jueves, 25 de abril de 2013

SPRING BREAKERS



 Faith, Brit, Candy y Cottie son cuatro chiquillas perdidas en un mundo gris de colores chillones que buscan una salida al aburrimiento que las hunde bajo montañas de clases universitarias y compañeros tan abúlicos como el entorno que poco a poco y a cada día que pasa va estrechando el lazo alrededor de sus cuellos. Tres de ellas reúnen los arrestos necesarios para dar un golpe que manchará y marcará sus destinos en el futuro: el atraco a una cafetería llevado a cabo entre travieso nerviosismo y gritos salvajes y perpetrado con disimuladas pistolas de agua le supone al cuarteto de chicas el pasaporte al tan ansiado paraíso en el que por fin podrán ser quienes deseen ser y vivir a placer. Pero también encontrarse con un inesperado acompañante de ambiguas intenciones que parece venir de ese otro mundo del que se sentirán irresistiblemente atraídas ante la promesa de tomarse unas vacaciones que duren más allá de sus primaveras vitales y para el resto de sus vidas.
Las llamadas spring break a las que van a parar como moscas a la miel el cuarteto de chicas protagonista son el equivalente norteamericano, secular y, a decir de algunos desenfrenado, de la Semana Santa patria sobre el calendario y también el reflejo dionisíaco de la festividad religiosa que conmemora el tránsito de Jesús desde su calvario en la cruz hasta su retorno como pulido muerto viviente de beatíficas intenciones. Borracheras, drogas varias y de distinta dureza, sexo más o menos fácil y desinhibido facilitado (y no sería de extrañar que frustrado también) por todo lo anterior, son los rasgos más reconocibles por mediáticos de este conglomerado tóxico-festivo para aquellos que nunca hemos vivido una experiencia semejante.

Pero todo exceso tiene su resaca, todo auge su caída y todo cuento de hadas su moraleja… aunque en el cine todo es posible. Vista así, Spring breakers plantea las desventuras de cuatro perversas caperucitas que pueden leerse bajo dos prismas diferentes pero complementarios. El primero de ellos, y el que probablemente ha hecho la película posible, tiene que ver más con motivos ajenos al film, como artefacto cultural muy consciente de sus modelos, público y repercusión mediática, antes que con Spring breakers, la película en sí misma considerada, aunque esta es una de esas ocasiones en que resulta harto complicado separar el grano cinematográfico de la paja mediática. La presencia de las actrices y cantantes Selena Gómez y Vanessa Hudgens, de monumental (e infantiloide) éxito entre al menos una generación de espectadores prepúberes[1], como cabezas de cartel, acompañadas por Rachel Korine (esposa del director de la película) y Ashley Benson, sirve tanto como reclamo comercial para dicho público, (que ha crecido y probablemente despertado y disfrutado de su sexualidad a la par con -y a través de- su particular star-system) como también una prolongación, sexualizada y perversa (y muy hasta cierto punto, más adulta) de la imagen y estilo de vida que promulgaban las películas y canciones protagonizadas y entonadas por esas estrellas y su imagen mediática para el público preadolescente. Así, la película del director Harmony Korine sempiterno y interesante enfant terrible del cine actual[2], más accesible para el gran público que nunca sin que eso sea nada malo considerado en sí mismo, se erige como una morbosa y tremendamente autoconsciente[3] (con la inestimable ayuda del afamado grupo musical Skrillex que también causa furor entre la adolescencia y firma gran parte de la banda sonora) fantasía cinematográfica para una parte del público. Y para la otra parte de la audiencia (en la que se encuentra el abajo firmante) en una brillante película que hace de la perversión sin fondo su bandera.

Spring breakers es un film que echa raíces una contradicción que nunca acaba de resolverse y resulta de lo más reveladora: se presenta como una húmeda y perversa fantasía que se diría una versión hiperestilizada y moderna del cine de Russ Meyers, con sus cuatro heroínas eternamente enfundadas en sus bikinis desde que ponen un pie en una temporada vacacional marcada por la sensación de irrealidad que desprende toda la película, pero a la vez esa perversión acaba resultando, de forma coherente, tan ingenua como sus protagonistas. La moral que pretende envenenar Korine, siempre del lado de sus protagonistas, se revela estéril porque no tiene más sentido que ser, precisamente, pervertida sin ir más allá de eso. La moral que sirve de puntal en la estructura de cuento de hadas del film primero se diluye al entrar en contacto con una forma que no admite discusión y nunca se cuestiona desde la película, para pronto desaparecer. En el fondo, y pese a los aires rebeldes de las chicas y lo agresivo de algunas de sus acciones, no hay rebelión contra lo establecido, o si la hay, no es en el sentido político, el estilo de vida que se ve como paradisiaco se resume y potencia desde las imágenes en una de las máximas del quinto personaje en solfa del que hablaré algo más adelante: “Culitos y dinero, en eso consiste la vida”. No hay atisbo de crítica a las conductas criminales de sus personajes (que se contextualizan sin nunca explicar sus motivaciones), y las referencias al sueño americano como paradigma de lo frívolo son tan puntuales y se hallan sumidas en un baño de imágenes tan fascinantes que difícilmente pueden tomarse en serio. Es el culto al dinero por el dinero y a lo frívolo por lo frívolo en aras de un placer que sólo es posible a base de pervertir todo lo que se toque sin más valor que la perversión misma como fuente de placer, creando un vacío dramático que podría haber hundido el film de Korine. Y dicha perversión, y disculpen que me repita tanto con el tema, se confunde con un hedonismo inseparable en el film de una maldad que hasta bien entrada la película resulta tan infantil (¿y disneyizada?) en su poso como maravillosamente lisérgica y morbosa es su atmósfera, que a veces se ve algo puesta en entredicho por el contenido de las imágenes de Spring breakers.

Ninguna de las chicas protagonistas se muestra desnuda pese al perenne celo sexual en el que parecen vivir, y ningún desnudo en toda la película pasa recatadamente y como mandan según que cánones  de cintura para abajo, las experiencias con las drogas del cuarteto no pasan de una esporádica toma de cocaína que sí tendrá consecuencias dentro de la película, llevándolas a conocer al Lobo Feroz (bajo el nombre de Alien y las facciones y talento de un impresionante James Franco) de sus vacaciones de perverso cuento de hadas, un hombre que se jacta de sólo sentirse realizado haciendo el Mal y que aúna las características de narcotraficante, macarra de aires proxenetas y atracador a mano armada. Este personaje parece marcar el punto de inflexión moral (y moralista, por poco argumentado) de la película, pero una vez más Korine despacha el claroscuro con el fogonazo de luz que reciben a las chicas cuando estas abandonan la prisión de la que han salido con el pago previo de sus fianzas de la mano de Alien. Lo que se diría un descenso a los infiernos es tratado por Korine con más exceso, como el ascenso iluminado a un paraíso sólo para valientes del que el realizador se esmera, y ahí reside su mayor transgresión basada en un elegantísimo y pulidísimo descaro para los que se creían a salvo de los placeres (por considerarse vulgares o de baja estofa) que hacen gala las juergas del spring break, en hacer partícipe a su público como si se les diese a probar la peligrosa, aunque tan fantasiosa que acaba por serlo menos de lo que parece, fruta prohibida.

Su raquítica estructura de cuento de hadas sobre el guión, con su consabida moral que consiste en un viaje por el lado oscuro de la vida que acabará con la restitución del orden y el aprendizaje de una lección (otro elemento más que parece estar ahí para ser pervertido sin más consecuencias), es prontamente arrasada por su avasalladora y artificiosa forma: su supuesta moral es bombardeada por la evidente y contagiosa fascinación que Korine siente no sólo por sus personajes, sino también por sus sueños y su visión de un paraíso plastificado y frívolo al que nunca contradice, sino que ilustra en sus propios términos en imagen y sonido. Desde el chasquido de una arma cargándose como mantra sonoro (y también descontextualizado) que une un plano con otro, los aires “lolitescos” del cuarteto protagonista, falsas ninfas aniñadas pese a su edad universitaria e inocentes viudas negras que disfrutan siéndolo y cuyos susurros inundan la banda sonora de la película aunque no estén presentes en el plano, el uso de la fotografía en tonos chillones y ácidos como si los desdibujados personajes de la película viviesen en una perpetua rave en la que ni un solo cuerpo acumule las consecuencias de los excesos a los que los someten por sus descerebrados propietarios lleva a la película a aligerarse de todo lo que pueda darle un peso excesivo, y a su realizador, a rendir pleitesía a todo lo que en ella se muestra. Son los cantos de sirena de una película que seduce por los ojos y los oídos y que se modulan por obra y arte de un magnífico montaje de imagen y sonido que otorgan a Spring breakers una onírica textura muy conseguida que hace de la historia del film un pletórico tapiz audiovisual situado en el caldo en el que confluyen y se confunden las aguas del lenguaje propio del videoclip y esa magistral película llamada Días del cielo firmada por un Terrence Malick que, con todas las distancias, muy bien podría haber sido fuente de inspiración para Korine en este Spring breakers.
Pero hay más: el irreal entorno de cuerpos imposibles que se dirían bronceados por omnipresentes luces de neón es recogido por una cámara errática y flotante que se dedica a orbitar alrededor de los personajes sin nunca llegar a concretar su punto de gravedad de ninguno de ellos, dando como resultado una naturalidad que debe mucho a la de los propios actores pero que habría sido mucho más improbable con una planificación más concreta; el montaje alterna puntos de vista, imágenes previas de la película que se ensamblan con otras nuevas y se complementan todas ellas con otras desvinculadas de la línea temporal y el espacio de la película; el montaje sonoro, siguiendo los pasos del de imagen, intercala y dota de nuevo sentido frases y sonidos igualmente desvinculados de sus fuentes primigenias dotando a Spring breakers de una condición de película más sensorial que, sin caer nunca en lo anarrativo, racional y alejado de cualquier intento de realismo.

Todo lo anterior dota a Spring Breakers de una impresionante atmósfera lindante con lo fantástico y un lirismo que ahoga entre sus oropeles formales el garrulismo (que nada tiene que ver con el sexo, poco con las drogas y sí mucho o todo con la estupidez y la falta de sensibilidad como puede verse en cualquier infraprograma televisivo como Gandia Shore y derivados) que late en su fondo, pero también da lugar a secuencias memorables que visto el material, que es hueso pop y músculo trabajado en el kitsch, de base de la película resulta poco menos que inesperado[4]. Desde un improvisado ballet bajo las palabras unidas en una canción de Britney Spears cantada por Alien mientras toca el piano y sus tres musas exterminadoras danzan en sus bikinis tocadas por unos pasamontañas rosas fusiles en mano, o la irreal imagen de las chicas declarando frente a un juez… en bikini de tonos más chillones aún en un entorno tan gris, hasta las mismas contemplando impertérritas y de espaldas a nosotros como el coche que han usado para perpetrar el atraco (cuya reconstrucción posterior para la chica del grupo que no estuvo allí es una delicia para los ojos y los oídos) que les dará el pasaporte a sus anheladas vacaciones es pasto de las llamas… siendo sus siluetas recortadas por el fuego y el vehículo calcinándose lo único visible de la oscura imagen.

Son unas pocas (muy pocas, para el ingente catálogo de escenas para el recuerdo que deja el film como saldo) muestras del poderío de una película que no justifica las acciones de los que la habitan, ni tampoco las explica, porque no las entiende o no las ha vivido, pero precisamente por ello puede hablar en igualdad de condiciones con el público que tampoco ha pasado por la experiencia. La película se nutre de dos fuentes diferentes, sus referentes en la industria del cine y la música preadolescente y los que recogen en imágenes las fiestas primaverales… sin que ninguno de ellos venga de una experiencia de primera mano, siendo una idealización hueca de unas imágenes previas y de las que por lo tanto, ni se conoce su motivación ni llegamos nunca a entrar en las cabezas de los personajes sino más bien en la de Korine... y si todo va bien, también en la nuestra. Lo que no supone un lastre para el resultado final si no todo lo contrario.  Su condición de fantasía pura y dura se extiende de este modo tanto para aquellos que la vean como reverso húmedo y prohibido de la imagen de unas actrices y cantantes que se habían parapetado detrás de una aureola tibia y virginal como de aquellos que somos extraños a ese blanqueado estrellato adolescente.
Podría verse como una muestra de la falta de espíritu de los tiempos, de un retrato generacional de una generación sin moral en una película que es todo forma y cuyo fondo es un vistoso enigma, pero su ausencia de claroscuros, su regodeo en los cuerpos de las cuatro chicas como muestras de pureza tanto en su bondad como su maldad, su alegre irresponsabilidad y su exagerada e imposible poesía que no es de este mundo y que debe mucho más a su maravillosa atmósfera que a lo que realmente muestra, sitúan al film de Korine en un escalafón completamente ficticio y distanciado (aunque apasionante) de la realidad de la que proviene, y tan desvinculada de esta como las imágenes de la juerga en la playa que abren la película como un sueño a perseguir pero sin parangón en la realidad en la que supuestamente se basa.

Las chicas que sufren algún dolor, dudan, o recuerdan a las demás que, efectivamente, pueden caer como cualquier otro, son consecuentemente expulsadas (y curiosamente así ocurre con las que no participan en el atraco a mano armada de la cafetería, como si ese fuese el bautismo que les permite sobrevivir más adelante) del paraíso por Korine sin que se sepa más de ellas. Sólo las vacaciones y su preservación como cielo en la tierra importan, porque son el único sostén de una fantasía insostenible si entra en contacto con la realidad pero que no ceja en su empeño de sobrevivir como fuente de placer sí o sí. El corte de amarras del puerto mundo real, al que se mira desde las gradas para devolverlo de nuevo al mundo, regresa regurgitado bajo los códigos de imagen y sonido de los personajes de la película y que los más jóvenes quizás entiendan y sientan como propios, pero que otros sólo podemos admirar y disfrutar como extraños, mientras todos, ellos y nosotros, volvemos a nuestros trabajos o nuestra rutina habitual a ganarnos una libertad condicional pasando temporadas largas en esa zona gris que tanto repele a los fantasmas felices de estar envasados al vacío en Spring breakers.

Título: Spring Breakers. Dirección y guión: Harmony Korine. Producción: Charles-Marie Anthonioz, Jordan Gertnerr, Chris Hanley y David Zander. Fotografía: Benoit Debie.  Montaje: Douglas Crise y Adam Robinson. Música: Cliff Martinez, Skrillex y Gucci Mane. Año: 2013.
Intérpretes: Selena Gómez (Faith), Vanessa Hudgens (Candy), Ashley Benson (Brit), Rachel Korine (Cotty), James Franco (Alien), Gucci Mane (Archie).


[1] Selena Gómez, actriz que comenzó su carrera en la serie Barney & friends y alcanzó el estrellato infantil-juvenil con Los magos de Waverly Place, serie emitida por Disney Channel entre los años 2007 y 2012 y ganadora de un premio Emmy. En el año 2008 dio comienzo a su carrera musical publicando tres álbumes de éxito: Kiss & tell, A year without rain y When the sun goes down. También ha participado en algunas producciones enfocadas al público juvenil al que debe su éxito como la película de la serie Los magos de Waverly place antes mencionada y es, desde el año 2009, embajadora de buena voluntad de UNICEF, siendo la actriz más joven en ocupar esa posición. Actualmente goza (hay gente para todo) de 29 millones (¡!) de admiradores en facebook.
Vanessa Hudgens co protagonizó Thirteen olvidado drama sobre una adolescente conflictiva y alcanzó la cima de su popularidad gracias a la todopoderosa Disney y su tentáculo televisivo Disney Channel: High school musical, que protagonizó junto con Zach Efron, otra estrella de similar calibre, conoció dos secuelas y se erigió como un pequeño fenómeno mediático (y una máquina de hacer dinero a bajo coste) a cada entrega. Hasta donde pude/quise ver del primer High school musical, decir que resulta un musical bien coreografiado pero tan rematadamente pobre en cuanto a realización o cualquier otro aspecto que no tenga que ver con el baile que acompaña a unas insípidas e irritantes canciones que el resultado es horrendo para aquellos que teníamos la edad (y la suerte) necesaria para no tener que fingir interés por dichas películas sin miedo a ser arrinconados por la ingente masa de preadolescentes adoradores del blanquísimo y tibio producto Disney, adjetivos que podrían aplicarse al grueso de las participaciones de ambas en el campo interpretativo y el musical. Independientemente de la calidad de dichos productos y teniendo en cuenta que las posibilidades interpretativas de ambas actrices (como posiblemente también del resto del reparto de dichas series y películas) no podían desarrollarse en un entorno tan encorsetado como es el de los teledirigidos productos Disney (ya sea en espíritu o bajo pago de la productora) antes mencionados, Spring breakers se ha beneficiado (según asegura el director Harmony Korine “Es como si hubiera dos películas: la real y la que están creando al mismo tiempo los medios de comunicación, los paparazzi y los tuits”) del éxito previo de dos de sus jóvenes actrices protagonistas como probablemente ambas habrán encontrado una oportunidad de jugar con su imagen y optar a papeles más arriesgados que los que conforman los cimientos de sus carreras. Aunque en honor a la verdad, en la sala a la que fue a ver la película un servidor la media de edad superaba la treintena…

[2]Nacido en California en 1973 pero residente en Nashville durante su infancia y adolescencia en la que vivió un tiempo en una comuna e iba al cine con su padre sembrando la semilla que más tarde eclosionaría en la parte más destacada de su profesión, Harmony Korine alcanzó una muy temprana fama al firmar el guión de Kids, célebre y tremebunda película firmada por el fotógrafo Larry Clark, que daría con este sórdido y miserabilista (y de un moralismo que parece pretender, consiguiéndolo, sembrar el pánico entre los espectadores más jóvenes) retrato de un grupo de adolescentes descerebrados y hedonistas sobre los que se cierne la amenaza cumplida del sida. Hecha con un naturalismo que potencia lo más desagradable en aras de un realismo que ha alzado a la película a un justo estadio de film de culto, Clark le encargó a Korine el manuscrito que sería el guión sobre el que se haría la película al conocerle en una sesión fotográfica a un grupo de chavales skaters que frecuentaba el realizador de Spring breakers y que según parece, y ese fue el motivo por el que Clark lo eligió como guionista, basándose en experiencias personales o de gente a la que conocía. El nombre de Korine volvería a relacionarse con Clark, aunque esta vez debido a un acuerdo comercial y no porque su relación pasara por el mejor momento, con Ken Park otro retrato sobre un grupo de familias disfuncionales que al menos y sin que sirva de parangón en el cine de Clark, cerraba con un trío carente de toda sordidez y sí con considerables muestras de cariño, a modo de esperanzador broche.
Poco después de Kids, Korine se embarcó en su primera película como realizador en 1997 con la curiosa Gummo que hasta cierto punto prolongaba esa visión tan desoladora de la vida propia de Clark pero mezclándola con un surrealismo formal y una historia diluída poblada por personajes que harían las delicias de Tod Browning, que le mereció la repulsa de una parte de la crítica y alabanzas de gente como Werner Herzog. Herzog participaría en calidad de actor en la segunda aventura de Korine, esta vez bajo el paraguas del olvidado Dogma 95 con Julien Donkey Boy, considerado el dogma americano y que rodó, siguiendo los patrones del “movimiento” ideado por Lars Von Trier que decidió cumplir de forma no acreditada. Protagonizada por Chloe Sevigny (musa del cine independiente del momento que ya aparecía en Kids y Gummo y por entonces era pareja sentimental del director) y Ewen Bremmer (el Spud del Trainspotting de Danny Boyle) en el papel de un desequilibrado que convive con una familia que no le va a la zaga y que, de nuevo, sorprendía por su virulencia (y por la desarmante presencia de un enano negro y albino que sin previo aviso se ponía a bailar bajo los vítores de sus amigos) pero de la que el que firma no recuerda nada más desde que la vio ,en el 1999 de su estreno, que un angustioso viaje en autobús en el que Bremmer ocultaba el cadáver de un recién nacido llevándolo a su casa… y que para hacer más creíble la escena se rodó sin previo aviso del resto de pasajeros de lo que resultó más de un momento como mínimo tenso entre el pasaje y el actor.
Por aquel entonces Korine era conocido por sus algo más que coqueteos con las drogas y llevar una vida errática no sin el orgullo que lo llevó a declarar que el cine de Scorsese dejó de tener interés cuando abandonó su casi fatal adicción a la cocaína. Así, tras varios proyectos fallidos, descacharrantes entrevistas en las que Korine no parecía muy bien saber donde estaba y porque y la escritura y publicación del libro A crack up at the race riots en 1998, y la realización de cortometrajes, mediometrajes, documentales y videoclips varios, Korine volvería a la carga ya sin substancias tóxicas (o muchas menos, en cualquier caso) rondando por su cuerpo con el largometraje Mr.Lonely en el año 2007. Más próxima a Spring breakers en cuanto al respeto que se respira por sus personajes y su iluminada forma de ver el mundo, esta película protagonizada por Diego Luna, Samantha Morton y Dennis Lavant (recuperado para una parte del público por una nueva colaboración del actor con el director Leos Carax en Holly Motors), más atemperada en lo formal y con una inesperadamente esperanzadora visión de las cosas supone un punto y aparte en la carrera de Korine. Cuenta también con la aparición, de nuevo, de Werner Herzog (el cine del cual parece una gran influencia en algunos momentos del film) como sacerdote y con imágenes tan hilarantes y magníficas como un grupo de monjas lanzándose desde un avión para estrellarse desde gran altura sin hacerse ni un rasguño por la gracia de Dios… Por otro lado, supone un cariñoso espaldarazo a un grupo de gente que se niega a ver el mundo fuera de sus propios e inofensivos parámetros. Una bonita película surgida del lugar más inesperado y a la que seguirían más videoclips, el premiado y aburrido film Trash humpers, del que hablo en otra nota al pie y Spring breakers.
Entre sus proyectos que no vieron la luz se encuentran dos de lo más interesante: Fight farm, que debería haber visto la luz tras Julien Donkey Boy empezó siendo una película grabada con cámaras ocultas en la que Korine, como protagonista absoluto, se dedicaba a increpar a parroquianos de bar hasta que estos, hartos de las faltas de respeto del realizador, acababan dándole una paliza. Las amenazas de muerte eran el toque de atención que hacían que el resto del equipo revelara que se estaba filmando una película para no poner en riesgo la seguridad (¿?) del director como también lo eran el que este decidiese dar fin a la salvaje broma. Su intención era recrear de un modo hiperrealista el humor de leyendas del cine mudo como Buster Keaton o, muy especialmente, Harold Lloyd pero tras ser encerrado en prisión un par de veces y según él, que le rompieran ambos tobillos en dos palizas diferentes (que le inhabilitaron para una de sus grandes aficiones, bailar claqué como puede vérsele hacer en Trash humpers) le hicieron abandonar el proyecto. Otro proyecto, igualmente bizarro y muy querido por Korine, es What make Pistachio nuts?, la historia del cerdo Pistachio que tenía lugar durante unos disturbios raciales en el estado de Florida durante los que un niño montaba a Pistachio y mediante cintas adhesivas enganchadas a sus pezuñas se dedicaba a subir por paredes desde las que lanzaba cócteles molotov contra sus enemigos. Una primera versión del guión se perdió durante un incendio que asó el contenido del ordenador de Korine en el que guardaba el escrito. Según sus palabras se gastó once mil dólares en intentar recuperar el contenido del ordenador, pero fue imposible así que el proyecto quedó aparcado hasta nueva orden… y hasta que algún productor loco le financie lo que de salir bien sería una maravilla.

[3]Como también lo es, en una liga diferente, el film anterior de Korine Trash Humpers. A caballo entre el cine de John Waters, Los idiotas de Lars Von Trier y el célebre y estúpido (y divertido) programa televisivo Jackass, esta película está protagonizada por un grupo de falsos ancianos (en realidad Korine, su esposa y amigos bajo un horrendo maquillaje que hace más risible todavía la propuesta) que actúan como vándalos rompiendo cosas sin ton ni son ya sea a martillazos contra una pared o lanzando un televisor para que se estrelle contra el suelo, diciendo salvajadas y actuando como animales para después ponerse a fornicar la basura que han dejado a su paso (aunque luego veremos como se restriegan con todo lo que encuentran a su paso, dejando a la intuición del espectador la posibilidad de un episodio necrófilo), dando sentido al título que literalmente significaría Folladores de basura. Grabada y montada en VHS (algo que por lo visto es la creme de la creme de la transgresión pero que a los que aún tenemos ese aparato reproductor y lo usamos de vez en cuando nos parece un esnobismo que asusta), la naturalidad de sus imágenes en parte gracias al formato, prácticamente mudas en muchas ocasiones y otras plagadas de monólogos y irritantes gritos sin sentido que de vez en cuando profieren los ancianos, y una historia inexistente no consiguen salvar a la película de su peor enemigo una vez se ha disipado la sorpresa: que resulta mucho menos agresiva de lo que parece pretender ser y irritantemente boba demasiadas veces, por dar la impresión de ser una transgresión algo prefabricada al venir ya recomendada como película de “valor cultural”, etiqueta que siempre acaba por ser el mayor enemigo de las películas que acompaña, y mucho más aburrida de lo que nos gustaría, aunque contiene algunas escenas interesantes y un respeto por sus depravados personajes y su estilo de vida (que no deja de ser muy similar a los que mueven los principios estéticos de Korine) que por ahora parece ser una de las constantes del cine del realizador. Curiosamente, su aureola de film maldito y a contracorriente (lo que de por sí sólo debería significar que es un film maldito y a contracorriente, no que sea una buena película aunque sea efectivamente maldita y a contracorriente) fue probablemente lo que le hizo ganar numerosos premios en varios festivales de renombre del mundo.

[4]Viniendo a ser algo como lo que en palabras de William Burroughs suponía “encontrar diamantes en el culo de un cadáver”. La base de Spring breakers, además de las imágenes en las que pensó Korine de un grupo de chicas en bikini con pasamontañas (imagen que recuerda poderosamente al de las Pussy Riot en su tristemente célebre concierto en una iglesia ortodoxa rusa y que hay quien relaciona con los videoclips del grupo Skrillex que ha participado en la banda sonora) y armadas hasta los dientes, hay que encontrarla en las fiestas spring break cuyas grabaciones pueden verse en youtube. Harmony Korine, que nunca estuvo en ninguna de esas fiestas, tuvo que echar mano de dichas grabaciones para inspirarse para su guión cuando tuvo que abortar sus intenciones de situarse en algunos de los lugares (St. Pittsburgh o Florida como ejemplos al otro lado del oceano, Lloret de Mar, Ibiza o Ghandia por aquí) en que tiene lugar la interminable juerga para documentarse. Gente vomitando y desmayándose a las puertas de la habitación en la que intentaba escribir, fornicando por los pasillos del hotel y el impresionante follón que debe montarse en estas festividades le llevaron a irse a un prototípico hotel con campo de golf adosado y jubilados paseando apaciblemente. La fauna humana y filosofía de fondo propias del spring break pueden encontrarlo parodiado en películas como esa burrada firmada por Alexandre Aja bajo el nombre de Piraña 3D, o sin un conato de ironía en programas del calado de Jersey Shore  o el Gandia Shore, surgido, como otros muchos shore a raíz del éxito del primero. Para los que hayan tenido la suerte de no verlos, la cosa se reduce a meter en una casa a un grupo de jóvenes, al más puro estilo Gran hermano, musculados ellos, apretadas ellas, aburridísimos y atontados todos, y ver en pantalla como se emborrachan, pierden trabajos regalados, se pelean por el más nimio de los motivos que se pueda imaginar y se encaman. No es el mal gusto, aunque tampoco ayuda, lo que hunde el programa, sino lo penoso del show, lo rematadamente estúpido de lo que ocurre y lo aburrido que resulta verlo. Algunas de las cosas que allí pueden verse no vale la pena verlas por televisión, y las otras, la mayoría de ellas, no vale la pena verlas en absoluto.

miércoles, 17 de abril de 2013

LA SOLEDAD DEL CORREDOR DE FONDO



“En nuestra familia siempre hemos corrido, sobretodo para escapar de la policía. Es difícil de comprender, sólo sé que hay que correr sin saber porqué, por el campo y por el bosque. Y ser el ganador no es el final, aunque la gente anime hasta quedarse sin aliento”. Estas palabras, y algunas más, abren la historia de La soledad del corredor de fondo que tiene lugar en dos espacios físicamente bien diferenciados que se retroalimentan en el ánimo del protagonista. Colin Smith (un impertérrito Tom Courtenay) es un cualquiera ya desde lo común de su apellido, un escuálido joven de un suburbio de Nottingham que ha ido a parar con sus huesos al correccional en el que cumple cautiverio por haber robado el dinero de la caja de una panadería. Taciturno y inexpresivo pero agudo y mordaz cada vez que abre la boca, Colin se adapta, como a todo en su vida, resignadamente a las rígidas pero amables normas de su nuevo entorno que se jacta de redireccionar la agresividad de sus jóvenes presos en competiciones deportivas que crean sensación de comunidad y enaltecen el orgullo de los que las dirigen… y que pronto adoptan al joven Smith como brillante promesa.

La otra mitad espacio-temporal del film, y su verdadera razón de ser, va colándose entre los numerosos tiempos muertos de los que goza Smith en su encierro: es la que muestra el entorno de Colin y su forma de vivir antes de ser encerrado, justificando hasta cierto punto el robo y posterior detención por las fuerzas del orden metidas todas, desde el primer policía, figura paterna, encargado o superior, en el saco del autoritarismo asfixiante en el que va dando tumbos la gris existencia de Colin. Nada sabremos de él excepto lo que le vemos hacer y le oímos decir. Es un personaje casi simbólico pero sin caer en el estereotipo, exento de todo tipo de psicologismos que la película nunca explica, más allá de situarlo en un lugar y una clase social (la obrera o working class inglesa) determinada. Su vida se reduce a vivir bajo el mismo techo que su madre, tres hermanos pequeños y su padre, primero moribundo y pronto, después de su muerte, sustituido por uno de los amantes de su temperamental madre y a soñar con un mundo diferente, uno en el que según sus palabras los trabajadores tengan el poder y se repartan las riquezas que ellos mismos engendran. Aunque esas palabras, a decir por sus acciones, no parecen suficientes para enmarcar la angustia vital que espolea a Colin en sus numerosas carreras a ninguna parte, robos de coche con el único objetivo de darse una vuelta sin sacar nada que no sea un buen rato a cambio o el prenderle fuego a billetes obtenidos gracias al seguro de vida de su difunto padre como única fuente de luz en la oscura habitación de este. Así, la frustración de Colin a este lado de la alambrada da alas y sentido a su soterrada rebeldía entre las cuatro paredes rodeadas de terreno al aire libre del correccional, lugar en el que el aprovechamiento de los más poderosos respecto a las aptitudes de los más desfavorecidos se muestra bajo los ropajes inocentes de una carrera pero de manera mucho más clara que en el duro mundo exterior a esas cuatro paredes.

La carga ideológica y de denuncia social hace comprensible lo que, para los que no fuimos a un internado ni tuvimos porqué hacer el servicio militar y decidimos no hacerlo voluntariamente y con la ley de nuestra parte, resulta una temporada en la sombra mucho más blanda (y lo digo así porque es probable que la otra mitad nos parezca más dura sólo porque en algunos de sus aspectos la conocemos de primera mano) de lo que se podía preveer que tal y como se desarrolla La soledad del corredor de fondo. El encierro de Colin y sus compañeros no resulta, en la memoria cinematográfica del espectador de hoy (o de la mía, para no hablar por los demás), demasiado diferente a las amables penitenciarías en las que transcurrían películas como La leyenda del indomable o, en un perfil más arriesgado, La gran evasión[1] pero el contexto social en el que ha crecido el protagonista del film que nos ocupa y su forma de ponerlo en escena le da un cariz contestatario sobre una realidad mucho más próxima al público actual pese a los 51 años que ya han transcurrido desde el estreno de La soledad del corredor de fondo en 1962[2] que las películas a mayor gloria de Paul Newman o Steve Mcqueen y compañía  comentadas algo más arriba.

Estas dos líneas narrativas, la más amable y la más peleona sobre el guión, se enroscan la una sobre la otra bajo el mismo paraguas formal que da unidad a la película, aunque este, también, se decanta más por la vertiente ideológica que se dedica a reforzar desde la calidad “realista” de sus imágenes. La fotografía en blanco y negro del film de la mano de Walter Lassally, en una aparente neutralidad sin claroscuros o iluminación dramática y que en realidad es pura conciencia e intencionalidad, la aparente naturalidad de las imágenes que se deriva de lo anterior, evitando manierismos o efectismos de los que ya se encarga (y más que bien en la mayoría de ocasiones), el montaje de imagen y sonido, transmite una sensación de inmediatez, del siempre tan sospechoso “realismo” que esquiva toda épica y tics cinematográficos al uso que pudieran provocarla en lo que se ve y se oye. La narrativa mediante planificación resulta aquí, prácticamente inexistente, los planos, más que ilustrar el guión componen una atmósfera que alimenta la ideología que respira bajo La soledad del corredor de fondo. Cámaras al hombro, montaje abrupto que en ocasiones no deja respirar el plano, pasando al siguiente sin que la acción que se veía en él haya terminado o errores de continuidad que parecen fruto del descuido pero que, junto con todo lo anterior, dan una impresión de naturalidad, o de imperfección que si ahora resulta convincente, probablemente en el momento de su estreno, como piedra angular del llamado Free cinema debía parecer casi documental[3], en oposición a formas propias del cine inglés más institucional de por entonces. Esta falsa falta de refuerzo dramático da lugar a una baza quizás involuntaria pero muy interesante, la que lleva al film a mostrar un mundo y unas autoridades más mediocres y incuestionablemente autoritarias que agresivas, sin que ningún elemento destaque sobre otro, sin épica del sufrimiento ninguna que victimice a sus personajes y, por encima de todo, una desazón vital que no se concreta en un estamento o una autoridad en concreto, sino que se desparrama por todas partes como un estilo de vida y una forma de ver el mundo que hace las ansias de libertad mucho más frustrantes por verse imposibles para amarga resignación del protagonista ante un mundo al que sólo puede plantar cara orgullosamente sin llegar nunca a ganar… porque tampoco hay premio que compense el esfuerzo.

Pero nada de lo anterior implica una falta de premeditación que sí opta por caminos más (por entonces) ortodoxos, aunque de forma muy sutil, para influenciar en el ánimo del espectador, además de el uso del montaje, como por ejemplo el uso de planos abiertos que tanto sirven como ilustración del entorno como, dependiendo del contenido de cada plano, de opresión de dicho entorno sobre los que lo habitan y la importancia que tiene en sus vidas. A la mayoría de instantes del film, que tienen lugar en el correccional o en el Nottingham natal del protagonista, en la que el entorno no deja lugar a nada más, los planos se abren hasta hacer de los personajes diminutas manchas cuando se trata de seguirlos en sus liberadoras carreras por el bosque que rodea la prisión para jóvenes o cuando Colin pasea agradablemente junto con su chica Audrey (Topsy Jane) por una playa en la que sólo se ve la arena blanca y luminosa, las olas y sus siluetas que desearían no tener que volver jamás de donde han venido en una huida ininterrumpida de un mundo que no ofrece nada especialmente digno de valor pero que no ceja en exprimirlos de sus ganas de vivir. Y es en la manera de ilustrar ocasionalmente esa vitalidad que surge muy de vez en cuando y a borbotones donde la película demuestra haber envejecido peor, precisamente en el elemento más artificioso de cuantos componen su narración y también el que acoge sus mejores bazas: el montaje.

El uso del montaje en paralelo, haciendo emerger las imágenes que motivarán el definitivo corte de mangas al mundo por parte de Colin, y que se erige como el instante más emocionante de la película coexiste con las ansias de hacer simpáticos a sus personajes cuando ya lo son en su estoicismo y falta de afectación ante las situaciones más dramáticas. Lo que lleva al realizador Tony Richardson a echar mano de imágenes aceleradas y uso de la banda sonora a modo de travieso (y horrendo) subrayado musical reduciendo las gamberradas y delitos de sus personajes a chiquilladas tratadas con un antipático paternalismo. Ya sea por no haber sido asimilado por el cine posterior como un recurso más o menos válido, como si ha ocurrido como con casi todo lo demás que distanciaba La soledad del corredor de fondo del grueso de la cinematografía inglesa “oficial” por decirlo de algún modo y que ha pasado a formar parte de nuestra manera de entender el “cine social” (y que en este caso, traspasa la consabida vertiente de “lucha de clases” que también tiene en cuenta para llevar el conflicto a un nivel social mucho más general), esos llamativos fragmentos son, con mucho, lo peor de la película aunque sólo sea por incomprensiblemente ridículos dentro de un contexto que a los ojos de hoy y por suerte para el resultado final, no resulta excesivo en su retrato de la miseria ni en sus escasos momentos más violentos en cuanto a lo físico[4], a lo que se ve en pantalla. No puede decirse lo mismo de su fondo ideológico, lo que las imágenes representan, tan demagógico en su división en un  “nosotros” (por muy humano que parezca Colin) y un “ellos” (estos sí, puro estereotipo) sobre el papel como ecuánime es su presentación en pantalla además de certero y próximo en cuanto hasta Colin, en su más pírrica y única victoria, excelente ejemplo de épica de la resistencia sin afectaciones de ningún tipo, claudica de su futuro pero también de tener que ganárselo a base de colaboracionismo que no le ofrece nada de lo que no quiera huir tarde o temprano. Al igual que si bien la forma de La soledad del corredor de fondo ha sido codificada y absorbida, encauzada por unos intereses cinematográficos muy distantes en intenciones y resultados a los que los vieron nacer, lo que de por sí no pone en duda sus valores cinematográficos, el retrato de la miseria vital de su protagonista sigue siendo tan insondable como comprensible y sigue haciendo cercana pese a las distancia geográfica y actual a esta película a cada día que pasa un poco más.

Título: The loneliness of the long distance runner. Dirección: Tony Richardson. Guión: Allan Sillitoe sobre un relato corto escrito por él mismo. Producción: Michael Holden. Fotografía: Walter Lassally. Montaje: Antony Gibbs. Música: John Addison. Año: 1962.
Intérpretes: Tom Courtenay (Colin Smith), Alec McCowen (Brown), Michael Redgrave (Director del reformatorio), Avis Bunnage (Señora Smith), Topsy Jane (Audrey).


[1]La leyenda del indomable, dirigida por Stuart Rosenberg en 1967, y La gran evasión,  dirigida por John Sturges en 1963, plantean una prisión y un campo de concentración  durante la Segunda Guerra Mundial respectivamente bajo una muy amable mirada, propia por otro lado del cine de Hollywood de por entonces sin que ello tenga que ver con la calidad de dichas películas, posteriores en el tiempo a La soledad del corredor de fondo. Vistas hoy, La leyenda del indomable es un entretenido vehículo de lucimiento, plagado de momentos míticos, para un Paul Newman que acaba haciéndose algo antipático en su papel de rebelde sin causa querido por todos y La gran evasión aún aguanta como un monumento al cine de entretenimiento: plagada de estrellas entre las que se cuenta Steve Mcqueen, Charles Bronson o Donald Pleasance, con un ritmo endiablado que no decae en sus casi tres horas de duración y que culmina en un final que tiene más de épica de la resistencia que de la victoria esquivando todo triunfalismo militarista en el que muy fácilmente se podría haber caído, este film resiste, cincuenta años más tarde, como ejemplo de lo que debería ser el cine visto, y ahí es nada digan lo que digan algunos, como entretenimiento puro y duro.

[2]Aunque haya que buscar las raíces del descontento social, y sobretodo vital, que ilustra la película en su origen literario de manos del mismo guionista del film, Allan Sillitoe, fallecido hace un par de años y una de las voces de la literatura de protesta social inglesa surgida a mediados del siglo pasado, La soledad del corredor de fondo (publicada en castellano por El Tercer Nombre en el año 2007), se escribió en su forma de relato breve en el año 1958. En ese año, Inglaterra se hallaba bajo el mandato del primer ministro conservador Harold McMillan (elegido en 1957 y en el cargo hasta dimitir en 1963) en pleno apogeo económico gracias al espaldarazo del Plan Marshall, con su consiguiente reconstrucción del tejido industrial y las comunicaciones en un lado de la balanza y en el saldo negativo del periodo un recrudecimiento del conservadurismo, de un nacionalismo que no admitía cuestionamiento (y no lo pongo en el lado negativo por el nacionalismo sino porque cualquier cosa que no admita ser cuestionada siempre será un problema) y un renacimiento de viejos ideales imperiales. En un entorno como ese, en el que la satisfacción personal y el beneficio económico era el único que los más poderosos consideraban como único beneficio digno de tal nombre por encima de cualquier otro aspecto humano, cundió entre los jóvenes el ideal de un mundo mejor… que se ha ido empantanando progresivamente hasta tocar su fondo, años más tarde, en la larga era Thatcher.

[3]De hecho, el carácter cuasi documental de las ficciones que componían este movimiento cinematográfico eran uno de sus pilares formales, al igual que las bandas sonoras compuestas en su mayoría, como ocurre muy  significativamente en las escenas más relajadas y optimistas de la película que nos ocupa, por temas de jazz. El llamado Free cinema, nació en la Gran Bretaña en la década de los 50 y se desarrollo y consolidó en la posterior. Fue una reacción en contra de los corsés formales y argumentales del cine de Hollywood imperante y el cine patrio más encasillado y ajeno a lo que ocurría en las calles de las ciudades inglesas de entonces. De forma muy similar al neorrealismo italiano, los reducidos equipos y miserables presupuestos que llevaron a buen puerto el Free Cinema sacaban fuerzas de su gran ideal: retratar aquellas personas anónimas para el mundo del cine que sin embargo llenaban las salas para ver películas que poco o nada tenían que ver con ellos. Fue en 1956 cuando tres títulos: Together, O Dreamland y Momma don’t allow, se presentaron en el Instituto Británico de Cine con el apoyo moral extraído del manifiesto (escrito por Lindsay Anderson bajo el nombre de Salga y empuje) de los Angry young man,  grupo de jóvenes procedentes del mundo del teatro (con la obra Look back in anger escrita por John Osborne en 1956 y uno de los precursores artísticos más definitivos del Free cinema) y la literatura que fundarían la productora Woodfall Film, permitiendo al recién estrenado movimiento la libertad de no tener que trabajar bajo el amparo y coacción de los grandes estudios cinematográficos ingleses del momento. Sus púlpitos fueron las páginas de las revistas Sight and sound y Sequence como críticos cinematográficos y de manera muy similar a sus casi coetáneos de la Nouvelle vague en la revista Cahiers du cinema en Francia, atacaban el cine de qualité propio de la época y de la falta de posicionamiento crítico de mucho profesionales del oficio del análisis cinematográfico que representaban hasta ese momento las propias revistas desde las que se lanzaban estos ataques, antes y durante la época en que empezaron a dedicarse al cine profesionalmente. Inconformismo, crítica a la sociedad burguesa, alienación del ser humano en una sociedad progresivamente deshumanizada y mecanizada conforman el ideario social que el movimiento pretendía y conseguía plasmar con todo el realismo posible. Títulos como Un lugar en la cumbre por el director Jack Clayton (firmante de la excelente y en su superficie alejada de los lugares comunes del Free Cinema ¡Suspense! según la novela de Henry James Otra vuelta de tuerca), la interesante Sábado noche, domingo mañana dirigida por Karel Reisz y con Albert Finney como tremebundo protagonista, If… de Lindsay Anderson o La soledad del corredor de fondo que nos ocupa certifican el buen trabajo hecho respecto a todo lo anterior. Con el tiempo y como era de preveer, los miembros del movimiento se dispersaron en varias direcciones; desde emigrar, paradójicamente, a Hollywood hasta, como en el caso del realizador de La soledad del corredor de fondo, el mundo del teatro.

[4]Estamos lejos de otra de las más célebres películas del movimento. If… de Lindsay Anderson, protagonizada por un Malcolm McDowell que parece estar ensayando el papel de Alex Delarge en la mítica adaptación del libro de Anthony Burgess por Stanley Kubrick La naranja mecánica, estrenada tres años más tarde que If… La película narraba las desventuras de un joven rebelde (McDowell) que va a parar a un internado de estrictas normas que responde a la ruptura de estas con castigos físicos. Su uso del color, de la violencia desde el lado de las víctimas y los verdugos y lo onírico de algunos instantes sitúan a If… en las antípodas de La soledad del corredor de fondo, siendo tan virulenta en su forma como en su fondo y cuyo justamente polémico final hizo correr ríos de tinta y también que el film fuese censurado en varios países. Más turbador, agresivo y difícil de tragar para el espectador de hoy y por eso más acorde a los intereses del Free Cinema y también más interesante que La soledad del corredor de fondo, supone el demoledor retrato de al menos una parte del sistema supuestamente educativo de la Inglaterra de entonces poniendo en solfa un tipo de escuela en el que se forjaron las juventudes de algunas de las autoridades más reconocidas del país, siendo el ex primer ministro Tony Blair una de las más célebres.