La historia es
de sobras conocida por todos. Pinocho es un niño de madera, un títere viviente
cuya bondad y pureza de buenas intenciones se verá constantemente puesta a
prueba en aras de conseguir ser uno de carne y hueso o como se oye
repetidamente en Pinocho, un niño de
verdad. El cuentista masón Carlo Collodi ideó y empezó a publicar
periódicamente en Il Giornale per i
Bambini en 1881 las correrías del pillastre Pinocho[1],
rodeado de variopintos personajes y mezclado en no menos variadas situaciones
que respondían a dos denominadores comunes: el irreverente surrealismo
generalizado de las historias, que da lugar a instantes de puro humor negro no
sólo en lo que al cobro de vida del títere se refiere, que además se da por las
buenas y sin mediación de criaturas mágicas a modo de peregrina justificación,
sino en unas tramas en las que cualquier cosa puede ocurrir dentro de una
marcada estructura que nos lleva a la segunda constante. Pinocho, la colección de historias conformada por diferentes
episodios puestos en papel, versa alrededor de una aleccionadora hasta la
moraleja visión del mundo y de la vida, relativamente bien disimulada por la
imaginación y dotes narrativas de Collodi que doran lo suficientemente la
píldora como para no resultar forzada ni molesta, divirtiéndose tanto dando
lecciones al niño de madera protagonista (y a su joven y también su algo más
talludita audiencia) como metiendo en imposibles e irreverentes berenjenales al
travieso títere.
Y algo de todo
lo anterior, aunque con una graduación considerablemente diferente, se
encuentra en la adaptación de Pinocho
llevada a cabo por uno de los mayores cuentistas del siglo XX: Walt Disney, o
en puridad, la todopoderosa factoría cinematográfica que lleva su nombre.
Llevando a cabo con Collodi y su historia lo que ya hizo antes y después con
los Hermanos Grimm, Perrault o Hans Christian Andersen entre otros[2],
y arropado por los innumerables guionistas –algo que no suele augurar nada
bueno- que redujeron y recauchutaron las aventuras completas de Pinocho a un
algo irregular guión de duración propia de un largometraje, este marca
prontamente las distancias. El prólogo del film ya nos pone sobre aviso acerca
del tono de lo que vamos a ver a continuación y lo que se ha ganado y perdido
(al gusto de cada uno) respecto al divertido original. Si en la historia
escrita era Collodi el que narraba la acción como narrador ajeno a lo que
ocurre en ella, en la película de la factoría Disney es Pepito Grillo,
conciencia hecha cuerpo, el que la explica desde una biblioteca en la que
curiosamente el único libro del que se reconoce el título en su lomo es Alicia en el país de las maravillas de
Lewis Carroll[3]
sin que ello tenga más importancia. Esta diferencia, probablemente pura
casualidad y más un recurso para introducir el cuento antes que una verdadera
declaración de principios, precede sobremanera el resultado final: Pinocho, la película, es un cuento
hipermoralista y conservador, a juego con gran parte de la filmografía bajo el
sello del Disney más clásico y el más atemperado en sus formas de la actualidad
por lo que de por sí no sería digno de mención de no ser porque además sitúa
ese moralismo en el centro de su conflicto dramático, expresado en voz alta y a
las claras desde el instante en el que la condición necesaria para que Pinocho
pueda ser un niño “de verdad” tendrá
que ser también “bueno”. El moralismo subyacente de la historia de Collodi reflota a base de una
considerable poda de los elementos más festivos y sobretodo irreverentes de los
que hacía gala el original. El film de la Disney está repleto de animales que
hablan y se comportan como cualquier ser humano de la película, cada equis
tiempo entran en juego canciones que los personajes del film se saben al
dedillo pese a ser improvisadas como en cualquier musical propio o ajeno a la
factoría, y también hay hadas y grillos parlanchines que guían a un niño de
madera por la vida.Pero pese a
todo lo anterior, la película mantiene los pies en el suelo de una relativa
cotidianeidad que rebaja un tanto el grado de imaginación alcanzado por Collodi,
amén de hacer algo extrañas por fuera de lugar escenas tan míticas como el
enfrentamiento final con la ballena, pero potencia su moralismo, erigiéndose
como uno de los estandartes del film, además del pilar de uno de sus mayores (y
por apuntalar todo lo anterior, más polémicos) valores: que llega a ser muy emocionante.
Si antes se ha
dicho que Pinocho sólo llegará a hacerse carne si es bueno, esta filosofía que
premia la bondad se extiende también a otros personajes de la trama. El
cariñoso carpintero que crea a Pinocho, Geppetto, recibe la vida propia de su
títere como recompensa a su buena naturaleza y, como se irá viendo, las
conductas reprobables al limitado prisma de Disney tendrán su castigo, en el
mejor de los casos a modo de la clásica nariz que crece descontroladamente con
las mentiras de su propietario. Afortunadamente la puesta en imágenes de una
moral tan estrecha es tan potente como puede esperarse de otras películas
clásicas de la factoría, siendo su verdadera razón de ser. El mundo de Pinocho se divide en dos aspectos de la
vida: uno de ellos tiene en su representación máxima al propio Geppetto y su
agradable hogar, el otro es el resto del mundo y todos los peligrosos adultos
que moran por él con las peores intenciones. El primero se presenta ya desde el
principio por la voz de Pepito Grillo, correspondida por unas preciosas
imágenes nocturnas, a modo de punto de vista subjetivo para más inri, en las
que la carpintería de Geppetto es la única fuente de luz y calor en un mundo
sumido en tenebrosas penumbras que contrasta con el alegre y sorprendente
interior de la morada del carpintero. Desde imposibles relojes de cuco, sólo
una de las muestras que se ven durante el film del ingenio visual de Walt
Disney, hasta la colección de personajes secundarios dispuestos a hacer de
improvisada familia a un Geppetto que de no ser por ellos resultaría un
personaje terriblemente solitario. Esta agradable suavidad, siempre mostrada en
tonos cálidos en contraste con los oscuros azules del exterior, del retrato de
la vida de Geppetto se refrenda gracias al reconfortante (y puro, por
inconsciente) clasicismo de la película en general que pronto toma un cariz
mucho más sombrío cuando Pinocho descubre el mundo exterior, ajeno al familiar.
Ambas parcelas de la vida están tratadas con el mismo esmero visual que trufa
de detalles visuales todos los planos y crea unos personajes cuyo diseño ha
pasado a la historia no sólo por las capacidades mercantiles y mediáticas de la
Disney sino también por el indudable talento de sus dibujantes. Todo lo
anterior, sumado a una elegancia formal y al encanto de sus personajes que consigue suplir lo panfletario de
los peores aspectos del guión, conforman una atmósfera sin la cuál la película
sería un catálogo de reprimendas al servicio de padres severos sin más.
Y aquí es
donde Disney enseña sus cartas con firmeza: el mundo de Pinocho es un sitio siniestro y peligroso, mucho más que el
presentado por un Collodi que tampoco escatimaba en peligros pero que los
dosificaba con dosis de placentera diversión a un Pinocho que en su traslación
a la pantalla se ha quedado lidiando con la parte más trágica de la infancia.
Así, el protagonista es engañado, secuestrado, amenazado y manipulado sin el
mínimo atisbo de escrúpulo por todos los adultos con los que se cruza en su
camino, siendo Gepetto el único de fiar de todos ellos. La diversión o el juego
siempre esconden un saldo que no compensa las risas iniciales, ocultando
siempre alguna maldad o mala intención por parte de aquellos que los conceden.
En tiempos de moralismos invisibles pero ciertos, es de agradecer un film que
revele de forma tan frontal su visión de las cosas, y Pinocho lo hace una y otra vez cargando con su melodramática visión
de la vida contra el sentido de la compasión del público adulto y los temores
del infantil y además lo hace en ocasiones de forma visualmente brillante. Pinocho hace gala en sus momentos más
terribles de un nocturno goticismo que linda sin problemas con el género de
terror dando escenas como en la que Pinocho es encerrado en una jaula y ante
sus gritos de socorro es amenazado con ser echado al fuego hasta un de las más
justamente célebres de todas ellas en la que Pinocho, junto con otros muchos
niños, es llevado a una Isla en la que todos ellos son dejados a sus anchas. En
esta escena memorable en la que la película fuerza tanto su apuesta que a vista
del espectador actual el resultado es poco menos que una salvajada: la isla
pertrecha a sus pequeños visitantes con todos los parabienes que supuestamente un
niño puede desear en ausencia de una autoridad adulta o de cualquier otro tipo.
Y lo que las criaturas hacen con agrado es meterse en peleas organizadas,
destruir casas construidas con esa intención, emborracharse y fumar puros
mientras juegan al billar. Ante un panorama que pondría en guardia a cualquiera
con poder de censura dentro del cine infantil pero que divierte horrores por su
incorrección política, la película pone orden con consecuencias pesadillescas a
base de una metáfora tomada literalmente en la que los niños son transformados
en asnos que luego son hacinados y esclavizados por el cochero y supuesto
alcalde de la isla prisión ahora poblada por burros de mirada asustada y
triste.
Esta es sólo
una de las muchas ocasiones en las consecuencias de los actos del bonachón Pinocho son
mucho más terribles de lo que sus inocentes acciones hacían presagiar. Y
mientras las cómicas caídas y chistes inocentes subrayados por una juguetona
banda sonora que aligera la tensión, el retrato de lo que conllevan las malas
acciones está despojado de todo sentido del humor y se muestran de forma tan
descarnada que crean un muy efectivo mal cuerpo en el público adulto, que al
final acaba pareciendo el auténtico destinatario ejemplar de la película. El Pinocho de
Collodi era un niño muy travieso pero, pese a los engaños a los que se veía
abocado, capaz de mentir y hasta cierto punto tomar las riendas de sus propias
decisiones y aprender de sus errores. Poco o nada hay de esto en la versión
Disney en la que el títere es un inocente niño que se jacta de no tener hilos
que lo muevan pese a estar siendo manipulado por todos, desamparado y a merced de un mundo
implacable en el que no hay placer sin permiso y en el que salirse del estrecho
camino del bien es tirarse de cabeza a la perdición. Resulta curioso como
alguien a quien siempre se le ha acusado de dar una visión demasiado
bienpensante del mundo demuestre en esta ocasión un pesimismo tan considerable
como perfectamente coherente y brillante en su plasmación en imágenes. El
paternalismo derrotista de la adaptación cinematográfica, mucho más atemperado
en el original, conlleva la molesta coda de que los niños son seres sin
voluntad ni conciencia y siempre al borde de acabar mal o fatal a cada
instante, cosa sólo evitable por mediación de un grupo muy selecto de adultos.
Entre los cuales sin duda debía creerse Walt Disney que como la Hada Madrina de
su película, tiene el talento suficiente para insuflar magia a una base un
tanto raquítica y potestad para decidir quien ha sido y es lo suficientemente
bueno como para que se le conceda la humanidad que, visto lo visto, muy pocos
podrían merecer bajo tan limitados parámetros. Un algo irritante peaje que
sirve de base y hay que pagar para disfrutar de buen cine.
Título: Pinocchio. Dirección:
Norman Ferguson, T. Hee, Wilfred Jackson, Jack Kinney, Hamilton Luske, Bill Roberts y Ben
Sharpsteen. Producción: Walt Disney.
Guión: Aurelius Battaglia, William
Cottrell, Otto Englander, Erdman Penner, Joseph Sabo, Ted Sears y Webb Smith
basándose en la historia original escrita por Carlo Collodi. Año: 1940.
[1] Se publicó hasta 1883 bajo los títulos “Historia de un títere” y “Las
aventuras de Pinocho” con ilustraciones de Enrico Mazzanti, constando de un
total de 36 capítulos, cifra que inicialmente debía ser menor ya que Collodi
quiso acabar con su criatura dándole muerte en el episodio en el que era
ahorcado como castigo a su mala conducta. Pero al igual que tuvo que hacer
Arthur Conan Doyle con Sherlock Holmes, la presión popular le convenció para
proseguir la historia y terminarla tal y como la conocemos ahora. Puede
encontrarse la recopilación de los 36 episodios en el tomo Pinocho que editó Valdemar en el 2007 con ilustraciones de Lorenzo
Mattotti. Pese a que el descomunal tamaño del libro lo hace algo incómodo de
leer, su lectura es muy recomendable e interesante aunque sólo sea para
comparar con la versión cinematográfica más famosa. Desconozco si hay alguna
otra edición más manejable traducida al castellano.
[2] Por parte de los Grimm, pese a que sólo recopilaron por escrito
lo que hasta entonces era tradición oral germánica por lo que no podríamos
hablar en este caso de autoría en sentido estricto, encontraríamos Blancanieves y los siete enanitos como
ejemplo más famoso. Andersen fue adaptado muy posteriormente con La sirenita y no hace demasiado con la
divertida Enredados y lo mismo
ocurrió con Perrault y La bella y la
bestia o La cenicienta. Más allá
de los autores que aún a día de hoy se consideran infantiles, encontramos otros
escritores cuyas obras parecen haber abandonado esa categoría: James M. Barry
con Peter Pan, Edgar Rice Burroughs
con una muy reivindicable adaptación con el excelente Tarzan, Victor Hugo y El
jorobado de Notre Dame o Rudyard Kipling con El libro de la selva entre muchos, muchos otros… Todos ellos han
alimentado una polémica entre los que consideran un saqueo por parte de la
factoría Disney que luego logra que sus adaptaciones prácticamente sustituyan a
los originales (sobre lo que se podría objetar que eso es tan culpa de los omnipotentes
tentáculos de la productora como de pereza por parte del público) y los que las
ven como lo que son, en el mejor de los casos producciones “de autor” por parte
de una personalidad, ahora reconvertida en marca, con la que cuesta ponerse de
acuerdo que sabía muy bien como plasmar sus ideas y sensibilidad en imágenes.
Ya que estamos con el tema de las adaptaciones, apuntar que la historia de Pinocho pasó por otras manos como las de
Luigi Comencini en 1972, otra versión en 1993, otra más en el año 2002 bajo la
batuta de Roberto Benigni y en una producción española de animación bastante
desafortunada bajo el título de Pinocho
3000. Caso aparte es el de la película de Steven Spielberg (con una
participación bastante activa en la producción de Stanley Kubrick) de Inteligencia Artificial, que usaba el
libro de Collodi como improvisada base dramática tanto para consuelo de su
protagonista desde dentro de la acción como por parte de Spielberg en algunos
pasajes de la película.
[3] La relación de Disney con la obra de Carroll ya hacía tiempo que
estaba en marcha, y no fructificaría en forma de largometraje hasta la
adaptación de Alicia en el país de las
maravillas en 1951. Años antes, en
1923 el entonces joven Walt (22 años) creó una serie de historias animadas de
corta duración basadas en la obra de Carroll, mezclando animación con actores
reales con Virginia Davis en el papel de Alicia con escaso éxito. Al poco
tiempo Walt fundó junto con su hermano Roy los estudios Disney Brothers de
dibujos animados. Un distribuidor independiente, M.J. Winkler pudo ver las
historias cortas sobre el universo de Carroll antes mencionadas y propuso que
se hiciesen nuevos cortometrajes y ni cortos ni perezosos los flamantes Disney
Brothers produjeron alrededor de cuarenta historias mudas englobadas bajo el
nombre de Comedias de Alicia entre
1924 y 1926. Su, esta vez sí, gran éxito permitió a Walt Disney establecerse
como productor y crear a Mickey Mouse y su carta de presentación en sociedad Steamboat Willie. Disney volvió a pensar
en la historia de Carroll para su primer largometraje de animación que
finalmente sería Blancanieves y los siete
enanitos mezclando animación con imagen real pero finalmente se desechó la
idea cuando se anunció una producción dirigida por Joseph Mankiewicz con Gary
Cooper y Cary Grant en el reparto. Tras el gran éxito de Blancanieves y los siete enanitos en 1938, Disney registró el
título de la obra de Lewis Carroll y empezó a trabajar en su propia versión
pero la debacle económica fruto de la Segunda Guerra Mundial sumado a los
relativos fracasos en taquilla de este Pinocho,
Fantasía o Bambi relegaron su adaptación de Alicia… a un futuro más próspero. En 1945, con la guerra
finiquitada, Disney volvió a insistir con una versión que una vez más mezclaba
actores de carne y hueso (esta vez con Ginger Rogers en el papel de Alicia) con
dibujos animados… y que tampoco se aprobó. En 1946 se retomó la interminable
historia y se empezó a crear una versión íntegramente animada y basada en las
ilustraciones de John Tenniel, que ilustró la primera edición de la historia.
Aún insatisfecho con la dirección que estaba tomando su más preciado proyecto,
Disney volvió a intentarlo con una mezcla de acción real y animación antes de
tomar la recta final a finales de los 40 con una versión más “elástica” y
musical del original. Esta vería la luz en 1951 con una tibia recepción por
parte del público y la crítica aunque, cosas de la psicodelia, iría ganando un
progresivo status de culto con los años y en sus periódicos reestrenos. Sobre
la otra adaptación llevada a cabo en el seno de la Disney hace no demasiado
bajo la ahogada batuta de un desafortunado Tim Burton enterrando entre imágenes
infográficas y tintes mesiánicos la historia de Carroll, mejor corramos un
tupido velo.
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