Londres,
Inglaterra. Durante las navidades de 1911 el acaudalado Arthur Winslow (un venerable
Nigel Hawthorne), patriarca del clan Winslow, recibe con sorpresa el prematuro
regreso de su joven hijo Ronnie (Guy Edwards) de trece años de edad, de sus
estudios en la Academia Naval, expulsado bajo acusación de hurto de un giro
postal de cinco chelines. Presunto delito que obligará a Winslow a mover cielo
y tierra para demostrar la intachable virtud de su retoño.
Base
argumental tanto de la obra de teatro de Terence Rattigan[1]
en que se cimienta este film que nos ocupa, El
caso Winslow, adaptada a la gran pantalla por el dramaturgo, escritor,
guionista y director David Mamet[2],
toma el, como no podía ser de otro modo, material tremendamente teatral que
compone el drama de su película y compone un film de cámara, dotado de escasos escenarios, casi siempre protectores
interiores que reducen el caso de El caso
Winslow a un dilema no tanto legal como moral y social, según los códigos
que constriñen el desarrollo de la historia y la forma en que es plasmada en
pantalla. Porque en El caso Winslow
todo gira alrededor de su conflicto principal y de lo que se desprende de él,
limando toda intención de situar en un tiempo y un lugar -sin fechas que
orienten al espectador en un momento histórico determinado, que no se oculta,
ni siquiera apuntado por escuetos intertítulos- llevando el conflicto del film
de época que no deja de ser este dirigido por David Mamet a una categoría casi
universal en su asumida pequeña escala, que traspasa el momento histórico en el
que tiene lugar su acción.
De esta
manera, el film de Mamet no sólo protege a sus personajes principales de la
tormenta mediática -vista desde la perspectiva actual, de una tibieza que roza
lo inocentón- cuyo rastro el realizador va dejando caer aquí y allí en un goteo
tan despreocupado como efectivo, y que sólo tiene lugar en un mundo exterior
del que los Winslow se protegen, más bien que mal, en su hogar o en el gabinete
de abogados en el donde contratan los servicios del personaje que más se
asemeja al patriarca Winslow de toda la película: Sir Robert Morton (un
excelente Jeremy Northam), frío y aparentemente desapasionado letrado defensor
de la Verdad por encima de lo justo de la causas que trata, sino también de
todo ánimo de hacer de ellos meros estereotipos deshumanizados. Así, mientras
las calles londinenses se llenan de tiras cómicas, titulares de prensa,
pasquines o canciones con el chico Winslow como involuntario protagonista con
nombre y apellidos en las muy esporádicas escenas en las que El caso Winslow tiene lugar en el
exterior, Mamet se concentra -y a su público con él- en lo que ocurre bajo el
techo del clan Winslow donde vive la familia al completo, y como la defensa del
honor del más joven de ellos les afecta a todos los niveles. La
espectacularidad es barrida desde el primer instante, siendo ésta sustituida
por una austeridad bien entendida que sitúa a El caso Winslow a la altura de la venerable mirada de Arthur
Winslow: banquero y en una situación económica tan pudiente como asentada sobre
unos principios morales afablemente conservadores y nunca juzgados -y para
bien- por parte del film, la educada calma del patriarca que ve como su sentido
del honor es puesto en duda por lo que lo rodea tiene su eco formal en una
fotografía exquisita, un ritmo pausado sin ser relamido y la práctica ausencia
de subrayados formales que se concentran en una antipática banda sonora que
parece querer arrastrar El caso Winslow
al más estereotipado y rancio cine de época[3],
sin conseguirlo.
Más bien al
contrario: evitando en lo posible planos generales de situación y escasos
elementos escénicos más que suficientes para componer una atmósfera o
transmitir una idea determinada, Mamet afianza su férreo pulso narrativo sobre
un material dramático tan poco engolado como la inteligente estrategia formal
con la que es llevada a la pantalla. La supremacía de escenarios interiores
dentro del film, permeables pero resistentes a los embates de una opinión
pública que por su propia naturaleza siempre está en un abstracto ahí fuera, con un conflicto que se
dirime sobre el papel en base a diálogos y lo austero de su apuesta formal
podrían sembrar -la errónea- idea sobre El
caso Winslow como una película teatral, o teatro filmado, de la que la película de David Mamet huye como de
la peste sin esconderse de sus raíces escénicas. De esta manera, planos que
muestran puertas que se cierran dejando fuera a los espectadores a modo de
telón que divide en bloques (o actos) dramáticos la película conviven sin esfuerzo
con una ágil planificación que, en líneas generales resulta tan imperceptible
en su falta de exhibicionismo como ejemplar en su ejecución y complejidad al
servicio de la humanista mirada del realizador sobre el texto del guión. Bajo
ese punto de vista, se ddiría que El caso
Winslow organiza las escenas que la componen con la intención de transmitir
una idea determinada, haciendo avanzar la narración sin que nada sobre ni
falte, logrando a través de la planificación que esa intencionalidad pase
desapercibida. Instantes tan
brillantemente resueltos como el interrogatorio del letrado Morton a Ronnie
Winslow hecho con la intención de saber si efectivamente el adolescente dice la
verdad o es un ladrón y, peor aún, un mentiroso, dotado de una milimétrica planificación
en la que la composición del plano, el uso de los elementos que los componen en
base a reencuadres o desenfoques, o la inestimable aportación de un grupo de
actores en estado de gracia, logran transmitir lo que muy bien podría haber
caído en una inhumana rigidez que expulsara aquello que late bajo la
racionalidad y los principios morales y sociales de sus personajes, sólo
expresado a través de dichos principios: la emoción.
En un film
donde casi todo se expresa verbalmente y la respetuosa palabra más hiriente es
contestada con la réplica más educada, la puesta en escena de Mamet, refinada y
con la vivificante ayuda de un elenco actoral en estado de gracia, aporta la
proximidad que aleja El caso Winslow
de la frialdad que la habría hecho inoperante.
A través de
esta aparentemente sencilla, por silenciosa, estrategia dramática que permite
explicar mientras expone sin tiempos muertos, Mamet se niega a cargar las
tintas en ningún aspecto de su film, dotándolo no sólo de equilibrio dramático
y respeto por todos sus personajes, incluso cuando pone en duda algunas de sus
actitudes y palabras, sino haciendo de El
caso Winslow un ligero y brioso retrato de un grupo de personas que
expresan, y contagian, sus emociones a través de sus actos y opiniones. Ambas
cosas recogidas por la atenta mirada del realizador en base a planos más o
menos cortos que permiten detectar los matices expresivos de sus intérpretes,
detalles inadvertidos a sus ojos pero no al espectador, e introducir alguna
elaborada digresión dramática -como la que muestra la instantánea atracción que
el conservador abogado Morton siente por la hija mayor de los Winslow, la
sufragista Catherine (interpretada por la esposa del realizador, Rebecca
Pidgeon) contemplándola por primera vez a través de un espejo, con una timidez
que jamás volverá a expresar públicamente- en base a relaciones creadas por una
planificación que crea complicidades entre ellos inexistentes en un formato
dramático que no fuese cinematográfico, que hacen de la película una especialmente
sugerente, sin arrebatos contemplativos o preciosistas, ya desde el momento en
el que el robo del giro postal que desencadena el drama jamás, como todo lo que
está de más en El caso Winslow, es
mostrado en pantalla. Sí lo son los elementos que le dan cuerpo y las pruebas
que confirman o desmienten lo ocurrido, de forma tan meticulosa -y a veces
cansina en sus dimes i diretes legales- como la sustracción de toda afectación
dramática por parte de los personajes que habitan El caso Winslow. Lo que no implica, aunque sea como constante rumor
de fondo, falta de pasión; su sufrimiento y angustia ante una situación
progresivamente asfixiante es patente tanto en un Arthur Winslow, progresivamente
deteriorado en su ánimo y en lo físico, como en el propio hogar que sirve de
techo a gran parte de su familia, cada vez más desamueblado para poder costear
las ingentes cantidades de dinero que cuesta defender al más joven de sus
miembros del robo de… cinco chelines, mientras que la vida que sigue alrededor
del litigio y que cala hondo en la opinión pública se muestra como un trasfondo
que describe el entorno social en el que tiene lugar El caso Winslow mientras expone sin sermones lo que en la película
ocurre.
Así, y como
complemento a la forma de entender y vivir en el mundo de sus personajes que sienten a través de lo que dicen
-describiendo así un mundo en el que la palabra tiene un valor categórico, como
ejemplifica la escena en la que Arthur Winslow pregunta a su retoño sobre si ha
robado o no los cinco chelines… acto que Mamet no muestra ya que la palabra del
joven Winslow es prueba suficiente- y de los códigos morales y sociales de los
que se retroalimentan, El caso Winslow
muestra el proceso interno del patriarcado en declive económico que hacen dudar
de su tozudez en base a elementos externos. No es de extrañar que ni la
ruptura, civilizadísima hasta la más apabullante frialdad, entre Catherine
Winslow y su prometido John (Aden Gillet) por cuestiones económicas y de imagen
pública, ni el instante en el que -según comentan algunos personajes, ya que no
se muestra en la película- el abogado se derrumba entre lágrimas en la Cámara
de los Lords al saberse el veredicto final del juicio se le muestre al
espectador. El dolor, o para el caso casi cualquier emoción, pertenece a la
intimidad de los personajes o como mucho a su ámbito privado pero jamás
público, lo que hace de El caso Winslow
un film tan respetuoso con su conservadora ideología de fondo como ejemplar en
su coherente traslación de dicha forma de ver las cosas a imágenes y sonido.
Así, la contención de Arthur Winslow -vector moral de un film que diluye toda
sensación de subjetivismo gracias a su coralidad- no es vista con la frialdad
que sería esperable en un retrato de la sociedad inglesa de principios del siglo
pasado, sino con un grado de humanidad, comprensión, y una rara proximidad
alejada de todo paternalismo gracias a su austeridad. La que hace del film de
Mamet uno alrededor no de una victoria judicial sobre un caso de risibles
repercusiones económicas sino sobre algo tan denostado en estos tiempos
mercantilistas como el sentido del honor personal. Sólo así, y desde el
absoluto respeto por la causa de los Winslow, buscando -nueva rareza- demostrar
la inocencia sin buscar culpables, se
evita que su patriarca parezca un iluminado, un integrista que arrasa con todo
a su paso con su manera de entender el mundo por encima de los que viven en él,
ya sea malogrando el futuro de sus hijos o su patrimonio, voluntariamente
sacrificados bajo una cultura en la que la unidad familiar y su honorabilidad
pasan por el beneplácito y decisión de su líder patriarcal. A cambio, Arthur
Winslow arrastra a su familia a una pobreza que en la película “sólo” resulta
económica mientras a cambio demuestra una fortaleza emotiva -y no digamos ya
desde una deplorable perspectiva actual- que eclipsa el resto de los elementos
dramáticos de la película, erigiéndose como su mayor valor, tan discutible como
(y por) admirable.
Del mismo modo
que El caso Winslow es una elegante
película despojada de todo fasto dramático, la rigidez del modo de vida que
describe queda humanizado al serlo en sus propios términos, sin una distancia
aleccionadora que habría hundido el film de Mamet en uno mucho más
estereotipado, ejemplarizante y vetusto,
consiguiendo en cambio y muy
meritoriamente hacer de una cabezonería casi suicida y puramente egoísta basada
en valores conservadores una valerosa demostración de pureza de principios y fe
personal contra viento y marea que esquiva toda reduccionista lectura política
-con una pugna entre el pasado simbolizado en Arthur Winslow y el personaje que
más se le asemeja, el letrado Morton, y el futuro sufragista que se concentra
en la figura de Catherine que no ven como la Primera Guerra Mundial está cerca
de echárseles encima- tan pesimista como innegable para el espectador que
quiera verla como retrato de una sociedad cuya caballerosidad está a punto de
caer presa de la barbarie[4].
Así, y haciendo
vigoroso músculo narrativo al unir fondo y forma en una sola cosa, El caso Winslow se erige como una
pequeña e imperfecta rareza a contracorriente, beligerante en su pacifica
reivindicación de la Verdad sin otro propósito que la Verdad misma, sensible en
su retrato de una relación paterno filial basada en la confianza, y muy llamativa
en su renuncia a alzar la voz para hacer valer su valentía en cuanto la batalla
legal se dirime antes en términos humanos y morales a un nivel personal -fruto
de una cultura determinada- que en sociales o revanchistas, y no digamos ya económicos.
Haciendo todo lo anterior de El caso
Winslow, tanto por lo que en ella se cuenta como la película en sí misma
considerada, una buena muestra de algo tan extraño de ver como es una solitaria
y nada agresiva, pero precisamente por ello aún más valiosa en su unicidad,
delicada y hasta heroica épica de la resistencia.
Título: The Winslow
boy. Dirección: David Mamet. Guión: David Mamet sobre la obra teatral escrita por Terence Rattigan. Producción: Sarah Green. Dirección de fotografía: Benoît
Delhomme. Montaje: Barbara Tulliver.
Música: Alaric Jans. Año: 1999.
Intérpretes: Nigel Hawthorne (Arthur Winslow),
Jeremy Northam (Sir Robert Morton), Catherine Winslow (Rebecca Pidgeon), Guy
Edwards (Ronnie Winslow), Aden
Gillet (John Waterstone), Colin Stinton (Desmond Curry).
[1]Inspirada en un caso verídico, que tuvo como protagonista a George
Archer-Shee, cadete en 1908 que fue acusado de robar el dinero de un giro
postal, removiendo el sentido del honor de su familia que contrataría al
afamado abogado Sir Edward Carson para la defensa de un caso que la familia
Archer-Shee acabó ganando. A cambio, la obra de Rattigan situaba el robo en
1911 y la futura edad adulta del presunto ladrón Winslow más próxima a la
Primera Guerra Mundial, haciendo de los Winslow una familia más pudiente en lo
económico que sus modelos reales, los Archer-Shee. El caso Winslow fue interpretada por primera vez en Londres en
1946, con los actores Emlyn Williams, Mona Washbourne, Angela Baddeley,
Kathleen Harrison, Frank Cellier, Jack Watling y Clive Morton sobre el
escenario. Un año más tarde llegaría a Broadway, con un elenco actoral
diferente, para luego ser adaptada por primera vez para el cine en 1948 bajo la
batuta del director Anthony Asquith. Esta al parecer afamada adaptación, que no
he tenido la oportunidad de ver así como tampoco he leído la obra original en
que se basa, no fue tomada por Mamet en su nueva adaptación a la gran pantalla
de la obra de Rattigan, siendo esta última el modelo elegido como base por el
realizador del film que nos ocupa, y del que asegura haber cambiado poco o nada
en absoluto en el guión para su traslación a la pantalla. El caso Winslow tuvo asimismo una versión televisiva en 1990, que
contaba con Emma Thompson entre sus intérpretes, en el papel de Catherine
Winslow.
[2]Nacido David Alan Mamet el 30 de noviembre de 1947, el realizador
de El caso Winslow nació en Chicago
en el seno de una familia judía con madre maestra y padre abogado. En 1976
fundó la Athlantic Theater Company, muy reputada en el off-Broadway gracias a obras como American Buffallo, Sexual
perversity in Chicago o The Duck
variations. En ese mismo terreno, Mamet se alzaría con el Premio Pulitzer
del Teatro en 1984 con Glengarry Glen
Ross. En 1981, Mamet escribió su primer guión para el cine con el libreto
de El cartero siempre llama dos veces,
film de Bob Rafelson protagonizado por jack Nicholson y una inolvidable mujer
fatal con la cara y el cuerpo de Jessica Lange. Tras él vendrían los guiones de
Veredicto final, que le reportó una
candidatura al Oscar al mejor guión y fue dirigida por Sidney Lumet con Paul
Newman como protagonista, o Los intocables dirigida por Brian De
Palma. En ese mismo año 1987 debutaría como director de cine con Casa de juegos, aclamada por la crítica,
a la que seguiría Things Change y Homicide, ganando todas ellas premios
por sus guiones en festivales de todo el mundo y el reconocimiento general.
Tras un parón de algunos años, en 1994 llegaría la adaptación de una obra
propia con Oleanna, excelente film,
muy austero, protagonizado por William
H. Macey en el papel de un maestro acusado de acoso sexual por una de sus
alumnas, centrando su acción en la encarnizada discusión entre ambos personajes
dentro de una aula. Tres años más tarde dirigiría La trama y en 1999 el film que ocupa esta entrada: El caso Winslow. Un año después
desembarcaría con la divertida sin más State
and Main, film coral sobre las vicisitudes de un equipo de rodaje y los
equívocos que tienen lugar entre sus miembros. Tras ese algo insustancial
divertimento y de la mano de Gene Hackman, Mamet regalaría El último golpe, a mayor gloria de su actor principal y todo un
espectáculo de virilidad entregada por un grupo de actores supuestamente
“perros viejos” que hacían perlas de cada réplica escrita por Mamet en un guión
que bebía del cine negro y se erigía como una de las columnas vertebrales de un
entretenidísimo thriller policíaco con la misma mala baba que sus
protagonistas. Spartan, de 2004, era
una fría muestra de cine policial que no acababa de cuajar pese a su indudable
personalidad y su negativa a hacer concesiones al espectáculo. En el año 2008
llegaría Cinturón rojo, interesante
film con mucho en común con El caso
Winslow en cuanto a su fondo se refiere, y durante el pasado año 2012, bajo
el paraguas de la justamente prestigiosa HBO, Mamet ha escrito y dirigido el biopic de Phil Spector con Al Pacino
-con un peinado imposible- como tronado productor musical. Durante todos estos
años, Mamet ha compaginado proyectos propios con guiones para películas ajenas
como es el caso de Hoffa, sobre el
mítico y oscuro líder sindical Jimmy Hoffa, la divertida y elegante (y
ocasionalmente esperpéntica) Ronin de
John Frankenheimer, la ácida La cortina
de humo o la muy irregular primera secuela de El silencio de los corderos: Hannibal. Sus obras han sido adaptadas
en numerosas ocasiones por propios y extraños, y su carrera como escritor
ensayista de los temas más dispares se ha visto afianzada por un punto de vista
que ocasionalmente choca con el supuesto izquierdismo de muchos de sus compañeros
de profesión. Orgullosamente de derechas y descaradamente por-israelí en un
mundo como el de Hollywood y el espectáculo en general que a veces parece
avergonzarse de sus evidentes contradicciones económico-ideológicas, Mamet
también ha trabajado esporádicamente en el formato corto televisivo dirigiendo
algunos capítulos de series como la aclamada The Wire.
[3]Presunto género por lo general integrado dentro del dramático que
pese al interés de algunas de sus películas muchas veces adolece de un exceso
de preciosismo que puede resultar relamido y cuando aboga por la denuncia de
determinados hechos peca en demasiadas ocasiones del mantra moralista y
tranquilizante resumido en esto-pasaba-antes-y-que-menos-mal-que-ya-no-pasa.
Vamos, que a pesar de unos buenos títulos como algunos de los promovidos por el
dueto Merchant-Ivory, con lo bueno y con lo malo, la cantidad de excelentes
actores que han pasado por él y el indudable talento de algunos de sus
responsables, el que firma estas líneas no siente demasiadas simpatías por el
llamado cine de época.
[4]Tal y como está planteada la película de Mamet y la obra de
Rattigan en la que se basa, el cadete
Winslow tendría 17 años cuando estallara la I Guerra Mundial, o Gran
Guerra, el 28 de julio de 1914. De poco más de cuatro años de duración, la
Guerra involucró a las grandes potencias mundiales entre las que se encontraba,
como no, el Imperio Británico. Considerada una de las mayores guerras de la
Historia de la humanidad, con más de 70 millones de militares movilizados de los
que murieron 9 millones, tuvo su rápido comienzo con el asesinato del
archiduque Francisco Fernando de Austria, frustrado heredero del Imperio austro
húngaro, considerado por muchos como detonante de las tensiones existentes
entre las potencias imperialistas de entonces. La Guerra corrió como un reguero
de pólvora por todo el mundo gracias a las colonias europeas, que llevaron el
conflicto más allá de lo que habría sido posible hasta entonces. Los avances
tecnológicos en cuanto a armamento se refiere -desgraciadamente las cosas no
han cambiado demasiado en este aspecto- y el despreocupado uso de la infantería
por parte de las élites militares (y por supuesto gubernamentales) provocó la
matanza que supuso la Gran Guerra, en la que acabó por intervenir los Estados
Unidos, hasta su final, el 11 de
noviembre de 1918 a
través del Tratado de Versalles, con la derrota del Imperio Alemán, la
desintegración de los imperios Austro-húngaro y Otomano y una considerable
pérdida de territorio del Ruso y el mencionado Alemán.
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