Una típica
casa suburbial de los Estados Unidos de América, con sus dos plantas y su
buhardilla, su jardín y su verja que la separa físicamente y la une por similitud
con los demás hogares que la rodean se alza ante nosotros. La toma de cámara
que la muestra imponentemente amenazadora, con la noche cayendo y el viento
batiendo los árboles que la rodean bajo el chirriante sonido de lo que parecen
una bandada de pájaros nos dan una visión algo diferente de un paisaje que el
cine norteamericano se ha encargado exitosamente de presentarnos, pese a la
distancia y la diferencia cultural, como paradigma de la normalidad. Esa
sensación de intranquilidad e interés tiene su remate en el espectador de la
película incomprensiblemente titulada en castellano El último escalón con la siguiente escena que nos muestra, en
contraste con el plano precedente, una agradable estampa cotidiana. Jake, un
niño de nueve años, toma un baño bajo la distraída vigilancia de su padre Tom (interpretado
por un estupendo y eternamente joven Kevin Bacon) que toca la guitarra algo
ausente de la conversación que su hijo mantiene con alguien que el director de
la película David Koepp[1]
sitúa a la altura de la cámara y el
espectador. Poco más tarde, y con el crío solo en la habitación, la
película marca definitivamente su tono. El pequeño Jake se gira hacia nosotros
por última vez y pregunta con una inquietante inocencia: ¿Te hace daño estar muerta?, sembrando una incomprensión en el
espectador que el director se encarga de convertir en definitiva preocupación
al mostrarnos el contraplano que nos había ahorrado hasta entonces y que nos
muestra un cuarto de baño vacío y que el niño estaba, aparentemente, hablando
solo. Plano y contraplano, lo que se muestra y como se muestra, Orden y Caos,
Bien y Mal, son herramientas típicas del cine de terror, sea norteamericano[2]
o no, al que pertenece El último escalón
tras ganarle el pulso que se da tanto desde dentro de la ficción como desde la
percepción que tiene el espectador del film con el efectivo y humanista retrato
de la vida cotidiana de sus personajes.
Tom vive su
rutina con su guapa y simpática (y visto lo visto dotada de una paciencia a
prueba de bombas) mujer Maggie y su hijo Jake en una de las mencionadas
urbanizaciones propias de Norteamérica con sus agradables vecinos y sus fiestas
con sus barbacoas y sus barriles de cerveza. En una de las habituales fiestas
de su nuevo vecindario, Tom se somete voluntariamente y tras una inofensiva
provocación de su cuñada a una sesión de hipnosis en la que se planta la
semilla que hará temblar los cimientos de su forma de entender el mundo que lo
rodea: tener la mente más abierta una vez la sesión haya terminado, lo que
provocará las terroríficas visitas de un chica pálida que aparece para
suplicarle ayuda y luego desaparecer sin que nadie, excepto Tom y Jake, sepan
de ella[3].
No parece casual que dicha sesión de mesmerismo se muestre de forma subjetiva
y, para más inri, se desarrolle en una sala de cine desierta creada por la
mente despierta del durmiente Tom y perfilada por las palabras de su cuñada que
lo hipnotiza, ya que, como se va viendo paulatinamente durante el desarrollo
del film, el despertar y toma de conciencia de Tom a la liberadora y peligrosa
amplitud del mundo que le rodea va de la mano de la del espectador de la
película, y dejemos a un lado las posibles pero algo limitadas lecturas
metacinematográficas[4],
a la altura de los ojos y ánimo del protagonista. Y cuando la película da
comienzo, ese ánimo está sin duda en horas bajas. La taciturna figura de Tom, a
veces separado por la planificación de aquellos con los que comparte casa y
vecindario, personifica uno de los males de la gente común que somos todos: el
tedio. Tom es un hombre que pese a llevar una vida que debería ser
satisfactoria, es incapaz de encontrar un remedio a una abulia que le hace
aborrecerse a sí mismo y ver contrariado a aquellos a los que quiere como una
losa más en la tumba que él mismo, sin saber ni como ha entrado ni como salir,
se ha cavado en vida.
Pero si hasta
aquí ha quedado meridianamente claro que David Koepp sabe lo que hace como
narrador en imágenes, no lo es menos como narrador sobre el papel con un guión
firmado por él mismo adaptando una inferior novela escrita por un Richard
Matheson[5]
bastante menos afortunado que en otras
ocasiones y del que la película toma su trama en aras de explicar, además del
misterio criminal, algo más interesante. Probablemente gracias a eso nos
encontramos con que los habitantes de El
último escalón podrían pasar por las personas normales y corrientes que
pretenden ser y, afortunadamente dentro del género en el que tiene lugar,
validarse como personajes de carne y hueso descartando la caricatura que habría
hecho de este film uno muy diferente y bastante peor que el que nos ocupa. El
retrato familiar de Tom y los suyos resulta creíble e imprescindible para que
la película tenga algún sentido dramático que perfile el progresivo “despertar”
de Tom a una existencia más plena en la que su familia, desgraciadamente,
podría no tener lugar. En este aspecto más humanista de la película no es de
poca ayuda el físico de los actores, que podrían pasar por gente corriente sin
demasiados problemas, a la contra de los apolíneos físicos de los personajes de
una parte del cine de horror no sólo norteamericano que transforma sus filmes
en pasarelas de jóvenes modelos antes que en narraciones bien construidas con
una buena integración de todos los elementos que las componen. De la misma
forma, la parte digamos “cotidiana” del film se muestra con una narrativa tan
sutil como efectiva que no pone palos en las ruedas ni rompe nunca esa
sensación de veracidad que hace, entre otras cosas, tan próxima El último escalón. Elementos como una
fotografía de tonos apagados y predominantemente oscuros, una música tristona,
y ocasionales toques atmosféricos como fiestas que terminan en peleas sin que
estás tengan importancia en la narración pero provoquen la sensación de que hay
algo podrido en la amable comunidad, y una planificación que muestra a Tom
aislado de los demás dentro de un tono esencialmente elegante que nunca alza la
voz para hacer evidente el escozor existencial del personaje que ya se
desprende de las imágenes. No puede decirse lo mismo de la parte que juega con
elementos más propios del cine de terror (aunque no es, reveladoramente, la que
más inquietud provoca) en la que hay de todo, desde lo más elegante en forma de
escenas diferentes planificadas de la idéntica forma como muestra de que la
rutina de Tom está cambiando/ampliándose -y a base de ser cada vez más consciente
de ella, haciéndose progresivamente extraña
y por tanto fijándose en detalles que le pasaban inadvertidos- a las algo
feas y a veces demasiado rimbombantes apariciones fantasmales, con explosiones
sonoras incluidas, un acompañamiento musical que cuando pretende ser trepidante
acaba resultando un tanto exagerado, o juegos de montaje con variaciones de
color de algunos planos para hacer ver a las claras lo que ya se entendía de
una manera menos espectacular que rompe para mal el relativo intimismo, muy
conseguido, del periplo vital del protagonista. Pese a ello, El último escalón consigue hacer gala de
una atmósfera de lograda morbidez que poco a poco infectan la embalsamada forma
de vida de sus personajes y la dota de una atractiva fuerza repleta de claroscuros que, aunada a la
progresiva fascinación de Tom por el misterio y lo que el espíritu intenta
decirle, acaba llevándose por delante su vida anterior, mucho más debil y
sostenible que la nueva, más rica en matices tanto desde el guión como en la
forma, aún con algunas feas digresiones formales.
Y a pesar de
que esas desafortunadas salidas de tono se ven algo cutres dentro del elegante
y por lo general tremendamente sólido contexto del film, también marcan uno de
los rasgos, sutiles pero a mi modo de ver más importantes de la película: su
fisicidad. O el mostrar lo que estaba
oculto y en el fondo lo impulsa,
dándole razón de ser. La primera muestra de que algo está cambiando en la forma
en que Tom percibe lo que le rodea es en una sesión de sexo de madrugada entre
cabezada y cabezada con su mujer. Koepp intercala su escarceo con imágenes
violentas que van escalando en intensidad hasta mostrar una uña levantándose
entera por la presión del dedo de una mano que se sujeta desesperadamente al
suelo. La planificación, una vez más, identifica el dolor de las alucinaciones
con el sexo de Tom (no en vano más tarde descubriremos que la muerte de la
chica fantasma tuvo lugar mientras era violada), que siente dichas
alucinaciones como propias, para luego, en otra visión más notar como se le
desprende un diente que él mismo se arranca sin esfuerzo más por sorpresa que
voluntariamente. Y no sólo en imágenes de efectivo impacto y desagradable
violencia se apoya esta fisicidad que comentaba, también en la lógica de que el
espíritu es incapaz de intervenir en el mundo de los vivos, por lo que deben
ser aquellos con los que ha contactado los encargados de actuar hasta la
destrucción física de la casa que simboliza un modo de vida opresivo. De la
misma manera, el punto de vista de la película se organiza alrededor de la
percepción de las cosas que tiene Tom, con lo que tanto el espíritu como el
descubrimiento de una vida mucho más emocionante que lo que su superficie hacía
intuir se nos va mostrando también al público a medida que la conciencia de Tom
se va desperezando y, también, como el misterio y una forma más vigorosa y
decidida de vivir en comparación con el tedio inicial es mucho más
satisfactoria y vivificante que la rutina del hombre común. Como remate a este
subjetivismo de la película nos encontramos con el sabio uso de las secuencias
hechas de modo subjetivo, como a la que me refería antes que tenía lugar en un
cine o la que tenía lugar en el cuarto de baño, y que siempre tienen que ver
con el punto de vista de Tom y de la chica fantasma, que es también, al ser
subjetivo, el del público, provocando la sensación de estar dentro de la cabeza
de Tom y de los “recuerdos residuales” de la fantasma que a estas alturas ya se
entienden como lo mismo en un diálogo que acaba por fundir ambas percepciones
en la secuencia de la violación interrumpida por el asesinato de la víctima y
que también se muestra subjetivamente, lo que pone tanto a Koepp como al
espectador, de parte de Tom y su causa.
Lo que nos
lleva a la consecuencia que une todo lo anterior: la liberación de Tom de unas
ataduras sociales (y no lo olvidemos, mostradas como humanas y muy valiosas)
que en el fondo son las que han tapado un asesinato llevado a cabo por algunos
de sus integrantes, haciendo material narrativo de lo que era la pura teoría
que respondía a esa ampliación de la “realidad limitada” a la que se ve
circunscrita la normalidad que asfixia a Tom. La malsana obsesión de Tom
deviene en una gozosa liberación que carga contra todo lo que parece oprimirlo,
pero llegados al punto en el que se enfrenta a su vida taladro en mano es
difícil reprimir un aplauso al verle gritar salvajemente mientras destroza su
casa con toda la alegría del mundo. De pronto el misterio, el soterrado terror
y la determinación, hasta el momento ausente de la desabrida existencia de Tom,
cobran una vida insospechada y sobretodo muy disfrutable tanto por el
protagonista como por el espectador. Vista así, El último escalón puede responder a una relativa crítica contra las
miserias que esconde un asfixiante por reduccionista modo de vida considerado
normal y cuya honra y pureza es defendida por algunos de sus integrantes que lo
definen a modo de mantra como “un barrio
decente”, prisioneros de una idea tan estereotipada como peligrosa cuando
se trata tanto de defenderla a costa de la vida de los que la empañan como de
derribarla a costa de los que viven placenteramente en ella. Pero este no es un
film “político”, aunque desde luego pueden sacarse conclusiones en ese sentido.
Como la película se encarga de dejar claro a base de numerosos matices que la
alejan del cinismo, esos habitantes son seres humanos (algunos de ellos
peligrosos y otros no) y no meras caricaturas carne de fácil cachondeo. Sirva
de ejemplo el hecho de que, resuelto el misterio del asesinato, se produce un
fundido en negro a modo de fin de capítulo y al ver la imagen de nuevo, Tom
parece haber recuperado su cordura y el film entra en su anticlimática recta
final de forma menos intensa pero más “realista” y también más dolorosa. La
habilidad narrativa de Koepp consigue, además de la fusión de todo la anterior
en un cuerpo fílmico indivisible muy compacto y que condensa más de un género a la vez gracias a su magnífica puesta en escena, que El último escalón de para reflexionar sin tener que alzar la voz o
ponerse discursiva, dando que pensar sin dejar de ser emocionante y siendo
seria sin necesidad de sentirse como una película importante.
Todo lo que
hace de esta película una muy bien narrada desde el guión y bien puesta en
imágenes además de ser, en los tiempos que corrían para entonces[6],
una insospechadamente adulta muestra de cine de terror. Una pequeña joya a
reivindicar.
Título: A stir of
echoes. Dirección: David Koepp. Producción: Judy Hofflund y Gavin
Polone. Guión: David Koepp,
basándose en una novela de Richard Matheson. Fotografía: Fred Murphy. Montaje:
Jim Savitt. Música: James Newton
Howard. Año: 1999.
Intérpretes: Kevin Bacon (Tom Witzky), Kathryn
Erbe (Maggie), Zachary David Cope (Jake Witzky) , Illeana Douglas (Lisa),
Jenniffer Morrison (Samantha).
[1] Koepp, nacido el 9 de junio de 1963, se labró una relativa
reputación como guionista firmando los libretos del primer Parque jurásico de Steven Spielberg tomando como base la novela de
Michael Crichton encargándose de labores de ayudante de dirección de la secuela
El mundo perdido en la que hacía una
corta aparición finiquitada al ser devorado por un Tiranosaurio. Entre muchos
otros guiones tiene en su haber el del algo desabrido primer Spiderman que firmó Sam Raimi, la
irregular La habitación del pánico de
David Fincher, la magnífica Atrapado por
su pasado llevada a la pantalla por Brian De Palma, la afamada Ángeles y demonios de la que no puedo
hablar por no haber visto, o el estupendo remake hecho de nuevo por Spielberg
de La guerra de los mundos,
protagonizada por Tom Cruise además de la última aventura del Dr. Jones en Indiana Jones y el reino de la calavera de
cristal. Antes de que su nombre se uniese al del hombre araña, Koepp
dirigió una hoy prácticamente olvidada película llamado El efecto dominó que llegó aquí directamente al mercado doméstico
en VHS. La película, de 1996, supone un preludio de muchos de los temas y
maneras que aparecen en El último escalón:
un personaje masculino desnortado (el siempre turbio Kyle MacLahan) y
distanciado de su abúlica vida de la que ya no sabe ni como ni si quiere tomar
las riendas, un retrato considerablemente oscuro de los demonios que se esconde
detrás de la respetabilidad de los vecinos de una comunidad aparentemente
idílica y una liberación de todo lo anterior que encuentra su catarsis en una
caótica situación salvada in extremis. Su argumento planteaba la paranoica
situación de un vecindario suburbial cuando la ciudad de Los Angeles sufría un
apagón que dejaba sin electricidad el lugar sin visos de ser recuperar la
normalidad. Con unas autoridades desbordadas y un progresivo miedo al saqueo y
al pillaje, el incidente sacaba lo peor de cada casa a enfrentarse con la de al
lado. Además de su elaborado guión, Koepp ya sacaba pecho en algunas escenas
formalmente muy elaboradas conformando una película que como la que nos ocupa,
merece un lugar mejor que el que parece haberle deparado gran parte del público.
Tras El último escalón, Koepp
adaptaría a otro escritor del género de terror, Stephen King, y su historia
“corta” (estamos hablando de Stephen King y este hombre es incapaz de cortar
por lo sano) La ventana secreta que
protagonizó Johnny Depp, junto con un cuasi paródico, sobretodo en la versión
doblada, John Turturro, y los actores Tymothy Hutton y Maria Bello. Algo más
facilota que sus dos filmes anteriores, La
ventana secreta no deja de ser una película entretenida de tintes
enfermizos, bien dirigida y con una magnífica partitura sonora cortesía de
Philip Glass que no merecía el generalizado varapalo que se le propinó en su
estreno, amén de contener algunas de las constantes de El efecto dominó y El último
escalón. Más próximas en el tiempo son Ghost
Town, comedia fantasmal protagonizada por un Ricky Gervais que empezaba a
hacer sus pinitos en el cine norteamericano y Greg Kinnear y la que por ahora
es la última de sus realizaciones: Sin
frenos del año 2012, con la turbia presencia del últimamente omnipresente y
de Michael Shannon. Sobre estas dos últimas no puedo pronunciarme porque no he
llegado a verlas, pero aunque la crítica les dio una de cal y una de arena,
parece ser que el nombre de Koepp como el posible autor al que apuntaba en sus
dos primeros filmes ha quedado completamente olvidado.
[2] En este caso, y por las coordenadas marcadas por la película, el
film podría enmarcarse dentro del llamado American
Gothic, sustituyendo los castillos, inexistentes en territorio americano,
que hacían de tenebrosos escenarios del gótico europeo por caserones y paisajes
señoriales por otros más modestos en los que igualmente anida el mal que es
moneda de cambio y gasolina para las ficciones del género.
[3] Los televidentes (y más aún los que pasan sus horas frente al
ordenador viendo series que deberían dejar de llevar el adjetivo de
“televisivas”) se acostumbrarían a verla, más estilizada y mayor que en el film
de Koepp en la serie de televisión House.
Jenniffer Morrison, actriz que interpreta al espíritu que persigue a Tom y su
familia, sería una de las manos derechas del misántropo doctor adicto a la
vicodina, la doctora Allison Cameron, uno de los personajes más asiduos de la
serie algunos de cuyos personajes principales están inspirados en los que creó
Arthur Conan Doyle para las celebérrimas aventuras del detective Sherlock
Holmes.
[4] Teniendo en cuenta el desarrollo de la historia, no deja de ser
una forma de ver el cine, bastante lúcida a mi entender, como una posibilidad
de conocer y “experimentar” algo más allá de las limitaciones de cada uno en su
vida cotidiana. Y yendo un poco más allá, como el cine de terror consigue
ejercer esa fuerte fascinación en el espectador que repele y atrae por igual
dando lugar a lo que algunos, como el recién desaparecido Eugenio Trias llamaba
sublime, una emoción que se sobrepone
a determinados cánones estéticos considerados, simplificando mucho, feos o
antiestéticos pero capaces de enaltecer tanto o más que los que hacen
referencia al equilibrio y a lo luminoso. Para más información, lean el libro Lo bello y los siniestro de Trias, que
pone en negro sobre blanco una sensación que los aficionados al cine de horror
conocemos, por mucho que nos cueste explicarla, bastante bien y que El último escalón representa a la
perfección tanto desde dentro como desde fuera de la ficción.
[5] A Richard Matheson, nacido en 1926 en New Jersey, EEUU, y
estudiante de periodismo por la Universidad de Missouri se le considera, con
justicia a mi entender, uno de los mejores escritores de literatura de horror y
fantástica de la segunda mitad del siglo XX. Publicó su primera historia corta
-género en el que haría brillar su talento con más intensidad- con Nacido de hombre y mujer en la revista Magazine of Fantasy and Science Fiction
en 1950, obteniendo un gran éxito. Matheson escribió la magnífica y muy
desvirtuada por algunas de sus adaptaciones al cine Soy leyenda en 1954 (editada en castellano por Minotauro) , y
también la no menos mítica El increíble
hombre menguante (editada por nuestros lares por La Factoría de ideas) en
1956, que él mismo reescribiría en forma de guión para la película homónima, un
clásico del cine de ciencia ficción a la altura de la novela original, en 1957.
Este último es citado directamente en El
último escalón a modo de homenaje al mostrar a la canguro de Jake leyendo
el libro mientras vigila al pequeño. Considerado por algunos escritores como
Stephen King (que tomaría algo de prestado de la novela El último escalón para escribir su clásico del best seller El resplandor) como “el padre de todos nosotros”, Matheson se labró una creciente
reputación sobretodo gracias a su habilidad para con las historias cortas,
algunas míticas para el aficionado como Pesadilla
a 20.000 pies,
Llamada a larga distancia o Presa.
Todas ellas compiladas en el tomo Pesadilla
a 20.000 pies
y otros relatos insólitos y terroríficos, publicado por Valdemar en el año
2006. También fue afortunado con la historias cortas hechas imagen y sonido al
firmar algunos de los guiones de la mítica serie The twilight zone, en la que se adaptaban algunas de sus historias
cortas como la mencionada Pesadilla a 20.000 pies,
que luego fue parodiada en un capítulo especial de Halloween en la no menos
mítica Los Simpson. En lo que a El último escalón se refiere, la novela
fue escrita en 1958 y se limita a narrar una historia de misterio con una
presencia fantasmal de fondo. Pese a algunos inquietantes momentos, no resulta
ni de lejos tan interesante como el grueso de su obra literaria, de la que la
película de David Koepp parece sorprendentemente más próxima, con un uso
descarado de product placement de una
entonces famosa marca de naranjada, y mucho más lograda a todos los niveles.
Existe una secuela del film, protagonizada por Rob Lowe, presumiblemente en un
papel similar al personificado por Bacon en el original, pero el no haberla
visto me impide poder dar una opinión sobre ella.
[6] Casualmente ese mismo año se estrenó El sexto sentido, con la que el film que nos ocupa fue muy
comparada. La película que catapultó al director hindú M. Night Shyamalan a un
estrellato autoral de finales de siglo bastante polémico aún a día de hoy tiene
escasos puntos en común (concentrándose en la figura del crío que ve más que los demás) con El último escalón, pero la coincidencia
de dos películas “de fantasmas” en un mismo año en una época de sequía del
género en la gran pantalla patrocinada desde los EEUU provocó una comparación
de la que inicialmente se declaró perdedora a El último escalón. Pero sin negar las virtudes del terrorífico film
de Shyamalan, la verdad es que el film de Koepp aguanta mejor el paso del
tiempo.
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