-¿Quieres decirle algo a los niños del mundo?
-Bueno ¿Pero qué les digo?
-Lo que quieras.
-Pido a Dios que todos los niños del mundo no conozcan
los sufrimientos y las tristezas que tienen los niños
que aún están en poder de los enemigos de mi patria,
a los que yo envío un beso fraternal.
Viva España.
Francisco y Carmencita Franco. 1937.
Hacerle
justicia moral o cinematográfica a la biografía fílmica de un personaje del
funesto calado de Francisco Franco[1]
desde la agradecida y segura distancia que ofrece el tiempo transcurrido desde
el fin de su oscurantista y sanguinario régimen dictatorial puede parecer algo tan difícil como, en el fondo, cómodo. Y más aún
cuando se trata del retrato propinado al generalísimo en Caudillo a un año de distancia de su grotesca agonía y muerte. Porque a
decir de este film dirigido por Basilio Martín Patino[2]
en 1974, y con la inestimable perspectiva que ofrece la buena suerte de no
haber vivido jamás bajo el yugo del franquismo, Francisco Franco fue caudillo,
militar, jefe del estado y símbolo del fascismo mediterráneo y europeo más
recalcitrante, pero a duras penas un ser humano. La discutible visión que de Franco
ofrece Caudillo[3]
es la de un cascarón humano, un ideal de carne y hueso que hace de
indispensable pilar para una sociedad basada en el fraude histórico. Un símbolo
construido a partir de discursos oficialistas y rimbombantes de su propia boca,
entonados por sus familiares, falangistas o miembros afines a su
ultraconservador aparato político e ideológico, a través de tendenciosos
titulares y columnistas, así como de himnos y desfiles, películas e incluso
tebeos hechos a mayor gloria del vencedor de la sangrienta contienda fraticida
que tuvo lugar en España entre los años 1936 y 1939. Quizás por eso, Caudillo no es tanto el retrato de una
persona sino una deconstrucción de la épica militarista y cavernícola que el
aparato franquista construyó a partir del ser humano de carne y hueso que
gobernó España con mano férrea entre el final de la Guerra Civil y el inicio de
la Transición Democrática casi cuarenta años después. Y en consecuencia, la
película dirigida por Patino no pretende reconstruir los hechos más o menos
relevantes de la vida de Francisco Franco, sino que se construye narrativamente
a través de una serie de material audiovisual relacionado tanto con el caudillo
y sus lugares comunes como con el país que malvivía bajo su ala, para dotarlo
de un sentido prácticamente opuesto al que el régimen deseaba transmitir a la
población[4].
Obviando
seguir una línea argumental más o menos clara, y mediante numerosos saltos
cronológicos en el tiempo de vida de Franco que en muchas ocasiones hace las
veces de ventana a la Historia de España, Caudillo
utiliza recursos tan manidos por el franquismo como una desaforada épica en sus
descripciones de los actos y sucesos más nimios pertenecientes a la vida
pública y privada del dictador, para luego enfrentarlos a una serie de imágenes
y sonidos que los contradigan. Dentro de este montaje por enfrentamiento no por
tópico menos efectivo en lo que al retrato de Francisco Franco se refiere, de
naturaleza única y exclusivamente mediática
por extraído a partir de imágenes filmadas por el propio régimen que no fueron
utilizadas finalmente, Patino opone al recargado triunfalismo del régimen de
Franco sus más lamentables consecuencias para la población española,
incompatibles con la idílica visión que el franquismo propugna para sí mismo
desde su aparato mediático. Así, al mesianismo ideológico más o menos
inevitable en todo régimen autoritario, el realizador de Caudillo enfrenta imágenes de extrema pobreza y de violenta
represión de movimientos sindicales, a los parabienes militares y católicos que
se desprenden del engolado discurso mediático franquista se siguen matanzas y
desfiles de tropas marroquíes apoyando al frente nacional y que nada tienen de
heroico ni de sacrificial y, en definitiva, todo lo promulgado por el aparato
franquista es inmediatamente señalado de un plano al siguiente como falso y meditado. Así, el Franco de Caudillo es un titiritero que maneja la
Historia y un ventrílocuo de Realidad de la España que gobernó, del mismo modo
en que cede la palabra a su hija Carmen
para que se dirija “espontáneamente” a los niños alemanes que puedan verla por
televisión. Mediante un discurso que se pretende improvisado por la niña pero
que la cámara de televisión revela como preparado y ensayado por un Generalísimo
que mueve los labios silenciosamente formando las palabras que salen de la boca
de su hija en una sincronización perfecta que delatan las estudiadísimas
intenciones propagandísticas del acto, Patino levanta el velo que separa la
realidad del falseamiento de la misma rematando la jugada al montar
inmediatamente a la mentada escena una serie de imágenes de un grupo de niños
en pleno éxodo desde un País Vasco en ruinas. Yendo siempre en esa dirección, el
realizador de Caudillo deja claras
sus intenciones desde el principio del film: mientras una voz en off desgrana
desapasionadamente (con la apática voz de un Héctor Alterio que parece más
decidido a hundir el régimen que a ensalzarlo) las virtudes y ninguno de sus
vicios del inminente régimen de Franco sobre triunfales imágenes en blanco y
negro del bando nacional y sus acciones durante la Guerra Civil, el director
incluye unos escasos planos en color que muestran el rastro de destrucción
dejado por el conflicto fraticida poniendo así en tela de juicio la naturaleza
divina propia de “Un hombre enviado por
Dios para salvar España” del
Generalísimo. La estratagema dramática de Patino es tan cristalina y lúcida
como en el fondo limitada, Francisco Franco aseguraba querer salvar España
(cuando en realidad sólo quería salvar la que encajaba en su ultraconservadora
forma de entenderla) pero la única forma que tenía de hacerlo era destruyéndola
y haciendo sufrir a los españoles que vivían al otro lado del NO-DO,
sometiéndolos con una fraudulenta imagen del mundo que les rodeaba silenciando
un sufrimiento convertido en ineludible impuesto vital y religioso, y cuyo
olvido el realizador pretende combatir desde su película. Así, la estrategia
del firmante de Caudillo implica
encararse no con un temible Franco del que nada podía saberse si no era a
través de los medios de comunicación controlados por sus huestes, sino con su patética
imagen y el malvado juego de espejos cultural en que convirtió España gracias a
su poder mediático capaz de rehacer la Historia, y la identidad del dictador, a
conveniencia. Seguramente por eso, Patino no sólo bombardea la versión oficial
perpetuada a través de los medios de comunicación de la dictadura, sino la
mismísima imagen mediática, muy probablemente la única existente para gran parte
de los españoles de entonces, del caudillo.
Es en esta
intencionalidad de deconstruir la imagen de Francisco Franco donde surge lo más
interesante de Caudillo, no tanto por
la suave mala baba con la que Patino se ensaña en la figura del generalísimo, sino
por que la base de su acidez reside en presentarla una y otra vez como prefabricada. Planos que se detienen
súbitamente, congelando la expresión del dictador en las más ridículas
variables, afeándolo a capricho, o mostrándolo distraído y fuera de lugar entre
los más poderosos representantes de los sectores económicos y religiosos de
España o los embajadores de sus aliados Mussolini y Hitler, conviven con otros
más sutiles pero mucho más malintencionados como sobreponer una oda sonora al
caudillo que se regodea en su “altura de
espíritu” a una imagen que muestra descaradamente lo reducido de su
estatura. Éstas y muchas, muchas más estampas ridiculizantes, son fruto de
combinaciones llevadas a cabo por un remontaje de elementos preexistentes por
parte de Patino con una clara intención ideológica, un sesgo político que busca
derribar la imagen de Franco a partir de imágenes y sonidos que originalmente pretendían
alabarlo desde el otro lado del espectro ideológico, afín al régimen. Con esta
perturbación, visiblemente manierista y manipulada, del discurso oficial del
franquismo, Patino no sólo logra poner en picota las fraudulentas intenciones
de un Orden institucional que silenció mediática y sistemáticamente todo
aquello que no le interesaba, o que pudiese hacer dudar de la veracidad de su
visión del mundo convirtiéndola así en la única posible, también consigue hacer
dudar de la pureza no sólo de las imágenes a favor del régimen sino de la
pureza de cualquier imagen en general, por lo rematadamente evidente de su
estrategia de izquierdas igualmente propagandística. Lo travieso de su puya
política en lo que al retrato de Franco se refiere en Caudillo, permite a Patino establecer una distancia respecto a las
imágenes en las que se basa que terminan por minar la credibilidad de un
personaje, Francisco Franco, cuya credibilidad mediática (quizás la única que
podía tener más allá de su brutal uso de la fuerza militar) se desmonta a ojos
del espectador. Vista así, y a base de retorcer mediante vistosos efectos de montaje
y cortes de ritmo endiablado material previo hecho con fines aduladores para
con Franco, Patino crea una nueva propaganda de cariz político muy diferente
pero igualmente, y si acaso de forma aún más plausible, construida con una intencionalidad que revela, a base de
evidenciarlo, el artificio que ocultan tanto sus hábiles montajes como los
originales que pretendían ensalzar la premeditadamente mítica figura del máximo
representante del frente vencedor de la Guerra Civil que dividió España y de
cuyas cenizas surgió el régimen dictatorial franquista. Y es precisamente en el
retrato de ese conflicto, igualmente construido casi por completo mediante
imágenes de archivo y situado en el film como terrible y poderoso contrapunto
dramático, indisociable al triunfalismo franquista, donde el hasta entonces
ágil ritmo de Caudillo se encona[5]
y el film se muestra tan irregular que hasta algunos de sus mayores logros, más
arriba comentados, parecen zozobrar.
Al igual que
el retrato del caudillo, hecho de retazos de informativos y elementos
pertenecientes a la cultura popular de entonces convertida en bocera del
régimen, y la triunfal imagen que necesitaba para justificar sus desmanes ante
la población, la visión de Patino sobre la guerra fraticida resulta igualmente
sesgada, pero de maneras tan atenuadas que acaba cayendo en su propia trampa. Pese
a ofrecer una visión que cuestiona la oficialista, mostrando el conflicto desde
el punto de vista del bando nacional pero también desde el republicano sin que
la descripción de uno supere en metraje a la del otro, Caudillo, en su ansia de revelar lo que el régimen pretendía
ocultar para cuestionarlo, muestra una comprensible simpatía por el frente
republicano sin cuestionar la validez o la intencionalidad de sus imágenes,
igualmente propagandísticas e históricamente justificadas antes en las
convicciones políticas del espectador que en lo que se desprende de este tramo
de la película[6].
Poco importa que muchos de los recursos mediante los cuales Patino mina la
impoluta imagen del caudillo, evidenciando así cuanto hay de construcción
interesada en su retrato de Francisco Franco, se repitan cuando retrata las
miserias del bando republicano progresivamente diezmado, la implicación
emocional que se desprende de su visión del conflicto no podrían ser más
diferentes, y sus (propagandísticas) intenciones últimas considerablemente
parecidas. Las imágenes congeladas de un dictador con los ojos entrecerrados o
con las involuntarias muecas que Patino saca a la luz a partir de los gestos
más cotidianos encuentran su humanista, y algo sensiblero, eco cuando el
realizador de Caudillo repite la
misma estrategia formal para remarcar la desconfiada mirada de un niño huyendo
a paso ligero del avance del frente nacional, al igual que el rimbombante y
distante entierro del ínclito Primo de Rivera de fastos pobremente imperiales y
rígidas condolencias halla su mucho más humano reflejo en la más caótica, pero
también más cálida, sepultura del líder anarquista Buenaventura Durruti, como
parte de una estrategia generalizada que
se propaga por todo el film consistente en utilizar todos los recursos con los
que se buscaba ridiculizar al franquismo para humanizar el sufrimiento de los enemigos del régimen. Un humanismo
que sin embargo, y pese a su uso de algunas florituras formales como las recién
comentadas, basa su efectividad en un retrato mucho más atemperado, como
sinónimo de fiable por realista, en
contraposición a la rimbombante retórica y formal, que el empleado por el mismo
Patino para desenmascarar el fraude oculto en la propaganda franquista. Así, y
en su comprensible (y con una valentía algo diluida por la cómoda perspectiva
del tiempo) reivindicación de figuras como la de Dolores Ibarruri Pasionaria o
la del mentado Durruti[7],
demonizadas por el régimen de Franco, Patino enturbia un tanto lo más
interesante de su película, no por mostrar su lógico apoyo a uno de los dos
bandos en los que España parece dividirse, sino defendiendo las imágenes del
bando republicano como verdaderas,
sin más justificación que la adhesión emocional que puedan provocar. Se diría
que el realizador de Caudillo,
apoyándose en la proximidad en el tiempo de una parte de lo narrado en su
película para el espectador de los estertores del régimen y el inicio de la
Transición, pasa por alto todo contexto histórico en lo que a su descripción
del republicanismo se refiere, abrazando una emotiva fe que si bien seduce al
izquierdista converso, resulta peligrosa e insuficientemente panfletaria en su
posible adaptación a cualquier ideología o contexto político, sea este del
signo que sea.
De este modo, Caudillo se repliega sobre su condición
de film político negando durante el
desarrollo de su muy prometedora tesis inicial que toda imagen, venga esta de
donde venga e independientemente de las intenciones de su creador y difusor,
sea fruto de la manipulación, sino que el régimen de Franco -como en toda
dictadura- se sustenta en una mentira triunfal. Así, y ninguneando un tanto la
reflexión que late bajo una parte de la película y que muestra como un conjunto
de imágenes es capaz de generar una realidad o una identidad como fue la del
Generalísimo o la de una determinada España, Caudillo se supedita a una algo reduccionista (y justa)
reivindicación de una memoria perdida, borrada de todo discurso no ya oficial,
sino legal, de la sociedad española empujada hasta la amnesia histórica. El
inconveniente es que la revelación de esta verdad
implica una toma de partido, de revalorización de una serie de imágenes y
testimonios a los que Patino pone cara y nombre propio, como auténticas, cuando
gran parte de las energías del film parecían dedicadas, y con mucha
efectividad, a negar la pureza de intenciones de una imagen o imágenes de
cualquier tipo independientemente de su proveniencia. Es entonces cuando una
parte de Caudillo cae inocentemente
en el panfleto político menos elaborado que pese a lo loable de sus intenciones
resulta tan prefabricado como los pregonados desde el aparato franquista: el
logrado humanismo de algunos de los testimonios recogidos por Patino, su tono
sobrio y desprovisto del burlesco sentido del humor con el que retrata a Franco,
y el uso de dos poemas de Miguel de Unamuno y Pablo Neruda respectivamente,
como generadores de una denuncia más emotiva que racional, siembran un muy
atemperado sentimentalismo que nunca cuestiona la validez de las imágenes que
le dan carta de naturaleza, sino que
certifica su autenticidad. Las cuantiosas citasy apoyos del mundo
intelectual o artístico del momento plasmados en el film, desde los mentados
Unamuno o Neruda hasta Hemingway, pasando por un Picasso remitido por la
aparición de su mítico Guernica como ilustración de una
tragedia real pero sin imágenes de sus víctimas, podrían hacer pensar que
Patino contrapone una Historia única y oficial secuestrada por el franquismo, a
una España paralela y sufriente, ajena al aparato estatal, que sólo tiene lugar
desde la experiencia artística o personal como si sólo en ese terreno la
denuncia hubiese encontrado una manera de sobrevivir, siendo Caudillo tanto un collage compilatorio de dichas iniciativas como un ejemplo fílmico
de este enfrentamiento entre Historia colectiva e institucional y Memoria
personal. Pero cuando introduce imágenes de archivo alrededor de las
actividades opuestas al régimen no hay en su retrato del republicanismo y el
anarquismo una sombra de enfrentamiento entre fondo y forma, ni un testimonio
al que se contradiga mediante una elipsis, ni tampoco una pizca de ironía para
justificar lo que cae por su propio peso fuera de la pantalla, pero que resulta
más cuestionable cuando se encuentra dentro de ella como nada inofensiva
creadora de una Historia como una única realidad que hasta estas alturas del
film podría ser un fraude. Así, la reivindicativa denuncia contra el régimen
franquista, afortunadamente coyuntural se convierte, vista en perspectiva, en
un lastre para el feliz desarrollo de su desconfiada tesis que identifica
imagen con construcción y por lo tanto con artificio. Por eso, y a medio camino
del interesante ensayo fílmico, o el muy interesante film de no-ficción que
desborda su posible categorización como documental, que podría haber sido en su
totalidad, Caudillo se atrapa en una
no siempre satisfactoria tierra de nadie entre dicha naturaleza ensayística y
el documento audiovisual más o menos irrefutable que supone lo más desvaído de
la película. Quizás la afortunada distancia en el tiempo para con unos hechos
terribles provoca que el discurso de Patino, indudablemente valiente y valioso
desde un punto de vista histórico y más aún teniendo en cuenta la tesitura
política y social en la que se llevó a cabo, haga parecer Caudillo un film un tanto panfletario, y de su decidida y más que
comprensible fobia por el régimen de Francisco Franco y todo lo que supuso, hoy
en día respaldada (esperemos) por una amplia mayoría social, un innecesario
subrayado que pone palos en las ruedas a sus más perdurables valores, capaces
de poner en duda una posible e unívoca visión de la Historia como fuente de una
Memoria que tarde o temprano sólo podrá ser reconstruida no a partir de la experiencia, sino de documentos
escritos, sonoros o audiovisuales.
Título: Caudillo. Dirección: Basilio Martín Patino. Guión: Basilio Martín Patino y José
Luís García Sánchez. Producción: José
I. Cormenzana. Dirección de fotografía: Alfredo
F. Mayo. Montaje: José Luís Peláez. Año: 1974.
[1]Nacido en 1892 en El Ferrol, en España, Francisco Franco Bahamonde comenzó su carrera militar en 1907, al ingresar en la Academia de Infantería de Toledo. Cinco años más tarde se enrolaba voluntariamente en las Fuerzas Regulares e Indígenas de África, y entre 1914 y 1916 fue ascendiendo en el ejército hasta alcanzar la categoría de comandante. De regreso a España, y tras una temporada en Oviedo, Franco regresa al Marruecos que lo vio crecer como militar y allí es nombrado lugarteniente de la Legión por el coronel Millán Astray. En 1920 es condecorado con la Medalla Militar individual por sus méritos en las diferentes batallas en las que participó y pronto su ascenso se hace imparable: en enero de 1923 ya es teniente coronel, y en junio de ese mismo año se pone al mando de la Legión. Poco después, y tras contraer matrimonio con Carmen Polo y Martínez Valdés, regresa a África y es de nuevo ascendido a General de Brigada, siendo con treinta y tres años el militar más joven en alcanzar dicha posición en el ejército. Entre 1928 y 1931 Franco se alza como director de la Academia General Militar de Zaragoza, para proseguir como parte de la guarnición en La Coruña y Baleares hasta que el gobierno le encargó la brutal represión de un grupo de trabajadores de la minería en Asturias en 1934. Un año después, Franco ya era jefe del Estado Mayor Central y era enviado a Canarias por un triunfante Frente Popular que acababa de hacerse con el poder. Un año más tarde, con el estallido de la Guerra Civil, Franco se cruza el estrecho de Marruecos es nombrado Generalísimo y Jefe del Estado Español por la Junta de Defensa de Burgos. Tras tres años de guerra, Francisco Franco se declara vencedor y da comienzo una terrible posguerra con años de represión para todos aquellos sospechosos de conspirar contra su autoridad de visos religiosos. En 1947, y tras coquetear con personajes como Adolf Hitler o Benito Mussolini que afortunadamente no implicaron la intervención española en la Segunda Guerra Mundial, años de crisis y miseria social y el infeliz desarrollo de una dictadura que perseguía hasta la muerte a todos los elementos que escaparan a su ultraconservadora visión del mundo en general y de España en particular, es nombrado por dudoso referendum Jefe del Estado y Presidente del Consejo de Regencia del Reino. Entre fusilamientos y desapariciones de aquellos que se opusieran de facto o de pensamiento al régimen franquista, Franco propone el 23 de 1969 al príncipe Juan Carlos de Borbón como futuro Rey de España, extremo ratificado por las Cortes del Estado por unanimidad. Muy debilitado y con una oposición popular creciente aunque siempre oculta por cuestiones de supervivencia, Franco enferma y traspasa sus poderes a Juan Carlos de Borbón entre el 19 de julio y el 1 de septiembre de 1947. El 20 de noviembre de ese mismo año, y tras una grotesca agonía mediatizada que probablemente sólo buscaba mantener al sangriento dictador con vida por motivos meramente propagandísticos y para no mancillar la imagen del régimen ante el pueblo, Francisco Franco muere en Madrid, y es enterrado en el Valle de los Caídos, erigido a su mayor gloria con el esfuerzo de los prisioneros hechos por el cruento régimen que llevó su nombre y paralizó el país durante cerca de cuatro décadas.
[2]Nombre ya clásico del cine español más heterodoxo del que pueden encontrar una muy breve biografía en una de las notas al pie de la entrada dedicada a su bastante más festivo film Canciones para después de una guerra, publicada en este mismo blog en el mes de diciembre de 2013.
[3]Una polémica, la de reducir a Franco a un símbolo mediático sin más, que enfadó a algunos sectores de la izquierda en el estreno del film de Patino que veían en la burla hacia la figura del caudillo un ataque demasiado blando para alguien que no fue sólo un fantoche, sino un asesino de masas cuyos actos tuvieron terribles consecuencias reales que traspasaban su condición de “símbolo”. En cualquier caso, y tratándose de un retrato que también ofendió a los espectadores de ideología derechista, la perspectiva del tiempo ha hecho de Caudillo un film más interesante por su reflexión alrededor de la imagen que por su carácter reivindicativo, como se desarrolla en el cuerpo de la entrada.
[4]Consciente de que este era un film que debía manufacturarse en la clandestinidad por el material con el que trataba, para elaborar Caudillo Patino no acudió a los archivos mediáticos del régimen, sino que tuvo que acudir a archivos extranjeros como Pathé, Gaumont, Tobis o Movietone, de los que no sólo obtuvo material audiovisual referente al régimen de Francisco Franco, sino también todo el que documenta las idas y venidas del frente republicano en el film. A decir del realizador “No podíamos ser tan ingenuos como para pedir permiso en la Filmoteca Nacional para hacer un film sobre Franco. No después de Canciones para después de una guerra”, aunque gracias a este acceso a determinados descartes del régimen, ajenos a su poder censor por estar al otro lado de la frontera española, Patino pudo incluir en el film una serie de imágenes de las que si bien prácticamente ninguna suponía un desdoro a la imagen mediática del caudillo en sí misma considerada, sí que permitían un leve beneficio de la duda que Patino no dudó en explotar. En otros casos, como en el prefabricado diálogo entre Franco y su hija Carmencita y que abre esta entrada, la actitud del dictador es tan insalvable que la filmación sólo salió a la luz pública a través del film de Patino, no en vano censurado hasta después de la muerte del Generalísimo. A día de hoy esta corta grabación, que muestra al dictador moviendo los labios y repitiendo en silencio las palabras que su hija dice de viva voz como si estuviese improvisando un texto que se revela así como previamente escrito, representa uno de los más populares símbolos de la manipulación institucional llevada a cabo por Franco y su régimen que aquí se muestra en todo su esperpéntico esplendor. Pero no fue hasta el 20 de junio de 1977, tras presentar la solicitud de rodaje al Ministerio de Información y Turismo, cuando la película lograba su autorización legal pese a llevar terminada alrededor de tres años. La productora de la película, Retasa, tasó Caudillo en cerca de setenta y dos mil euros actuales, pero no pudo acogerse a ninguna subvención oficial porque, a decir del Ministerio, una película construida con material de archivo no era apta para acceder a ninguna ayuda estatal… aunque muy probablemente la todavía muy próxima muerte del caudillo influyó considerablemente en dicha afirmación. Retasa respondió que no todo el film había sido hecho mediante imágenes de archivo, ya que imágenes como las que se oponen al triunfalismo blanquinegro del principio mediante unas estampas en color que muestran el rastro de destrucción dejado por la Guerra Civil fueron filmadas expresamente para la película, y que además Canciones para después de una guerra (que sí era un film hecho íntegramente mediante imágenes filmadas previamente y sin relación con la producción de la película) había recibido ayudas ministeriales bajo la etiqueta de film de “interés especial”. Además pronto comenzaron a llegar las ofertas desde algunos festivales cinematográficos, lo que otorgaba a Caudillo el derecho legal a recibir dinero estatal pero las autoridades culturales españolas se rebelaron y intentaron boicotear el pase del film por el Festival de Berlín, en la que finalmente se proyectó con un metraje de 150 minutos, cerca de media hora más de duración respecto a la que acabó estrenándose finalmente en salas españolas el 14 de octubre de 1977… bajo una malintencionada calificación moral de No apta para menores de 18 años. Un nuevo remontaje, destinado a su pase en televisión y formato doméstico, se redujo todavía más, hasta los 105 minutos sobre los que se ha centrado esta entrada, siendo probablemente el que más ha perdurado en la memoria de los espectadores más jóvenes.
La
ingente banda sonora de la película, probablemente más trabajada en su montaje
que en lo que a la edición de imágenes en Caudillo
se refiere, está formada por sonidos y declaraciones hechas a noticiarios,
programas radiofónicos. Aunque el más llamativo de todos los recursos
utilizados por el régimen como loa a su máximo dirigente es sin duda el tebeo Soldado invicto publicado en 1969 por la
editorial Rollán, que muestra a un Franco entintado y a todo color combatiendo
en África y a punto de perder la vida por su patria. Y que, según algunos
especialistas, fue uno de los pocos acercamientos a la figura de Francisco
Franco desde la ficción hecho en vida del dictador, aunque visto el aparato
mediático orquestado alrededor de su figura tampoco debían abundar los retratos
mínimamente realistas del Generalísimo. A esta estrategia, enaltecedora para el
régimen, podrían sumarse las películas hechas sobre la figura del Generalísimo
como Raza, dirigida por Sáenz de
Heredia en 1942, y los dos documentales Ya
viene el cortejo de 1939 o Franco,
ese hombre, en 1964 e igualmente perpetrada por Sáenz de Heredia, una exaltación de los valores del movimiento y su
adorado líder que supuso para Patino el acicate moral para hacer de Caudillo un film sobre el dictador de
naturaleza completamente opuesta.
[5]El realizador de Caudillo acarició durante años la idea de llevar a cabo una segunda parte de la película que nos ocupa, no tan centrada en el conflicto civil que ocupa buena parte del film como en el desarrollo de la dictadura y algunos de sus rasgos históricos más reconocibles. Tras finalizar la guerra, la película combinaría inauguraciones de pantanos o la supervisión de las obras del Valle de los Caídos con dinámicos montajes audiovisuales que combinaban zarzuela con miserables estampas madrileñas o mandatarios árabes e hispanoamericanos saludando a Franco al compás de un pasodoble. Patino abandonó finalmente el proyecto debido a que “Seguir con este señor es algo que me repelía. No quería convertirme en un obseso de Franco.” Y no pensaba dedicarle más tiempo a un personaje que había condicionado por completo su vida. En cualquier caso, y tal y como Patino asegura haber advertido en más de una entrevista, el impacto de una secuela de Caudillo sería infinitamente menor hoy día que con la muerte de Francisco Franco tan presente en la memoria y vida política de 1977.
[5]El realizador de Caudillo acarició durante años la idea de llevar a cabo una segunda parte de la película que nos ocupa, no tan centrada en el conflicto civil que ocupa buena parte del film como en el desarrollo de la dictadura y algunos de sus rasgos históricos más reconocibles. Tras finalizar la guerra, la película combinaría inauguraciones de pantanos o la supervisión de las obras del Valle de los Caídos con dinámicos montajes audiovisuales que combinaban zarzuela con miserables estampas madrileñas o mandatarios árabes e hispanoamericanos saludando a Franco al compás de un pasodoble. Patino abandonó finalmente el proyecto debido a que “Seguir con este señor es algo que me repelía. No quería convertirme en un obseso de Franco.” Y no pensaba dedicarle más tiempo a un personaje que había condicionado por completo su vida. En cualquier caso, y tal y como Patino asegura haber advertido en más de una entrevista, el impacto de una secuela de Caudillo sería infinitamente menor hoy día que con la muerte de Francisco Franco tan presente en la memoria y vida política de 1977.
[6]Mucho se criticó en su día esta estrategia llevada a cabo por Patino, considerada no sin algo de razón como demagógica y hasta descuidada. Incluso hubo quien dudaba de la validez de su propuesta por repetir durante una parte del film parte de la retórica franquista sin criticarla directamente sino dejándola en ridículo, cediendo al parecer político del público la consideración de que Caudillo pudiese ser una sátira de los lugares comunes del franquismo o una apología de los mismos. Aunque a tenor de lo visto, difícilmente puede ignorarse la intención de Patino de dejar en ridículo o contradecir el discurso oficial del régimen, y más aún cuando hace todo lo contrario con el discurso republicano y anarquista, una apología que ocasionalmente puede resultar hasta antipática por carente de matices.
[7]Buenaventura Durruti, nacido en León en 1896 fue un dirigente anarquista muy activo desde sus años de juventud. Tras huir a Francia, exiliado por su participación en la huelga de 1917 en España, volvió suplís natal para fundar el grupo “Los solidarios”, que recaudaba fondos con métodos a veces expeditivos para la causa anarquista. Tras proseguir con su labor recaudatoria por algunos países de Sudamérica, Durruti regresó a Francia, de dónde fue expulsado bajo la acusación de haber atentado contra la vida del rey Alfonso XII. Tras la proclamación de la II República, regresó a España y se convirtió en una de las cabezas visibles de la Federación Anarquista Ibérica (FAI) para morir en el frente de la Ciudad Universitaria en 1936, en Madrid, tras haber liderado las fuerzas anarquistas por las calles de Barcelona y haber luchado en el frente de Aragón. Igualmente, la líder comunista Dolores Ibárruri (1895-1989) o La pasionaria Secretaria General del Partido Comunista Español (PCE) y diputada por Asturias en 1936, fue igualmente perseguida y encarcelada en múltiples ocasiones desde el estallido de la Guerra Civil, conflicto durante el que se convirtió en la vicepresidenta de las Cortes Republicanas y prácticamente un mito de la Historia de España por sus constantes arengas a favor de la causa republicana y su célebre máxima “¡No pasarán!” referente al frente nacional. Tras la guerra, La pasionaria se exilió a la URRSS, donde fue elegida Secretaria General del PCE. Regresó a España en 1977, tras cederle la dirección del partido a Santiago Carrillo diecisiete años antes, con la muerte de Franco, y aunque fue nuevamente elegida diputada en Asturias, parece ser que su papel dentro del partido fue más simbólico que activo. La Pasionaria murió en 1989, catorce años después de que el caudillo y su régimen hubiesen intentado asfixiar su imagen pública que, como la de Durruti, acabó alcanzando visos simbólicos de resistencia contra la opresión fascista, tal y como puede verse en Caudillo.