“En nuestra familia siempre hemos corrido, sobretodo
para escapar de la policía. Es difícil de comprender, sólo sé que hay que
correr sin saber porqué, por el campo y por el bosque. Y ser el ganador no es
el final, aunque la gente anime hasta quedarse sin aliento”. Estas palabras, y algunas más, abren la historia de La soledad del corredor de fondo que tiene
lugar en dos espacios físicamente bien diferenciados que se retroalimentan en
el ánimo del protagonista. Colin Smith (un impertérrito Tom Courtenay) es un
cualquiera ya desde lo común de su apellido, un escuálido joven de un suburbio
de Nottingham que ha ido a parar con sus huesos al correccional en el que
cumple cautiverio por haber robado el dinero de la caja de una panadería.
Taciturno y inexpresivo pero agudo y mordaz cada vez que abre la boca, Colin se
adapta, como a todo en su vida, resignadamente a las rígidas pero amables normas
de su nuevo entorno que se jacta de redireccionar la agresividad de sus jóvenes
presos en competiciones deportivas que crean sensación de comunidad y enaltecen
el orgullo de los que las dirigen… y que pronto adoptan al joven Smith como
brillante promesa.
La otra mitad
espacio-temporal del film, y su verdadera razón de ser, va colándose entre los
numerosos tiempos muertos de los que goza Smith en su encierro: es la que
muestra el entorno de Colin y su forma de vivir antes de ser encerrado,
justificando hasta cierto punto el robo y posterior detención por las fuerzas
del orden metidas todas, desde el primer policía, figura paterna, encargado o
superior, en el saco del autoritarismo asfixiante en el que va dando tumbos la
gris existencia de Colin. Nada sabremos de él excepto lo que le vemos hacer y le
oímos decir. Es un personaje casi simbólico pero sin caer en el estereotipo, exento
de todo tipo de psicologismos que la película nunca explica, más allá de
situarlo en un lugar y una clase social (la obrera o working class inglesa) determinada. Su vida se reduce a vivir bajo
el mismo techo que su madre, tres hermanos pequeños y su padre, primero moribundo
y pronto, después de su muerte, sustituido por uno de los amantes de su
temperamental madre y a soñar con un mundo diferente, uno en el que según sus
palabras los trabajadores tengan el poder y se repartan las riquezas que ellos
mismos engendran. Aunque esas palabras, a decir por sus acciones, no parecen
suficientes para enmarcar la angustia vital que espolea a Colin en sus
numerosas carreras a ninguna parte, robos de coche con el único objetivo de
darse una vuelta sin sacar nada que no sea un buen rato a cambio o el prenderle
fuego a billetes obtenidos gracias al seguro de vida de su difunto padre como
única fuente de luz en la oscura habitación de este. Así, la frustración de
Colin a este lado de la alambrada da alas y sentido a su soterrada rebeldía
entre las cuatro paredes rodeadas de terreno al aire libre del correccional,
lugar en el que el aprovechamiento de los más poderosos respecto a las
aptitudes de los más desfavorecidos se muestra bajo los ropajes inocentes de
una carrera pero de manera mucho más clara que en el duro mundo exterior a esas
cuatro paredes.
La carga
ideológica y de denuncia social hace comprensible lo que, para los que no
fuimos a un internado ni tuvimos porqué hacer el servicio militar y decidimos
no hacerlo voluntariamente y con la ley de nuestra parte, resulta una temporada
en la sombra mucho más blanda (y lo digo así porque es probable que la otra
mitad nos parezca más dura sólo porque en algunos de sus aspectos la conocemos
de primera mano) de lo que se podía preveer que tal y como se desarrolla La soledad del corredor de fondo. El
encierro de Colin y sus compañeros no resulta, en la memoria cinematográfica
del espectador de hoy (o de la mía, para no hablar por los demás), demasiado
diferente a las amables penitenciarías en las que transcurrían películas como La leyenda del indomable o, en un perfil
más arriesgado, La gran evasión[1]
pero el contexto social en el que ha crecido el protagonista del film que nos
ocupa y su forma de ponerlo en escena le da un cariz contestatario sobre una
realidad mucho más próxima al público actual pese a los 51 años que ya han
transcurrido desde el estreno de La
soledad del corredor de fondo en 1962[2]
que las películas a mayor gloria de Paul Newman o Steve Mcqueen y compañía comentadas algo más arriba.
Estas dos
líneas narrativas, la más amable y la más peleona sobre el guión, se enroscan
la una sobre la otra bajo el mismo paraguas formal que da unidad a la película,
aunque este, también, se decanta más por la vertiente ideológica que se dedica
a reforzar desde la calidad “realista” de sus imágenes. La fotografía en blanco
y negro del film de la mano de Walter Lassally, en una aparente neutralidad sin
claroscuros o iluminación dramática y que en realidad es pura conciencia e
intencionalidad, la aparente naturalidad de las imágenes que se deriva de lo
anterior, evitando manierismos o efectismos de los que ya se encarga (y más que
bien en la mayoría de ocasiones), el montaje de imagen y sonido, transmite una
sensación de inmediatez, del siempre tan sospechoso “realismo” que esquiva toda
épica y tics cinematográficos al uso que pudieran provocarla en lo que se ve y
se oye. La narrativa mediante planificación resulta aquí, prácticamente
inexistente, los planos, más que ilustrar el guión componen una atmósfera que
alimenta la ideología que respira bajo La
soledad del corredor de fondo. Cámaras al hombro, montaje abrupto que en
ocasiones no deja respirar el plano, pasando al siguiente sin que la acción que
se veía en él haya terminado o errores de continuidad que parecen fruto del
descuido pero que, junto con todo lo anterior, dan una impresión de
naturalidad, o de imperfección que si
ahora resulta convincente, probablemente en el momento de su estreno, como
piedra angular del llamado Free cinema
debía parecer casi documental[3],
en oposición a formas propias del cine inglés más institucional de por entonces.
Esta falsa falta de refuerzo dramático da lugar a una baza quizás involuntaria
pero muy interesante, la que lleva al film a mostrar un mundo y unas
autoridades más mediocres y incuestionablemente autoritarias que agresivas, sin
que ningún elemento destaque sobre otro, sin épica del sufrimiento ninguna que
victimice a sus personajes y, por encima de todo, una desazón vital que no se
concreta en un estamento o una autoridad en concreto, sino que se desparrama
por todas partes como un estilo de vida y una forma de ver el mundo que hace
las ansias de libertad mucho más frustrantes por verse imposibles para amarga resignación
del protagonista ante un mundo al que sólo puede plantar cara orgullosamente sin
llegar nunca a ganar… porque tampoco hay premio que compense el esfuerzo.
Pero nada de
lo anterior implica una falta de premeditación que sí opta por caminos más (por
entonces) ortodoxos, aunque de forma muy sutil, para influenciar en el ánimo
del espectador, además de el uso del montaje, como por ejemplo el uso de planos
abiertos que tanto sirven como ilustración del entorno como, dependiendo del
contenido de cada plano, de opresión de dicho entorno sobre los que lo habitan
y la importancia que tiene en sus vidas. A la mayoría de instantes del film,
que tienen lugar en el correccional o en el Nottingham natal del protagonista,
en la que el entorno no deja lugar a nada más, los planos se abren hasta hacer
de los personajes diminutas manchas cuando se trata de seguirlos en sus
liberadoras carreras por el bosque que rodea la prisión para jóvenes o cuando
Colin pasea agradablemente junto con su chica Audrey (Topsy Jane) por una playa
en la que sólo se ve la arena blanca y luminosa, las olas y sus siluetas que
desearían no tener que volver jamás de donde han venido en una huida ininterrumpida
de un mundo que no ofrece nada especialmente digno de valor pero que no ceja en
exprimirlos de sus ganas de vivir. Y es en la manera de ilustrar ocasionalmente
esa vitalidad que surge muy de vez en cuando y a borbotones donde la película demuestra
haber envejecido peor, precisamente en el elemento más artificioso de cuantos
componen su narración y también el que acoge sus mejores bazas: el montaje.
El uso del
montaje en paralelo, haciendo emerger las imágenes que motivarán el definitivo
corte de mangas al mundo por parte de Colin, y que se erige como el instante
más emocionante de la película coexiste con las ansias de hacer simpáticos a
sus personajes cuando ya lo son en su estoicismo y falta de afectación ante las
situaciones más dramáticas. Lo que lleva al realizador Tony Richardson a echar
mano de imágenes aceleradas y uso de la banda sonora a modo de travieso (y
horrendo) subrayado musical reduciendo las gamberradas y delitos de sus
personajes a chiquilladas tratadas con un antipático paternalismo. Ya sea por
no haber sido asimilado por el cine posterior como un recurso más o menos
válido, como si ha ocurrido como con casi todo lo demás que distanciaba La soledad del corredor de fondo del
grueso de la cinematografía inglesa “oficial” por decirlo de algún modo y que
ha pasado a formar parte de nuestra manera de entender el “cine social” (y que
en este caso, traspasa la consabida vertiente de “lucha de clases” que también
tiene en cuenta para llevar el conflicto a un nivel social mucho más general),
esos llamativos fragmentos son, con mucho, lo peor de la película aunque sólo
sea por incomprensiblemente ridículos dentro de un contexto que a los ojos de
hoy y por suerte para el resultado final, no resulta excesivo en su retrato de
la miseria ni en sus escasos momentos más violentos en cuanto a lo físico[4],
a lo que se ve en pantalla. No puede decirse lo mismo de su fondo ideológico,
lo que las imágenes representan, tan demagógico en su división en un “nosotros” (por muy humano que parezca Colin)
y un “ellos” (estos sí, puro estereotipo) sobre el papel como ecuánime es su
presentación en pantalla además de certero y próximo en cuanto hasta Colin, en
su más pírrica y única victoria, excelente ejemplo de épica de la resistencia
sin afectaciones de ningún tipo, claudica de su futuro pero también de tener
que ganárselo a base de colaboracionismo que no le ofrece nada de lo que no
quiera huir tarde o temprano. Al igual que si bien la forma de La soledad del corredor de fondo ha sido
codificada y absorbida, encauzada por unos intereses cinematográficos muy
distantes en intenciones y resultados a los que los vieron nacer, lo que de por
sí no pone en duda sus valores cinematográficos, el retrato de la miseria vital
de su protagonista sigue siendo tan insondable como comprensible y sigue
haciendo cercana pese a las distancia geográfica y actual a esta película a
cada día que pasa un poco más.
Título: The loneliness of the long distance
runner. Dirección: Tony Richardson. Guión:
Allan Sillitoe sobre un relato corto escrito por él mismo. Producción: Michael Holden. Fotografía:
Walter Lassally. Montaje: Antony
Gibbs. Música: John Addison. Año: 1962.
Intérpretes: Tom
Courtenay (Colin Smith), Alec McCowen (Brown), Michael Redgrave (Director del
reformatorio), Avis Bunnage (Señora Smith), Topsy Jane (Audrey).
[1]La leyenda del indomable,
dirigida por Stuart Rosenberg en 1967, y La gran evasión, dirigida por John Sturges en 1963, plantean
una prisión y un campo de concentración durante la Segunda Guerra Mundial
respectivamente bajo una muy amable mirada, propia por otro lado del cine de
Hollywood de por entonces sin que ello tenga que ver con la calidad de dichas
películas, posteriores en el tiempo a La
soledad del corredor de fondo. Vistas hoy, La leyenda del indomable es un entretenido vehículo de lucimiento,
plagado de momentos míticos, para un Paul Newman que acaba haciéndose algo
antipático en su papel de rebelde sin causa querido por todos y La gran evasión aún aguanta como un
monumento al cine de entretenimiento: plagada de estrellas entre las que se
cuenta Steve Mcqueen, Charles Bronson o Donald Pleasance, con un ritmo
endiablado que no decae en sus casi tres horas de duración y que culmina en un
final que tiene más de épica de la resistencia que de la victoria esquivando
todo triunfalismo militarista en el que muy fácilmente se podría haber caído,
este film resiste, cincuenta años más tarde, como ejemplo de lo que debería ser
el cine visto, y ahí es nada digan lo que digan algunos, como entretenimiento
puro y duro.
[2]Aunque haya que buscar las raíces del descontento social, y
sobretodo vital, que ilustra la película en su origen literario de manos del
mismo guionista del film, Allan Sillitoe, fallecido hace un par de años y una
de las voces de la literatura de protesta social inglesa surgida a mediados del
siglo pasado, La soledad del corredor de
fondo (publicada en castellano por El Tercer Nombre en el año 2007), se
escribió en su forma de relato breve en el año 1958. En ese año, Inglaterra se
hallaba bajo el mandato del primer ministro conservador Harold McMillan
(elegido en 1957 y en el cargo hasta dimitir en 1963) en pleno apogeo económico
gracias al espaldarazo del Plan Marshall, con su consiguiente reconstrucción
del tejido industrial y las comunicaciones en un lado de la balanza y en el
saldo negativo del periodo un recrudecimiento del conservadurismo, de un
nacionalismo que no admitía cuestionamiento (y no lo pongo en el lado negativo
por el nacionalismo sino porque cualquier cosa que no admita ser cuestionada
siempre será un problema) y un renacimiento de viejos ideales imperiales. En un
entorno como ese, en el que la satisfacción personal y el beneficio económico
era el único que los más poderosos consideraban como único beneficio digno de
tal nombre por encima de cualquier otro aspecto humano, cundió entre los
jóvenes el ideal de un mundo mejor… que se ha ido empantanando progresivamente
hasta tocar su fondo, años más tarde, en la larga era Thatcher.
[3]De hecho, el carácter cuasi documental de las ficciones que
componían este movimiento cinematográfico eran uno de sus pilares formales, al
igual que las bandas sonoras compuestas en su mayoría, como ocurre muy significativamente en las escenas más
relajadas y optimistas de la película que nos ocupa, por temas de jazz. El
llamado Free cinema, nació en la Gran Bretaña en la década de los 50 y se
desarrollo y consolidó en la posterior. Fue una reacción en contra de los
corsés formales y argumentales del cine de Hollywood imperante y el cine patrio
más encasillado y ajeno a lo que ocurría en las calles de las ciudades inglesas
de entonces. De forma muy similar al neorrealismo italiano, los reducidos
equipos y miserables presupuestos que llevaron a buen puerto el Free Cinema sacaban
fuerzas de su gran ideal: retratar aquellas personas anónimas para el mundo del
cine que sin embargo llenaban las salas para ver películas que poco o nada
tenían que ver con ellos. Fue en 1956 cuando tres títulos: Together, O Dreamland y Momma
don’t allow, se presentaron en el Instituto Británico de Cine con el apoyo
moral extraído del manifiesto (escrito por Lindsay Anderson bajo el nombre de Salga y empuje) de los Angry young man, grupo de jóvenes procedentes del mundo del
teatro (con la obra Look back in anger
escrita por John Osborne en 1956 y uno de los precursores artísticos más
definitivos del Free cinema) y la
literatura que fundarían la productora Woodfall Film, permitiendo al recién
estrenado movimiento la libertad de no tener que trabajar bajo el amparo y
coacción de los grandes estudios cinematográficos ingleses del momento. Sus
púlpitos fueron las páginas de las revistas Sight
and sound y Sequence como
críticos cinematográficos y de manera muy similar a sus casi coetáneos de la
Nouvelle vague en la revista Cahiers du
cinema en Francia, atacaban el cine de qualité propio de la época y de la
falta de posicionamiento crítico de mucho profesionales del oficio del análisis
cinematográfico que representaban hasta ese momento las propias revistas desde
las que se lanzaban estos ataques, antes y durante la época en que empezaron a
dedicarse al cine profesionalmente. Inconformismo, crítica a la sociedad
burguesa, alienación del ser humano en una sociedad progresivamente
deshumanizada y mecanizada conforman el ideario social que el movimiento
pretendía y conseguía plasmar con todo el realismo posible. Títulos como Un lugar en la cumbre por el director
Jack Clayton (firmante de la excelente y en su superficie alejada de los
lugares comunes del Free Cinema ¡Suspense!
según la novela de Henry James Otra
vuelta de tuerca), la interesante Sábado
noche, domingo mañana dirigida por Karel Reisz y con Albert Finney como
tremebundo protagonista, If… de
Lindsay Anderson o La soledad del
corredor de fondo que nos ocupa certifican el buen trabajo hecho respecto a
todo lo anterior. Con el tiempo y como era de preveer, los miembros del
movimiento se dispersaron en varias direcciones; desde emigrar,
paradójicamente, a Hollywood hasta, como en el caso del realizador de La soledad del corredor de fondo, el
mundo del teatro.
[4]Estamos lejos de otra de las más célebres películas del movimento.
If… de Lindsay Anderson,
protagonizada por un Malcolm McDowell que parece estar ensayando el papel de
Alex Delarge en la mítica adaptación del libro de Anthony Burgess por Stanley
Kubrick La naranja mecánica,
estrenada tres años más tarde que If…
La película narraba las desventuras de un joven rebelde (McDowell) que va a
parar a un internado de estrictas normas que responde a la ruptura de estas con
castigos físicos. Su uso del color, de la violencia desde el lado de las
víctimas y los verdugos y lo onírico de algunos instantes sitúan a If… en las antípodas de La soledad del corredor de fondo, siendo
tan virulenta en su forma como en su fondo y cuyo justamente polémico final
hizo correr ríos de tinta y también que el film fuese censurado en varios
países. Más turbador, agresivo y difícil de tragar para el espectador de hoy y
por eso más acorde a los intereses del Free Cinema y también más interesante
que La soledad del corredor de fondo,
supone el demoledor retrato de al menos una parte del sistema supuestamente
educativo de la Inglaterra de entonces poniendo en solfa un tipo de escuela en
el que se forjaron las juventudes de algunas de las autoridades más reconocidas
del país, siendo el ex primer ministro Tony Blair una de las más célebres.
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