Se ha dicho en
infinidad de ocasiones que el cine firmado por Steven Spielberg[1],
tanto en su vertiente más dramática como en la más festiva, es poco menos que
una costosísima atracción de feria. Esta por lo general malintencionada máxima
sentenciada desde algunos púliptos de la crítica cinematográfica, encuentra su perfecta y
autoconsciente destilación en la antesala del clímax de Indiana Jones y el Templo maldito, pluscuamperfecto ejemplo de lo
cinematográfico entendido y asumido como
puro circo: una carpa en el que el número final consiste en una vagoneta de
mina que circulando a una vertiginosa velocidad, abandona los raíles que la
sostienen sobre un mar de incandescente lava y, tras un angustioso instante en
el aire, vuelve a caer de nuevo sobre las guías metálicas que la aguardan providencialmente al otro lado del
abismo. Además de pura declaración de principios de Spielberg y su compinche y
productor George Lucas[2]
-otro de los nuevos prestidigitadores
del cine norteamericano que durante años ha aguardado sentencia desde el
banquillo en calidad de acusado por el crimen de llevar al cine a una nueva
Edad de Piedra[3]-
como máximos responsables de la segunda epopeya del aventurero doctorado en arqueología
encarnado por Harrison Ford[4],
esta escena también resume lo mejor y lo peor de Indiana Jones y el Templo maldito, sus flaquezas y fortalezas.
Así, y
construido en base a dos fragmentos intensos y trepidantes y un parte
intermedia que en su quietud, y aunque sea por comparación, revela el enorme
vacío sobre el que se sostiene el film de Spielberg en su totalidad, Indiana Jones y el Templo maldito, da
comienzo un año antes de lo ocurrido en En
busca del arca perdida, en un lujoso club privado de la ciudad de Shangai.
Lugar que tan pronto como la película alza voluptuosamente el telón, se revela
como imposible, irreal a todos los
niveles: introducidos por el cabarestesco baile de la guapa Willie (Kate
Capshaw), los espectadores se ven inmersos en una película de dimensiones y
contornos vaporosos, capaz de ocultar, tras unas cortinas, una habitación de
proporciones tan descomunales que ni se aprecian sus límites, repleta de
bailarinas ejecutando un bien engrasado número musical espoleado por la voz de
la cantante entonando un revelador Anything
goes (Todo vale, en su traducción
literal del inglés) en mandarín[5]…
y que no se acalla con el silencio de la mujer, sino que se filtra hasta su
fondo como omnipresente rumor sobre el que se flota, elegante y caricaturesco a
partes iguales, el mundo puesto por Spielberg ante nuestros ojos. El exultante
barroquismo de esta escena da paso a otra, aparentemente más cotidiana y
reconocible en términos cinematográficos poblada por prototípicos parroquianos
de ojos rasgados y grotescos bigotes entre los que Spielberg se apresta a
mostrar al Dr. Jones en plena negociación con tres miembros de una mafia china
local, discutiendo los términos de su acuerdo económico sobre el canje de unas
valiosas gemas. La charla pronto llega a su fin, pero lo hace en un trepidante
y violento tiroteo que desenrosca la escena hasta desplegar todos los elementos
que la conforman, para luego reorganizarlos en una enredada comicidad capaz de hacer palidecer en su rebuscadísima e
ingeniosa coreografía, de un ritmo casi musical, al espectáculo de variedades
que abría el film.
A partir de este
asombroso inicio (sitiado en el club llamado, para más inri, Obi Wan[6])
la acción se propulsa sobre incontables persecuciones sólo sometidas a la ley
del más-difícil-todavía: huidas en el
último minuto a bordo de un aeroplano, lanchas inflables que se deslizan monte
abajo, o peleas compuestas a modo de cómico ballet,
minan hasta el detrimento todo elemento dramático mínimamente capaz de poner
palos en las ruedas al revolucionado tren en miniatura gobernado por un pletórico
y juguetón Spielberg.
Un vehículo de
todo tipo de trucos cinematográficos que, sin esconder su condición de
divertimento sin ninguna relación con nuestro mundo y las normas que lo rigen, aminora
para repostar su argumento en una pequeña aldea hindú, en cuyos exóticos
alrededores llenos de peligros transcurre gran parte de Indiana Jones y el Templo maldito. Allí, el personaje hecho
inseparable del Harrison Ford que lo interpreta, acompañado por su jovencísimo y pequeño
ayudante Tapón (Jonathan Ke Quan) y la histérica Willie, se enfrenta a oscuras
fuerzas que hunden sus raíces en la superstición y la oscuridad de la selva, personificada
la figura del brujo Mola Ram (Amrish Puri) como líder de un violento grupúsculo
Thug. Con el film adentrándose en territorios moralmente más turbios y visualmente
mucho más oscuros y grotescos, el hechicero de esperpéntico nombre ejecuta su
diabólico plan maestro que le permitirá controlar el mundo y someterlo bajo una
única religión basada en sacrificios humanos a su diosa Kali, secuestrando a
todos los niños y niñas del lugar para utilizarlos como mano de obra en las
minas que esconden la piedra Shivalinga, llave del poder que permitirá a los
Thug gobernar el planeta. De este modo, la oscuridad propia de un cuento de
hadas en el que no falta ni la figura paterna más déspota (Ram) como
encarnación de un subterráneo y oscuro Mal, enfrentada a la luminosidad sin
mácula del heroico Jones acompañado de su comparsa femenina y un niño al que
trata como un (buen) padre[7],
se adueña de un ya para entonces raquítico relato que pronto se anega entre
putrefactos cadáveres, repulsivos menús que abren boca con sopas de caldo con ojos humanos como
tropezones de primero, y concluyen con helados de cerebro de mono de postre. Y
la catarata de nauseabundos efectismos continúa: legiones de insectos,
rebuscadísimas trampas que con el paso del tiempo se han convertido en fosas
comunes repletas de mondos esqueletos, corazones arrancados que aún palpitan
bajo la alucinada mirada de sus antiguos amos y del público… Todo suma sobre la
indudable impresión de estar ante la película más oscura de una saga que ya
cuenta con cuatro filmes en su haber[8],
aunque paradójicamente resulta aquel en el que la violencia se percibe de
manera menos intensa.
Los elementos deliberadamente
retorcidos que primero ribetean y luego forjan el escatológico carácter de Indiana Jones y el Templo maldito,
rellenando el hueco dejado por su débil guión, acaban por ser a base de
agolparse los unos sobre los otros, puro y vistosísimo ornamento sobre una
historia envuelta en llameantes
tonalidades rojo sangre que se agota rapidísimamente, quedando muy por detrás
del monumental espectáculo que el film de Spielberg se jacta de ser a los cuatro vientos. De esta manera,
las escenas que componen el deslavazado cuerpo de la película podrían ser
vistas de forma independiente las unas de las otras, conectadas entre ellas por
vínculos dramáticos tan débiles que son prácticamente innecesarios, y peor aún,
resueltos mediante soluciones tan peregrinas y absurdas que la tensión, en
lugar de acumularse, se diluye. Vista como una película en la que la cáscara ha
resecado la pulpa, Spielberg se impone un continuo movimiento a ninguna parte:
al contrario que en el caso del resto de films de la saga, Indiana Jones y el Templo maldito carece de tramas secundarias y
sólo en escasísimas ocasiones consta de algunas acciones en paralelo que no
parecen buscar la angustia, sino enriquecer escenas que aumentan su caudal
mediante el efecto de bola de nieve sin ensanchar el
significado de lo que muestran sus imágenes, que si bien no carecen de
capacidad de sorprender ni de sentido de la maravilla, no desprenden como se
decía ni un ápice de suspense. Su planificación, pese al endiablado ritmo que
marca tanto por el montaje como por su dinamismo interno, es expositiva y busca
un logrado efecto inmediato que no encuentra un eco en el desarrollo posterior
de la historia. No hay lugar para dobleces o ambigüedades de ningún tipo en Indiana Jones y el Templo maldito: todo
es frontal, y en su colosalismo tan ocasionalmente vigoroso, muestra el
exotismo de los lugares en los que tiene lugar su acción como coloristas
instantáneas sobre las que pasa de largo sin llegar a adentrarse en ellas. Lo estereotipado
de unos personajes sin matices, ya sean un Indiana Jones más canalla, viril, y
decidido que en ninguna otra entrega, pero también carente de la torpeza que lo
hacía vulnerable, o una insoportable Willie como gritona y rubia comparsa tan
guapa como irritante dan lugar, por ejemplo, a una historia de amor que no se
sostiene sino es como impepinable peaje. Y que, más aún, no parece ser otra
cosa que una excusa para construir una enésima y talentosa set-piece con el único ánimo de divertir al público. Todo ello
aunque sea a costa del más mínimo sentido de la lógica no sólo realista, sino tampoco dentro de una
causalidad narrativa que en Indiana Jones
y el Templo maldito es continuamente bombardeada por la obvia intención de
sus responsables de entretener a la platea a toda costa y por encima de todo
límite que tenga que ver con lo razonable, si con ello alcanza el grado de
emoción suficiente. Así, todo, ya sean los elementos visuales del film, la
música de John Williams, la pobre historia y los resultones diálogos plasmados
en un guión que estorba más que apoya la acción, y los actores perfectamente
caracterizados en sus papeles, se supeditan sin tregua al efecto que el film pueda provocar en sus espectadores, más allá de
la propia unidad de la película y hasta de su lógica interna, no en vano y de
forma bastante inteligente, presentada como desbordante e irreductible a los
confines del relato y los encuadres desde el colorista inicio de Indiana Jones y el Templo maldito.
Quizás por
eso, Indiana Jones y el Templo maldito
trufa el enorme vacío sobre el que planea durante todo su metraje con el
catálogo de divertidas asquerosidades que sorprenden al espectador sin por ello
llegar a perturbar su ánimo, apunta elementos históricos de calado como las
relaciones entre la India y su colonizadora Inglaterra para luego despacharlos
como un mero tema de conversación entre los personajes, la aparición en la
trama del culto milenario de los Thug[9]
o, en definitiva, aborta toda sensación de riesgo o peligro que pueda cernirse
sobre sus personajes, arrebatándoles la acción de sus manos y dejándola en
manos de la casualidad más imposible que en sus mejores momentos se traduce en
pura sorpresa y en los peores en los más desopilantes deus ex machina imaginables. Nada resulta demasiado terrible, ni
tampoco terrorífico haciendo de lo que apunta hacia los lugares más turbios de
la trama algo que jamás se mantiene el tiempo suficiente como para llegar a
inquietar excesivamente el ánimo de un espectador adulto más divertido que
preocupado por el desarrollo de una trama que ni se ensucia ni mancha a
aquellos que asisten a ella. Visto así, ni el paternalismo cultural, ni la
lamentable visión de la mujer como adorno debería ser tomado más en serio que
el resto del film, pura atracción de circo sin más objeto que poner ante el
espectador elementos ya reconocibles y exagerarlos, sacándoles el polvo al
revolucionar su dinamismo hasta sostenerlos en un aire que acaba por viciarse
un poco.
Esta falta de
auténtica mala baba, pese a la viscosidad atmosférica de la mejor película de
la saga, la hace más espectacular, más irreal,
y relativamente más disfrutable que si el film hubiese decidido verse a sí
mismo y lo que cuenta en serio y, pese a quien pese, también más libre que de haber optado por un camino
menos hilarante, aunque desgraciadamente no por ello menos emocionante. Desplegándose
siempre en línea recta y sin mirar a los lados, el film de Spielberg saca
fuerzas de escenas de acción perfectamente coreografiadas que alcanzan un
barroquismo que sólo busca, y ahí es nada pese a que podría ser más, epatar y
divertir a partes iguales, quedándose ocasionalmente en un algo frustrante término
medio en el ecuador de su metraje que funciona mucho mejor cuando amplía su
espectacularidad dentro de un mismo plano que se despliega en incontables
detalles que cuando la planificación divide el espacio, acotándolo. Tal y como
el film de Spielberg elide todo aquello que pueda espesar el fondo del film por
considerarlo superfluo para sus fines. A resultas del atolondrado espíritu
festivo de Indiana Jones y el templo
maldito la infernal mina, en la que malviven los infantes robados por Ram y
sus secuaces, parece una sádica desviación de un parque de atracciones en el
que en lugar de disfrutar de un emocionante paseo en montaña rusa, los niños y
niñas desfallecen de inanición mientras la construyen, la maldad vira hacia la
divertida travesura, y la película en su conjunto una especie de carísimo y
bizarro tren de la bruja, que justo cuando empieza a inquietar al espectador
infantil ya está empezando a resultar demasiado hilarante como para ser realmente aterrador para el
adulto.
El bulímico
apetito del film de Spielberg, jugado bajo las normas de un humor que en
ocasiones, como cuando hace las veces de motor de escenas de acción, funciona
pero que en otras no, aproxima el maravilloso y contagioso hedonismo del Todo
Vale de su inicio a un nihilista (y, visto lo visto, tristemente visionario) Todo da Igual que
convierte al público en un divertido pero frustrado convidado de piedra. Esta
porosa frontera entre una y otra manera de ofrecer un espectáculo que se
regodea en sí mismo, se reblandece hasta lo translúcido en los peores momentos
del film, y a buen seguro se habría venido abajo en manos de uno de los muchos
realizadores menos dotados que el máximo responsable de Indiana Jones y el Templo maldito. Pero este no es el caso de
un Spielberg, erigido por propios y extraños en un difícilmente igualable estándar
cinematográfico, que como la vagoneta cuya aparición da comienzo al mejor y más
intenso tramo del film, cae milagrosamente (o no, más bien por talento) de pie tras saltar un abisal vacío
tras el que vuelve a poner su película en el febril movimiento que la
convertido, por derecho propio, en una de las cumbres del demasiado denostado,
tanto por parte de la crítica como se diría que de algunos de sus creadores, cine de evasión.
Es en la
persecución sobre raíles que tantas veces, a las que se suma el principio de
esta entrada, ha servido como metáfora del nuevo y vacuo cine de atracciones impulsado por Spielberg, cuando esta segunda
entrega de las aventuras del arqueólogo alcanza su cénit y retoma el libertario
y frenético rumbo del que hacía gala al inicio del film. Milimetrada en su
intensísima construcción y dotada de un ritmo endiablado como pocas veces se ha
visto en una pantalla, Spielberg valida su apuesta por el más irreal escapismo
dotando de armonía y espesor formal el sinsentido general de su film gracias a
un cosquilleante, por divertido, sentido de la emoción que ya no lo abandonará hasta
su conclusión. Llevando al espectador a una impresionante y nada fácil forma de
ver y, para lo bueno y para lo malo y al gusto de cada uno, vivir el cine como parte de un
espectáculo vacío, pero en el que todo
vale. Todo, damas y caballeros, menos aburrir.
Título: Indiana Jones and the Temple of Doom.
Dirección: Steven Spielberg. Guión:
Willars Huyck y Gloria Katz a partir de un argumento original de George Lucas. Producción:
Kathleen Kennedy, George Lucas, Frank Marshall y Robert Watts.
Dirección de
fotografía: Douglas Slocombe. Montaje: Michael Kahn. Música: John Williams. Año: 1984.
Intérpretes: Harrison Ford (Indiana Jones), Kate Capshaw (Willie Scott),
Jonathan Ke Quan (Tapón), Amrish Puri (Mola Ram).
[1]Para los que quieran obtener algunos datos alrededor del llamado Rey Midas del Nuevo Hollywood, pueden
revisar la nota al pie que se encarga de parte de su vida y milagros
cinematográficos en la entrada dedicada a la magistral Tiburón, publicada en este blog en el mes de agosto del pasado
2013.
[2]George Walton Lucas Junior nació el 14 de mayo de 1944 en la
localidad californiana de Modesto. Estudió en la Downey High School mientras se
aficionaba a las carreras de automóviles, hobby
que acabó causándole tal furor que decidió ser piloto de carreras para ganarse
la vida. Pero un accidente de coche, que prácticamente acabó con su vida, le
hizo cambiar de opinión y modo de vida, enrolándose en la afamada escuela de
cine de la USC (Universidad del Sur de California). Allí llevó a cabo numerosos
cortometrajes, entre los que se incluía el mediometraje THX: 4EB, con el que ganó el premio del festival nacional de
películas de estudiantes durante el curso de 1967-1968. Ese mismo curso
consiguió una beca que le permitió asistir al rodaje de un film de bajo
presupuesto, Finian’s Rainbow,
dirigido por un incipiente Francis Ford Coppola, con el que entablaría amistad
y crearía la compañía cinematográfica American Zoetrope en 1969. El primer
proyecto de la pareja creativa bajo el paraguas de la nueva productora sería
una versión larga del premiado mediometraje de Lucas bajo el título de THX 1138, interesante film de ciencia
ficción cuya historia y puesta en escena se diría en las antípodas de la saga
galáctica que haría de Lucas el popularísimo realizador que fue no mucho tiempo
después. Un par de años más tarde, y tras crear Lucasfilm Ltd. Lucas dirigiría
la entrañable American graffiti, que
le mereció el globo de oro y cinco nominaciones a los premios Oscar. Durante
1973 y 1974 se dedicó en cuerpo y alma a escribir el guión de lo que acabaría
siendo la celebérrima La guerra de las
galaxias, hito de la cultura popular como pocos, inspirándose en el comic Flash Gordon, del que Lucas era un
rendido admirador, y el clásico de Franklin J. Schaffner El planeta de los simios. En esa época, también pretendía escribir
una saga a modo de homenaje del cine de aventuras de los años treinta y
cuarenta que sería el germen que daría lugar a la serie de Indiana Jones, pero
debido a la negativa de parte de las productoras, Lucas prosiguió en su empeño
alrededor de la saga galáctica que le daría fama y toneladas de dinero. Con ese
objetivo, en 1975 creó la compañía de efectos especiales ILM y otra dedicada a
los efectos de sonido bajo el nombre de Sprocket System, que más adelante se
convertiría en Skywalker Sound. La maldición que pesaba sobre su libreto de La guerra de las galaxias llegó a su fin
gracias a una reunión en la Twentieth Century Fox, en la que acordó ceder su
salario como director a cambio del 40% de las ganancias de taquilla del film,
amén de ser propietario de todos los derechos de merchandising… Dejando a un
lado la suerte que pudieron correr los implicados en esa reunión visto lo que
ocurrió a continuación, La guerra de las
galaxias se estrenó en 1977 tras un accidentado rodaje que acabó con Lucas
en el hospital bajo el diagnóstico de hipertensión, y supuso uno de los mayores
éxitos de taquilla de la historia del cine que además acaparó siete
nominaciones a los Oscar en su año. Pero el estrés del rodaje de esta magnífica
película hizo mella en el ánimo del realizador, que para las siguientes
entregas se refugió en sus labores de productor y sin tenir que pedir un
céntimo a la Fox para poder costearlas, cosa que hizo gracias a préstamos
bancarios saldados con los beneficios que daban los films. La primera de ellas,
El imperio contraataca fue dirigida
por Irwin Kershner y escrita por Lawrence Kasdan, dando lugar a resultados menos
espectaculares y, dentro de la blancura generalizada, más turbios pero tanto o
más emocionantes que el original. Algo que no ocurriría con la divertidísima El retorno del Jedi, dirigida por
Richardd Marquand, que supondría un
catálogo de monstruitos en pantalla que no desmerecía en absoluto a las dos
entregas anteriores. En 1980 escribiría y produciría En busca del arca perdida, primer episodio de la saga de Indiana
Jones, en la que repetiría funciones en la película que nos ocupa, mientras que
en Indiana Jones y la última cruzada
de 1989 se encargaría exclusivamente de las labores de producción ejecutiva
para regresar al terreno del guión con Indiana
Jones y el reino de la calavera de cristal, de 2008, que también
produciría. Tras años produciendo películas ajenas o participando en los
departamentos de sonido y efectos especiales a través de sus compañías ILM y
Skywalker Sound, Lucas volvería al ruedo de la dirección en 1999 con La amenaza fantasma, algo desabrido
primer capítulo de la saga de La guerra
de las galaxias (misteriosamente rebautizada Star Wars a partir de ahí), que supondría el inicio de una nueva
trilogía cronológicamente anterior a la original filmada en los años setenta y
ochenta. Pero ni El ataque de los clones,
en 2002 ni la muy superior y la mejor película de la nueva trilogía La venganza de los Sith en el 2005
lograron equipararse en calidad ni resultados en taquilla con las tres
películas primigenias. Desorbitadamente opulento y convertido al budismo dentro
de su grandísimo rancho (bautizado como Skywalker
Ranch), Lucas no ha dejado de exprimir los frutos de su saga galáctica
hasta la saciedad, invadiendo el mercado con muñecos y todo tipo de cachivaches
de coleccionista y el mercado doméstico con nuevas disgresiones y rellenos de
las películas estrenadas en la gran pantalla. Pero, pese a quien pese, el
nombre de Lucas es y parece que seguirá siendo, visto el anuncio de una nueva
trilogía de la saga de La guerra de las
galaxias en las que participará como consultor creativo, sinónimo de la
comercialidad más rampante, pero también de un entretenimiento tan aparatoso y
ocasionalmente logrado como inocente en su sencillez de fondo.
[3]Más allá de las incontables acusaciones por parte de la crítica y
una porción menor del público de infantilismo
galopante en prácticamente todas las películas de Spielberg y Lucas, ya sea
juntos o por separado, ha sido su condición de instaurar el entretenimiento más
espurio como norma industrial lo que ha levantado las iras de muchos de los
detractores del dúo creativo. Así, sagas como la de La guerra de las galaxias, la de Indiana Jones o prácticamente toda la filmografía de Steven
Spielberg como director o productor, han sido vistas como un retroceso a los
tiempos en los que el cine se basaba en meros trucajes con el objetivo no de
hacer pensar a sus espectadores sino, para horror de muchos críticos y
espectadores repelidos por la mención de la palabra espectáculo, sorprenderlos. Esta forma de entender el cine no como visión sino como ilusión, fue bautizada en su día como Cine de atracciones, por sus similitudes con la emoción de subirse
a una montaña rusa o una noria, y también con la inconsistencia racional de la misma. Este
autoconsciente impulso de hacer del cine un lugar de ensueño con poco o nada
que ver con la vida real aunque sea de forma mínimamente oblicua, que tantos
varapalos supuso para Spielberg y Lucas, fue jugada a favor suyo y de viva voz
en la mentada escena de la persecución en la mina de Indiana Jones y el Templo maldito, que inicialmente estaba
planteada para En busca del arca perdida.
Se puede estar de acuerdo en la algo cansina tendencia de una parte del cine
surgido desde entonces de promover un espectáculo que cuando no cuaja llega a
ser terriblemente aburrido, o de establecer una más que perniciosa separación
entre pensar y entretenerse, que se ha erigido como carta blanca de un garrulismo
entendido como (falso, o al menos insuficiente) hedonismo. Pero de ahí a poner
en picota y al completo una forma de entender el cine, a pesar de la antipatía
que provoca el que goce de todos los parabienes de promoción y producción
habidos y por haber hasta convertirse en un insustancial estándar, media un
abismo. Además, como se dice por ahí y por mal que les sepa a los puristas, uno
de los secretos para la buena vida es una dieta variada.
[4]El personaje de Indiana Jones (apodo de Henry Walton Jones Jr.)
nació en 1973 de la mano de George Lucas, con la idea de recrear en una saga de
tres películas el espíritu aventurero de algunos filmes de los años 30 y 40
puestos en circulación por la Republic Pictures. La idea inicial de Lucas era
crear dos sagas independientes y diferenciadas en género y, más relativamente,
en su tono. La segunda saga planteada acabó por ser la primera en ver la luz:
fue la de la mítica La guerra de las
galaxias y su revisión de algunos lugares comunes de la ciencia ficción de
bajo presupuesto de décadas anteriores, la que se adelantó en el tiempo al
primer borrador de la saga aventurera que tendría como protagonista a un
arqueólogo a la búsqueda de objetos antiguos y de gran valor histórico. Esta
saga, inicialmente bautizada como Las
aventuras de Indiana Smith, fue presentada al guionista y excelente
director Philip Kauffman, que planteó el Arca de la Alianza como el primero de
los objetos de búsqueda del por entonces Indiana Smith. Pero Kauffman abandonó
el proyecto al ser llamado a filas por Clint Eastwood para dirigir el
tumultuoso rodaje del film El fuera de la ley del que Eastwood era protagonista, cuyas riendas acabó tomando el
actor tras tener algunas diferencias con el director o, según las malas
lenguas, directamente robándole la batuta de la película. Pero por fin la idea
cristalizó al mismo tiempo que lo hacía la amistad de Lucas con otro joven
realizador de nombre Steven Spielberg. Ambos coincidieron en la ciudad de Maui,
buscando relajarse tras los éxitos de La
guerra de las galaxias y Encuentros
en la tercera fase, y Spielberg le dijo a Lucas que pretendía dirigir un
film de James Bond, a lo que el realizador de la saga galáctica opuso una idea
mejor, la del arqueólogo Smith. A Spielberg le encantó la idea y entre ambos
cambiaron el nombre de Smith a Jones y, desde su privilegiada posición de
certificados revientataquillas, llegaron a un acuerdo con Paramount para filmar
bajo su ala cinco películas sobre el personaje. Y lo demás es historia del cine
y de la cultura popular, con referencias a la picardía del actor Errol Flyn y
la paternal rudeza de Charlton Heston como ingredientes que forjarían el
carácter de Jones y un Harrison Ford que se hizo con el papel en el último
momento, después de que un inconsciente Tom Selleck lo rechazara y Spielberg
tuviese que echar mano de él tras verlo en La
guerra de las galaxias y ante unas fechas de rodaje que se aproximaban
vertiginosamente. Tras el éxito del film, llegaron las secuelas que aún no han
llenado el cupo de cinco películas firmado con la Paramount, las míticas
adaptaciones al mundo del videojuego, las novelas cortas y una serie de
televisión con un joven Indiana Jones como protagonista de las más variopintas
aventuras durante la tumultuosa primera mitad del siglo XX.
[5]Esta canción, como todo el acompañamiento musical de la obra
teatral de la que forma parte, fue escrita por Cole Porter en 1934.
Representada por primera vez en Broadway ese mismo año, y con un libreto
escrito por Guy Bolton y P.G. Wodehouse, Anything
goes, la canción reversionada en mandarín en el film de Spielberg que nos
ocupa trata sobre la fugacidad del amor en tiempos cada vez más acelerados,
centrándose en la obra teatral en la relación amorosa entre un marinero y una
mujer casada con el capitán del barco. Aunque el sentido que el tema ocupa en Indiana Jones y el Templo maldito parece
más enfocado hacia una visión desenfrenada del cine como lugar en el que todo
puede ocurrir.
[6]Obvia referencia al mítico Obi Wan Kenobi interpretado primero por
Alec Guiness y más tarde, aunque más joven, por Ewan McGregor en la saga de La guerra de las galaxias. No es este el
único guiño al cine de Steven Spielberg o George Lucas que aquí se autocitan en
alguna ocasión: muchos de los chistes de Indiana
Jones y el Templo maldito son el eco de situaciones y gestos del arqueólogo
ya mostrados en la anterior En busca del
arca perdida pero aquí de manera casi paródica, aparecen algunos de los
colaboradores habituales del dúo Spielberg-Lucas como el guionista Wyllard
Huyck (que algo más tarde perpetraría como director y bajo la producción de
Lucas la desarmante y muy desaprovechada Howard.
Un nuevo héroe, comentada en este blog en el mes de noviembre de 2012), o
los actores Dan Aykroyd (que había participado en la fallida 1941 de Spielberg) y Jonathan Ke Quan
(que tenía uno de los papeles protagonistas en la mítica producción de
Spielberg Los Goonies) en el papel de
Tapón. Además de esta viciada autoreferencialidad, Indiana Jones y el Templo maldito juega con nombres de sus
personajes hasta mencionar el nombre de Fu Man Chu y, por algo será, hace del
monte que ha inmortalizado el logo de la productora Paramount Pictures parte de
la escenografía de su primera secuencia. ¿No será porque esta entrega de la
saga de Indiana Jones se exhibe sin pudor como una película, como pura ficción sin nada que ver con una realidad
que se apaga cuando el film da comienzo?
[7]La unidad familiar, uno de los temas predilectos de Spielberg y
muy habitual en su cine, es mostrada en Indiana
Jones y el Templo maldito de forma tan somera que podría ser pura
casualidad. El huérfano Tapón es apadrinado por Indiana Jones tras perder a sus
padres, y si el arqueólogo parece encontrar en la figura de Willie a su amante
de turno, Spielberg halla la pieza que le faltaba para completar su visión de
la familia. Una visión que esta vez tienen su contrapunto en la figura de un
Mola Ram que maltrata a sus incontables hijos, niños robados de sus hogares y
arrojados a un infierno en la tierra puesto sobre sus hombros por un brujo cuya
malvada y figurada paternidad contrasta sobremanera con la ruda pero en el
fondo tierna de Jones. Incluso en el momento en el que Indiana Jones es envenenado
y pierde la conciencia sometiéndose voluntariamente a los designios de Mola
Ram, llegando casi a asesinar a Willie y golpeando a Tapón, el personaje
interpretado por Harrison Ford encarna al diabólico padre y esposo que no es.
No por casualidad, y de nuevo en uno de los lugares comunes del cine de
Spielberg, siempre acusado y no sin razón (aunque con muy relativa importancia)
de políticamente conservador, el Orden se restablece con la caída del Mal pero
se certifica con la improvisada unión familiar (como ocurrirá en la tercera y
cuarta entrega de la serie de Indiana Jones) conformada por Jones, Willie y un
divertido Tapón como único hogar por el que luchar y que hay que defender. Por
algo será que algunos atribuyen la oscuridad de esta entrega de la saga de
Indiana Jones, al hecho de que tanto Lucas como Spielberg se encontraban en
sendos divorcios de sus respectivas esposas durante el proceso de producción de
Indiana Jones y el Templo maldito.
[8]La gestación del proyecto que acabó siendo Indiana Jones y el Templo maldito tuvo lugar antes de comenzar el
rodaje de En busca del arca perdida.
Un apretón de manos entre el director Spielberg y el guionista y productor
George Lucas selló el destino de un film que acabaría por ser la primera de, al
menos por ahora, cuatro entregas. Pese a las reticencias del realizador, Lucas
consiguió convencerlo de que, si se encargaba de llevar a cabo la primera de
las aventuras de Indiana Jones, debería completar una trilogía. El éxito de
taquilla propició esta segunda entrega que, en opinión de Lucas y tal y como ya
había hecho en El imperio contraataca
respecto a la saga de La guerra de las
galaxias, debía ser más oscura ya que y según sus palabras “antes de que las cosas vayan bien, deben ir
mal”. Dicho y hecho, y pese a las reticencias de Spielberg que consideraba
el tono demasiado tenebroso para lograr conectar con la audiencia de forma
satisfactoria, Indiana Jones y el Templo
maldito supuso y supone una buena muestra de un trampantojo de cine
infantil demasiado violento para ciertas jóvenes edades pero tampoco lo
suficientemente terrorífico como para no asustar a los adultos. Este punto
intermedio atenúo un poco la de todos modos más que considerable recaudación en
taquilla del film, pero supuso el varapalo de la crítica, que al contrario que
en casi todos los demás filmes de la saga, la machacó. Años más tarde, ni
Spielberg ni Lucas están especialmente orgullosos del resultado obtenido y pese
a no repudiar al film ni tampoco considerarlo un fracaso, Lucas opina que
quizás el resultado habría sido superior bajo un tono más luminoso, y
Spielberg, que asegura habérselo pasado en grande durante el rodaje, se casó
con la protagonista femenina Kate Capshaw al finalizar la película, y sólo por
eso ya agradece haber podido dirigirla.
[9]La secta de los thug, aparecida durante el siglo XVII, acogía en
su seno a feligreses de la fe hindú y la musulmana, que se dedicaban a robar y
a asesinar a viajeros desprevenidos tras ganarse su confianza. Adoraban a la
diosa tántrica hindú Kali, pese a promulgar que el origen de su culto era
musulmán, y consideraban que los crímenes perpetrados por sus miembros,
generalmente por estrangulación y mediante un pañuelo amarillo en honor a una
encarnación del dios Shiva como dios de la destrucción, eran un deber religioso
insoslayable y su única forma de sustento. La dirección de los diferentes
grupúsculos Thug unidos por una misma fe recaía muchas veces en sus miembros
más veteranos, algunos de los cuales entraban a formar parte de las filas de la
secta a muy tierna edad, siendo alimentados por los mismos que poco antes
asesinaban a sus familiares y los adoptaban y educaban en la fe Thug. También
había entre sus seguidores gente que vivía en la pobreza y se unía al culto
como forma de supervivencia. Gracias a su clandestinidad, que les llevó a usar
un argot propio llamado ramasi, lograron pasar desapercibidos y esquivar
cualquier problemática que pudiesen tener con las autoridades hindúes, pese a
que los colonialistas británicos los erradicó alrededor de la década de 1830.
Su área de acción tenía lugar en la India, por la que se desplazaban en grupos
de entre 10 y 200 miembros y creían que cada crimen de sangre perpetrado
mantenía alejada a la destructiva diosa Kali a un milenio por víctima. Aunque
teniendo en cuenta que su ratio
alcanza la friolera que oscila entre cincuenta mil y dos millones de
asesinatos, podemos sentirnos tranquilos al respecto durante mucho, mucho
tiempo.
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