Texas, verano
de 1973. El cementerio de la localidad de New amanece con la profanación de
doce de sus tumbas. En algunos casos los cadáveres han desaparecido de su
sepulcro, en otros sólo lo han hecho algunas de sus partes. Un cuerpo en
avanzado estado de descomposición ha sido encontrado a lomos de una de las
estatuas que dan la bienvenida a los visitantes del camposanto a modo de
macabra obra de arte. No hay pistas ni rastro de los culpables. Tras este ominoso
panorama resumido en un boletín radiofónico (mecánicamente entonado por John
Larroquette) da comienzo La matanza de
Texas, dirigida por Tobe Hooper[1],
sólo unos segundos después de sernos mostrados, con una repugnante delicadeza
formal, una serie de detalladas instantáneas de un conjunto de cadáveres al
borde de la podredumbre, esforzadamente recogidas por un fotógrafo invisible al
que sin embargo oímos jadear mientras se deleita con su macabra sesión
fotográfica, manipulando entre crujidos óseos y ásperos golpes de eco hueco los
cuerpos despellejados. Imágenes que, a modo de declaración de principios y bajo
la voz que informa desde el noticiero, surgen desde la negrura de una pantalla
sólo rota por los chirriantes flashes de una cámara que ilumina con su precario
resplandor cráneos, dientes y carne en descomposición, preparando el angosto
terreno en el que tendrán lugar las desventuras de una prototípica pandilla de
amigos que acude a New con la esperanza de que ninguno de sus difuntos familiares
haya visto trastornado su descanso eterno por parte de los misteriosos
profanadores de tumbas. Y todo bajo un calor abrasador que se erige como un
pastoso elemento por el que transitan todos los personajes de La matanza de Texas. Porque, de la
aridez del desierto que se extiende bajo un impepinable sol de justicia que
convierte el asfalto que secciona y compartimenta Tejas en un horno capaz de
ondular el horizonte, se desprende un calor que hace sudar copiosamente a los
vivos mientras descompone a los muertos, tensa a los cuerdos mientras remata en
la locura a los desequilibrados y pudre el aire de un lugar en perpetuo
abandono, pergeñando un hedor que prácticamente alcanza al olfato a este lado
de la pantalla. El sudor, la mugre y el desaliño de los hombres y mujeres que
moran bajo un fatal calor de justicia suponen de este modo no sólo el
envoltorio de una película protagonizada por los intercambiables Jerry (Allen
Danziger), Kirk (William Vail), Pam (Teri McMinn), Sally (Marilyn Burns) y el
hermano minusválido de esta última Franklin (Paul A. Partain), sino la verdadera
razón de ser de una película eminentemente física
como pocas, dotada de una virulencia formal que sobrepasa hasta desbordar lo
modesto de las pretensiones plasmadas en el guión de La matanza de Texas.
Un libreto que
da rienda suelta a la amenaza con una mala premonición que vista en perspectiva
resulta casi ridícula, lanzada desde un horóscopo que advierte de la mala
influencia de Saturno sobre el grupo de amigos, y que se valida cuando el grupo
de desdibujados jóvenes recogen a un alterado autoestopista (Edwin Neal), miembro
de una familia de matarifes en el paro y que, tras asustarlos con sus maníacas y agresivas maneras, acaba rajando
entre risitas nerviosas el brazo de Franklin antes de ser prácticamente arrojado
de la camioneta con la que los asustados protagonistas siguen su camino. Una
ruta que da vueltas y más vueltas por un Texas que parece asolado por la más
rematada miseria económica y vital, y prácticamente desierto pese a algunos
desperdigados habitantes de dudoso equilibrio mental y los numerosos caseríos
que flanquean un agreste horizonte que convierte el nombre de la localidad de
New en una paradójica ironía. Poco a poco, aunque siempre bajo una atmósfera
que bascula entre lo enfermizo y lo extrañamente claustrofóbico pese a darse al
aire libre y que estalla con la salvaje aparición de un corpulento y sucio
enmascarado al que más tarde se apodará como Cara de Cuero (Gunnar Hansen), la
locura, el asesinato y el canibalismo van anegando una trama tan enfermiza como
comparativamente pobre en virulencia al situarla frente a la puesta en escena
con la que Hooper la plasma en pantalla. Una apabullante fisicidad, fruto en
parte de la escasa -por no decir nula- entidad de los sufridos personajes que
pueblan La matanza de Texas, que se
sirve de una superficialidad alérgica a todo psicologismo o explicación más o
menos razonable a la desatada locura puesta en imágenes y sonido que logra
transmitir un áspero desasosiego tan agresivo en su trillado fondo como
rematadamente efectivo en su desquiciada forma. El carácter casi documental de
la realización de Hooper, exenta de juegos de luces y sombras o de todo viraje
expresionista en su fotografía, y pese a aglutinar en su puesta en escena
numerosos tics formales de la década
que acogió con espanto La matanza de Texas
como feístas zooms, encuadres tan
gratuitamente retorcidos como crispantes, y algunos movimientos de cámara
sorprendentemente sinuosos que por fortuna no estabilizan un resultado final
marcado por una beligerante falta de elegancia, desemboca en una puesta en
escena expositiva que logra darle la vuelta a lo estereotipado de su guión hasta
dotarlo de un carácter casi abisal en su descripción -sin explicaciones ni
digresiones en la trama- de las más variadas atrocidades que trufan la película.
La deliberada, pero atmosféricamente muy afortunada, suciedad del conjunto, capaz de enervar a su público gracias a una
pormenorizada descripción de los lugares en los que tiene lugar el film,
comparativamente muy superior en detallismo que en lo que se refiere al
desarrollo de la trama, pergeña una curiosa y feísta armonía que eleva la
exultante pobreza de medios[2]
de La matanza de Texas a una
inagotable fuente de angustias sin, al menos durante una parte del metraje,
motivo aparente.
En este
aspecto, resultan dignos de alabanza los numerosos elementos mortuorios que
hacen las veces de oscura premonición en el errático camino del cuarteto de
jóvenes: desde la ya icónica imagen del rígido cadáver de un armadillo sobre la
carretera por la que circula la camioneta que los pasea por un infierno que son
incapaces de detectar hasta que ya es demasiado tarde, pasando por la
logradísima y profundamente desagradable atmósfera de un desastrado gallinero
reconvertido en una macabra cripta atiborrada de esculturas óseas, plantean una
amenaza perfectamente dosificada. Un temple rítmico, probablemente fruto de la
obligación de los responsables de La
matanza de Texas de alcanzar la duración estándar de un largometraje, que
se sostiene en una planificación aparentemente desmañada por su cercanía formal
para con el formato documental -graníticos 16mm., hinchados posteriormente a
35mm. incluidos, a modo de refuerzo de la agresiva renuncia a todo glamour que pueda colarse por las
imágenes del film- pero que no obvia algunos recursos propios del cine de
ficción más o menos convencional que aunque desprovistos por lo general de un
intención narrativa más o menos
clara, es capaz de generar una potentísima atmósfera de inquietud a partir de
numerosas tomas generales hechas desde la lejanía, siguiendo a la atontolinada
pandilla protagonista como si el entorno que los rodea los estuviera observando, a la espera de concretar una
amenaza que se palpa en el aire. Una ominosa sensación que estira, sin esfuerzo
para un espectador siempre crispado ante la pura y amenazante nada plasmada por
el realizador, el tempo fílmico de la película de Hooper creando una impresión
de fatalidad que poco a poco va rodeando a los protagonistas hasta hacer una
quimera de su huída de las enloquecidas y destructivas fuerzas que habitan en
las calurosas profundidades de Texas. De este modo, y provocando en el ánimo
del espectador una aplastante sensación de asfixia a cielo abierto y en pleno
día, Hooper muestra a un conjunto de hombres y mujeres adentrándose en un
universo hostil del que no parecen estar tan al tanto como sí lo está el
público de La matanza de Texas,
gracias a un montaje que instala tras la bizarra y extrañamente bella secuencia de créditos
iniciales un pletórico sol rojo, la primera aparición de un sol que más tarde
será sustituido por una enorme luna llena y que será el protagonista de uno de
los planos más recurrentes del film de Hooper, introduciendo una nada afectada
(o mejor, y en una cualidad que se extiende al resto de la película, nada artística) sensación de extrañeza que
engordará mediante la falta de explicaciones racionales que el realizador
concede sobre la actitud y salvaje violencia de la familia de antropófagos
matarifes. Una agresiva respuesta, dotada de una desproporcionada violencia a
la llegada de los jóvenes que Hooper muestra en toda su crueldad sin, pese al
recuerdo que deja en el público, regodearse en lo sanguinario que se desprende
de sus métodos.
No hay
prácticamente una gota de sangre en ninguna de las escenas de desaforada
violencia de La matanza de Texas, y en
una sorprendente decisión por parte de su máximo responsable de elidir todo
elemento más o menos espectacular en lo que a violencia se refiere (aunque no
en lo que se refiere a lo grotesco de la trama especialmente en su recta final),
las explosiones de violencia resultan tan ásperas en su resolución que el
desasosiego del público ni siquiera encuentra una válvula de escape a un
sadismo generalizado que el realizador aplica con mano de hierro. Hooper
muestra atrocidades del tamaño de un Cara de Cuero ensartando a una pataleante
Pam en un gancho para reses para así poder descuartizar metódicamente y sin
interrupciones a Kirk, el novio de ésta, con su sierra mecánica o, en la
primera aparición del gigantesco matarife que esconde su cara tras una máscara
hecha de piel humana, al asesino golpeando al joven que más tarde
descuartizará, con una maza como si fuese una res del matadero en una escena
violentísima por rápida y contundente que deja el corazón en un puño… Pero
ambas secuencias, quizás las más memorables en su grado de violencia sin
ambages de toda la película, se ocupan de mostrar no las heridas causadas por
el bárbaro Cara de Cuero sino, en un ataque en toda regla a la sensibilidad del
público, el dolor que provocan. Así, y si la primera aparición del corpulento
asesino lo muestra alzando la maza que romperá el cráneo a la primera víctima
mortal del film en un primer plano, el golpe es recogido por Hooper desde un
mucho más distante plano general que muestra el asesinato en todo su horrendo
esplendor, otorgando una extraña fragilidad al cuerpo de Kirk ante la violenta
mole que se ceba despreocupadamente sobre él. En el segundo caso, en una más
que eficiente muestra de crueldad por parte de Hooper, la planificación muestra
primero a Pam colgando de un gancho bajo el que hay estratégicamente colocado
un recipiente para que la sangre no manche el suelo -en un equívoco detalle
escenográfico (no cae una gota de sangre del cuerpo de la chica) que ya plantea
una terrible funcionalidad psicótica
del matarife ante el dolor ajeno como si todo fuese parte de una rutina
mecanizada- para luego hacer un zoom hacia la desencajada expresión de ella
mientras contempla el descuartizamiento del cuerpo de su novio… que nosotros no
vemos. Así, y mediante la relativa elipsis que implica un nuevo ataque, no
tanto al estómago como al sistema nervioso del espectador, el realizador de La matanza de Texas logra provocar una
inquietud mucho mayor desde la sobriedad formal como sinónimo de
implacabilidad, que desde un descocado espectáculo sanguinoliento, consiguiendo
incluso evocar un explosiva violencia que en pantalla aparece de forma
considerablemente austera. Esta austeridad en toda escena más o menos violenta
del film, se ve más tarde reafirmada mediante un sobresalto igualmente
impactante por corto, que muestra el cuerpo de Pam agitándose entre espasmos en
un frigorífico consiguiendo en su más que ajustada, adecuada plasmación en
imagen y sonido, catapultar La matanza de
Texas a la categoría de pesadilla rural tan talentosamente construida que es capaz de
provocar una errónea impresión de descuido,
cuando en realidad y mediante una estética premeditadamente naturalista,
responde a una intencionalidad muy concreta.
Todo en ella
parece (como de hecho es) de una pobreza apabullante, pero lejos de suponer una
recreación de una serie de ambientes sordidos o empobrecidos a todos los
niveles, la película es un magnífico ejemplo de construcción de una atmósfera depauperada hecha sin el
distanciamiento propio de un presupuesto holgado y ajena a todo código
preestablecido[3].
Todo, desde unos actores no profesionales pero precisamente por ello dotados de
un muy creíble naturalismo interpretando a una tropa de personajes
considerablemente irritantes y hasta estúpidos en algún caso, una fotografía
granulosa y plana, una dirección artística tan escabrosa y pobre en presupuesto
que parece más fruto de la casualidad que de una intencionalidad predeterminada
y, en definitiva, su abrazo a un denodado feísmo que esquiva todo canon
estético tras el que el público pueda protegerse, se armoniza con un único
objetivo: resultar tan profundamente desagradable que el ojo del espectador,
incapaz de distanciarse de lo visto en pantalla, se sienta atacado por la
agresiva inmediatez -colindante con
esa fisicidad comentada algo más
arriba- de lo narrado en La matanza de
Texas. Y eso que el elemento más importante y perturbador de todo el
arsenal atmosférico exhibido por Hooper en La
matanza de Texas es paradójicamente
el más ajeno al visionado, en el sentido estricto, de la película. Su desquiciante
uso de una banda sonora, formada por un conjunto de atronadores sonidos que se
asemejan a una extraña tormenta que tiene lugar bajo un implacable sol,
arrítmica, retumbante y plagada de tonos graves que se diría no pretenden crear
una melodía[4],
sino una impresión de pesadillesco primitivismo
que se desparrama sobre las ásperas imágenes de un pueblo que se diría desierto
y del que una vez más los civilizados personajes principales -que para más inri
son dignos herederos de los lugares comunes de una generación del amor que aquí
está a punto de conocer a su más sórdida e hiperviolenta Némesis- parecen
inconscientes, supone la última pieza del terriblemente atmosférico
rompecabezas construido por Hooper, un retrato de la maldad, la locura y la
violencia que late en el entorno rural (¿y natural?) ante el que los
desnortados jóvenes urbanitas parecen ciegos y sordos. Quizás por ello, cuando
la locura se desata histéricamente con la llegada de la noche al film, los
elementos que hasta ese momento contextualizaban lo ocurrido en La matanza de Texas en un entorno rural casi
postapocalíptico pero aún y así reconocible
desaparecen, dando paso a una serie de persecuciones por un oscuro bosque en el
que no se sabe por donde puede aparecer la amenaza en forma de mole armada con
una sierra eléctrica… y recuperando más tarde una relativa seguridad a pleno
día al encontrar de nuevo la carretera que parece el único símbolo de la precaria
civilización que aún puede encontrarse en el infernal New puesto en imagen y
sonido por Hooper.
Pese a todo,
la comunión de todos los elementos, ya sean sociales, vitales, o hasta
telúricos, que conforman la ponzoñosa atmósfera de La matanza de Texas, cristalizan en el guión en un tramo final del
film algo descolgado por, comparativamente, mucho más concreto. La reunión
final de todos los amenazadores tejanos aparecidos en el camino de los
desafortunados jóvenes protagonistas como parte de una misma familia, no sólo
resulta algo forzado desde un guión que cuanto menos peso tiene en la película
más efectivo resulta, sino que rompe la impresión de casualidad, de
anticinematográfico realismo, que se sostenía gracias a la excelente
coordinación de todos los elementos más o menos amenazadores del film, de los
que la familia de matarifes, caníbales y profanadores de tumbas parecían ser un
elemento más. Pero la concreción de la trama, que ata todos los cabos de forma
bastante peregrina, desata el grand-gignol
que latía bajo el estereotipado retrato de los rednecks que daban la bienvenida a Jerry, Kirk y los demás, al
poblado de New, salvado por Hooper gracias a un sentido del ritmo que roza el
histerismo sin abandonar su vivificante tendencia a agredir el sistema nervioso
del espectador, supone un inesperado lastre rítmico que el realizador intenta
reanimar con un bombardeo de horrores formales. De la amplitud de los planos
casi paisajísticos de la parte diurna -y también mejor- de la película se pasa
a otros cerradísimos que buscan contagiar la denonada angustia de la
superviviente Sally ante el escandaloso zoológico humano que la ha atado y
amordazado para sentarla a una mesa de la que ella es primero, segundo y postre,
con cerradísimos planos de globos oculares, ángulos imposibles y un barullo
sonoro tan ensordecedor que en ocasiones epata más de lo que inquieta. Debilitando
un tanto la brutalidad emocional que destila el film, reflotan detalles como la
inolvidable aparición del Abuelo (John Dugan, sepultado bajo toneladas de
maquillaje), un ser postrado en su silla que sólo parece volver a la vida al
probar la sangre humana que mana del dedo de la joven y que el momificado
anciano chupa compulsivamente, que parecen arrastrar a La matanza de Texas a los albures de un venenoso retrato de la unidad
familiar como nido de podredumbre y Maldad, tan acorde a algunos de los
preceptos contraculturales de la década que vio nacer el film de Hooper y que
situaría la institución familiar como destructivo pilar de una sociedad rancia
y podrida, situada en el corazón de la América Profunda, que no está dispuesta
a desaparecer sin lucha. El patetismo que inesperadamente se apodera del
retrato de un Cara de Cuero con los labios pintarrajeados de carmín y colorete
en las mejillas como una grotesca maruja, siendo maltratado por el líder del
clan caníbal (Jim Siedow), o las insistentes llamadas a recuperar una herencia
familiar cercenada por los avances industriales en materia de alimentación
cárnica por parte de los habitantes de una casa de locos, que casi parece una
parodia de los roles familiares de la clase media americana, resultan lo
suficientemente llamativos dentro de un contexto hasta entonces gobernado por una
serena amenaza como para romper, entre arrebatos grandguiñolescos, un tanto la unidad que La matanza de Texas exhibía hasta entonces. Pero esta probable
lectura sociopolítica, reduccionista como visión global del film e innecesaria para el malsano desarrollo de una
película que se sostiene mejor en ausencia de coartadas más o menos culturales
y distantes[5],
tampoco acaba de levantar un tramo final que bordea un nervioso, pero algo
respirable pese a ser uno de los pocos instantes del film que tiene lugar en
interiores, humor negro quizás fruto de una histeria que prácticamente desborda
la a estas alturas más que precaria paciencia del público.
Pero afortunadamente,
y puede que consciente de haberse adentrado en un terreno cinematográfico del
que sólo puede salir airoso si no se detiene en ningún momento, Hooper inyecta
una espídica energía al film con una serie de persecuciones cargadas de tensión
que no dan tregua a una trama que se deshace justo cuando comienza a soldar
todos sus elementos en una suerte de conclusión, retomando el enfermizo pulso
de una película que cuanto menos peso narrativo o (hipotéticamente) teórico
carga, más alto vuela. Así, La matanza de
Texas se sitúa antes como un film-experiencia en el que lo sensitivo, y la
mayoría de las veces inexplicable, se erige como un estandarte que ondea
exultante en un punto final de ribetes conseguidamente nihilistas. Libre de
todo regusto moralista alrededor de una violencia y una sordidez mostrada de
forma tan cruda y descarnada como falta de argumentación, La matanza de Texas se regodea en su condición de película abisal
que ni siquiera en su acelerado último tramo da el brazo a torcer ofreciendo un
mínimo remanso de paz o una llamada al Orden más elemental. A cambio, espeta un
saldo final desolador que se divide entre una histeria que se adivina sin
retorno y un enloquecido baile al son de una sierra mecánica bajo un sol
abrasador, el Último Vals de un brillante film movido a su propio compás con
los mínimos elementos, imitado hasta la saciedad pero de herencia difícilmente
igualable en un panorama genérico que tras el paso del film de Hooper por la
gran pantalla, y para lo bueno y para lo malo, jamás volvería a ser el mismo.
Un enloquecedor paisaje aquí limpio de sangre, pero no de mugre ni asfixiantes
vapores hechos de sudor y lágrimas.
Título: The texas chainsaw massacre. Dirección: Tobe Hooper. Guión: Tobe
Hooper y Kim Henkel. Producción: Tobe
Hooper. Dirección de fotografía:
Ronald Bozman. Montaje: Sallye
Richardson y Larry Carroll. Música: Tobe
Hooper y Wayne Bell. Año: 1974.
Intérpretes: Marilyn Burns (Sally), Franklin (Paul A. Partain), Jerry (Allen Danziger), Kirk (William Vail), Teri McMinn (Pam), Gunnar Hansen (Cara de Cuero), Edwin Neal (El Autoestopista), Jim Siedow (El cocinero), John Dugan (El Abuelo).
Intérpretes: Marilyn Burns (Sally), Franklin (Paul A. Partain), Jerry (Allen Danziger), Kirk (William Vail), Teri McMinn (Pam), Gunnar Hansen (Cara de Cuero), Edwin Neal (El Autoestopista), Jim Siedow (El cocinero), John Dugan (El Abuelo).
[1]Nacido el 25 de enero de 1943, la leyenda asegura que el primer contacto de William Tobe Hooper con el mundo del cine, tejano de nacimiento, fue desde la placenta, y más concretamente
durante los primeros dolores de parto que la madre del futuro director de La matanza de Texas comenzó a notar
durante una sesión de tarde en una sala local. Con una infancia dividida entre
Texas y Louisiana debido a los empleos de su madre y su padre, trabajadora
de una cadena de hoteles ella y propietario de una sala de cine él, la infancia
del pequeño Tobe transcurrió entre numerosas peleas y tensas cenas familiares
que culminaron con la ruptura del matrimonio Hooper cuando el benjamín de la
familia contaba ya con ocho años de edad. Pero antes de que este
desmoronamiento del llamado Pilar de la Sociedad, quizás fuente de inspiración
para la turbulenta visión de la familia que se desprende de La matanza de Texas, tuviese lugar,
Hooper aprovechaba todo momento libre para encerrarse en un cine en el que, por
coincidencia con el lugar de trabajo de su progenitor, llegaba a pasarse días
enteros. Tras horas y horas ante la gran pantalla, que a decir de Hooper le
hizo de niñera en sus primeros años de vida, el futuro director aprendió parte
del lenguaje cinematográfico más básico, completando así una instrucción que
por lo que parece comenzó cuando recibió como regalo de sus padres una cámara
de Super 8, contando con tan sólo tres años de edad. Su afición por el cine de
terror lo empujaba a rehacer películas recién vistas en el cine primero
mediante la mentada cámara de Super 8, más tarde con una de 8 mm y, tras dar muestras de
una considerable obsesión por el cine que llevó a su padre a convertir una de
las habitaciones del hotel en el que trabajaba en un laboratorio, una cámara de
16mm… que precedió al rodaje de The
Heisters, su primer cortometraje en unos profesionales 35mm y con el que
recabó, recién cumplidos los veinte años, sus primeros premios. Poco después, y
tras terminar sus estudios de imagen y sonido en la Universidad de Texas,
Hooper combina sus labores como maestro con sus primeras andadura como
profesional del audiovisual siendo contratado como realizador en un canal de
televisión del estado, empleo que compagina con anuncios industriales para el
Ministerio de Industria de Texas y filmando algunos documentales de cariz
social, así como su último trabajo en el género: Peter, Paul and Mary a mayor gloria del conjunto musical de
idéntico nombre. Es entonces, aprovechando los recursos disponibles a través de
sus realizaciones para la televisión y algo de material “tomado prestado” de
sus trabajos para el Ministerio de Industria, cuando Hooper encara la
realización de su primer largometraje, Eggshells fechado en 1969. Aquellos que
la han podido ver, aseguran que Eggshells
pretendía plasmar el estilo de vida propio de una comuna hippie sin llegar a conseguir gran cosa en ningún sentido en
particular. Su argumento era tan rebuscado que merece un aparte: un hippie guionista de obras de teatro,
imagina un personaje (también hippie)
que cobra voz propia y pretende además
ser real, para lo que deberá
enfrentarse a su creador. Tras vencerlo y por una de esas incomprensibles
carambolas de guión, el mundo en el que vivía el guionista y sus amigos es
absorbido por el Planeta de lo Imaginario después de encontrarse con un
fantasmagórico monstruo… Hooper insiste aún a día de hoy que Eggshells es una parábola sobre la
Guerra de Vietnam, el regreso a casa de los contendientes y su transformación
de hippies en yuppies… El eslogan con el
que pasó sin pena ni gloria por todas las salas de cine a las que llegó, lo
dice todo: “Una iluminación freak
americana. Una fantasía fumada sobre el tiempo y el espacio”, pero pese a
la buena recepción de la crítica que recibió en su estreno y su relativo éxito
en determinados círculos universitarios, lo más productivo de Eggshells fue el hecho de que allí
Hooper conoció a Kim Henkel, futuro co-guionista de La matanza de Texas que aquí aparecía interpretando a un hombre
desnudo que le prendía fuego a un coche antes de echar a correr por las calles,
completamente fuera de sí. Labrándose una amistad que no tardaría en dar sus
frutos, con una relativa reputación como cineasta y los bolsillos vacíos tras
gastar todo el dinero que tenía en la producción de su ópera prima, Hooper
pasaba las noches viendo películas de terror en el apartamento de Henkel y
tramando estratagemas con las que atraer al público a las salas de cine y así
comenzar a gestarse una carrera cinematográfica con la que ganarse la vida. Y
fue en un deliberado intento de alejarse de la aureola de autor excéntrico que le había propinado Eggshells como Hooper encaró, tras manufacturar su guión a cuatro
manos con Henkel, el rodaje de la película que nos ocupa, no sólo la mejor de
su filmografía sino también una alargada sombra de la cual el realizador de La matanza de Texas jamás ha logrado
zafarse. El inesperado éxito de La
matanza de Texas catapultó a Hooper a su meca particular: Los Angeles.
Allí, tras entablar contacto con varios productores, fue convencido para llevar
a cabo una prolongación adulterada de algunos de los elementos de su más famosa
película con Trampa mortal, curioso
film que cruza asesinatos en familia con la aparición de un gigantesco
cocodrilo aparecido a rebufo del monumental éxito del Tiburón de Spielberg (comentada en este blog en el mes de agosto de
2013) y que exagera el grand-gignol
que se desataba en el último tramo de su anterior film con resultados nada
desdeñables. Más tarde llegaría su primer contrato con una major de Hollywood, la Universal Pictures, para llevar a cabo la
particular La casa de los horrores en
1981, film excelentemente fotografiado y con una potente atmósfera al servicio
de una historia no demasiado inspirada. Un año más tarde, y bajo el ala
protectora de su mentor en Hollywood William Friedkin, Hooper hereda un
proyecto que inicialmente iba a dirigir el mítico realizador de El exorcista: una adaptación de la
conseguida novela de Stephen King El
misterio de Salem’s Lot, que fue denostada por Friedkin cuando los
productores decidieron hacer de ella una miniserie de cuatro capítulos, de una
hora de duración cada uno de ellos. El resultado final fue la muy reputada tv-movie que aquí se estrenó
directamente en video bajo el equívoco y aprovechado título de Phantasma II, a rebufo de la bastante
pobre película de horror dirigida por Don Coscarelli, Phantasma, que nada tenía que ver con la novela de King. Algo
frustrado por la experiencia, Hooper comenzaría a trabajar junto con Steven
Spielberg en uno de sus más célebres trabajos: el que tras añadir numerosos
cambios a una idea que le rondaba desde 1976 y con la que pretendía homenajear
a la obra maestra del cine de horror The
haunting de Robert Wise, un año de preproducción, y la inestimable ayuda de
un libro alrededor de sucesos paranormales cuyo título heredaría el film, la
maquinaria industrial made in Spielberg
se ponía en marcha para el rodaje de Poltergeist.
Una ambiciosa película de buenos resultados que sembró la controversia entre
los aficionados cuando empezó a correr el rumor de que era Spielberg, productor
del film, quien tomaba las decisiones en plató obviando por completo el
criterio de Hooper, director y por lo tanto (y para algunos) lícito autor de una película cuyo control
creativo le había sido arrebatado. Tras esta muy apreciable película,
generadora de algunas de las imágenes más icónicas del cine de horror de los
ochenta, las relaciones entre Spielberg y Hooper se estancaron hasta que en
1988 el director de E.T. El
extraterrestre lo reclutaría para dirigir un episodio de su serie Cuentos asombrosos. Pero tres años
antes, en 1985, Hooper firmaría un contrato para llevar a cabo tres películas
bajo el paraguas de la mítica (y controvertida) productora Cannon Films. Con
una apretadísima agenda que obligaba al director a llevar a cabo los tres
filmes pactados en un periodo de dos años, Hooper filmaría Lifeforce: fuerza vital y Invaders
from Mars en 1985 y la primera
secuela de su mayor éxito: La matanza de
Texas 2, de la que se habla de forma más extensa en una nota al pie
posterior. Nada puedo decir de Lifeforce o
Invaders from Mars por no haberlas
podido ver, pero parece ser que sus respectivos fracasos en taquilla no sólo
condicionaron, y para mal, la libertad de movimientos del director durante el
rodaje de La matanza de Texas 2, sino
también su rentabilidad a ojos de los productores. Tres años estuvo sin
trabajar cuando finiquitó su contrato con Cannon Films pese al optimismo de un
director que tras un par de años de difícil entendimiento con sus pagadores
creía haber recuperado la libertad perdida, y no fue hasta 1990 con Combustión espontánea que volvió al
ruedo del largometraje. Y que, empeorando la situación, fue un nuevo fracaso en
taquilla. A partir de ahí, el nombre de Hooper se pierde en capítulos para
series de televisión más entrañables que aceptables como es el caso de Las pesadillas de Freddy (para la que
Hooper rodó el capítulo piloto), Cuentos
de la cripta o su mentada
colaboración en la bastante superior Cuentos
asombrosos, y productos que fueron dirigido por Hooper cuando todo estaba
cerrado y en sustitución del director inicialmente planteado que había
desaparecido a dos semanas de comenzar el rodaje como en el caso de Nightmare de 1992, nueva colaboración de
Hooper con uno de los mandamases de la Cannon Films, Yoram Globus y con Robert
Englund en la piel de un descendiente del Marques de Sade. Tras el rodaje de
uno de los tres fragmentos que componían la macabramente divertida Body Bags, un Hooper prácticamente
olvidado por el agradecido fandom del
género que en lo bueno y en lo malo casi siempre da de comer a sus viejas
glorias rodó de nuevo con Englund The
mangler, en 1995, con un monstruo devorador de humanos que se oculta en…
¡una lavadora! A partir de ahí, la carrera de Hooper transita entre etapas de
silencio como la que abarca desde The
mangler hasta el 1999 en que dirige The
apartment complex y un año después Crocodile,
o los cuatro años que van de ésta última hasta su remake de Toolbox murders
de la que lo más destacable acaba siendo la siempre agradecida presencia de
Angela Bettis, y épocas de actividad que combinan trabajos de televisión como
sus aportaciones a la serie Masters of
horror y para la gran pantalla (o directamente en DVD o Blu-ray) como Mortuary (2006), Destiny Express Redux (2009) o la que por ahora es su última
película: Djinn en un año 2013 en el
que el nombre de Tobe Hooper va siendo sustituido por nuevas generaciones
posiblemente incapaces de sentar la malsana cátedra de una lejana La matanza de Texas que ya cumple cuarenta
años.
[2]La manufacturación de La matanza de Texas comenzó, como se ha comentado en la nota al pie anterior, tras el relativo fracaso de Eggshells, primer largometraje de Hooper, del que el realizador quiso desquitarse con una película que arrastrara al público a las salas. Así, y tras escribir a cuatro manos un guión con lo raquítico como tónica para así hacer más fácil tanto el rodaje como llamar la atención de un público potencialmente ávido de emociones fuertes, la estratagema de Hooper y Henkel obtuvo el resultado esperado: la ciudad de Austin, lugar de nacimiento y residencia de ambos hombres, se había convertido de la noche a la mañana en la capital cinematográfica del estado de Colorado, y gracias a ello habían surgido instituciones como la Texas Film Comission, que pese a no invertir económicamente en los proyectos que recibía, sí los movía por círculos de inversores privados capaces de aportar importantes sumas de dinero además de ocuparse de la distribución del film si este lograba completarse, y una nueva generación de profesionales salidos de la PBS (la televisión estatal en la que Hooper había trabajado en alguna ocasión) que poco a poco iban creando una red alrededor del mundo del audiovisual en continua expansión. En este momento de bonanza económica, el guión de Hooper y Henkel (por entonces llamado Cara de Cuero, en honor a su más icónico personaje, inspirado en la figura del asesino Ed Gein) cayó en la Texas Film Comission como agua de mayo. Acostumbrados a lidiar con proyectos de cineastas provenientes de otros estados, el tratar con un material puramente tejano recabó las simpatías necesarias para gestionar un proyecto como este en los tiempos de relativa bonanza económica por los que pasaba la institución. Su director ejecutivo, Warren Skaaren, entró en contacto con un hombre de negocios de la zona llamado Bill Parsley que tras invertir 60000 dólares fundó junto con su socio y abogado Robert Kuhn la MAB, una sociedad propietaria desde ese momento del cincuenta por ciento de la película, en la que la hermana de Henkel puso mil dólares, un traficante de marihuana local llamado Richard Saenz aportó diez mil sospechosamente pagados a tocateja y en efectivo, y el propio Kuhn nueve mil más para la causa de La matanza de Texas. Los propietarios de la otra mitad del film, Hooper y Henkel, convencidos de que pese al dinero recaudado el presupuesto seguía siendo demasiado bajo hasta para una producción tan modesta como la suya, fundaron su propia productora, Vortex, a través de la cual reclutaron en la PBS a una serie de profesionales a los que se les ofreció un trato: capitalizar su trabajo en la película, cobrando un sueldo muy bajo pero con derecho a un tanto por ciento de los beneficios que La matanza de Texas obtuviese en taquilla. Así, y pese a que todo parecía ir sobre ruedas, Hooper y Henkel cometieron un error que les daría incontables dolores de cabeza más adelante: no informar a los miembros de Vortex del trato pactado con la MAB, que la hacía propietaria de la mitad del film, y por tanto del cincuenta por ciento de su recaudación, de la que se creía que era una empresa adosada a Vortex y no que iba por su cuenta. En cualquier caso, y bajo unas abrasadoras temperaturas que ocasionalmente superaron los cuarenta grados, el rodaje de La matanza de Texas dio comienzo el 15 de julio de 1973, con un equipo técnico y artístico que sumaba diecinueve personas (diez técnicos y nueve actores) en unas condiciones bastante deplorables que a buen seguro repercutieron, y para bien, en la pesadillesca atmósfera del film dirigido por Hooper. Maratonianas jornadas de más de veinticuatro horas, un único lavabo para todo el equipo, o un calor abrasador empequeñecieron ante el mayor desafío ante el que se encontró el equipo de La matanza de Texas, la omnipresencia del productor Parsley metiéndose en todo durante un rodaje ya de por sí bastante crispado y la relación sentimental de este con la actriz principal Marilyn Burns, que fue objeto de las iras de prácticamente todos los participantes en el film por considerarla un topo de Parsley. Así, y pese a que durante los cerca de cuarenta días de rodaje hubo algunas alegrías, como el descubrimiento de un campo de marihuana en las proximidades de una de las localizaciones, hubo jornadas que a decir de los participantes rozaban lo infernal: durante el rodaje de la cena en la que Sally (Burns) es atada a la mesa bajo los aullidos del resto de los asalvajados comensales, se sirvió carne auténtica en los platos que aparecen en pantalla y bajo una incendiaria temperatura exterior y el calor de unos focos iluminando un plató cerrado a cal y canto… la carne empezó a pudrirse. Con ello, a lo ya bastante viciado del ambiente del lugar, atiborrado por cinco miembros del equipo técnico y los cinco actores que aparecen en la escena, se sumó un hedor que provocó que durante las 27 horas que duró el rodaje de toda la escena los miembros del equipo de rodaje fueran saliendo por turnos del plató para vomitar y después volver a entrar y proseguir con sus labores. No fue el caso de Gunnar Hansen, intérprete de Cara de Cuero, que aguantó el pestazo sin moverse de su sitio como un inenarrable campeón. Pero una vez el tormentoso rodaje llegó a su fin, el dinero se había evaporado, y aún había que montar el film que luego sería hinchado de los 16mm con los que se había rodado La matanza de Texas a los 35mm que haría posible su estreno en cines y festivales. Hooper y Henkel volvieron a pedirle ayuda a Parsley, que tras la experiencia adquirida durante el rodaje se negó en redondo, y los propietarios de Vortex tuvieron la (pésima) iniciativa de ofrecer a otro abogado de Austin, Joe Longley, el 19% de las acciones de Vortex (que, no lo olvidemos, ya partía del 50% del total de la película) a repartir entre aquellos a los que Longley consiguiera unir a la causa que recaudó aproximadamente veinticuatro mil dólares. Con ese dinero, el montaje del film comenzó y se prolongó durante dos meses, el film se sonorizó con los caseros métodos explicados en una nota al pie algo más abajo, y más tarde y tras el prudencial abandono del negativo para que adquiriera la grumosa textura que Hooper exigía, se pasó de los 16mm a los 35mm definitivos. El resultado final desagradó profundamente a todos aquellos que habían puesto dinero en La matanza de Texas sin haber participado directamente en ella, pero un clarividente proyeccionista que pasó la primera copia del film en 35mm a algunos miembros del equipo les aseguró que “El mundo está lleno de enfermos. Y todos irán a ver esta película, haréis mucho dinero”. Y aunque sin tener toda la razón, La matanza de Texas hizo un dineral, antes, y mientras una copia en 16mm del film rondaba por las universidades del país creando el caldo de cultivo que haría del film de Hooper un fenómeno de culto de visionado obligado en los círculos más in, empezó la batalla por su distribución en salas. No importaba la productora a cuya puerta llamaran, la respuesta era siempre la misma, La matanza de Texas era una inmundicia cinematográfica, y sólo la Columbia ofreció un trato tan parco que Hooper y Henkel rechazaron la oferta. Las cosas se complicaron todavía más cuando Skaaren y un miembro del equipo de producción viajaron hasta Brooklyn para negociar la distribución del film con la oscura Braynston, propiedad de una conocida y violenta familia mafiosa reunida bajo el apellido de su líder, Joseph Colombo que había logrado blanquear grandes sumas de dinero gracias al éxito de su producción X Garganta profunda. Decididos a ampliar el negocio y así lavar más dinero, los matones de una familia acusada del asesinato de Bruce Lee durante el rodaje de Operación Dragón por sus deudas con los Colombo compraron los derechos de La matanza de Texas por 225.000 dólares, así como el 35% de sus beneficios. El éxito del film pilló a todos los implicados por sorpresa, pero con la progresiva repartición de sus beneficios, el dinero jamás llegaba a las manos de los mandamases de una MAB que sin embargo no dejaban de ver como la recaudación de La matanza de Texas no sólo subía como la espuma, sino que no parecía que fuese a bajar. Pero Braynston cerró cuando su director y miembro de los Colombo fue acusado de obscenidad por haber producido Garganta profunda, no sin antes haber vendido los derechos de La matanza de Texas a una familia rival para así subsanar una serie de deudas que pendían sobre su cabeza. Parsley y los suyos no se arredraron, y tras una batalla judicial lograron recuperar los derechos de un film que inmediatamente vendieron a la New Line Cinema, dejando fuera del trato a todos los miembros de Vortex que, furiosos, se embarcaron a su vez en nuevos litigios para recuperar lo que era suyo. El saldo final, tras años y años de lucha, fue que Hooper, que por entonces ya estaba enfrascado en llevar a buen puerto Poltergeist, se desentendió del tema, y Henkel recibió una compensación de 15000 dólares por su participación en una película que para entonces ya llevaba recaudados millones.
[3]Todo lo contrario a lo perpetrado por Marcus Nispel en su remake de La matanza de Texas llevado a cabo en el año 2004, recogiendo la ya
de por sí bastante pobre historia original de Hooper y Henkel y dándole un
fatal toque de elegancia formal en el que cada pedacito de mugre aparecido en
pantalla parece sacado antes de otra película, una de tantas, con los tonos
verdes como sinónimo de sordidez que de algo mínimamente parecido a la
realidad. Para acabarlo de rematar, el estereotipadísimo físico de los actores,
ya sea en el caso de los malintencionados pueblerinos que responden a un
prefabricado sentido de lo grotesco o en el de unos jovencitos cuya presencia
remite a un antinatural pase de modelos, acaban por hundir una función en la
que todo parece una construcción cara y, lo que es peor, tremendamente
artificial y seguro de lo que en el
film de Hooper era terriblemente natural. Pero antes del film de Nispel, parte
de una interesada (por rentable) revisión de algunos clásicos del cine de
horror norteamericano moderno surgida del Hollywood de principios de milenio,
que conoció una precuela llamada La
matanza de Texas: el origen y hasta de una prolongación en formato 3D, el
original de Hooper ya había tenido una desnortada descendencia que arrancó en
1986 de la mano de su creador. La matanza
de Texas 2, histérica comedia bufa que encendió las iras de algunos de los
más puristas fans del primer film y que llegó a nuestro territorio directamente
en formato VHS, supuso una vuelta de tuerca del salvaje horror del original hacia
terrenos gobernados por un artificioso, y no del todo logrado, grand-gignol. Su
fatal ausencia de atmósfera, pese a los numerosos juegos de luz que aproximan
la película a los parámetros del cómic
terrorífico y que intentan evocar un estilo que nunca acaba de cuajar, su
deliberada apuesta por la escabechina sanguinolienta y la concreción de algunos
de sus temas de fondo, como la unidad familiar como un ente en avanzado estado
de podredumbre tremendamente destructivo, flotan en el aire de una película
carente del arrebato necesario para alcanzar las psicotrónicas cotas, nada
desdeñables vistos los elementos puestos en juego, a las que podría haber
aspirado. Sus causas podrían buscarse en un rodaje aceleradísimo en el que el
guionista (L.M Carson, co-guionista ¡de Paris,
Texas!) escribía cada noche lo que comenzaría a rodarse la mañana
siguiente, los actores cobraban lo mínimo estipulado por su sindicato, y que
los ejecutivos de la Cannon, tras hacerse con los derechos de un film que hasta
ese momento eran propiedad de la New Line Cinema, no dejaban al equipo de la
película ni a sol ni a sombra, pero en cualquier recibió un varapalo tanto por
parte de la crítica como del público que, pese a tratarse de un film fallido,
no supo ver las indudables peculiaridades de una película nada despreciable.
Aunque, vista con la perspectiva que daba la tercera entrega, que se tomaba en
serio todo lo que la segunda había decidido tratar con una alegría
desgraciadamente algo aparatosa, La
matanza de Texas 2 era una verdadera maravilla del séptimo arte. La matanza de Texas III, dirigida por un
Jeff Burr que apenas alcanzaba la treintena y planteada como puro material de
derribo con el que alimentar las estanterías de los videoclubs a costa del
nombre de un clásico que volvía al redil de una New Line Cinema alérgica aquí a
las sorpresas, resultaba aburrida e intercambiable con cualquier producto de
terror al uso, en parte por su adaptación de una historia ya de por sí casi
inexistente y con escasas variables como para pretender repetir su efectividad
mediante una puesta en escena que era pura rutina. Pero aún podía ir a peor: The return of the chainsaw massacre,
dirigida y escrita por ¡Kim Henkel! en 1994 supone un auténtico y desatado tour de force de vergüenza ajena, puro
material de derribo que cuenta entre sus actores protagonistas a un últimamente
revalorizado Matthew McConaughey como cabeza de cartel del clan caníbal con un
personaje ausente hasta el momento en la saga, y a una René Zellwegger en el
papel de sufrida víctima al borde del colapso… e incapaces de levantar una
deplorable función en la que las ahora estrellas del firmamento hollywoodiense
no son precisamente lo mejor. Y según parece, la cosa aún dio para una quinta
parte que llegó a (unos pocos) videoclubs en 1997 como La matanza de Texas V, rodada en 16mm y con un presupuesto
prácticamente inexistente, los que han reunido los arrestos de verla aseguran
que lo mejor es correr un tupido velo sobre ella. Como se ha dicho alguna vez
al respecto del clásico de Hooper: una y no más, como Santo Tomás.
[4]Los relativos conocimientos musicales de Hooper y el encargado de
grabar el sonido directo de La matanza de
Texas, Wayne Bell, los hizo las personas más idóneas dentro del equipo
técnico del film para llevar a cabo la composición de una banda sonora hecha
con métodos caseros y el grado de experimentación que permitía el no tener una
fecha de estreno a la vista. Utilizando todo instrumento que hubiese en casa de
Hooper, desde banjos asiáticos hasta tubas pasando por violines, y con la
inestimable ayuda de un magnetófono corriente y micrófonos de contacto los dos
jóvenes probaron una y otra vez todas las posibles combinaciones
instrumentales, a las que hay que añadir una rudimentaria creación de eco
consistente en grabar un sonido en un magnetófono para luego reproducirlo y
grabarlo en otro. En cualquier caso, y pese a que escuchar todos los elementos
que conformaron la banda sonora de La
matanza de Texas por separado debe ser una experiencia bastante
desquiciante, no fue hasta que el mezclador de sonido Ted Nicolau se puso manos
a la obra. Nicolau, que recién había terminado de ecualizar la polifónica
posesión de Linda Blair en la mítica El
exorcista dirigida por William Friedkin un año antes, logró que el infierno
sonoro que asola el Texas de Hooper cobrara por fin la inolvidable virulencia
sin la que La matanza de Texas no
sería, ni de lejos, la misma.
[5]Lecturas que se dieron y siguen dándose en la actualidad por parte
de propios y extraños a la creación de la película. Según parece, la idea de
una familia asesina tejana fue extraída por Hooper y el co-guionista Kim Henkel
de su más inmediata realidad: no les costó mucho establecer paralelismos entre
los monstruos clásicos, en muchos casos agresivos parias sociales perseguidos
por hombres y mujeres presuntamente civilizados,
con los granjeros tejanos acosados por una visión del progreso que los
condenaba al ostracismo económico y vital. Pero lejos de establecer la venganza
como motivo central de la violencia desatada en La matanza de Texas, Henkel aportó la guinda definitiva: los
pueblerinos que malviven en las zonas más abandonadas del territorio tejano no
sólo asesinarían a los jóvenes que los ven como una rémora del pasado, sino que
se los comerían. Hooper, vegetariano al menos por entonces, quedó encantado con
una idea que le hizo retorcerse de la risa pensando en la salvajada que se
empezaba a cocer en las páginas de su guión. Así pues, y mediante un retrato de
la alienación de aquellos que quedaron fuera, por los motivos que sean, de la
Generación del Amor de finales de los sesenta Hooper engarzó a Cara de Cuero y
al resto de caníbales de pueblo con una figura prácticamente ausente del cine
de horror hasta ese momento e igualmente fruto de la época: la del asesino en
serie sin móvil. Cinco años antes de que la sierra mecánica que inmortalizaría
el film que nos ocupa se oyera en muchas de las pantallas de Norteamérica, el
execrable Clan Manson asesinaba a sangre fría a una embarazada Sharon Tate (por
entonces, pareja del controvertido director Roman Polanski) y sus invitados a
una fiesta en su apartamento en Beverly Hills. La matanza, de gran eco
mediático, supuso para muchos el fin del optimista espíritu de la década de los sesenta que llegaba
cronológicamente a su conclusión y fue vista como el uno de los primeros
síntomas de la resaca del movimiento hippie,
que dejaba el saldo de una generación destrozada por las drogas y la locura.
Una Norteamérica presa de un pesimismo atroz que veía como líderes del calado
de Martin Luther King o Bobby Kennedy caían muertos en sendos atentados, como
el concierto de los Rolling Stones en Altamont terminaba con el asesinato de
uno de los asistentes a manos de uno de los guardaespaldas del grupo
capitaneado por Mick Jagger y Keith Richards, o a la policía sofocando
violentamente numerosas manifestaciones estudiantiles o pacifistas en contra de
una guerra de Vietnam que devolvía a muchos de sus contendientes en un estado
psicológicamente precario, convirtió el sueño de un mundo mejor en una pesadilla
vista como un terrible despertar al mundo real. Una nihilista visión que fue
vista en su día (y hoy) como inspiración para el sudoroso infierno retratado en
La matanza de Texas, que muestra el
violento rebrote de la facción más tradicional
de la sociedad que había elegido democráticamente a un presidente que daría un
definitivo giro a políticas (todavía) más conservadoras que se creían
superadas: Richard Nixon. Bajo este prisma, La
matanza de Texas es hija perfecta de su tiempo desde el momento en que
narra las correrías de un grupillo hippie
(tanto como el realizador en el momento de rodar esta película) que se
encuentra sin comerlo ni beberlo en una Norteamérica poblada por amenazadores
paletos que parecen venidos de tiempos que se querrían olvidados para
asesinarlos cruelmente. Y lo que es más importante, sin un motivo aparente que
pueda dar forma a una Maldad que, como los crímenes de Manson o la creciente
violencia surgida en el seno de una Generación del Amor algunos de cuyos
miembros enloquecían tras un excesivo consumo de estupefacientes, resultaba
abisalmente inexplicable. Vista así, no haría ni falta preguntarle a un Hooper
que tiene muy claro de qué va La matanza
de Texas, pese a que al resto de los mortales pueda parecernos una lectura
antipáticamente hinchada: el caso Watergate. Sea como sea, La matanza de Texas, con su grado de abstracción en su retrato de
una Maldad que parece echar raíces en una inescrutable locura de la que
beberían posteriores mitos del Nuevo Terror norteamericano como Michael Myers
(el imberbe asesino enmascarado de la saga talentosamente iniciada con La noche de Halloween, comentada en este
blog en el mes de octubre del año 2012) o también anteriores al film de Hooper,
como puede verse en la seminal La noche
de los muertos vivientes de George A. Romero en el año 1968. Así, los
psicópatas y los muertos vivientes mecánicamente antropófagos sustituyeron a
los vampiros, los hombres-lobo o toda criatura más o menos sobrenatural en el
panorama cinematográfico de la década, barriendo todo romanticismo y
sustituyéndolo por una violencia mucho más cotidiana, pero también desprovista
de toda justificación. Una maldad que, ya sea venida de la América Profunda
como en La matanza de texas o de la
clase media de La noche de Halloween, y oculta tras una impersonal careta, parece
tener un nexo en común: la deshumanización. Elementos que, en cualquier caso,
no impiden hacer del visionado de La
matanza de Texas la electrizante experiencia que supone, sin muletillas
sociológicas tan interesantes como, en lo que a la película en sí misma se
refiere, superfluas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario