asfixiante por reduccionista modo de vida considerado normal y cuya honra y pureza es defendida por algunos de sus integrantes que lo definen a modo de mantra como “un barrio decente”, prisioneros de una idea tan estereotipada como peligrosa cuando se trata tanto de defenderla a costa de la vida de los que la empañan como de derribarla a costa de los que viven placenteramente en ella. Pero este no es un film “político”, aunque desde luego pueden sacarse conclusiones en ese sentido. Como la película se encarga de dejar claro a base de numerosos matices que la alejan del cinismo, esos habitantes son seres humanos (algunos de ellos peligrosos y otros no) y no meras caricaturas carne de fácil cachondeo. Sirva de ejemplo el hecho de que, resuelto el misterio del asesinato, se produce un fundido en negro a modo de fin de capítulo y al ver la imagen de nuevo, Tom parece haber recuperado su cordura y el film entra en su anticlimática recta final de forma menos intensa pero más “realista” y también más dolorosa. La habilidad narrativa de Koepp consigue, además de la fusión de todo la anterior en un cuerpo fílmico indivisible muy compacto y que condensa más de un género a la vez gracias a su magnífica puesta en escena, que El último escalón de para reflexionar sin tener que alzar la voz o ponerse discursiva, dando que pensar sin dejar de ser emocionante y siendo seria sin necesidad de sentirse como una película importante.
Todo lo que hace de esta película una muy bien narrada desde el guión y bien puesta en imágenes además de ser, en los tiempos que corrían para entonces[6], una insospechadamente adulta muestra de cine de terror. Una pequeña joya a reivindicar.

Título: A stir of echoes. Dirección: David Koepp. Producción: Judy Hofflund y Gavin Polone. Guión: David Koepp, basándose en una novela de Richard Matheson. Fotografía: Fred Murphy. Montaje: Jim Savitt. Música: James Newton Howard. Año: 1999.
Intérpretes: Kevin Bacon (Tom Witzky), Kathryn Erbe (Maggie), Zachary David Cope (Jake Witzky) , Illeana Douglas (Lisa), Jenniffer Morrison (Samantha).


[1] Koepp, nacido el 9 de junio de 1963, se labró una relativa reputación como guionista firmando los libretos del primer Parque jurásico de Steven Spielberg tomando como base la novela de Michael Crichton encargándose de labores de ayudante de dirección de la secuela El mundo perdido en la que hacía una corta aparición finiquitada al ser devorado por un Tiranosaurio. Entre muchos otros guiones tiene en su haber el del algo desabrido primer Spiderman que firmó Sam Raimi, la irregular La habitación del pánico de David Fincher, la magnífica Atrapado por su pasado llevada a la pantalla por Brian De Palma, la afamada Ángeles y demonios de la que no puedo hablar por no haber visto, o el estupendo remake hecho de nuevo por Spielberg de La guerra de los mundos, protagonizada por Tom Cruise además de la última aventura del Dr. Jones en Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal. Antes de que su nombre se uniese al del hombre araña, Koepp dirigió una hoy prácticamente olvidada película llamado El efecto dominó que llegó aquí directamente al mercado doméstico en VHS. La película, de 1996, supone un preludio de muchos de los temas y maneras que aparecen en El último escalón: un personaje masculino desnortado (el siempre turbio Kyle MacLahan) y distanciado de su abúlica vida de la que ya no sabe ni como ni si quiere tomar las riendas, un retrato considerablemente oscuro de los demonios que se esconde detrás de la respetabilidad de los vecinos de una comunidad aparentemente idílica y una liberación de todo lo anterior que encuentra su catarsis en una caótica situación salvada in extremis. Su argumento planteaba la paranoica situación de un vecindario suburbial cuando la ciudad de Los Angeles sufría un apagón que dejaba sin electricidad el lugar sin visos de ser recuperar la normalidad. Con unas autoridades desbordadas y un progresivo miedo al saqueo y al pillaje, el incidente sacaba lo peor de cada casa a enfrentarse con la de al lado. Además de su elaborado guión, Koepp ya sacaba pecho en algunas escenas formalmente muy elaboradas conformando una película que como la que nos ocupa, merece un lugar mejor que el que parece haberle deparado gran parte del público. Tras El último escalón, Koepp adaptaría a otro escritor del género de terror, Stephen King, y su historia “corta” (estamos hablando de Stephen King y este hombre es incapaz de cortar por lo sano) La ventana secreta que protagonizó Johnny Depp, junto con un cuasi paródico, sobretodo en la versión doblada, John Turturro, y los actores Tymothy Hutton y Maria Bello. Algo más facilota que sus dos filmes anteriores, La ventana secreta no deja de ser una película entretenida de tintes enfermizos, bien dirigida y con una magnífica partitura sonora cortesía de Philip Glass que no merecía el generalizado varapalo que se le propinó en su estreno, amén de contener algunas de las constantes de El efecto dominó y El último escalón. Más próximas en el tiempo son Ghost Town, comedia fantasmal protagonizada por un Ricky Gervais que empezaba a hacer sus pinitos en el cine norteamericano y Greg Kinnear y la que por ahora es la última de sus realizaciones: Sin frenos del año 2012, con la turbia presencia del últimamente omnipresente y de Michael Shannon. Sobre estas dos últimas no puedo pronunciarme porque no he llegado a verlas, pero aunque la crítica les dio una de cal y una de arena, parece ser que el nombre de Koepp como el posible autor al que apuntaba en sus dos primeros filmes ha quedado completamente olvidado.

[2] En este caso, y por las coordenadas marcadas por la película, el film podría enmarcarse dentro del llamado American Gothic, sustituyendo los castillos, inexistentes en territorio americano, que hacían de tenebrosos escenarios del gótico europeo por caserones y paisajes señoriales por otros más modestos en los que igualmente anida el mal que es moneda de cambio y gasolina para las ficciones del género.

[3] Los televidentes (y más aún los que pasan sus horas frente al ordenador viendo series que deberían dejar de llevar el adjetivo de “televisivas”) se acostumbrarían a verla, más estilizada y mayor que en el film de Koepp en la serie de televisión House. Jenniffer Morrison, actriz que interpreta al espíritu que persigue a Tom y su familia, sería una de las manos derechas del misántropo doctor adicto a la vicodina, la doctora Allison Cameron, uno de los personajes más asiduos de la serie algunos de cuyos personajes principales están inspirados en los que creó Arthur Conan Doyle para las celebérrimas aventuras del detective Sherlock Holmes.

[4] Teniendo en cuenta el desarrollo de la historia, no deja de ser una forma de ver el cine, bastante lúcida a mi entender, como una posibilidad de conocer y “experimentar” algo más allá de las limitaciones de cada uno en su vida cotidiana. Y yendo un poco más allá, como el cine de terror consigue ejercer esa fuerte fascinación en el espectador que repele y atrae por igual dando lugar a lo que algunos, como el recién desaparecido Eugenio Trias llamaba sublime, una emoción que se sobrepone a determinados cánones estéticos considerados, simplificando mucho, feos o antiestéticos pero capaces de enaltecer tanto o más que los que hacen referencia al equilibrio y a lo luminoso. Para más información, lean el libro Lo bello y los siniestro de Trias, que pone en negro sobre blanco una sensación que los aficionados al cine de horror conocemos, por mucho que nos cueste explicarla, bastante bien y que El último escalón representa a la perfección tanto desde dentro como desde fuera de la ficción.

[5] A Richard Matheson, nacido en 1926 en New Jersey, EEUU, y estudiante de periodismo por la Universidad de Missouri se le considera, con justicia a mi entender, uno de los mejores escritores de literatura de horror y fantástica de la segunda mitad del siglo XX. Publicó su primera historia corta -género en el que haría brillar su talento con más intensidad- con Nacido de hombre y mujer en la revista Magazine of Fantasy and Science Fiction en 1950, obteniendo un gran éxito. Matheson escribió la magnífica y muy desvirtuada por algunas de sus adaptaciones al cine Soy leyenda en 1954 (editada en castellano por Minotauro) , y también la no menos mítica El increíble hombre menguante (editada por nuestros lares por La Factoría de ideas) en 1956, que él mismo reescribiría en forma de guión para la película homónima, un clásico del cine de ciencia ficción a la altura de la novela original, en 1957. Este último es citado directamente en El último escalón a modo de homenaje al mostrar a la canguro de Jake leyendo el libro mientras vigila al pequeño. Considerado por algunos escritores como Stephen King (que tomaría algo de prestado de la novela El último escalón para escribir su clásico del best seller El resplandor) como “el padre de todos nosotros”, Matheson se labró una creciente reputación sobretodo gracias a su habilidad para con las historias cortas, algunas míticas para el aficionado como Pesadilla a 20.000 pies, Llamada a larga distancia o Presa. Todas ellas compiladas en el tomo Pesadilla a 20.000 pies y otros relatos insólitos y terroríficos, publicado por Valdemar en el año 2006. También fue afortunado con la historias cortas hechas imagen y sonido al firmar algunos de los guiones de la mítica serie The twilight zone, en la que se adaptaban algunas de sus historias cortas como la mencionada Pesadilla a 20.000 pies, que luego fue parodiada en un capítulo especial de Halloween en la no menos mítica Los Simpson. En lo que a El último escalón se refiere, la novela fue escrita en 1958 y se limita a narrar una historia de misterio con una presencia fantasmal de fondo. Pese a algunos inquietantes momentos, no resulta ni de lejos tan interesante como el grueso de su obra literaria, de la que la película de David Koepp parece sorprendentemente más próxima, con un uso descarado de product placement de una entonces famosa marca de naranjada, y mucho más lograda a todos los niveles. Existe una secuela del film, protagonizada por Rob Lowe, presumiblemente en un papel similar al personificado por Bacon en el original, pero el no haberla visto me impide poder dar una opinión sobre ella.

[6] Casualmente ese mismo año se estrenó El sexto sentido, con la que el film que nos ocupa fue muy comparada. La película que catapultó al director hindú M. Night Shyamalan a un estrellato autoral de finales de siglo bastante polémico aún a día de hoy tiene escasos puntos en común (concentrándose en la figura del crío que ve más que los demás) con El último escalón, pero la coincidencia de dos películas “de fantasmas” en un mismo año en una época de sequía del género en la gran pantalla patrocinada desde los EEUU provocó una comparación de la que inicialmente se declaró perdedora a El último escalón. Pero sin negar las virtudes del terrorífico film de Shyamalan, la verdad es que el film de Koepp aguanta mejor el paso del tiempo.

jueves, 21 de febrero de 2013

PINOCHO



 La historia es de sobras conocida por todos. Pinocho es un niño de madera, un títere viviente cuya bondad y pureza de buenas intenciones se verá constantemente puesta a prueba en aras de conseguir ser uno de carne y hueso o como se oye repetidamente en Pinocho, un niño de verdad. El cuentista masón Carlo Collodi ideó y empezó a publicar periódicamente en Il Giornale per i Bambini en 1881 las correrías del pillastre Pinocho[1], rodeado de variopintos personajes y mezclado en no menos variadas situaciones que respondían a dos denominadores comunes: el irreverente surrealismo generalizado de las historias, que da lugar a instantes de puro humor negro no sólo en lo que al cobro de vida del títere se refiere, que además se da por las buenas y sin mediación de criaturas mágicas a modo de peregrina justificación, sino en unas tramas en las que cualquier cosa puede ocurrir dentro de una marcada estructura que nos lleva a la segunda constante. Pinocho, la colección de historias conformada por diferentes episodios puestos en papel, versa alrededor de una aleccionadora hasta la moraleja visión del mundo y de la vida, relativamente bien disimulada por la imaginación y dotes narrativas de Collodi que doran lo suficientemente la píldora como para no resultar forzada ni molesta, divirtiéndose tanto dando lecciones al niño de madera protagonista (y a su joven y también su algo más talludita audiencia) como metiendo en imposibles e irreverentes berenjenales al travieso títere.

Y algo de todo lo anterior, aunque con una graduación considerablemente diferente, se encuentra en la adaptación de Pinocho llevada a cabo por uno de los mayores cuentistas del siglo XX: Walt Disney, o en puridad, la todopoderosa factoría cinematográfica que lleva su nombre. Llevando a cabo con Collodi y su historia lo que ya hizo antes y después con los Hermanos Grimm, Perrault o Hans Christian Andersen entre otros[2], y arropado por los innumerables guionistas –algo que no suele augurar nada bueno- que redujeron y recauchutaron las aventuras completas de Pinocho a un algo irregular guión de duración propia de un largometraje, este marca prontamente las distancias. El prólogo del film ya nos pone sobre aviso acerca del tono de lo que vamos a ver a continuación y lo que se ha ganado y perdido (al gusto de cada uno) respecto al divertido original. Si en la historia escrita era Collodi el que narraba la acción como narrador ajeno a lo que ocurre en ella, en la película de la factoría Disney es Pepito Grillo, conciencia hecha cuerpo, el que la explica desde una biblioteca en la que curiosamente el único libro del que se reconoce el título en su lomo es Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll[3] sin que ello tenga más importancia. Esta diferencia, probablemente pura casualidad y más un recurso para introducir el cuento antes que una verdadera declaración de principios, precede sobremanera el resultado final: Pinocho, la película, es un cuento hipermoralista y conservador, a juego con gran parte de la filmografía bajo el sello del Disney más clásico y el más atemperado en sus formas de la actualidad por lo que de por sí no sería digno de mención de no ser porque además sitúa ese moralismo en el centro de su conflicto dramático, expresado en voz alta y a las claras desde el instante en el que la condición necesaria para que Pinocho pueda ser un niño “de verdad” tendrá que ser también “bueno”. El moralismo subyacente de la historia de Collodi reflota a base de una considerable poda de los elementos más festivos y sobretodo irreverentes de los que hacía gala el original. El film de la Disney está repleto de animales que hablan y se comportan como cualquier ser humano de la película, cada equis tiempo entran en juego canciones que los personajes del film se saben al dedillo pese a ser improvisadas como en cualquier musical propio o ajeno a la factoría, y también hay hadas y grillos parlanchines que guían a un niño de madera por la vida.Pero pese a todo lo anterior, la película mantiene los pies en el suelo de una relativa cotidianeidad que rebaja un tanto el grado de imaginación alcanzado por Collodi, amén de hacer algo extrañas por fuera de lugar escenas tan míticas como el enfrentamiento final con la ballena, pero potencia su moralismo, erigiéndose como uno de los estandartes del film, además del pilar de uno de sus mayores (y por apuntalar todo lo anterior, más polémicos) valores: que llega a ser muy emocionante.
 
Si antes se ha dicho que Pinocho sólo llegará a hacerse carne si es bueno, esta filosofía que premia la bondad se extiende también a otros personajes de la trama. El cariñoso carpintero que crea a Pinocho, Geppetto, recibe la vida propia de su títere como recompensa a su buena naturaleza y, como se irá viendo, las conductas reprobables al limitado prisma de Disney tendrán su castigo, en el mejor de los casos a modo de la clásica nariz que crece descontroladamente con las mentiras de su propietario. Afortunadamente la puesta en imágenes de una moral tan estrecha es tan potente como puede esperarse de otras películas clásicas de la factoría, siendo su verdadera razón de ser. El mundo de Pinocho se divide en dos aspectos de la vida: uno de ellos tiene en su representación máxima al propio Geppetto y su agradable hogar, el otro es el resto del mundo y todos los peligrosos adultos que moran por él con las peores intenciones. El primero se presenta ya desde el principio por la voz de Pepito Grillo, correspondida por unas preciosas imágenes nocturnas, a modo de punto de vista subjetivo para más inri, en las que la carpintería de Geppetto es la única fuente de luz y calor en un mundo sumido en tenebrosas penumbras que contrasta con el alegre y sorprendente interior de la morada del carpintero. Desde imposibles relojes de cuco, sólo una de las muestras que se ven durante el film del ingenio visual de Walt Disney, hasta la colección de personajes secundarios dispuestos a hacer de improvisada familia a un Geppetto que de no ser por ellos resultaría un personaje terriblemente solitario. Esta agradable suavidad, siempre mostrada en tonos cálidos en contraste con los oscuros azules del exterior, del retrato de la vida de Geppetto se refrenda gracias al reconfortante (y puro, por inconsciente) clasicismo de la película en general que pronto toma un cariz mucho más sombrío cuando Pinocho descubre el mundo exterior, ajeno al familiar. Ambas parcelas de la vida están tratadas con el mismo esmero visual que trufa de detalles visuales todos los planos y crea unos personajes cuyo diseño ha pasado a la historia no sólo por las capacidades mercantiles y mediáticas de la Disney sino también por el indudable talento de sus dibujantes. Todo lo anterior, sumado a una elegancia formal y al encanto de sus personajes que consigue suplir lo panfletario de los peores aspectos del guión, conforman una atmósfera sin la cuál la película sería un catálogo de reprimendas al servicio de padres severos sin más.

Y aquí es donde Disney enseña sus cartas con firmeza: el mundo de Pinocho es un sitio siniestro y peligroso, mucho más que el presentado por un Collodi que tampoco escatimaba en peligros pero que los dosificaba con dosis de placentera diversión a un Pinocho que en su traslación a la pantalla se ha quedado lidiando con la parte más trágica de la infancia. Así, el protagonista es engañado, secuestrado, amenazado y manipulado sin el mínimo atisbo de escrúpulo por todos los adultos con los que se cruza en su camino, siendo Gepetto el único de fiar de todos ellos. La diversión o el juego siempre esconden un saldo que no compensa las risas iniciales, ocultando siempre alguna maldad o mala intención por parte de aquellos que los conceden. En tiempos de moralismos invisibles pero ciertos, es de agradecer un film que revele de forma tan frontal su visión de las cosas, y Pinocho lo hace una y otra vez cargando con su melodramática visión de la vida contra el sentido de la compasión del público adulto y los temores del infantil y además lo hace en ocasiones de forma visualmente brillante. Pinocho hace gala en sus momentos más terribles de un nocturno goticismo que linda sin problemas con el género de terror dando escenas como en la que Pinocho es encerrado en una jaula y ante sus gritos de socorro es amenazado con ser echado al fuego hasta un de las más justamente célebres de todas ellas en la que Pinocho, junto con otros muchos niños, es llevado a una Isla en la que todos ellos son dejados a sus anchas. En esta escena memorable en la que la película fuerza tanto su apuesta que a vista del espectador actual el resultado es poco menos que una salvajada: la isla pertrecha a sus pequeños visitantes con todos los parabienes que supuestamente un niño puede desear en ausencia de una autoridad adulta o de cualquier otro tipo. Y lo que las criaturas hacen con agrado es meterse en peleas organizadas, destruir casas construidas con esa intención, emborracharse y fumar puros mientras juegan al billar. Ante un panorama que pondría en guardia a cualquiera con poder de censura dentro del cine infantil pero que divierte horrores por su incorrección política, la película pone orden con consecuencias pesadillescas a base de una metáfora tomada literalmente en la que los niños son transformados en asnos que luego son hacinados y esclavizados por el cochero y supuesto alcalde de la isla prisión ahora poblada por burros de mirada asustada y triste.

Esta es sólo una de las muchas ocasiones en las consecuencias de los actos del bonachón Pinocho son mucho más terribles de lo que sus inocentes acciones hacían presagiar. Y mientras las cómicas caídas y chistes inocentes subrayados por una juguetona banda sonora que aligera la tensión, el retrato de lo que conllevan las malas acciones está despojado de todo sentido del humor y se muestran de forma tan descarnada que crean un muy efectivo mal cuerpo en el público adulto, que al final acaba pareciendo el auténtico destinatario ejemplar de la película. El Pinocho de Collodi era un niño muy travieso pero, pese a los engaños a los que se veía abocado, capaz de mentir y hasta cierto punto tomar las riendas de sus propias decisiones y aprender de sus errores. Poco o nada hay de esto en la versión Disney en la que el títere es un inocente niño que se jacta de no tener hilos que lo muevan pese a estar siendo manipulado por todos, desamparado y a merced de un mundo implacable en el que no hay placer sin permiso y en el que salirse del estrecho camino del bien es tirarse de cabeza a la perdición. Resulta curioso como alguien a quien siempre se le ha acusado de dar una visión demasiado bienpensante del mundo demuestre en esta ocasión un pesimismo tan considerable como perfectamente coherente y brillante en su plasmación en imágenes. El paternalismo derrotista de la adaptación cinematográfica, mucho más atemperado en el original, conlleva la molesta coda de que los niños son seres sin voluntad ni conciencia y siempre al borde de acabar mal o fatal a cada instante, cosa sólo evitable por mediación de un grupo muy selecto de adultos. Entre los cuales sin duda debía creerse Walt Disney que como la Hada Madrina de su película, tiene el talento suficiente para insuflar magia a una base un tanto raquítica y potestad para decidir quien ha sido y es lo suficientemente bueno como para que se le conceda la humanidad que, visto lo visto, muy pocos podrían merecer bajo tan limitados parámetros. Un algo irritante peaje que sirve de base y hay que pagar para disfrutar de buen cine.

Título: Pinocchio. Dirección: Norman Ferguson, T. Hee, Wilfred Jackson, Jack Kinney, Hamilton Luske, Bill Roberts y Ben Sharpsteen. Producción: Walt Disney. Guión: Aurelius Battaglia, William Cottrell, Otto Englander, Erdman Penner, Joseph Sabo, Ted Sears y Webb Smith basándose en la historia original escrita por Carlo Collodi. Año: 1940.


[1] Se publicó hasta 1883 bajo los títulos “Historia de un títere” y “Las aventuras de Pinocho” con ilustraciones de Enrico Mazzanti, constando de un total de 36 capítulos, cifra que inicialmente debía ser menor ya que Collodi quiso acabar con su criatura dándole muerte en el episodio en el que era ahorcado como castigo a su mala conducta. Pero al igual que tuvo que hacer Arthur Conan Doyle con Sherlock Holmes, la presión popular le convenció para proseguir la historia y terminarla tal y como la conocemos ahora. Puede encontrarse la recopilación de los 36 episodios en el tomo Pinocho que editó Valdemar en el 2007 con ilustraciones de Lorenzo Mattotti. Pese a que el descomunal tamaño del libro lo hace algo incómodo de leer, su lectura es muy recomendable e interesante aunque sólo sea para comparar con la versión cinematográfica más famosa. Desconozco si hay alguna otra edición más manejable traducida al castellano.

[2] Por parte de los Grimm, pese a que sólo recopilaron por escrito lo que hasta entonces era tradición oral germánica por lo que no podríamos hablar en este caso de autoría en sentido estricto, encontraríamos Blancanieves y los siete enanitos como ejemplo más famoso. Andersen fue adaptado muy posteriormente con La sirenita y no hace demasiado con la divertida Enredados y lo mismo ocurrió con Perrault y La bella y la bestia o La cenicienta. Más allá de los autores que aún a día de hoy se consideran infantiles, encontramos otros escritores cuyas obras parecen haber abandonado esa categoría: James M. Barry con Peter Pan, Edgar Rice Burroughs con una muy reivindicable adaptación con el excelente Tarzan, Victor Hugo y El jorobado de Notre Dame o Rudyard Kipling con El libro de la selva entre muchos, muchos otros… Todos ellos han alimentado una polémica entre los que consideran un saqueo por parte de la factoría Disney que luego logra que sus adaptaciones prácticamente sustituyan a los originales (sobre lo que se podría objetar que eso es tan culpa de los omnipotentes tentáculos de la productora como de pereza por parte del público) y los que las ven como lo que son, en el mejor de los casos producciones “de autor” por parte de una personalidad, ahora reconvertida en marca, con la que cuesta ponerse de acuerdo que sabía muy bien como plasmar sus ideas y sensibilidad en imágenes. Ya que estamos con el tema de las adaptaciones, apuntar que la historia de Pinocho pasó por otras manos como las de Luigi Comencini en 1972, otra versión en 1993, otra más en el año 2002 bajo la batuta de Roberto Benigni y en una producción española de animación bastante desafortunada bajo el título de Pinocho 3000. Caso aparte es el de la película de Steven Spielberg (con una participación bastante activa en la producción de Stanley Kubrick) de Inteligencia Artificial, que usaba el libro de Collodi como improvisada base dramática tanto para consuelo de su protagonista desde dentro de la acción como por parte de Spielberg en algunos pasajes de la película.

[3] La relación de Disney con la obra de Carroll ya hacía tiempo que estaba en marcha, y no fructificaría en forma de largometraje hasta la adaptación de Alicia en el país de las maravillas en 1951.  Años antes, en 1923 el entonces joven Walt (22 años) creó una serie de historias animadas de corta duración basadas en la obra de Carroll, mezclando animación con actores reales con Virginia Davis en el papel de Alicia con escaso éxito. Al poco tiempo Walt fundó junto con su hermano Roy los estudios Disney Brothers de dibujos animados. Un distribuidor independiente, M.J. Winkler pudo ver las historias cortas sobre el universo de Carroll antes mencionadas y propuso que se hiciesen nuevos cortometrajes y ni cortos ni perezosos los flamantes Disney Brothers produjeron alrededor de cuarenta historias mudas englobadas bajo el nombre de Comedias de Alicia entre 1924 y 1926. Su, esta vez sí, gran éxito permitió a Walt Disney establecerse como productor y crear a Mickey Mouse y su carta de presentación en sociedad Steamboat Willie. Disney volvió a pensar en la historia de Carroll para su primer largometraje de animación que finalmente sería Blancanieves y los siete enanitos mezclando animación con imagen real pero finalmente se desechó la idea cuando se anunció una producción dirigida por Joseph Mankiewicz con Gary Cooper y Cary Grant en el reparto. Tras el gran éxito de Blancanieves y los siete enanitos en 1938, Disney registró el título de la obra de Lewis Carroll y empezó a trabajar en su propia versión pero la debacle económica fruto de la Segunda Guerra Mundial sumado a los relativos fracasos en taquilla de este Pinocho, Fantasía o Bambi relegaron su adaptación de Alicia… a un futuro más próspero. En 1945, con la guerra finiquitada, Disney volvió a insistir con una versión que una vez más mezclaba actores de carne y hueso (esta vez con Ginger Rogers en el papel de Alicia) con dibujos animados… y que tampoco se aprobó. En 1946 se retomó la interminable historia y se empezó a crear una versión íntegramente animada y basada en las ilustraciones de John Tenniel, que ilustró la primera edición de la historia. Aún insatisfecho con la dirección que estaba tomando su más preciado proyecto, Disney volvió a intentarlo con una mezcla de acción real y animación antes de tomar la recta final a finales de los 40 con una versión más “elástica” y musical del original. Esta vería la luz en 1951 con una tibia recepción por parte del público y la crítica aunque, cosas de la psicodelia, iría ganando un progresivo status de culto con los años y en sus periódicos reestrenos. Sobre la otra adaptación llevada a cabo en el seno de la Disney hace no demasiado bajo la ahogada batuta de un desafortunado Tim Burton enterrando entre imágenes infográficas y tintes mesiánicos la historia de Carroll, mejor corramos un tupido velo.

jueves, 14 de febrero de 2013

DJANGO DESENCADENADO




Tenías un buen hogar, pero te fuiste.
Tenías un buen hogar, pero te fuiste.
Jody estaba ahí, cuando te fuiste.
Tu chica estaba ahí, cuando te fuiste.

Tonada militar del ejército norteamericano.


Jody “The Grinder” (o Jody "El afilador") es un fantasma. Nunca existió fuera de los miedos del hombre blanco y las fantasías del hombre negro. Fue un mito primero de la música blues, que pasó de boca en oreja y así sucesivamente hasta alcanzar notoriedad en algunas letras funk[1] y su definitiva y temible naturaleza para el Hombre blanco en forma de tonadilla militar que personifica los miedos de los soldados que han ido al frente a combatir pierdan a sus esposas y novias en manos de un nuevo amante cuya pericia sexual hará olvidar a las mujeres sus antiguos amores, que ya no los esperaran en casa cuando estos vuelvan del campo de batalla. Esta revanchista leyenda del folklore afroamericano, transmitida oralmente cuando el hombre y la mujer negros eran sumidos en el analfabetismo, ha ganado y perdido matices y hasta variado su nombre (antes de Jody fue Joe “The Grinder” como también se le conoce) con el paso del tiempo parece tener uno de sus posibles orígenes en la improbable y tremebunda, aunque magnífica, historia que sitúa a Joe como un esclavo que se resarce de sus pesados días en la plantación pasando las noches en la cama de la esposa de su amo, con ésta y su joven hija, heredera de sus ingentes propiedades. En castigo a tal afrenta es enviado al infierno, en el que Joe hace gala de sus artimañas y enorme “talento” sodomizando al diablo, que lo envía de vuelta a la tierra de los vivos para goce de las mujeres blancas y castigo de sus paliduchos maridos.

Como puede leerse, la chulesca revancha del hombre negro contra el opresor hombre blanco, el machismo más desaforado y la voraz sexualidad de Joe en contraste con la de su amo que se presiente mucho más tibio a todos los niveles pueden muy bien ser la antesala de otra muestra, más sofisticada si se quiere, de la cultura afroamericana en su vertiente cinematográfica con la inexcusable ayuda de su casi inseparable vertiente musical: el género blaxploitation[2]. Nacido en los años setenta, en plena contracultura y con una pujante población de raza negra luchando, desde posiciones políticas o no, por una justa igualdad plena de derechos para con sus conciudadanos blancos, fue la época de los viriles Shaft o los más atemperados pero igualmente mujeriegos Superfly, a medio camino de la figura del policía con sus propia leyes y el macarra de barrio, muy estilizados por una cámara que los mimaba al compás de unas excelentes bandas sonoras que contaban en sus filas gente del calibre de Curtis Mayfield o Isaac Hayes pertrechados desde las canteras de las míticas compañías discográficas Motown o Stax. El resultado, como suele ocurrir en estos casos, fue la consolidación de un nuevo panteón de mitos y estereotipos por y para la población negra estadounidense que reclamaba su lugar en la sociedad y por tanto también la apropiación de su propio espacio cultural… aunque fuese muchas veces desde películas pagadas por bolsillos de ricos productores blancos.

Y si el dinero sigue abre sus propios y imprevisibles caminos, la suerte de los géneros como lo fue el muerto y muy esporádicamente resucitado blaxploitation lo es todavía más: el Django interpretado por el afroamericano Jaime Foxx en Django desencadenado toma su nombre de un hombre blanco: el que interpretó el actor Franco Nero, que aparece brevemente en el film de Tarantino, en el film Django dirigido por el italiano Sergio Corbucci en 1966 de el que el film que nos ocupa toma el pletórico tema principal de su banda sonora y el nombre de su protagonista, sempiterno pistolero de ese otro género bastardo y tan moribundo (y mítico, y estereotipable, y reconocible) como pueda serlo el blaxploitation, pero que tan buen cine nos ha brindado, como es el spaghetti western[3] en el que tiene lugar la historia de la última película de Quentin Tarantino, explorador de esa eterna tierra prometida que es para él la historia del cine vista sin prejuicios historicistas ni jerarquías genéricas. Esta vez se asienta en el nebuloso momento histórico situado un par de años antes de la deflagración de la Guerra de Secesión americana que tuvo lugar entre 1861 y 1865 y en la que se logró defenestrar legalmente la esclavitud del hombre afroamericano bajo el yugo del autodenominado hombre civilizado y siempre blanco. Y la historia de Django desencadenado queda, como en el caso del díptico de Kill Bill, resumido desde su propio título: Django es un esclavo[4] que es comprado y puesto en libertad por un germano, el Doctor Schultz, que lo educará y adoptará primero como aprendiz y luego como amigo y socio en su turbia profesión: asesino a sueldo. Ambos encaminarán sus pasos en llenar las alforjas de sus caballos y sus bolsillos a base de buena puntería para después liberar a la amada esposa de Django, Brunhilde, en manos de uno de los más inhumanos negreros del sur de un país dividido y a punto de entrar en guerra. Django, como se va viendo durante el film, es un producto de la época en la que  le ha tocado vivir tanto como podían serlo el mencionado Shaft o una versión femenina encarnada por Pam Grier en el papel de Foxy Brown en un film homónimo: afroamericanos que se revelan contra la supremacía blanca de forma ejemplarizante para sus congéneres, libertarios y sin amo.

Pero en este caso, Django es un esclavo en el sentido más estricto del término y como tal, no es nadie. Tarantino lo presenta desde su guión como alguien sin identidad y casi sin historia de no ser por una Brunhilde que se distancia del papel protagonista y guerrero que las mujeres jugaban últimamente en el cine de Tarantino y se convierte en una especie de ideal romántico antes que en una persona de carne y hueso. Es un hombre que se define por sus acciones y gestos recogidos por un atento Tarantino que si bien presenta el escenario bajo los parámetros, como decía más arriba, propios del spaghetti western, inserta el personaje de Django como una personificación del espíritu blaxploitation en ese contexto aparentemente tan ajeno a dicho género a base de remitir constantemente al género no sólo desde algunas pinceladas de guión (como el hecho de que la mujer de Django se apellide Von Shaft) sino por la manera en como filma, monta y acompaña musicalmente las correrías de un Django que poco a poco se va erigiendo e una figura cuasi mesiánica para las oprimidas gentes afroamericanas. Pero afortunadamente Tarantino está más interesado en narrar una historia que en jugar al descontructivismo genérico a base de saltos temporales (reducido en esta película a uno, tan divertido como gratuito) que tantos réditos le ha dado entre parte de la crítica sin nunca dejar de lado a su entregado público cuando consigue aunar ambas estrategias como ocurría sobretodo en el primer y excelente Kill Bill y de forma más soterrada pero soberbia en Reservoir dogs, a día de hoy aún su mejor película. En este caso, el realizador funde con su habitual pericia ambos géneros sin que se vean las costuras (y añade esporádicamente tonalidades propias del cine de terror survival al estilo de La última casa a la izquierda) mientras se explica con ligereza y dinamismo el periplo de un hombre que, apuntando a mito, podría ser cualquiera. De este modo, el personaje prácticamente neutral por su propia naturaleza de esclavo o lo que es lo mismo, de persona anulada hasta ser reducida únicamente a su cuerpo, es matizado y perfilado al entrar en contacto con los demás personajes que pueblan el mundo que Tarantino pone ante nuestros ojos.

El más importante de todos ellos, tanto desde la realidad del espectador como en la precaria existencia de Django es el germano cazarrecompensas King Schultz interpretado por Christoph Waltz en un registro inicialmente muy similar al que le dio la merecida fama por su encarnación del ya mítico Hans Landa en el film anterior de Tarantino Malditos bastardos, que también como otras películas del director, tenía mucho de spaghetti western. La condición de extranjero del personaje no sólo sirve para introducir al espectador en un mundo que le es tan extraño como al personaje del asesino a sueldo sino que, esperamos, le parecen igualmente absurdos y temibles los desmanes racistas de los norteamericanos. También vertebra la evolución vital de Django de una manera bastante tarantiniana: mediante otra leyenda, esta germánica, sobre Sigfrido y su epopeya en pos del rescate de su amada Brunhilde como algo más tarde respecto al momento en el que tiene lugar la acción del film haría música Wagner con su célebre y mastodóntica partitura de El anillo de los nibelungos. Este apunte algo paternalista para con los objetivos de Django como personaje (desgraciadamente, Django nunca consigue alcanzar la categoría de persona de carne y hueso que pide a gritos tanto desde dentro como desde fuera de la ficción), y que insufla de épica su misión de rescate acaba hacerse extensible al resto de personajes y al propio Tarantino como artífice de películas que toman impulso sobre otras y en las que las historias son la gasolina para el fuego que habita en sus personajes que a su vez habitan nuevas historias. Schultz se presenta como un “traficante de carne muerta” a la que él mismo, en un alarde de cinismo que Tarantino pasa por alto, se encarga de quitar la vida no sin antes justificarse a sí mismo con una de las múltiples peroratas que el agradable personaje tiernamente interpretado por Waltz trabuca con exquisitos modales cada dos por tres. Esta autojustificación por parte de Schultz es mostrada de manera inocente por Tarantino, a tono con la primera de las tres partes en que puede dividirse Django desencadenado, que muestra la relación cuasi paterno filial y finalmente de igualdad entre Django y Schultz mientras los vemos llevar a cabo su “trabajo” de forma tan elegante como blanca, con inspirados apuntes tanto de guión como de realización y con poderosas imágenes como la de un caballo huyendo manchado por la sangre su jinete, logrando durante esta parte del film sino la única si la más conseguida relación de amistad entre dos hombres de toda la filmografía de Tarantino.

Esa capacidad de formularse a uno mismo a través de la historia que cuenta, tan habitual en el cine de Tarantino lleno de personajes que hablan de una “nada” que dice mucho de los que la pronuncian y que se diría que los hace existir, dando la razón a los detractores del director que lo acusan de crear personajes que se definen por lo que dicen antes que por lo que hacen (cosa que en mi opinión también define a las personas y a los personajes), tiene su paradigma en el silencioso personaje de Django, que como decíamos podría ser cualquiera y alcanza su techo con el personaje interpretado por un diabólico Leonardo Di Caprio y que responde al nombre de Calvin Candie: epicentro humano del Mal de Django desencadenado que tiene además su propia frontera, la del estado de Missisipi en el que tiene lugar la segunda y a mi entender más interesante parte de la película. La violencia oculta tras la lobuna sonrisa del personaje de Candie contrasta con sus aparentes modales aristocráticos y del mismo modo la película abre su abanico y toma una bastante inusual partida moral dentro del cine del director. Tras años de comparaciones, bastante equivocadas a mi parecer, entre el cine de Tarantino y su forma de entender la violencia y la propia del cine de Martin Scorsese, el primero crea una distancia entre lo que un personaje dice y el objeto de sus burlas y como es mostrado en la película, algo que ya ensayó hasta cierto punto en Malditos bastardos. O lo que es lo mismo, el humor del personaje de DiCaprio no tiene puñetera gracia cuando es puesto en imágenes por un Tarantino más atmosférico que nunca. Lo que irá mellando también la fe de Schultz en la pureza de sus intenciones, o como Django le dice, ve que sus manos también “están sucias” y sus palabras están muertas en ese lugar, al igual que lo que hasta ese instante del film se nos había mostrado se revela como la superficie de algo lógicamente mucho más turbio. La luminosidad y el problema de la esclavitud reducido a pura sumisión sin aparente resistencia, como si fuese parte cultural e indivisible de la sociedad norteamericana y como batalla dialéctica, por parte de los esclavizados a una tradición que los ha puesto en tan denigrante e inhumana posición encuentra una inquietante y mucho más agresiva dimensión en los terrenos de Monsieur Candie: Candieland, en la que la palabra y el lenguaje, que en gran parte del cine de Tarantino equivale a poder, de este es  literalmente, ley y despótica realidad.

Bajo este nombre propio de un parque temático se alza un infierno para el hombre negro y una puesta en escena para el mucho más soportable sentimiento de culpa del hombre blanco con un mínimo de sensibilidad, que resulta una extensión de la filosofía de vida de su propietario. En ese venenoso lugar de tonalidades infernalmente rojizas Schultz encuentra su perfecto y perverso reflejo en Calvin Candie y el taciturno Django su opuesto encarnado por un bufonesco Samuel L. Jackson en el papel de Stephen, sirviente negro víctima de un preocupante síndrome de Estocolmo[5] que sirve en una propiedad en la que las palabras que han liberado a Django del yugo que oprime a su raza y le han devuelto una parte de su humanidad se revelan impotentemente cómplices de esa opresión. El chiste amable da paso a la humorada negra, la violencia irónica e intrascendente a una visión mucho más moralizante y desagradable de la misma. La desenfadada ligereza de la primera mitad se corroe y da paso a una inesperada densidad que tiene lugar casi por completo en interiores, al contrario que la primera parte que tenía lugar casi enteramente a cielo abierto, como prisión y libertad respectivamente, y a una vigorosa atmósfera que sólo se rompe en algunas ocasiones. Es en este tercio del film cuando habría sido de agradecer que Tarantino aparcara sus ocasionales gracias en forma de zooms con subrayados sonoros que pese a que pueden divertir también provocan una distancia en el espectador que puede resultar molesta y anticlimática.

En un tramo en el que el humor negro ha dejado de ser tal para convertirse no sólo en una denuncia sino en algo que afectará el devenir de la trama resulta chocante un sentido del humor que sólo hace que sacar hierro a una atmósfera que cuando más opresiva y cruel es, dentro de la elegancia con la que Tarantino lleva la película, más efectiva resulta. Parece como si Tarantino, a medio camino de darle un inesperado puñetazo a su público, abriese la mano a medio camino para darle finalmente unos cómplices y algo frustrantes cachetes entre amistosas risas, sin que, eso sí, se rompa la coherencia de la historia. Acorde con la recuperada libertad de Django que por tanto puede contemplar con cierta distancia y lucidez la esclavitud que hasta no hacía tanto era para él algo a lo que había que habituarse para sobrevivir y con esa distancia que muestra la violencia como algo reprobable y no como carne de chiste, la forma también cobra una inesperada vida con pesadillescas jaurías de perros devorando esclavos o peleas de mandingos que terminan (porque, en un alarde de cosificación de esclavo, así lo dicta el contrato) con uno de los combatientes muerto de una monumental paliza para entretenimiento y jolgorio de sus dueños, estableciendo una denuncia desde la forma que acaba por estallar en el fondo. Lo que hasta entonces se había sustentado en palabras, en un lenguaje que hacía de soporte y fuente de todos los actos de los personajes, se revela también apoyo moral para otros, deleznables en sus objetivos, pero igualmente fijados en ellos gracias a elaborados monólogos sobre lo lícito de la esclavitud o la libertad. Todo lo cual acaba conformando un mundo en el que las educadas palabras de Schultz son papel mojado que engordan el problema sin nunca llegar a solucionarlo. El raciocinio y la verborrea, o el lado político de la resolución del conflicto, se revela insuficiente y las palabras, que hasta entonces habían reformulado el mundo de Django desencadenado, se revelan incapaces de influir en él más allá de un resignado colaboracionismo. En el cine de Tarantino siempre se ha hablado mucho, pero nunca las palabras parecen haber tenido tanta importancia, en el mejor y el peor sentido para los habitantes de su film, como aquí, más incluso que en su anterior Malditos bastardos, en la que una palabra mal dicha podía mandar al traste una misión más o menos meditada o un cambio idiomático desencadenar una matanza.

La eterna demora a base de diálogos (al contrario del caso del justamente admirado por Tarantino Sergio Leone que dilataba el tiempo a base de silencios) del enfrentamiento final conlleva con el fin de los intentos de una imposible solución mínimamente razonable. Contra un sistema injusto e impermeable al diálogo (o una pétrea cultura) gracias a su amoral legalidad, Django se erige en una suerte de forajido, un terrorista contra la supremacía blanca que concede a su público lo que pensaba que jamás llegaría: una catarsis con la violencia muda (diga lo que diga la promoción de la película) como única salida contra una verbalidad, o una bárbara civilización, que se retroalimenta en su inhumanidad. Django desencadenado abre su excesivamente largo tercer tramo como respuesta al hastío de una conversación viciada, una negociación ya de por sí perversa. Se diría una visión política[6] (y políticamente incorrecta) sobre como enfrentarse a un orden social inhumano mediante la acción que representa el taciturno personaje de Django, pero Tarantino lo muestra (adelantándose unos años a la guerra de secesión que se planteará en los mismos términos) como una muy lograda festividad, llena de balas, sangre coreografiada bajo los compases de una banda sonora excelente como es habitual en él. El innegable estilo de Tarantino para con las escenas de acción queda algo diluido por el recuerdo del bloque anterior, mucho más potente que este, más violento pero tan festivo como el primero que jugaba con la ventaja de contener personajes más carismáticos que los que quedan al dar comienzo esta recta final. Lo que no sería necesariamente un problema de no ser por esa mucho más interesante isla dramática que había entre ambos que pronto se echa de menos.

Porque más que una respuesta moral que justifica la sangría desde un punto de vista dramático, el final de Django desencadenado responde al mucho más básico (y no lo digo en el sentido peyorativo del término) placer de la venganza como espectáculo, sólo uno de los muchos que Tarantino se dedica a poner en funcionamiento en sus ficciones y que de un tiempo a esta parte se ha convertido en motor dramático de sus películas y que aquí también es servido con mano maestra desde la forma pero de manera tan espectacular y disfrutable que el drama se pierde por el camino. La escena es excelente pero pronto se revela como el prólogo de un tramo que se repite a sí mismo una y otra vez hasta ser reiterativo (aunque, y tiene mérito,  la película nunca llega a aburrir en sus casi tres horas de duración) y esta vez sólo sostenido por el personaje más desdibujado de toda la trama contra otros no menos intercambiables y que de los que por tanto nos da igual la suerte que corran, quedándonos en manos de un director que juega con un humo que divierte pero no implica (emocionalmente) como remate a su película. Todo ello con un Django reconvertido en nuevo mito sin antes pasar por un estado humano o un personaje matizado bajo su pose de tipo duro que lo haga menos distante, carente por completo del misterio que realzaba un personaje bastante similar como era el de La Novia de Uma Thurman en el díptico Kill Bill, y que devuelva a la película la siniestra emoción que hacía latir su segunda parte pese a los apuntes autoconscientes antes mencionados. Los mismos que revelan a Tarantino como asumido y a veces demasiado consciente creador de mitos cinematográficos y que dirime y justifica sus batallas en base a otros mitos anteriores, los de películas que reflejan mundos que sólo pueden tener lugar en una pantalla, y de un tiempo a esta parte, tomando la Historia como otro mito narrativo a retorcer y retocar a placer. El resultado es un tapiz multigenérico que puede ser interesante desde el punto de vista cinéfilo o historicista pero al que a veces le falta algo de vida propia. Con sólo eso debería hacer acallar las voces que han creado una olvidable polémica[7] sobre la frivolidad de Django desencadenado para con algo tan deleznable como el esclavismo, reducido a puro (y logrado) entretenimiento, como también le ocurrió a Tarantino en otras ocasiones en referencia a la violencia en general. Ninguna película es comparable a la situación que se vea en ella traspasada a la vida real, por muy en serio que se tome a sí misma o muy melodramáticas sean sus formas, confundiendo moralidad “extracinematográfica” o ajena al universo de la película, con dotar a esta de un mínimo de peso que no tiene nada que ver con su capacidad de divertir. En este caso habría sido de agradecer el que Tarantino se hubiese dejado llevar por la “frivolidad” de tomarse más en serio a los personajes de su film, todo ellos excelentemente interpretados por unos actores guiados con la habitual mano maestra del director con sus intérpretes, en lugar de revelarse tan divertidamente autoconsciente de su condición de cineasta (amén de que alguien debería decirle por el bien de todos que finiquite su carrera como actor) y parapetarse detrás de ella, poniendo ocasionales y distanciadores palos en las ruedas a la emoción o la intensidad que muchas veces trepa hasta la superficie en su Django desencadenado: una buena película que tendría mucha más fuerza no como denuncia o retrato de la esclavitud, sino como película en sí misma considerada, si se tomase a sí misma más en serio y sin la red de seguridad que otorga la distancia. A veces el placer en el cine, (y Django desencadenado es un buen ejemplo de ello) tan lícito como cualquier otro, consiste precisamente en ensuciarse las manos ya sea con o sin sentido del humor.

Título: Django unchained. Dirección y guión: Quentin Tarantino. Producción: Pilar Savone, Stacey Sher y Reginald Hudlin. Fotografía: Robert Richardson. Diseño de producción: J. Michael Riva. Montaje: Fred Raskin. Año: 2012.
Intérpretes: Jaime Foxx (Django), Christoph Waltz (Dr. King Schultz), Leonardo DiCaprio (Calvin Candie), Kerry Washington (Brunhilda), Samuel L. Jackson (Stephen), Don Johnson (Big Daddy).


[1] Hasta donde he podido encontrar, gente como Quincy Jones, Johnnie Taylor, Jean Knight, Bobby Patterson, Geater Davis, Darker Shades, Horace Silver, considerándose el primero de todos ellos el que llevó a cabo Irwin Lowry pusieron sobre partitura la historia de Jody “The Grinder”.

[2] Este subgénero del conocido como exploitation (que recibía su nombre por su condición y capacidad para explotar económicamente un tema o elemento determinado) surgió en la década de los setenta en los EEUU. Entre sus características más reconocibles se encuentran el introducir temas musicales de género funk o soul en la película y tener como protagonistas de los films que tenían lugar por lo general en núcleos urbanos económicamente pobres, actores afroamericanos que encarnaban personajes que eran vistos por algunos como representantes cinematográficos del emergente Black power y por otros, más críticos, que perpetuaban estereotipos ideados por los blancos sobre los afroamericanos. Los ejemplos más notables constan de Shaft, Superfly, Foxy Brown, Coffy y variantes próximos a Django desencadenado como Mandingo que tenía lugar en un ambiente esclavista y que llevaba más allá el punto contestatario respecto a la autoridad del hombre blanco tal y como hace el film de Tarantino. Aunque poco queda el género más allá de algunas referencias, películas como el remake de Shaft dirigido por John Singleton y protagonizado por Samuel L. Jackson en el papel que interpretó Richard Roundtree en los primeros films del chulesco detective de los setenta o la excelente Jackie Brown del propio Tarantino son tanto homenaje como prolongación de los lugares comunes del subgénero del que Django desencadenado recoge su muy intermitente herencia.

[3] Otro subgénero, este del western de toda la vida, que nació y murió durante las décadas de los sesenta y los setenta. Recibe su nombre –inicialmente usado por los críticos especializados a modo de desprecio-  para acotarse en las producciones llevadas a cabo en Europa, concretamente en Italia y en España (aunque en este caso se definía como chorizo western). A grandes rasgos adaptaba la mitología propia del western clásico norteamericano llevándolo a un terreno moralmente más turbio y visualmente mucho más estilizado y sucio. El rodaje de las películas que conforman el género tuvieron lugar por lo general en los estudios Cinecitta y el desierto de Almería y su representante más famoso fue el justamente mítico Sergio Leone (con la inestimable colaboración del no menos mítico compositor Ennio Morriconne) , director de la Trilogía del dólar, el primer título de la cual Por un puñado de dólares consiguió tal éxito de taquilla que disparó la producción de eurowesterns que se inició en 1962 y alcanzó la nada despreciable cantidad de 500 títulos adscritos al género.

[4] Aunque el esclavismo es una práctica que data, que se tenga conocimiento, desde la antigua Grecia, el que se da la mano con el racismo, que es el que se explicará someramente aquí, dio comienzo con el desembarco español en el recién descubierto Nuevo Mundo: América en 1492. A partir de ahí, y con Europa planeando su expansión, se exigió mano de obra barata esclavizando inicialmente a los indígenas americanos, pero la legislación española a través de los escritos de Bartolomé de las Casas y de los Contratos de Salamanca, empezó a “importar” personas desde el continente africano. Su mayor resistencia física y supuesta fortaleza ante enfermedades tropicales dio comienzo a lo que se conoce como mercado negro. En el siglo XVII aumentaron el número de esclavos debido a la creciente importancia de la mano de obra en grandes extensiones agrícolas como podían ser las plantaciones en América del Norte y Sur y, muy especialmente, en el Caribe. Este tráfico se estructuraba en el llamado comercio triangular, al servicio de los intereses económicos de las colonias americanas y su sistema de producción de plantaciones y la creación, no lo olvidemos, de la Europa pre-industrial. Ese triángulo lo conformaba el camino que hacían los barcos entre los puertos de Inglaterra, Portugal, España y Francia que iban hacia el Caribe, después de “cargar” en el oeste de África. Siendo este continente la fuente de esclavos y la Isla de Gorea, colonia francesa, lugar concreto donde se estableció el mercado esclavista, conocido como “lugar sin retorno” y punto de desintegración de las familias esclavizadas. Entre el siglo VII y el XX, los árabes también mantuvieron un continuo tráfico de seres humanos que parece igualó en número el de las personas secuestradas y repartidas por el mundo a través del mercado atlántico.
Esa brutal práctica económica venía respaldada y retroalimentada por una ideología ultra racista: los africanos eran equiparables a animales y no como personas, carentes de la condición de sujeto jurídico. Se los consideraba simple y llanamente cosas, como el régimen nazi heredaría más adelante en su más famosa cosificación de sus víctimas, y se les sometía a durísimas condiciones laborales que por lo general acababan con la vida del esclavo, siendo más económico comprar uno nuevo que mejorar las condiciones y proteger la salud del ya “contratado”. A fin de evitar que la Iglesia condenara el esclavismo, se les negó el tener alma, aunque los indígenas americanos si gozaron de esa “espiritualidad” que evitó su esclavitud al cabo de un tiempo.
Si hacemos caso a las cifras de secuestrados, alcanzan la inasimilable salvajada de sesenta (¡60!) millones de personas que fueron desperdigadas por América, Asia y Europa, de los cuales se calcula que unos 17 millones murieron durante las travesías. El estado español tuvo su criminal participación en todo ello con el llamado Partido negrero, más que un partido político, un lobby que protegía los intereses de esclavistas de las Antillas españolas y traficantes de esclavos. Pese a que el esclavismo fue abolido, su práctica prosiguió clandestinamente. Si hacemos caso al interesante artículo de Angel Quintana en la revista Caimán. Cuadernos de cine del mes de febrero de 2013 bajo el título de ¿Quién vendía los esclavos a las Américas? nos encontramos con que entre 1789 y 1820 los barcos catalanes  transportaron cerca de 30.696 esclavos negros, durante el periodo legal del “negocio”. Más adelante a través de los puertos del Maresme, Sevilla y Huelva, el negocio esclavista aumentó sus ingresos a través de puertos ingleses cuyo gobierno había prohibido la esclavitud en 1838… Para más información al respecto, advierto de la existencia de un libro que no he podido leer pero parece más que interesante, citado en el artículo del mencionado Quintana: La esclavitud en las españas. Un lazo trasatlántico escrito por Juan Antonio Piqueras y editado por Ed. Catarata en el año 2012. Todo lo anterior ya da la razón a los que clasifican el esclavismo directamente de “Holocausto”. Y, literalmente, con todas las de la ley.

[5] Jackson interpreta y simboliza aquellos afroamericanos conocidos como negros de la casa, en contraposición de los negros del campo que trabajaban en las plantaciones. Los primeros trabajaban en el hogar de sus “dueños” y según parece era bastante común el que acabasen sintiendo como propias la casa y la familia con la que vivían. Curiosamente, el actor recibió el fugaz apodo de negro de la casa por parte de Spike Lee cuando salió a defender a Tarantino por las acusaciones del director afroamericano contra el de Pulp fiction cuando este estrenó Jackie Brown, molesto por el tratamiento que se hacía en ella de la palabra nigger. Como era de esperar, Jackson agarró un mosqueo considerable.

[6] Esa visión política del conflicto ha coincidido en las carteleras con el film de Tarantino de la mano de otro clásico, este más talludito, del cine norteamericano igualmente polémico aunque por otros motivos: Steven Spielberg con su película Lincoln, con la que Django desencadenado, que tira por un lado más propio del terrorismo, guarda algunas similitudes pero desde una perspectiva muy distinta tanto en lo cinematográfico como en lo que al momento histórico en que tiene lugar se refiere. Lincoln se sitúa en los estertores de la guerra civil que enfrentó al norte y al sur de los Estados Unidos de América, pero dirime el tema de la esclavitud por motivos racistas desde el prisma de las negociaciones, muchas veces turbias, otras moralmente menos dudosas, puestas en marcha por parte de la Casa Blanca capitaneada por el presidente republicano Lincoln con la mayoría demócrata que despreciaba la que acabaría siendo la treceava enmienda constitucional que relegaría la esclavitud legalizada al pasado. Lo que no implicó, ni muchísimo menos, ni el fin del racismo ni de la segregación racial en suelo norteamericano, pero sí un básico inicio para todo lo que vendría y aún está, esperemos, por venir. La interesantísima comparativa entre ambas películas, la de Tarantino y la de Spielberg, a todos los niveles, entre el cine más “oficialista” e histórico y el que se nutre del subgénero y hace lo que le da la real gana con la Historia tal y como se la conoce, el sentido político de uno contra el apolítico del otro no ya como películas en sí mismas sino como formas de entender el cine, a nivel moral y cinematográfico, o el papel que juegan uno y otro film como catalizadores de ideas y formas de entender el mundo componen una suerte de sesión doble que daría, sin tomar partido por ninguna de las dos desde aquí, para un interesantísimo debate posterior.

[7] Dicha polémica, que siempre ha acompañado a Tarantino por lo cínico de su mirada sobre temas como, sobretodo, la violencia o algún uso del lenguaje ha tenido su cabeza visible en un director que no es la primera vez que se enfrenta al de Pulp fiction. Spike Lee, director de films del interés de Malcolm X, Nola Darling, Fiebre salvaje o Bamboozled, erigido como voz de la conciencia cinematográfica del cine que habla de y por la comunidad afroamericana afincada en los EEUU a la que él pertenece pese a algunas películas en las que no hay ni rastro del tema como fue el caso de la exitosa La última noche protagonizada por Edward Norton, ya se enfrentó con Tarantino por el uso de la palabra nigger (el despectivo negrata en castellano) en otro homenaje al universo blaxploitation de cariz muy distinto al que nos ocupa: Jackie Brown. En esta ocasión, Lee dijo que Django desencadenado le parecía una cínica burla a sus antepasados al usar la esclavitud de su etnia como argumento de un spaghetti western, asegurando además que no vería la película por reducir a entretenimiento lo que Lee considera, no sin razón, un “holocausto”. Ante la lúcida réplica que algunos le hicieron de que, efectivamente, sólo se trata de una película, Lee arguyó que los medios tenían mucho poder y que una película nunca era sólo eso. Dejando a un lado esto último, con lo que se podría estar de acuerdo, el poder de los medios de comunicación queda claro desde el momento en el que la promoción de una película da el derecho a opinar sobre ella sin ni siquiera tener intención de verla… Por no decir que, por muy inmoral que pueda ser el resultado, lo firme quien lo firme y trate el tema que trate, Tarantino como director tiene derecho a decir y hacer lo que le de la gana en sus películas, independientemente del resultado, como efectivamente cualquiera tiene derecho a sentirse ofendido y quejarse al respecto por ello.