miércoles, 17 de abril de 2013

LA SOLEDAD DEL CORREDOR DE FONDO



“En nuestra familia siempre hemos corrido, sobretodo para escapar de la policía. Es difícil de comprender, sólo sé que hay que correr sin saber porqué, por el campo y por el bosque. Y ser el ganador no es el final, aunque la gente anime hasta quedarse sin aliento”. Estas palabras, y algunas más, abren la historia de La soledad del corredor de fondo que tiene lugar en dos espacios físicamente bien diferenciados que se retroalimentan en el ánimo del protagonista. Colin Smith (un impertérrito Tom Courtenay) es un cualquiera ya desde lo común de su apellido, un escuálido joven de un suburbio de Nottingham que ha ido a parar con sus huesos al correccional en el que cumple cautiverio por haber robado el dinero de la caja de una panadería. Taciturno y inexpresivo pero agudo y mordaz cada vez que abre la boca, Colin se adapta, como a todo en su vida, resignadamente a las rígidas pero amables normas de su nuevo entorno que se jacta de redireccionar la agresividad de sus jóvenes presos en competiciones deportivas que crean sensación de comunidad y enaltecen el orgullo de los que las dirigen… y que pronto adoptan al joven Smith como brillante promesa.

La otra mitad espacio-temporal del film, y su verdadera razón de ser, va colándose entre los numerosos tiempos muertos de los que goza Smith en su encierro: es la que muestra el entorno de Colin y su forma de vivir antes de ser encerrado, justificando hasta cierto punto el robo y posterior detención por las fuerzas del orden metidas todas, desde el primer policía, figura paterna, encargado o superior, en el saco del autoritarismo asfixiante en el que va dando tumbos la gris existencia de Colin. Nada sabremos de él excepto lo que le vemos hacer y le oímos decir. Es un personaje casi simbólico pero sin caer en el estereotipo, exento de todo tipo de psicologismos que la película nunca explica, más allá de situarlo en un lugar y una clase social (la obrera o working class inglesa) determinada. Su vida se reduce a vivir bajo el mismo techo que su madre, tres hermanos pequeños y su padre, primero moribundo y pronto, después de su muerte, sustituido por uno de los amantes de su temperamental madre y a soñar con un mundo diferente, uno en el que según sus palabras los trabajadores tengan el poder y se repartan las riquezas que ellos mismos engendran. Aunque esas palabras, a decir por sus acciones, no parecen suficientes para enmarcar la angustia vital que espolea a Colin en sus numerosas carreras a ninguna parte, robos de coche con el único objetivo de darse una vuelta sin sacar nada que no sea un buen rato a cambio o el prenderle fuego a billetes obtenidos gracias al seguro de vida de su difunto padre como única fuente de luz en la oscura habitación de este. Así, la frustración de Colin a este lado de la alambrada da alas y sentido a su soterrada rebeldía entre las cuatro paredes rodeadas de terreno al aire libre del correccional, lugar en el que el aprovechamiento de los más poderosos respecto a las aptitudes de los más desfavorecidos se muestra bajo los ropajes inocentes de una carrera pero de manera mucho más clara que en el duro mundo exterior a esas cuatro paredes.

La carga ideológica y de denuncia social hace comprensible lo que, para los que no fuimos a un internado ni tuvimos porqué hacer el servicio militar y decidimos no hacerlo voluntariamente y con la ley de nuestra parte, resulta una temporada en la sombra mucho más blanda (y lo digo así porque es probable que la otra mitad nos parezca más dura sólo porque en algunos de sus aspectos la conocemos de primera mano) de lo que se podía preveer que tal y como se desarrolla La soledad del corredor de fondo. El encierro de Colin y sus compañeros no resulta, en la memoria cinematográfica del espectador de hoy (o de la mía, para no hablar por los demás), demasiado diferente a las amables penitenciarías en las que transcurrían películas como La leyenda del indomable o, en un perfil más arriesgado, La gran evasión[1] pero el contexto social en el que ha crecido el protagonista del film que nos ocupa y su forma de ponerlo en escena le da un cariz contestatario sobre una realidad mucho más próxima al público actual pese a los 51 años que ya han transcurrido desde el estreno de La soledad del corredor de fondo en 1962[2] que las películas a mayor gloria de Paul Newman o Steve Mcqueen y compañía  comentadas algo más arriba.

Estas dos líneas narrativas, la más amable y la más peleona sobre el guión, se enroscan la una sobre la otra bajo el mismo paraguas formal que da unidad a la película, aunque este, también, se decanta más por la vertiente ideológica que se dedica a reforzar desde la calidad “realista” de sus imágenes. La fotografía en blanco y negro del film de la mano de Walter Lassally, en una aparente neutralidad sin claroscuros o iluminación dramática y que en realidad es pura conciencia e intencionalidad, la aparente naturalidad de las imágenes que se deriva de lo anterior, evitando manierismos o efectismos de los que ya se encarga (y más que bien en la mayoría de ocasiones), el montaje de imagen y sonido, transmite una sensación de inmediatez, del siempre tan sospechoso “realismo” que esquiva toda épica y tics cinematográficos al uso que pudieran provocarla en lo que se ve y se oye. La narrativa mediante planificación resulta aquí, prácticamente inexistente, los planos, más que ilustrar el guión componen una atmósfera que alimenta la ideología que respira bajo La soledad del corredor de fondo. Cámaras al hombro, montaje abrupto que en ocasiones no deja respirar el plano, pasando al siguiente sin que la acción que se veía en él haya terminado o errores de continuidad que parecen fruto del descuido pero que, junto con todo lo anterior, dan una impresión de naturalidad, o de imperfección que si ahora resulta convincente, probablemente en el momento de su estreno, como piedra angular del llamado Free cinema debía parecer casi documental[3], en oposición a formas propias del cine inglés más institucional de por entonces. Esta falsa falta de refuerzo dramático da lugar a una baza quizás involuntaria pero muy interesante, la que lleva al film a mostrar un mundo y unas autoridades más mediocres y incuestionablemente autoritarias que agresivas, sin que ningún elemento destaque sobre otro, sin épica del sufrimiento ninguna que victimice a sus personajes y, por encima de todo, una desazón vital que no se concreta en un estamento o una autoridad en concreto, sino que se desparrama por todas partes como un estilo de vida y una forma de ver el mundo que hace las ansias de libertad mucho más frustrantes por verse imposibles para amarga resignación del protagonista ante un mundo al que sólo puede plantar cara orgullosamente sin llegar nunca a ganar… porque tampoco hay premio que compense el esfuerzo.

Pero nada de lo anterior implica una falta de premeditación que sí opta por caminos más (por entonces) ortodoxos, aunque de forma muy sutil, para influenciar en el ánimo del espectador, además de el uso del montaje, como por ejemplo el uso de planos abiertos que tanto sirven como ilustración del entorno como, dependiendo del contenido de cada plano, de opresión de dicho entorno sobre los que lo habitan y la importancia que tiene en sus vidas. A la mayoría de instantes del film, que tienen lugar en el correccional o en el Nottingham natal del protagonista, en la que el entorno no deja lugar a nada más, los planos se abren hasta hacer de los personajes diminutas manchas cuando se trata de seguirlos en sus liberadoras carreras por el bosque que rodea la prisión para jóvenes o cuando Colin pasea agradablemente junto con su chica Audrey (Topsy Jane) por una playa en la que sólo se ve la arena blanca y luminosa, las olas y sus siluetas que desearían no tener que volver jamás de donde han venido en una huida ininterrumpida de un mundo que no ofrece nada especialmente digno de valor pero que no ceja en exprimirlos de sus ganas de vivir. Y es en la manera de ilustrar ocasionalmente esa vitalidad que surge muy de vez en cuando y a borbotones donde la película demuestra haber envejecido peor, precisamente en el elemento más artificioso de cuantos componen su narración y también el que acoge sus mejores bazas: el montaje.

El uso del montaje en paralelo, haciendo emerger las imágenes que motivarán el definitivo corte de mangas al mundo por parte de Colin, y que se erige como el instante más emocionante de la película coexiste con las ansias de hacer simpáticos a sus personajes cuando ya lo son en su estoicismo y falta de afectación ante las situaciones más dramáticas. Lo que lleva al realizador Tony Richardson a echar mano de imágenes aceleradas y uso de la banda sonora a modo de travieso (y horrendo) subrayado musical reduciendo las gamberradas y delitos de sus personajes a chiquilladas tratadas con un antipático paternalismo. Ya sea por no haber sido asimilado por el cine posterior como un recurso más o menos válido, como si ha ocurrido como con casi todo lo demás que distanciaba La soledad del corredor de fondo del grueso de la cinematografía inglesa “oficial” por decirlo de algún modo y que ha pasado a formar parte de nuestra manera de entender el “cine social” (y que en este caso, traspasa la consabida vertiente de “lucha de clases” que también tiene en cuenta para llevar el conflicto a un nivel social mucho más general), esos llamativos fragmentos son, con mucho, lo peor de la película aunque sólo sea por incomprensiblemente ridículos dentro de un contexto que a los ojos de hoy y por suerte para el resultado final, no resulta excesivo en su retrato de la miseria ni en sus escasos momentos más violentos en cuanto a lo físico[4], a lo que se ve en pantalla. No puede decirse lo mismo de su fondo ideológico, lo que las imágenes representan, tan demagógico en su división en un  “nosotros” (por muy humano que parezca Colin) y un “ellos” (estos sí, puro estereotipo) sobre el papel como ecuánime es su presentación en pantalla además de certero y próximo en cuanto hasta Colin, en su más pírrica y única victoria, excelente ejemplo de épica de la resistencia sin afectaciones de ningún tipo, claudica de su futuro pero también de tener que ganárselo a base de colaboracionismo que no le ofrece nada de lo que no quiera huir tarde o temprano. Al igual que si bien la forma de La soledad del corredor de fondo ha sido codificada y absorbida, encauzada por unos intereses cinematográficos muy distantes en intenciones y resultados a los que los vieron nacer, lo que de por sí no pone en duda sus valores cinematográficos, el retrato de la miseria vital de su protagonista sigue siendo tan insondable como comprensible y sigue haciendo cercana pese a las distancia geográfica y actual a esta película a cada día que pasa un poco más.

Título: The loneliness of the long distance runner. Dirección: Tony Richardson. Guión: Allan Sillitoe sobre un relato corto escrito por él mismo. Producción: Michael Holden. Fotografía: Walter Lassally. Montaje: Antony Gibbs. Música: John Addison. Año: 1962.
Intérpretes: Tom Courtenay (Colin Smith), Alec McCowen (Brown), Michael Redgrave (Director del reformatorio), Avis Bunnage (Señora Smith), Topsy Jane (Audrey).


[1]La leyenda del indomable, dirigida por Stuart Rosenberg en 1967, y La gran evasión,  dirigida por John Sturges en 1963, plantean una prisión y un campo de concentración  durante la Segunda Guerra Mundial respectivamente bajo una muy amable mirada, propia por otro lado del cine de Hollywood de por entonces sin que ello tenga que ver con la calidad de dichas películas, posteriores en el tiempo a La soledad del corredor de fondo. Vistas hoy, La leyenda del indomable es un entretenido vehículo de lucimiento, plagado de momentos míticos, para un Paul Newman que acaba haciéndose algo antipático en su papel de rebelde sin causa querido por todos y La gran evasión aún aguanta como un monumento al cine de entretenimiento: plagada de estrellas entre las que se cuenta Steve Mcqueen, Charles Bronson o Donald Pleasance, con un ritmo endiablado que no decae en sus casi tres horas de duración y que culmina en un final que tiene más de épica de la resistencia que de la victoria esquivando todo triunfalismo militarista en el que muy fácilmente se podría haber caído, este film resiste, cincuenta años más tarde, como ejemplo de lo que debería ser el cine visto, y ahí es nada digan lo que digan algunos, como entretenimiento puro y duro.

[2]Aunque haya que buscar las raíces del descontento social, y sobretodo vital, que ilustra la película en su origen literario de manos del mismo guionista del film, Allan Sillitoe, fallecido hace un par de años y una de las voces de la literatura de protesta social inglesa surgida a mediados del siglo pasado, La soledad del corredor de fondo (publicada en castellano por El Tercer Nombre en el año 2007), se escribió en su forma de relato breve en el año 1958. En ese año, Inglaterra se hallaba bajo el mandato del primer ministro conservador Harold McMillan (elegido en 1957 y en el cargo hasta dimitir en 1963) en pleno apogeo económico gracias al espaldarazo del Plan Marshall, con su consiguiente reconstrucción del tejido industrial y las comunicaciones en un lado de la balanza y en el saldo negativo del periodo un recrudecimiento del conservadurismo, de un nacionalismo que no admitía cuestionamiento (y no lo pongo en el lado negativo por el nacionalismo sino porque cualquier cosa que no admita ser cuestionada siempre será un problema) y un renacimiento de viejos ideales imperiales. En un entorno como ese, en el que la satisfacción personal y el beneficio económico era el único que los más poderosos consideraban como único beneficio digno de tal nombre por encima de cualquier otro aspecto humano, cundió entre los jóvenes el ideal de un mundo mejor… que se ha ido empantanando progresivamente hasta tocar su fondo, años más tarde, en la larga era Thatcher.

[3]De hecho, el carácter cuasi documental de las ficciones que componían este movimiento cinematográfico eran uno de sus pilares formales, al igual que las bandas sonoras compuestas en su mayoría, como ocurre muy  significativamente en las escenas más relajadas y optimistas de la película que nos ocupa, por temas de jazz. El llamado Free cinema, nació en la Gran Bretaña en la década de los 50 y se desarrollo y consolidó en la posterior. Fue una reacción en contra de los corsés formales y argumentales del cine de Hollywood imperante y el cine patrio más encasillado y ajeno a lo que ocurría en las calles de las ciudades inglesas de entonces. De forma muy similar al neorrealismo italiano, los reducidos equipos y miserables presupuestos que llevaron a buen puerto el Free Cinema sacaban fuerzas de su gran ideal: retratar aquellas personas anónimas para el mundo del cine que sin embargo llenaban las salas para ver películas que poco o nada tenían que ver con ellos. Fue en 1956 cuando tres títulos: Together, O Dreamland y Momma don’t allow, se presentaron en el Instituto Británico de Cine con el apoyo moral extraído del manifiesto (escrito por Lindsay Anderson bajo el nombre de Salga y empuje) de los Angry young man,  grupo de jóvenes procedentes del mundo del teatro (con la obra Look back in anger escrita por John Osborne en 1956 y uno de los precursores artísticos más definitivos del Free cinema) y la literatura que fundarían la productora Woodfall Film, permitiendo al recién estrenado movimiento la libertad de no tener que trabajar bajo el amparo y coacción de los grandes estudios cinematográficos ingleses del momento. Sus púlpitos fueron las páginas de las revistas Sight and sound y Sequence como críticos cinematográficos y de manera muy similar a sus casi coetáneos de la Nouvelle vague en la revista Cahiers du cinema en Francia, atacaban el cine de qualité propio de la época y de la falta de posicionamiento crítico de mucho profesionales del oficio del análisis cinematográfico que representaban hasta ese momento las propias revistas desde las que se lanzaban estos ataques, antes y durante la época en que empezaron a dedicarse al cine profesionalmente. Inconformismo, crítica a la sociedad burguesa, alienación del ser humano en una sociedad progresivamente deshumanizada y mecanizada conforman el ideario social que el movimiento pretendía y conseguía plasmar con todo el realismo posible. Títulos como Un lugar en la cumbre por el director Jack Clayton (firmante de la excelente y en su superficie alejada de los lugares comunes del Free Cinema ¡Suspense! según la novela de Henry James Otra vuelta de tuerca), la interesante Sábado noche, domingo mañana dirigida por Karel Reisz y con Albert Finney como tremebundo protagonista, If… de Lindsay Anderson o La soledad del corredor de fondo que nos ocupa certifican el buen trabajo hecho respecto a todo lo anterior. Con el tiempo y como era de preveer, los miembros del movimiento se dispersaron en varias direcciones; desde emigrar, paradójicamente, a Hollywood hasta, como en el caso del realizador de La soledad del corredor de fondo, el mundo del teatro.

[4]Estamos lejos de otra de las más célebres películas del movimento. If… de Lindsay Anderson, protagonizada por un Malcolm McDowell que parece estar ensayando el papel de Alex Delarge en la mítica adaptación del libro de Anthony Burgess por Stanley Kubrick La naranja mecánica, estrenada tres años más tarde que If… La película narraba las desventuras de un joven rebelde (McDowell) que va a parar a un internado de estrictas normas que responde a la ruptura de estas con castigos físicos. Su uso del color, de la violencia desde el lado de las víctimas y los verdugos y lo onírico de algunos instantes sitúan a If… en las antípodas de La soledad del corredor de fondo, siendo tan virulenta en su forma como en su fondo y cuyo justamente polémico final hizo correr ríos de tinta y también que el film fuese censurado en varios países. Más turbador, agresivo y difícil de tragar para el espectador de hoy y por eso más acorde a los intereses del Free Cinema y también más interesante que La soledad del corredor de fondo, supone el demoledor retrato de al menos una parte del sistema supuestamente educativo de la Inglaterra de entonces poniendo en solfa un tipo de escuela en el que se forjaron las juventudes de algunas de las autoridades más reconocidas del país, siendo el ex primer ministro Tony Blair una de las más célebres.

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