jueves, 16 de mayo de 2013

¡JO, QUÉ NOCHE!



Se ha dicho infinidad de veces que Nueva York es la ciudad que nunca duerme. Y a decir del realizador Martin Scorsese es una urbe devorada por el insomnio fruto de la paranoia, el remordimiento, el egoísmo y el miedo, siempre a punto de estallar. Los mismos síntomas que personificaban cargándolos sobre sus hombros algunos de los protagonistas de Malas calles, el legendario Travis Bickle encarnado por Robert De Niro en Taxi driver, o Frank Pierce, el paramédico insomne que se refugiaba de sus agonizantes demonios tras las gruesas ojeras de Nicolas Cage en esa olvidada joya llamada Al límite[1]. El protagonista de ¡Jo, qué noche![2] Paul Hackett (un estupendo Griffin Dunne) es un pariente lejano  de estos atormentados noctámbulos, un habitante de la zona solar de la Gran Manzana en la que trabaja como procesador de textos para una gran compañía editorial. A una instrucción suya y con la ligera presión de un dedo sobre el teclado, los resultados en forma de datos y hojas impresas tienen lugar sin dejar espacio a la sorpresa. Su vida es pura y agradable lasitud mecida por los armoniosos compases ideados por Mozart y Bach que no logran ocultar un poso de resignada y amarga soledad. Su apartamento es pura funcionalidad al igual que lo parece el resto de su apacible vida, y sólo le vemos pisar la calle una sola vez bajo la luz del sol al abandonar el trabajo mientras unas señoriales verjas doradas se cierran detrás suyo, devolviéndolo a un mundo en el que no parece tener mucho que hacer, pero que le ofrecerá una oportunidad envenenada.
Una noche, y haciendo gala de sus dotes cosmopolitas y de agradable yuppie cultivado, entabla una conversación con una joven, Marcy (Patricia Arquette), que algo más tarde y ya mediante una conversación telefónica, le ofrecerá lo que promete ser una cita con un más que posible final feliz en el bohemio barrio neoyorquino del Soho. Un espídico viaje en taxi, que ya introduce desde la banda sonora acordes más caóticos, imperfectos y terrenales como acompañamiento musical nocturno, lo lleva a un destino sin retorno resguardado por un improvisado portero: una convulsionada escultura hecha de papel maché con claras, y autoconscientes ya desde el diálogo, reminiscencias de la mítica pintura de Edvard Munch El grito. Poco a poco, la referencia será vista como un obvio punto de no retorno de lo que está por venir: el grito mudo del humanoide del cuadro de Munch, enloquecido por la angustia y el sinsentido del mundo será muy pronto aplicable al via crucis de Paul en un barrio del que no puede salir ni tampoco quedarse quieto y en el que los problemas se multiplican y retroalimentan los unos a los otros. ¡Jo, qué noche! parece tomar prestada como máxima la de Sartre que reza que “el infierno son los otros”, pero la ofrece al espectador bajo las elegantes maneras de la comedia sofisticada que asegura que el infierno de los otros, desde este lado de la pantalla, puede llegar ser tan angustioso como, a prori, divertido.
La calma chicha inicial, aquella que nos mostraba a Paul entre cuatro sólidas paredes, empieza a temblar: la autora de la crispada escultura mencionada (interpretada con su habitual gelidez por Linda Fiorentino) se presenta medio desnuda en su desértico y oscuro estudio pero no parece sentirse en absoluto interesada por Paul ni tampoco en seducirlo; su inesperada cita se revela como una joven con graves problemas emocionales que tanto podrían ser mentira como una terrible verdad de la que habla con una inquietante indiferencia que tampoco parece responder ante los evidentes intentos de seducción de Paul… como ninguna de las otras mujeres con las que se irá cruzando durante una noche que hará de la sexual una de sus muchas frustraciones que se irán sumando una tras otra, pisoteando continuamente el buen ánimo del protagonista sometido a toda clase de barbaridades. El sentido del humor del que hacen gala tanto Scorsese como el guionista Million funciona en ocasiones como una válvula de escape a unas situaciones enrarecidas y otras, sencillamente resulta más preocupante que divertido. Lo que no implica que no pueda ser, en la mayoría de las veces y a pesar de que el poso de ansiedad es lo que más queda en la memoria, ambas cosas a la vez.

Según su aparente estructura de comedia de enredos, podría parecer que la película se organiza como un monumento a mayor gloria de su actor protagonista (más aún teniendo en cuenta que es uno de los productores del film), pero esa afirmación sería tan sesgada como reducir ¡Jo, qué noche! a la categoría de comedia sin más. El contar con un único protagonista absoluto, presente en prácticamente todos los planos y en absolutamente todas las escenas desde la primera hasta la última no sólo convierten ¡Jo, qué noche! en un, por una vez, afortunado one-man show para el actor Griffin Dunne, sino también y en consonancia con la referencia a El grito y al movimiento pictórico al que pertenece, en una película que hace del expresionismo no sólo su opción estética que define a los personajes por su entorno y pequeños detalles ambientales que emponzoñan la estabilidad y sensatez que aparentan a primera vista, sino también el pilar de su efectividad. Siendo Paul un personaje errante en perpetuo movimiento, al que le es imposible estar en todo lugar en todo momento, parte de la angustia que se desprende de ¡Jo, qué noche! viene de la desconexión que siente Paul (y por tanto, el espectador) respecto a los que lo rodean. Conversaciones a medias, gente que se sienta a su mesa en los pequeños bares en los que Paul busca refugio mientras intenta aclarar sus ideas en el cuarto de baño, locales que cierran mientras intenta cumplir una pequeña promesa que le permitirá conseguir el dinero necesario para poder comprar un billete de tren que le lleve lejos de allí… Un mundo desencajado e inconexo en el que nada responde como debería ni nada es estable o seguro. Y mucho menos al entrar en contacto con algunas de las neuras propias de los habitantes de una ciudad de Norteamérica en un barrio extrañamente desértico, poblado por hombres y mujeres al borde de la desesperación y de reacciones tan imprevisibles como desproporcionadamente violentas para defender lo que consideran justo o suyo. A la Nueva York más luminosa conocida por cosmopolita, tolerante, culta y segura de sí misma se antepone su Némesis oscura, una ciudad sórdida y con ribetes conspiranoicos de una ciudadanía compuesta por matones, ladrones (interpretados por ¡Cheech y Chong[3]!), artistas insensibles y fascistoide hasta la patrulla vecinal más sedienta de sangre.

Como se ve, la comedia de equívocos que no deja de ser ¡Jo, qué noche! toma sus oscuras fuerzas del mismo pozo de aguas turbias del que lo hacían las mencionadas Taxi driver o Malas calles, pero la distribuye y asume de una manera algo diferente dando como resultado una dinámica película menos ambigua, sobretodo en lo que a ideología se refiere, y más ligera en algunos aspectos, igualmente lúcida en su retrato de la psicosis urbana tan afín al mejor cine del realizador, y tanto o más atmosférica que las anteriores. La distancia que da el ritmo pausado gracias a un excelente montaje de Thelma Schoonmaker, que sabe ser contemplativa pero también hacer saltar por los aires los precarios remansos de paz de un solo corte de imagen, una maniática melodía compuesta por Howard Shore dentro de una excelente banda sonora, la irreal iluminación de las calles e interiores muchas veces sólo bajo la luz de los neones y sobretodo una manierista pero nunca gratuita planificación que, a veces por su composición interna de plano, de una simetría antinatural y bastante inquietante, en otras encuadrando a personajes de espaldas al protagonista o sencillamente observándole, complementan lo que ya se masca desde el guión: la sensación de que Paul está a merced de un mundo que no comprende, que le supera en fuerza y número de habitantes dispuestos a darle caza y que parece sacar lo más hostil de sí mismo al poco de haber entrado el protagonista en contacto con sus moradores. La estrategia de Scorsese y el guionista Joseph Minion es tan sencilla como aplastantes son sus efectos: se sustrae todo lo que no es presenciado directamente por el personaje de Dunne y se deja que este, con el espectador pegado a sus talones, lidie con lo que queda. Así, el uso de la elipsis se revela crucial para distanciar ¡Jo, que noche! de una comedia de enredos poblada de personajes más o menos estrafalarios y acercarla a la pesadilla que acaba pareciendo, en la que todo resulta inconexo aunque familiar, y de ahí y a pocos pasos, siniestro. Los huecos resultantes, lo que no hemos podido ver y que por tanto es movedizo terreno de duda se rellenan y enredan en una maraña indivisible con los propios fantasmas del protagonista, ensamblados a la perfección con una realidad que a partir de ahí se sustenta en Paul y su cada vez más angustiada psique acosada por la paranoia y el miedo. Si Kafka hubiese vivido en la ciudad de Nueva York a mediados de los ochenta, habría llegado a conclusiones y retratos de ambientes muy similares, y si Edward Hooper se hubiese dedicado a dirigir películas o al menos a fotografiarlas en el 1985 en que tuvo lugar el rodaje de este film de Scorsese, la particular atmósfera nocturna de ¡Jo, qué noche!, plagada de seres solitarios y aislados en sus alocados pensamientos, habría podido ser un buen ejemplo de una colaboración entre ambos como fresco de un mundo que poco a poco pero inevitablemente va perdiendo el norte, hundiéndose por el peso de una cada vez mayor irracionalidad, espesando la atmósfera por minutos con elementos tan sencillos como una canción encallada en una estrofa sin que nadie excepto el protagonista parezca apercibirse de que el disco está rallado, descolocando sobremanera al espectador sin llegar nunca a quebrarse.

Esta creciente impresión de fatalismo aumentada por la diabólica precisión del mecanismo de relojería que sostiene el guión de ¡Jo, qué noche![4], de alucinada duda de no saber si lo que se está viendo es parte de la realidad o pura fantasía del aprensivo protagonista, se pone en el mapa desde el instante en que Paul otea desde la ventana de su cita frustrada a una pareja haciendo el amor mientras las posibilidades de acabar haciendo lo mismo con Marcy empiezan a diluirse. Es la semilla de la locura que poco a poco va extendiendo sus redes desde dentro hacia fuera relacionando el estado de ánimo de Paul con un barrio progresivamente desquiciado y fuera de control hasta convertirlo en un gafe, un personaje maldito que vuelve en su contra a todos aquellos con los que se relaciona sin quererlo ni beberlo. No es de extrañar entonces que cuando la caza da comienzo, Paul ve, de nuevo a través de una ventana, a un hombre siendo tiroteado hasta la muerte por una despreocupada mujer en una escena que encuentra su punto final en un pensamiento en voz alta del protagonista cuando dice “También me echarán la culpa de eso”. Todo resulta tan posible como improbable en la porosa y crispada mente del protagonista incapaz de diferenciar lo que le atañe y lo que no.
Acorde con lo anterior,  el personaje de Dunne es visto por Scorsese mediante sinuosos movimientos de cámara que lo rodean y lo sitúan en el centro de la imagen y separado de los demás, como una isla que se contempla a sí misma desde fuera como un mundo en amenaza permanente. No es sólo la confirmación de Paul como consabido protagonista, sino también la fijación del personaje de Dunne y el espectador como centro neurálgico del film, a punto de naufragar. Situándolo en el centro y no perdiéndolo nunca de vista, Scorsese logra salvaguardar la cordura del personaje como agrietado  rompeolas contra un mundo embravecido, cada vez más cerca de la absoluta locura de los que lo rodean y persiguen con la peor de las intenciones, concentrándonos en él antes de que sea barrido del centro del film y lo perdamos de vista. Sólo el subjetivismo desesperado de Paul compartido con el espectador lo separa, bien entrada la película, de ser probablemente un perturbado más que no se ha dado cuenta que lo es, relegado a los contornos de la película y difuminándose entre los demás locos que la habitan, contagiado del terror, una leve fobia hacia las mujeres impensable en alguien tan aparentemente liberal, desconfiado hasta la paranoia, necesitado de hablar con alguien, de un lugar en el que poder descansar y con inesperadas explosiones de agresividad tan comprensibles como, al rato, equivalentes a las que unos minutos antes exhibían algunos de los habitantes permanentes del Soho.

Este arco que sufre el que ve la locura ajena hasta empezar a sentir como crece la propia por sobreexposición se concreta en la película cuando Paul es, en un hilarante momento, escondido dentro de una figura de escayola que evoca a la que abría la toma de contacto con los bohemios habitantes del Soho. Pero, en esta ocasión, las cuencas vacías de la primera figura hueca se hallan ahora llenas por la desesperada mirada de un Paul (y un público) definitivamente atrapado en un mundo desnortado por completo y del que él sólo es una víctima más, incapaz de entenderlo y precisamente por eso a punto de entrar a formar parte de sus filas. El humor negro deviene casi absurdo, y finalmente absurdo a secas, dejando a cada uno la opción de sonreír ante una situación imposible o, como Paul, echarse las manos a la cabeza intentando sacar algo en claro sin conseguirlo. La finísima línea que tantas veces separa lo que entendemos razón por lo que se entiende por locura es en este caso de una delgadez tan transparente que resulta turbadora sin tener que mostrarse agresiva para sernos muy próxima, a un par de pasos en falso de distancia que muy fácilmente podría dar cualquiera en las circunstancias más desesperadas.

En este sentido, el personaje de Hackett dista, pese a las similitudes, del taxista Travis Bickle interpretado para la posteridad por Robert De Niro que se replegaba, también como Hackett, en sí mismo intentando establecer una conexión con alguien que el mundo exterior le había negado una y otra vez. Pero si este último pretendía reestablecer un orden moral inexistente pero necesario para su rota y torturada mente de excombatiente de Vietnam mediante una matanza de tintes redentores que le diese un sentido último a todo el caos en el que se ve sumido, Hackett se rinde ante un caos de tintes apocalípticos similares sin nunca llegar a sacar una lección, ni siquiera tan atroz como la que parece extraer erróneamente Bickle de sus paseos nocturnos perdiéndose entre la humanidad que condenaba desde detrás del volante. Para Paul no existe una estructura oculta dispuesta a ser revelada a modo de clarividencia espiritual, como si lo creían el propio Travis, el Harvey Keitel de Malas calles, o el desesperado paramédico de Al límite. Tampoco hay catarsis y sí un extraño y muy coherente final anticlimático[5] en el que no se da una explicación ni se adquiere la capacidad de aprehender lo que sólo la luz del día parece aplacar como una camisa de fuerza que se desata con la caída del sol. Si hay lección vital que tomar de todo lo visto, no se nos muestra, y si hay algún sentido a toda la locura que hemos presenciado, este se ignora asumiéndose sin comprenderse desde la tranquilidad de un lugar seguro y luminoso. Al informe caos nocturno que amenaza con exterminarlo o relegarlo a una balbuceante y asustada locura, Scorsese contrapone el único lugar en el que el orden norteamericano parece posible cerrando el círculo de nuevo bajo techo: la oficina en la que todo da comienzo y a la que Paul vuelve impertérrito y tras cruzar unas puertas de ecos celestiales que auguran un puesto de trabajo visto ahora como una perfecta punta de un iceberg hecho de absurdo; tan equilibrado, perfecto e irreal como sacrosanto. Sólo entonces la cámara de Scorsese se separa de Paul, abandonándolo a salvo frente a su obediente teclado que jamás hará nada que no se pueda controlar… hasta que el sol caiga y la ciudad se levante.

Título: After hours. Dirección: Martin Scorsese. Guión: Joseph Minion. Producción: Amy Robinson, Griffin Dunne y Robert F. Colesberry. Fotografía: Michael Ballhaus. Montaje: Thelma Schoonmaker. Música: Howard Shore. Año: 1985.
Intérpretes: Griffin Dunne (Paul Hackett), Rosanna Arquette (Marcy), Linda Fiorentino (Kiki), John Heard (Tom Schorr), Catherine O’Hara (Gail), Verna Bloom (June), Tommy Chong (Pepe), Cheech Marin (Neil).


[1]Malas calles fue estrenada en 1973 y supuso la primera colaboración entre Scorsese y uno de sus actores más recurrentes de su carrera: Robert De Niro. Protagonizada por un joven Harvey Keitel en el papel de un aspirante a mafioso en el barrio de Little Italy del que el realizador es originario, esta excelente película fue el primero de los films de Scorsese de los que el director se sintió orgulloso y completamente suyo. Antes había dirigido Who’s knocking at my door? y Boxcar Bertha, esta última bajo el padrinazgo de Roger Corman, además de algunos cortometrajes. Malas calles narra los vaivenes del personaje de Keitel intentando compaginar el amor que siente por su novia y las obligaciones con su inestable cuñado (un enloquecido y caótico Robert De Niro) con sus deberes como promesa de la mafia local y supuso la carta de presentación de Scorsese y sus obsesiones más recurrentes en sociedad. Redención, culpa y castigo en su vertiente católica son algunos de los temas de la mítica Taxi driver, con un excelente Robert De Niro ya como protagonista bajo la piel de Travis Bickle en 1978, después de que Scorsese dirigiese Alicia ya no vive aquí y con guión del guionista, realizador y corredor de fondo del Nuevo Cine norteamericano Paul Schrader basándose en algunas experiencias propias. Taxi driver supone un título capital dentro de la filmografía del realizador y un clásico del cine norteamericano moderno. Su retrato de la locura urbana y la paranoia tuvieron su posterior reflejo en Al límite, película que llegaría en 1999 y que revisitaría, de nuevo desde un guión de Schrader (que también escribiría el libreto de otro clásico de Scorsese: Toro salvaje) una Nueva York oscura y sumida en la corrupción vital y moral bajo la óptica de un personaje con algunos puntos en común con Travis Bickle, aunque muy distanciado de su alienada rabia contra el mundo que lo rodea. Supuso la ruptura de Scorsese con un Paul Schrader que no quedó satisfecho con una plasmación en imágenes de su libreto quizás demasiado abrumadora y menos minimalista e introspectiva de lo que suele ser del gusto del guionista y también realizador de buenas películas como Hardcore o maravillas como la curiosamente operística Mishima. Para el que escribe Al límite supone un muy reivindicable film y la última gran película del más vigoroso Scorsese. Después, y de la mano de Leonardo Di Caprio, Scorsese revisaría los bajos fondos de una perspectiva histórica en la algo fallida Gangs of New York y la mucho más entonada Infiltrados. Aunque la película del realizador que más tiene en común con ¡Jo, qué noche! de los últimos años es Shutter island, con la que el film protagonizado por Griffin Dunne tiene mucho en común.

[2]Otra muestra más de la creatividad de los traductores españoles que quizás prefirieron no marear la perdiz en plenos fiesteros ochenta dejando el título de After hours original tal y como estaba…

[3]Dúo cómico formado por Richard Cheech Marín y Tom Chong que se foguearon a base de espectáculos en vivo primero, para pasar luego a la grabación de algunos discos humorísticos y saltar a la fama con películas como Cómo humo se va o Seguimos fumando. De un tiempo a esta parte, Cheech Marín ha aparecido en pequeños papeles en algunas películas dirigidas por Robert Rodriguez y desde el año 2000 ambos han retomado su actividad en los escenarios. Su sentido del humor se basa en situaciones relacionadas por lo general con el consumo de cannabis, como conseguir dinero para poder hacerse con la marihuana y como escapar (o no) de la policía o de cualquiera que pueda sentirse afectado durante el colocón. Siendo películas bastante divertidas, es altamente recomendable el consumo de cannabis durante su visionado.

[4]Escrito por un joven guionista llamado Joseph Minion como proyecto universitario, de ecos kafkianos y con un fuerte aroma a El quimérico inquilino, estupenda novela escrita por Roland Topor y fielmente adaptada por Roman Polanski en un film de idéntico título y con algunos puntos en común con ¡Jo, qué noche!. El guión de Minion basó su comienzo en un monólogo de diez minutos ideado y narrado por un tal Joe Frank titulado Lies y tras ser comprado por Griffin Dunne y Amy Robinson llamó la atención de un entonces primerizo Tim Burton con sólo su mejor trabajo hasta la fecha (y eso es decir pero que mucho a su favor): Vincent, y un gran mediometraje titulado Frankenweenie. No cuesta mucho ver en la figura de Paul Hackett uno de los incomprendidos tan queridos por el padre de Eduardo manostijeras que comparte con el protagonista de ¡Jo, qué noche! una persecución de tintes “frankenstenianos” en su versión cinematográfica por parte de sus convecinos, y sobre la paranoia que invade al personaje ¿qué puede esperarse de un hombre que asegura que sabe perfectamente lo que siente el personaje interpretado por Roman Polanski en la mencionada El quimérico inquilino? En un gesto que le honra, Burton declinó la oferta de dirigir la película al saber que Scorsese estaba interesado en ello, arguyendo que no quería entrometerse en el camino de alguien de la talla del realizador de Taxi driver, herido en su amor propio por la frialdad con que fue acogida esa muy reivindicable e inquietante película que es El rey de la comedia (y no se dejen engañar por su título, es mucho más escalofriante que divertida) y sus fallidos intentos de levantar la adaptación de la novela de Nikos Kazantzakis La última tentación de Cristo, que no cristalizarían hasta cinco años más tarde. ¡Jo, qué noche! supuso el espaldarazo necesario, lo suficientemente accesible para el gran público como para que Scorsese recuperara la dubitativa confianza económica de los estudios en los miembros del Nuevo Hollywood sin abandonar algunos de sus más reconocibles rasgos, dando como saldo una de esas raras películas que sin dejar de prometer una cosa que acaba ofreciendo, inesperadamente consigue que todo le explote en los morros al espectador más desprevenido.

[5]El de ¡Jo, qué noche! es uno de esos casos en los que el final se decidió durante el rodaje. Inicialmente la película tocaba a su fin con la espantada mirada de Paul desde el interior de la escultura de escayola en la que se había escondido de la turba que quería matarlo, siendo llevado a quién sabe dónde por los dos ladrones que hacen su agosto en el barrio, pero el equipo de la película, Scorsese incluido, pensaron que no sería lo suficientemente satisfactorio. Gente como Spielberg, Coppola o Brian De Palma dijeron la suya en algunas visitas al set de rodaje aportando posibilidades como la huida final de Paul de la ciudad en un globo aerostático. Sin saber a quién se le ocurrió esa idea, la que sigue aguantando como la más bizarra de todas ellas es una también de autoría desconocida para el que escribe que terminaba la película con Paul refugiándose de los fanáticos que le pisan los talones en… el útero de la mujer que se ofrece a ayudarle al final del film. Una vez en su interior, y no me pregunten como, la mujer sale del local como si tal cosa y pasea hasta la sexta avenida, donde da a la luz a un Paul que “renace” literalmente fuera del Soho. El final definitivo tal y como lo conocemos fue idea de un director ahora menos conocido que los anteriores pero igualmente mítico y tanto o más talentoso: Michael Powell, realizador inglés que firmó, entre otras, la mítica El fotógrafo del pánico o esa preciosidad llamada Las zapatillas rojas, muy admirado por Scorsese que, en una visita al rodaje en calidad de marido de la montadora Thelma Schoonmaker, aseguró que el final debía consistir en Paul volviendo al trabajo como si tal cosa. Dicho y hecho.

2 comentarios:

  1. Sir Mofro!

    Em trec el barret per el post d'After Hours – per cert, llarga vida als traductors patrios de noms de pelis, haha! – i llarga vida al blog. Ah, coincideixo amb tu plenament: la banda sonora de la peli és simplement sublim.

    http://www.youtube.com/watch?v=9xm3qnh1sck
    Brutal!

    Keep on rockin', mofro.
    Edu

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  2. http://www.youtube.com/watch?v=0jP6IS_5_pg
    I un altre!

    Quin gust més exquisit que té en Martin, valga'm Déu!

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