Se ha dicho
infinidad de veces que Nueva York es la ciudad que nunca duerme. Y a decir del
realizador Martin Scorsese es una urbe devorada por el insomnio fruto de la
paranoia, el remordimiento, el egoísmo y el miedo, siempre a punto de estallar.
Los mismos síntomas que personificaban cargándolos sobre sus hombros algunos de
los protagonistas de Malas calles, el
legendario Travis Bickle encarnado por Robert De Niro en Taxi driver, o Frank Pierce, el paramédico insomne que se refugiaba
de sus agonizantes demonios tras las gruesas ojeras de Nicolas Cage en esa
olvidada joya llamada Al límite[1].
El protagonista de ¡Jo, qué noche![2]
Paul Hackett (un estupendo Griffin Dunne) es un pariente lejano de estos atormentados noctámbulos, un habitante
de la zona solar de la Gran Manzana en la que trabaja como procesador de textos
para una gran compañía editorial. A una instrucción suya y con la ligera
presión de un dedo sobre el teclado, los resultados en forma de datos y hojas
impresas tienen lugar sin dejar espacio a la sorpresa. Su vida es pura y
agradable lasitud mecida por los armoniosos compases ideados por Mozart y Bach
que no logran ocultar un poso de resignada y amarga soledad. Su apartamento es
pura funcionalidad al igual que lo parece el resto de su apacible vida, y sólo
le vemos pisar la calle una sola vez bajo la luz del sol al abandonar el
trabajo mientras unas señoriales verjas doradas se cierran detrás suyo,
devolviéndolo a un mundo en el que no parece tener mucho que hacer, pero que le
ofrecerá una oportunidad envenenada.
Una noche, y
haciendo gala de sus dotes cosmopolitas y de agradable yuppie cultivado, entabla una conversación con una joven, Marcy
(Patricia Arquette), que algo más tarde y ya mediante una conversación
telefónica, le ofrecerá lo que promete ser una cita con un más que posible
final feliz en el bohemio barrio neoyorquino del Soho. Un espídico viaje en
taxi, que ya introduce desde la banda sonora acordes más caóticos, imperfectos
y terrenales como acompañamiento musical nocturno, lo lleva a un destino sin
retorno resguardado por un improvisado portero: una convulsionada escultura
hecha de papel maché con claras, y autoconscientes ya desde el diálogo,
reminiscencias de la mítica pintura de Edvard Munch El grito. Poco a poco, la referencia será vista como un obvio punto
de no retorno de lo que está por venir: el grito mudo del humanoide del cuadro
de Munch, enloquecido por la angustia y el sinsentido del mundo será muy pronto
aplicable al via crucis de Paul en un barrio del que no puede salir ni tampoco
quedarse quieto y en el que los problemas se multiplican y retroalimentan los
unos a los otros. ¡Jo, qué noche!
parece tomar prestada como máxima la de Sartre que reza que “el infierno son los otros”, pero la
ofrece al espectador bajo las elegantes maneras de la comedia sofisticada que
asegura que el infierno de los otros, desde este lado de la pantalla, puede llegar
ser tan angustioso como, a prori, divertido.
La calma
chicha inicial, aquella que nos mostraba a Paul entre cuatro sólidas paredes,
empieza a temblar: la autora de la crispada escultura mencionada (interpretada
con su habitual gelidez por Linda Fiorentino) se presenta medio desnuda en su
desértico y oscuro estudio pero no parece sentirse en absoluto interesada por
Paul ni tampoco en seducirlo; su inesperada cita se revela como una joven con
graves problemas emocionales que tanto podrían ser mentira como una terrible
verdad de la que habla con una inquietante indiferencia que tampoco parece
responder ante los evidentes intentos de seducción de Paul… como ninguna de las
otras mujeres con las que se irá cruzando durante una noche que hará de la
sexual una de sus muchas frustraciones que se irán sumando una tras otra,
pisoteando continuamente el buen ánimo del protagonista sometido a toda clase
de barbaridades. El sentido del humor del que hacen gala tanto Scorsese como el
guionista Million funciona en ocasiones como una válvula de escape a unas
situaciones enrarecidas y otras, sencillamente resulta más preocupante que
divertido. Lo que no implica que no pueda ser, en la mayoría de las veces y a
pesar de que el poso de ansiedad es lo que más queda en la memoria, ambas cosas
a la vez.
Según su
aparente estructura de comedia de enredos, podría parecer que la película se
organiza como un monumento a mayor gloria de su actor protagonista (más aún
teniendo en cuenta que es uno de los productores del film), pero esa afirmación
sería tan sesgada como reducir ¡Jo, qué
noche! a la categoría de comedia sin más. El contar con un único
protagonista absoluto, presente en prácticamente todos los planos y en
absolutamente todas las escenas desde la primera hasta la última no sólo
convierten ¡Jo, qué noche! en un, por
una vez, afortunado one-man show para
el actor Griffin Dunne, sino también y en consonancia con la referencia a El grito y al movimiento pictórico al
que pertenece, en una película que hace del expresionismo no sólo su opción
estética que define a los personajes por su entorno y pequeños detalles
ambientales que emponzoñan la estabilidad y sensatez que aparentan a primera
vista, sino también el pilar de su efectividad. Siendo Paul un personaje
errante en perpetuo movimiento, al que le es imposible estar en todo lugar en
todo momento, parte de la angustia que se desprende de ¡Jo, qué noche! viene de la desconexión que siente Paul (y por
tanto, el espectador) respecto a los que lo rodean. Conversaciones a medias,
gente que se sienta a su mesa en los pequeños bares en los que Paul busca
refugio mientras intenta aclarar sus ideas en el cuarto de baño, locales que cierran
mientras intenta cumplir una pequeña promesa que le permitirá conseguir el
dinero necesario para poder comprar un billete de tren que le lleve lejos de
allí… Un mundo desencajado e inconexo en el que nada responde como debería ni
nada es estable o seguro. Y mucho menos al entrar en contacto con algunas de
las neuras propias de los habitantes de una ciudad de Norteamérica en un barrio
extrañamente desértico, poblado por hombres y mujeres al borde de la
desesperación y de reacciones tan imprevisibles como desproporcionadamente violentas
para defender lo que consideran justo o suyo. A la Nueva York más luminosa
conocida por cosmopolita, tolerante, culta y segura de sí misma se antepone su
Némesis oscura, una ciudad sórdida y con ribetes conspiranoicos de una
ciudadanía compuesta por matones, ladrones (interpretados por ¡Cheech y Chong[3]!),
artistas insensibles y fascistoide hasta la patrulla vecinal más sedienta de
sangre.
Como se ve, la
comedia de equívocos que no deja de ser ¡Jo,
qué noche! toma sus oscuras fuerzas del mismo pozo de aguas turbias del que
lo hacían las mencionadas Taxi driver
o Malas calles, pero la distribuye y
asume de una manera algo diferente dando como resultado una dinámica película
menos ambigua, sobretodo en lo que a ideología se refiere, y más ligera en
algunos aspectos, igualmente lúcida en su retrato de la psicosis urbana tan
afín al mejor cine del realizador, y tanto o más atmosférica que las
anteriores. La distancia que da el ritmo pausado gracias a un excelente montaje
de Thelma Schoonmaker, que sabe ser contemplativa pero también hacer saltar por
los aires los precarios remansos de paz de un solo corte de imagen, una
maniática melodía compuesta por Howard Shore dentro de una excelente banda
sonora, la irreal iluminación de las calles e interiores muchas veces sólo bajo
la luz de los neones y sobretodo una manierista pero nunca gratuita planificación
que, a veces por su composición interna de plano, de una simetría antinatural y
bastante inquietante, en otras encuadrando a personajes de espaldas al
protagonista o sencillamente observándole, complementan lo que ya se masca
desde el guión: la sensación de que Paul está a merced de un mundo que no
comprende, que le supera en fuerza y número de habitantes dispuestos a darle
caza y que parece sacar lo más hostil de sí mismo al poco de haber entrado el
protagonista en contacto con sus moradores. La estrategia de Scorsese y el
guionista Joseph Minion es tan sencilla como aplastantes son sus efectos: se
sustrae todo lo que no es presenciado directamente por el personaje de Dunne y
se deja que este, con el espectador pegado a sus talones, lidie con lo que
queda. Así, el uso de la elipsis se revela crucial para distanciar ¡Jo, que noche! de una comedia de
enredos poblada de personajes más o menos estrafalarios y acercarla a la
pesadilla que acaba pareciendo, en la que todo resulta inconexo aunque
familiar, y de ahí y a pocos pasos, siniestro. Los huecos resultantes, lo que
no hemos podido ver y que por tanto es movedizo terreno de duda se rellenan y
enredan en una maraña indivisible con los propios fantasmas del protagonista, ensamblados
a la perfección con una realidad que a partir de ahí se sustenta en Paul y su
cada vez más angustiada psique acosada por la paranoia y el miedo. Si Kafka
hubiese vivido en la ciudad de Nueva York a mediados de los ochenta, habría
llegado a conclusiones y retratos de ambientes muy similares, y si Edward
Hooper se hubiese dedicado a dirigir películas o al menos a fotografiarlas en
el 1985 en que tuvo lugar el rodaje de este film de Scorsese, la particular
atmósfera nocturna de ¡Jo, qué noche!,
plagada de seres solitarios y aislados en sus alocados pensamientos, habría
podido ser un buen ejemplo de una colaboración entre ambos como fresco de un
mundo que poco a poco pero inevitablemente va perdiendo el norte, hundiéndose
por el peso de una cada vez mayor irracionalidad, espesando la atmósfera por
minutos con elementos tan sencillos como una canción encallada en una estrofa sin
que nadie excepto el protagonista parezca apercibirse de que el disco está
rallado, descolocando sobremanera al espectador sin llegar nunca a quebrarse.
Esta creciente
impresión de fatalismo aumentada por la diabólica precisión del mecanismo de
relojería que sostiene el guión de ¡Jo,
qué noche![4],
de alucinada duda de no saber si lo que se está viendo es parte de la realidad
o pura fantasía del aprensivo protagonista, se pone en el mapa desde el
instante en que Paul otea desde la ventana de su cita frustrada a una pareja
haciendo el amor mientras las posibilidades de acabar haciendo lo mismo con
Marcy empiezan a diluirse. Es la semilla de la locura que poco a poco va
extendiendo sus redes desde dentro hacia fuera relacionando el estado de ánimo
de Paul con un barrio progresivamente desquiciado y fuera de control hasta
convertirlo en un gafe, un personaje maldito que vuelve en su contra a todos
aquellos con los que se relaciona sin quererlo ni beberlo. No es de extrañar
entonces que cuando la caza da comienzo, Paul ve, de nuevo a través de una ventana,
a un hombre siendo tiroteado hasta la muerte por una despreocupada mujer en una
escena que encuentra su punto final en un pensamiento en voz alta del
protagonista cuando dice “También me
echarán la culpa de eso”. Todo resulta tan posible como improbable en la
porosa y crispada mente del protagonista incapaz de diferenciar lo que le atañe
y lo que no.
Acorde con lo
anterior, el personaje de Dunne es visto
por Scorsese mediante sinuosos movimientos de cámara que lo rodean y lo sitúan
en el centro de la imagen y separado de los demás, como una isla que se
contempla a sí misma desde fuera como un mundo en amenaza permanente. No es
sólo la confirmación de Paul como consabido protagonista, sino también la
fijación del personaje de Dunne y el espectador como centro neurálgico del
film, a punto de naufragar. Situándolo en el centro y no perdiéndolo nunca de
vista, Scorsese logra salvaguardar la cordura del personaje como agrietado rompeolas contra un mundo embravecido, cada
vez más cerca de la absoluta locura de los que lo rodean y persiguen con la
peor de las intenciones, concentrándonos en él antes de que sea barrido del
centro del film y lo perdamos de vista. Sólo el subjetivismo desesperado de
Paul compartido con el espectador lo separa, bien entrada la película, de ser probablemente
un perturbado más que no se ha dado cuenta que lo es, relegado a los contornos
de la película y difuminándose entre los demás locos que la habitan, contagiado
del terror, una leve fobia hacia las mujeres impensable en alguien tan
aparentemente liberal, desconfiado hasta la paranoia, necesitado de hablar con
alguien, de un lugar en el que poder descansar y con inesperadas explosiones de
agresividad tan comprensibles como, al rato, equivalentes a las que unos
minutos antes exhibían algunos de los habitantes permanentes del Soho.
Este arco que
sufre el que ve la locura ajena hasta empezar a sentir como crece la propia por
sobreexposición se concreta en la película cuando Paul es, en un hilarante
momento, escondido dentro de una figura de escayola que evoca a la que abría la
toma de contacto con los bohemios habitantes del Soho. Pero, en esta ocasión,
las cuencas vacías de la primera figura hueca se hallan ahora llenas por la
desesperada mirada de un Paul (y un público) definitivamente atrapado en un
mundo desnortado por completo y del que él sólo es una víctima más, incapaz de
entenderlo y precisamente por eso a punto de entrar a formar parte de sus filas.
El humor negro deviene casi absurdo, y finalmente absurdo a secas, dejando a cada
uno la opción de sonreír ante una situación imposible o, como Paul, echarse las
manos a la cabeza intentando sacar algo en claro sin conseguirlo. La finísima
línea que tantas veces separa lo que entendemos razón por lo que se entiende
por locura es en este caso de una delgadez tan transparente que resulta
turbadora sin tener que mostrarse agresiva para sernos muy próxima, a un par de
pasos en falso de distancia que muy fácilmente podría dar cualquiera en las
circunstancias más desesperadas.
En este sentido,
el personaje de Hackett dista, pese a las similitudes, del taxista Travis
Bickle interpretado para la posteridad por Robert De Niro que se replegaba,
también como Hackett, en sí mismo intentando establecer una conexión con
alguien que el mundo exterior le había negado una y otra vez. Pero si este
último pretendía reestablecer un orden moral inexistente pero necesario para su
rota y torturada mente de excombatiente de Vietnam mediante una matanza de
tintes redentores que le diese un sentido último a todo el caos en el que se ve
sumido, Hackett se rinde ante un caos de tintes apocalípticos similares sin
nunca llegar a sacar una lección, ni siquiera tan atroz como la que parece
extraer erróneamente Bickle de sus paseos nocturnos perdiéndose entre la humanidad
que condenaba desde detrás del volante. Para Paul no existe una estructura
oculta dispuesta a ser revelada a modo de clarividencia espiritual, como si lo
creían el propio Travis, el Harvey Keitel de Malas calles, o el desesperado paramédico de Al límite. Tampoco hay catarsis y sí un extraño y muy coherente
final anticlimático[5]
en el que no se da una explicación ni se adquiere la capacidad de aprehender lo
que sólo la luz del día parece aplacar como una camisa de fuerza que se desata
con la caída del sol. Si hay lección vital que tomar de todo lo visto, no se
nos muestra, y si hay algún sentido a toda la locura que hemos presenciado,
este se ignora asumiéndose sin comprenderse desde la tranquilidad de un lugar
seguro y luminoso. Al informe caos nocturno que amenaza con exterminarlo o
relegarlo a una balbuceante y asustada locura, Scorsese contrapone el único
lugar en el que el orden norteamericano parece posible cerrando el círculo de
nuevo bajo techo: la oficina en la que todo da comienzo y a la que Paul vuelve
impertérrito y tras cruzar unas puertas de ecos celestiales que auguran un
puesto de trabajo visto ahora como una perfecta punta de un iceberg hecho de
absurdo; tan equilibrado, perfecto e irreal como sacrosanto. Sólo entonces la
cámara de Scorsese se separa de Paul, abandonándolo a salvo frente a su
obediente teclado que jamás hará nada que no se pueda controlar… hasta que el sol caiga y la ciudad se levante.
Título: After hours. Dirección: Martin Scorsese. Guión:
Joseph Minion. Producción: Amy Robinson,
Griffin Dunne y Robert F. Colesberry. Fotografía:
Michael Ballhaus. Montaje: Thelma
Schoonmaker. Música: Howard Shore. Año: 1985.
Intérpretes: Griffin Dunne (Paul Hackett), Rosanna
Arquette (Marcy), Linda Fiorentino (Kiki), John Heard (Tom Schorr), Catherine
O’Hara (Gail), Verna Bloom (June), Tommy Chong (Pepe), Cheech Marin (Neil).
[1]Malas calles fue estrenada en 1973 y supuso la primera colaboración entre
Scorsese y uno de sus actores más recurrentes de su carrera: Robert De Niro. Protagonizada
por un joven Harvey Keitel en el papel de un aspirante a mafioso en el barrio
de Little Italy del que el realizador es originario, esta excelente película
fue el primero de los films de Scorsese de los que el director se sintió
orgulloso y completamente suyo. Antes había dirigido Who’s knocking at my door? y Boxcar
Bertha, esta última bajo el padrinazgo de Roger Corman, además de algunos
cortometrajes. Malas calles narra los
vaivenes del personaje de Keitel intentando compaginar el amor que siente por
su novia y las obligaciones con su inestable cuñado (un enloquecido y caótico
Robert De Niro) con sus deberes como promesa de la mafia local y supuso la
carta de presentación de Scorsese y sus obsesiones más recurrentes en sociedad.
Redención, culpa y castigo en su vertiente católica son algunos de los temas de
la mítica Taxi driver, con un
excelente Robert De Niro ya como protagonista bajo la piel de Travis Bickle en
1978, después de que Scorsese dirigiese Alicia
ya no vive aquí y con guión del guionista, realizador y corredor de fondo
del Nuevo Cine norteamericano Paul Schrader basándose en algunas experiencias
propias. Taxi driver supone un título
capital dentro de la filmografía del realizador y un clásico del cine
norteamericano moderno. Su retrato de la locura urbana y la paranoia tuvieron
su posterior reflejo en Al límite,
película que llegaría en 1999 y que revisitaría, de nuevo desde un guión de
Schrader (que también escribiría el libreto de otro clásico de Scorsese: Toro salvaje) una Nueva York oscura y
sumida en la corrupción vital y moral bajo la óptica de un personaje con
algunos puntos en común con Travis Bickle, aunque muy distanciado de su
alienada rabia contra el mundo que lo rodea. Supuso la ruptura de Scorsese con
un Paul Schrader que no quedó satisfecho con una plasmación en imágenes de su
libreto quizás demasiado abrumadora y menos minimalista e introspectiva de lo
que suele ser del gusto del guionista y también realizador de buenas películas
como Hardcore o maravillas como la
curiosamente operística Mishima. Para
el que escribe Al límite supone un
muy reivindicable film y la última gran película del más vigoroso Scorsese.
Después, y de la mano de Leonardo Di Caprio, Scorsese revisaría los bajos
fondos de una perspectiva histórica en la algo fallida Gangs of New York y la mucho más entonada Infiltrados. Aunque la película del realizador que más tiene en
común con ¡Jo, qué noche! de los
últimos años es Shutter island, con
la que el film protagonizado por Griffin Dunne tiene mucho en común.
[2]Otra muestra más de la creatividad de los traductores españoles
que quizás prefirieron no marear la perdiz en plenos fiesteros ochenta dejando
el título de After hours original tal
y como estaba…
[3]Dúo cómico formado por Richard Cheech Marín y Tom Chong que se
foguearon a base de espectáculos en vivo primero, para pasar luego a la
grabación de algunos discos humorísticos y saltar a la fama con películas como Cómo humo se va o Seguimos fumando. De un tiempo a esta parte, Cheech Marín ha
aparecido en pequeños papeles en algunas películas dirigidas por Robert
Rodriguez y desde el año 2000 ambos han retomado su actividad en los
escenarios. Su sentido del humor se basa en situaciones relacionadas por lo
general con el consumo de cannabis, como conseguir dinero para poder hacerse
con la marihuana y como escapar (o no) de la policía o de cualquiera que pueda
sentirse afectado durante el colocón. Siendo películas bastante divertidas, es
altamente recomendable el consumo de cannabis durante su visionado.
[4]Escrito por un joven guionista llamado Joseph Minion como proyecto
universitario, de ecos kafkianos y con un fuerte aroma a El quimérico inquilino, estupenda novela escrita por Roland Topor y
fielmente adaptada por Roman Polanski en un film de idéntico título y con
algunos puntos en común con ¡Jo, qué
noche!. El guión de Minion basó su comienzo en un monólogo de diez minutos
ideado y narrado por un tal Joe Frank titulado Lies y tras ser comprado por Griffin Dunne y Amy Robinson llamó la
atención de un entonces primerizo Tim Burton con sólo su mejor trabajo hasta la
fecha (y eso es decir pero que mucho a su favor): Vincent, y un gran mediometraje titulado Frankenweenie. No cuesta mucho ver en la figura de Paul Hackett uno
de los incomprendidos tan queridos por el padre de Eduardo manostijeras que comparte con el protagonista de ¡Jo, qué noche! una persecución de
tintes “frankenstenianos” en su versión cinematográfica por parte de sus
convecinos, y sobre la paranoia que invade al personaje ¿qué puede esperarse de
un hombre que asegura que sabe perfectamente lo que siente el personaje
interpretado por Roman Polanski en la mencionada El quimérico inquilino? En un gesto que le honra, Burton declinó la
oferta de dirigir la película al saber que Scorsese estaba interesado en ello,
arguyendo que no quería entrometerse en el camino de alguien de la talla del
realizador de Taxi driver, herido en
su amor propio por la frialdad con que fue acogida esa muy reivindicable e
inquietante película que es El rey de la
comedia (y no se dejen engañar por su título, es mucho más escalofriante
que divertida) y sus fallidos intentos de levantar la adaptación de la novela
de Nikos Kazantzakis La última tentación
de Cristo, que no cristalizarían hasta cinco años más tarde. ¡Jo, qué noche! supuso el espaldarazo
necesario, lo suficientemente accesible para el gran público como para que
Scorsese recuperara la dubitativa confianza económica de los estudios en los
miembros del Nuevo Hollywood sin abandonar algunos de sus más reconocibles
rasgos, dando como saldo una de esas raras películas que sin dejar de prometer
una cosa que acaba ofreciendo, inesperadamente consigue que todo le explote en
los morros al espectador más desprevenido.
[5]El de ¡Jo, qué noche! es
uno de esos casos en los que el final se decidió durante el rodaje.
Inicialmente la película tocaba a su fin con la espantada mirada de Paul desde
el interior de la escultura de escayola en la que se había escondido de la
turba que quería matarlo, siendo llevado a quién sabe dónde por los dos ladrones
que hacen su agosto en el barrio, pero el equipo de la película, Scorsese
incluido, pensaron que no sería lo suficientemente satisfactorio. Gente como
Spielberg, Coppola o Brian De Palma dijeron la suya en algunas visitas al set
de rodaje aportando posibilidades como la huida final de Paul de la ciudad en
un globo aerostático. Sin saber a quién se le ocurrió esa idea, la que sigue
aguantando como la más bizarra de todas ellas es una también de autoría
desconocida para el que escribe que terminaba la película con Paul refugiándose
de los fanáticos que le pisan los talones en… el útero de la mujer que se
ofrece a ayudarle al final del film. Una vez en su interior, y no me pregunten
como, la mujer sale del local como si tal cosa y pasea hasta la sexta avenida,
donde da a la luz a un Paul que “renace” literalmente fuera del Soho. El final
definitivo tal y como lo conocemos fue idea de un director ahora menos conocido
que los anteriores pero igualmente mítico y tanto o más talentoso: Michael
Powell, realizador inglés que firmó, entre otras, la mítica El fotógrafo del pánico o esa
preciosidad llamada Las zapatillas rojas,
muy admirado por Scorsese que, en una visita al rodaje en calidad de marido de
la montadora Thelma Schoonmaker, aseguró que el final debía consistir en Paul
volviendo al trabajo como si tal cosa. Dicho y hecho.
Sir Mofro!
ResponderEliminarEm trec el barret per el post d'After Hours – per cert, llarga vida als traductors patrios de noms de pelis, haha! – i llarga vida al blog. Ah, coincideixo amb tu plenament: la banda sonora de la peli és simplement sublim.
http://www.youtube.com/watch?v=9xm3qnh1sck
Brutal!
Keep on rockin', mofro.
Edu
http://www.youtube.com/watch?v=0jP6IS_5_pg
ResponderEliminarI un altre!
Quin gust més exquisit que té en Martin, valga'm Déu!