Una joven se
deja acariciar por la cálida brisa en la orilla de un estanque en un
resplandeciente día bajo el extrañamente atemperado sol mejicano. Pero sin que
una amiga pueda evitarlo abrazándola para que la idílica estampa no se rompa
como una ilusión, es agarrada por un grupo de sicarios y llevada a los
interiores de una mansión donde hombres trajeados y mujeres de aire
resignadamente triste bajo sus negros atuendos la rodean. Uno de ellos ordena
que la chica sea humillada quitándole la ropa blanca que lleva, dejándola
desnuda y con el vientre hinchado a la
vista de todos, pretendiendo una dignidad que no tarda en quebrarse bajo una
pregunta: ¿Quién ha sido? Y el venenoso nombre del hombre que jamás llegaremos
a ver pero a partir de ahí estará como un mal augurio en boca de todos sale por
primera vez a la superficie de este film dirigido por Sam Peckinpah: Alfredo
García.
Así da
comienzo la sencilla historia, ya desde lo esclarecedor hasta lo apabullante de
su título, de Quiero la cabeza de Alfredo
García. Una historia[1]
que como la propia película se mueve entre varias y casi siempre turbulentas
aguas morales y genéricas, con elementos propios de película road-movie, con un
personaje que busca su sitio… y se pierde irremisiblemente por el camino, el western,
el romanticismo o el cine negro sin que nunca de la sensación de ser un film
“de género” ninguno y sí único en su especie. El nombre de Alfredo García va
desde esta primera secuencia acompañado de una cifra, una recompensa de un
millón de dólares a cambio de su cabeza, y de muchos adeptos a la causa en un
país en el que nadie en Quiero la cabeza
de Alfredo García parece sentirse seguro: Méjico. Uno de ellos es Bennie,
un americano exiliado[2],
pianista pendenciero y malcarado perfectamente encarnado por Warren Oates[3]
que pasa sus días entre las teclas del piano de la cantina turística de Tijuana
en la que se gana más mal que bien el sustento como co-propietario, y las
piernas de su cariñosa y alegre amante Elita, interpretada por una luminosa y
sensual Isela Vega... hasta que se ve preso de sus propias ansias de
prosperidad y de huir a pastos más verdes que el desierto mejicano en el que se
siente igualmente atrapado. Bennie y Elita son, desde el inicio hasta la
conclusión de la película, los dos únicos seres humanos tratados y considerados
como tales que se mueven en un mundo puesto ante nuestros ojos por un Peckinpah
en estado de gracia y repleto de personajes que crean un muro infranqueable
contra el que los dos amantes chocan una y otra vez hasta más allá de su
resistencia física y mental. Al estatismo y despersonalización de muchos de
ellos que llenan el encuadre en su inquietante quietud, en la mayoría de
ocasiones impolutos y de blanca y falsa sonrisa y compuestos por sicarios y
mejicanos de aire desconfiado, se contrapone el periplo de los dos
protagonistas, siempre en movimiento, sufriendo o disfrutando pero siempre
próximos hasta cuando uno desearía poderlos mirar desde la distancia. La
permanente sensación de amenaza que se desprende de la distante planificación,
que a veces hace sentir al espectador como un mirón a la espera de que algo
ocurra, de esta intensísima película hace imposible otra actitud que no sea la
huida hacia delante por miedo primero, y luego por la peor de las experiencias.
Si te detienes te atraparán y si sigues te perderás sin posibilidad de volver
sobre tus embrutecidos pasos: con esa aparente máxima vital, Bennie sigue sin
pararse ante nada ni nadie en pos,
primero de la recompensa, y luego en un personal giro que nunca se
explica pero nunca deja de comprenderse, de respuestas a toda la sangre
derramada. El plan macabro pero sencillo de Bennie que implica mancharse las
manos con alguien que paradójicamente ya está muerto pronto se revela un
fracaso al ponerse en contacto con el mundo real, al que Bennie pertenece sin
remisión, emborrachándose cada dos por tres con su inseparable botella y
perdiendo los papeles a cada minuto que pasa.
Es el retrato
de un hombre tan torturado como estoico que, pese a lo prototípico que pueda
parecer sobre el papel, está exento de todo psicologismo, y que al igual que la
película en su conjunto resulta tremendamente cercano gracias a una falta de
dramatismo o subrayado y de una veracidad (a lo que colabora mucho el constante
uso de un cerrado mejicano casi incomprensible hasta para los espectadores de
habla hispana) que se arma de algunos simbolismos que de tan sutiles, resultan agradecidamente
casi imperceptibles.
La primera
parte del film muestra a Bennie como un hombre con una oportunidad, compañía y
un objetivo tan humanamente comprensible, mezcla agitada de avaricia y vía de
escape a cualquier otro lugar, como algunas de sus acciones. La segunda, en la
que parece “resucitar” tras ser enterrado vivo, lo muestra como un hombre
marcado, solitario[4]
y sin posibilidad de retorno: el sudor, la sangre y la suciedad física y moral
que lleva consigo el personaje de Oates lo hace tan verdadero como el desierto
que lo rodea a ambos lados de la carretera mientras recuerda los escarceos
sexuales con Elita que Peckinpah ha mostrado con la mayor y más agradable de
las naturalidades. Bennie y Elita son dos seres de carne y hueso que habitan en
un mundo físico, mostrado de la manera menos artificiosa (que no poco cinematográfica),
por Peckinpah, con alguna excepción. El habitual realentí del que hacía gala el director norteamericano en clásicos
como Grupo Salvaje para recoger las
escenas de violencia y que tanto dio que hablar en su día, aquí resulta en las
ocasiones en que se usa ese recurso, como algo postizo, por demasiado
espectacular, dentro de lo miserable de la violencia que se muestra en general
de forma mucho más casual y por ello mucho más terrible. Si bien es verdad que
suma a la ambigüedad moral (con la violencia como un espectáculo emocionante)
respecto a todo lo que se ve en pantalla en este film, también provoca una
distancia emocional, quizás por ser un recurso que el tiempo ha convertido en
tan habitual[5]
que ha perdido su efectividad inicial, que la hace parecer falsa. Y si hay algo
memorable en Quiero la cabeza de Alfredo
García es, sin duda alguna, la verosimilitud a partir de la fisicidad de
sus imágenes, imprescindible para sentir, más que entender, la cercanía y
honestidad de lo que se está viendo. La narración puede ser más o menos
errática, al igual que los desvaríos, de manera comprensible cada vez más
frecuentes, del protagonista, pero Peckinpah parece saber muy bien lo que tiene
entre manos. La planificación más expositiva que narrativa, el cortante uso del
montaje que deja respirar la duración de los planos sólo en lo imprescindible
(armando a veces agresivos montajes en paralelo lejos, a pesar de todo, del
ataque en toda regla al sistema nervioso del espectador que fue la magnífica Perros de paja), miserables decorados[6],
fotografía tan sucia como el físico de algunos actores sumado a la presencia de
los demás, parecen más enfocados a componer una atmósfera que una narración en
un sentido más convencional, de lo que ya se encarga el guión de por sí. Aunque
no hay prácticamente nada en la historia de Quiero
la cabeza de Alfredo García que se perciba como una salida de tono, su
envoltorio audiovisual, que acaba siendo el tuétano de la película, busca
provocar la pegajosa atmósfera que despierte emoción en el espectador,
acorralándolo.
Y ahí es donde
Peckinpah juega sus cartas con su habitual ambigüedad tan efectiva como
turbadora: desde la mencionada suciedad y la tristeza de aires trágicos que
tiene cualquier remanso de paz o cariño, siempre a un paso de ser destruido o
corrompido, las actitudes de los habitantes del film tampoco lo ponen fácil. El
lirismo de algunos instantes dura poco; una bonita melodía tocada al piano es
interrumpida por el puñetazo propinado a una prostituta en la mandíbula con la
mayor indiferencia, y las escenas más románticas se vuelven preciosas por raras
cuando sólo auguran unos planes de futuro tan idílicos que se ven, y se
revelan, imposibles bajo la sombra del fantasma de Alfredo García. El decadente
Méjico visto por los ojos del pianista, que se diría un alter ego del
realizador de Quiero la cabeza de Alfredo
garcía, no es sólo víctima de la violencia de los otros, sino también de la estupidez y falta de principios propia.
Bennie es un
hombre cabezón y se nos muestra, como el resto del film sin ningún atisbo de
cinismo, capaz de los actos más desagradables, salvado a los ojos del
espectador por la tristeza que pesa sobre sus desgarbados hombros, un valiente
punto guerrero y lo desesperado, sin caer nunca en el histrionismo, de la genial
interpretación de Warren Oates, y Elita es una mujer tan adorable como equívoca
en sus relaciones con los hombres, capaz de asumir, de forma ambigua hasta la
más misógina de las fantasías, una violación para sobrevivir[7].
De este modo, sólo Bennie y en segundo lugar Elita, resultan comprensibles y
“humanos” para el espectador, frente a un mundo que se presenta como un bloque
de demasiados tentáculos como para poder huir de él y en el que Bennie, y por
ende nosotros como público, está solo. La sensación de desamparo a pleno sol
que exuda el film de la cabeza a los pies contribuye aún más a componer la
vulnerabilidad de Bennie, reducido, como decía más arriba, a un cuerpo que se
desgasta al ritmo de su ánimo. Y que, según sus palabras, un cuerpo es sólo
eso, algo físico y de poco valor una vez ya no tiene vida, ya sea para
convencerse a sí mismo para profanar una tumba o cercenar la cabeza de un muerto
como macabro pagaré, en lo que no deja de ser una visión tan pragmática de la
vida, carente de toda épica, como un reflejo de la atmósfera de Quiero la cabeza de Alfredo García. Pero
la carga culpable de Bennie, reflejada en sus pataletas, reproches y estallidos
de violencia para con el rastro de muerte que deja tras de sí choca frontalmente
con esta visión de la vida, transformando la película en el viaje de un
personaje que gustaría de ser un nihilista por encima de todo y todos
refugiándose en su pasotismo, pero que sólo es un pobre diablo desesperado que
ve como su impoluto traje blanco se va llenando de lamparones de sudor, sangre
propia y ajena y mal olor agrio y reconcentrado buscando un sentido a tanta
muerte por los motivos más absurdos.
Es
completamente lógico bajo este punto de vista el que el detonante de todo lo
que ocurre en la película: el propio Alfredo García, nunca se muestre y sea
como una idea que revolotea alrededor de los que se exponen a él como los
moscardones que rebozan la saca en la que Bennie transporta su cabeza, que se
descompone de la mano de la estabilidad mental del protagonista. No parece
casual que en el momento en el que Bennie se hace con la cabeza del título,
haya al poco un par de planos del cuerpo de Warren Oates en el que lo que no se
ve es precisamente… su cabeza, ya que ahora es él el perseguido, y sus
monólogos con el preciado pedazo de Alfredo García más cargados de reproches
contra sí mismo que teniendo en cuenta que la cabeza es de otra persona. La
elíptica presencia de Alfredo García lo convierte prácticamente en un mcguffin,
una excusa que hace avanzar la trama y, además de situarlo en un plano
diferente que puede dar a entender que los vivos son lo único que importa y que
por tanto, la existencia física es la única que hay porque es la única que se
muestra en una película cercana a un nihilismo tan deprimente como,
afortunadamente, belicoso y finalmente hasta rabiosamente romántico en su
incansable búsqueda de sentido que se revela inútil, pero búsqueda al fin y al
cabo, carente de simbolismos visuales que lo ilustren más allá de la sequedad de
sus imágenes que más que verse, que es de cajón que también, se sienten como
una pesadilla diurna que culmina en su estallido final, a modo de una catarsis
con visos de callejón sin salida.
El reguero de
muertos tiene, en contraposición al de los sicarios encargados de dar muerte a
Alfredo García y llevar su cabeza al airado jefe de la mafia que sólo se mueven
fríamente y por dinero, más que ver con la supervivencia y una venganza suicida
que tiene mucho de redención[8]
secular que descarga su torturada rabia contra un ambiente (el bautismo del
hijo de Alfredo García[9],
que antes de nacer desencadena toda la historia) religioso y que renuncia a
ensuciarse las manos literalmente, despreciando la vida y la muerte de los
demás como meros símbolos que no le merecen el más mínimo interés, mientras da
órdenes de que otros ejecuten sus desapasionados designios a golpe de talonario.
Es la desesperada y desesperante lucha por el valor de la vida en un mundo impenetrable
en el que la batalla parece haberse perdido y, de nuevo, la contraposición
entre los derrotados que mueren y viven físicamente y los que viven por encima
de todo ello con rituales tan ajenos al mundo de lo físico sobre el papel como
efectivos en el lado más palpable y carnal de la vida, y que sirve como sucinto
broche al descenso al infierno que es el puñetazo al estómago cinematográfico Quiero la cabeza de Alfredo García, por
el llorado púgil Sam Peckinpah en uno de sus últimos y más memorables combates suicidas
a dos bandas entre el fuego cruzado de un mundo del cine a veces demasiado
acomodado para hacer sitio a sus turbulentas fantasías fílmicas y los demonios
personales que las alimentaban y nunca lo dejaron en paz hasta su prematura
muerte.
Título: Bring me the head of Alfredo García.
Dirección: Sam Peckinpah. Guión:
Sam Peckinpah y Gordon Dawson sobre una historia de Sam Peckinpah y Frank
Kowalski. Producción: Martin Baum. Fotografía: Alex Phillips Jr. Dirección de arte: Agustín Ituarte. Montaje: Dennis Dolan, Sergio Ortega y
Robbe Roberts. Música: Jerry
Fielding. Año: 1974.
Intérpretes: Warren
Oates (Bennie), Isela Vega (Elita), Robert Webber (Sappensly), Gis Young (John
Quill), Emilio
Fernández (El Jefe).
[1]La inspiración para dicha historia tuvo dos fuentes principales.
La película El tesoro de Sierra Madre
de John Huston, director muy admirado por Peckinpah al que consideraba con
razón un aventurero antes que el gran cineasta que tantas veces demostró ser y
la novela Bajo el volcán escrita por
Malcolm Lowry que narraba las turbulentas desventuras de un norteamericano en
suelo mejicano. Su adaptación cinematográfica fue llevada a cabo precisamente
por el propio Huston (aunque fue un proyecto acariciado durante largo tiempo
por Luís Buñuel) con resultados interesantes aunque menos que los que despierta
la lectura de la novela (que aún, desgraciadamente, no he tenido el placer de
leer) aunque sólo sea por el uso de la primera persona con un material tan
intenso. Relacionado con este último, Peckinpah se inspiró también en las
múltiples historias sobre norteamericanos que desaparecían en Méjico bajo
circunstancias que nunca llegaban a aclararse pero que jugaban con motivos como
el robo, asesinato o excesivas borracheras que precipitaban los dos anteriores…
y que tanto tienen en común con los acontecimientos que describe
presumiblemente la novela de Lowry y a buen seguro su adaptación a la gran pantalla
por parte de Huston.
[2] El pasado en el ejército del personaje de Bennie lo convierte en
uno de tantos militares norteamericanos, aunque en este caso no se especifiquen
los motivos ni la situación del personaje de Warren Oates cuando fue llamado a
filas, que se exiliaron a Méjico huyendo de la obligatoriedad de prestar
servicio en la Guerra de Vietnam. El hecho de que el film tenga lugar en su año
de producción, 1974, apoya esta idea y justifica hasta cierto punto la
habilidad de Bennie con las armas y su sangre fría y aparente poco respeto por
los cadáveres que deja a su paso. Ya sea un comentario de carácter social
respecto a la realidad del país por entonces o no, hay una referencia hacia el
final del metraje al entonces Presidente electo Richard Nixon, apareciendo en
la portada de una revista que, seguramente no por casualidad, se halla en manos
de uno de los refinados y altivos sicarios que intentan dar gato por liebre a
Bennie y encargarle el trabajo sucio mientras les hacen la pedicura sentados comodamente…
La foto de portada probablemente hacía velada referencia al Escándalo Watergate
que hundió al Presidente a lo más bajo de la historia política estadounidense
amén de hacerle perder su posición de primer habitante de la Casa Blanca. El
apunte da, a día de hoy, una pincelada más de desconfianza hacia unas
autoridades que como las que encargan la cabeza de Alfredo García se lavan las
manos para que otros se las ensucien, y en el 1974 de su estreno dio (y da)
para identificar a Bennie como uno de tantos personajes desnortados y
psicóticos que habitaron los Estados Unidos a ambos lados de la pantalla y
conformaron algunos de los arquetipos que hoy día damos casi por sentados.
[3]Esa pluscuamperfecta personificación del actor en el personaje
cuenta con el anecdótico añadido a nivel de interpretación pero muy revelador
detalle en cuanto a la película en sí de que Oates se inspiró en el propio
Peckinpah para el personaje de Bennie. Desde vestirse con ropa del director
hasta aficiones y filias comunes, el carácter personalizado de la actuación de
Oates, que imitaba la manera de andar y de hablar del director, da a entender
lo que ya se desprende a poco de abrir una biografía sobre el realizador: que
Bennie es un alter ego de Peckinpah como ha habido pocos, o ninguno, de
idéntica intensidad en toda su filmografía.
[4]Descartando uno de los grandes temas del cine de Peckinpah, la
amistad masculina bajo la forma de camaradería que tan bien tomaba forma en la
magnífica Pat Garret y Billy the Kid y
que algunos críticos interpretaron como velados apuntes homosexuales, como fue
el caso de Grupo Salvaje. En el caso
de la película que nos ocupa estamos más cerca del personaje que interpretó
Dustin Hoffman en la mítica y devastadora Perros
de paja: un hombre sólo, asustado y potencialmente violentísimo frente a un
mundo tremendamente hostil y amenazador, en una película dotada de un punto de
vista mucho más malvado con el espectador y más turbio en su ambigüedad moral,
pese a tener bastante en común con la desoladora pero también menos agresiva
con su público Quiero la cabeza de
Alfredo García.
[5]Uno de los más avezados herederos del también llamado “poeta de la violencia” fue el otrora
famoso realizador cantonés John Woo, que siempre ha asumido conscientemente el
cine de Sam Peckinpah como una de sus mayores influencias cinematográficas.
Tanto sus filmes hechos en su Hong Kong natal (los mejores) como en sus
experiencias bajo mandato hollywoodiense están plagados de esa tendencia al realentí de la que hacía gala Peckinpah
y las relaciones de amistad entre hombres, muchas veces enfrentados por las
circunstancias en las que transcurren las películas, que también son una de las
marcas de la casa del realizador de Grupo
Salvaje, dan fe de sus palabras e intenciones, a pesar de unos resultados
en ocasiones inspirados, muchos otros no. Otro de los señalados como herederos
de Peckinpah fue el hombre que le hizo un hueco al mencionado John Woo en la
industria norteamericana y el gran público durante los noventa: el tratamiento
de la violencia por parte del célebre Quentin Tarantino dio, inicialmente (y a
mi entender, equivocadamente pese a la sequedad de la violencia y la virilidad
de los personajes de Rerservoir Dogs),
la impresión entre una parte de la crítica especializada que algo olía a
Peckinpah en Reservoir dogs o Pulp Fiction, y no digamos ya en las
películas de su colega Robert Rodriguez, especialmente en base a la magnífica
primera mitad de Abierto hasta el
amanecer o al díptico El mariachi y
Desperado, probablemente debido a lo
similar del paisaje y el uso y abuso de realentizaciones de la imagen, pese a
que el tono, mucho más cómico, no podría ser más diferente. Para cuando se
estrenó la tercera parte de la trilogía iniciada con El Mariachi y titulada entre nosotros como El Mexicano, el referente ya era el propio Tarantino, como
igualmente lo eran ya el director de Pulp
fiction y Sergio Leone a quienes todos veían, y aquí sí estoy de acuerdo,
tras Kill Bill vol 2., Malditos bastardos
o Django desencadenado. Su
enfoque sobre la violencia, muchísimo más cínico y amoral que el que estallaba
constantemente en las películas de Peckinpah, lo alejan mucho del que al
principio se consideraba una de sus influencias. Álex De la Iglesia asegura, y
con razón, que el film que nos ocupa fue un referente importantísimo a la hora
de encarar el tono agresivamente inmoral de Perdita
Durango (comentada en este blog anteriormente), en la que casualmente
trabajó la actriz que interpretaba a la prostituta golpeada en la cantina
regentada por Bennie, en esta ocasión como ayudante de dirección. A día de
hoy, a un servidor sólo se le ocurre un
nombre como digno heredero de la desazón de la violencia de Peckinpah y sólo en
algunas de sus películas: Rob Zombie. Sobre nombres como Nicholas Winding Refn
(con Drive) o Park Chan Wook (con Old boy a la cabeza de los otros dos
films que componen su Trilogía de la
venganza) y pese a lo comprensible de la relación que se ha establecido
entre ellos y Peckinpah, los veo más cercanos a Woo o Tarantino en cuanto su
uso de la violencia tiene más de espectacular, nada despreciable pero
diferente, que de la turbadora y sucia tristeza que le confiere el realizador
de Quiero la cabeza de Alfredo García.
[6]Y en algunos casos, ni siquiera eso. Peckinpah asentó el rodaje,
que se iba haciendo sobre la marcha como un sistema de evitar intromisiones de
la productora, en muchas ocasiones en lugares que frecuentaba, como cantinas de
muy mala reputación o rincones que conocía personalmente, sin prácticamente
variar nada de lo que ya había allí antes de comenzar de rodar. También se
dedicó a reclutar a los que pasaban sus días allí como parte de los extras que
aparecen en la película, dotándola de una autenticidad que no habría sido
posible, o así lo entendía el realizador, de haber optado por un casting al
uso.
[7]Sin llegar a los límites de la justamente polémica y genial Perros de paja, esta película recuperó
una vez más las acusaciones de misógino, violentista y fascista que tanto han
pesado sobre el cine de Sam Peckinpah (y
de las que, curiosamente, se han librado otros que llevan la misma bandera pero
con una blancura que la hacen todavía peor) y que llevó a muchas de las
productoras con las que trabajó a intentar suavizar o recortar sus películas.
Sin poner en duda el que una parte importante de los personajes de sus filmes
actúan de forma violenta, machista y fascista, tampoco hay que olvidar la forma
en que Peckinpah lo expone: con una dolorosa crudeza que a mi modo de ver no
exalta estas conductas en ningún instante provocando una turbiedad en el ánimo
del espectador que de no ser por haber llegado tan lejos en algunos aspectos,
no sería ni por asomo tan perturbadoramente efectiva. Pero dichas acusaciones
provocaron que las relaciones entre el director y los estudios que le pagaban
sus personales películas fuesen, como mínimo, muy tensas, sumando aún más
polémicas que por un lado preocupaban a los productores pero a buen seguro
también atrajeron a más público a las salas.
[8]Dentro del por lo visto reducido grupo de espectadores a los que
entusiasmó la película en el momento de su estreno encontramos a dos que además
se sirvieron de este último tramo para su propios fines. El realizador Martin
Scorsese y el guionista y realizador Paul Schrader vieron en este final una
fuente de inspiración para el de una de sus más importantes y famosas películas
que llegaría tres años después: Taxi
driver. Pese a ser una versión mucho más estilizada que la más ruidosa,
sucia y precipitada de Quiero la cabeza
de Alfredo García, la sangría en que se convierte el tiroteo, el pasado
como combatiente de Vietnam de Travis Bickle y presuntamente también de Bennie
y el carácter redentor de ambos actos, los emparentan y acercan
considerablemente ambas películas de forma muy interesante desde dos maneras de
entender el cine y la vida con sus similitudes y sus diferencias.
[9]El niño es bautizado como David Samuel, verdadero nombre de
Peckinpah, en una referencia autobiográfica que se extiende por toda la
película con lugares en los que el director pasó largas temporadas y
apariciones de amigos personales… Amén de lo mucho que tenía en común con el
personaje de Bennie y su manera de ver el mundo que abandonó, después de una
vida de excesos y constantes batallas contra la industria del cine y consigo
mismo, en 1984, gravemente enfermo tras pasar por una existencia marcada por el
alcoholismo, las drogas y un errático modo de vida muchas veces cercano a una
devoradora desesperación.
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