Un hombre que dice
ser Dios y se lamenta entre profecías apocalípticas mientras sus laceraciones
sanan bajo la atenta supervisión de un médico. Un incomprendido genio de las
matemáticas que pasa sus días entregado a perfeccionar su arte con el violín.
Un talentoso escultor cuyas hábiles manos devienen instrumentos inútiles debido
a la enfermedad degenerativa que atrofia el cerebro de su amo. Un maníaco de
fuerza y determinación descomunales que se precipita al vacío tras romper los
barrotes que le separan de su huída a ninguna parte. Y un hombre, Victor
Frankenstein, capaz de animar lo que ya falleció, genio repudiado dotado de una
fortaleza de principios sólo equiparable a su falta de humanidad, gobernante
con guante de seda del sanatorio mental que engloba a todos los pobres y
enloquecidos diablos mentados, cobijados bajo el retorcido título de la última
película realizada por Terence Fisher[1]:
Frankenstein y el monstruo del infierno.
Y la última también de una saga iniciada quince años antes bajo el auspicio de
la mítica productora Hammer Films[2]
con La maldición de Frankenstein, en
base a una historia vagamente inspirada en el original literario escrito por
Mary Shelley[3],
que el tiempo y el éxito de la serie había ido convirtiendo en arquetipo… y que
en esta ocasión bordea, en el guión de Anthony Hinds, el agotamiento.
Un mecanicismo,
siempre basado en la eterna búsqueda en la Inglaterra del siglo XIX de cuerpos
vivos o muertos por parte del Barón Frankenstein (un ajado Peter Cushing) en
aras de hacer realidad su apasionado y fallido sueño de dar nueva vida a los ya
fallecidos, que en la trama de Frankenstein
y el monstruo del infierno si bien puede parecer formulario, deja de serlo
desde el instante en que se contempla este film desde la acumulación, o como culminación
del retrato de un personaje mostrado aquí en el precario límite de sus
capacidades. De aspecto cansado y desapasionado en sus idas y venidas por el
sanatorio en el que trabaja como interesado diagnosticador a la caza de piezas humanas en el sentido más
literal, el Frankenstein de Frankenstein
y el monstruo del infierno revela, como la propia película, pura miseria
humana bajo una desnuda frialdad que lo hace aún más temible en su determinación
y falta de rodeos para con sus objetivos, aquí huérfanos del apasionado
romanticismo que se desprendía de las entregas anteriores[4]
y que en algún momento llega a echarse de menos.
Esta vez, y así
como las grisáceas paredes de la supuesta clínica mental delatan un entorno tan
aséptico como funcional, el propio Barón se oculta rechazando toda forma de
aristocracia para pasar desapercibido ante la opinión pública reconvertido en Doctor Victor, reduciéndose a sí mismo a
su propia profesión, o a su más estricta funcionalidad
en base a su obsesión, con un
empeño equiparable al loco que se cree Todopoderoso o el que es incapaz de
soltar su amado violín. Erigido, gracias a su inteligencia y capacidades
médicas, en corrupto salvaguarda de un hospital mental pese a no dirigirlo oficialmente -esa parece ser la labor de un
tembloroso depravado que la dirección de actores de Fisher convierte en alguien
tan enloquecido como sus pacientes, o en alguien que cree ser el director del hospital (John Stratton) sin serlo
realmente- pero por el que campa a sus anchas como respetado demiurgo,
Frankenstein acoge con satisfacción la llegada de un nuevo interno. Un nuevo
reflejo no de una de las facetas de la personalidad del Barón, como podían ser
los enajenados descritos al inicio de esta entrada (interpretados por Sydney
Browley, Charles Lloyd Pack y Bernard Lee respectivamente) sino de su
integridad perdida a lo largo de los años. El Doctor Simon Helder (Shane
Briant), admirador de los objetivos y el arrojo del malogrado Frankenstein, que
es enviado en una de las numerosas piruetas del guión al mismo sanatorio en el
que malvive oculto su ídolo al que una sociedad pacata y conservadora cree fallecido, no sólo representa como decía
esa integridad que Frankenstein ha
descartado por considerarla un estorbo
en su camino a la clarividencia estrictamente científica, sino también el único
asidero emocional (pese a ser tremendamente gélido) para el espectador ante el
catálogo de atrocidades mostradas con encomiable frialdad por Fisher.
Así, y
desvirtuando por completo las porosas fronteras entre la locura y la cordura,
el progreso y la ética o su falta, o entre la determinación y la pura obsesión,
Frankenstein y el monstruo del infierno
supone un nihilista paseo por el infierno de cuyos moradores Frankenstein
parece tomar nota con la misma distancia con la que Fisher recoge sus acciones
en imágenes. La sosegada secuencia en la que el Doctor y su recién llegado
ayudante asisten a la ronda de visitas a todos los enfermos que moran por el
sanatorio es el único instante en que la película alcanza una relativa cota de
lirismo siempre atemperado por la profunda tristeza que se desprende de Frankenstein y el monstruo del infierno.
En ella se establece el duro contraste entre unos pobres diablos abandonados a
su psicopatía, mostrados con afabilidad, y la sarcástica mirada del Barón que
los inspecciona con intereses que van mucho más allá del bienestar de sus
pacientes. Tan lamentable marco es realzado en su miseria por Fisher gracias a
una bonita y solitaria melodía al violín de uno de los internos, que sobrevuela
por toda la secuencia como último atisbo de belleza en un mundo repleto de
podredumbre moral y a un paso de la debacle humana más elemental, marcando el
tránsito definitivo de la saga del goticismo de los primeros capítulos al
brutal nihilismo de su languida conclusión. Afortunadamente y teniendo en
cuenta lo arriesgadamente desabrido del posible resultado vistos los
ingredientes en juego, la puesta en escena del realizador de Frankenstein y el monstruo del infierno
funciona en base a un ritmo endiablado, con numerosas elipsis que engarzan sin
cesar secuencias muchas veces llevadas a buen puerto en una única toma sin
interrupciones que resultan efectivas no sólo gracias a la habilidad de gran
parte del equipo interpretativo, con un magnífico Peter Cushing a la cabeza,
sino por esquivar toda teatralidad gracias a una potente narrativa creada a
partir de la siempre cambiante planificación, el tamaño del encuadre, y los
elementos que lo componen con resultados que rozan lo pictórico. Desde el punto
de vista formal dentro de un conjunto excelentemente planificado, son
incontables los momentos en los que la cámara de Fisher establece paralelismos
y diferencias entre los personajes dentro de un mismo plano de forma
perfectamente integrada en la historia que narra, sobreponiéndose a un libreto
algo desvaído. En ocasiones el inevitable Monstruo (un David Prowse sepultado
bajo un horrendo y no demasiado logrado maquillaje), trampantojo físico de
algunos de los enfermos mentales que moran por el sanatorio-, comparte plano
con sus hacedores equiparándolos en una monstruosidad
que una vez más diluye las fronteras entre unos y otros en un lugar marcado por
la locura de los huéspedes y el no menos demente sadismo de los guardias. Pero otras
veces Fisher segmenta el plano gracias a una toma de cámara situada a través de,
por ejemplo, unos barrotes que atrapan sin que estos lo sepan a algunos de los
personajes, a modo de premonición o confirmación de su inconsciente papel
dentro de la acción o su casi siempre perturbado estado mental y anímico,
creando nuevos y pequeños encuadres que comparten espacio fílmico que aproximan
Frankenstein y el monstruo del infierno
a una delicada y ponzoñosa pieza de cámara.
Esta
calculadísima estrategia formal, que sustenta el film y no se reduce a lo
recién mencionado sino que da la impresión de estar pensada hasta en su más
mínimo detalle, logra hacer despegar lo que sobre el papel se diría una morbosa
y sanguinolienta vuelta de tuerca a una estructura explotada ad nauseam durante los diferentes
capítulos de una saga que aquí llegaba expiraba ahogada por la mano de su
principal responsable. Pero múltiples detalles formales remontan las obvias
limitaciones del libreto jugando a su favor la constante sensación de deja vu que jamás abandona por completo Frankenstein y el monstruo del infierno.
Fisher se regodea en un primer tramo del film que alcanza prácticamente hasta
el ecuador de su metraje, mostrando la nueva rutina del Barón y su dudosa
reconversión en responsable miembro de la comunidad científica acorde con el
código hipocrático, en un entorno exultantemente físico pero pese a todo brutalmente asexuado y gélido -y por ello
tan desprovisto de alma o sensualidad[5]- como la propia narrativa del film, carente
de todo arrebato formal. Esta asfixia, presentada en lúgubres grises y negros
como deprimente tónica cromática y
entornos asépticos, ni siquiera encuentra cura en las explosiones de pasión que
el realizador enfría rápidamente con el logrado objetivo de inquietar.
Fisher
introduce escasas gotas de color dentro de la generalizada frialdad visual
-absoluta en lo tonal- en la guarida secreta de un Barón que ni de lejos ha
abandonado sus oscuras aficiones, volcadas ahora en una pequeña consulta que
supone el único resquicio de calidez y habitabilidad. Una familiaridad
inevitablemente enturbiada por lo reconocible de las probetas y los instrumentos
quirúrgicos que han hecho de Frankenstein un desnortado y peligroso paria que
no duda en recurrir a la violencia psíquica más brutal para conseguir sus
objetivos. La sangre, que no tarda en relucir sobre la blancura formal del film
brota asimismo sin ninguna muestra de dolor ni tampoco de compasión. No hay
otra mirada sobre las víctimas que no sea la clínica por parte de los doctores
Frankenstein y Briant, y que no sea idéntica en su distancia sobre todo lo
acontecido en Frankenstein y el monstruo
del infierno por parte de Terence Fisher con un ingrediente añadido: una
visión moral que encuentra su lugar entre la brutalidad de los actos del Barón
y la desapasionada distancia con la que estos se retratan. La escena de la
construcción -literal- del Monstruo, supone el paradigma de la crudeza con la
que Fisher narra las desventuras de un Barón que ha abandonado toda pasión por
su enloquecida labor ahora llevada a cabo con la más abúlica de las rutinas: durante
el trasplante de las manos del escultor fallecido en el cuerpo del Monstruo
hecho de retazos humanos, el Barón ayuda al joven cirujano sostieniendo unos
tendones entre sus dientes sin que parezca importarle lo más mínimo el hilillo
de la sangre del muerto que empieza a gotearle por la comisura de los labios.
Algo más adelante, un exageradamente largo y repulsivo plano del cerebro que
está a punto de ser separado del cráneo abierto de su difunto propietario -uno
de los internos que se suicida tras leer una nota que el Barón deja caer involuntariamente en su celda, y en la
que se asegura que las dolencias del paciente son incurables- muestra lo que
queda de la humanidad en Frankenstein y
el monstruo del infierno: sólo su superficie. Su carne como material de
derribo. Una repelente fisicidad que alcanza su máxima expresión con la imponente
aparición del Monstruo de aspecto simiesco y difícilmente humano, trampantojo
de todos los males que aquejan el sanatorio y tan temible como en ocasiones
falso. Y que una vez más gracias a la puesta en escena de Fisher, se muestra
abandonado por completo una vez el experimento ha sido un éxito, en un plano que lo muestra solo mientras fuera de campo los
científicos celebran su pírrica victoria sin darse cuenta de que la humanidad que han compuesto es una
mezcla de dolor, rabia, injusticia y miseria.
Sumado a ello,
el inquietante fresco compuesto por las diferentes estancias en los que
gimotean los enajenados que son perversamente examinados por Frankenstein y su
nuevo y cada vez más reticente ayudante empieza a cobrar un cariz
progresivamente angustioso en su inhumana frialdad, que sólo encuentra su turbio
y asalvajado contrapunto en la torturada figura del Monstruo que no tardará en
convertirse en un chivo expiatorio de todo el Mal que alberga el hospital. Más
aún, el realizador rehuye todo moralismo y carga las nihilistas tintas del film
en la más brutal de las motivaciones posibles de las que torturan a la criatura:
pese a desear morir, como confirma la desesperación de su suicidio, el egoísta
Dios que es Frankenstein lo obliga a vivir, arrebatándole toda autonomía y
empujándolo a una angustia vital que parece haber infectado a todos los
personajes del film, con la diferencia de saberse estudiado como no-humano por
aquellos creen y se jactan de serlo redondeando la pesimista visión de la
humanidad que se desprende de Frankenstein
y el monstruo del infierno.
Resulta muy
revelador, en ese aspecto, el que el diagnóstico de Frankenstein sobre su nueva
criatura sea el de que “la mente está
tomando el control sobre el cuerpo”, cuando algo muy similar es lo que le
sucede al propio Barón, valiéndose del cuerpo de propios (su voluntarioso
ayudante) y extraños (los pedazos más prometedores de los moradores del
hospital) para llevar a cabo su obsesiva búsqueda de la vida en la muerte que
ha terminado por hacer de él un muerto viviente animado por una única idea.
Esta dicotomía entre el cuerpo y la mente (o, rizando el rizo, entre la
realidad y la obsesión) toca su más tenebroso techo en el instante más
angustioso, pese a su paradójica sencillez formal, de Frankenstein y el monstruo del infierno: aquel en el que se muestra
como, tras profanar todas las tumbas que conforman el improvisado camposanto al
que van a parar todos los fallecidos del hospital, el Monstruo encuentra por
fin el sarcófago que alberga su antiguo cuerpo,
que puede contemplar y reconocer
desde su antigua mente trasplantada a un nuevo y monstruoso recipiente. Momento
pesadillesco, terriblemente abisal como pocos se han visto jamás en una
pantalla, que es recogido por Fisher con la misma turbadora sencillez de la que
hace gala durante toda la película; en este caso con un primer plano del
cadáver visto por el Monstruo que es respondido por un contraplano invertido
que delata estar hecho desde el imposible punto de vista del cadáver. El propio
Barón parece encontrar en tal desazón la única emoción que aún late bajo su
desencanto, y son múltiples los paralelismos -más allá de dicho sentimiento
ante el posible fracaso de lo único que le da sentido como persona y personaje,
hasta el punto de convertirse, como ya se ha dicho, en su vida- existentes entre la bizarra criatura y su hacedor.
Mientras uno es incapaz de llevar a cabo sus experimentos debido a unas manos
desfiguradas que, una vez más, no sirven,
el Monstruo alcanza su mayor cota de frustración cuando sus manos son incapaces
de tocar el violín que tanto le consolaba y servía para expresar su amor por la
residente Sarah (Madeline Smith), significativamente apodada por el resto de
internos como “El Ángel” y que ahora sólo le sirven para volcar su rabia
asesina en los que lo rodean, tal y como le ocurría al melómano genio
matemático cuyo cerebro ahora da órdenes al cuerpo más descomunal que el Barón
ha sido capaz de encontrar en sus años de aislamiento. Vista así, la existencia
del Barón se convierte, gracias al buen hacer del director que adereza elegantemente la sensación de estar asistiendo
a la antesala de una nueva secuela de la saga, en un círculo vicioso de aires
psicóticos. El instante en el que Frankenstein pone orden en el vociferante
caos desatado ante la presencia de la criatura entronca, en tono y fondo, con
su primera aparición en Frankenstein y el
monstruo del infierno, deteniendo el tratamiento
a manguerazos al que es sometido
su futuro pupilo y ayudante -¿intentaba decir Fisher con este giro formal que
ambos, el Monstruo y el Dr. Helder, son, en mayor o menor medida, creaciones suyas?- retratando una
obsesión absolutamente impermeable a unos hechos que niegan una y otra vez el
éxito de sus experimentos, convertidos
en rituales de pura locura desprovistos ya de todo sentido de la realidad. La
expresiva mirada de pavor de Frankenstein ante la posibilidad de haber errado
una vez más en su obsesiva búsqueda, es la de un perturbado que ya no concibe
su existencia si no es como eterno y siempre fallido aspirante a Dios, rol del
que además no tiene ya, o no en manos del realizador que pondría punto y final
a la saga, escapatoria.
Así, y sumando
al brutal desamparo que angustia al Monstruo en la consciente soledad que
denota la planificación de algunos instantes de Frankenstein y el monstruo del infierno, Fisher aúna el temor al
fracaso de un Frankenstein que vive para llevar a cabo una y otra vez su
imposible misión con el de su última y más desnortada criatura. Aquejados bajo un mismo horror, que se diría
impregna todos los hombres y mujeres que malviven en Frankenstein y el monstruo del infierno, Fisher hace de su película
la más abisal de toda la serie y probablemente la más próxima en su horror
existencialista al original de Mary Shelley, creando entre el monstruo y su
creador un vínculo inseparable e insoportable: el temor a ser arrojados a una existencia
no entendida como vida, sino como condena.
Título: Frankenstein and the monster from
hell. Dirección: Terence Fisher. Guión:
Anthony Hinds bajo el seudónimo de John Elder e inspirándose en los personajes
originales creados por Mary W. Shelley. Producción:
Roy Skeggs. Dirección de fotografía:
Brian Probyn. Montaje: James Needs. Música: James Bernard. Año: 1973.
Intérpretes: Peter
Cushing (Victor Frankenstein), Shane Briant (Simon Helder), Madeline Smith (Sarah), David Prowse
(El Monstruo), John Stratton (Director del manicomio).
[1]Terence Fisher nació el 23 de febrero de 1904 en la localidad
inglesa de Maida Vale. Criado por una madre de estricto sentido de la moral
desde la muerte de su padre cuando Terence contaba con tan sólo cuatro años,
los vaivenes económicos de los Fisher llevaron a los abuelos del futuro
realizador a encargarse de su educación. Y estos, de principios morales casi
victorianos, enviaron al retoño a la academia de la marina, lo que le sirvió
como sustento hasta los veintiún años de edad, cuando abandonó el servicio tras
navegar por todo el mundo y alcanzar la graduación de segundo oficial. Tras
abandonar la vida de nómada que no acababa de satisfacerle, dirigió un negocio
textil junto con un amigo, mientras empezaba a coquetear con la idea de hacer
carrera en la emergente industria cinematográfica inglesa. En 1933 fue
contratado como claquetista para el film Falling
for you, de Robert Stevenson para un año más tarde afrontar las labores de
ayudante de montador en el film Evensong,
dirigido por Victor Saville. Dos años después, y tras aprender todo lo posible
sobre el oficio, Fisher encontraría su primer trabajo como montador en jefe en
el film Tudor Rose, de nuevo bajo la
dirección de Robert Stevenson, para el que ya había trabajado por primera vez
en el mundo del cine. En 1947, y animado por su esposa, Fisher pasa a formarse
en el programa para nuevos realizadores de los estudios Rank Organisation, para
en 1948 estrenarse como director con Colonel
Bogey, tras la que filmaría algunos filmes más hasta su primera
colaboración con la Hammer (considerada por él mismo como su primera película de verdad) con Chantaje criminal, en 1952. Un año más tarde Fisher rodaría dos
relativamente exitosas películas para la misma compañía, ambas dentro del
género de ciencia ficción: Spaceways y
Four sided triangle, dejándole a
deber una película más por dirigir… y que cambiaría su carrera y la cara de un
mito del cine y la literatura de horror para siempre. La maldición de Frankenstein representó el puñetazo sobre la mesa
que la Hammer esperaba, y la definitiva confirmación de Fisher como realizador
a tener en cuenta tanto económica como artísticamente. Tras esta primera y
polémica incursión en el mito literario creado por Mary Shelley, Fisher se
volcó en llevar a buen puerto, además de la saga protagonizada por el Dr.
Frankenstein de la que se ocupa una nota al pie posterior, una parte importante
del cine de horror salido de la productora: las excelentes Drácula (1958) o La momia (1959),
The man who could cheat death (1959),
The stranglers of Bombay (1960), Las novias de Drácula (1960), Las dos caras del Dr. Jekyll (1960) que
representó una de sus mejores películas, la magnífica La maldición del hombre lobo (1960), El fantasma de la ópera (1962), La
leyenda de Vandorff (1964) dotada de una atmósfera ensoñadora difícilmente
igualable, la estupenda Drácula, príncipe
de las tinieblas (1965) o La novia
del diablo (1968) son algunas de las muestras del buen hacer del
realizador, que tras el varapalo crítico y económico recibido tras el estreno
de la película que nos ocupa, se sumiría en el silencio creativo hasta fallecer
siete años más tarde, en 1980.
[2]Considerada, y con razón, la más
importante de las precursoras del cine de horror europeo moderno surgido a
finales de los cincuenta, la productora Hammer Films fue fundada por el catalán
y barcelonés Enrique Carreras (1880-1950), llegado a la Gran Bretaña a
principios del siglo XX. Carreras alcanzó el éxito comercial que tantas veces
antes se le había escurrido entre los dedos al alquilar el Royal Albert Hall
londinense para organizar un pase de la obra Quo vadis?, en 1912. Un año más tarde, y espoleado por el éxito de
la representación, Carreras se haría con un cine situado en el barrio de
Hammersmith dotado de la friolera de 2000 localidades y que sería dividido en
dos salas con proyecciones independientes. En poco tiempo, Carreras ya era
propietario de una cadena de salas de exhibición, englobadas bajo el nombre de
Blue Halls, en las que se programaban esencialmente películas de bajo
presupuesto o serie B, filmes del oeste, melodramas o comedias. En 1932,
Carreras se asoció con el pequeño empresario y hombre de teatro William Hinds
(1887-1957), que organizaba espectáculos en el mismo barrio en el que el
inminente fundador de Hammer films tenía la sede de su compañía de exhibición.
El resultado de la unión económica de ambos amigos fue Exclusive films,
distribuidora de pequeñas películas muy al estilo de las que se podían ver en
los cines Blue Halls, y que en el año 1935 y ante la perspectiva de que
producir las películas distribuidas daba más réditos que llevar a cabo sólo la
segunda tarea, provocó el nacimiento de la productora Hammer films. Ese mismo
año la productora se estrenó con el rodaje de la película The public life of Henry de Nith, llevada a cabo bajo la batuta de
Bernard Mainwaring, y de The mistery of
Mary Celeste, realizada por Denison Clift y protagonizada, curiosamente,
por el Drácula más famoso de todos los tiempos hasta la llegada de Cristopher
Lee: Bela Lugosi. Con la llegada de la Segunda Guerra Mundial, la productora
interrumpió su labor con tan sólo cuatro películas en su haber, para retomar la
actividad en 1947, cuando Hammer films se fusionó con la distribuidora
Exclusive films dando lugar a Hammer Films Productions Ltd., por decisión de
los hijos de los fundadores y el nieto de uno de ellos. Con el objetivo de
llevar a cabo películas comerciales con el menor coste posible, James Carreras,
Anthony Hinds y el hijo del primero, Michael Carreras, fijaron un plan de
producción de cinco películas anuales cuyo techo presupuestario era de 20000 libras
esterlinas, con tres semanas de rodaje y tres más para la posproducción. En su
ánimo de ir sobre seguro y ante la imposibilidad de contar con actores de
renombre, adaptaron argumentos de seriales radiofónicos de éxito comprobado que
les dieron el rendimiento deseado. Al poco tiempo, y ya como productora
sinónimo de rentabilidad y éxito en taquilla, la nueva Hammer Films comenzó a
aumentar sus presupuestos y a contar entre sus filas con algunos nombres de
reparto de la serie B, lejos del estrellato pero relativamente conocidos para
el gran público. Poco después, y ya colaborando con productoras del otro lado
del atlántico como la RKO, Hinds sugirió la creación de unos estudios de rodaje
propios con el fin de abaratar costes y tener un mayor control sobre el rodaje.
Dicho y hecho, los Bray Studios, de los que se dice eran un lugar
particularmente amistoso y familiar, albergaron en su seno gran parte de la
producción Hammer más famosa hasta su cierre en 1968. El pistoletazo de salida
de la productora dentro del cine de genero de ciencia ficción y/o terror tuvo
lugar definitivamente en 1955 con El
experimento del Dr. Quatermass, al que seguirían Quatermass II o X, the Unknow,
ambas de 1957. Pese a todo, el relativo éxito, artístico y económico, de los
filmes palideció ante la primera incursión de la productora en el mito del
moderno prometeo. La maldición de
Frankenstein, primer film de la saga estrenado en 1957 que alcanzó su
cierre con la película que nos ocupa en esta entrada, supuso una bomba
cinematográfica y moral en la Inglaterra de entonces con un resultado esperable
ante dicha combinación: un absoluto éxito de taquilla. Y un cambio de tendencia
o una nueva visión sobre el mito
respecto a lo que ya se había hecho, y ocasionalmente de forma magistral, bajo
el paraguas de la productora Universal en los años treinta y más concretamente
con el director James Whale como máximo responsable. Lo mismo podría decirse
del estreno, un año más tarde, de Drácula, definitiva visión del mito vampírico de
ribetes dandy ideado por Bram Stoker
y que en esta ocasión contaría con un Cristopher Lee cuyo nombre sería desde
entonces inseparable del conde oriundo de Transilvania. Drácula, con una recaudación que superaba cincuenta veces su coste
original, supuso el definitivo mazazo de la Hammer en la industria del cine
inglés y el asentamiento de sus líneas maestras de producción: presupuesto
reducido, reutilización de escenarios en varias películas y un equipo de rodaje
de pequeñas proporciones en los que solían repetirse los mismos nombres en
diferentes producciones. Gracias al gran éxito de Drácula, la Hammer consiguió que Universal Pictures les cediera los
derechos cinematográficos de mitos literarios pasados al cine como el hombre
lobo, el fantasma de la ópera o los mentados Frankenstein y Drácula, a cambio
de distribuir la nueva hornada de cine de horror inglés en suelo
norteamericano. Un honor que se repartiría, gracias a un elástico contrato
acordado con los dirigentes de la Hammer, con Columbia Pictures después de que
la Warner Bros se apeara del trato argumentando que Drácula (distribuida precisamente por esta última compañía
norteamericana) y a pesar de los beneficios que les reportó, era una película enfermiza e inmoral. Tras una década de
éxitos en los que hubo lugar hasta para algunas incursiones en el género
bélico, el nuevo cine de horror venido desde el otro lado del Atlántico con
películas como La noche de los muertos
vivientes o La semilla del diablo
aceleró la decadencia cinematográfica de una productora que para entonces ya
sumaba una fortuna sólo igualada dentro del mundo de las artes inglesas por la
de los mismísimos Beatles. Cargando las tintas sobre el suave erotismo de sus
primeros filmes, y intentando actualizarse a los tiempos que corrían, la Hammer
acabó perdiendo pie y personalidad ante proyectos tan maravillosamente
tremebundos como El exorcista o La matanza de Tejas antes de caer en un
progresivo pero imparable olvido.
[3]La novela original escrita por Mary Wollstonecraft Shelley en 1817, a partir de una idea
surgida en la tormentosa noche del 17 de junio de 1816, fue publicada en 1818
en tres partes y firmada anónimamente. Según se dice -y no sin polémica
alrededor de las fechas, implicados y grado de participación- la señora de
Shelley se sirvió de la imaginación y debates de su marido Percy B. Shelley y
el poeta Lord Byron que pasaron con ella las horas sin sol debatiendo sobre los
últimos avances científicos, improvisando relatos de horror y retándose los
unos a los otros a escribir la historia de terror definitiva mientras fuera se
desataba una terrible tormenta. Algunos aseguran que no fue una y sino varias
noches las que los tres pasaron en dicho lugar llamado Villa Diodati, mítico
para los aficionados a la literatura de horror, y que Shelley no sólo recibió
paternalistas consejos por parte de ambos hombres, también del escritor
Polidori (El vampiro), que mantenía
una turbia relación de amor y odio con la joven y el poeta Byron, o incluso de
Matthew G. Lewis (El monje), que sin
duda debieron influir en el ánimo de la joven. Pese al culpable moralismo,
siempre visto desde la perspectiva actual, que se desprende del libro, Frankenstein es por derecho propio uno
de los clásicos de la literatura. Y la noche (o fin de semana) de su invención
ha hecho correr tantos rumores como celuloide, como demuestran los filmes Gothic, hueca pero curiosa película
firmada por el habitualmente más entonado Ken Russell, o Remando al viento de Gonzalo Suárez, entre algunas otras retratando
aquellos días repletos de excesos y con una sexualidad desatada. Para los que
deseen saber más sobre lo dicho hasta aquí y en algunas otras notas al pie de
esta entrada, les recomiendo encarecidamente que echen un vistazo al excelente
libro, desgraciadamente difícil de encontrar, escrito por Tomás Fernández
Valentí y Antonio José Navarro: Frankenstein.
El mito de la vida artificial, de la editorial Nuer. Muchos (de hecho casi
todos) de los datos enumerados aquí ya estaban, de forma mucho más amplia y
entendible, escritos allí.
[4]Más allá de los talentosos muros de la
Hammer y antes de que estos llegaran a erigirse como faros del cine de horror
durante gran parte de la década de los sesenta, el Frankenstein de Mary Shelley ha tenido incontables adaptaciones
cinematográficas y no menos cuantiosas versiones en otras disciplinas. La
primera de ellas fue probablemente la llevada a cabo por uno de los precursores
del llamado séptimo arte: Thomas Alba Edison con una primera y curiosa versión
de Frankenstein en 1910, en la que de
forma premonitoria y en base a un sencillo simbolismo, se planteaba la figura
del monstruo como un reflejo de la monstruosidad
de su creador haciendo de ambos la misma persona. Pero serían las
definitivas versiones del mito literario llevadas a cabo por el director James
Whale, El doctor Frankenstein y La novia de Frankenstein o el moderno
Prometeo, las que no sólo popularizarían la imagen del Monstruo
personificado por Boris Karloff y su ya mítica imagen con las cejas caídas, la
mirada ausente y los tornillos asomando tras su prominente mandíbula, sino que
llegarían a confundir el nombre de su creador, Victor Frankenstein, con el del
monstruo en la cultura popular. Estas dos excelentes películas, especialmente
la magistral La novia de Frankenstein,
supondrían por un lado una brutal simplificación del substrato filosófico y
humano del original literario, y por otro el comienzo de la rentabilización del
mito creado por Mary Shelley, como dan cuenta las numerosas secuelas llevadas a
cabo por la productora que apadrinó gran parte de los mitos fantaterroríficos
para el cine durante la década de los treinta del siglo pasado. Con la criatura
como protagonista absoluto como mártir tan incomprendido como peligroso en su
soledad a la fuerza y el doctor Frankenstein como desabrido y plañidero
comparsa, la Universal daría el agónico
carpetazo al mito haciendo aparecer al Monstruo una y otra vez con los
más dispares intérpretes bajo el mítico maquillaje comentado algo más arriba en
parodias como Abbot y Costello contra los
monstruos o en un monster-mash como La
mansión de Drácula. Alrededor de una década más tarde sería la ya mentada
en una nota al pie anterior Hammer Films la encargada de darle un necesario lavado
de cara a un mito cinematográficamente (muy) venido a menos. Fue en boca de un
alcoholizado James Carreras, durante la fiesta de final de rodaje de la exitosa
El experimento del Dr. Quatermass,
cuando se dio a conocer el objetivo de la productora: hacer una nueva versión
cinematográfica del original de Mary Shelley, rodada a todo color y con un
nivel de truculencia impensable en versiones anteriores. Dicho y hecho, y pese
a la paternalista desconfianza del resto del equipo que tomó las palabras de Carreras
por entusiastas alardes de un productor achispado, la Hammer no sólo cumpliría
las dos condiciones recién mencionadas, también situaría en La maldición de Frankenstein al Doctor
Frankenstein interpretado por Peter Cushing como protagonista absoluto, dejando
a un lado y en el papel de consecuencia real y física de los vaivenes morales
del doctor a la criatura interpretada por esta vez por Christopher Lee. Tras
esta magnífica película, y gracias a su éxito, las inevitables secuelas no se
harían esperar. La venganza de
Frankenstein, Frankenstein creó a la mujer, El cerebro de Frankenstein, The
Evil of Frankenstein o el film que nos ocupa son parte del saldo dejado por
el taquillazo que supuso la primera película sobre el mito llevada a cabo por
Terence Fisher. El realizador repetiría con gran parte del equipo técnico y con
Peter Cushing como progresivamente enloquecido Doctor en cada una de las
películas cada vez más vagamente inspiradas en la novela de Mary Shelley… y
curiosamente sin que la calidad mermara prácticamente en ninguno de los casos.
Más adelante, y con el film que se analiza en esta entrada como potente canto
de cisne de la saga frankensteniana por parte de la Hammer Films, el mito de
Frankenstein iría resurgiendo muy esporádicamente y con resultados
tremendamente desiguales. La curiosa Flesh
for Frankestein, auspiciada por Andy Warhol y dirigida por Paul Morrisey y
Antonio Margheriti en el mismo 1973 en que Frankenstein
y el monstruo del infierno vería la luz, el blaxplotation Blackenstein, alguna aparición en las
irrisorias películas del luchador de lucha libre mexicana El Santo, o algunas
aportaciones por parte de Jacinto Molina/Paul Naschy, suponen algunas de las
muestras más destacables aunque no necesariamente buenas sobre el personaje y su
monstruo. Incluso un film con más pedigrí como es la muy posterior Frankenstein de Mary Shelley, dirigida y
protagonizada por Kenneth Brannagh como Frankenstein y Robert De Niro como la
Criatura, no acaba de alcanzar la pegada que Fisher logró casi cuarenta años
antes, pese a contener algunos instantes impresionantes y hacer gala de cierta
fidelidad al original literario, sin que ello implique -por mucho que la
publicidad del film se emperrara en ello en su día- que la película sea ni
mejor ni peor que si hubiese obviado por completo la novela de Mary Shelley.
Además, existen incontables adaptaciones del mito hechas de forma apócrifa en
muchas ocasiones haciendo antes referencia a las adaptaciones cinematográficas
que a la fuente literaria de la que beben. Allí están Eduardo Manostijeras como mayor y mejor muestra de las constantes
referencias a los films de James Whale (cuya figura y su relación con sus films
sobre Frankenstein motivaron el excelente film Dioses y monstruos) en parte de la filmografía de Tim Burton, el
divertido petardeo de The Rocky Horror
Picture Show o de forma mucho más desafortunada, la lamentable Van Helsing, soporífera película
dirigida por Stephen Sommers entre muchas, muchas otras muestras de la vigencia
de un mito que no cesa de reinventarse y que ha logrado sobreponerse a la
estética impuesta por el cine para convertirse prácticamente en un concepto.
[5]Algo que resulta bastante revelador si se tiene en cuenta lo mucho
que gustaba la Hammer de incluir escotadísimas mujeres hasta en los instantes
en que dichas prendas no podrían ser más incómodas. Ya sea para remarcar lo
mortecino del entorno descrito en Frankenstein
y el monstruo del infierno, en el que ni siquiera hay lugar para suaves
erotismos como válvula de escape ante tanta sordidez, o por la coherencia
narrativa que haría ridículo que una mujer se paseara ligera de ropa por un
mundo lleno de imprevisibles locos, este film de Fisher supone una extraña isla
de asexualidad dentro de una parte importante de su filmografía. O quizás es,
como decía Jesús Franco, porque definitivamente y con o sin escotes, la Hammer
hacía películas de horror para recatadas octogenarias inglesas.
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